YO, SEÑOR, me encontraba sentado en la mesa del bar. Luigi y Gad me habían dicho que todo marchaba bien y no tenía de qué preocuparme. Entonces, soy feliz y olvido. Me dedico a recordar mis tiempos de jugador de fútbol. Era lo que estaba haciendo aquella mañana. Tenía el periódico en las manos y escuché la voz de Gad. Miré hacia arriba.
—Oye, tú, sube para acá.
Fui a preguntarle si deseaba algo, pero Gad se había quitado de la ventana. Dejé el periódico sobre la mesa y me dirigí a la casa. Gad había gritado que subiera y eso era lo que deseaba. Comencé a subir la escalera. La estaba subiendo y pensaba en mis cosas. Es lo que un hombre debe hacer siempre; pensar en sus cosas. Y no importa que se trate de cosas absurdas para otros. Si son las cosas de uno, son cosas interesantes. Yo, señor, ya me convencí de que no soy muy listo. Me lo decía mi padre, aunque mi padre era barrendero municipal y quizá no tuviera mucha formación para afirmar aquello. Era lo que decía mi padre todas las mañanas. Hasta que un día fiché por el Real Murcia y más tarde pasé al Real Madrid. Entonces toda mi familia empezó a comer bien y a tener trajes, y mi padre no volvió a llamarme tonto. Y lo sé, no soy precisamente un cerebro. Pero en la vida no podemos ser todos inteligentes. Hace falta que existamos nosotros, los que nos distraemos con cualquier cosa y encontramos en la vulgaridad un motivo de alegría. Todos no podemos ser como Luigi, Cervantes o el Ministro de Educación Nacional, que tanto sabe. Sería imposible ser así. Y no me da vergüenza decir que me gusta el fútbol más que nada y que me emociono con los seriales radiofónicos. Luigi y Gad dicen que es de tontos apasionarse por tales cosas, pero yo no me avergüenzo. Sí, el mundo no puede estar lleno de inteligencias. Es lo que he dicho siempre, señor. Si todos los seres fueran filósofos, sacerdotes y sabios, ¿qué harían los pescadores y los necios? Nadie haría de comer ni labrarían el suelo. Nosotros hacemos falta en la tierra, nuestra pisada también consta en el suelo. Y eso que yo fui ídolo un día. Tal vez usted me recuerde. ¿Me recuerda? Marqué un gol en aquel célebre Real Madrid-Atlético de Bilbao. Yo fui el que marcó el gol, y todo el campo de Chamartín me aplaudió sin cesar. ¡Qué bonito era aquello! Y luego los periodistas y la radio se centraban en mí porque yo era un gran personaje. Mis compañeros me abrazaban y todo era alegría. ¡Un Madrid-Bilbao en Chamartín! Luigi y Gad pueden decir lo que quieran, pero nunca fueron aplaudidos así. Nunca. Y es natural que yo lo recuerde, porque fue mi verdadera vida. Seguía subiendo la escalera y no me preocupaba lo que Gad pretendía de mí. Gad es demasiado… ¿cómo le diría, señor?… demasiado obsceno. Su risa es una risa sensual que insulta. Y ya estaba yo frente a su cuarto. Abrí la puerta y vi algo que me resultó repugnante; es imposible acostumbrarse a su forma de ser. Había desnudado a una mujer y la tenía atada sobre la cama. Los miré una y otra vez, y no encontraba justificación para ello. Se trataba de una mujer joven y hermosa. Tenía revueltos sus cabellos y miraba al techo como si ya nada le importara en la vida, como si hubiera perdido todo cuanto tenía.
—Es tu paisana —dijo Gad.
Los miré fijamente y no comprendía. Gad estaba muy excitado y si no se tratara de Gad pensaría que arrepentido.
—¿Qué ha pasado, Gad?
—Es una perra y nadie podrá convencerla.
—¿Y por qué está atada?
Gad me miró duramente. Estaba muy nervioso y empezó a escupir las palabras como si las odiara y le fueran repugnantes. Decía:
—¿Por qué? Porque todas las mujeres como ella debían estarlo. Y todos los hombres. Y no aquí, Juan, sino en la selva y para que las hormigas tuvieran alimento.
—¿Te ha hecho algo?
—No, no me hizo nada; fue muy servicial.
No quise preguntar más. Gad había reído de una forma especial y sé que si hubiese podido, la mujer estaría apuñalada. Debía de odiarla mucho. Fue a decirme algo y sólo hizo que mover las manos como indicándome que hiciera con ella lo que me diera la gana. Se marchó muy furioso. Yo, señor, no sabía qué hacer. Me acerqué a la mujer y dije:
—¿Le pasa algo?
