AÚN ESTÁN AQUÍ y van a dar las diez. Deben irse, tienen que marcharse, porque deberán salir cuando las otras barcas se hagan a la mar. Estoy cansado y ellos deben irse. Les digo:
—Andad, idos ya.
Me miran; les parezco un tipo raro. Antes, Aquiles, mi viejo amigo, me estuvo llamando loco. Me conoce y no se puso muy pesado. Continúan mirándome y no se mueven. Deben de estar esperando que me arrepienta. Y no puedo, Luigi sabe muy bien lo que hace y estoy cansado. Mi voz es firme. Les digo:
—Marchaos, ya es hora de que os vayáis.
Les estoy empujando hacia la puerta y sonrío. Ellos no me comprenden. Juan lo estuvo intentando y no sabe nada, no podría saber nada de mí aunque lo intentase cien veces y yo le respondiera a sus preguntas. Sé que me aprecia, pero el conocer a la gente, el aconsejar es una manía, y no me gustan las manías. Juan no podría ayudarme, nadie podría hacerlo. Es algo que debo hacer yo solo, algo que puede independizarme para toda la vida. No quiero más socios. Los veo. Juan, Aquiles y Eneas. Están debajo del arco de la puerta. No se deciden. Vuelven a mirarme.
—¡Buen viaje!
Cierro la puerta con rapidez. Lo hice porque estoy cansado de sus miradas, de su tratar de ser buenos conmigo y penetrar en mí. ¡Qué saben ellos lo que me ocurre! Ya no volverán a mirarme.
Los tres estaban bajando la escalera. Escogí esta casa porque sus escalones crujen al pisarlos. Estoy escuchándolos. Cuando alguien sube o baja, los escalones me avisan y no pueden sorprenderme. Son unos escalones de madera vieja y con surcos, que se parecen a los bancales de mi tierra cuando el arado marcó en ellos su huella. Me voy a la ventana. Desde aquí veo el puerto de Baroa. Espero a que los tres salgan del portal. Miro a una vieja que descansa sentada en la acera y tiene un niño en sus brazos. A esta gente del interior siempre les pasa igual. Llegan a Baroa con su morral lleno de comida e ilusiones, y a los dos días están aburridos y no vuelven más a la ciudad. Es probable que yo también abandone Baroa para siempre. No poseo nada aquí que me retenga, nada. Y he de hacer realidad mi pensamiento, tengo que escapar con algo muy importante. Y sin socios, sin partes a repartir. Creo que no me he portado mal con ellos. Cuando los vi y empezó nuestra sociedad, no tenía ni un billete pequeño. Ahora tampoco. Eso es que estoy en paz, que nada debo ni me deben. Sí, es mejor quedarse así, empezar de nuevo como si nada hubiera terminado. Miro a la calle. Aún no han salido. Debo esperar que se marchen, cerciorarme de que no volverán. Me estorbarían; cualquier ser humano me estorbaría. Luego bajaré al tiovivo de Maxim. Es un buen amigo. No registrarán y podré dormir unas horas. La policía me buscará por otros sitios y en otras ciudades. Tengo todo bien pensado y he de arriesgarme. Es peligroso, muy peligroso, pero vale la pena si al fin se encuentra dinero abundante para descansar, para permanecer aburrido y no tener que recordar. Vivir, vivir con ella. Tardan demasiado en bajar la escalera; son lentos, malditamente lentos. ¡Ah! Ya los veo. Juan está junto a la vieja. El pobre se cree distinto a como era antes y le dará una limosna. Y no, Juan no es individuo, no tiene personalidad para ello. Sí, le ha dado una limosna. Los veo caminar despacio. No vale gran cosa este Juan, no; es mucho más débil que lo fue Gad. Tuve que decirle ciertas cosas porque el pobre es bueno. Pero dentro de unos meses habrá olvidado todo cuanto intenté enseñarle y volverá a ser un triste futbolista. ¡Bueno!, no puede importarme lo que sea, no puede importarme. ¡Allá él! Ya tiene años suficientes para saber caminar solo. ¿Qué esperan? ¿Por qué no siguen? Ya. Pero es muy tarde y… Bueno, es lo que hacen todos y Juan es parte de todos. Levanta su mano y la mueve. Todo el mundo se despide y él quiere despedirse de mí. Tiene levantado el brazo y lo mueve diciéndome adiós. No lo saludaré, no puedo decirle adiós. ¿Por qué no se marchan? ¿Por qué? ¡Los estúpidos! Ha bajado el brazo. Aquiles se acerca. ¿Qué? Sí, se marchan. Ahora caminan de prisa, llegarán a tiempo de hacerse a la mar. Sí, ahora sí levanto mi mano y os digo adiós. Adiós, amigos. Adiós para siempre. Y no hay motivo para sentirme triste, ningún motivo.
Continúo asomado a la ventana, pero no tengo mis ojos en nada, no quiero ver nada. Pienso. Juan, Aquiles y Eneas deben de estar embarcando. Ya no me estorbarán ni tendré que volver a pensar en ellos. Me vuelvo. Cojo el paquete de chesterfield. Me gusta quitar la estrecha cinta de papel rojo que rodea al paquete. Tiro, se deslía. Sale un pitillo. Enciendo. Ya fumo, y el humo va perdiéndose por la habitación. Respiro profundamente. Me pongo la chaqueta. Sí, llevo el revólver. Saco un papel del armario y envuelvo las botellas. Me dirijo a la puerta. Apago la luz. Voy hacia la ventana y me asomo. Todo sigue igual: la plaza está llena de imbéciles. Es un buen momento para visitar a Maxim. Ya. Miro por última vez la habitación. No volveré jamás a ver estas paredes húmedas y sucias, estas losas partidas, esta cama de hierro que hace gri-gri-gri al moverla. ¡Cochina habitación! Cierro la puerta. La escalera. La hicieron en 1825 y no han vuelto a limpiarla. El polvo la ha convertido en esponja; sus escalones parecen esponjas. Un día cualquiera dirán ¡ay! y se amontonarán abajo convertidos en polvo. Todas las cosas son iguales, todas mueren de carcoma. Hasta los hombres. ¡Y qué importa! ¡Qué me importa a mí! Nada. He llegado abajo. La gente, los gritos, el humo. Todo sigue igual. Voy hacia el tiovivo de Maxim, me abro paso entre esta gente sin dirección que pisa cien veces el mismo metro de tierra. Maxim está dentro del círculo y sigue con la mirada la rotación de sus caballitos. Esto le entusiasma, es su verdadera vida. Me coloco frente a él y sonrío. Aún no me ha visto. ¡Qué buen viejo! Se llevará una alegría. Maxim siempre se alegra de verme. Le miro fijamente. Él levanta la cabeza, contempla a los que están a mi izquierda, gira, me… ¡me vio! Sus ojos sonríen. Me dice con la mano que espere. Yo levanto mi brazo y le digo que no, que voy a cruzar. Salto. Cruzo la plataforma por entre los gritos de los niños. Salto junto a Maxim. Entramos.
—¡Luigi! —me dice. Y nos abrazamos.
—¿Qué tal, viejo?
Me vuelvo y coloco las botellas sobre un cajón que hay en el suelo. Sé que él me está mirando. Recorro con la vista su pequeña tienda. Hay sitio de sobra para poder dormir un poco. Le señalo el suelo.
—¿Podré dormir un par de horas?
—¡Todo el tiempo que quieras! —me grita.
Me siento y froto mis párpados. Llevo muchos días sin apenas dormir. Maxim también se sienta. Al lado de las botellas.
—Ábrelas, viejo —le digo.
Niega con la cabeza y sonríe. Saca una botella de whisky y dos vasos de debajo del asiento.
—Siempre whisky, ¿eh?
—Es bueno para la sangre. —Y echa en los vasos. Y luego—: Algunos dicen que produce cáncer, pero es mentira. El cáncer lo producen otras cosas.
Sonrió. Sé lo que significan esas otras cosas, lo que Maxim quiere decir. Después le pregunto:
—¿Cómo andas de municiones?
Maxim deja de sonreír, espera que le aclare algo. Le aclaro:
—Estuvimos en la selva y gasté algunas balas. Ahora no puedo comprar.
Me mira con seriedad, con cierta preocupación.
—¿Has matado a Pancho? —me pregunta con una voz que casi no llega.
—Sí —le contesto—, tenía que hacerlo o me hubiera matado él a mí. Los hombres que tienen mucho miedo, son peligrosos. ¿Cómo te has enterado?
—Se ha dicho por ahí —me explica—. Y se dijo más: se dijo que ninguno de los dos volveríais.
—Ya. —Y sonrío, porque es algo sin importancia, porque en la sonrisa es donde mejor se esconde el hombre.
—¿Y Gad? —me vuelve a preguntar.
—Ése murió, tuvo mala suerte.
—¿Se puso contra ti?
—No lo sé, no lo puedo saber, estaba muy nervioso.
Maxim termina de llenar los vasos y me alarga uno. Lo cojo. Bebemos. Me mira y dice:
—Tengo una caja de municiones. ¿Es suficiente?
—Claro, viejo, no voy a una guerra.
—También tengo un rifle con carga.
—Es posible que lo necesite, casi seguro.
—¿Vas a viajar? —se interesa.
—Creo que sí.
No habla, mi viejo y antiguo socio no habla. Pero yo sé lo que piensa, yo sé qué va a preguntarme. Lo dice:
—¿Otra vez la selva?
Le digo que sí con la cabeza y él baja la mirada hasta contemplar sus zapatos sucios de lona blanca. Así estamos un rato. Puede que no pensemos, que esperemos con la conciencia vacía a que algo no nuestro nos impulse a mover los labios. Y lo único que se me ocurre es decir que estoy cansado, que tengo sueño. Miro a Maxim. Tiene el vaso de whisky en la mano y no se decide a dejarlo descansar sobre algún objeto. Ahora no puedo saber ciertamente en lo que piensa. Fuimos socios, somos grandes amigos, pero algunas veces, como ahora, no puedo saber lo que piensa.
—Viejo —empiezo a decir—, quisiera dormir un rato y dormir tranquilo.
—¿Cuánto tiempo?
—Unas dos horas.
—Duerme, nadie te molestará.
Y se levanta. Va hacia un rincón y coge unas mantas. Lo veo cómo prepara mi cama. Tal vez debiera ayudarle, pero estoy demasiado cansado. Sé que él lo comprende, que no necesito explicárselo. Mueve unos cajones. Son para cubrirme, para que nadie me vea. Sólo en un tipo como Maxim puedo confiar. A otro cualquiera lo engañarían; a Maxim, no. Tiene todo listo. Me mira a los ojos y habla:
—Cuando quieras. Yo vigilaré.
Sonrió. Maxim sabe siempre lo que significa mi sonrisa. No necesitaría emplear las palabras, pero digo:
—Gracias, viejo.
Estoy de pie y camino hacia los cajones. Sé que en cuanto me tumbe quedaré dormido. Maxim mira todos mis movimientos, me ve trepar por los cajones y esconderme. Ya no lo veo. Entonces muevo un cajón y dejo una pequeña rendija. Me tumbo… Voy a dormir intensamente, sin que ningún recuerdo sea capaz de mantenerme despierto un instante. Cierro los ojos. ¡Qué placer! Escucho los pasos de Maxim. Apaga la luz y se reti…
Alguien. Abro los ojos lentamente. Hacia arriba. Es Maxim. Mis dedos frotan los párpados, me escuecen. Maxim me está mirando y sé que desea hacerme preguntas. Me incorporo perezosamente. ¡Estaba tan a gusto! Salto por entre los cajones. Maxim me señala una esquina mientras dice:
—Ahí tienes agua.
Voy. La feria sigue emitiendo ruidos comunes, sonidos sin personalidad. Sólo ruido informe. Meto las manos en la vasija de agua. Pero antes de mojarme la cara, pregunto:
—¿Cuánto tiempo he dormido?
—Tres horas.
—Ya.
Quiero decir que es frecuente en Maxim. Le pido dos horas de descanso y me da tres. El agua está fresca, me resulta agradable sentir su contacto en el rostro. A mis espaldas tengo a Maxim. Está deseando preguntarme hacia dónde voy y por qué. Es un viejo demasiado bueno para seguir con el contrabando. Sí, su vida es ésta. Me vuelvo y Maxim me tiende una toalla. Niego con la cabeza. Es mejor no secarse, dejar que las gotas de agua corran por la piel. Saco del bolsillo el paquete de chesterfield y fumo.
—Aquí tienes —dice Maxim, y me muestra una caja de balas. Detrás, apoyado en la lona, se ve un magnífico rifle.
—Gracias, viejo. —Y cojo las balas.
Me siento y voy cargando el revólver. Creo que Maxim no puede resistir más, que empezará a preguntarme. Lo sé y sonrío. Maxim también comprende y me mira con cierta confianza. Ahora lo que le preocupa es cómo iniciar la conversación. Y todo porque tengo fama de no hablar mucho. Dice:
—¿Qué negocios haces?
—Esmeraldas y otras cosas —contesto.
—¿Y vas solo?
—Completamente solo.
—¿Por la selva?
