Abrió la boca para gritar. Linsha puso la punta de la espada a escasos centímetros de los ojos del hombre y meneó la cabeza. El grito se extinguió en su garganta.
Mica arrastró rápidamente al hombre por la puerta y, mientras ataba y amordazaba al primer saqueador, Linsha se introdujo en la tienda en busca del segundo. Guiándose por el ruido de madera astillada que llegaba de las habitaciones traseras fue hasta un pequeño cuarto donde estaba el individuo inclinado sobre un cofre de roble que hasta el momento se había resistido a sus intentos de abrirlo con una palanca.
Lo estudió con detenimiento desde el vestíbulo antes de acercarse a él. Era diferente de su compañero: menos musculoso, esbelto y con la agilidad propia de un depredador. Linsha se había topado antes con hombres así y sabía que atacaban con la rapidez de una serpiente, de modo que no quería darle la oportunidad de atacar primero.
—¡Drego! —gritó el individuo de repente—. ¿Por qué tardas tanto? Vuelve a mostrar por aquí tu fea cara y carga estas botellas de vino.
Linsha vio un taburete caído en el suelo, tal vez los saqueadores lo habían apartado de un puntapié. Con sigilo lo levantó y se apostó junto a la puerta esperando. De dentro llegó ruido de madera astillada seguido por una risita de contento.
—¡Eh, Drego, ya lo tengo! —la voz se aproximó a la puerta.
Linsha contó mentalmente los pasos hasta la puerta: uno, dos, tres… Asomó de la habitación justo en el momento en que ella balanceaba la banqueta para asestarle un golpe en la cabeza, pero el intruso era tan rápido como pensaba y además ya desconfiaba por el silencio de su secuaz.
Llevaba el cuchillo listo y salió de la puerta preparado para enfrentarse a un problema. Vio a Linsha antes de ver la banqueta y su instinto lo llevó a apartarse y a arrojar el cuchillo en dirección a ella en el preciso momento en que la banqueta se descargaba sobre su hombro. Los dos, banqueta y saqueador, cayeron al suelo en un montón.
Linsha sintió un dolor desgarrador en el músculo entre el cuello y el hombro, justo por encima de la clavícula. Hizo un intento de arrancar el cuchillo, pero el intruso, aunque atontado por el golpe, logró ponerse de rodillas y tirarse contra ella. A duras penas consiguió Linsha pararlo con una patada en la cara. El esfuerzo le hizo perder el equilibrio y, tras golpear contra la pared, se cayó. El dolor que le produjo el impacto en la herida le hizo soltar un grito.
Su oponente era duro y el dolor no había menguado su furia. De su nariz rota manaba sangre y se sujetaba el brazo izquierdo en el punto donde lo había golpeado el cuchillo, pero a pesar de todo logró ponerse de pie en un intento de recuperar el cuchillo clavado en el hombro de Linsha. Cayó sobre ella con todo su peso y, aplastándola contra el suelo, asió el cuchillo ahondando aún más la herida.
Linsha apretó los dientes. Mientras con una mano intentaba mantenerlo a distancia, con la otra buscaba su propio cuchillo que llevaba en la cintura. Forcejeando y con las piernas enredadas ambos golpearon contra la pared.
Alguien entró ruidosamente en el pasillo.
—¡Lynn! —dijo Mica secamente—. ¿Qué hacéis? ¡Basta ya de tontear y sacad esa escoria de en medio!
El saqueador levantó la cabeza sorprendido y vio al corpulento enano a un metro escaso de él con un gran garrote en las manos. Vaciló y Linsha imaginó lo que pasaba por su mente: arriesgarse y enfrentarse a dos oponentes o ser colgado por saqueador por la guardia de la ciudad. Reconoció el cambio de expresión de sus ojos y percibió cómo se tensaba su cuerpo justo antes de atacar, pero esta vez lo estaba esperando.
Levantó un brazo y bloqueó su segundo intento de hacerse con el cuchillo. Con un envión tremendo de las piernas hizo que se tambaleara el tiempo suficiente para echar mano de su propia daga.
