Linsha trabajó con Mica en silenciosa compañía hasta el mediodía, cuando su estómago y un mensajero de palacio interrumpieron su concentración.
—El comandante Durne ordena que volváis, escudero —le dijo el mensajero—. No sé por qué tengo que ser siempre yo el que venga a buscaros.
—Es un privilegio que tenéis, creo yo —se mofó del joven guardia.
Morgan tenía el sentido del humor necesario para aceptar la burla. Esbozó una sonrisa.
—Haréis bien en no entreteneros. A decir verdad, el comandante no está contento con vos. Los escuderos no pueden abandonar el palacio sin permiso.
—¡Yo tengo permiso! —repuso con indignación.
—Y tampoco —prosiguió él sin reparar en su protesta— sin presentarse al oficial de la guardia.
—Oh —admitió Linsha.
—Haríais bien en marcharos —observó Mica secamente.
Ella cerró el libro que tenía en las manos, se inclinó ante Mica como debía hacerlo un escudero ante el sanador del gobernador y siguió al guardia hacia la salida. Enfilaron el camino del bosque, atravesando el lugar donde ella había encontrado el cuerpo del capitán Dewald. Involuntariamente frenó la marcha para observar la hierba pisoteada y las huellas de varios caballos en la arboleda.
Morgan redujo el paso detrás de ella.
—Lo enterraron en la cripta del palacio esta mañana. Desearía encontrar a la escoria que le hizo esto.
Linsha asintió en silencio. Un capitán Dewald vivo que le vendiera información alegremente a lady Annian era una perspectiva mejor en todos los sentidos, según su opinión. Morgan avanzó y Linsha lo siguió a paso rápido. Cuando pasaban por delante de un escuálido pino, ella oyó el soñoliento ulular de una lechuza preocupada. Echó una mirada hacia arriba y vio a Varia posada en una rama cerca del tronco del árbol. La lechuza le dirigió una rápida mirada y movió una vez su redonda cabeza.
Linsha se rascó la mejilla para responder a la señal y apretó el paso. De modo que Varia le confirmaba que habían seguido a Mica. ¿Quién más se interesaría por las actividades del enano? Por el momento sólo podía esperar que tomase buena cuenta de ello y tuviese cuidado.
Morgan la introdujo por la puerta del patio hasta el palacio y la condujo directamente ante el comandante Durne. Éste se encontraba reunido con lord Bight, el capitán de puerto y algunos otros oficiales en el despacho del gobernador en la tercera planta, inclinados todos sobre un mapa extendido sobre la amplia mesa. El joven guardia le hizo un guiño, la empujó dentro de la habitación y cerró la puerta tras ella. Hecha un manojo de nervios, Linsha se quedó rígida.
—Hay indicios de que la cúpula volcánica va a estallar de un momento a otro, excelencia —estaba diciendo uno de los oficiales—. La cúpula se hace cada vez mayor y el humo aumenta. En los últimos dos días una serie de temblores ha sacudido el campo. Recomendamos que estas zonas, aquí y aquí —mientras lo decía señalaba con el puntero algunos puntos del mapa— sean evacuadas a una distancia más segura hasta que se pueda tener bajo control la corriente de lava.
Lord Bight estudió el mapa un instante. Vestía ropas de seda negra ceñidas con un cinturón de oro que alteraban sutilmente el color de su cara. Su piel bronceada por el sol parecía sombrearse en las mejillas y en la barbilla, y sus ojos eran profundos y enormes.
—No, la cúpula aguantará dos o tres días más. Los Caballeros de Takhisis nos están presionando por el norte. Después del desastre de anoche, tal vez quieran aprovecharse de esta distracción por el este, y no quiero que piensen que hemos bajado la guardia.
Otro oficial tomó la palabra para dar su opinión.
—¿Podríais vos destruir la cúpula ahora, antes de que entre en erupción?
Lord Bight lo miró con los ojos entornados.
—Podría demoler ahora la cúpula, pero sería prematuro. Quiero esperar hasta que la presión interior sea suficientemente fuerte como para abrirse camino hacia el exterior y expulsar la lava en la dirección en que quiero que vaya.