—Por ahí, es el único sitio sin vigilancia.
—Debe ser un buen asunto, ¿no?
—Lo es. Dinero suficiente para vivir bien toda la vida sin necesidad de trabajo. Si tengo suerte, viviré como un rey.
—¿Y si no la tienes?
—¡Bah!
Quiero decir que alguna vez he de morir, que alguna tiene que ser mi última pisada. Tengo el revólver cargado y lo meto en la funda. Es cuando Maxim empieza a preguntarme:
—¿Y qué harás después?
Sonrío. Tal vez Maxim me comprende. Pero le aclaro:
—María Elena.
—¿Haces todo por ella, Luigi?
—Por ella y por mí, viejo. Es una gran mujer.
—Sí, es muy linda. —Y bajó la voz.
—Muy linda, viejo —le animo.
Maxim presiente que lo que voy a hacer es arriesgado, difícil. No sabe exactamente lo que es, pero presiente su peligro. Y me dirá algo, algo que él y yo sabemos inútil y que, sin embargo, parece obligado el decirlo. Son como los consejos. Maxim me mira con sus ojos de buen contrabandista, de honrado contrabandista. Me dice:
—Hay muchas mujeres como María Elena por el mundo, Luigi.
Y yo sonrío mientras digo:
—No, no las hay, viejo; son difíciles de hallar.
Entonces mi amigo mueve los brazos como queriendo dar mayor expresión a las palabras. Y dice:
—Pero esa mujer iba a casarse con Luis Fernández, Luigi; es probable que sea ya su mujer.
—No, viejo.
—¿Cómo lo sabes? ¡No puedes saberlo! —protesta—. Luis Fernández te encarceló y tuvimos que huir de Venezuela, tuvimos que salir corriendo.
—Ahora volveré.
—¡Es una locura, Luigi! Te matarán.
—Creo que no, viejo.
—¿Tanto te importa María Elena?
—Sí.
—Sí —me imita—, debe importarte mucho cuando piensas hacer todo eso.
Y se vuelve hacia la puerta. Está de espaldas a mí y sigue con sus ojos el movimiento de los caballitos. Quizá se haya quedado demasiado viejo para comprender mi último trabajo, para justificar el motivo. Quizá. Me acerco a él y coloco mi mano en su hombro.
—¿Has visto a la policía?
Niega con la cabeza. Después me mira y añade:
—Deben de estar vigilando las carreteras y la salida de los barcos. No pueden imaginar que estés tan loco.
—Lo supongo, y ésa es mi suerte.
—¿Te vas?
—Volveré por el rifle.
Salto a la plataforma del tiovivo y me doy una vuelta. Algunos niños me miran. Le digo adiós con la mano y salto a tierra. La feria continúa llenándose de gritos, humo, pólvora, vino y mujeres. Me cruzo con gentes que son incapaces de reconocer un rostro, con gentes que caminan demasiado preocupadas en arder. Baroa es como un incendio.
La mucama de Lay-Ti mueve su bigote y sus pechos de vaca al hablar.
—No sé si estará —me dice.
—¡Claro que está! —le digo enérgicamente—. Usted sabe que Lay-Ti no sale en estos días.
—No.
No debo de serle simpático a esta vieja gorda, no. Me mira y va hacia la puerta donde está el despacho. Miro las paredes, los cuadros, los muebles. Todo sigue igual, nada ha cambiado. Se abre la puerta y desde ella me indica la vieja que pase. Entro. Lay-Ti se halla sentado detrás de la mesa. Con su mirada inexpresiva, con su rostro inexpresivo de comerciante al que externamente no le afectan las pérdidas o ganancias. Pero hay alguien más con él. Es un hombre fuerte, de aspecto aburrido, inculto, incivilizado. Casi aseguraría que es un sertanejo, un tipo clásico del Brasil. Sigo mirándole y él no parece inquietarse. Mete la mano en el bolsillo y luego se lleva a la boca un trozo de jabá, que mastica. Me voy junto al armario, frente a él, y miro a Lay-Ti. El viejo comerciante me dice:
—¿Qué quiere ahora, señor? ¿Algún negocio?
No le contesto aún, miro fijamente al hombre. Lo señalo con la cabeza y digo:
—¿Quién es?
—Un hombre fiel —me contesta—. Se llama Balbino.
El hombre fiel, Balbino, continúa mascando jabá. Apoyo mi espalda sobre el armario y hablo.
—Ya me conoce, ¿no, Lay-Ti?
—Le conozco, Luigi.
—Alguien me ha dicho que no puede sacar la mercancía de Baroa.
—¿Qué mercancía?
Sonrío. ¡Siempre son iguales! Sonrío y le miro fijamente a sus ojos rasgados de oriental. Luego digo:
—Si quiere sacarla tendrá que hacerlo por la selva.
—Puedo esperar —dice—, no tengo prisa.
Entonces miro al hombre fiel, a Balbino, que sigue masticando jabá. Y digo:
—¿Tiene a este hombre para atravesar la selva?
—Puede hacer cualquier cosa —me contesta el viejo.
Vuelvo a sonreír. Estos comerciantes astutos y evasivos me obligan a sonreír con frecuencia. Me acerco a la mesa de Lay-Ti. Ya no miro al hombre fiel; sé que es fiel, pero no muy rápido en sus movimientos. Apoyo mis manos sobre la mesa del viejo.
—No tengo mucho tiempo —le digo.
—¿Lo persiguen? —me pregunta.
—Usted ya lo sabe —contesto—. No importa la causa, el caso es que tengo poco tiempo. ¿Cuánto me ofrece por llevarle su mercancía a través de la selva?
Lay-Ti, ya lo sé, no responde en seguida. Mira a su hombre fiel, a Balbino, y yo también lo miro. Los dos, él y yo, estamos en una situación difícil. Lay-Ti debe sacar la mercancía de Baroa y yo tengo que salir de esta tierra. Es lo único que nos une, lo único que nos liga a un común negocio. Lay-Ti me mira fijamente. Dice:
—¿Cuánto quiere?
—El cincuenta por ciento.
—¡El cincuenta por ciento! —exclama indignado.
—Ni un centavo menos —añado.
—¡Pero eso es una locura! ¡Usted está loco!
Y yo sé que no lo estoy, que Lay-Ti está en un apuro y sólo yo puedo sacarlo de él. Es un buen asunto, lo es, y no debo ceder. Antes de que siga protestando le digo:
—Voy a buscar un rifle. Ya sabe que conozco la selva. Dentro de una hora pasaré por aquí y si tiene preparada la mercancía saldré con ella. Y recuérdelo, el cincuenta por ciento.
Sonrío y me dirijo hacia la puerta. El hombre fiel continúa masticando esa carne seca con sabor a bacalao. Tendrá que beber agua en abundancia.
Maxim me espera. Sí, mira a los caballitos, a los niños que gritan y ríen abrazados a su cuello, pero me está esperando. Le preocupo. En esta tierra creen que todos los negocios deben hacerse en sociedad, que el individuo necesita de socios para emprender cualquier asunto. Puede ser. Sin embargo, yo haré este negocio solo; debo arriesgarme para llegar a María Elena… Después… Quizá Colombia, Perú o Brasil. ¡Cualquier parte! Estuve estos últimos tiempos esperando un momento como éste. Y lo tengo. Maxim ya me ha visto. Salto a la plataforma. Él me ha dicho con sus ojos que no hay policías ni peligro.
—¿Qué tal, viejo? —le saludo.
—Pasa.
Estamos dentro. Lo miro y sé que se halla un poco enfadado conmigo. Sólo un poco y cariñosamente. Sonrío y le animo con mi sonrisa.
—Alégrate, viejo; voy a ganar mucho dinero.
Pero no se alegra. Se ha sentado sobre un cajón y me mira cariñosa y severamente. No le gusta mi aventura. Le digo:
—Te enviaré una postal desde Venezuela.
—¿Y si mueres?
—¿Dónde, viejo? ¿En la selva?
—¡Sí, en la selva! ¿Por qué no? —y casi grita.
—La selva es mi amiga, Maxim, nos amamos.
—La selva no ama a nadie, Luigi; a nadie.
—A mí sí.
—¡A ti no! ¡Es una idea de locos! ¡Estás loco!
—No, viejo.
—¡Vaya si lo estás! Yo conozco la selva tanto como tú. ¿Y qué harás si pierdes el sol y no puedes orientarte?
—No lo perderé.
—¡No, no lo perderás! Te digo que es una locura el intentar atravesarla.
—Puede, viejo. Pero es una hermosa locura.
—No hay locuras hermosas si después está la muerte, Luigi.
—Sí, sí las hay y ésta la he meditado bien. Estoy cansado de huir, de sentirme fiera. Toda mi vida me he sentido fiera y quiero ser un hombre, un hombre con amor. No pienso morir, pero si lo hago no estaré muy triste. Prefiero morir allá, en un lugar virgen, en una tierra sin palabras podridas, a morir aquí, donde todo es falso. De verás que lo prefiero, viejo.
He dicho estas últimas palabras con cierta tristeza, con un amor sincero, y Maxim ha bajado su vista hasta la tierra. Él me comprende, lucha por no comprenderme, pero sí, sabe por qué hago esto. Y en su fondo se alegra. Sé que se alegra porque también ama mi sueño con María Elena. Guardamos silencio. Cojo el rifle y empiezo a desarmarlo. En silencio. No puedo ir por la ciudad con un rifle armado, llamaría la atención. Empiezo a silbar una canción que María Elena y yo vivimos en Mayacullo. Maxim sabe que esa canción fue vivida por nosotros, y me mira y sonríe. Sé por su mirada que ya no volverá a protestar; que ya no insistirá en su idea de que puedo morir. Voy colocando en el cinturón las municiones. Llevo suficientes. He terminado. Cuelgo las piezas del rifle a mis espaldas y Maxim se levanta, coge las botellas y me las alarga. Le digo:
—Tú conoces a Aquiles, ¿verdad?
—Sí, claro que lo conozco.
—Regresará dentro de unos días. Dile que te dé el dinero de esto, viejo. Y gracias.
—¡Bah!
No sé qué hacer. Debía abrazar a Maxim, pero no sé hacerlo, no me atrevo. Le miro tratando de explicárselo. Y debía hacerlo. Fue siempre un gran amigo, un extraordinario amigo, y es posible que ya no volvamos a vernos, que no vuelva a pisar esta tierra de Baroa. Maxim me ayuda. Pone su mano en mi espalda y me empuja.
—Anda, vas a llegar tarde.
Me sonríe. Es un gran hombre, un magnífico y honrado contrabandista.
—Adiós, viejo.
—Adiós, Luigi. Y buena suerte.
Salto a la plataforma. Hay pocos niños subidos en los caballitos y sus gritos son más apagados. No miro hacia atrás, aunque sé que Maxim me sigue. La feria arde y huele. Hay demasiado olor a hembra para caminar tranquilo. Y yo sigo, yo me aparto de ellas. Porque hay algo que busco, porque el hombre siempre debe buscar algo.
Golpeo en la puerta de Lay-Ti. Tuve que esperar un poco porque había un policía. La mucama abre y contempla mi barba crecida. Sus ojos no disimulan su antipatía hacia mí. Quizá fuera por aquello de la petriva de Lay-Ti, no lo sé. Estas viejas, mitad santas, mitad celestinas, siempre andan celosas.
—Dígale a Lay-Ti que si tiene todo preparado.
La mucama se marcha y yo cierro la puerta con el pie. Es cuando sale el viejo comerciante. Detrás se halla su hombre fiel, Balbino. Tengo curiosidad por oír su palabra. Lay-Ti dice:
—Estoy de acuerdo.
—Me alegro —y sonrío—. Ambos hacemos un buen trato.
Saca de un bolsillo el sobre y me lo entrega.
—Aquí tiene —dice—, es la dirección de mi agente y su presentación. El sobre va abierto.
Meto el sobre en mi bolsillo y espero. Lay-Ti lo ignora, pero su agente fue compañero mío en la prisión, tuvimos hambre juntos. Lay-Ti le hace una señal al hombre fiel y Balbino va hacia otra puerta y desaparece. El viejo se acerca.
—¿Va a mirar lo que contienen las cajas? —me pregunta.
—No —le digo.
—¿Es que sabe lo que va dentro? —vuelve a preguntarme.
—Desde luego —afirmo—. Usted es mucho más listo que Pancho y no tratará de engañarme. Ya sabe, Pancho murió por indecente, no tenía salvación.
—Sí, lo sé.
Se acerca un poco más a mí, intenta sonreír y añade:
—Usted y yo podríamos haber hecho buenos negocios, muy buenos negocios.
—Es posible —le digo sin interés.
—Sí, tendríamos millones si nos hubiésemos conocido antes.
—Es posible —repito.
—Aunque sea tan frío, tan impenetrable, le conozco bien.
Le miro fijamente, le digo en la mirada que yo también le conozco aunque sea tan frío, tan impenetrable, y él sonríe, ha sabido sonreír como un hombre vivo. Entonces aparece el hombre fiel, Balbino, el que aún no le he oído ninguna palabra. Trae entre las manos dos cajas no muy grandes. Lay-Ti esconde en el estómago su sonrisa infecta y abre un poco sus ojos de chino. Dice:
—Se me olvidaba un pequeño detalle.
