15

El comandante Durne puso a sus hombres y a Linsha a trabajar para sofocar los fuegos que quedaban antes de que algún otro se descontrolase. Un grupo reducido de gente se reunió al borde del agujero para mirar hacia abajo.

Linsha se tomó un minuto para echar una mirada y vio que el agujero no era tan profundo como había imaginado. Los escombros de los edificios llenaban el fondo y por encima de ellos había caído tierra. Con un poco de determinación, cualquiera podría rellenar el hueco, nivelar el terreno y construir otro almacén, y determinación era lo que sobraba en Sanction.

Entonces oyó a alguien decir algo que le heló el alma.

—Al menos ahora tenemos un lugar donde enterrar a los muertos.

Casi no podía creer que el espíritu de la ciudad que tanto admiraba se viera obligado, casi de la noche a la mañana, a pasar de pensar en posibilidades a pensar en fosas comunes.

—Oí decir a alguien que este incendio había sido provocado para que se propagase al distrito infectado —dijo un hombre con una voz fría, penetrante, que atrajo la atención de la gente.

Linsha se quedó inmóvil y aguzó el oído.

—Todos están infectados —dijo un marinero con sorna—. Todos menos la ciudad intramuros.

El que había hablado en primer término señaló con elocuencia hacia los restos humeantes del pozo.

—Quería quemar el hospital para eliminar la infección. Por eso empezaron por aquí haciéndolo pasar por un accidente para que nadie se enterara. A lo mejor pretendía quemarnos a todos en el proceso.

—¿De quién habláis? —preguntó un tercero.

—De lord Bight —gritó con furia el primero—. He oído que ha ordenado a sus guardias prender fuego a almacenes como éste sin que nadie lo note.

Linsha se acercó subrepticiamente al que hablaba. Cruzó los brazos para ocultar el emblema de su uniforme en la esperanza de que el hollín, la suciedad y la noche ocultaran el color de su ropa. Aunque no había visto al hombre que había instigado a los muchachos a tirar botellas a los guardias, tenía la descripción que le había dado Varia de un hombre con un andar peculiar. El hombre que ahora tenía ante sus ojos era menudo, de pelo oscuro y rostro estrecho y tenía un pie torcido. No lo reconoció, pero habría apostado una moneda de acero a que era el mismo alborotador.

Pero ¿por qué estaba allí? ¿Por qué pretendía agitar a la gente ahora? Linsha deseó con todas sus fuerzas averiguar si llevaba en su interior un resentimiento monstruoso o si alguien le pagaba por hacerlo.

Unos cuantos espectadores se habían ido en cuanto se extinguieron los incendios, pero los guardias, los apagafuegos voluntarios y muchos rezagados andaban por allí para terminar con el vino y echar un vistazo al agujero. En torno al que hablaba cerca del sumidero se iba reuniendo cada vez más gente, atraída por la aglomeración y por las voces. Linsha pudo oír que otras personas repetían los rumores oídos. La historia se iba agrandando con cada uno que la contaba. Unos cuantos intentaron defender a lord Bight, pero fueron acallados.

Linsha trató de pensar en una forma de aislar al hablante del resto sin llamar la atención, pero no se le ocurrió nada original. Estaba a punto de pedir ayuda al comandante Durne cuando vio a lord Bight salir lentamente de un oscuro callejón. Por primera vez desde que lo conocía tenía aspecto cansado, como si estuviera al límite de su inagotable energía. El comandante Durne se llegó hasta él y ambos conversaron en voz baja.

Una pequeña luz se hizo en la mente de Linsha. Ahora sabía por qué se había producido tan oportunamente aquel hundimiento por debajo los almacenes incendiados. Pensó que tenía que estar realmente cansada para que no se le hubiera ocurrido antes. Entonces su alma se llenó de indignación. Esta gente sabía que su gobernador estaba pletórico de magia capaz de controlar la tierra. ¿Por qué ahora no podían entenderlo?