Debía pasarle mucho, porque siguió mirando al techo y no movió el más pequeño músculo de su cuerpo. Me di cuenta de lo que había sucedido. Vi las manchas de sangre y comprendí que aquella mujer no pensaría de la vida lo mismo que antes. Y me dio pena, mucha pena. Saqué la navaja y corté todas las cuerdas que la ataban. Ella continuó como antes, no se movía. Le eché una sábana encima del cuerpo y fui hacia la ventana. Estaba de espaldas a ella y pensé en Luigi. A Luigi no le gustaría saberlo; se enfadaría mucho con Gad si lo supiera. Nadie podía aprobar aquello salvo un salvaje. No, Luigi no es como Gad, no repugna. Y la gente del puerto se movía como todas las mañanas, porque ignoraba el acto de Gad, tan sólo por eso. Conozco a la gente de Baroa y sé que si supieran esto lincharían a Gad. No hay derecho, señor. Volví nuevamente la cara hacia la mujer y proseguía igual. Ni tan siquiera lloraba. Me acerqué a ella y le extendí sus ropas.
—¿Por qué no se viste?
Viró sus ojos hacia mí, pero no me miraba. Eran unos ojos llenos de profundidad, inmóviles, que no parecían ver nada de esta tierra.
—Ese animal le hizo mucho daño, ¿verdad? Ande, vístase y trataremos de arreglarlo.
Creo que no oía mis palabras, que no podía escuchar ningunas palabras de la tierra. Era triste, y yo no sabía qué hacer. Si hubiera supuesto en dónde estaba Luigi, él me ayudaría. Y no lo sabía. Tal vez lo mejor fuera dejarla sola. No sé. Me imagino que le gustaría estar sola. Pero no aquí, sino en toda la tierra. Completamente sola y apartada de los seres humanos. La miraba fijamente a los ojos y trataba de leer en ellos, algún deseo, cualquier cosa por pequeña que fuera. Y no leí nada, no acertaba nada. Fue cuando empezó a agitarse. Tiritaba. Empezó a agitarse con unos movimientos pequeños y rápidos. Poco a poco fue a más. Unas convulsiones de enferma, Y yo me alegré porque pensaba que volvía a estar viva, a ser mujer nuevamente. Sonreí.
—Anímese, yo… yo sufrí mucho y todo pasa. Tome, es su ropa, vístase.
Volvió a mirarme y esta vez sus ojos no tenían tanta profundidad, estaban más cerca de mí, y yo le sonreía queriendo mostrarle en mis labios algo de humanidad, de ser bueno.
—Yo también soy español; vine a esta tierra porque buscaba a mi mujer.
Pensaba decirle más, contarle que mi mujer se marchó con otro, y no pude. Se había encogido y empezó a llorar de una manera extraña que nunca he visto. Casi no se la oía. Lloraba precipitadamente, deseando echar fuera, con la mayor rapidez, todas sus lágrimas. Lloraba así y empecé a saber lo amarga que es una lágrima, la necesidad que tiene el hombre de llorar algunas veces. Y en aquel momento me hubiera gustado ser como mi padre, o como el maestro de la escuela de Lavapiés, como ellos, que improvisaban fácilmente oraciones, para haber sabido hablarle a aquella mujer herida. Pero no pude, yo nunca supe hablar. Y lo único que hice fue alegrarme, señor: empecé a estar contento porque mi paisana volvía a la vida, aunque ya la vida no sería jamás para ella como había sido antes.
Cada vez que Luigi decía «oye, tú, futbolista», yo ya sabía que pretendía decir «oye, tú, infeliz». Y no me molestaba, porque Luigi era bueno, porque nunca pretendía hacerle mal a nadie. Y no me molestaba, señor, no puedo molestarme. En esta vida nuestra hay que ser duro, no se puede caminar con frases bonitas. Creo que nadie sabe nada de Luigi, pero alguien debió de hacerle daño hace mucho tiempo. Luigi no es como nosotros, no hace nunca las cosas como Gad o como Pancho: es de otra manera. Y yo lo aprecio. Aquella rubia se llamaba Mercedes y apenas dijo dos frases. No tenía ganas de hablar y lo comprendí. Empezó a vestirse delante de mí y no le importaba lo más mínimo. Cuando una desconocida se comporta así, es que ha caído muy bajo, o que ya no le interesa nada en la vida. Y me impresionó. Se trataba de una mujer nacida en donde nací yo. Nunca he odiado a nadie, ni siquiera a mi mujer, y ahora estaba empezando a odiar. No me importa lo que Mercedes fuera, lo que hizo hace años. La recuerdo en la cama y odio. Conozco a Gad desde hace tiempo: es mi socio. Luigi, Gad y yo somos socios. Creo que Gad tiene un concepto extraño de la vida, sé que me desprecia y piensa que soy tonto. Lo sé y nunca me ha importado. Ahora sí. Gad concibe la vida como un goce de la mujer. Para él, la mujer no es más que un animal hermoso que le produce más placer que una vaca. Sólo eso. Yo no le presentaría a ninguna, señor. A ninguna. Las mira de una forma que hiere y su risa parece cortarles la piel y penetrar más allá de la carne. No sabe lo que es vivir y reacciona como un salvaje. Así es Gad, y yo empecé a odiarlo.