Aunque los capitanes no entendieron del todo lo que quería decir, asintieron y se miraron unos a otros como si estuviesen totalmente de acuerdo.
—Comandante Durne, hasta que yo vierta esa caldera sobre la montaña, vos podéis retirar a los hombres de la muralla más cercana a la cúpula. Y aseguraos de aumentar la guardia en las torres de observación.
Desde su tranquilo observatorio cercano a la puerta, Linsha centró su atención en el comandante, de pie al lado del gobernador, con su uniforme rojo que contrastaba vivamente con los ropajes negros de lord Bight. Se indignó al notar que su corazón latía más rápido cuando se fijaba en él, y que aumentaba la temperatura de su piel.
—Señor —respondió Durne—, la guardia de la ciudad está muy mermada en el distrito del puerto debido a las bajas causadas por la peste. ¿Y si hiciéramos regresar a todas las patrullas a la muralla de la ciudad? Eso nos proporcionaría el número extra de guardias que necesitamos en el perímetro oriental.
Había algo en esa sugerencia que incomodó a Linsha. El comandante Durne había retirado primero a la guardia de la ciudad, sólo para que lord Bight tuviera que restablecerla. ¿Por qué estaba tan decidido a mantener a los guardias fuera del distrito del puerto?
El capitán de puerto se mostró espantado.
—¿Y dejar la ciudad extramuros a merced de los saqueadores, los incendiarios y los piratas?
—¿Piratas? —repitió Durne en tono burlón—. ¿Qué pirata en su sano juicio se acercaría a una ciudad apestada?
—Cualquiera que sea inhumano —replicó el capitán de puerto, y prosiguió—: O tal vez los que vigilan el puerto aguas adentro desde esos barcos negros.
Un espeso manto de silenció cayó sobre la sala. Lord Bight cerró los ojos y parecía estar contando hasta diez.
—¿Qué barcos? —preguntó un oficial.
El capitán de puerto recordó tardíamente que se daba por supuesto que esas noticias debía tratarlas con lord Bight. Intentó parecer despreocupado y falló penosamente.
—Tenemos un informe de que en la bahía está fondeado un barco negro, por eso envié a algunos exploradores a echar un vistazo. Simple rutina.
—Vos habéis dicho «barcos» —puntualizó otro capitán.
Linsha miró con curiosidad al comandante Durne y pensó que resultaba bastante extraño que no dijese nada. Seguía inclinado sobre la mesa, con las palmas de las manos apoyadas y los ojos mirando al vacío.
—Vamos a ver —replicó con rapidez el capitán de puerto—. No tendría que haber dicho nada. Yo no sé si los barcos están realmente allí. No he vuelto a hablar con mis exploradores. Sólo digo que me parece que la ciudad extramuros no debería quedar desguarnecida.
Lord Bight abrió los ojos y, después de lanzar al capitán de puerto una agria mirada, manifestó su acuerdo. Golpeó el mapa con los nudillos para atraer la atención de sus hombres.
—Dejad la vigilancia en la ciudad extramuros, comandante. Echaremos mano de los guardias del gobernador para establecer la vigilancia en las torres mientras los guardias de la ciudad siguen sus rondas por el campamento y por las fortificaciones extramuros.
—Si, señor —respondió finalmente Durne, aunque Linsha notó cierta tensión en su mandíbula y en torno a la boca.
Linsha se preguntó si le dolería la cabeza por todo el vino que había bebido la noche anterior.
—Lord Bight —prosiguió—, aunque la construcción del acueducto va un poco más lenta, sigue avanzando. ¿Deseáis que también apostemos guardias allí?
El gobernador arrugó los labios pensativo por un momento, luego respondió al comandante.
—Necesitamos a los guardias, pero necesitamos más el agua. Elder Lutran me informó de que los pozos de la ciudad se están secando. Sí, mantened la guardia en el acueducto todo el tiempo que sea posible.
Se apartó un paso de la mesa y cruzó los brazos.
—Caballeros, pueden retirarse.
