27

Linsha pasó otra vez por el mercado y, cuando atravesaba a toda prisa un pequeño suburbio de casas con altos muros y jardines muy cuidados, oyó un ruido de cascos que se acercaba por detrás a paso rápido. Se puso a un lado del camino y vio a Catavientos que iba hacia ella. La yegua baya llevaba sólo un cabestro y arrastraba una rienda rota. Los ojos le brillaban de excitación y llevaba el pelo mojado de sudor. Varia volaba encima de su cabeza canturreando una canción alocada.

Un bebedero que había por allí sirvió convenientemente de apoyo para montar. Linsha subió rápidamente al lomo desnudo de Catavientos, sujetó la rienda y a medio galope la dirigió hacia la Puerta Este y el campamento de la guardia. No se detuvo, sino que entró directamente, dejando atónitos a los guardias, y se dirigió hacia el campamento.

Ahora el volcán se veía perfectamente. Un hondo rugido salía de su garganta acompañado de humo, vapor y cenizas que formaban en el aire nubes informes de color gris y blanco. La cúpula no se veía detrás de la capa de humo, pero cada tanto se elevaban de las penumbras unas llamaradas rojas y anaranjadas.

En el campamento todo era alboroto cuando Linsha llegó. De todos lados llegaba el sonido de los cuernos. Los hombres corrían de un lado para otro. Los oficiales gritaban órdenes mientras los guardias se retiraban de las fortificaciones nororientales y corrían a reforzar las murallas del sudeste, frente al Paso del Este y al campamento de los Caballeros Negros. Pelotones de hombres a caballo marchaban hacia las defensas del norte.

Linsha puso a su caballo al paso y se apartó del camino.

—¿Dónde está lord Bight? —gritó a los centinelas de la entrada principal.

—En el volcán —fue la respuesta.

—¿Hay alguien con él?

—Tenía a unos cuantos guardias, pero envió a la mayor parte de su compañía para reforzar las líneas defensivas por si los Caballeros Negros nos atacan desde los desfiladeros.

—Sólo unos pocos —repitió Linsha preocupada—. ¿Estaba con él el comandante Durne?

Los centinelas cruzaron miradas inquisitivas.

—Vino por aquí, pero no sabemos dónde está ahora —respondió un sargento.

La esperanza de que Ian no fuese responsable de dejarla atada y amordazada en el apartamento se debilitó. Si los centinelas lo habían visto allí, no cabía duda de que seguía vivo y de que se movía libremente. Le costó tragar saliva porque tenía un nudo en la garganta. Estaba a punto de salir a toda prisa cuando se le ocurrió otra pregunta.

—¿Estaba la mujer guardia Shanron con lord Bight?

—No —volvió a responder el sargento—. Llegó después y se marchó tras él hacia la montaña. Llevaba mucha prisa.

Las gracias de Linsha volaron tras ella cuando emprendió la marcha a todo galope. Siguieron el borde del campamento hacia la torre de observación del nordeste y los terraplenes orientales de las obras defensivas. Linsha no veía a Varia, pero sabía que la sigilosa lechuza estaba cerca y acudiría en su ayuda en cuanto la necesitara.

El caballo volaba sin rozar casi el camino, dejando atrás las filas de tiendas y la atestada enfermería, los campos de instrucción al aire libre y las cuadras vacías, con Linsha pegada como una lapa a su lomo desnudo. Algunos guardias trataron de llamar su atención, pero Linsha no reparó en ellos, concentrada como estaba en encontrar el camino más corto hacia la montaña.

Por fin llegaron a la torre y Linsha vio a varios de los guardias del gobernador que todavía la guardaban a pesar de la arena, las cenizas y el humo que llegaban hasta allí arrastrados por el viento. Los hombres se apoyaban sobre la muralla almenada y contemplaban la montaña ardiente.

Se le ocurrió a Linsha que si había un Caballero Oscuro infiltrado entre los guardias del gobernador, también podía haber más. ¿Y si éstos fueran secuaces del Caballero de la Calavera apostados allí para cubrirle la retirada? Sin una palabra pasó como un rayo junto a la torre y, sin atender a los gritos de los guardias, hizo saltar a Catavientos por encima de la muralla.

