La partida de guardias de rojo uniforme atravesó las puertas de la ciudad en el preciso momento en que el reloj del Gremio de Mercaderes daba las cinco. Los guardias de la ciudad que estaban en la puerta hicieron el saludo de rigor al comandante Durne e indicaron con la mano al grupo que podía pasar. Pasaron el mercado Souk y, en cuanto giraron por el camino hacia el palacio del Gobernador y el templo de los místicos, un repicar de cascos les llamó la atención. Lord Bight, montado en su alazán, bajaba al trote por el camino a la cabeza de un pelotón fuertemente armado de guardias del gobernador. Al ver al comandante Durne se alzó sobre sus estribos.
—Acabo de recibir un informe de que los Caballeros Negros van a hacer una incursión por el valle septentrional esta noche —gritó—. Traed a vuestros hombres y venid conmigo.
Linsha automáticamente hizo dar la vuelta a Catavientos para seguir al comandante, pero éste detuvo su caballo frente a ella.
—Esta vez no, escudero —dijo Durne—. Una herida por día es vuestro límite. Escoltad a Mica de vuelta al templo, luego volved a los barracones y tomaos un descanso. No faltarán oportunidades.
Linsha se volvió hacia lord Bight para pedirle su parecer, pero después de echar una mirada a su camisa ensangrentada, el gobernador fue implacable.
—Obedeced las órdenes. —Luego se alejó en su caballo y la compañía lo siguió por el camino hacia el este.
Linsha los miró alejarse. Aunque no despreciaba una buena pelea con los Caballeros de Takhisis, la verdad era que esa noche se sentía como un harapo. Posiblemente el comandante Durne tenía razón en mandarla de vuelta. No iba a serles de gran ayuda. De no muy buena gana, dio la vuelta y siguió al enano.
El sanador no prestó la menor atención a la ausencia de los demás guardias ni al hecho de que Linsha permaneciera a su lado. Siguió cabalgando hacia el templo, canturreando entre dientes y mirando algo que sólo él podía ver entre las orejas de su caballo.
En la bifurcación del camino que llevaba hasta el templo se volvió en su montura y dijo:
—No hace falta que me sigáis hasta el templo. Creo que seré capaz de encontrar el camino.
—Tengo órdenes de escoltaros hasta el templo y es lo que voy a hacer —respondió Linsha pasando por alto su sarcasmo.
El enano arrugó los labios con ceño irritado, pero no dijo nada más. Cabalgaron en silencio entre los árboles y subieron por la colina hasta los verdes prados que rodeaban el templo. Mica no se molestó en decir adiós ni en invitarla a entrar. Se limitó a conducir su caballo hacia los establos y allí la dejó.
Linsha se quedó mirándolo con rabia. ¡Si había alguien en la corte de lord Bight con méritos suficientes para ser un espía de los Caballeros Negros tenía que ser ese enano! Esperaba que lord Bight o el comandante Durne le encontraran una misión más agradable al día siguiente que tener que ayudar a ese patán desagradecido.
En lugar de volver por el mismo camino, decidió seguir la senda a través de los bosques que lord Bight le había enseñado la noche en que volvieron por los pasadizos subterráneos. Con cansancio, guió a Catavientos colina abajo por la pista que conducía a palacio. Los cascos de la yegua no hacían el menor ruido sobre la gruesa hierba del suelo. Alrededor, la luz del anochecer era dorada y brumosa. Encontró fácilmente el camino y condujo el caballo entre las largas sombras de los árboles. Allí todo era silencio ya que no había viento que moviera las hojas.
Una lechuza emitió un prolongado ululato de alarma sobre las copas de los árboles.
Linsha se enderezó en su silla. Las lechuzas no solían ulular de día. Si había una en estos bosques, sólo podía ser… La Dama hincó los talones sobre los ijares de su yegua y Catavientos salió disparada.
—¡Varia! —llamó Linsha. La lechuza repitió su llamada, una nota prolongada, trémula en la que se mezclaban la alarma y la tristeza.
Catavientos se lanzó al galope cuesta abajo, entre los bosques y la maleza.
Una forma pardusca salió de un gran sicomoro. Descendió en picado y pasó junto a la cabeza de Linsha gimiendo suavemente.
—Linsha, esperaba que vinieras por este camino. Sígueme —le gritó. Se dirigió hacia la derecha, apartándose del camino, y se introdujo en un bosquete más denso de pinos de menor altura. Linsha tuvo que llevar su yegua al paso por entre las vides, los arbustos y los pequeños árboles. Al llegar al bosquete tuvo que desmontar y atar a Catavientos a un tronco seco y luego seguir a pie. Se introdujo entre los árboles, y el oscuro ramaje perenne se cerró alrededor de ella.