Los capitanes salieron en grupo hasta que sólo quedaron en la habitación con el gobernador el comandante Durne, el capitán de puerto y el capitán Omat, oficial de reclutas.
Lord Bight hizo señas a Linsha. Cuando se acercó y saludó, él se sentó en su silla y la miró con tranquilidad, con aquel extraño y cómplice parpadeo de sus profundos ojos dorados.
—Escudero Lynn —restalló como un látigo la voz del capitán Durne en la quietud de la estancia—. El oficial de vigilancia me dijo que abandonasteis el palacio sin permiso.
Linsha inclinó la cabeza. Incluso Lynn sabía cuándo debía mostrar arrepentimiento.
—Lo siento, señor, pero di por supuesto que se sabía que hoy estaba ayudando al sanador, Mica, en el templo, y no pensé en las normas.
—Ya es hora de que empecéis a tenerlas en cuenta, escudero. Aprendedlas de memoria, metéoslas en la cabeza hasta vivir y respirar la estructura de esta compañía. Pueden salvar la vida del gobernador.
—Sí, señor —respondió ella con convicción.
El comandante se volvió hacia el oficial de reclutas.
—Capitán Omat, quiero que le expliquéis claramente a este recluta las normas que rigen la vida de los escuderos y que ella las memorice mientras abrillanta las armaduras en la sala de instrucción. Esta noche puede hacer guardia en las torres de observación.
El capitán Omat saludó enérgicamente mientras Linsha murmuraba calladamente.
Lord Bight se inclinó hacia adelante en su silla.
—Respondedme antes de que os vayáis, escudero, ¿habéis encontrado Mica y vos algo útil en los libros?
—Sólo pistas, excelencia y algunas hierbas medicinales con las que Mica quería experimentar. Algunas pistas sobre enfermedades similares que él sigue revisando.
Ella se dio cuenta de que el gobernador buscaba con la mirada la cadena de oro que solía lucir al cuello y supo que se estaba asegurando de que aún llevaba la escama. Como la había escondido bajo su camisa de lino donde no se podía ver, lo miró a los ojos y le hizo una señal de asentimiento con la barbilla. Él comprendió.
El capitán Omat la escoltó fuera de la habitación y siguió las órdenes al pie de la letra. La condujo hasta la sala de instrucción a la vista de muchos de los guardias, la acomodó en un lugar bien visible y después le acercó una pila de corazas para abrillantar. Durante una hora, mientras ella hacía brillar el acero con destellos de plata, le leyó las normas y los reglamentos y la obligó a memorizarlos. Los guardias que se encontraban en la sala se acercaban por turno y le ordenaban que recitase una norma o le hacían observaciones críticas sobre lo que estaba haciendo, pero como esto era habitual, Linsha no percibía malicia alguna en la atención que le prestaban, sólo un rasgo de humor y el secreto compartido de que todos ellos habían pasado por eso antes. Linsha no lo tomaba a mal ni se preocupaba porque formaba parte de la experiencia y era el pequeño precio que debía pagar por la información que había recogido aquella mañana.
Al cabo de una hora, el capitán abandonó su cometido y le dio órdenes de que siguiera así hasta la cena; después tenía que presentarse ante el oficial de vigilancia —adecuadamente vestida— para que le asignasen un puesto de centinela.
Linsha devolvió a la armería un brazado de corazas brillantes. Cuando volvió con más, Shanron estaba sentada en una banqueta esperándola, con expresión alicaída y un brazo en cabestrillo.
—No levanté el escudo con la rapidez necesaria —explicó Shanron al darse cuenta del gesto de preocupación de Linsha—. Afortunadamente, Mica vino anoche a curármelo —prosiguió al tiempo que levantaba un poco el brazo y sonreía con cara compungida—. Todavía me duele. ¿Y cómo va tu hombro? Oí que habías tenido un rifirrafe con algunos saqueadores.
—Tampoco yo me moví con rapidez suficiente. Efectivamente, el maestro de armas me estaba diciendo lo que hice mal. Le permití que se acercase demasiado.
Shanron esbozó una sonrisa.
—¿A quién? ¿Al maestro de armas o al saqueador?
—A los dos —rió Linsha de buena gana.
