18

Por cuarta o quinta vez desde que habían salido de palacio, Linsha apartó una bandada de moscas de su cara y echó una mirada al enano silencioso que llevaba su caballo al paso al lado del suyo. No había dicho una sola palabra mientras recorrían el trayecto que los separaba de la ciudad. Sus ojos pardos hundidos miraban al frente y su cara barbada no expresaba la menor emoción. Linsha observó que seguía siendo tan cuidadoso de su aspecto como antes, ya que llevaba el pelo bien peinado, la ropa impoluta y unas botas gruesas y nuevas. No llevaba armas, sólo una bolsa de cuero llena de cosas que abultaban. Linsha se preguntó si se había formado en la Ciudadela de la Luz con Goldmoon o en una de las escuelas de la misión, y también qué lo habría traído a Sanction. Su silencio pétreo disuadía de cualquier intento de conversación y su mirada parecía perdida en alguna lejana cavilación.

Tomaron por la calle del Armador y atravesaron la ciudad sin dificultad. El tráfico rodado era muy escaso y había pocos peatones en las calles. El mercado Souk estaba casi desierto. En la Puerta Oeste había una fuerte presencia de guardias de la ciudad.

Un sargento al que Linsha no conocía los detuvo y quiso saber qué hacían por allí. Mica se lo dijo con brusquedad y, como los guardias lo conocían bien y Linsha llevaba el uniforme de los guardaespaldas del gobernador, los dejaron pasar.

—Lo siento —se disculpó el sargento—. Aunque las puertas están abiertas intentamos restringir el tráfico a lo absolutamente necesario. La gente colabora en general.

En ese momento una carreta muy cargada pasó retumbando sin detenerse. Los dos cocheros se limitaron a saludar con la mano.

—Y a ésos ¿por qué no los paráis? —preguntó Linsha señalando a la carga cubierta con una lona.

—Hoy ya han pasado dos veces por aquí. Es la carreta de los muertos que lleva los cadáveres al foso de lava.

Mica se encogió de hombros al ver su expresión.

—Teníais que preguntar —dijo.

Dejaron atrás las puertas y apuraron el paso adentrándose en la ciudad extramuros.

—¿Adónde tenéis que ir? —preguntó Linsha.

—Calle del Agua. El hombre es un escriba y tiene una tienda allí —respondió Mica.

—Entonces aquí tenemos que tomar a la izquierda.

—No. La calle del Agua es paralela al puerto. Seguiremos recto y la encontraremos —gruñó.

—Si seguís recto por esta calle esperando encontrar la del Agua acabaréis en el puerto. La calle que buscáis termina en una lonja de pescado una manzana antes de la del Armador. Además, conozco la tienda a la que queréis ir. Es el único escriba de esa calle y tiene la tienda en un pequeño callejón.

—Bien —admitió con fastidio—. Os sigo.

Eso era precisamente lo que Linsha quería. Puso a Catavientos al trote adelantándose al enano y dejando que él se preocupara de no perderla. Se acomodó en la silla, contenta de volver a las calles que le eran familiares en pleno día, de ver sus lugares favoritos y las escenas a las que estaba acostumbrada. El problema era que si bien las calles y los edificios parecían los mismos, la atmósfera era radicalmente diferente. La actividad febril y el entusiasmo a los que estaba acostumbrada habían desaparecido. El distrito portuario parecía prácticamente vacío. Se veía muy poca gente por la calle, la mayoría enanos o kender u otros que no tenían sangre humana, y todos pasaban rápidamente con expresión taciturna, como si los moviera algún propósito sombrío. Las casas tenían las puertas atrancadas; las tabernas estaban cerradas. De vez en cuando se veía alguna tienda abierta, pero otras tenían las puertas y los postigos cerrados. Algunas incluso habían sido saqueadas. Perros abandonados merodeaban en busca de comida.

El hedor a muerte que Linsha había notado dos noches antes seguía presente y era todavía peor con el calor diurno. También observó que muchas de las casas por las que pasaban tenían las puertas marcadas con pintura amarilla.

Cuando le preguntó a Mica sobre esas marcas, dejó de lado su enfado por un momento.