—¿Cuál? —pregunto.
—Balbino le acompañará.
Miro a Balbino, me fijo en su rostro inexpresivo de esclavo hipnotizado, y pregunto:
—¿Sabe caminar por la selva?
—Sí —me responde rápido Lay-Ti.
—¿Tiene confianza en él?
—Desde luego —vuelve a responderme con rapidez.
—Quiero decir que si no me pegará un tiro mientras duerma y desaparecerá con todo.
—No, no hará eso.
—Me alegro.
El hombre fiel se ha acercado a nosotros. Es fuerte, sin duda alguna es fuerte. Le miro a los ojos y digo:
—Abra la boca.
No se mueve, no parece entender mis palabras. Me vuelvo hacia Lay-Ti.
—¿No entiende el castellano?
—Sí —me dice el viejo. Luego se dirige a Balbino—: Abre la boca.
El hombre fiel abre la boca y me acerco a contemplar su dentadura. La miro bien. Y sonrío. No es un hombre de la selva, no es un indio o un mestizo, no. Tal vez sea del interior, ni siquiera un sertanejo, sólo eso.
—¿Por qué lo mira?
—Curiosidad —contesto.
Entra la vieja con dos grandes cajas. Sé que en ellas van alimentos, bebidas y esas cosas. Lo sé y ello apoya mi idea.
—Cuando quiera —me dice el viejo.
Me vuelvo hacia el hombre fiel y le ordeno:
—Coge las cajas y no te separes de mí.
Balbino coge las cajas y las amarra en sus espaldas. Es un tipo dormido al que yo despertaré.
—Adiós, Lay-Ti.
—Buena suerte.
Y salimos.
Estamos subiendo por el monte hacia la embocadura. Hemos tenido que rodear un poco porque no era agradable encontrarse con la policía. Pero hubo suerte: los policías también tienen olfato y en la feria hay demasiado olor a hembra. Detrás de mí siento los pasos de Balbino. Aún no ha pronunciado palabra y se mueve como un sonámbulo. Me vuelvo para contemplar la ciudad. Sigue ardiendo, el pueblo de Gad sigue ardiendo y Gad ya no podrá quemarse en su fuego. Lo siento.
Empezamos a bajar. Si hubiera podido avisar, me estaría esperando el indio Jorge. Pienso que el primer trozo debemos recorrerlo en curiara. Después ya veremos. No es darnos un paseo por la selva, sino atravesarla. Me detengo. Miro al cielo. Todo es oscuridad, no hay luz y difícilmente distingo a Balbino.
—¿Sabes hacer fuego? —le pregunto.
No oigo su voz, debe de haber respondido con la cabeza.
—¿No me has oído? —le grito.
—Sí —responde al fin con una voz tonta.
—¿Y sabes hacer fuego?
—Sí.
—Pues deja las cajas en el suelo y busca troncos.
—Sí.
La voz de Balbino me recuerda a Eneas cuando estaba asustado. Saco un pitillo y enciendo. Balbino está buscando los troncos y oigo sus pasos de pato. Si tenemos suerte, el indio Jorge sabrá que necesito una curiara y vendrá a la embocadura. Hay que hacer tres pequeñas hogueras formando triángulo. Es algo que nos enseñaron a Maxim y a mí cuando huíamos por la selva.
Junto a mí está Balbino. Seguimos esperando mientras las pequeñas hogueras van perdiendo fuerza. Quizá de noche, en la oscuridad, sea capaz de hablar.
—¿Tienes mujer? —le pregunto.
—No.
—¿Es que no te gustan?
—Sí.
Ha pronunciado sin apenas mover los labios. No me importa, pero vuelvo a preguntarle:
—¿Por qué estás aquí?
—El amo —dice.
—¿Es tu amo Lay-Ti?
—Sí
—¿Y por qué es tu amo?
—Me salvó la vida —dice.
Sí, puede ser un hombre fiel a Lay-Ti, tiene motivos para serlo. Y he de meditar sobre ello, no me gustaría que un imbécil acabara con mi vida. Miro alrededor y no veo nada. Los troncos empiezan a convertirse en ceniza. Ya encontraré el medio de que este Balbino no me moleste. Prefiero caminar solo.
—¡Vamos! —le digo al hombre fiel.
Se levanta. Han debido de pasar dos o tres horas. Jorge no debía de encontrarse cerca. Bajamos hacia la embocadura. Jorge hace ruido con el agua para que nos orientemos. Hace un ruido uniforme, un ruido suave de animal que pasaría inadvertido a otros oídos. Vamos junto a él. En su mano tiene une cuerda. Lo saludo en guahibo y él tira de la cuerda para acercar la curiara. Sé que ahora Balbino no intentará nada. Subo a la curiara y en ella busco el farol. Está. Entonces le digo a Jorge que gracias, que los dioses seguirán aumentando nuestra amistad y nuestra suerte. Escucho las pisadas de Jorge alejándose. Corre.
—Ven, sube —le digo al hombre fiel.
Balbino echa las cajas dentro y sube. No es torpe, ha subido ya en curiara antes de ahora. Coloco las cajas atrás y le dejo el asiento de delante. Con la pala en la mano, digo:
—Remaremos un poco y dormiré. Ya estamos a salvo.
Tal vez él no me comprenda, pero Lay-Ti debió decirle que me obedeciera.
La oscuridad y el silencio de la selva empiezan a penetrar en mí. El hombre se sabe aquí más grande, más digno, y su palabra adquiere verdadero valor. El río y los árboles parecen saludarme y los saludo. Tienen una vejez prehistórica y hermosa. La selva parece inclinarse sobre nosotros para recibirnos, para templar nuestros espíritus y ello produce en mi ánimo una idea de potencia, de ser algo, de estar resucitando. Ahora todo duerme. De vez en cuando algún pájaro se despierta y saluda, observa. Sé que esta grandiosidad jamás la comprendería Juan, jamás. Y mi valor crece.
Debe de estar amaneciendo. Miro hacia atrás y veo el sol. Balbino quizá tenga sueño.
—¿Podrías dormir aquí? —le pregunto.
—Sí.
—Pues duerme, luego empezaremos a entrar en la selva.
Saco de la caja unas galletas y empiezo a comer mientras la corriente nos adentra por el río.
Balbino ronca, ronca feliz. Dirijo la canoa hacia una orilla. Tiento con la pala. El suelo es duro y podré saltar. Sujeto con una mano la cuerda y salto a tierra. Balbino duerme pesadamente. Empiezo a fumar. Cuando termine con esto, iré rápidamente a Venezuela. Estoy seguro de que María Elena me espera, de que no pertenecerá a ese estúpido de Luis Fernández. No puede, es imposible. Ella quería un hombre, un hombre que supiera colocarle en sus labios todo el valor que un hombre encierra. Me quiere a mí, seguro que me quiere. Sí, su recuerdo animará mis pisadas. Nunca me gustó mucho hablar y si ahora lo intentara sería inútil con este hombre fiel que sigue roncando. Lo miro. ¡Ya sé a quién se parece físicamente! Sí, se parece a Bruno, es como él, como aquel guerrillero que fue mi amigo en la lucha contra Mussolini. Tiene una mirada vacía, su voz vacía de hombre dominado. Creo que ya ha dormido bastante. Es hora de seguir.
—¡Balbino! —grito.
Se despierta y se incorpora rápidamente. Clava sus ojos en mí y leo en ellos el miedo. Debe de estar reprochándose el haberse quedado dormido, el haber quedado a merced mía. Me mira con fijeza, absorto, tratando de penetrar en mi cerebro. Sé qué quiere saber, lo sé y no me equivoco.
—¿Te ocurre algo? —le pregunto.
—No. —Y también niega con la cabeza.
—¿No te preocupa nada?
—No. —Y sigue mintiendo.
—Si te sirve de algo —le digo—, puedo asegurarte que no pienso matarte, que no ganaría nada con ello. ¿Me comprendes?
Sus ojos han cambiado de mirada y afirma con la cabeza. Y sonríe. Era eso lo que deseaba adivinar en mí y su sonrisa es estúpida, salvaje, inculta. Sonríe con las tripas, con sus tripas más largas. Estos hombres siempre temen y siempre confían.
Navegamos. La corriente nos lleva y estamos cerca del lugar en donde Pancho y Gad murieron. Falta poco para llegar. Es posible, seguro, que no quede ni resto de sus cuerpos. Miro a la derecha. La selva empieza a formarse, empieza a enlazar sus ramas tejiendo redes y redes. Los tallos suben cubiertos de tentáculos hacia arriba y la luz se hace más oscura, más verde. Observo a Balbino y no puedo saber si esto le impresiona o le es familiar. Quizá también esté educado por Lay-Ti y guarde sus sentimientos en los pies. No lo sé, es un tipo raro. Y no es de la selva, tan sólo del interior. De pronto, le pregunto:
—¿Sabes distinguir un catauary de un jurubeba?
—Sí —me responde—, allá en mi pueblo, cerca del Madera, hay muchos.
—Mira a tu derecha. ¿Los ves?
Mira y dice:
—Sí.
—Acercaré la curiara a tierra, quiero que traigas simientes.
—¿Para qué? —se atreve a preguntar.
—Ya lo verás —le respondo—. Este viaje te va a enseñar muchas cosas, muchas.
Y ya sé, seguro que no es un hombre de la selva.
Remo en la izquierda y la curiara gira hacia tierra. Estamos casi frente a la calva en donde Gad y Pancho cerraron los ojos.
Por aquí cerca debe de haber una laguna, se nota en la lucha del agua. Sé que tiene que haberla. Pero no me preocupa, ya aparecerá. Balbino es ahora quien maneja la curiara mientras yo preparo una cuerda y sujeto los anzuelos. Lo que me preocupa es Balbino. No puedo arriesgarme a seguir con él, porque es un hombre fiel, un hombre cuyo amo, cuya idea, es Lay-Ti. Tendré que seguir solo. Pero no puedo dejarlo abandonado, no es hombre de la selva y sería cruel, tan cruel como para no dejarme vivir en paz con María Elena. Esto sí me preocupa. Le miro. Sus espaldas desnudas tiene el color oscuro de los hombres salidos del sertao. Dudo. Empiezo a sentir curiosidad.
—¿Has probado el pirao? —le pregunto.
—Sí —contesta—, muchas veces. Y me gusta.
No, no parece del interior del Brasil, habla demasiado bien el castellano y un brasileño o un portugués jamás pronuncian bien el castellano. Bueno, ¡qué me importa de dónde sea! Le digo:
—¿Has comido alguna vez cascudos?
—No —me responde—, pero algunos conocidos los comieron.
—Dentro de poco los conocerás tú.
—¿Hay pesca por aquí? —pregunta.
—Sí, lanzaré el espinel para intentarlo.
Y puede que este hombre fiel no se atreva a matarme, puede. Quizá también a mí me tome cariño, no lo sé. Lay-Ti. Gad decía, y tuvo razón, que Lay-Ti no dejaba perder un buen negocio, que actuaba demasiado sucio para no sentir siempre miedo. Es necesario que deje a Balbino en alguna parte, que continúe solo para cobrar mi cincuenta por ciento. Huelo, empiezo a oler en una sensación distinta. Miro el agua y pregunto:
—¿Notas más oscuridad en el río?
Balbino se inclina al lado contrario y casi roza con su nariz el agua. Dice:
—Sí, se ha oscurecido.
—Dame la pala.
Y remo. Debemos de estar cerca de una laguna, el agua del río casi no lleva corriente y ha cambiado su verde por otro más oscuro, más putrefacto. Desvío la curiara hacia la derecha y entramos por un brazo del río, por un igarapé encarcelado. Miro las lianas, los troncos, y digo:
—Saca el machete.
Balbino lo levanta en alto. Ahora no debo pensar en nada, debo ir huyendo de las ramas salientes que ocultan al tapiú o al favo de las cabas. Son avispas que pican demasiado fuerte para despertarlas. Detengo la curiara.
—Tira un poco de catauary.
Balbino lanza al agua el fruto. Observo. Pero no aparecen las bocas de los peces, no aparece nada.
—Creo que no hay —digo.
—¿Entonces? —me pregunta.
—Cogeremos cascudos.
—¿Y qué son, pues, los cascudos?
—Peces. —Y sonrío.
Balbino también sonríe en sus tripas largas de esclavo. Quiero decir que no tenemos tiempo de buscar y que un poco más allá debe de haber cascudos y puedo cogerlos con la mano. El olor a cieno me guía. Entonces digo:
—Será mejor abandonar la curiara, amárrala ahí.
Acerco la curiara al tronco y salto al lodo.
Balbino y yo caminamos juntos. El agua prisionera se ha convertido en cenegal, huele a cieno, a muerte. Y aquí viven el puraqués y el acarás y el cascudo. Nos detenemos y yo avanzo unos pasos. Estoy en el cieno e inclino mis brazos hasta introducir los dedos en la masa sucia, putrefacta. Mis dedos resbalan, buscan, y sé que Balbino me mira curioso. Siento el contacto de un cascudo, lo veo, y lo apreso. Balbino abre sus ojos, empiezan a darle expresión, vida, a su rostro hipnotizado. Le digo:
—En todos los pantanos encontrarás este pez.
