10

El monte Thunderhorn no entró en erupción «en ningún momento» como había predicho Elder Chan Dar. En lugar de eso, la cumbre próxima a la cima del volcán frenó su crecimiento y se abrió como una enorme ampolla supurante en la cara del pico. Como no mostraba inclinación inmediata a estallar, lord Bight se aprovechó del respiro para realizar una inspección completa del dique de lava que rodeaba Sanction. Todo un día estuvo cabalgando con un pelotón de su guardia y un equipo de enanos canteros, examinando el ardiente foso en toda su extensión.

Linsha fue con ellos. Como estaba en fase de instrucción, se limitaba a observar y a mantener la boca cerrada. Anteriormente no había prestado mucha atención al mantenimiento del foso y de sus muros de contención, y miraba fascinada mientras lord Bight y el ingeniero enano, Chert, estudiaban las paredes y el flujo de la piedra fundida de color dorado-rojizo y tomaban sus decisiones sobre las secciones que era necesario reparar y las que podían esperar a otro momento. Unos cuantos lugares se habían erosionado acercándose peligrosamente a la tierra más blanda y requerían una atención inmediata.

En esos lugares, lord Bight se aproximaba al ardiente foso, concentraba su poder y desviaba la lava el tiempo suficiente para que los enanos removieran las losas de piedra rotas y las reemplazaran por otras hábilmente cortadas para que encajaran perfectamente en el lugar. Luego lord Bight allanaba el nuevo muro, haciendo un conjuro para ayudar a aislarlo del intenso calor y de la fricción de la lava que fluía.

Aunque Linsha presenció ese proceso dos veces ese día, e intentó entender lo que hacía el gobernador, no consiguió darse cuenta de cómo dirigía su magia. Entre los solámnicos estaba muy difundida la creencia de que era un poderoso geomante, sin embargo no pronunciaba palabras de poder ni usaba complicados conjuros. Durante toda la calurosa tarde estuvo rebuscando en su mente para decidir si echaba mano de la antigua magia que alimentaba la hechicería que enseñaba su padre en su escuela, usando la energía mística del espíritu vivo o algún elemento encantado con la antigua alta hechicería de los dioses. En cualquiera de sus formas, la magia era algo difícil de usar y nadie tenía noticia de que lord Bight hubiera recibido ninguna formación en la Escuela de Hechicería de la Ciudadela de la Luz. No obstante, ejercía su poder con sutil eficacia y fuerza enigmática.

Cuando hubo terminado la inspección y el gobernador y sus guardias volvían cabalgando ya entrada la noche, Linsha estaba perpleja e impresionada, pero no había desentrañado el secreto del poder de lord Bight.

A la mañana siguiente, el día después de la muerte del capitán del Whydah y de la publicación del decreto del gobernador, lord Bight salió a comprobar el progreso del acueducto, a reunirse con los recaudadores de impuestos para fijar los tipos fiscales para la siguiente cosecha y hacer previsiones sobre las dificultades resultantes de ese tiempo caluroso y seco. Linsha se sintió muy decepcionada por no ir con él esta vez, ya que se le ordenó que asistiera a su instrucción y aprendiese más acerca de sus nuevas funciones en palacio. Como se le había ordenado, se presentó ante el maestro de armas y el maestro de reclutas confiando en no atraer la atención del comandante Durne. Le dijeron que el comandante estaba muy ocupado en el distrito portuario con los guardias de la ciudad. Ojalá estuviera ocupado para siempre y se olvidara totalmente de ella.

Esa esperanza se desvaneció al cuarto día de su servicio.

Tan pronto como terminó su comida de mediodía, el comandante Durne estaba allí ordenándole a voz en cuello que se pusiera el uniforme completo y asistiera a una reunión en el Consejo Asesor del Gobernador como observadora. Silencioso como una estatua, la esperó, luego la escoltó a la gran sala de audiencias del palacio y la colocó junto a una ventana y a un guardia que no decía palabra.