Estuvieron conversando un rato sobre los guardias y el abrillantamiento de las corazas, sobre el país de Shanron y el carácter de los gatos.
—¿Has visto a un enorme macho anaranjado en el establo en compañía de la gata del barco? —preguntó Linsha en un momento de la conversación.
—No he visto ninguno de esas características —respondió Shanron—. Hay algunos grises atigrados que rondan la despensa y uno negro que controla los pasillos, pero ningún macho anaranjado. ¿Por qué lo preguntas?
—Yo he visto uno en dos ocasiones. Por la noche.
—Tal vez la gata del barco esté en celo.
—No lo creo porque el gato se queda conmigo.
—No puedo ayudarte. —Shanron se quedó en silencio y recorrió la habitación con expresión sombría.
Inclinada aún sobre su tarea de abrillantado, Linsha levantó la vista para mirar a su amiga con gesto preocupado. Los ojos de Shanron se inundaron de lágrimas y se le enrojeció la nariz. Se la veía más pálida de lo normal.
—¿Algo va mal? —preguntó Linsha casi en un susurro.
Por la mejilla de Shanron resbaló una lágrima que ella limpió con furia. Parecía estar debatiéndose en un dilema porque su boca se abrió y se cerró y sus ojos se clavaron en Linsha, luego los apartó antes de decidirse a decir algo.
Después de un largo silencio, dijo con voz tranquila:
—Lynn, ¿te dice algo la expresión «ardilla listada»?
Linsha sintió que una conmoción sacudía su interior.
—Es un pequeño roedor rayado —respondió cautelosamente.
—¿Nada más? —preguntó su amiga con voz débil.
—Supongo que puede ser otras cosas. ¿Qué quieres saber?
—El capitán Dewald era mi amigo, mi… bueno, estábamos muy unidos. Lo suficiente como para que yo estuviese pensando en abandonar la guardia para casarme con él.
Linsha se quedó boquiabierta.
—Shanron, lo siento tanto, no sabía nada.
Se preguntó si lo sabría lady Annian.
La corpulenta guerrera rubia se ruborizó avergonzada.
—Nadie lo sabía. Intentábamos ser muy discretos. Ahora bien, el día anterior a su muerte, vino a verme muy alterado, incluso amedrentado. Cuando le pregunté si le pasaba algo malo, sólo me dijo: «Creo que lo saben». No me explicó qué significaban sus palabras. Me dijo que si le ocurría algo, debía preguntarte por una ardilla listada —esta última palabra la pronunció con cierto descreimiento.
Toda la historia sonaba irreal y, sin embargo, si todo era mentira ¿cómo había sabido el capitán Dewald que la expresión «ardilla listada» tenía algún significado para ella a menos que se lo hubiera dicho lady Annian? Repasó rápidamente las opciones que tenía ante sí, luego decidió confiar en Shanron.
—Una ardilla listada muerta dejada en el alféizar de una determinada ventana es una señal que significa «Ven enseguida. Máximo secreto».
Un sonido mezcla de grito sofocado y carcajada de incredulidad, brotó de los labios de Shanron. Se inclinó hacia adelante, sacó un pequeño paquete de su cabestrillo y lo dejó caer en el regazo de Linsha.
—No me digas nada más. No me pueden forzar a decir lo que no sé. Ten mucho cuidado.
Se pasó la manga por los ojos y se puso de pie.
—Yo también tengo guardia esta noche, de modo que tal vez te vea más tarde.
Linsha sonrió con desgana y saludó con la mano a Shanron cuando se iba. Luego ocultó rápidamente el paquete en el fajín. La consumía la curiosidad, pero no podía hacer nada con el paquete hasta que hubiera terminado con la armadura y pudiera abandonar la sala. Pulió y brilló con impaciencia y repasó la armadura varias veces hasta que sonó la campana en el patio anunciando la hora de la cena y pudo entonces dejar a un lado, con agradecimiento, los paños y el abrillantador. Salió de la sala de instrucción con la intención de escurrirse hasta su habitación para abrir el paquete cuando fue interceptada por el capitán Omat. La cara del oficial era de puro diamante mientras la conducía hacia el comedor y supervisaba su comida. Ella hizo un comentario en voz alta sobre las niñeras, pero él hizo oídos sordos y espero a que terminase de cenar. Tan pronto como lo hizo, la escoltó hasta la presencia del oficial de la guardia.