Voy junto a él y le voy quitando al pez sus escamas oscuras. Entonces aparece su carne amarilla de maíz molido. Me llevo la carne a la boca y muerdo. Balbino me observa. Luego, digo:
—Pruébalo, es buen alimento.
Balbino se acerca y muerde un trozo. Dice, mientras mastica.
—Sí, está bueno.
Entonces yo sonrío porque ya aprendió algo, porque ya sabe que hasta en los lugares más infectos la selva ofrece vida, extraordinaria vida. Y le digo:
—Ahora tú.
—¿Qué?
—Atrapa uno, es fácil.
—Sí.
Camina unos pasos y se introduce en el cieno. Mientras sus dedos buscan, le digo:
—También te enseñaré a huir del puraqués.
Se vuelve, sin dejar de buscar, y sus ojos preguntan.
—El puraqués —le aclaro— puede matarte si estás débil del corazón. Pero no te inquietes, te enseñaré a esquivarlo.
Se vuelve y sigue buscando.
Navegamos de nuevo impulsados por la corriente. El río serpentea, se aleja de la ruta un poco, pero después de incorpora y seguimos teniendo al sol en nuestras espaldas cuando nace. Miro a Balbino y su figura es familiar a mi vista, me resulta amigo. Y sin embargo… Sé que ahora no intentará matarme. Pero ¿y luego? Es un hombre fiel y si Lay-Ti le ordenó que me eliminará, lo hará. No dudará en hacerlo aunque luego sus tripas le duelan veinte días seguidos. Es un hombre fiel, un hombre que teme y confía. Me sigue preocupando. Sí, voy a tener que dejarlo en alguna parte. Pero ¿dónde? ¿Dónde? Si fuera aquí moriría, no se puede ir más que en curiara, no hay más camino que el río. Tal vez más allá, al llegar a la selva abierta, exista alguna población india. No lo sé, y me preocupa en este comienzo de atardecer.
El sol se va perdiendo de nuestra vista. Saco el farol de entre mis piernas y se lo tiendo a Balbino.
—Enciende —le digo.
Lo coge y va a encenderlo. La curiara no es muy ancha, pero podremos dormir. A mi izquierda se extiende un pequeño calvero. Aun de día, el suelo es negro. Tendremos que imitar al jurubú y a la garza y al magoarí, y dormir.
—Dame la cuerda —le ordenó al hombre fiel.
Me la entrega. Saco el machete y la corto en dos trozos. Le doy uno a Balbino.
—Átala a ese extremo —le señalo.
La ata. Y luego:
—Cuando lleguemos a ese árbol sujeta la otra punta.
Remo y Balbino hace lo indicado. Entonces le doy la pala y le digo que conduzca la curiara hacia otro árbol de la orilla opuesta. Lo hace. La corriente es suave, se duerme. Dejamos la curiara atada entre las dos orillas, en el centro.
—Vamos a dormir.
—Bueno.
De noche no hay sol.
El despertar de la selva es hermoso, extraordinariamente hermoso. Miro hacia la izquierda, hacia el pequeño calvero. Su suelo es negro, no participa del marrón. Algunas aves corretean por él y meten su pico en busca de alimento. Balbino aún duerme encogido. Me incorporo y extiendo los miembros. El sol ya acaricia los árboles y se hermana a la Naturaleza. Recuerdo que algunas veces le hablé a María Elena de la selva. Ella también tiene en su alma un poco de la selva, un poco de mí. No, es imposible que se haya entregado a ese pestoso Luis Fernández, totalmente imposible. Ella me pertenece, es mía, realizo todo esto porque es mía, porque necesito de ella para ser enteramente hombre. Algún día… No, el sol está a nuestras espaldas y hay que continuar hasta tenerlo enfrente.
—¡Balbino! —grito.
Se despierta agitado, rápido, y me mira. Su mirada tiene algo de agradecimiento por no haberlo matado. Y sonrío.
—Hay que seguir, mi amigo.
—Sí.
Y seguimos.
Las manos de Balbino sujetan con fuerza la pala y la mueven. Me fijo en ellas. Son manos duras, manos forjadas en el tiempo duro. Tal vez la defensa de este hombre fiel radique en sus manos. Para él, las manos deben de ser algo desconectado de su cerebro. Puede que Lay-Ti les haya ordenado que maten. El cincuenta por ciento es demasiada cantidad para un viejo comerciante. La idea de muerte empieza a obsesionarme. Tengo que encontrar una solución para seguir solo, tengo que encontrarla. Porque no puedo matar al hombre fiel ni dejarlo abandonado aquí. Sería demasiado cruel, demasiado frío. Y me preocupa. Vuelvo a mirar las manos duras, oscuras, del hombre fiel. Brotan desnucadas de sus muñecas y aprisionan la pala con avaricia. Miro sus manos y las sé independientes, esclavas de Lay-Ti. Sus manos no tienen sentimientos de amor o de amistad, no comprenden.
Abro la caja de comida y le ofrezco a Balbino.
—¿Cuánto crees que tardaremos en llegar? —le pregunto.
El hombre fiel se encoge de hombros. Es imposible que lo sepa, ni yo mismo puedo saberlo. Entonces digo:
—¿No te preocupa?
Y vuelve a encogerse de hombros. No, no le preocupa, el hombre fiel carece de preocupaciones. Escucho el sonido que produce al masticar. Diríase que tritura huesos hasta convertirlos en harina. Le digo:
—No tenemos suficiente comida para todo el camino.
Y sigue triturando.
—Tendremos que cazar, que buscar árboles frutales y seguir a los monos para coger las pepas de tagua que ellos cogen.
Sigue triturando.
—La comida de las cajas hay que reservarla, la selva es demasiado varia y quizá tengamos hambre.
Pero él no añade nada, él continúa masticando como si no le hubiese hablado. Y yo sé que ha oído todas mis palabras y que está de acuerdo con cada una de ellas. Sí, creo que ahora empiezo a saber de dónde es este hombre. Puede estar semanas y semanas sin expresar una idea, sin hacer la palabra, y nada indicaría que es desgraciado.
Acerco la curiara a la orilla y navegamos paralelos a ella. Quiero observar el terreno, ver si hay huellas de anta, marié o venado. Si las hay, quiere decir que no muy lejos debe vivir una población india. Es verano y en este tiempo abandonan el poblado para dedicarse a la caza. Entonces podría dejar a Balbino con ellos. Lo dejaría sin armas, solo, para que no intentara atacarlos. Los indios que bajan a cazar en esta parte son amigos, no cortan la cabeza de los blancos para organizar sus bailes. Observo la tierra y miro por entre los troncos, ramas y lianas que encierran casi en túnel al río. Deseo con todas mis fuerzas ver un animal de caza. Sería el momento de librarme de Balbino. Los indios le devolverían la vida, yo no puedo.
El hombre fiel vuelve su cabeza hacia mí, pero no mueve los labios. Sé que desea preguntarme algo y no se atreve. Yo le ayudo porque no es él quien desea matarme, sino Lay-Ti. Balbino no intentaría jamás asesinarme. Jamás. Pero sus manos no le pertenecen. Quiere preguntarme algo y yo le ayudo.
—¿Qué quieres, Balbino?
Aún no mueve sus labios carnosos. Está pensando cómo fui capaz de adivinar su pensamiento y es demasiado sencillo para explicárselo. Espero. Tras este silencio él hablará. El silencio de la selva acompaña al creado por nosotros. Después dice:
—¿Y tú?
—¿Qué? —Porque no puedo figurarme a qué se refiere.
—¿No tienes tú mujer?
—No —le respondo agradecido.
—¿No te gustan?
—Sí. —Y sonrío.
Es su manera de demostrar la amistad. Él se humilla ante mí y repite las palabras que yo he pronunciado, las mismas y casi con idéntico acento. Balbino no puede comprenderme y quizá por ello le hablo. Digo:
—Cuando este viaje termine tendré mujer, una linda mujer.
Gira un poco la cabeza y veo sus labios formar la sonrisa salvaje y estúpida que le es propia. Piensa que mi mujer es esa mujer que se encuentra siempre al final de los viajes y a la que uno le compra su carne por dos o tres monedas. Piensa eso y yo le digo:
—No, mi mujer es mujer para siempre y se llama. María Elena.
El hombre fiel mira hacia delante y hace desaparecer la sonrisa. Otra vez le adivino su pensamiento y se siente molesto. Me dan ganas de preguntarle si Lay-Ti, su amo, le ordenó que me matase en algún momento determinado. Pero no puedo preguntarlo, porque se ofendería hasta permanecer noches y noches sin dormir y en continua vigilancia. Luego, cuando ya el sueño empezara a vencerle, sujetaría mi cuello con sus manos duras y ahí las dejaría hasta que sintiera que la vida no corría por mi garganta. Después lloraría su llanto más triste.
Si alguien describiera este silencio, lo rompería con sus palabras. No puede expresarse. La corriente del río aumentó y la curiara navega sin necesidad de la pala. Miro y contemplo el parto loco de troncos y astas, de ramaje multiforme que asciende y se cruza con lianas hasta forjar redes de un verde intenso. Creo que este verde no existiría sin el silencio. Y me gustaría hablarle. Sería como hablarle a María Elena, como tenerla en este instante en mis brazos. Me vienen viejas palabras que se han gastado en un tiempo vivo. Es… Todo empezó cuando el viejo Diego nos preguntó por qué no íbamos a divertirnos. Y fuimos. A Mayacullo. Allí había mucha gente y tú y yo nos reíamos de la gente, tú y yo estábamos solos en nuestro abrazo y en nuestros labios. Felizmente solos.
«—¿Te sientes feliz?
»—Sí, Luigi.
»—¿Y viva?
»—Sí, Luigi.
»—Entonces olvida todo, olvídalo. No importa absolutamente nada si tú y yo nos sentimos vivos en este instante.
»—Sí, Luigi».
Y seguíamos, tú y yo seguíamos y estábamos viviendo. Así muchos días. Y aquella casa de tu hermana Alicia en el campo. ¿Lo recuerdas? Bebía en tus labios la vida. Crudamente, con toda la fuerza que una mujer pone en sus labios cuando está viva. Tú y yo vivos.
«—¿Cuánto tiempo estarás, Luigi?
»—Tres días, tal vez cuatro.
»—¿Y luego?
»—Volveré, tendré que volver».
Y me mirabas con tus ojos vírgenes, con tu mirada no hecha al hábito de mirar.
¡Es imposible que se haya entregado a Luis Fernández! ¡Es imposible! No podría volver y el destino del hombre es volver, volver, volver siempre. Sí, nadie podría expresar este silencio en que se abre la selva.
—Debemos descansar —le digo a Balbino.
El hombre fiel se detiene en su monótono trabajo y espera.
—Llevamos muchas horas encerrados en la curiara. Hay que saltar a tierra.
Y empiezo a dirigir la canoa hacia la orilla. Ya desde aquí busco. He mirado hacia delante y el río serpentea peligrosamente para seguirlo en la oscuridad.
—Amárrala —le ordeno.
Salto a tierra y mis pies se enredan en la Naturaleza. Camino un poco. Después me detengo y me inclino sobre el suelo. Lo examino. Antes vi algunos animales, casi aseguraría que localicé una inhambú. Al indio le gusta esta perdiz, proviene del Amazonas y que aquí oscurece un poco su plumaje. Balbino ha debido de sujetar ya la curiara. Creo que es el momento de decidirme. No puedo continuar con la amenaza de esas manos duras e insensibles, no puedo. Quiero mi pensamiento libre para poder pensar en mí, en el hombre que seré junto a María Elena.
—¡Balbino! —grito.
Mi voz permanece en el silencio y se aleja. ¡Se aleja! Todas las voces retumban en la selva, se multiplican en un eco impresionable. Sin embargo…
—¡Balbino! —vuelvo a gritar.
Escucho mi voz. Sí, no hay duda, ésta es una zona que debe de encerrar árboles-llamada. Es seguro. La figura del hombre fiel aparece corriendo y me distrae. Me mira fijamente, quiere saber.
—Abre los ojos y mira —le ordeno—, creo que podremos pasar la noche aquí sin peligro.
Comenzamos a pisar el ramaje. No es muy grande la vegetación en esta parte y yo busco, estoy buscando un árbol-llamada que tiene que haber. El hombre fiel me sigue y sé que lleva sus ojos abiertos, tan abiertos como si esperase ver un fantasma. Posiblemente sea el momento de separarnos. Si no tuviese sus manos, si no hubiese adivinado de dónde proviene, quizá fuéramos amigos tal como la sociedad entiende la amistad. Pero no podríamos serlo y en algún momento el hombre fiel lloraría a su amigo asesinado. Tengo que dejarlo, no puedo continuar con él. Miro y… ¡Ya lo veo! Es grande, inmenso, tan inmenso que se enlaza con sus hermanos que distan tal vez cuatro kilómetros. Corro hacia él, corro separando las ramas. Ya. Estoy frente a la gruta altísima, fuerte, como un palacio, que forman sus raíces. ¡El árbol-llamada! Balbino se acerca a mí y también lo mira, también contempla la exuberancia de sus grandes raíces. Le pregunto:
—¿Lo conoces?