—Allí, debajo de aquel pino joven. ¿Lo ves? —le indicó Varia.
Linsha apartó una rama que tenía delante de la cara y llegó a un pequeño claro en medio de los árboles. El sol del atardecer penetraba apenas el denso follaje y las profundas sombras que cubrían el sotobosque, pero la luz era suficiente para reflejarse en un parche de color rojo brillante, un rojo que no tenía razón de ser entre los troncos. Linsha corrió hacia adelante y se encontró con dos botas negras entre la hierba aplastada. Siguiendo con la mirada botas arriba llegó a unos pantalones rojos de montar ribeteados de negro y a la túnica roja de la guardia del gobernador. Un hombre yacía boca abajo a la sombra de los pinos, un hombre que parecía extrañamente inmóvil.
Linsha se dio cuenta de que tenía el pelo rubio y una constitución fuerte, pero no lo reconoció hasta que lo puso boca arriba y le vio la cara.
—El capitán Dewald —dijo con asombro. El lugarteniente del comandante Durne miraba el cielo con ojos nublados, ojos que ya no veían.
—¿Qué le sucedió? —le preguntó a la lechuza arrodillándose junto al cadáver.
—No lo sé —respondió Varia—. Yo vine al bosque esperando encontrarte. Mientras esperaba me dediqué a cazar un poco y lo encontré. Ya debe de llevar aquí algún tiempo porque las hormigas lo han descubierto.
Linsha mantuvo las manos alejadas y examinó el cuerpo valiéndose sólo de la vista. Trató de pasar por alto las líneas de hormigas que trepaban en torno a los ojos abiertos, la nariz y la boca.
—Oh, mira. Ahí —señaló una mancha oscura y dos pequeños desgarrones en el pecho de su túnica. Lo han apuñalado dos veces, con un estilete supongo, pero no hay sangre en el suelo. Es probable que lo hayan matado en otro lugar y lo hayan traído hasta aquí. Sólo una lechuza podría haberlo encontrado entre la maleza.
Varia estaba posada sobre una rama cercana y adelantó el cuello para ver al hombre con claridad.
—Linsha, conozco a este hombre —dijo.
—¿De veras? ¿Cómo es eso?
—Lo he visto con lady Annian.
El enfado de Linsha subió de tono.
—¿Qué? ¿Es un Caballero?
—No, no —se apresuró a tranquilizarla—. Creo que sólo era un informador pagado. Lo vi con lady Annian por la calle. Iban juntos por las tabernas… y otras cosas. Creo que era su contacto en la corte.
—Ella sabía que yo iba a ingresar en la guardia. ¿Por qué no me lo dijo?
—Tal vez no quisiera poner en peligro su seguridad poniéndolo en contacto contigo. Recuerda que no tenía la formación de un Caballero.
—Yo diría que su seguridad estaba en peligro conmigo o sin mí. —Quitó las hormigas del rostro del capitán Dewald y le cerró los ojos. No es que los párpados cerrados fueran a detener durante mucho tiempo a las hormigas y a las moscas, pero le pareció que se merecía ese gesto de respeto.
—Me pregunto quién habrá acabado con él y por qué.
—Se lo diré a lady Karine esta noche —dijo Varia esponjando las plumas—. Se lo puede decir a lady Annian. La noticia le producirá gran pesar —se desplazó lateralmente sobre la rama hasta que ésta se dobló bajo su peso y la acercó a Linsha—. Ahora dime lo que te sucedió a ti.
—Saqueadores —suspiró Linsha—. Uno me hirió con un cuchillo —pasó un dedo sobre el ala de listas marrones y blancas de su amiga.
La lechuza saltó con suavidad y se colocó sobre la muñeca de Linsha.
—Me alegro de que no fuera nada serio. ¿Te cerró la herida un sanador?
—Mica. El y yo habíamos ido a buscar unos documentos para llevarlos al templo.
—Ah, el enano gruñón.
—El comandante Durne me dijo algo que me pareció extraño —en el rostro de Linsha apareció una expresión pensativa—. Me dijo que me protegiera las espaldas cuando Mica anduviera cerca, que lord Bight no se fía de él.
—¿No se fía de su propio sanador? —observó Varia con extrañeza.