—La pintura es para marcar las casas en las que murieron todos los habitantes —dijo.

Linsha guardó silencio. Su preocupación por Elenor subió de punto y se preguntó si podría convencer al enano para dar un pequeño rodeo hasta la casita donde vivía Elenor para ver a la anciana. Echó una mirada a la pétrea expresión del enano y pensó que era muy poco probable. Lo que tal vez pudiera hacer era confundirlo lo suficiente entre los callejones como para pasar por la casa de Elenor que no estaba lejos de la calle del Agua.

Casi sin pensarlo apuró el paso de su cabalgadura y giró en la esquina de la fuente pública, donde unos cuantos niños jugaban con la escasa agua que todavía manaba. Mica la siguió sin pestañear y sin hacer comentario alguno. Siguieron camino entre posadas y casas de juego vacías, donde el eco repetía una música desafinada que pretendía atraer a los clientes. Tomaron por varias calles laterales más y pronto llegaron a la que Linsha conocía tan bien.

Mica puso los ojos en blanco.

—O no tenéis la menor idea del lugar donde vais o deliberadamente estáis tratando de despistarme.

—Os estoy despistando deliberadamente —dijo volviéndose en la silla y mirándolo de frente— para poder saber algo de una vieja amiga. No estamos lejos de la calle del Agua. Os llevaré allí en cinco minutos.

—No teníais por qué hacerlo subrepticiamente —resopló—. No teníais más que pedirlo.

—¿Ah sí? —musitó. ¿Y darle la satisfacción de decir que no?

Pasaron por un pequeño bosquete de sicomoros mustios por el calor, por varias casas silenciosas y por una pequeña panadería antes de llegar a casa de Elenor. Linsha vio que la escalera estaba todavía apoyada contra la chimenea y que unas cuantas ventanas estaban abiertas dejando entrar la leve brisa que llegaba del puerto. No había marca amarilla sobre la puerta.

Antes de que Mica tuviera ocasión de protestar, Linsha desmontó de un salto y corrió hacia la puerta.

—¿Elenor? —gritó. Empujó la puerta y entró rápidamente.

—Oh, por las Barbas de Reorx —gruñó Mica, y después de desmontar y atar ambos caballos a la sombra de un arco cercano entró en la casa detrás de aquella exasperante mujer. La encontró en la parte trasera de la casa, en una pequeña cocina, inclinada sobre el cuerpo inmóvil de una anciana que yacía en el suelo.

—Todavía no está muerta —dijo Linsha levantando un rostro surcado por las lágrimas—. Ayudadme, Mica, por favor.

El enano apoyó un dedo suavemente en la yugular de la anciana. Su pulso todavía latía con firmeza y no había señales de las legendarias manchas, pero tenía la piel caliente y seca.

Entre los dos levantaron a Elenor y la llevaron a la cama que había en su pequeño dormitorio. Linsha fue a buscar agua mientras Mica examinaba a Elenor. Le llevó un rato encontrar un cuenco, una jarra, paños y agua, de modo que cuando volvió a la habitación, Mica ya había terminado.

—Todavía no ha contraído la peste —anunció—. Está deshidratada y tiene un golpe en la cabeza. Seguramente se desmayó y se golpeó la cabeza al caer.

—Lo de la deshidratación no me sorprende. En la casa no hay agua. He tenido que traerla de fuera.

Linsha bañó el rostro de Elenor con un paño embebido en agua templada y le introdujo algunas gotas por la garganta. Mica encontró el chichón que tenía en la cabeza y, aplicando sus poderes curativos, redujo la contusión y fortaleció su debilitado sistema.

Elenor abrió los ojos parpadeando. Lo primero que vio fue a Linsha y una sonrisa iluminó su rostro marchito.

—¡Has vuelto!

—Hola, Elenor. Vine a hacer una visita y mira con qué me encuentro: contigo tirada en el suelo. ¿Qué estabas haciendo, cazando hormigas?

La mujer pareció desconcertada.

—No, yo… Veamos, estaba buscando una botella de licor de cereza que había escondido en algún lugar. Tenía sed. No hay mucho que beber.