La yegua dio un salto de más de tres metros y Linsha sintió cómo se plegaban sus caderas debajo de ella al asentarse las patas delanteras sobre la seca pendiente cubierta de hierba. Al llegar al fondo, se lanzó hacia adelante y atravesó el foso abierto. La siguiente muralla fortificada estaba a unos treinta metros y se elevaba como una enorme cordillera parda ante el caballo y su jinete. En la pared se habían excavado algunos escalones de piedra para que se sirvieran de ellos los defensores, y Catavientos los subió de dos en dos.

Al coronar la segunda muralla, la yegua tuvo que pararse porque no había ninguna senda visible por la que pudiera avanzar un caballo. Las defensas se habían construido para impedir el paso no sólo de las máquinas de asedio y de las fuerzas de tierra, sino también de la caballería. Habían plantado filas de estacas aguzadas al otro lado de la pared como un bosque de lanzas en pendiente. Sólo había un estrecho sendero que avanzaba sinuosamente entre las lanzas hacia las bien fortificadas trincheras, el foso de lava y el volcán.

De mala gana, Linsha se descolgó de su montura sobre la berma. Se detuvo un momento para estudiar la disposición de la tierra. Con cada minuto que pasaba, aumentaba el peligro para la vida de lord Bight, pero ella no podía atravesar aquello sola y sin preparación. Podía perderse por el sendero equivocado o caer en una emboscada. Por lo que se veía, esa sección de las fortificaciones estaba desierta debido al riesgo de que la cúpula al caer produjese una nube piroclástica. Al otro lado de la línea de trincheras se veían una ancha franja de tierra de nadie y el amenazador río de lava con tonalidades amarillas y rojas que corría por el ancho foso. Un estrecho puente de piedra formaba un arco sobre el río de roca fundida en movimiento hasta el pedregoso terreno del otro lado.

El borde candente del sol asomaba ahora sobre los picos y su luz aparecía como un bisel en torno a la montaña. Al mirar ladera arriba, Linsha no vio el menor movimiento ni vestigios de presencia humana entre las rocas. Sin embargo, el ángulo del sol le reveló un saliente de piedra que destacaba a media altura en la montaña. Es posible que fuera la guarida del infame Dragón Rojo, Tormenta de Fuego. A mayor altura tuvo una visión fugaz de la cúpula de lava a través de las masas informes de vapor y humo que salían rugiendo del seno del volcán. Como un hervidero gigantesco había alcanzado las proporciones de un dragón enroscado y estaba empezando a partirse por la presión interna de la lava que salía.

En ese momento Linsha vislumbró algo rojo que se movía cerca de la base del pico. Era imposible distinguir qué era, pero a Linsha le bastó. Liberando la espada en la vaina, se lanzó a la carrera por la pendiente sorteando las estacas. Sus pies la llevaron ágilmente hasta las trincheras, más allá de los puestos de guardia vacíos y de los bastiones fortificados. El estrecho sendero subía más allá de las trincheras y penetraba después en una ancha franja de tierra yerma antes del foso. Linsha atravesó aún más rápido el terreno llano dirigiéndose al puente que atravesaba el foso.

El puente era poco más que un sendero de piedra que formaba un arco sobre la lava. No tenía barandillas ni pretiles y a duras penas permitía el paso de una persona. Linsha se estremeció al ver semejante estrechez, pero si otros lo habían atravesado, ella también lo haría.

Casi había llegado al puente cuando reparó en otra mancha roja. Era una forma inmóvil al pie del puente. Con el corazón saliendo por la boca, Linsha corrió y encontró el cuerpo de uno de los guardias de lord Bight. Estaba de lado, con la espalda contra las obras de fortificación y en su cara, el color gris de la muerte. Maldiciendo entre dientes, Linsha se lanzó al puente.

Debajo de ella la lava se movía lentamente. Placas de roca semidura excesivamente caliente flotaban sobre una corriente de lava de color carmesí que emitía un resplandor fosforescente. El calor era feroz y Linsha sintió en la boca el sabor metálico y acre del aire. Casi no podía respirar y sentía la garganta reseca. Subió decididamente al puente sin apartar los ojos de la piedra sobre la que apoyaba los pies e inició su marcha hacia el otro lado.