—No habléis. Limitaos a prestar atención. Lord Bight estará aquí enseguida —dijo Durne antes de abandonar la cámara.

Linsha no pudo por menos que saludar y obedecer.

Pacientemente repartió su peso sobre ambos pies y se dispuso a esperar largo rato. No trató de entablar conversación con el guardia inmóvil que estaba al otro lado de la ventana y que no hablaba ni se movía ni miraba hacia donde ella estaba. Tenía las manos apoyadas sobre una lanza ligera a un lado y una espada que colgaba de su cintura al otro.

A la derecha de Linsha había una ventana alta y estrecha que, abierta, dejaba entrar una leve brisa. Si se inclinaba un poco hacia atrás podía ver el cielo calinoso y ardiente y, a la distancia, la columna de humo del monte Thunderhorn arrastrada por el viento del oeste. El guardia se aclaró suavemente la garganta como advertencia y Linsha se enderezó justo a tiempo de ver al primero de los funcionarios que llegaban a la reunión: Chan Dar, el jefe del recientemente organizado Gremio de Agricultores, acompañado por su asistente. Los dos hombres eran delgados y estaban curtidos por los días de duro trabajo en el campo; ambos parecían un poco incómodos con las túnicas largas y amplias que adoptaban los ancianos de la ciudad. Echaron una mirada por la sala, sorprendidos tal vez de haber llegado los primeros.

Se había dispuesto una larga mesa rodeada de sillas tapizadas en el centro de la sala. Llegó un sirviente llevando una bandeja con una jarra de vino frío y platos de tortas de miel, ciruelas y pan de dátiles. Condujo a los dos ancianos a los lugares que les correspondían en la mesa, les puso la bandeja delante y salió en busca de otras.

Chan Dar no había hecho más que servirse una copa de vino cuando Lutran Debone, jefe del Consejo de la Ciudad, irrumpió con dos ayudantes, un escriba y un niño pequeño que llevaba un abanico.

Linsha vio a Chan Dar poner los ojos en blanco expresando su desagrado de una forma tan exagerada que a duras penas pudo reprimir una sonrisa.

—Oh, buenos días tengáis, Chan Dar —saludó Lutran alegremente—. Veo que vuestros campos siguen todavía libres de los ríos de lava hirviente del monte Thunderhorn.

—Eso no hace mucha diferencia —dijo el granjero con una mueca—. El calor y la falta de lluvia están acabando con nuestras cosechas lo mismo que lo haría una erupción volcánica —replicó, con expresión malhumorada en su cara alargada.

El corpulento anciano ocupó el asiento que estaba frente al del granjero. No respondió hasta que su criado le hubo servido vino y unas tortas y hubo acomodado los cojines. Cuando estuvo cómodamente instalado y el escriba se hubo sentado en un banco cercano, Lutran chasqueó la lengua.

—¿Y qué pasa con el nuevo sistema de regadío que le sacasteis al consejo el año pasado? ¿No está terminado todavía?

Chan Dar tamborileó con los dedos y arrojó una mirada de odio a su colega.

—Sabéis perfectamente que no. No después de que con vuestras estratagemas retrasasteis el pago de los trabajadores. Gracias a vuestra mezquina interferencia, los canales no estuvieron terminados a tiempo para aprovechar las lluvias primaverales.

—¿Mi mezquina interferencia? —Lutran pareció sorprendido de que alguien pudiera pensar semejante cosa—. Si no recuerdo mal fue uno de vuestros agricultores el que provocó la disputa por la tierra y vuestros ingenieros los que discutieron por el trazado de los canales.

—Problemas que se resolvieron enseguida, pero los trabajadores…

—¿Estáis los dos dándole vueltas a lo mismo otra vez? —preguntó una voz desconocida desde la puerta.