—Este recluta —le recalcó al oficial—, todavía está aprendiendo las normas. Asegúrese de que se aprenda las normas para el cometido de centinela al derecho y al revés.
—No quedarse dormido —respondió Linsha rápidamente.
El oficial de la guardia, un hombre curtido con demasiados puestos que cubrir y falta de guardias, no tardó en enviarla a la torre de observación más alejada en las fortificaciones orientales.
El sangrante sol de poniente se escondía en el horizonte mientras Linsha y el pelotón de guardias del gobernador cruzaban la ciudad en dirección al campamento de la guardia. La oscuridad avanzaba lentamente a su encuentro por el este. Una espesa neblina y unas delgadas nubes oscurecían el cielo, y sólo un ligero viento arrastraba el polvo y el humo de las hogueras hacia la ciudad. El campamento bullía de animación con los cambios de guardia y el retorno de las patrullas diurnas. En el extremo más oriental del campamento, antes de que el pelotón alcanzase los atrincheramientos, Linsha vio una tienda enorme que funcionaba como enfermería. Allí en el campamento, la peste había golpeado con dureza, pero los guardias enfermos quedaban inmediatamente en cuarentena, y a diferencia del distrito del puerto, donde la Peste de los Marineros se extendía sin control, allí se había mantenido dentro de los límites del campamento.
Cumpliendo las órdenes, Linsha se presentó en la torre nororiental y, con los demás guardias del gobernador, relevó a los centinelas del puesto de vigilancia. Los dos guardias de la ciudad les mostraron las banderas de señales, un catalejo y las antorchas que podrían necesitar.
—No perdáis de ojo a la bestia —les advirtió uno de los guardias y señaló hacia la montaña—. Lord Bight nos dio órdenes de que vigilásemos la cúpula por si hubiera indicios de lava líquida, aumento de humos o algún tipo de explosión.
—Estupendo —asintió Linsha con tono seco—. ¿Y cómo se supone que debemos avisarle de que la montaña está a punto de reventar?
El otro guardia le señaló una bola de cristal metida en una caja y forrada con algodón. La bola contenía un líquido anaranjado brillante y una mecha que salía de su interior.
—Su señoría nos dijo que encendiéramos la mecha, lanzásemos la bomba al aire tan alto como pudiéramos, y nos agachásemos. Pero no la toquéis hasta que sea necesario —le avisó.
Los guardias de la ciudad abandonaron el lugar para dirigirse al comedor y luego tomarse un merecido descanso, dejando a Linsha y al segundo guardia a cargo de la torre. El otro era un hombre de mediana edad, delgado, capaz y con muy pocas dotes para la conversación. Los pocos intentos de Linsha de hablar con él fueron discretamente rechazados y, finalmente, ella echó mano del catalejo y se retiró al extremo opuesto de la torre.
Allí había suficiente luz ambiental para utilizarlo. Apoyándose en el parapeto, dirigió el catalejo hacia el volcán, que se estremecía, desolado y oscuro, a la luz del crepúsculo, como un gigante dormido a punto de despertar. El humo envolvía sus hombros como una capa. Ella buscaba algún indicio del infame Templo de Luerkhisis que en un tiempo se levantaba en la cara oeste de la montaña, pero el espantoso templo con forma de cabeza de dragón había sido arrasado y hacía mucho tiempo que habían desaparecido los últimos vestigios. Levantó ligeramente el catalejo para enfocarlo en la cueva donde tenía su guarida el Dragón Rojo Tormenta de Fuego durante la ocupación de Sanction por parte de los Caballeros de Takhisis y que, al parecer, también había desaparecido. Ya fuese porque hubiera sido destruido o porque lo ocultaban las sombras de la noche.