El tipo la asió por el pelo y le golpeó la cabeza contra la pared. Sus dedos se cerraron sobre el mango de cuero de su cuchillo y lo arrancaron de la herida.
Linsha sintió un dolor abrasador que le corría por el cuello y el pecho. Con furia acercó la daga a su costado y la apuntó hacia arriba. Sintió cómo se clavaba en la carne y tocaba en el hueso. Le cayó encima un chorro de sangre caliente. Todo el peso del hombre se desplomó sobre ella impidiéndole respirar.
De repente quedó liberada del peso del saqueador. Mica había levantado el cuerpo y lo había apartado de ella.
—¿Estáis herida? Por los huesos del dragón, contestad.
Linsha bajó los ojos para mirar los desgarrones y las manchas de sangre de su túnica escarlata y oro.
—Maldición. Mirad esto. Otro uniforme estropeado. Querrán hacerme pagar esto —con el entrecejo fruncido y apoyándose en la pared consiguió sentarse—. Oh, gracias por vuestra ayuda —añadió con sarcasmo.
—Vos sois la guardaespaldas mercenaria. Es a vos a quien pagan por luchar.
—¿De dónde sacáis ese endiablado aire de superioridad?
—Y vos ¿por qué estáis tan pagada de vos misma?
—¡Arrogante!
—¡Insolente!
—¡Resentido, gruñón! ¡Insufrible!
—¡Necia, entrometida! ¡Insoportable!
De repente, Linsha tomó conciencia de lo absurda que era aquella discusión y empezó a reírse.
—¿Veis? Ambos tenemos algo en común —dijo antes de que su risa se transformara en una mueca de dolor y la sangre fresca oscureciera su túnica escarlata.
—Veamos —dijo Mica sacudiendo la cabeza—. Vamos a limpiaros. Me ocuparé de esa herida —añadió con voz ronca.
Con suavidad apartó la túnica y la camisa de algodón y dejó al descubierto la herida que tenía Linsha en el cuello y el hombro. Era una herida sucia y profunda, pero no afectaba ningún elemento importante. La limpió rápidamente y colocó una tela suave contra la piel y el músculo desgarrados. No prestó la menor atención a la cadena de oro que Linsha llevaba al cuello.
—Ya me visteis curar la herida que tenía el comandante Durne en la cabeza. Os curaré de la misma manera.
—Puede que sea una mercenaria, pero no soy tonta. Conozco el poder místico del corazón —murmuró irritada.
—Bien. —Mica cerró los ojos y apretó los dedos contra la piel de la mujer. Canturreando entre dientes se concentró para hacer pasar su fuerza interna a través de su brazo, su mano y sus dedos hasta la herida de Linsha.
Ella sintió un cálido hormigueo en el hombro. Su sangre se calentó y el hormigueo le subió por el cuello, por el brazo y se difundió por el pecho. El dolor fue cediendo hasta transformarse en poco más que una pequeña molestia. Se relajó, reflexionando sobre la sensación peculiar que producía el poder de otra persona curando su cuerpo.
Mica emitió un largo suspiro y se apoyó sobre los talones.
—Ya ésta. La piel está cerrada. El músculo dolerá unos cuantos días y os quedará una cicatriz, pero está curando.
—Gracias, Mica —dijo Linsha. Se quedó sentada unos cuantos minutos más y bebió un cuenco de agua que le llevó el enano. Luego, con cuidado, se puso de pie. La sangre que había perdido la había dejado un poco débil y mareada, pero se olvidó de la fatiga y se puso a trabajar. Mientras ella buscaba por la casa, Mica arrastró fuera el cadáver del saqueador para que lo recogiera la patrulla de guardia. Se volvieron a encontrar en la tienda donde el viejo sacerdote vendía su trabajo.
En silencio contemplaron la devastación. La tienda había sido destrozada por los saqueadores que buscaban cosas de valor. Manuscritos, pergaminos, vitela y delicadas hojas de papel elaborado a mano aparecían diseminadas por todas partes, todo roto, hecho jirones o en medio de charcos de tinta derramada. Sobre el mostrador había plumas rotas y torcidas. Los antiguos mapas que colgaban en las paredes habían sido arrancados y hechos pedazos. Los libros que antes sostenía un estante roto estaban en el suelo, y una lámpara aplastada yacía en medio de una mancha de aceite que iba penetrando en el piso de madera.