Linsha volvió la cabeza justo a tiempo para ver a la mujer que entraba en la sala. La reconoció de inmediato: Asharia, la sacerdotisa del Templo del Corazón. Aunque Linsha nunca había tenido la oportunidad ni la necesidad de conocerla, reconoció a la sacerdotisa de mediana edad por su reputación. No contenta con permanecer en su templo, Asharia organizó el campamento de refugiados del norte de la ciudad, dirigía una pequeña escuela del templo para los que querían estudiar artes místicas, tenía un cuerpo de sanadores a disposición de los ciudadanos de la ciudad y servía en el Consejo de la Ciudad. Admitía sin sonrojos que no era una sanadora excepcional, pero sus carencias quedaban más que compensadas por sus dotes para la organización y su entusiasmo. Linsha sospechaba que el gobernador la había puesto en su consejo para actuar como amortiguador entre los ancianos amigos de buscar pendencia.

Asharia se dirigió serenamente hasta la silla que había al lado de Elder Lutran y se alisó la larga túnica antes de sentarse. Los hombres intercambiaron miradas de odio pero dejaron a un lado su discusión. Era bien sabido que la sacerdotisa tenía un genio vivo y una lengua mordaz.

En cuanto se hubo sentado, llegaron los demás consejeros del gobernador. Mica, el enano, con una brazada de rollos, pergaminos y libros, puso ruidosamente su carga sobre la pulida mesa. Se alisó la ropa y sacó un hilo de la manga antes de sentarse junto a la sacerdotisa. Vanduran Lor, jefe del poderoso Gremio de Mercaderes de Sanction, llegó con el primer magistrado de la ciudad. El nuevo patrón de puerto, joven y con aspecto de no sentirse cómodo, entró a continuación, seguido del tesorero de lord Bight, el escriba del gobernador y, por último, Ian Durne, el comandante de la guardia de la ciudad.

Todos ocuparon sus lugares alrededor de la mesa mientras los sirvientes llevaban más vino y comida para picar y servían los refrescos. Sólo la silla de lord Bight seguía vacía. Los concurrentes hablaron de cosas intrascendentes en voz baja mientras esperaban. Hasta Lutran dejó de incordiar a Chan Dar y se concentró en su vino y sus tortas.

Linsha procuraba no moverse, pero tenía calor con su uniforme nuevo y no estaba habituada a estar quieta durante tanto tiempo. El sudor le corría por la espalda y hacía que le picaran rabiosamente las muñecas. Cuando se movió levemente para rascarse, vio la mirada de advertencia del comandante Durne y quedó paralizada.

Se oyó el eco de unas pisadas en la sala, y lord Bight entró por un pasillo situado aparte. Los miembros del consejo se pusieron de pie e hicieron una reverencia al unísono. Linsha estudió atentamente a lord Bight mientras avanzaba hasta la gran silla situada a la cabecera de la mesa. El gobernador había dejado de lado las ropas sencillas que eran sus preferidas y vestía una túnica de hilo y seda finísimos de un color marrón dorado. El ruedo de la túnica y las mangas estaban bordados con gruesos hilos de oro, y un cinturón de oro ceñía su cintura. Llevaba también un collar de oro incrustado con ojos de tigre y topacios, y un sencillo anillo de oro ceñía su pelo rubio.

El gobernador inclinó la cabeza saludando al consejo y les pidió que se sentaran. Quedó de pie a la cabecera de la mesa y se inclinó hacia adelante apoyando levemente las manos sobre la madera.

—He convocado esta sesión especial del consejo para hablar del desastre que amenaza al distrito del puerto. Para los que desconocen los detalles, Mica les hablará del contagio y de cómo se está extendiendo la enfermedad.

El enano hizo a un lado una pila de papeles y rollos y sacó una lista.

—Por los informes que he recibido esta mañana, actualmente hay treinta y cinco personas enfermas en el hospital, y hay rumores de que la enfermedad está empezando a aparecer en la calle de las Cortesanas y en los vecindarios del norte. Además de toda la tripulación del barco de la muerte, ha habido diecinueve muertos que se sepa. Eso incluye a la mayor parte de la tripulación del Whydah, al capitán de puerto y su esposa y a la muchacha que servía en la taberna donde murió el último marinero. Lo peor de todo es que no parece haber ninguna protección contra el mal. Cuando una persona lo contrae, suele morir al cabo de dos días.