Estamos en una tierra hermosa. Hace tiempo que llegué de la Argentina y Baroa es más hermosa. Los seres de aquí tienen mucho de España, se pelean y riñen como en mi patria. A veces, se juegan toda su vida a una carta y son felices porque algo muy antiguo los impulsó. Pero Baroa es un poco como esa isla de Las Tortugas que servía de refugio a los piratas. Nadie confía en la justicia, y la policía es demasiado ingenua o demasiado perezosa. Siempre llega tarde, y yo había pensado en ella cuando Gad hizo aquello con Mercedes. Baroa es una tierra que arde, que permanece todas las horas encendida y, sin embargo, cuando siento mi pisada en el suelo, creo que es una tierra estéril que nació sin historia y que permanecerá sin ella. El alma de Baroa está en sus gentes, y sus gentes son seres que no creen en el alma. La vida empieza en ellos cuando tienen hambre y termina cuando han comido hasta saciarse. El whisky, las mujeres, el ron, el contrabando, la ginebra, el robo, el tabaco y las riñas son el sueño de las gentes de aquí. Y Baroa es una tierra hermosa y estéril, que jamás tendrá historia. La gente la ama tanto que la tiene ahogada y sin fruto. Es donde estamos, señor. Y no le recomiendo que venga, salvo que guste de conocer las acciones extrañas y locas del mundo. Así, sabiendo que mañana será totalmente distinto a hoy, es como duerme Baroa.
Había acompañado a mi paisana hasta la plaza de Álvares Cabrel. Desde allí subió por Alcantarrana para alcanzar el hotel en donde paraba. La vi caminar y sé que sus pasos no reconocían la tierra. Todo había cambiado. También en mí. Nunca fui valiente, pero ahora sentía en mí una sangre más fuerte que me hacía vibrar. Luigi debía de estar en la «Nepeira» y fui hacia allá.
La «Nepeira» es el lugar más vicioso de Baroa. Ignoro cómo lo arregla su dueño para que allí se permita todo. En la «Nepeira» jamás hay registros o simples visitas de la policía. Nada. Había caminado demasiado aprisa y llegué. A estas horas no suele haber mucha gente. Algunas mujeres que duermen inclinadas sobre las mesas y varios grupos de hombres que juegan a las cartas, a los dados o que hablan sobre los barcos, el contrabando o las guarichas. Son hombres y mujeres de Baroa que carecen de hogar y duermen en cualquier parte hasta que ingresan en el Hospital o en el Cementerio, y entonces descansan. Vi en la puerta a Eneas, el negro que sigue a Gad en todos sus pasos, y pensé que Gad estaría dentro. Y estaba. Con Luigi. Y me acerqué a ellos.
—¡Hola, Juan! —me saludó Luigi.
—¡Hola!
Luigi es listo y supo que algo importante me traía. Miró a Gad y supo que sería algo relacionado con él. Me dijo:
—Siéntate, Juan. ¿Ocurre algo?
—Sí —respondí, y no me había sentado.
Gad me miró duramente y yo le sostuve la mirada y él se extrañó. Luigi no nos miró, pero había sentido nuestras miradas y ya sabía que se trataba de algo grave.
—¿Ha pasado algo importante, Juan?
—Sí, Luigi.
—Bueno, siéntate y habla.
—Aquí no.
—¿Por qué?
—Quiero hablarte a solas, sin la presencia de Gad.
Se hizo un silencio y Gad sonrió cínicamente. Su voz se extendió hacia mí como la lengua de una víbora.
—¿Es que te hice algo, Juan?
—Sí, mucho. Te hablaré después.
Luigi terminó de beber su ginebra con coñac y se levantó. Por primera vez me parecía que no sólo era un socio, sino también un amigo. Dijo:
—Bueno, es nuestra ley. Si un socio te necesita, debes ir. Vamos, Juan.