Más tarde cayó en la cuenta del riesgo que había corrido, pero en ese preciso momento, exhausta, con sed y hambre, sucia y furiosa, prescindió de su sentido común y se dirigió hacia lo más espeso de la aglomeración como un espíritu vengativo.

—¿Cómo podéis ser tan tontos como para creer semejante desatino? —gritó furiosa a la multitud que la rodeaba. Se dirigió al hombre de pelo oscuro y acercó su cara a la suya—. ¿Quién creéis que provocó el terremoto y produjo el hundimiento que acabó con el incendio? ¿Habéis olvidado al hombre que dominó a vuestros volcanes? ¿Al que preservó vuestra paz? ¿Al que dedicó su vida a salvar a esta patética ciudad? Lord Bight no va a quemar algo que tanto esfuerzo le costó construir.

Los ojos del alborotador tenían un brillo enfebrecido.

—¿Por qué habría de preocuparse por nosotros cuando tiene que proteger a los opulentos y ricos mercaderes y a los dignatarios de la ciudad? —le gritó como respuesta a sus palabras.

Vosotros sois la ciudad. Todos vosotros. Está haciendo todo lo que puede por salvaros a todos: mercaderes, marineros, panaderos o lavanderas.

—¿Y quién sois vos? —dijo el hombre con desprecio señalando el uniforme de Linsha—. ¿Su furcia guardiana? Por supuesto que vais a tratar de salvarlo.

La furia de Linsha subió de tono.

—¿Salvarlo de qué? ¿De otros como vos? Él no necesita que yo lo defienda. Sus acciones deberían ser todo lo que necesitáis para recordar su dedicación a Sanction.

—¿Qué dedicación? Lo más probable es que esté escondido en su palacio tras las murallas de la ciudad.

—No, está… —pero sus palabras fueron sofocadas por un aluvión de preguntas.

—Entonces ¿por qué ha ordenado que se cierren las puertas para dejarnos fuera? —gritó una mujer.

—¿Por qué se ha cerrado el puerto? —apuntó un marinero.

Linsha levantó las manos como para defenderse de aquella avalancha verbal.

—Para frenar la extensión de la peste hasta que podamos encontrar una cura.

La sugerencia de esa posibilidad desató otra avalancha. Preguntas, afirmaciones, maldiciones airadas y gritos de esperanza surgieron de una multitud deseosa de hacer oír su opinión.

La voz estridente del hombre de pelo oscuro se elevó por encima de todas las demás.

—La única curación en la que piensa lord Bight es quemar el distrito portuario. ¿Acaso no quemó los barcos y la posada? Ésa es su idea de una cura. ¡Arrasar con todo y usar el dinero de los mercaderes para reconstruir! ¡Por eso ha cerrado las puertas!

—Ya he tenido suficiente —musitó Linsha entre dientes. A continuación alzó la voz sobre el clamor circundante y gritó a voz en cuello—: ¿Os habéis detenido a pensar que una reunión como ésta podría ser lo que ayuda a extender la enfermedad? Pensad en los marineros del Whydah y en la gente a la que tocaron. ¿Cuántos de vosotros estaréis ya infectados?

Eso los acalló. El terror a la peste fue más eficaz que una bandada de dragones para disolver a la multitud vociferante. Todos miraron a los que tenían alrededor en busca de las manchas delatoras, del rubor de la fiebre o de la expresión del terror delirante. El gentío se fragmentó al salir corriendo la mayor parte de la gente. Unos cuantos se apartaron de los que tenían alrededor y esperaron para ver qué sucedía a continuación.

En medio de la confusión, el alborotador intentó escabullirse escapando de Linsha. Alguien la golpeó en la espalda y ella aprovechó la oportunidad para simular una caída hacia adelante. Extendió la mano y sujetó al hombre por el brazo como para no caer. Con la otra mano hurgó bajo su clámide y sacó un cuchillo del fajín. Cuando se incorporó, la hoja presionaba firmemente la espalda del hombre cuyo brazo sujetaba formando un ángulo incómodo.