—¡Dos días! —repitió Chan Dar con desánimo. El granjero había estado ocupado fuera de la ciudad en las granjas del valle y no había tenido noticia de la virulencia de la enfermedad—. ¿Qué es esta peste?

Mica dejó su lista y se respaldó en la silla.

—No lo sé. No he encontrado antecedentes de nada similar. Hemos tenido fiebres intermitentes similares y plagas de bubones igualmente mortíferas, pero nunca he visto una enfermedad con esta combinación de síntomas. La decoloración de la piel es atípica. A falta de un nombre mejor la hemos denominado Peste de los Marineros.

Lutran había estado tomando sorbos de vino con evidente nerviosismo mientras Mica hablaba e indicó a su sirviente que sirviera más.

—Pero ¿y los sanadores? —preguntó mientras el chico volcaba el ligero vino blanco en su copa.

Asharia respondió por Mica.

—Nuestros sanadores están haciendo lo que pueden. Por desgracia, esta enfermedad consume gran cantidad de energía para mantenerla bajo control. He enviado más sanadores al hospital, pero… ni siquiera ellos son inmunes. Ya han muerto dos.

—¿Hay alguna persona que haya tenido contacto con el barco de la muerte o con la tripulación enferma y que no haya enfermado? —quiso saber Chan Dar.

Mica asintió. Sus dedos gruesos tamborilearon sobre la mesa mientras pensaba.

—Al parecer, algunos kender compartieron una cerveza con un miembro de la tripulación del Whydah. Se presentaron en el hospital, pero no han enfermado. Están volviendo locos a los sanadores en su afán de ayudar. Y dos enanos de pura raza. Podría ser que la sangre humana fuese más sensible a esta enfermedad. Otro dato interesante es que sólo dos miembros del equipo de minotauros que reparaban el Whydah han contraído la enfermedad.

—Sangre humana —gruñó Lutran—. Eso es la mayor parte de nuestra población.

—Señor gobernador —dijo Vanduran que se volvió en su silla para mirar de frente a lord Bight—. También yo he oído rumores de que la enfermedad se está extendiendo a otras zonas. No todos cumplen la ley de la cuarentena. Los comerciantes están preocupados, no sólo por su propia seguridad sino también por la salud de la economía de Sanction. Ya ha habido varios barcos que se fueron antes de cargar. Hay mercancía esperando en los muelles, pudriéndose. La mitad de los cargadores del puerto no acudieron a trabajar hoy. Tienen terror a contagiarse la peste. ¿Qué podemos hacer para frenar esta enfermedad antes de que la noticia llegue a todo Ansalon y estemos arruinados?

Lord Bight se puso de pie y paseó lentamente de un lado a otro de la sala. Él consejo lo observaba en silencio, porque parecía estar absorto en sus pensamientos y nadie quería interrumpirlo. Linsha se sorprendió al ver que se dirigía a su ventana y se detenía junto a ella, mirando hacia fuera, pero su mente estaba lejos y sus ojos dorados estaban fijos en algo que sólo él podía ver.

Haciendo caso omiso del comandante Durne, Linsha volvió la cabeza y miró directamente el perfil del gobernador. Se preguntaba qué habría dentro de su cabeza.

—Mucho y poco —dijo, en voz tan baja que sólo ella pudo oírlo.

Ella se sorprendió y lo miró, atónita. ¿Habría leído sus pensamientos? No, no era posible… eso esperaba. Lord Bight ladeó levemente la cabeza y enarcó una ceja.