—Sí —arrugó los labios—. Vigila a Mica cuando tengas ocasión. Si lo ves salir del templo a horas intempestivas o hacer algo que parezca impropio de él, dímelo.
—Lord Bight tuvo noticia por uno de sus espías de que los Caballeros Negros iban a hacer otra incursión contra las granjas y salió como un dragón vengador acompañado de la mayor parte de sus hombres.
—Los vi cuando venía de vuelta. El comandante Durne no quiso que fuera con ellos.
—Se preocupa por ti. Supongo que eso es lo único que me gusta de él.
—¿No te cae bien?
—Yo no he dicho eso —la lechuza fijó en ella sus ojos enormes.
—Pero no te cae bien.
—No lo conozco lo suficiente para decidir —replicó Varia—. Pero no confío en él, no puedo ver más allá de su superficie y eso me preocupa.
También a Linsha la inquietaba. Varia sabía juzgar muy bien a las personas y prefería pasar el tiempo con criaturas de naturaleza buena en general. Si Varia no podía atravesar la máscara social de Ian Durne para leer su verdadero carácter, nunca llegaría a gustarle. También le preocupaba que Durne se protegiera tan bien que ni siquiera la percepción de Varia pudiera llegar hasta él. ¿Qué tenía que ocultar?
Dejó el pensamiento apartado en su memoria para más tarde y condujo a Catavientos de vuelta hacia el camino.
—Iré más tarde al granero si tengo tiempo.
Con un potente impulso, la lechuza despegó del brazo de Linsha y se alejó aleteando entre los árboles.
—Hasta luego —dijo antes de desaparecer como un susurro llevado por el viento.
Con el corazón apesadumbrado, Linsha volvió al palacio y se presentó a informar al oficial de la guardia. El rostro del teniente palideció y su mano se cerró y abrió varias veces sobre la empuñadura de su espada mientras gritaba órdenes y organizaba un pelotón para investigar el asesinato.
Cuando estuvieron listos, Linsha los condujo hasta donde estaba el cadáver del capitán y explicó cómo su yegua, de naturaleza tranquila, se había asustado al ver a una serpiente y se había metido entre la maleza acercándose lo suficiente al bosquete de pinos para que Linsha viera una mancha roja.
El teniente, al que no conocía, la miró con desconfianza prestando atención en especial a su camisa ensangrentada. Linsha lo puso al tanto de su misión en el distrito portuario y sobre el encuentro con los saqueadores. Le sugirió que hablara con Mica y con el comandante Durne.
A pesar de todo, el teniente no quiso correr el riesgo de cometer un error en ese asesinato de uno de los suyos. Ordenó a Linsha que se mantuviera a la espera hasta que regresase lord Bight, luego apostó guardias junto al cadáver y a Linsha y envió a buscar a Mica al templo.
Se le informó que el enano había vuelto a la ciudad y no estaba disponible.
Al oír esto, Linsha apretó los dientes y reprimió los juramentos que pugnaban por salir de su boca. Tal vez Varia lo habría visto y lo estaba siguiendo.
La luna casi llena salió y avanzó plácidamente hasta su cenit antes de que lord Bight y sus hombres volvieran de su misión por el valle. Cabalgaban lentamente, trayendo con ellos muchos heridos y tres caballos sin jinete. El oficial de la guardia les salió al encuentro en la puerta delantera. No las tenía todas consigo ya que lord Bight venía evidentemente furioso, pero mantuvo el tipo y le comunicó la mala noticia.
El gobernador hizo girar a su caballo y partió colina abajo sin una sola palabra. El comandante Durne indicó a la compañía que se pusiera en marcha, y él y el pelotón salieron al trote detrás de lord Bight, se internaron entre los árboles guiándose por la luz parpadeante de las antorchas hasta el bosquete pinos y el cadáver del capitán Dewald.
—Oh, no —musitó Durne. Desmontó de un salto y fue a arrodillarse junto al cadáver de su amigo y ayudante. Inclinó la cabeza y se tapó los ojos con la mano enguantada. Lord Bight se puso en cuclillas al otro lado del cuerpo y, como antes había hecho Linsha, apartó las hormigas y las moscas de la cara del muerto. Después de un momento, Durne se recompuso y, con ayuda de lord Bight incorporó el cuerpo del capitán. Juntos lo examinaron todo lo minuciosamente que pudieron a la luz de las antorchas.
—¿Quién descubrió el cadáver? —preguntó lord Bight.