—Bueno —dijo Linsha contemplando aquel desorden—. Espero que sus anotaciones no estuvieran aquí.
—Lo dudo. Lo más probable es que estén con sus objetos personales. Pero ¿dónde está el sacerdote?
—En su lecho —respondió la Dama con una mueca—. Lleva muerto uno o dos días. Todo está hecho un desastre. Los saqueadores llevaban un buen rato aquí.
Mica cogió una pluma rota del mostrador y la arrojó al suelo.
—¡Maldita sea! Era importante que hablara con el sacerdote.
—Estoy segura de que él también lo habría preferido —repuso Linsha con tono seco.
Pasando por alto su observación, Mica dejó la tienda para rebuscar en el resto de la casa. Linsha salió a la calle para poner a los caballos a la sombra del callejón. Se quitó la túnica empapada de sangre y la puso sobre su silla de montar. La camisa también estaba ensangrentada, pero no tanto, de modo que la frotó como pudo con el agua barrosa de una fuente pública que había en el callejón y dejó que se secara. Poco inclinada a oír los comentarios irritados de Mica se puso a ordenar un poco la tienda. Daba la impresión de que lo hacía para encontrar las anotaciones, pero en su fuero íntimo quería hacer algo por el escriba muerto. No lo conocía, jamás había estado en su tienda, pero había muerto solo y su cuerpo, que no había recibido sepultura, estaba allí a merced de los basureros. Lo menos que podía hacer para honrar al muerto era reparar algo del ultraje que habían cometido con él.
Durante casi una hora estuvo trabajando para limpiar el suelo y el mostrador y poner las cosas en orden. Se encontraba de rodillas junto al mostrador, recogiendo cristales rotos cuando las pisadas de unas botas interrumpieron sus cavilaciones.
—¡De pie! ¿Quién sois y qué hacéis aquí? —dijo una voz áspera.
Linsha salió de su ensoñación y se puso en guardia. Mientras lentamente se ponía de pie, sus sentidos aguzados repararon en algo que había en el gran mostrador de madera y que no había visto antes. Pero no había tiempo para investigar. Dos guardias de la ciudad, enanos ambos, estaban junto a la puerta con sus espadas apuntando inequívocamente hacia ella. Notó con cierta diversión que los ojos de los dos se agrandaban al ver las manchas de sangre de su camisa.
—Soy Lynn de Gateway —respondió—. Escudero al servicio del señor gobernador. Como ven, estoy tratando de reparar este desorden.
El segundo de los enanos se adelantó.
—Lynn. Os conozco —bajó la espada—. Estaba en los guardias hasta que el gobernador la llamó a su servicio —le explicó a su compañero.
El primer guardia envainó la espada.
—Lo siento. Nos han informado de que había saqueadores por la zona. Vimos los caballos y la carreta…
—Y el hombre atado a la rueda de la carreta —añadió el segundo enano—. Eso nos llamó la atención.
—Me habría preocupado si no hubieran investigado —dijo Linsha. Explicó la misión que la había traído a la tienda en compañía de Mica y les dijo brevemente a los guardias lo que había pasado. Al oír las voces, Mica volvió a la tienda. Traía las manos vacías.
Los guardias se quedaron unos minutos y luego se fueron, llevándose al prisionero y la carreta. Los cadáveres del sacerdote y del saqueador quedaron allí para que los recogiera la carreta de los muertos.
Mica observó el cambio que se había producido en la tienda.
—Tiene mejor aspecto —reconoció.
—¿Habéis encontrado algo?
—Todavía no.
—Entonces echad una mirada a esto —dijo señalando algo bajo el mostrador.