—Primero los piratas y los volcanes, luego los Caballeros Negros en la puerta trasera, la Legión en la delantera, los solámnicos en la lateral y el dragón negro en la casa de al lado. Después los impuestos, el agua potable, la tierra de labranza, la eliminación de residuos, las leyes justas, la seguridad, los derechos de embarque y los refugiados. Y ahora esta peste. ¿Qué será lo siguiente? ¿El regreso de los dioses? Sabéis —le dijo a Linsha en el tono de alguien que va a revelar un secreto celosamente guardado—, no es nada fácil ser gobernador.

¡Y por Paladine que Linsha estaba segura de que le había guiñado un ojo!

A pesar de la tensión y de la gravedad de la situación, Linsha sintió ganas de reír. Ésa era una de las cosas que le gustaban de él, pensó, el tunante seguro de sí mismo que no podía tomarse las cosas demasiado en serio porque estaba convencido de poder superar cualquier crisis, por insignificante o importante que fuera.

Linsha levantó un poco el mentón y dijo con su voz más grave.

—Sí, señor, pero vos lo hacéis tan bien.

—Sí —le respondió mirándola. El destello de humor no había desaparecido del todo de sus ojos cuando se volvió hacia el intrigado consejo y reanudó su paseo—. Esta peste —dijo elevando la voz para que todos pudieran oírlo— amenaza con destruir todo lo que hemos conseguido aquí —de tres grandes zancadas volvió a la mesa y dio un golpe con el puño—. Hemos puesto demasiado en esta ciudad como para dejar que la peste nos la arrebate. Encontraremos una solución sin que importe lo difícil que sea de digerir. Eso significa —añadió con una mirada significativa a Lutran y Chan Dar— que tendremos que trabajar juntos, sin las habituales disputas. Espero la absoluta cooperación de todos los aquí reunidos.

Chan Dar se frotó el mentón pensativamente.

—¿Eso significa también la del volcán?

Los demás lo miraron para ver si hablaba en serio. El granjero era por lo general tan pesimista y tan poco dado al humor que nadie esperaba que hiciera una broma.

—Por supuesto —respondió lord Bight, con cara de piedra—. Thunderhorn se ha comprometido a no entrar en erupción hasta que esta crisis haya pasado.

—Eso es un alivio —observó el granjero asintiendo repetidamente con la cabeza.

Asharia rompió a reír y los demás la imitaron. La imagen de un volcán prometiendo que iba a portarse bien era desopilante, pero conocían de sobra el poder de lord Bight como para saber que cualquier cosa era posible si él se lo proponía, y esa idea resultaba tranquilizadora.

Lord Bight ocupó su silla, se sirvió un poco de vino y levantó su copa hacia el granjero en un brindis silencioso. Los labios de Chan Dar esbozaron una sonrisa y devolvió el gesto.

Una vez rota la tensión, el consejo se puso a la tarea de discutir la forma de ayudar a la ciudad. Durante varias horas estuvieron discutiendo, examinando listas y diferentes ideas, pero ya avanzada la tarde, el gobernador consideró, satisfecho, que su consejo estaba preparado para ocuparse de la crisis. Todos sabían que lo más difícil sería convencer a la gente de que algunos de esos planes de emergencia debían imponerse por su propio bien. Era preciso almacenar provisiones, acumular y racionar el agua. Había que seguir adelante con la obra de los acueductos, aunque fuera en desmedro de otros proyectos. Los enfermos necesitaban atención y había que cremar a los muertos lo antes posible. El comercio normal continuaría mientras lo permitiera la salud de la ciudad.

Sin embargo, pensando en los barcos que llegaran con mercancías para descargar, el nuevo capitán de puerto sugirió que se aislase el extremo del largo muelle sur. Los barcos podrían atracar allí, descargar y marcharse sin poner en peligro a sus tripulaciones. Eso retrasaría considerablemente el trabajo, pero creía que eso tranquilizaría a los capitanes y les ayudaría a impedir que esta extraña enfermedad se extendiese fuera de Sanction.

La sacerdotisa Asharia se enderezó al oír eso.