Uno de los guardias señaló a Linsha que estaba sentada bajo un árbol cercano bajo la estrecha vigilancia de otros dos guardias.
—¿Por qué estáis bajo vigilancia? —el comandante Durne se puso de pie de un salto y se dirigió hacia ella.
Ella lo miró con aire de resignación.
—Al oficial de la guardia no le gustaron las manchas de mi camisa. Intentaba actuar con cautela.
—Podéis dejarla libre —ordenó, y los dos guardias se alejaron después de hacerle el saludo.
Una vez más Linsha explicó cómo había encontrado el cadáver de Dewald de regreso al palacio. Lord Bight escuchó atentamente, aunque sus ojos brillaban con una furia interna que a Linsha le pareció que poco tenía que ver con ese incidente. El comandante Durne estudió el terreno en torno al cadáver y, tras comprobar la ausencia de sangre y las señales de que había sido arrastrado sobre la hierba, llegó a la misma conclusión que Linsha.
—Lo mataron en otro lugar y lo trajeron hasta aquí —dijo al gobernador.
Lord Bight se limitó a asentir mientras contenía su furia como un volcán a punto de entrar en erupción.
En silencio, la compañía de guardias se reunió en torno a su camarada caído. Colocaron el cuerpo del capitán sobre unas angarillas y lo transportaron, bajo el velo de la argéntea luz de la luna, hasta el palacio de la colina. Allí lo envolvieron en un sudario de lino, lo colocaron en un féretro y lo depositaron en la gran sala donde esperaría a ser enterrado por la mañana. Se colocaron guardias a su cabeza y a sus pies y pusieron la espada del muerto junto a su cadáver. El comandante Durne estuvo largo rato arrodillado junto al féretro, con la cabeza baja y las manos apoyadas sobre el brazo amortajado del muerto.
Mientras tanto, Linsha por fin había encontrado la ocasión de descansar. Después de cepillar y dar de comer a Catavientos, cogió una túnica suelta de caftán de su guardarropa y se dirigió al pabellón de baños. El patio estaba tranquilo, y los pocos hombres con los que se encontró estaban abatidos y apesadumbrados. Linsha sabía que la incursión de aquella noche había sido un desastre, pero nadie le contó detalles y ella no había querido preguntar. Le daba la impresión de que era demasiado sumar aquello a la inoportuna muerte del capitán Dewald.
En el pabellón de baños entregó la túnica y la camisa ensangrentadas a la infaltable asistente que se limitó a sacudir la cabeza al ver el poco cuidado que tenía Linsha con sus uniformes y se lo llevó.
Linsha tomó un baño largo y delicioso. Cuando por fin terminó, tenía la piel arrugada de tan limpia y ya no le dolían los músculos. Se puso la túnica de caftán por la cabeza y salió al exterior, descalza y todavía mojada. Una suave brisa atravesó una espaldera cubierta de flores de luna y sembró en la noche un aroma delicioso. Se paseó por los senderos del jardín poblados de gardenias, peonías e hibiscos. El viento le refrescaba la piel húmeda y revolvía sus rizos.
Oyó un ligero chapoteo y se preguntó si Shanron habría decidido darse un baño tan tarde. No había visto a la mujer bárbara en todo el día. Puede que le apeteciera un poco de compañía. Pero cuando salió del pasillo bordeado de brezos al espacio abierto vio que no era Shanron la que había ido a disfrutar del jardín. Era lord Bight. Allí, en el estanque rectangular de piedra, estaba el señor gobernador de Sanction, metido en el agua y bajo la luz plateada de la luna. Estaba estirado, aunque totalmente vestido. Sólo sus botas se veían en el suelo, donde las había dejado. Tenía la cabeza apoyada sobre la pared de piedra y su mano jugueteaba perezosamente con un lirio de agua. La pequeña fuente arrojaba sobre su rostro una lluvia trémula de gotitas blancas.
Fascinada, Linsha se dirigió hacia la orilla del estanque y se quedó estudiando su cara. Con el ruido del agua de la fuente, no la oyó llegar, y como tenía los ojos cerrados tampoco la vio. Tenía una expresión de absoluta serenidad. Las arrugas de preocupación y furia habían desaparecido y en su lugar había un aura de sosiego y callada alegría que ni siquiera la luz argéntea de la luna conseguía disimular.
Linsha estiró la mano para tocarlo, pero se contuvo y la retiró lentamente. Seguramente en esos días no podría disfrutar de muchos momentos de paz como aquél. No quería molestarlo, de modo que se volvió en silencio para retirarse.