El mostrador era un gran mueble pesado, de madera de roble manchada y envejecida hasta adquirir un color marrón oscuro. El frente, que daba a la puerta, estaba cubierto con unos paneles sencillos; la tapa era plana y sin rasgo sobresaliente alguno que no fueran las muescas y las manchas debidas al uso. En la parte trasera había una serie de estantes, armarios, cajones y compartimientos. Linsha ya había vuelto a llenar algunos de los estantes con los manuscritos, pergaminos y hojas de papel valioso que había conseguido rescatar. Pero al final, cerca de la pared, había un cajón estrecho incorporado en la parte baja de la tapa del mostrador. Le había pasado inadvertido hasta la llegada de los guardias, cuando miró hacia arriba en el ángulo preciso. No tenía un asa visible, sólo una muesca del tamaño de un dedo en el borde superior. Linsha intentó abrirlo, pero no lo consiguió.
Intrigado, Mica se acercó a mirar más de cerca. Hurgó y golpeó, probó con cada centímetro del frente visible del cajón, tiró y empujó hasta que por fin una sonrisa complacida se dibujó en su cara barbada. Tiró de un delgado pasador de plata que sobresalía a un lado del cajón, deslizó el panel superior hacia los lados sacándolo de sus ranuras y extrajo un cajón. El compartimiento que quedaba dentro era engañosamente grande y, para regocijo de ambos, estaba lleno con cuatro grandes libros de tamaño folio, encuadernados con cuero y con bisagras de acero y repujado con signos del dios Mishakal.
Mica sonrió con deleite mientras extraía reverentemente los libros del lugar donde estaban guardados.
—Buen trabajo, escudero —le dijo a Linsha. Puso los libros uno junto al otro sobre el mostrador y abrió el primero—. Son anotaciones de un templo de aquí, de Sanction. Empiezan antes de la invasión del Señor Supremo Ariakas y el ejército de los dragones. Al parecer, los sacerdotes enseñaron allí artes menores de curación.
—¿Habrán tenido conocimiento de una peste que surgió cerca de Kalaman? —preguntó Linsha ojeando los libros con desconfianza.
—Puede ser, si les llamó la atención por algo. Hum… esto es interesante —toda la atención del enano quedó prendida del libro que tenía ante sí.
Al ver que no tenía la menor intención de compartir sus observaciones ni de invitarla a mirar uno de los libros, Linsha se puso a andar por el lugar. No obstante, estaba demasiado cansada para hacer esfuerzos. El duro trabajo realizado con tanto calor, combinado con los efectos de la pérdida de sangre habían minado sus fuerzas. Se sentía como una vela a la que habían dejado al sol demasiado tiempo. Se dirigió hacia un rincón donde no había tinta derramada, apoyó la espalda contra la pared y poco a poco fue plegando las rodillas hasta quedar sentada en el suelo. El agotamiento pudo más que ella.
Perdió la noción del tiempo mientras dormitaba. Los sueños iban y venían, de su subconsciente emergían imágenes fugaces que avivaban su fantasía o apelaban a sus emociones. Iban y venían, una y otra vez, giraban como sus bolas de malabarista, en un círculo sin fin. Soñó con un extraño gato anaranjado y un dragón negro, con un barco que ardía sin consumirse, con su madre que moría de la peste mientras ella la observaba impotente. Vio los ojos de luna de Varia mirándola desde la noche y la oyó decir «Sigue los dictados de tu corazón». Las palabras se repetían como un eco y aparecía lord Bight, que reía en voz baja en la oscuridad: «¿Qué resultaréis cuando llegue el momento?».
Oyó más voces: la de sir Liam Ehrling, el gran maestre de los Caballeros de Solamnia que le susurraba el Código al oído; la de un caballero sin rostro del Círculo Clandestino que repetía una y otra vez «A toda costa» hasta que Linsha sintió ganas de gritar. También oyó otras voces, voces que no conocía, y que hablaban por encima de ella y en torno a ella en un sonsonete interminable y arrastraban a todos los demás sueños que dormían en los rincones más recónditos de su mente.
De repente, una voz familiar la llamó quedamente por su nombre, con insistencia. Sus resonancias producían un cosquilleo en su corazón que se superponía a su propio latido. Los matices de sus palabras le producían un placer reconfortante. Los otras voces tomaron tintes de realidad, y Linsha se dio cuenta de que estaba despierta. Había otros hombres en la tienda y uno en particular estaba muy cerca de ella.