—¿Cómo sabemos que la enfermedad no se ha extendido a otros lugares? ¿Dónde la cogió la tripulación de la galera?

—He leído el diario de a bordo del barco —dijo Mica con tono irritado—. No hay indicio de lo que sucedió. Todo era normal hasta cuatro días antes de llegar a Sanction. Después de eso el diario está vacío. Escuchen —sacó de su pila de documentos un diario de a bordo encuadernado con cuero y lo abrió en una página marcada con un trozo de tela—. «Cuarto día de Fierswelt», es decir hace doce días —añadió levantando la nariz con aire de superioridad—. «A dos días de Haligoth. Viento fresco. Cielo claro. Veinte millas recorridas a media guardia. El vigía dijo haber visto un dragón azul, pero nadie lo confirmó» —dejó el diario sobre la mesa—. Éste es el último registro.

El capitán de puerto señaló con una mano hacia el puerto.

—Pero ¿dónde se encontraban?

—En algún lugar del Nuevo Mar —respondió el enano.

—Vaya ayuda. El Nuevo Mar es bastante grande —gruñó Lutran.

La sacerdotisa apoyó una mano firme sobre el brazo de Mica antes de que pudiera decir algo fuera de tono.

—No obstante, eso no responde a mi pregunta —insistió—. ¿Ha habido casos de la enfermedad en otros lugares? Puede que alguien haya encontrado la forma de curarla.

Vanduran se pasó la mano por la barba gris.

—Nuestros mercaderes no oyeron nada de una peste en ninguna otra parte este verano, y con su olfato para las ganancias hubieran sido los primeros en enterarse.

Linsha escuchaba atentamente y se preguntaba cuánto de ese embrollado misterio sería verdad y cuánto habría de subterfugio. Cualquiera de los presentes podría estar desviando al consejo por razones personales y usando a los ciudadanos de Sanction como peones en un mortal juego de poder. El mismísimo Círculo Clandestino le había dicho que no sabían nada de la peste, pero ella sabía muy bien que no solían revelar información cuando no convenía para sus fines. Quizá conocían la existencia de otros brotes pero se la habían ocultado.

—Volved a interrogar a vuestros contactos, Vanduran —sugirió lord Bight—. Debemos examinar todas las posibilidades por vagas que sean.

—Hay otra cosa de la que deberíamos hablar antes de poner fin a la reunión —el comandante Durne se inclinó hacia adelante en su silla con cara sumamente seria—. ¿Qué pasará si la peste se nos escapa de las manos en la ciudad extramuros? ¿Cerraremos las puertas para proteger la ciudad intramuros?

—No —dijo Vanduran enérgicamente.

—Sí —dijeron al unísono Lutran y el tesorero.

Los demás se miraron las uñas o estudiaron con atención los tapices de las paredes.

—Ésa es una posibilidad de la que hablaremos más adelante —respondió lord Bight tamborileando con los dedos en la mesa—. Una cosa así sólo alarmaría a toda la población y haría más mal que bien. La ciudad no debe dividirse. Es necesario que trabaje en conjunto para detener esta peste ahora, antes de que se nos vaya de las manos.

Uno tras otro, los miembros del consejo asintieron y manifestaron su acuerdo, y se dio por terminada la reunión. Cada uno tenía sus planes y contaba con el apoyo de los demás consejeros, de modo que se despidieron del gobernador y salieron de la sala hablando los unos con los otros. Por fin sólo quedaron en la sala lord Bight, el comandante Durne y los guardias. La luz de la última hora de la tarde se filtraba por las altas ventanas y caía sobre el suelo verde mar. Una fuerte brisa proveniente del oeste y de las aguas abiertas del Nuevo Mar entraba por las ventanas y movía los tapices de las paredes como animadas cintas de colores.

Lord Bight se puso de pie lentamente con la mirada perdida en alguna imagen interior.

—Estaré ausente durante dos días, comandante. No se lo digáis a nadie. Os dejo a cargo.