—No me molestáis —dijo la voz profunda del hombre superponiéndose a la música de la fuente—. Quedaos, por favor.
Linsha de detuvo a un paso del estanque y le sonrió. Aunque él no abrió los ojos, le devolvió la sonrisa.
—¿Qué estáis haciendo, excelencia? —tuvo que preguntarle.
—Nadando —le respondió sin abrir los ojos—. Trato de hacerlo todas las noches. Me ayuda a relajarme. Era demasiado tarde para ir al puerto esta noche, de modo que vine aquí.
—Excelencia, hay un estupendo pabellón de baños ahí. Si lo usáis no tendréis necesidad de oler a pescado.
—El pabellón estaba ocupado. Además, a mi excelencia le gusta el pescado —anunció—. El pescado, el agua, las flores y la luz de la luna y el viento nocturno y las mujeres hermosas y húmedas —palmeó el borde de piedra del estanque invitándola a sentarse.
—Ya no estoy húmeda —dijo, provocadora.
De repente él estiró la mano, asió el ruedo de su túnica y le dio un buen tirón. Con un chillido, Linsha cayó al estanque haciendo saltar agua y lirios por las orillas. Lord Bight rió al verla emerger empapada y cubierta de plantas acuáticas.
—Ahora lo estáis —dijo entre carcajada y carcajada.
Linsha le tiró una planta de lirios que tenía a la mano. Él rugió y le arrojó agua. Libraron su pequeña batalla risueña de un extremo al otro del estanque hasta que éste se convirtió en un revoltijo de plantas y barro y los peces se pusieron nerviosos. Al final salieron del agua y se dejaron caer sobre el césped, ebrios de gusto.
El gobernador suspiró y se tendió de espaldas.
—Gracias, Lynn. Hacía tiempo que no me reía con tantas ganas.
—Cuando queráis, señor. —Linsha se sorprendió al darse cuenta de que era sincera. Ya hacía algún tiempo que admiraba y respetaba a lord Bight. Pero ahora podía añadir a ésa otra verdad: realmente le gustaba ese bribón arrogante—. Pero no necesitáis agradecerme —prosiguió, escurriendo recatadamente su túnica—. Erais vos el que estaba a remojo en un estanque de peces como un decrépito elfo marino.
—¡Decrépito! —rugió—. ¡Ahora veréis! —Se puso de pie y echó mano de ella antes de que pudiera escapar. Se la cargó al hombro y se dirigió al pabellón de baños donde la arrojó a la piscina vestida y todo como estaba.
No en vano Linsha se había criado con un hermano mayor. Con un grito de guerra, se levantó en el agua como una centella, asió el borde de su embarrada túnica y lo echó al agua detrás de ella. Lord Bight cayó con todo su peso encima de ella y durante un momento forcejearon entrelazados en el agua.
De repente, él se apartó y salió rápidamente del agua. Jadeante y chorreando le dedicó una larga mirada sin que Linsha pudiera ver su expresión en la penumbra.
Ella percibió de inmediato el distanciamiento y quedó azorada y llena de remordimientos. En el placer del momento, se había permitido olvidar cuáles eran su lugar y su posición. Ella no era una dama digna de sus atenciones. Allí no era más que Lynn, un escudero de su corte y no tenía ningún derecho a retozar con él en el agua.
—Excelencia —dijo nerviosa—. Lo lamento. No pretendía ofenderos. —Salió del estanque por el lado opuesto a donde él estaba y se envolvió como pudo con su túnica. Tenía los rizos pegados a la cabeza.
—No lo habéis hecho —respondió él—. Me habéis recordado que hasta un gobernador debe jugar de vez en cuando —le pasó una toalla—. Es tarde y todavía tengo asuntos que atender. Buenas noches, escudero. —Chorreando agua como estaba, giró sobre sus talones y salió a grandes zancadas del pabellón de baños.
Linsha lo miró mientras se alejaba, preocupada por el súbito cambio en su conducta. Llevó la mano sin pensarlo a la escama de dragón que llevaba bajo la túnica mojada. ¿Tanto lo habría ofendido? Todo el placer se transformó en una sensación de desánimo y confusión.
—Buenas noches, señor —dijo en voz queda y dejó caer la toalla sobre un estante.
Fuera, en la ardiente oscuridad, Linsha atravesó con pie ligero el jardín hacia los barracones. Cabizbaja y distraída como iba, no vio la figura oscura que se apartó de la puerta del jardín y se escondió entre las sombras del patio.