—No sigáis adelante, Lynn.

Todas las esperanzas que todavía albergaba, todas las excusas que había imaginado, se hicieron trizas en un instante al oír aquella voz. Sintió náuseas, levantó la vista y vio a Ian Durne al pie del puente. Sujetaba a Shanron por el cuello y tenía un cuchillo apoyado sobre su garganta. En la cara de la mujer guardia había una expresión de furia, pero no se movía.

—Oh, Ian ¿por qué teníais que ser vos? —gritó Linsha. Sólo encontró cierta satisfacción en la genuina expresión de pesar que vio en la cara del hombre.

—Intenté dejaros al margen de esto, Lynn. No quiero mataros, ni a vos ni a ella —dijo empujando más a Shanron hacia el borde del foso—. Retroceded. Volved a la torre y la dejaré aquí, viva.

Shanron clavó los talones en la tierra y gritó.

—¡No, Lynn! Quiere matar al gobernador.

Linsha los miró a los dos: su amiga y su amado. Sintió el puñal de la traición en sus entrañas.

—Sabéis que no puedo hacer eso —dijo en voz alta.

—Lo sé. Es irónico, pero fue por eso que me enamoré de vos —la tristeza era patente en la voz del comandante—. Antes de poner fin a esto, decidme ¿quién sois?

Linsha sacó lentamente su espada y la apoyó con la punta hacia abajo sobre la piedra. El sudor le corría por la cara y le ardían los ojos; los pulmones le quemaban. Sentía mareo y náuseas, pero se mantenía firme sobre el puente.

—Soy la Dama de la Rosa Linsha Majere —replicó.

—¡Majere! —quedó boquiabierto por la sorpresa y lanzó una carcajada—. ¡Vaya jugarreta del destino! Ir a enamorarme de alguien del clan de los Majere. Por Takhisis, Lynn, sois una maravilla. Cuánto me hubiera gustado conoceros en otras circunstancias.

—Tampoco tenéis que hacer esto, Ian. Basta con que dejéis que Shanron se vaya. Podéis iros, volver con los Caballeros Negros en el Paso del Este.

—Sabéis que no puedo hacer eso —contestó Ian copiando sus palabras—. Nos parecemos demasiado, Lynn. Nuestras respectivas órdenes están por encima de nuestro amor. —Apenas había terminado de pronunciar la última palabra cuando de un violento movimiento le cortó la garganta a Shanron y la empujó hacia el río de lava. El cuerpo de la mujer de la guardia se prendió fuego al tocar la lava y a continuación se hundió bajo la superficie escarlata.

Linsha avanzó horrorizada.

—¡No! —gritó—. ¡No teníais que hacer eso!

Él sacó la espada y empezó a avanzar por el puente.

—Otra vez solos vos y yo, Lynn. Nadie más. Dadme un beso, Ojos Verdes.

En ese preciso momento, en un movimiento desdibujado, un tercer contrincante se sumó a la confrontación. Un ave de color entre ocre y rojizo descendió del cielo con la velocidad de un halcón y clavó sus garras como dagas en el lado derecho de la cara de Ian. Bramando de sorpresa y de dolor, el hombre cayó hacia atrás, fuera del puente.

—¡Corre, Linsha! —chilló Varia.

La Dama no necesitó que la instigara. La furia y la sed de venganza podían esperar; todavía tenía que cumplir con su deber. Abandonó el puente como un rayo, alejándose de aquel calor mortal y de la lava. Pasó corriendo junto a la figura de Ian que se revolcaba y subió por la senda que llevaba a la cima del volcán. Lord Bight todavía estaba allá arriba, aplicando su magia, esperándola. Tenía que interponerse entre él y el Caballero Negro.

—Vamos, Varia —gritó sin volverse.

La lechuza pasó volando junto a ella, riendo como una loca y chorreando sangre de sus garras.

—Nos sigue —dijo—, pero lentamente.

Linsha asintió con expresión sombría y siguió adelante. La pista trepaba por la montaña atravesando zonas de roca volcánica y de piedra desmenuzada, aparentemente hacia el cráter de la cima. La luz del sol se fue ensombreciendo alrededor a medida que el humo ardiente tapaba el sol. El rugido atronador de la montaña sacudía el suelo bajo sus pies.