—No —me contesta sin dejar de mirarlo.
—¿Viste alguna vez una sapopema?
—No, nunca.
—¿No hablaste con los siringueros?
—No.
—Yo fui siringuero en el Guainía y logré escapar. Este árbol me salvó la vida.
—¿Éste? —se extraña.
—Sí —le aseguro—, es un árbol-llamada y puedes vivir en él y defenderte de la muerte.
Pero Balbino ya no aparta sus ojos del árbol y le habla. Entonces le digo:
—Por aquí cerca debe de haber una tribu india. —Y luego—: Son indios tranquilos que buscan caza para el invierno, indios merihuanos. Este árbol los ayuda como la sapopema ayuda a los siringueros.
Y él continúa mirando al árbol. Me fijo en sus rostro inexpresivo, que solicita vida; en sus ojos, que buscan. Creo que en estos momentos puede retener todas las palabras y guardarlas en su cerebro de rata hasta que el tiempo se las explique. Le digo:
—Si algún día te pierdes, da un golpe en el árbol y alguien vendrá en tu ayuda. Es una señal.
Saco el machete de mi cinturón y Balbino desvía su mirada del árbol, hacia mí. No teme, no piensa que voy a atacarle. Me dirijo a la gruta y Balbino viene detrás. Es como si pretendiera asegurarse de que todo cuanto hago él también puede hacerlo. Levanto el machete y lo dejo caer sobre una de las gruesas raíces que forman pared. El sonido se produce increíblemente poderoso y se va extendiendo en un eco sordo, perenne, que llegará hasta otro árbol hermano y recorrerá la selva. Y el sonido aún seguirá viviendo en las raíces cuando yo me halle lejos de aquí.
—¿Vendrán? —me pregunta.
—Sí, vendrán los merihuanos.
—¿Y qué hacemos?
—Nada, llegarán cuando nosotros ya no estemos aquí.
Me vuelvo y digo:
—Vamos, hay que dormir.
Y empezamos a caminar.
Estoy tranquilo. Ya no pueden preocuparme sus manos duras ni su suerte. Hasta es posible que los indios siembren la vida en su rostro inexpresivo. Sí, estoy seguro de que el hombre fiel conservará en su mente todas mis palabras hasta que el tiempo, mañana, se las explique una a una.
La oscuridad se ha cerrado sobre nosotros y el mismo silencio parece dormir. A mi lado escucho por última vez el sueño, pesado, de Balbino. Es aún pronto para dejarlo y espero. Es posible que nadie logre saber esperar con la perfección que yo lo hago. Lo aprendí desde pequeño y tuve ocasión de practicar cuando Mussolini estrechaba la mano de Hitler. ¡Siempre esperando! Esperar que mi ser-fiera se convierta en ser-hombre. Y no me quejo, como no se queja el jaburú de su aspecto triste ni el chacal de su alimento de carroña. Y seguiré esperando un poco más y otro poco hasta cerrar los ojos.
Me incorporo lentamente. Balbino continúa guardando mis palabras en su cerebro y el sueño no se las explicará. Estoy de pie. El suelo cubierto y húmedo hace imperceptibles las pisadas. Miro hacia atrás y no puedo distinguir el rostro del hombre fiel, del amigo que hubiera dejado sin esperar a mi existencia. Sigo caminando y enciendo la linterna. La curiara se halla cerca. Mañana, dentro de unas horas, cuando Balbino despierte, él y yo ya estaremos solos, sin ojos a los que mirar.
Llevaré una media hora navegando con el sol a un costado. El río serpentea y se vence hacia la derecha. Si continúa así, tendré que abandonarlo. Me pongo de pie, pero la selva me impide ver más allá de unos metros. Y mi ruta no es ésta, mi ruta es hacia donde se pone el sol hasta encontrar el camino de Tehuani. Allí habré vencido a la selva.
A estas horas, los indios merihuanos habrán encontrado a Balbino. Era necesario que siguiese caminando solo. Ahora me sé más mío y abrazo al silencio con el pensamiento puesto en el llano de Tehuani. Después llegaré al pueblo de Xipana y de allí a Córdoba. Es donde veré al agente de Lay-Ti y empezaré a mudar mi piel de fiera en piel de hombre. Luego… Pero aún es pronto, aún me quedan muchos e ignorados días atravesando selva. Luego… María Elena.
De pronto, fugazmente, he sentido el llanto oculto de un ser humano. Detengo la curiara y mi oído imita a la fiera, se hace largo. Viro hacia la izquierda. De nuevo, fugazmente, vuelvo a oír la expresión ahogada del dolor. Sujeto la curiara a una rama y salto a tierra. El rifle descansa despierto entre mis manos. Atiendo. El dolor humano comunica otra vez a la selva sus sentimientos. Creo que puedo imaginar la causa del dolor porque es una tradición india. Mis pisadas dejan en la Naturaleza una huella mínima que desaparecerá rápidamente. La pisada es algo muerto, algo que ha pasado, y la selva está siempre viva, siempre naciendo en un presente perenne que no admite pasado. En la selva no hay huellas. Me detengo. Escucho el sufrimiento en una línea quebrada. Sí, alguien llora e imagino por qué. Me oriento y con el machete abro el camino que me llevará al sufrir ajeno.
La miro y ella me mira. Está asustada y por su cobrizo rostro resbalan unas gotas de sudor que han nacido en ella misma. Me fijo en sus piernas y en sus brazos y sé que pertenece a los merihuanos. Sufre, sus ojos se hallan detenidos en el sufrimiento y se muerde los labios como queriendo ocultar el motivo de su vergüenza. Sonrío y me acerco un poco. Ella esconde su cara reclinándola sobre el hombro, y la mata de pelo negro me ofrece su brillante negrura. Es un instante, tan sólo un instante, pero he hermanado su rostro con el de María Elena. Me acerco aún más. Sus miembros y su cuerpo se estremecen en un movimiento breve, rápido, que externamente carece de dirección. Y, sin embargo, ella sigue el dictado de la Naturaleza en sus movimientos, ella sabe que la nueva vida le obliga a moverse así. Me inclino sobre ella y su llanto es respiración. Le digo:
—Yo te ayudaré.
Ella no mueve su cabeza, la sigue escondiendo. Dejo que mis manos se posen en su cuerpo atemorizado.
—En otras tierras —le digo— ayudé a parir a los animales. —Y luego—: Todas sufrís de igual manera, todas.
Y repito:
—Yo te ayudaré, no te preocupes.
Ella sigue escondiendo el rostro y su cuerpo, la Naturaleza en él, me ayuda.
Es un niño y llora sobre la cuna de la selva. Con el trapo mojado le voy limpiando el rostro. Después voy hacia la madre y encuentro sus ojos sin palabras.
—¿Cómo estás? —le pregunto.
Entonces su mirada abandona mis ojos y se va con el niño. Quiere decir que está contenta, que me agradece la ayuda y que ya no sufre, que ya no sabría sufrir. Y yo sigo su mirada. Sé que los ojos de la madre me espían. Tomo al niño y se lo arrebato a la cuna de la selva para llevarlo junto a la madre. Ella no sabe sonreír y yo la entiendo. Acerco agua a sus labios. Sé por qué estoy alegre, por qué la alegría vive en mí. Y el rostro de María Elena se confunde en el rostro de ella como si ambas, en este instante, fueran madres.
Estoy de pie, apoyado sobre un árbol que no dudaría en abrazarme para meter mi vida en la suya. Ella se incorpora y mece al hijo en sus brazos.
—¿Cómo te llamas? —le pregunto.
—Tuhaí —dice suavemente.
—¿Y tu hijo?
—Le llamarán Itachorí.
—Yo me llamo Luigi.
Entonces ya no deja de mirarme, porque ha encontrado cariño en mis palabras. No soy un cazador o un siringuero, sino un amigo, un eterno amigo blanco de los merihuanos.
—¿Conoces esta selva?
Sus ojos se ponen tristes porque adivina que yo voy a seguir atravesándola, que no volveré atrás.
—¿Es mala? —le pregunto.
Lleva sus ojos al cielo y está triste. No quiere que siga adentrándome. Ella me ofrece la amistad de su pueblo, su compañía fiel.
—No puedo —le digo—, tengo que seguir hasta encontrar el camino de Tehuani, tengo que seguir porque deseo ver a un niño como tú has visto a Itachorí.
Ella mira al hijo y comprende mis palabras, porque Tuhaí también atravesaría la selva.
—¿Es mala? —vuelvo a preguntar.
—Sí —me dice—, mueren todos.
—¿No hay sol? ¿No hay ríos?
—No lo sé, Tuhaí no lo sabe.
Llevo mis ojos al cielo y miro abiertamente al sol. Lo miro fijamente, queriendo que sus rayos penetren por mis ojos hasta la profundidad del alma. Debe de ser mediodía.
Antes de subir a la curiara miro atrás. Miro por la espesura, porque es posible que Tuhaí me haya seguido para despedirse. Mis ojos no la encuentran y sé que sus ojos sí han encontrado a los míos. Levanto el brazo en señal de despedida. Tuhaí es totalmente distinta a María Elena y, sin embargo, yo la he visto en ella. Quizá su mirada, la hermosa valentía que hay en su mirar. Sí, es totalmente imposible que María Elena se haya entregado a un tipo como Luis Fernández. Imposible. Y ya no dudo, ya estoy seguro de ella. Me vuelvo y subo a la curiara. Gracias, Tuhaí.
Ahora la corriente ha muerto. Del río parten o llegan brazos de aguas quietas que esperan al invierno. Y tengo que remar con esfuerzo, porque la curiara no se mueve. Empiezo a sentir la fatiga en mis brazos, pero no puedo descansar porque el sol presta aún su color a la Naturaleza. No, no puedo descansar. Sin embargo, la soledad me anima, es como un estímulo para mis músculos. Recuerdo que mi madre lo decía, que supo mi amor por la soledad.
«—¿Por qué eres así, Luigi, por qué no eres como los demás niños?
»—No lo sé, mamma.
»—¿Es que no te gusta jugar con ellos?
»—No, me aburro.
»—Procura ir con ellos, hijo, inténtalo. No me gusta que siempre estés solo, como escondido en tus pensamientos. ¿Es que estás enfermo?
»—No, mamma.
»—Entonces, ¿qué te pasa?
»—Nada, mamma no me ocurre nada, es que me aburren.
»—Anda, ven conmigo a la plaza.
»—Sí, mamma».
El agua es cada vez más espesa y es como si la selva quisiera cerrarse sobre ella. La invade y sus troncos y ramas la ahogan, tratan de impedirle que respire. Es un agua pastosa, mansa, que no se rebela, que duerme en su lecho esperando la ayuda. Es como Bruno y tiene miedo, se mueve levemente porque el miedo la impulsa en su interior. Y luego, cuando sienta el contacto de las otras aguas amigas, se moverá nerviosa y brava. Pero ya sé que este agua no correrá por la selva hasta liberarse en el mar; no, este agua permanecerá siempre aquí, enterrada, podrida, sirviendo de cama a los zancudos. Sí, su nervioso movimiento de miedo me recuerda a Bruno y si hablara, hablaría como Bruno. La miro y me trae aquellas palabras construidas en la Italia invadida:
«—Tengo miedo, Luigi, temo que nos maten.
»—No te preocupes, Bruno.
»—¡Es que no podremos salir! ¡Nos tienen cercados!
»—Ya verás como escapamos.
»—¿Por qué estás tan seguro? ¿Por qué?
»—Porque estos policías de Mussolini son demasiado nerviosos y no piensan por ellos, sino por la policía de Hitler. No nos cogerán, Bruno; te lo aseguro».
Pero él seguía teniendo miedo y no era capaz de encontrar una idea de rebelión, de rebelarse. Se escondía, manso y asustado, como este agua se esconde, igual. Sin embargo luego, una vez libres, gritaba y se movía como un gran héroe. Esta agua y Bruno son iguales, gemelos, únicamente se mueven por miedo. La miro y escupo sobre ella. Si el invierno tardara, se convertiría en lodo.
La selva crece y da la impresión de que se esconde del sol, de que huye a su luz. La india dijo:
«—Sí, es mala, mueren todos».
Lo dijo ella y puede que sea voraz hasta con el hombre que la ama. Pero ¿por qué no voy a tener suerte? ¿Por qué? También me hicieron salir de Italia y tuve suerte. ¡Siempre tuve suerte! Siguen llegando a mi cerebro palabras pronunciadas. Porque también tuve suerte entonces.
«—¿De dónde es usted? —me preguntaron.
»—De Italia —dije.
»—¿Su nombre?
»—Luigi.
»—Luigi, ¿qué?
»—Solamente Luigi. Si muero, no tienen que avisar a nadie, estoy solo.
»—¿Ha trabajado usted antes de siringuero?
»—No.