—Tenemos que hablar, en privado —le dijo al oído con voz sibilante. Los ojos del alborotador giraron hacia ella y Linsha percibió la tensión en sus músculos—. No tratéis de oponer resistencia. Puedo partiros en dos.

Vio que el comandante Durne y varios guardias se acercaban deliberadamente hacia ella entre la multitud que se dispersaba. Entrecerró los ojos y buscó un lugar por donde escabullirse y perderlos de vista. No quería interrogar a ese tipejo delante del hombre al que sospechaba que había deseado matar.

Pero no había adónde ir. A su derecha tenía el agujero, y la gente que se amontonaba a sus espaldas podía ver su daga y tratar de liberar al prisionero. Los guardias y el comandante estaban cada vez más cerca.

Entonces prefirió cambiar de táctica. Tirando del hombre para acercarlo más, hizo presión con su daga atravesándole la ropa y pinchándole la piel de la espalda. El alborotador se crispó y abrió la boca asustado.

—Te vi en el muelle sur —le dijo con fiereza cerca del oído—. Eres el que instigó a los chicos para arrojar botellas a los guardias del gobernador.

—¿Y qué? —respondió el otro con desprecio—. Me pareció una bonita broma en aquel momento.

Linsha sonrió para sus adentros. Así que estaba en lo cierto. Fue un poco más lejos.

—No, pretendía ser algo más. Querías causarle problemas a lord Bight. Has andado por todo el malecón alborotando y difundiendo rumores. ¿Para quién trabajas?

—¡Para nadie!

—¿Ves al hombre que viene hacia nosotros? Es el hombre que cayó al agua cuando una botella le dio en la cabeza. Voy a decirle que tú eres el culpable.

La multitud se iba disolviendo y Durne se encaminaba evidentemente hacia ellos con expresión ceñuda y una mano en el pomo de la espada. Su prisionero vio al comandante y palideció a ojos vista. Una extraña maldición salió de sus labios y trató de soltarse. Linsha le retorció más el brazo y hundió más la daga en su carne hasta que el hombre rechinó los dientes y cejó en su empeño. La respiración de ambos era agitada debido a la lucha callada pero intensa.

—¿Quién te pagó? —volvió a preguntar Linsha.

—Libradme de esto y os lo diré —susurró casi con desesperación.

—Dímelo y te dejaré ir.

—Los Caballeros —dijo jadeando—. Un agente de los Caballeros.

—¿Qué caballeros? —preguntó Linsha en un susurro.

Pero fue demasiado tarde.

Un comerciante khuriano enorme, atezado y achispado por el exceso de vino gratuito, se acercó tambaleante al borde del agujero. De repente trastabilló y golpeó a Linsha en el brazo y le hizo aflojar la presión sobre el prisionero. Éste logró soltarse, sacó su propia daga y saltó sobre ella.

Ante la violenta embestida del hombre, el khuriano se volvió sorprendido, manoteando para detener al que creyó lo estaba atacando. En ese instante, el comandante Durne salió en persecución del hombre de pelo oscuro. El poderoso antebrazo del khuriano pasó por encima de la cabeza del otro, menos corpulento que él, y fue a golpear a Linsha lateralmente en la cabeza haciéndola caer pesadamente. Durne llegó junto a ellos justo cuando ella caía. Llevado por su furioso impulso cayó sobre el alborotador y los dos fueron a dar contra el khuriano. En un abrir y cerrar de ojos, los tres hombres se tambalearon en el borde inestable del agujero, y en un revoltijo de brazos y piernas cayeron hacia la negrura del hoyo.

Linsha intentó incorporarse. La cabeza le zumbaba por el golpe accidental del khuriano. Sintió que alguien se le aproximaba por la espalda y sin necesidad de volverse supo que era lord Bight. Su mano la sostuvo y con su fuerza tranquilizadora la ayudó a ponerse de pie.

—¡Lord Bight, es lord Bight! —gritaba la gente alrededor—. ¡Está aquí! —venciendo el miedo que les infundía la peste, la gente empezó a reunirse en torno a su gobernador. Los guardias también acudieron presurosos y rápidamente ocuparon sus lugares en torno a lord Bight para mantener a la multitud a una distancia prudente mientras él hablaba a los ciudadanos y trataba de aquietar sus temores y de responder a sus preguntas más acuciantes.