Al mirar hacia arriba, Linsha se dio cuenta de que la pista no llevaba a la cima sino a la enorme grieta que había observado antes. Todavía no había vestigios de lord Bight.

—Lynn —el grito llegó desde abajo.

Linsha vaciló y miró para atrás. El comandante Durne venía tras ella, tan inexorable como el volcán. Tenía el lado derecho de la cara lleno de sangre y su expresión era sombría y furiosa.

Echó una rápida mirada en derredor. Quería elegir el lugar para enfrentarse a él, un lugar donde todo jugara a su favor. No tenía ni casco ni cota de malla ni escudo, sólo su espada y su capacidad atlética para mantenerse viva. Éste no era un buen lugar, tan empinado y resbaladizo, con depósitos de gravilla y guijarros. Subió más arriba, pero no vio nada que se aviniera a sus fines.

Por fin, la pista llegó a la grieta y se ensanchó, formando una amplia cornisa nivelada, casi como un porche. Cruzó corriendo la cornisa y entró en una enorme caverna. En el otro extremo, en el fondo mismo de la caverna, vio un brillante resplandor amarillo que relumbraba y resplandecía contra la roca negra. Sobre ese fondo se recortaba una figura, vestida con una túnica larga, los brazos levantados mientras entonaba sus conjuros contra el poder arrollador de la montaña.

—¡Lord Bight! —gritó, pero no obtuvo respuesta. Le pareció ver que se movía, pero no podía estar segura y no tenía tiempo para averiguarlo.

El comandante Durne la alcanzó por fin. Hizo jadeando la última parte del camino y llegó a la cornisa.

Linsha giró para enfrentarse a él con la espada en alto. Sacó una daga de su vaina y concentró toda su voluntad en relajarse.

—Oh, mi hermosa Lynn, ¿por qué no podíais haberos quedado fuera de esto? ¿Qué significa para vos ese hombre? —avanzó hacia ella espada en ristre.

La Dama se negó a responder. Sólo podía mirarlo a la cara. Las garras de Varia habían rasgado su mejilla y su frente y le habían desgarrado el párpado. Ese lado de su cara era una máscara de sangre y dudaba que pudiera ver a través de la sangre coagulada que le cubría el ojo derecho.

—Oh, Ian —dijo con un suspiro hondo y trémulo, y fue a su encuentro.

Las espadas chocaron, acero con acero, midiendo cada uno la pericia del otro. A primera vista daba la impresión de que iba a ser un encuentro desigual. Durne le llevaba a Linsha una cabeza, era más corpulento y mayor que ella. Todo, la altura, la extensión del brazo y el peso, parecían favorecerlo. Pero estaba ciego de un ojo y ella tenía a su favor la velocidad y la agilidad.

Avanzando y retrocediendo por la cornisa lucharon con encarnizada concentración, en un febril entrechocar de dagas y espadas. El sol estaba ya más alto y descargaba su calor implacable sobre la cornisa. El volcán lanzaba humo y emanaciones al aire que respiraban. Ambos sufrían, pero luchaban con una decisión implacable, reservando sus fuerzas y haciendo uso de su habilidad para prolongar su resistencia. Si en algún momento sus ojos se encontraban al final del tenso acero de sus espadas, en ellos ya no había amor, sólo la determinación inflexible de cumplir sus objetivos: el de ella, salvar al gobernador; el de él, matarlo.

En un momento, Linsha se tomó un respiro, jadeante, y Durne siguió su ejemplo. En ese breve momento, Linsha no pudo menos que preguntarle:

—Sé por qué matasteis al capitán Dewald. ¿Fuisteis también vos el que mató a Mica?

Durne rió ante la oportunidad de su pregunta.

—Como vais a morir, Dama, os lo diré. Sí. Encontré a Mica cuando volvía al palacio. Empezó a decirme lo que había descubierto y me vi obligado a matarlo —se encogió de hombros y se enjugó un poco de sangre y sudor de la cara—. Todavía no estamos dispuestos a que Sanction encuentre una cura para la peste.

—De modo que sabíais lo de los marineros envenenados y lo de la peste mágica. Por eso llevabais siempre guantes.

—Por supuesto. Fue idea mía.