»—Irá al Guainía, allí aprenderá.
»—Desde luego, es a lo que vine».
Y aprendí, aprendí algo que sirve de mucho en la vida, aprendí a padecer. Junto a otros que quizás hayan muerto.
«—Cada día nos tratan peor.
»—Es la costumbre, Jeremías.
»—Y ese capataz de Pancho…
»—Es un viejo cobarde.
»—Ayer mató a dos colombianos por la espalda.
»—Lo vi, vi cómo temblaba su mano al disparar.
»—Es un criminal, Luigi.
»—Sí, algún día tendrá delante a un hombre armado y el muy cobarde no acertará a sacar el revólver. Los tipos como Pancho terminan mal. Ya lo verás, Jeremías».
Pero no pudo verlo, no se atrevió, aunque yo le propuse que viera otras vidas, otros rostros.
«—No me gusta este trabajo, Jeremías.
»—¡Ni a nadie!
»—Oliveira nos fuerza a nosotros por ambición y por ambición forzamos nosotros a los árboles. Y no me gusta, no me agrada el olor a sangre que despide este terreno.
»—¿Qué quieres decir, Luigi?
»—Que voy a escapar, que no participaré más de la matanza.
»—¿Escapar? ¿Cómo? Antes que tú lo intentaron otros y la selva los devoró.
»—No eran como yo, tenían miedo a la selva, miedo a las sombras y al silencio.
»—Luigi…
»—¿Quieres escapar conmigo?
»—No me atrevo.
»—¿Y piensas quedarte aquí toda la vida?
»—No sé, Luigi, llevo ya siete años y a veces creo que no tengo vida, que me enterraron cuando salí del pueblo para estas tierras.
»—Lo siento, Jeremías; yo me voy.
»—¿Cuándo?
»—Ahora mismo. Adiós, amigo.
»—Buena suerte».
Y fui a la selva, conocí su silencio en la soledad y tuve suerte. ¡Siempre tuve suerte! Cuando la selva me alejó de su vida y yacía casi muerto, escuché la voz más amiga que encontré en mi camino.
«—¿Tienes hambre, amigo?
»—Un poco, llevo cinco días sin comer.
»—Todos me conocen por Maxim, Maxim Golfo.
»—A mí por Luigi, soy italiano.
»—¿Podrás levantarte y caminar un kilómetro?
»—Lo intentaré, Maxim.
»—Inténtalo, mi amigo, allí tendremos comida y hablaremos. Necesito un socio y tú vales; un hombre que sonríe después de cinco días sin comer, siempre vale».
Así. ¿Y por qué ahora va a abandonarme la suerte? ¿Por qué? También entonces la selva buscó mis debilidades y yo seguí, no conocía la derrota de los pasos atrás. Como ahora, miré hacia delante. Miro, sigo mirando como si esperase que, milagrosamente, apareciera el camino de Tehuani.
Este río da la impresión de que terminará secándose. O tal vez sea mi impaciencia. Y, sin embargo, hay alguien que estará más impaciente que yo: Lay-Ti. Es demasiado valor el que encierran las cajas para que no esté impaciente. Si supiera que soy yo, únicamente yo, el que lleva las cajas, desearía fervientemente que mi vida continuara. Sólo su impaciencia, su avaricia, podrían confiarnos a la selva y a mí estas cajas. Como Gad decía, Baroa empieza a ponerse difícil y terminará muriendo. Lay-Ti lo sabe y se arriesgó. El único camino es la selva. Lay-Ti desconoce lo que es esta vegetación, lo que es navegar por un río que huye y se somete, lo ignora. Lay-Ti supone que yo conozco un sendero distinto que enlaza Baroa con Tehuani. Y no, yo camino por primera vez a través de estas zonas. Por vez primera.
Si el agua continúa abandonando su derecho a la vida, tendré que abandonar el río. Estas aguas son pasto de zancudos y no me gusta verlos revolotear por mi cabeza y servirles de alimento. Pican a través de la ropa y necesito mis fuerzas limpias, sin el contacto de su fiebre que llega a adormecer, hasta hacer la muerte una auténtica prolongación del sueño.
De todas formas, tendré que abandonar este río porque se vence demasiado a la derecha y mi ruta no es ésta. Mañana navegaré un poco y después decidiré. Miro al cielo y el sol va retirándole su luz a la selva. Me encuentro cansado, quizá por el contagio de la mansedumbre del agua. Me levanto y sujeto la curiara. Respiro fuerte, profundo, y noto que el aire es prisionero de la vegetación. Cerca de aquí debe de haber terrenos pantanosos. Me tumbo en el fondo de la curiara y mis ojos miran al cielo, el pequeño trozo de cielo que los árboles me permiten ver. Cierro los ojos y sé que voy a dormirme pronto, muy pronto.
Por la escalera baja María Elena. Lo hace muy despacio y lo extraño es la forma de los escalones. Pero no hay escalones; la escalera es sólo un hilo o una cinta golpeada en ángulos. Y María Elena desciende. Detrás viene gente, gentes que carecen de rostro, que se mueven y andan resbalando, sin el movimiento de los pies. Miro. Hay demasiada gente en la fiesta, gente elegante y sin rostros definidos que pronuncian las mismas palabras con el mismo sonido. Dalamaparailar, dalamaparailar, dalamaparailar, dalamaparailar… ¡Mil veces dalamaparailar! Es la única palabra que saben, la única, y no acentúan las sílabas. Me acerco a María Elena. La miro. Está linda, muy linda, pero sus cabellos rubios son ahora intensamente negros. La abrazo, la beso, la acaricio. María Elena sonríe y pasamos por entre la gente. Siguen diciendo la misma palabra, seguirán diciéndola siempre en su absurda monotonía. Son los invitados de ella y no los míos, ya no los conozco. Por ello digo:
—¿Es que no saben más palabras que ésa?
—¿Cuál?
—Dalamaparailar.
Ella empieza a reír. Ríe mucho, con enorme fuerza, una risa que retumba por todos los espacios y, no obstante, nadie la mira, nadie parece oírla reír. De pronto cesa. Yo no comprendo nada y le pregunto:
—¿No dicen dalamaparailar?
—No. Dicen: Dame la mano para bailar.
Pero yo no oigo esa frase, no, yo oigo una sola palabra, la misma palabra, que esta gente repite con una monotonía estúpida. Le digo:
—Vámonos de aquí, vámonos.
—No puedo, Luigi, no puedo. Está empezando el baile.
Y el baile empieza. Todo el mundo baila, todos bailan y se mezclan hasta formar una pareja muy gruesa, gordísima, que ocupa todo el salón. Es como una inmensa pelota de goma que girara y girara. No existen brazos ni piernas ni ojos. Todo es masa que va agrandándose. María Elena y yo. Tenemos que apartarnos, dejarle más espacio a la pelota de masa. Nos salimos del salón. A nuestro alrededor no hay nadie y ella y yo permanecemos abrazados. De pronto un rostro nos mira. Es un rostro conocido, un rostro que se acerca y no tiene labios.
—¿Quién es? —le pregunto.
—Es Pancho, nuestro camarero.
Le miro y es Pancho. Pancho que vive, que no murió en la selva junto a Gad. Y Pancho nos mira fijamente. En su mano sostiene una bandeja. Nos sigue mirando y María Elena se aparta un poco de mí. ¿Por qué tiene que pasar entre nosotros? ¿Por qué? Cuando está pasando se le cae al suelo la botella que llevaba sobre la bandeja. Miramos al suelo, al espacio que hay entre María Elena y yo, y el líquido de la botella es como cera, es un líquido oscuro. No es cera, es barro engomado. Nos volvemos. La música suena ahora muy fuerte. La pelota de goma ya no está, ha vuelto a convertirse en seres humanos sin rostros y sin movimientos distintos. Busco a Pancho y no está, se ha ido.
—¿Desde cuándo es Pancho tu camarero? —le pregunto.
Y María Elena vuelve a reír, a gritar su risa absurda que antes no tenía. ¿Por qué ríe así? Antes no reía así, no cerraba los ojos y los puños para reír. Además, no pregunto nada extraño. Y ella sigue riendo y parece que el único que la oye soy yo. Me dice:
—Yo no tengo ningún camarero que se llame Pancho, ninguno.
—Pero hace un instante…
—¡Estás borracho, Luigi. completamente borracho!
Y vuelve a reír, a gritar su risa. Pero yo no estoy borracho, yo no he bebido en toda la noche, no he bebido nada, nada. Y ella sigue riendo, ríe cada vez más fuerte, más fuerte, más. Es como un jabé. Ríe como un jabé nocturno, como mil jabés que estuvieran riendo. ¡Mil jabés riendo! Y María Elena ríe más, más, más. Su risa penetra en mí, me hace dar vueltas, me obsesiona. ¿Por qué no calla? ¿Por qué no deja de reír? No puede. Y ríe, grita mil veces su risa. Ríe, ríe, ríe… Ríe intensa, penetrantemente. Ríe.
Me despierto agitadamente, sobresaltado. Debí de tener una pesadilla. Pero no recuerdo nada. La noche aún no ha cerrado sobre la selva, aún queda un vestigio de luz. Cerca, un jabé emite su canto penetrante. Me incorporo y tomo el rifle entre mis manos. Sé de algunos hombres que enloquecieron escuchando el canto de estos pajarracos. Y yo necesito llegar cuerdo al camino de Tehuani. El jabé debe de estar cantando detrás de mí. Me vuelvo y dirijo el rifle hacia donde imagino que está. Disparo. El sonido del rifle penetra en la selva, en la oscuridad, como una expresión de poder. El jabé ha dejado de cantar, no volverá a cantar esta noche. Vuelvo a tumbarme y cierro los ojos. Es muy posible que el canto del jabé me despertase antes.
Llevo quince minutos remando por el río y el río cada vez se vence más a la derecha. Decididamente, no puedo continuar por él; no hace falta ser muy buen rumbero para darse cuenta. Y siento tener que dejarlo. Tal vez abandonara demasiado precipitadamente a Balbino. Entre los dos podríamos transportar la curiara. Para mí solo es demasiado; apenas si podría andar diariamente unos cincuenta metros. De todas formas, si encuentro cerca otro río volveré por ella y la transportaré si es que para entonces la selva no la ha convertido en su alimento.
A la izquierda: debo caminar ligeramente a la izquierda y todo derecho hacia donde el sol se pone. Me inclino sobre la tierra y clavo en ella el machete. Sobre él coloco un pequeño tronco. Tengo que orientarme. El sol proyecta sus rayos sobre el triángulo tierra, machete y tronco y lo prolonga en el suelo con un vértice hacia delante. Ésa es mi ruta, el camino que llevará mis pisadas hacia las llanuras de Tehuani. Desclavo el machete, me incorporo y levanto mi frente. La selva me hará sufrir, pero ya la amo. El hombre debe aprender a amar el sufrimiento. Estoy a las puertas del corazón de la selva y mi pisada va a posarse sobre terrenos que jamás fueron pisados. Cada pisada, cada contacto de mis pulmones con el aire, serán los primeros. Es como un nacer continuo de mi sangre. Y no miro atrás, no puedo mirar atrás porque la debilidad humana sería conmigo. Delante de mí, la Naturaleza virgen me mira y espera. La Naturaleza espera comprobar hasta dónde llega el valor del hombre. Sonrío y muevo mi pie hacia delante. Voy.
El machete corta ramas que volverán a nacer rápidamente, que ningún hombre verá cortadas. Mi mirada no puede ir más allá de un par de metros. La Naturaleza es compacta, se abraza en un deseo loco de nuevo parto, de continuo coito. Siempre naciendo, siempre brotando, hasta forjar en cada partícula de su enjambre la partícula vida. Todo aquí se llama vida, exuberante vida. Únicamente el hombre diferencia a las partículas y las llama rama, jabé, boa o liana. Pero sus nombres son vida. Aquí la muerte no puede concebirse más que como un alimento para nueva vida. La muerte del váquiro es la vida de la boa, la muerte de la boa es la vida de las sanguijuelas y así en un engranaje perfecto de existencias que iguala todo, absolutamente todo, en la palabra vida. No existe la rama o el jabé o la boa o la liana; no, existe la vida. Y yo, mi ser Luigi, soy vida, siempre seré vida en la selva porque nada puede morir aquí, porque no existe la muerte.
Escucho un gruñido de fiera. Detengo mis pasos y alargo el oído. No escucho el menor movimiento. El gruñido creo poder adjudicárselo al tigre. Busco un árbol y miro sus ramas. No hay nada. Entonces pego mi espalda a su tronco y miro, trato de penetrar a través de las ramas. Me espera María Elena. Aún no es tiempo de que mi vida sea vida de un tigre. Y espero. Sé que el tigre aparecerá pronto porque ya ha olido mi carne.
La noche empieza a invadir la selva y el verde se va tornando oscuridad. Estoy cortando con mi machete en círculo. En el suelo he amontonado bastantes ramas y troncos. Tengo que dormir entre el fuego. Cuando se apague, el frío me despertará.