Giró a la derecha y fue pasando el catalejo por las distantes colinas hasta llegar a la entrada del Paso del Este. Diminutos puntos de luz marcaban el campamento fortificado de los Caballeros Negros del gobernador general Abrena, que esperaban listos para atacar a la menor indicación. Entre ellos y el valle ardían los dorados diques de lava, anchos y mortíferos y más eficaces que cualquier muralla.
Las horas pasaban sin sobresaltos. La montaña seguía impasible y los Caballeros Negros iban y venían en su campamento oriental. Si hacían algunas salidas por el Paso del Norte, Linsha no veía ningún movimiento. Esperaba que todo estuviese tranquilo en la ciudad también. Después de los incendios, de los saqueos, de las emboscadas y, por supuesto, de los estragos de la peste entre la población civil, ambos cuerpos de guardias necesitaban una noche de tranquilidad.
Dos horas después de la medianoche, llegaron dos nuevos guardias para relevarlos. No tenían novedades que comunicarles y simplemente dijeron a Linsha y a su compañero que volvieran al palacio. Linsha obedeció con mucho gusto. El paquete de Shanron seguía oculto en su fajín esperando a que ella lo abriese en un momento de intimidad. El guardia y ella se reunieron con los demás y salieron del campamento en pelotón para dirigirse al palacio.
Los guardias de la ciudad entraron por la Puerta Este, todos excepto Linsha.
—¿Escudero Lynn? —llamó el oficial al mando—. Debéis esperar aquí nuevas órdenes.
Los veteranos se rieron en las narices de la desdichada escudero y siguieron adelante sin ella. Linsha los vio marcharse invadida por el desánimo. Seguramente era obra de ese maldito capitán Omat. Se temía que le tuviera reservada otra tarea pesada para esa noche.
Pero no se trataba del capitán Omat. Unos minutos más tarde, una figura familiar y de elevada estatura salió de las sombras a la luz de las antorchas de la puerta. Inconscientemente, ella echó los hombros hacia atrás y miró con avidez su cara mientras él intercambiaba unas palabras en voz baja con el oficial de la guardia de la ciudad. El oficial saludó a su comandante, y Ian Durne avanzó hacia donde estaba ella.
—Venid conmigo, escudero —ordenó.
Llena de curiosidad y muy complacida, Linsha siguió al comandante a una distancia prudente por una calle desierta. Tan pronto como estuvieron a una distancia suficiente para no ser vistos desde la puerta, Ian se refugió en un portal en penumbras y arrastró a Linsha con él. Se fundió con ella en un apretado abrazo y sus labios buscaron desesperadamente los de Linsha, que sintió que una oleada de fuego la invadía. Ciñó su cuerpo aún más al de él y buscó sus besos ansiosamente.
Finalmente la soltó y cogió su cara con ambas manos.
—Todo el día llevo pensando en esto —le murmuró al oído.
Ella rió y volvió a besarlo hasta que las rodillas de ambos temblaron y sus cuerpos se desearon desesperadamente.
—¿Podemos ir a algún lugar? —murmuró ella.
Él la cogió de la mano y la condujo calle adelante.
—Estaba deseando que me lo preguntarais. Un amigo tiene una casa cerca del mercado y ha accedido amablemente a prestármela esta noche.
Linsha no dijo nada más, mantuvo apretada su mano y corrió tras él por la calle del Armador hasta una gran casa al nivel de la acera. En la planta baja había una sastrería, pero Ian la condujo a una escalera exterior que llevaba hasta un confortable apartamento. En la repisa de la chimenea de la habitación delantera brillaba una pequeña lámpara, y en la mesa, llena con platos de viandas y una botella de pálido vino blanco, ardían varias velas. Al fondo, Linsha pudo distinguir otra habitación con una gran cama y más velas encendidas en las mesillas de noche.
Miró alrededor extasiada.
—¿Todo esto lo habéis planeado vos? —musitó ella.
La única respuesta que obtuvo de él fue otro largo y apasionado beso.
Dejaron la cena para más tarde. Él la arrastró suavemente hasta la cama, y lo último razonable que hizo ella fue sacarse en secreto el paquete del fajín y la escama del dragón y esconderlos en una de sus botas.