Por los dioses, se asombró Linsha. Qué declaración tan fría, insensible, descarada. ¿Cómo era posible que ese hombre la hubiera engañado tanto?

—Y el alborotador del pelo oscuro ¿también era uno de los vuestros?

—Así es. Lo irónico fue que la botella me diera a mí en la cabeza y que vos os arrojarais al agua para salvarme —rió entre dientes y meneó la cabeza—. Creo que fue entonces cuando me enamoré de vos.

Linsha se puso roja de furia y se lanzó otra vez al combate, dirigiendo la espada hacia el lado derecho de Durne. Ahora, el Caballero Negro a duras penas paraba sus golpes. Intentó alcanzarla en la cabeza, pero ella se hizo a un lado, poniéndose fuera de su alcance. El duelo continuó.

Desde su atalaya en lo alto de una roca, Varia observaba y esperaba su oportunidad. No estaba dispuesta a interferir mientras Linsha dominara la situación, ya que tenía terror a las espadas, pero podía surgir otra oportunidad de atacar el otro ojo de Durne, y no estaba dispuesta a desaprovecharla.

Durante más de una hora los dos contrincantes lucharon a pleno sol. Ambos sangraban por heridas sin importancia y ambos luchaban contra el agotamiento y la deshidratación. Por todas partes, las rocas aparecían manchadas de sangre.

Aunque ninguno de los dos lo notó, el volcán se había aquietado. El vapor y el humo se habían desplazado hacia el sudeste para irritar a los Caballeros de Takhisis, y la lava que se derramaba desde la cúpula se había encauzado por un único curso que bajaba por un lado del volcán dirigiéndose directamente hacia el foso existente.

Era alrededor de mediodía cuando el casco de la cúpula se desmoronó y la nube piroclástica que todos temían empezó a descender ladera abajo con un rugido arrasador, letal, acompañado de cenizas y gas candentes a la velocidad de un dragón en vuelo.

Tanto Linsha como Durne se quedaron petrificados y miraron con horror la nube que se les venía encima. Avanzaba, una tormenta negra que quemaba y arrasaba todo lo que encontraba a su paso. Estaban a punto de buscar la exigua protección de la caverna, cuando la nube de repente perdió impulso y se deshizo. Ante su sorpresa, la grava, las cenizas y el gas se transformaron en una simple nube que el viento llevó hacia el sudeste.

Fue Durne el primero en recuperarse. Atacó a Linsha con nuevo ímpetu hasta hacerla retroceder. El pie de la Dama resbaló sobre una roca manchada de sangre y cayó sobre la dura piedra, momento que aprovechó él para dirigir la espada hacia su garganta.

Con desesperación, Linsha levantó el brazo para parar la embestida, pero sólo consiguió desviar la punta de la espada hacia su pecho. La punta la golpeó en el esternón, pero, ante el asombro de Durne, resbaló hacia un lado, le produjo un arañazo en el hombro y fue a clavarse en el antebrazo de la mujer. Linsha lanzó un grito de dolor y, casi tan sorprendida como él ante el aplazamiento de la muerte, consiguió liberarse y escabullirse. Sangraba profusamente, pero consiguió ponerse de pie.

Durne retrocedió, jadeando.

—¿Qué clase de armadura lleváis bajo esa camisa? —preguntó.

Aferrándose con la mano el hombro herido, Linsha sacó lentamente la escama de dragón y la hizo brillar bajo la luz del sol. La garganta le ardía por la sed y los miembros le temblaban por el esfuerzo, y aunque el dolor del hombro era lacerante, en cierto modo la escama le daba fuerzas y aliviaba su dolor.

Todavía estaba intentando enderezarse cuando Durne se lanzó sobre ella en un asalto feroz. Arrojó la espada a un lado y se abatió sobre ella dejándola sin aire en los pulmones. A continuación le rodeó el cuello con el brazo y apartó la espada de la mujer. Hubo un momento de forcejeo, pero luego el peso de él la venció y cayeron pesadamente sobre la piedra a escasos pasos del borde. La espada de Linsha se deslizó hacia abajo y cayó hasta perderse de vista.