Abrió los ojos, miró hacia arriba y se hundió en la mirada azul de Ian Durne. Sin un esfuerzo consciente, su cara se distendió en una sonrisa resplandeciente que entibió su piel transformándola en rosas e iluminó sus ojos como el jade tocado por la luz del sol.
Vio que él respondía de la misma manera, simplemente y con deleite. Sus ojos quedaron prendidos en una mirada arrobada y dejó de existir todo lo que no fuera la atracción seductora que sentían el uno por el otro.
Ninguno de los dos se dio cuenta del tiempo que habían estado allí, mirándose, hasta que dos guardias del gobernador se dieron un codazo cómplice y carraspearon.
El comandante Durne se puso de pie y sofocó todo comentario enarcando una ceja. Ofreció a Linsha su mano enguantada para ayudarla a ponerse de pie.
Ella la aceptó, trémula, y dejó que tirara de ella ya que no estaba segura de tener fuerzas para levantarse por sus propios medios. Sentía las rodillas blandas y el corazón desbocado, pero no sabía si su debilidad se debía a haber dejado atrás súbitamente sus sueños o a la inesperada presencia de Ian Durne.
—Dos guardias de la ciudad me dijeron que habíais tenido algún problema —dijo el comandante.
—Un par de saqueadores —respondió Mica, absorto todavía en un libro—. El escudero se ocupó de eso.
Durne se volvió hacia Linsha y señaló su camisa rota y manchada de sangre.
—Os han herido.
—Sí. El enano se ocupó de eso —replicó Linsha.
Los labios del comandante se plegaron en una sonrisa controlada.
—¿Estáis bien como para seguir en servicio? —le preguntó, pero el que respondió fue el enano.
—Por supuesto, estoy bien.
Ante el silencio sorprendido que siguió, levantó la cabeza, miró a los cuatro guardias que tenían sus ojos fijos en él y se dio cuenta algo tardíamente de que el comandante no le había hablado a él. Farfulló algo y volvió a su lectura.
—Estaré bien —respondió Linsha—. Estaba esperando a que él terminara.
—Se hace tarde —observó el comandante—. Si esperáis a que él termine podríais pasaros aquí varios días.
Linsha miró por la ventana y se dio cuenta de que tenía razón. Las sombras se habían hecho muy largas desde que se había sentado, y el sol se estaba hundiendo en el horizonte por occidente. Se pasó la mano por la frente. Evidentemente había dormido más de lo que había supuesto.
El comandante Durne estudió su rostro pálido y recordó cómo se había sentido él cuando Mica le había curado la cabeza. La curación mística aceleraba oportunamente el proceso de recuperación, pero de todos modos el cuerpo tenía que superar el choque traumático y la pérdida de sangre. Tomó una decisión.
—Nosotros volvíamos a palacio. Recoged vuestros libros, maestro enano, y os acompañaremos al templo.
Mica sabía reconocer una orden. A regañadientes cerró el libro que estaba leyendo y formó una pila con los cuatro. Con la ayuda de los guardias los envolvió en unas mantas y los ató con una cuerda. Cargaron los libros sobre el caballo de Mica. Cuando hubieron terminado, Linsha cerró las contraventanas de la tienda, se despidió en silencio del sacerdote muerto y cerró la puerta al salir.
Los guardias y el sanador recorrieron juntos de regreso la calle del Armador y giraron en dirección este hacia las puertas de la ciudad y hacia el interior de Sanction. Encontraron a muy poca gente en su camino. Los enfermos yacían en sus lechos y desvariaban y morían bajo el espantoso calor; los que estaban bien permanecían en sus casas, escondidos o atendiendo a sus seres queridos. El puerto y la ciudad estaban sumidos en el estupor provocado por el caluroso crepúsculo y por la enfermedad que no daba señales de remitir.
A este paso, pensó Linsha, la ciudad sería presa fácil del primer enemigo que se atreviera a enfrentarse a la ira de lord Bight.
El comandante Durne la oyó y volvió la cabeza para verla. Redujo el paso de su semental hasta que Catavientos se le puso a la par.
—En qué pensáis —le preguntó en voz baja.