Mientras tanto, Linsha reconoció a un guardia joven y lo llamó.

—Morgan, venid a ayudarme. El comandante Durne se ha caído en el hoyo.

Juntos se descolgaron con cuidado por el borde y bajaron la empinada pendiente. Unas emanaciones acres les salieron al encuentro. La suciedad y los escombros se deslizaban bajo sus botas haciendo que sus pasos fueran inseguros. Encontraron primero al khuriano, tendido de espaldas y sonriendo al cielo nocturno. No estaba herido y la situación en que se encontraba lo tenía sin cuidado, de modo que lo dejaron donde estaba y siguieron buscando a Durne y al prisionero de Linsha. El agujero era hondo y traicionero, tenía pozos insospechados y estaba lleno de escombros aguzados.

Un débil gemido los condujo hasta el comandante, que estaba tumbado de espaldas contra una gran pila de adoquines de la calle. El alborotador estaba a su lado, boca abajo, y tenía todavía las piernas enredadas con las de Durne. Morgan se acercó a su comandante y lo examinó como pudo sin moverlo.

Linsha se agachó hacia el otro hombre. Estaba inmóvil e inerte, con los brazos abiertos. Lo arrastró para liberar las piernas del comandante y lo puso boca arriba. El tipo rodó, con un gorgoteo y Linsha pudo ver que tenía una daga clavada en el pecho. Pronunciando entre dientes una serie de epítetos muy adecuados para la ocasión, arrancó el cuchillo del cuerpo. Era un cuchillo viejo, simple y muy usado. Probablemente el suyo propio. Disgustada, lo dejó sobre el pecho del muerto y volvió a donde estaba el comandante Durne.

Morgan había hecho que se incorporara y estaba intentando recuperar el aliento.

—Se había quedado sin respiración —dijo el guardia con una sonrisa, evidentemente aliviado.

El comandante Durne respiró entrecortadamente con una mueca de dolor.

—¿Estáis herido? —le preguntó Linsha.

—Me golpeé la espalda sobre las piedras. Creo que el tipo cayó sobre mí.

Todos miraron hacia el cadáver.

—¿Quién es? —inquirió Morgan.

Linsha sacudió la cabeza.

—No lo sé. Creí reconocerlo como el que provocó el incidente en la escollera sur, pero no quiso decirme nada. Esperaba arrestarlo y hacerlo hablar. Debe de haberse clavado su daga al caer —decidió que lo más conveniente sería no decir nada más, ni siquiera al comandante Durne.

—Una pena —dijo Morgan, y de inmediato se olvidó del muerto.

Entre los dos ayudaron al comandante Durne a ponerse de pie, pero cuando trataron de hacerle subir la resbaladiza pendiente emitió un quejido de auténtico dolor y estuvo a punto de volver a caer.

—Morgan, vamos a necesitar ayuda para sacar al comandante y a ese khuriano de aquí, id a ver si podéis encontrar una cuerda y algunos hombres más.

Al amable guardia no le importaba recibir órdenes de un escudero cuando eran razonables. Con una palmada de camaradería en el hombro de Linsha trepó por el borde del hueco y desapareció.

El comandante Durne se volvió a dejar caer con alivio sobre un montón de escombros donde quedó sentado. Linsha se puso en cuclillas a su lado mientras esperaba. A pesar de sus esfuerzos por no prestarle atención, sus ojos se sentían atraídos inevitablemente por la cara del hombre, y vio que los ojos de él la contemplaban. Una ternura deliciosa la invadió, y se recreó en una apreciación visual de sus atractivas facciones: la boca ancha, la nariz larga y recta y el leve hoyuelo del mentón.

Él mantuvo su silencio sólo un instante, y luego sus palabras salieron atropelladamente.

—No tengo y nunca he tenido relaciones con Shanron —dijo abruptamente.