—Quiero que muráis en mis brazos —le bisbiseó Ian al oído—. Quiero ser el último pensamiento que pase por vuestra mente —apretó los labios contra los de ella sin dejar de oprimirle la garganta con el brazo. Invocando el poder de su mística oscura, concentró las fuerzas que le quedaban en los músculos y tendones del brazo y apretó con ellos el cuello de Linsha.

Linsha sintió como si una cinta de acero le estuviera cercenando la cabeza. La sangre rugía en sus oídos y sentía que se contraían sus venas mientras empezaba a verlo todo rojo y negro. Golpeteaba con los talones sobre la roca y sus pulmones estaban a punto de estallar. Intentó invocar el poder que tenía en su propio corazón, pero la fuerza que le atenazaba la garganta parecía eliminar de su cuerpo todo rastro de energía mística. Buscó la escama de dragón e, inexplicablemente, mientras su mente se sumía en un torbellino tenebroso, no pensó en Ian Durne sino en Hogan Bight.

En ese momento, sintió que la presión sobre su cuello aflojaba. Jadeó y tosió, tratando de que por su maltrecha garganta pasase aire a los pulmones. Daba la impresión de que algo le sucedía a Durne, al que tenía encima, pero estaba tan conmocionada y le costaba tanto respirar que no podía entender qué estaba haciendo. En su desesperación por salvar la vida, consiguió sacarse de encima el cuerpo del hombre que no dejaba de debatirse. Cuando su respiración comenzó a ser un poco más normal y su cabeza empezó a despejarse, echó mano de la segunda daga que llevaba oculta en su bota derecha.

Un furioso grito de dolor despertó todos sus sentidos. Se centró en Durne y se dio cuenta de que estaba luchando con Varia. La lechuza revoloteaba por encima de su cabeza. Atacándolo ferozmente con sus garras, le había destrozado el cuero cabelludo y la cara y había conseguido apartarlo de Linsha, pero también lo había acercado a su espada.

Con aire triunfal, Durne se apoderó de ella y, describiendo un amplio arco, atacó con ella a Varia.

Linsha no podía emitir sonido alguno. En un frenético esfuerzo, se lanzó contra el cuerpo de Durne y lo golpeó con el hombro que tenía sano en la región lumbar mientras le clavaba la daga en el costado derecho. El impacto le produjo un dolor intenso en el hombro y el brazo que tenía heridos. Quiso gritar, pero lo único que le salió fue un ronquido sibilante. Sintió que el mundo daba vueltas alrededor, y sin fuerzas para recuperar el equilibrio, cayó al suelo. La caída le provocó otra explosión de dolor. Por mucho que se esforzaba por ver qué pasaba con Varia, perdió la conciencia y se sumió en una oscuridad tenebrosa.

El impacto del ataque de Linsha desvió el golpe de Durne, y en lugar de partir a la lechuza en dos como había pretendido sólo la alcanzó en un ala dándole un golpe de plano con la hoja de su espada. Se oyó un chasquido y Varia se precipitó al suelo cayendo al borde de la cornisa.

Entretanto, Durne perdió el equilibrio, se tambaleó y estuvo a punto de precipitarse al vacío. Sólo un supremo acto de voluntad le permitió afirmarse sobre sus pies. El hecho es que se irguió y quedó maldiciendo la herida de daga de su espalda. La cuchillada era superficial pero dolorosa, y la sangre iba formando una mancha cada vez mayor en su túnica escarlata. Parpadeó para ver algo entre la sangre que le tapaba los ojos y tuvo una fugaz visión de la lechuza que aleteaba penosamente sobre la repisa.

—¡Maldito pájaro! —dijo entre dientes mientras avanzaba con toda la intención de arrojarla de una patada al vacío.

En ese momento, algo grande y pesado apareció en la boca de la cueva. Oyó el ruido y se volvió, pero no veía bien y no pudo reconocer de qué se trataba. Lo único que vio fue que el sol arrancaba de aquello un destello de color bronce.

Súbitamente, una sombra le cayó encima.

El comandante Durne se pasó una manga por el ojo izquierdo para enjugar la sangre de sus párpados. Perplejo, levantó la cabeza, y al ver qué era aquello que se erguía amenazador ante él, un alarido desgarró su garganta.

Ése fue el último sonido que salió de sus labios.