Ocultando su sorpresa, el comandante Durne se puso de pie a su vez.

—¿Puedo preguntaros adónde vais? Dispondré una unidad de la guardia para que vaya con vos.

—Podéis preguntar —respondió lord Bight con tono despreocupado. Sus ojos se detuvieron brevemente en los presentes. Cogió su copa, apuró el resto del vino e hizo señas a sus sirvientes para que se aproximaran y retiraran la mesa. Cuando estuvo listo, dijo—: Voy a entrar en contacto con una de mis fuentes. No necesitaré guardias.

—Excelencia —protestó Durne alarmado—. No deberíais iros en un momento como éste sin protección.

—Está bien —dijo Bight encogiéndose de hombros—, me la llevaré a ella —y tras señalar a Linsha volvió la espalda y salió de la sala dando por terminada la discusión.

Linsha se quedó boquiabierta.

El guardia que estaba a su lado cambio de pie pero no dijo nada.

Junta a la mesa, el comandante Durne hizo unos cuantos comentarios selectos entre dientes. A Linsha le pareció más fastidiado que preocupado.

—¡Escudero! —dijo con brusquedad—. Preparaos para poneros a las órdenes de lord Bight. Eso es todo.

Linsha hizo un saludo a Durne que estaba de espaldas y abandonó la sala lo más rápido que se atrevió. Una vez fuera se paró en el corredor. Sus pensamientos iban en una docena de direcciones diferentes. Era sabido que lord Bight hacía a veces viajes misteriosos, en ocasiones solo y otras veces con una guardia escogida. Hasta el momento, el Círculo Clandestino no había podido averiguar dónde iba ni por qué. Ahora ella tendría la oportunidad de descubrirlo, pero no podía dejar de preguntarse por qué la llevaba a ella. ¿Su elección era un insulto o un halago supremo? ¿Y por qué habría de irse en ese momento? Nada tenía de raro que el comandante estuviera tan enfadado. Tal vez lo que le convenía era huir antes de que lord Bight la atrapara en una situación indeseable. No. No serviría de nada. Tenía que ir con él. ¡Era la oportunidad de su carrera en Sanction!

Se apretó las sienes con las palmas de las manos. El calor y la tensión le habían producido un terrible dolor de cabeza. Sentía una opresión en la cabeza como si la tuviera dentro de una prensa. Absorta en sus pensamientos, empezó a caminar corredor abajo.

Cuando tenía dudas o estaba confundida, Linsha solía buscar la soledad y el silencio para pensar. Eso fue lo que hizo esa tarde. Se encontró en el patio, dirigiéndose a su habitación en el piso superior de los barracones.

La habitación estaba caliente y mal ventilada, ya que la ventana no daba hacia donde soplaba la brisa, pero cerró bien la cortina de la puerta después de entrar y se quitó la clámide del uniforme. Buscó en su bolsa hasta encontrar las tres bolas de cuero. Tenía que hacer juegos malabares para aquietar la actividad febril de su mente y dejar a un lado su frustración.

Una tras otra puso en movimiento las bolas, arriba y abajo, atrás y adelante, en un ritmo constante acompasado con el ritmo de su corazón. Sin apartar los ojos de las bolas dirigió su mente hacia dentro, hacia el latido de su corazón. Como le había enseñado Goldmoon, se concentró en el poder oculto dentro de su espíritu y lo fue sacando lenta, delicadamente, tan tibio como la luz del sol sobre un cristal, y lo hizo fluir por su cuerpo para calmar su mente y aliviar el dolor mientras arrojaba y cogía, una y otra vez, las pequeñas bolas de cuero.

En un momento dado, el dolor de cabeza desapareció y la tranquilidad reemplazó al frenético torbellino de sus pensamientos. Entonces, agradecida, dejó las bolas. Llevada por el calor y la liberación de la tensión, Linsha se tendió en su cama un minuto. Todavía tenía mucho tiempo.