Sorprendida, Linsha bajó la vista.

—Y aunque las hubierais tenido, no es cuestión mía. Vos sois mi comandante y lo dejasteis muy claro.

—Lo sé perfectamente —suspiró él—, pero me siento atraído por vos. Esperaba sacaros de mi cabeza durante vuestra ausencia… —su voz se interrumpió. Le cogió la barbilla con la mano y suavemente le levantó la cabeza hasta que ella lo miró—. Incluso en esta apestosa oscuridad estáis hermosa —susurró—. ¿Qué es lo que hay en vos que me resulta tan irresistible?

Linsha, por lo general tan segura de sí, tembló. Intentó decir algo, pero no se le ocurrió nada ni remotamente coherente.

—¡Comandante Durne! ¡Lynn! —llamó la voz de Morgan desde arriba—. Ahí va una cuerda.

El momento de intimidad había pasado. Linsha sintió que Durne se separaba de ella y, aunque herida por la decepción, lo entendió. No podía revelar sus sentimientos ni mostrar favoritismo alguno por ella frente a sus guardias y seguir siendo un jefe respetado. Le dedicó una pequeña sonrisa y luego se puso de pie para coger la cuerda.

Con la ayuda de manos dispuestas desde arriba y una fuerte cuerda, el comandante Durne fue izado del agujero. Linsha se las ingenió para poner de pie al khuriano, le ató la cuerda por debajo de los brazos y lo ayudó también a salir de allí. Al muerto lo dejaron donde había caído. No iba a estar solo mucho tiempo.

De acuerdo con las necesidades de aquella desastrosa semana, los trabajadores pronto se dieron a la tarea de rellenar el hoyo con las víctimas de la peste. Cuando ya no cupieran más, se cubrirían los cuerpos con tierra y se formaría un montículo.

Linsha fue la última en salir del agujero. Sintió gran alivio al salir y tuvo que soportar el abrazo de oso del khuriano borracho. Lo miró alejarse con paso tambaleante.

—Gracias, Morgan —dijo al guardia mientras éste plegaba su cuerda.

—Los dos han hecho un buen trabajo —dijo lord Bight uniéndose a ellos—. Ahora, si los incendios están extinguidos y todos han dejado de jugar en el agujero, debemos irnos.

Todavía había un grupo de gente merodeando, que siguió al gobernador y a sus guardias cuando éstos montaron sobre sus caballos. A lord Bight le dieron el caballo de Morgan, y éste y Linsha compartieron montura con otros jinetes.

—Lord Bight —llamó alguien—. ¿Por qué no abrís las puertas de la ciudad? Tenemos amigos y familia tras los muros. Algunos de nosotros trabajamos allí. Ya es demasiado tarde para tratar de impedir que la enfermedad llegue intramuros, dejadnos entrar.

El maestro de gremio Vanduran se puso junto al caballo del gobernador.

—El Consejo de la Ciudad actuó atendiendo a lo que consideró que era lo mejor para la ciudad —trató de explicar.

La mayoría no estaba dispuesta a aceptar eso.

—¡Ni siquiera nos consultaron! —gritó otro hombre.

—Es cierto —añadió una mujer—. Cuando cerraron las puertas y se desataron esos incendios pensamos que queríais quemar el distrito del puerto.

El gobernador tendió la vista por encima de sus ciudadanos y levantó una mano demandando silencio.

—Yo no ordené cerrar las puertas y en ningún momento pensé en quemar el hospital ni parte alguna de la ciudad —su voz adoptó el mismo tono hipnótico, tranquilizador que había empleado en la reunión del muelle sur—. El cierre de las puertas fue un malentendido entre el consejo y yo. No tuve nada que ver con los incendios, pero prometo investigar esos rumores de incendio provocado. ¿Confiáis en mí?

Su pregunta fue respondida por un murmullo de cautelosa satisfacción.

Encabezada por lord Bight, la compañía cabalgó lentamente para que la multitud de ciudadanos de Sanction pudiera seguirla. Cada vez más gente, hombres, mujeres, kender, enanos, elfos y una multitud de lo más variopinta se incorporó a la marcha por las calles ardientes, oscuras, hacia la muralla de la ciudad.