—Elenor, ¿cuándo fue la última vez que fuiste a buscar agua?

—Un poco antes de que te marcharas —respondió—. Me dijiste que no saliera hasta que tú volvieras.

Linsha sacudió la cabeza al ver la confusión de la anciana.

—No fue eso lo que te dije, Elenor. Te pedí que no volvieras al Oso Bailarín y que no bajaras al malecón. No que te encerraras en casa.

—Oh —dijo débilmente la anciana.

—¿Quién sabe? A lo mejor eso le salvó la vida —intervino Mica.

Las dos mujeres lo miraron sorprendidas. Linsha se apresuró a presentarlo.

—Elenor, éste es Mica, el sanador del gobernador —luego, volviéndose hacia él, le preguntó—: ¿Qué queréis decir?

Mica se encogió de hombros.

—Si no salió de casa es posible que no estuviera expuesta a la enfermedad. Creo que se contagia por algún tipo de contacto, tal vez a través de la piel.

Linsha pensó que eso podía tener sentido. Así se explicaría por qué ella no había contraído la enfermedad, porque aunque había estado en los barcos y por el distrito del puerto, en todo ese tiempo no había tocado a nadie que estuviera enfermo.

—Tiene razón —dijo Elenor.

El enano se cruzó de brazos y apartó la mirada, sin atender a lo que había dicho la anciana.

Linsha le dio un vaso de agua para que lo bebiera a sorbos.

—¿Por qué dices eso? —le preguntó.

Elenor evidentemente se estaba recuperando porque se incorporó en la cama y le dio un golpecito con el dedo en el estómago al enano.

—Puede que sea vieja —dijo—, pero no he perdido totalmente la razón. Recuerdo una epidemia como ésta, hace muchos años. Mis abuelos murieron en ella.

Eso atrajo de inmediato la atención de Mica.

—¿Cuándo fue eso? ¿Dónde?

Elenor hizo un gesto vago con la mano.

—Hace unos sesenta años. Veamos, yo era muy pequeña.

—Entonces ¿cómo sabéis que era lo mismo —indagó Mica con escepticismo— si erais tan pequeña entonces y ahora habéis estado aquí encerrada?

—El chico de los Kellen vino a ayudarme uno o dos días. Me trajo noticias y agua y me ayudó en el huerto, pero… —su rostro expresó preocupación—. No lo he visto en los últimos días. Espero que esté bien.

—Y yo —dijo Linsha tranquilizándola—. Lo buscaremos cuando estés mejor. Ahora, por favor, Elenor. Cuéntale a Mica sobre la peste.

—Fue en la zona de Kalaman.

—Ese territorio estaba controlado por los Caballeros Negros durante la guerra —observó Mica.

—¡Ya lo sé! Ahora ¿queréis oír o no?

Ante su sorpresa, Mica asintió educadamente y se sentó en la esquina, a los pies de la cama de Elenor, con la boca cerrada.

—La peste surgió de no se sabe dónde —prosiguió Elenor—. Prácticamente asoló nuestra aldea y varias más de los alrededores. Recuerdo que mi abuela estuvo muy enferma. Los mismos síntomas, si el chico Kellen sabía lo que decía. Fiebre, manchas rojas, diarrea, terribles pesadillas. Mi abuela murió al cabo de dos días. Ni siquiera los sanadores pudieron hacer algo por ella. Estaban horrorizados —su voz se desvaneció y se quedó con la mirada fija en recuerdos distantes.

—¿Recordáis cómo se detuvo? —preguntó Linsha.

Elenor levantó las manos y se encogió de hombros, como pidiendo perdón.

—No lo sé. Abandonó el valle de forma tan rápida y misteriosa como había llegado. Nuestro sacerdote Mishakal dijo que era cosa de magia, pero murió antes de averiguar la verdad.

Mica farfulló algo ininteligible y se puso de pie de un salto.

—Muy bien, gracias por vuestro relato —le dijo a Elenor. Luego se dirigió a Linsha—. Por favor, terminad aquí, escudero. Todavía tenemos una tarea por hacer. Hoy —y salió en estampida de la habitación.

—Arrogante, insufrible, parece que se hubiera tragado un palo —musitó Linsha.