Me he despertado. Miro al cielo. Aún la oscuridad predomina sobre el verde. Me incorporo. El sol ha salido, pero no puedo verlo; es algo oculto para mis ojos humanos. El silencio dormido empieza a convertirse en silencio despierto. Entonces caben en él los murmullos, el lenguaje, el sonido que se mete por los oídos hasta imaginar presagios. Cargo el equipaje a mi espalda y ando. Levanto la frente y con la mano extendida impido que las ramas arañen mi rostro. Me encuentro bien.
Sigo caminando. Ahora camino por una zona más abierta y puedo divisar un horizonte limitado, pero al fin horizonte. Empiezo a descender lo que debe ser montaña. Si llevara un espejo, me miraría en él. Debo de tener un aspecto extraño y aún lo tendré más cuando llegue a Xipena. Pero esos habitantes ya se acostumbraron a ver tipos raros de las más diversas regiones. Me gustaría, y ya sé que es imposible, que María Elena estuviera en los llanos de Tehuani. Los dos iríamos a Xipena y por el camino le explicaría muchas cosas. Puede que al salir de la selva mi palabra sea más limpia y sepa formar las frases de una forma más clara. Entonces, ella comprendería que el hombre debe construirse a sí mismo, que debe hacerse solo idea a idea. Sí, ella comprendería por qué no quise quedarme aquella vez y ahora vuelvo; comprendería mi pisada en la tierra, la pisada de un hombre.
Ya vuelvo a cansarme otra vez. Es una sensación extraña que jamás compartí con mi cuerpo. Debe de ser porque físicamente no estaba preparado para esta aventura. Pero no miro atrás, no permito que mis pies caminen hacia atrás. ¿Cuánto tiempo tendré aún que andar? El tiempo es lo que más me preocupa, lo que inquieta a mis pisadas. Andar, seguir andando, andar. ¿Cuántos días serán? Puede que siete, puede que no lleguen a los siete días. O tal vez más, tal vez en siete días sólo haya hecho que empezar a sufrir. Y estoy cansado, me oprimen las cuerdas que sujetan el equipaje a mis espaldas. Estoy terminando de bajar la montaña y el calor ha cesado en mi piel. Puede que cerca corra un río. Pero ya no puedo volver en busca de la curiara; sería perder demasiado tiempo y demasiadas energías. Empiezo a sentir un poco de frío, el mismo frío que las raíces de estos árboles deben de sentir en su profundidad. Y sonrío porque el hombre debe aprender a sonreír cuando piensa que todo es demasiado difícil para él. Sí, continúo teniendo fe en mí. Creo que la selva me comprende y agradece mi pisada. La selva también sabe sonreír.
No tengo más solución que cruzar el río. Observo la orilla, los alrededores. Sí, no hay otra solución para seguir adelante. Entonces, debo procurarle alimento a las piranhas y candirús. Ignoro si este río guarda en sus aguas a estos peces carnívoros, pero no puedo exponerme a su voracidad. Necesito mis piernas para continuar andando, necesito de todo mi cuerpo. Dejo el equipaje en el suelo y busco. Voy hacia un lado y vuelvo. No veo ningún animal, ni siquiera un jabé que duerma. Y tengo que buscarle alimento a los peces, tengo que hallarlo para que no se distraigan durante unos segundos devorando mi cuerpo.
Me he levantado y espero con el rifle en mis manos. Si no aparece ningún animal, tendré que dormir junto al río. De pronto veo cómo una pareja de magoaríes aparecen por encima de los árboles. Sé que vendrán hacia mí, porque huelen la carne humana a mucha distancia. Sí, vienen. Dispararé contra ellos con agrado. Una vez, cuando escapé del campamento cauchero, los magoaríes me siguieron por la selva esperando que muriese. Olían mi hambre, mi sed. Ahora dispararé con agrado sobre ellos. Ya se hallan cerca. Un poco más y dispararé. No puedo fallar, en la selva no le está permitido el fallo al hombre. Disparo. El sonido hace que uno de ellos salga huyendo. Pero el otro cae, el otro está muerto en el suelo. Entonces espero, no tengo prisa en ir por su cadáver. Espero al compañero, que sé que volverá muy pronto. Cuando el magoarí tiene hambre, no duda en comer carne de magoarí muerto. Espero. Sí, ya aparece. Vuela con cierta precaución. Pero el olor a sudor de mi cuerpo, el sudor ya frío, es demasiada tentación para su estómago. Vuela escondiéndose. Yo me tumbo y le doy la impresión de fatiga, de desaliento. El magoarí se acerca y el rifle sigue sus movimientos precavidos. Ya. Disparo. Intenta escapar y vuelvo a dispararle. Cae, su cuerpo es vencido por la gravedad. Me incorporo y voy hacia ellos. El magoarí es el buitre del desierto. Al menos, esta especie de magoarí. Le doy con el pie en su cuerpo. Está muerto, la bala le entró por el buche y Sangra. Lo cojo y voy hacia el compañero. Los dos serán un excelente alimento para los piranhas y candirús. Durante segundos se divertirán en deshacerlos en pequeñísimos trozos. Cargo el equipaje a mis espaldas. El agua del río está fría y me hiere los huesos. Lanzo la pareja de magoaríes a unos metros. Caen. Sí, ¡vaya si hay piranhas y candirús! De prisa, muy aprisa, voy cruzando el río. La avaricia de los peces es tan grande, que no perciben que yo soy una pieza más sabrosa. He cruzado el río y miro. De la pareja de magoaríes no queda nada.
El agua de este río también es mansa, monótona, sin vida propia. Ha anochecido y será mejor dormir aquí. Me preparo. Frente a mí la selva me contempla, se pregunta hasta dónde llegaré. Yo la miro y le digo en mis ojos que seguiré, que aún no podré rendirme. Ella y yo nos hablamos. Si el hombre no aprende a hablarle a la selva, a saber su lenguaje hasta dialogar con ella como si fuese nuestra compañera, está perdido. Entonces, cuando habla, el hombre encuentra el consuelo de las palabras y no se abandona a su pensamiento del miedo. Si el hombre no le habla y la escucha, el hombre muere loco, se vacía la vida.
He hecho fuego y a su luz abro la caja de comida que aún poseo. La he abierto y apenas queda un puñado de galletas. Durante los últimos días no encontré animal de caza. Pero ahora tendré que disparar contra todo ser viviente. Tengo hambre y la carne del tigre me sabrá a ternera y la del jabé a pollo. Tengo que matar para seguir viviendo. Aún ignoro qué distancia me separa del camino del Tehuani; lo ignoraré hasta que mis ojos lo saluden. Cierro la caja y me tumbo. Es cuando alargo mi mano hacia la botella de ginebra. La ginebra aplacará la voz de mis tripas.
El río hace ya mucho rato que quedó atrás. Y tengo hambre, mi estómago no cesa de gritar la palabra. Pero aún no me comeré las galletas que restan; aún no, aún me quedan fuerzas de cuando pude comer. Vuelvo a sacar la botella de ginebra y bebo.
Quizá sea el hambre; no lo sé, pero me encuentro muy cansado. Mis piernas piden constantemente descanso a mi cerebro. Y la espalda me suda con un sudor frío que contrasta con el calor de mi rostro. No hay armonía entre las partes de mi cuerpo, es como si pretendieran separarse porque ha llegado el momento de padecer. Y yo lucho por mantenerlos unidos, por que persista en ellos la idea de ayuda y compañerismo. Debe de ser el hambre, tiene que ser el cochino estómago el que se niega a la ayuda de mis otras partes y siembra la discordia. Y mi estómago también soy yo, no puedo arrancarlo de mi cuerpo y dejarlo de cebo a los magoaríes. No, no estoy vencido. Mis ojos se han nublado un poco, pero ahora ven el negro plumaje de un jabé. No va a importarme su aspecto deleznable, su rostro de bruja. Levanto el rifle y disparo. El jabé cae de la rama. Sí, aún tengo fuerzas y corro hacia el animal. Lo tomo entre mis manos. Estoy sentado y escucho cómo las tripas dicen hambre y piden porque han olido la carne de jabé. Voy desplumándolo. Muerdo, y su carne me sabe a estiércol y es condenadamente salada. Entonces echo ginebra sobre la carne y sigo mordiendo.
Me detengo y clavo el machete en la tierra. Tengo que aprovechar los momentos en que el sol deja que sus rayos bajen al suelo. Es cuando me oriento. El triángulo proyecta su vértice hacia delante. Quiere decir que no he perdido el rumbo, que sigo caminando hacia los llanos de Tehuani. Esto me alegra, me anima. Empiezo a silbar una canción, la canción que María Elena y yo vivimos, y la selva respeta y escucha mi silbar.
Es como si hablase con ella, como si pudiera tenerla ya y mirara sus ojos de hermosa valentía. Le digo:
—He tardado un poco, pero ya estoy aquí.
Ella me mira exactamente igual que entonces.
—Has vuelto —me dice—; lo demás no importa.
—No pude llegar antes, hubiera sido inútil intentarlo.
—No importa ya el tiempo, Luigi, el tiempo no existe ya en nosotros.
—Sí, tú y yo.
—Eso es: tú y yo; lo demás no importa.
Y su voz es como antes, como entonces. No ha perdido vigor en su mirada, no ha perdido fe en sus labios. Toda ella es un conjunto de vida, una expresión de la más hermosa vida. ¡Tres años! ¿Y qué importan tres años? Ella me lo ha dicho, ha dicho que ya, ahora que estoy con ella, no existe el tiempo en nosotros, no existe el pasado ni existirá el futuro. Sólo ella y yo, los dos. Levanto mi frente y sigo hacia delante. Un día llegaré.
Debo de estar acercándome a una zona cenagosa, a una zona ahogada. Trato de respirar fuerte y el aire me llega con una pesadez impropia. Se diría que este aire se carga de plomo para llegar a mí. Respiro, respiro, y empiezo a sentir una sensación de angustia. No puede ayudarme el recuerdo de María Elena, no es capaz de apartar mi ansia de aire limpio. Me acerco a los árboles y observo su transpiración. Es como un vapor fétido y azul que saliese de ellos. Tal vez ahora me halle cerca de un lugar como aquel en que murieron Pancho y Gad. Recuerdo que Juan se asustó de la podredumbre, de las aguas que parecían estancadas desde hacía miles de siglos. No, no puedo respirar normalmente; el aire está cargado de maldiciones y la selva arruga su rostro para mirarme, somete a prueba el valor humano. Sonrío porque el hombre debe sonreír hasta cuando siente la muerte, hasta cuando sus ojos ya no reconocen más color que el negro.
Me detengo. Es una gran zona de charcas, una inmensa zona que se extiende longitudinalmente más allá de donde puede penetrar mi vista. Aún el sol deja distinguir los contornos y debo aprovechar el momento. Es ahora cuando tengo que cruzarlas. Estas grandes charcas despiden un vapor fétido y enfermo que acabaría con toda la vida si la vida tuviese raíces tan profundas. Pero enfermaría. No puedo dudar más, tengo que cruzarlas. Sé que al remover las aguas me invadirá su olor nauseabundo y que todo mi cuerpo, no ya mi estómago sólo, se producirá en un sinfín de arcadas. Me acerco. Son charcas repletas de sanguijuelas, que no dudarán ni un instante el aumentar mi debilidad. ¿Por qué la selva no destruirá estas zonas infectas, estas zonas muertas que son intrusas? No me importaría morir sabiéndome vida en otra vida. Pero aquí sí, aquí es indigna la muerte incluso para el más vil de los hombres. No, no puedo pensarlo más, no puedo continuar esperando porque el sol no espera, porque nadie me ayudará a cruzarlas. Me decido. Dejo el equipaje en el suelo y me voy quitando la chaqueta. He de impedir que las sanguijuelas hagan palidecer mi piel. Tomo entre ambas manos la chaqueta. Estoy haciéndola jirones, voy rompiéndola en forma de tiras. Recuerdo que esta chaqueta me la compré en Caramago después de entregarme Mingo las esmeraldas. Era una chaqueta que me gustaba. A mis pies se amontonaban los trozos de tela. Me siento en el suelo y empiezo a vendarme las piernas. Vendaré en derredor suyo hasta la última tira de tela. Creo que impediré el contacto de las sanguijuelas. Quizás alguna más poderosa penetre, pero ello carece de importancia. Sí, burlaré sus ansias de ser vivo, su voracidad de sangre. Da risa contemplar el grosor de mis piernas; se parecen a las de cierto payaso que vi en un circo ambulante, allá en Milán. Sus piernas provocaron mi risa de siete años y fue una de las veces que más alegre me sentí. Así son ahora mis piernas. Sólo que yo no haré feliz a nadie con ellas.