A Linsha le gustó su voz. Le gustó su proximidad y el modo en que le hablaba, como si realmente quisiera saber lo que pasaba por su cabeza. No podía concebir que un hombre como él pudiera interesarse por una mercenaria con una historia tan dudosa como Lynn y, sin embargo, se la comía con los ojos, y la vena de su cuello parecía latir con el mismo latido nervioso que la suya.
—Estaba pensando que Sanction se está muriendo —respondió por fin—. Si esta peste no termina pronto, diezmará de tal modo a la población que la ciudad será vulnerable a cualquier ataque. No estoy segura de que ni siquiera lord Bight tenga fuerza suficiente para defender a Sanction por sí solo… si es que sobrevive.
—¡Espero que la peste no dure tanto tiempo! —deseó ardientemente—. Pero tenéis razón en preocuparos. Los guardias de la ciudad han sido muy castigados por la enfermedad, especialmente los que patrullaban el distrito portuario, y la peste se está extendiendo por todo el campamento oriental. —Hizo una pausa y la miró pensativo—. ¿Encontró algo Mica en esas anotaciones que leía con tanta atención?
—No lo creo. Son de un templo de Sanction. No creo que contengan nada que se remonte hasta Kalaman.
Linsha se sorprendió al advertir un ligero sobresalto en el comandante Durne. El movimiento fue espontáneo y lo controló de inmediato, de modo que no estaba segura de lo que había visto reflejado en su cara. ¿Acaso sabría algo del brote anterior? No, no era posible. Sin duda se lo habría comunicado a Mica o a lord Bight. Era sólo que estaba llevando demasiado lejos su natural suspicacia.
—¿Qué tiene que ver Kalaman con esto? —preguntó con una ligera curiosidad en la voz.
—Nos hemos enterado de que hubo una peste anterior similar a ésta —respondió.
—¿Dónde lo oísteis?
Linsha tenía por costumbre no revelar sus fuentes a menos que se lo ordenaran directamente.
—De un anciano residente que estaba enfermo.
—¿Estaba lúcido ese residente cuando lo dijo?
Linsha aparentó estudiar el pavimento en el que repicaban los cascos de su yegua. Percibía una nota en la voz de Durne que no podía identificar claramente. ¿Era entusiasmo o alarma?
—No lo sé. Parecía lúcido, pero ya sabéis que las fiebres pueden afectar a la gente. En aquel momento pareció una buena pista.
—¿Y qué sacó en limpio Mica de esa pista? —insistió Durne.
—Muy poco. No tiene mucha esperanza de encontrar nada útil —sacudió la cabeza, tratando de mostrarse tolerante—. Pero ya sabéis, él no tiene grandes esperanzas sobre nada. Especialmente sobre mí.
Durne rió divertido.
—Ni ninguno de nosotros. Mica es un sanador excelente, pero le interesa más el proceso que los pacientes —echó una mirada por encima del hombro al enano que cabalgaba silencioso al final del grupo. Mica tenía la mirada perdida en otra parte, tal vez sus pensamientos seguían prendidos del libro que había estado leyendo. Durne se inclinó acercándose, un poco a Linsha y bajó la voz—. Guardaos de él, Lynn. Lord Bight no está muy seguro de su lealtad.
Linsha estuvo a punto de hacer algún comentario trivial, pero cerró la boca. Realmente no sabía qué decir, ni qué pensar. Había tantos jugadores posibles en ese juego de intrigas que era Sanction que casi resultaba imposible saber quién era quién realmente. Supuestamente había un Caballero de Takhisis infiltrado en el gobierno, pero ella también pensaba que la Legión podía haberse colado en el círculo más cercano al gobernador, o que los Caballeros de Solamnia podrían haber hecho otro tanto sin decírselo. Incluso podría haber un espía con planes propios que se estuviera abriendo camino hacia la corte, o un consejero descontento que se dedicara a difundir rumores. Las posibilidades eran infinitas y esa tarde superaban las posibilidades de su fatigado cerebro. Con una inclinación de cabeza dio las gracias al comandante Durne y se sumió en un silencio pensativo que duró hasta mucho después de que hubieran dejado atrás el distrito del puerto.