Elenor se rió en voz baja y la palmeó en el brazo.

—No lo tomes en serio. No es tan estirado como parece.

—¿Cómo lo sabes?

—Por su mirada. No es dura y fría y cambiante. Toma sus precauciones, pero le importa más de lo que demuestra.

—Si tú lo dices —dijo Linsha con sorna.

Como Elenor estaba bastante recuperada y podía valerse por sí misma, convenció a Linsha de que podía dejarla sola. Linsha le sirvió un poco de té y le llenó de agua cuanto cubo, jarra y cuenco encontró en la casa. Prometió volver cuanto antes y dejó a Elenor cómodamente sentada en la cama con su té, sus tortas de avena y una jarra de agua a mano.

Linsha salió por fin a donde estaban atados los caballos a la sombra. Allí estaba Mica golpeando impaciente el suelo con el pie.

Ella levantó un dedo para sofocar cualquier queja.

—Muchas gracias por ayudar a mi amiga. Os interese o no, significa mucho para mí.

El enano dudó y miró a Linsha que mantenía su expresión de agradecimiento.

—De nada.

Linsha recordó el escueto comentario de Sable sobre una peste en el pasado y se preguntó si tendría alguna conexión con la historia de Elenor. A lo mejor Mica lo sabía, ya que lord Bight le había contado lo que había dicho el dragón.

—¿Os dice algo la historia de Elenor? —preguntó con aire pensativo.

—Los desvaríos de una anciana enferma —repuso con un resoplido—. Ahora vamos, a menos que tengáis más viejos amigos que visitar.

Linsha decidió no perder tiempo en responder a su mal carácter. Montó rápidamente y condujo al sanador por varias calles más hasta la del Agua. Era una calle antigua, una de las que quedaban de los comienzos de Sanction. Los edificios eran de madera vieja deteriorada por la intemperie, piedra ennegrecida y ladrillos desgastados. A ambos lados de la calle y en los estrechos callejones se amontonaban tiendas, casas y talleres. Habitualmente, a esa hora del día, la calle estaba atestada de gente y de vehículos, pero ese día la zona estaba prácticamente desierta, sólo unas cuantas personas se arracimaban a la sombra de un patio que había junto a una taberna, y unos cuantos carros y carretas circulaban por la calzada. Un gato, apostado sobre un poyo de piedra, miró pasar a Linsha y a Mica a caballo.

Llevaron sus caballos al paso varias manzanas hacia el norte hasta que Linsha hizo un alto frente a un pequeño grupo de tiendas cortado por un callejón. Desmontó y, tras atar a Catavientos a un poste junto a la acera, le indicó a Mica que la siguiera. La tienda que buscaban estaba en el callejón. Se metió en la calle lateral y estuvo a punto de darse de bruces contra un caballo de tiro que estaba de cara a la calle. El animal estaba enganchado a una carreta estacionada en el lado izquierdo del callejón.

Linsha nada sospechó hasta que echó una mirada al interior de la carreta. Entonces entrecerró los ojos y su mano aflojó sin pensarlo la vaina de su espada. En la carreta habían cargado, sin el menor orden, cosas de lo más diversas: ropa, pieles, piezas de tela, bolsas de sal y especias, cajas, artículos personales, armas, una caja de caudales y media docena de pares de botas sin usar.

Sin decir palabra alzó la mano y le indicó a Mica que se quedara atrás mientras ella se deslizaba con la agilidad de un gato hacia la tienda del escriba. Encima de la puerta colgaba un anuncio de madera decorado con una talla en relieve que representaba una pluma y un pergamino. La puerta estaba abierta de par en par. Se pegó a la pared y echó una mirada al interior. La tienda era un revoltijo de mapas rotos, tinta derramada y pergaminos desparramados. Desde dentro percibió voces apagadas, que le parecieron dos, y chasquidos, ruidos sordos, sonido de cristales rotos y de puertas que se golpeaban.

De repente un hombre bajo y musculoso salió presuroso de la tienda con una brazada de mantas, cortinas y esteras. Con una mueca sacó su carga por la puerta y se encontró de sopetón con el acero de Linsha.