Otra charca y otra y otra. ¿Cuándo dejarán paso a la vida, a la selva limpia y fuerte? Mis tripas ya no gritan hambre, se han refugiado en algún lugar oculto y mi cabeza se halla confusa del hedor que despiden las charcas. Apenas introduzco un pie en el agua y se levanta un insoportable olor a muerte. Pero yo he de seguir, he de continuar. Levanto el rifle en alto y empiezo a cruzar esta charca. Todo mi cuerpo quisiera huir, quisiera identificarse con la muerte para no oler, para tener alejado de él el olfato. No sirve el que haya taponado mis narices: es igual. A cada pisada nueva el hedor aumenta, se extiende cubriendo áreas y áreas. Es un olor que perturba mi cerebro y trata de vencerlo para que él no me rija, para que se dé por vencido y decida que mi cuerpo caiga sobre esta inmunda agua. Pero mi cerebro resiste, mi cerebro sabe que debe resistir este ataque forjado por las sanguijuelas. Y yo le ordeno a mis piernas que anden, que sigan caminando, y les prometo reposo.
Miro al cielo y se ha cerrado en oscuridad. Debería detenerme y esperar al nuevo día. Y no puedo, no podría soportar el olor que despiden las charcas. Las tengo a mis espaldas y nuevamente aparece ante mí la verdadera selva. Sí, decido caminar. Saco del bolsillo la linterna y enciendo. No hay más luz que el haz producido por mí. Quizás el camino de Tehuani esté cerca, quizá. Creo que ni un solo día de los muchos andados perdí el verdadero rumbo. Siempre traté de orientarme y caminé recto hacia donde se pone el sol. Sí, es posible que esté cerca de los llanos feraces de Tehuani, de Xipena, de Córdoba, del mar, de María Elena. Y me animo. Tú me animas, María Elena, y mis pies no protestan, mis pies también se identifican conmigo y huimos de las charcas abrazando a la selva.
Sigo caminando. Ahora no me importa la noche, no me importa el camino. Mis pies se han animado de una fuerza extraña y con su ansia de llegada me conducen seguros. Mis piernas ya no son gordas como las de aquel payaso de Milán. Son piernas ágiles que se mueven y mueven. Eres tú, María Elena; el aliento de ti, que está en ellas, en todo mi yo, infundiendo esperanzas a mis pisadas y alegría a mi pensamiento. Es hermoso; créeme que es hermoso caminar por estas regiones y saber que luego estás tú, que todo este camino, este sufrir que hace al auténtico hombre, eres tú. Yo amo a la selva, pero aún te amo más a ti porque participas de ella y de mí. Sigo caminando y mis pies guardan un ritmo alegre, despreocupado. Es la esperanza en ti, María Elena; es el sueño en la propia realidad lo que me hace seguir fuerte. Y sigo caminando hacia delante, libre de pensamientos, aunque sé que debiera detenerme porque el sol hace horas que se escondió a la vida.
Abro los ojos y aún hay oscuridad a mi alrededor. ¿Cuánto tiempo estaría caminando anoche? Debí de volverme algo loco en mi huida de las charcas. Quizás haya dormido tan sólo media hora. Me ha despertado el frío. Me palpo la camisa y está bañada en un sudor que aumenta mi frío al ponerse en contacto con la piel. Tengo frío, un intenso frío que hace castañetear mis dientes. Y mis huesos también tienen frío. Enciendo la linterna y miro alrededor. No recuerdo que anoche decidiera acostarme. Entonces es que estuve caminando, impulsado por la fiebre, hasta que mi cuerpo no pudo más y decidió caer sobre la tierra. Me duelen todos los músculos. Muevo los brazos y me duelen: sus músculos protestan. Y tengo frío, un intenso frío que penetra en mí sin piedad. Tengo que hacer fuego o me moriré. Me incorporo y siento la protesta de todo mi cuerpo. Le animo, le digo que es preciso el esfuerzo para seguir viviendo. La selva me brinda sus ramas y troncos. Al moverme, recuerdo que llevo muchas horas sin comer. Siempre es mi estómago el primero que se lamenta. Pero antes he de hacer fuego. Difícilmente voy recogiendo y cortando ramas y troncos. Me anima el pensamiento del calor, su sensación. El machete tiembla en mis manos porque todo mi cuerpo también tiembla. El frío y el hambre se conjugan ahora en mí, se unen contra mi esfuerzo. Ya he cogido suficientes troncos y ramas. Las agrupo y enciendo. La sola vista de las llamas me anima un poco. Cojo la caja y de ella saco las últimas galletas. Es necesario que coma. Mañana, a partir de mañana, tendré que seguir la huella de los animales. Las galletas están duras, pero mi estómago las recibe con la más ferviente alegría. Como, mastico lentamente para que duren más. Y son pocas; necesitaría muchas más. Mi estómago aún se queda pidiendo. Cojo la botella de ginebra y bebo. Ahora, al calor del fuego, debo dormir, debo descansar hasta que el sol me salude. E intento dormir.
Nuevamente me despierto. Ignoro el tiempo que estuve dormido, pero debió de ser poco porque la noche aún tiene presencia. A mi alrededor no se mueve nada y siento la impresión de haberme quedado sordo. El aire no produce palabras en la selva, le ha retirado su lenguaje. Llevo mi mano a la frente. Ardo. Debo de estar encendido. Y la sensación de frío ya no está en mi piel, está en mis huesos, allá donde el ser tarda más en sentir. Y la sensación de hambre no está en mi estómago, sino en mi garganta. Tomo la botella de ginebra y la llevo a mis labios. La ginebra tiene un color blanco, un aroma blanco que va penetrando en mi cuerpo, roto. Ya no queda más, ya no queda nada. A partir de ahora será la lucha más fiel, más grandiosa. La vida de la selva y la vida del hombre. Selva y hombre probarán a solas su valor. Tendré hambre y frío y sed y enfermedad, y le seguiré pidiendo a mi cuerpo que resista. Es ahora, cuando el cuerpo empieza a rendirse abrumado por la tragedia, cuando el valor nace. Ahora, no cuando todo es fácil y alguien ayuda. Un silencio sin movimiento, un silencio de muerte cuyo rumor no puede registrar el oído vivo, se extiende sobre mí. Cierro los ojos y descanso. Es bueno que la noche esté conmigo, porque tal vez el sueño y el descanso me reanimen. Mañana, dentro de unas horas, saludaré la vida del sol.
Y la noche continúa teniendo su presencia. Miro, abro mis ojos cuanto puedo, y la luz no se hace para ellos. ¿Cómo es posible que aún esté oculta la luz? ¿Cómo es posible que la selva siga siendo oscura? No, no me he quedado ciego, la fiebre no ha destruido mi vista. Es que es noche, es que las tinieblas me cercan, me aprisionan en ella para hacerme su vida. Todo es una lucha de la vida, todo. La vida lucha contra la vida para seguir viviendo. Y ahora la selva, la vida de las tinieblas, o la vida del aire, o la vida de los árboles, o la vida de las fieras, tratarán de que mi vida siga en ellos. A la selva no puede interesarle la muerte porque la muerte es algo que desprecia su exuberancia. Mi muerte les interesaría a las charcas para unir mi podredumbre a la suya y aumentar el hedor. Pero la selva, no; la selva quiere mi vida, al Luigi vivo, y luchará por conseguirla. La oigo que me dice: ¿Dónde vas tú, hombre solo, dónde? Trata de que mi vida se confunda en la suya, de que mi valor humano sea valor de la selva. Y no puedo, no puedo confundir mi ser con el suyo, no puedo. Hay otras tierras que son mías, que me pertenecen, que han de conocer mi pisada y sentirla. El camino de Tehuani, Xipena, Córdoba, el mar, María Elena… ¡Sí, he de seguir! El valor del hombre aún no se rinde, el valor del hombre siempre está.
Y la noche aún sigue y está en mí como el hambre, como la sed, como el frío, como la fiebre. ¡Aquellos repugnantes zancudos! Debieron atravesar mi piel en la postrera noche que pasé en la curiara; entonces debieron atacarme en silencio, traidoramente, como siempre atacan los cobardes. Pero aún es noche y mis ojos ven tinieblas, no alcanzan la luz. Siento que mi cabeza está al fuego y que, sin embargo, no da calor a mi cuerpo. Es un fuego inútil, traidor, que pretende agotarme. ¿Y cómo es aún noche? ¿Cómo el sol se ha olvidado de mí? ¿Cómo? He de levantarme y buscarlo, salir a su encuentro. Pido a mi cuerpo, a todos mis músculos el esfuerzo, y mi cuerpo me obedece porque mi cuerpo es valor. Estoy de pie y miro. Y no hay nada que mirar; no hay siluetas o figuras que ver. Todo son tinieblas. Enciendo la linterna y el haz de luz me hace ver. Estoy en la selva, en el corazón de la Selva, y los árboles se elevan hacia arriba en un ansia de contacto, ellos sí, ellos pueden ver el sol porque su vida les hizo crecer hasta las nubes. ¿Y yo? ¿Y yo? Yo también necesito ver el sol, me es necesario verlo para continuar mi camino. No, aún no estoy perdido, quizá sepa por dónde vine y pueda comenzar de nuevo. Le pido a mis pies sus pisadas y camino al encuentro del sol, si es que el sol aún existe.
Y la noche acompaña mis pasos. La fiebre me trajo y la fiebre no sabe devolverme a la esperanza, ha olvidado el camino. Miro, miro, llevo mis ojos a todos los rincones y nada los acoge, nadie quiere retenerlos. Entonces pienso que estoy perdido. Me he perdido en el corazón de la selva y no puedo recordar el Norte y el Sur, cualquier orientación. ¿Dónde estoy, dónde me han llevado mis pasos de fiebre? La selva es aquí demasiado fuerte, demasiado intensa para permitir otra vida. La selva no deja que penetre el animal porque necesita toda la vida para ella. Y tengo hambre en la garganta, porque quizá mi estómago haya muerto. Paso la lengua por mis labios y los encuentro secos y con un calor intenso. Y el frío me sigue atenazando como cruel enemigo. Todo es crueldad con mi pobre cuerpo, todo penetra en él con ansia enemiga. El hambre, la sed, el frío, la fiebre, todo. Y en mi ánimo, la desesperanza. Camino de un sitio hacia otro como un sonámbulo, como un aparecido que no tuviera ya derecho a la presencia. Voy, voy sin orientación alguna. Pero aún estás tú, María Elena; aún el valor humano sabe recordarte. Alargo mis sentidos y no recogen estímulos. Me inclino sobre la tierra y con mis manos escarbo en ella. Busco las raíces, sé que algunos hombres se alimentaron de raíces en su hambre. Las encuentro. Pero no me sirven. Son raíces duras, raíces que no podría ni siquiera masticar. ¡Y tengo hambre! Recuerdo como un sueño mis últimas galletas y pienso en la de seres, en la de infinitos seres que ahora, en este instante, estarán llenando sus cómodas tripas. Sigo andando y mi cuerpo se encorva por la fuerza del hambre y el peso de la fiebre. Pero aún tengo fuerza, aún puedo dejar mi pisada donde nadie la dejó. Y camino, sigo caminando como algo que dista de un hombre y se acerca más a la fiera. Precipitadamente registro mis bolsillos. ¡Nada! ¡No hay nada en ellos! Ahora pienso que he dejado las cajas de Lay-Ti atrás. Las he olvidado y… Pero ¿qué me importan, qué pueden importarme? Lo único importante es vivir. ¡Vivir! Y sigo, mis pies se mueven como manejados por otro cerebro más fuerte, pero están cansados, sangran su dolor de camino y la sangre se une al sudor. ¡Mis pobres pies! Todo mi cuerpo sangra. Es como si la sangre se hubiese rebelado por la falta de energía y pretendiera salir en busca de otro cuerpo, de otra vida. Siento cómo late en mis venas, siento cómo el corazón la impulsa una y otra vez para que salga fuera y se libere. ¡Mi pobre cuerpo! Y sigo caminando, sigo dando pasos ignorados que quizá jueguen a la noria conmigo. ¡No sé dónde estoy, no lo sé! ¡No quiero saberlo! ¡No! ¡Noooo! He de gritar, he de gritarle a la selva que estoy vivo, que vivo en mí. ¡Estoy vivo! ¡Vivo! ¡Vivo! No, no puedo gastar mis fuerzas con el grito, tengo que reservar mis energías. Y camino, sigo caminando. Sé que la selva me espía y me sigue, que espera verme caer para abalanzarse sobre mí y confundirme con ella. ¡No, aún no, aún vivo! ¡Sigo viviendo en mí, en mis pisadas, en mi voz! ¡Vivo en mi! Y miro, miro la oscuridad impenetrable. El sol ya no existe para mí.
Estoy sentado en la tierra, rodeado de selva, y descanso en una fatiga que jamás cesará. Tengo la impresión de que la selva conoce mi dolor y de que ya no lucha contra mí. La selva y yo nos amamos; siempre hemos mantenido una lucha por sabernos vivos y seguiremos. La miro y en sus ojos no hay odio hacia mí, no le ofende mi presencia porque ha comprobado el valor humano. Mi cabeza gira y gira y gira y…
He caído. Estuve un tiempo sin sentir nada, sin escuchar nada. Es como si hubiera atrapado toda la felicidad del mundo y reposara en ella. Entonces sé que dije: Adiós, María Elena. Estoy tendido en el suelo, pegado a la tierra jamás compartida. Sé que ya no tengo fuerzas para levantarme, que sería inútil. Levanto mi frente y sonrío. Creo que mi vida empieza a ser vida de la selva.