Había antorchas encendidas a los lados de las enormes puertas dobles que permanecían cerradas y atrancadas para impedir la entrada de la población. Los guardias de la ciudad montaban guardia con evidente nerviosismo al ver aproximarse a la multitud. No reconocieron a lord Bight con esa luz mortecina hasta que éste levantó una mano para detener la marcha.

En cuanto los jinetes y la multitud susurrante y expectante hicieron alto tras él, avanzó hacia la luz de las antorchas acompañado por el comandante Durne.

—¿Quién se atreve a atrancar las puertas de la ciudad para impedirme la entrada? —gritó.

Unas voces agitadas llamaron desde lo alto de la muralla y hubo ruido de pasos precipitados.

La cabeza rubia del capitán Dewald apareció en lo alto de la muralla.

—¡Mi señor! No sabía que estabais ahí fuera. Lo siento. Se nos dijo que sólo permitiéramos volver al comandante Durne y a sus hombres —dio órdenes tajantes a alguien que estaba abajo y se abrió una poterna.

Lord Bight no se movió. La multitud observaba esperanzada a su gobernador.

—Capitán ¿quién dio orden de cerrar estas puertas?

—Excelencia, el Consejo de la Ciudad ordenó que lo hiciéramos, y en vuestra ausencia tuvimos que obedecer —gritó Dewald.

—Hicisteis lo que os ordenaron, pero ahora yo revoco esa orden. Es demasiado tarde para que semejante medida sea eficaz. Esta ciudad tendrá que aguantar o sucumbir como un todo. Abrid las puertas y dejadlas abiertas.

Una figura gruesa vestida con una túnica oscura atravesó la poterna y se paró bloqueando la entrada menor. Era Lutran Debone, el dignatario de la ciudad.

—Mi señor, ¿es eso prudente? —gritó—. Todavía no hemos tenido ningún caso en la ciudad intramuros. ¿Por qué arriesgarnos a una exposición segura?

Lord Bight hizo avanzar a su caballo unos cuantos pasos.

—¿Habéis cerrado el mercado de la ciudad? ¿Habéis prohibido a los mercaderes que visiten sus oficinas o almacenes del distrito del puerto? ¿Habéis cerrado las casas de la calle de las Cortesanas? ¿O habéis prohibido la entrada a todos los que venían del malecón en los últimos días? ¿Habéis mantenido aislados a los guardias de la ciudad o les habéis prohibido que patrullaran por el malecón? La enfermedad ya está descontrolada. Como no podemos pararla, debemos unirnos todos para encontrar la mejor forma de combatirla. Ahora, abrid las puertas.

Gritos de apoyo surgieron detrás de él, y la multitud de espectadores avanzó hacia la muralla.

Alarmado, Lutran se volvió corriendo a la ciudad y cerró la poterna tras de sí. Pero más potente que el portazo de la poterna fue el chirrido de las puertas principales que se abrían.

Se elevaron vítores de la multitud expectante cuando lord Bight, el comandante Durne, Linsha y los demás guardias entraron a caballo por la puerta. Satisfecha, la multitud entró detrás del gobernador. Allí se detuvieron y se reunieron en pequeños corros para hablar y disfrutar de su victoria. Ahora sabían que su gobernador estaba de su parte.

De Lutran Debone no había ni vestigio.

El capitán Dewald se reunió con lord Bight y el comandante Durne junto al cuarto de la guardia. Saludó a sus superiores con evidente alivio en el rostro.

—Tenéis razón, excelencia. Ya se han dado casos de la Peste de los Marineros entre las cortesanas y en el campamento de la guardia. No tuve ocasión de comunicarlo al consejo.

Lord Bight asintió. Observó a la multitud que ahora se dispersaba hacia la ciudad extramuros y su rostro se entristeció.

—Mantened las puertas abiertas, Dewald. Ya no hay muralla capaz de protegernos.