Salimos. Caminábamos lentamente y yo sentía en mi espalda la mirada de Gad como si quisiera convertirse en cuchillo que me atravesara.
Fuimos por el puerto hasta llegar al barrio de pescadores. Luigi tenía allí muchos amigos. En todo el camino no habíamos hablado. Saludó a un viejo llamado Aquiles.
—¿Hay alguien en tu casa, Aquiles?
—Nadie, Luigi.
—¿Podrás estar aquí?
—Estaré.
—Quiero hablar con mi amigo a solas. Si alguien se acerca, nos avisas.
—Sí, Luigi; nadie os molestará.
Le dio unos golpes en la espalda y entramos en su casa. Era una habitación remendada, que tenía redes y aparejos agrupados por el suelo. Y un cuadro viejo de madera que, seguramente, representaba a la madre o a la mujer de Aquiles, Nos sentamos. Por una de las ventanas se veía el mar. Estaba tranquilo y las barcas picaban en sus aguas. Es posible que, rodeando al hombre que cantaba, hubiera muchos pescadores. En este barrio siempre hay algo que cantar. Es un barrio pobre que no parece de Baroa, que se asemeja a todos los barrios pobres que he conocido. Debe de ser eso, debe de ser que la pobreza tiene el mismo rostro y las mismas palabras en todas partes. Debe ser. Yo siempre he visto en sus rostros una idéntica forma y número de arrugas, un bañar su piel con un color más moreno, más sucio. Es como si el sol les pegara más fuerte, como si lo rubio huyese de la pobreza. Y todos los pobres se parecen y mueven de igual manera sus dientes y sus ojos. Mi padre, señor, fue barrendero y yo huelo la pobreza. Sólo el que ha tenido una vez hambre puede olfatearla como un perro y huir de ella. El hambre y la muerte son los conceptos que más olor despiden, que más personalmente dejan huella en nosotros. Si algún día llegan, y no se lo deseo, jamás olvidarás su olor. Es algo que se mete en la raíz de nuestros huesos y no nos abandona. Creo que mientras tenga piernas para huir, no me alcanzará el hambre. No, no me alcanzará otra vez.
—Estamos solos, Juan.
Luigi estaba esperando y yo no sabía cómo iniciar el asunto. Me puso un poco nervioso el ambiente de Aquiles.
—Se trata de Gad, Luigi.
—Ya lo supongo, no es difícil adivinarlo.
—Y puede que también de Pancho; no lo sé fijo.
—Es probable. Pancho y Gad hacen juntos las cosas desagradables.
—¿Sabes lo que es, Luigi?
—No, no lo sé aunque algo me imagino.
Y hubiera deseado que Luigi lo supiera. Yo, señor, nunca he sabido hablar; ya le dije que no era muy inteligente. No lo soy y creo que no debo avergonzarme de ello. Dios es quien reparte la inteligencia entre los hombres, y el hombre no debe ser orgulloso ni avergonzarse de lo que Dios le ha dado. El hombre sólo puede alegrarse de emplear bien esa inteligencia que le es dada, sólo eso, y no mostrarse orgulloso por algo que no es suyo. Y Luigi no debía de saber de qué se trataba, porque si no me estaría ayudando. Luigi nunca presume de ser más listo que yo y yo nunca presumo de ser más listo que Eneas. Somos así, y no hay de qué presumir. Y Luigi estaba esperando. Miré sus ojos y no había en ellos impaciencia. Luigi sabe esperar, comprende a su amigo. Y dije:
—Se trata de una chica, de una paisana mía.
—¿Es rubia?
—Sí, es ésa, ¿la conoces? ¿Tú la conoces, Luigi?
—No, Juan. Únicamente hice que verla. Iba con Gad y con Pancho cuando la vimos.
—¿Y dijeron algo?
—No lo recuerdo, supongo que hablarían como siempre. Ya sabes que Gad no entiende mucho de mujeres. Y Pancho igual.
—¿No sabes más?
—No.
—Verás, Luigi. Gad y Pancho se marcharon al teatro.
—Sigue, Juan.
—Allí debieron de coger a Mercedes, a esa chica rubia.
—Ya.
—Después…
—¿Qué, Juan?
—Esta mañana me encontraba leyendo el periódico…
—Sí.
—Gad se asomó a la ventana y me llamó.
—Sí, sigue.
—Subí a su cuarto y…
Le conté todo, todo cuanto había visto y sentido. Y otra vez supe que Gad era un canalla y que yo no iba a tener miedo. Nunca fui valiente y ahora no tenía miedo. Entonces pienso que las personas no son cobardes ni valientes, no son nada de eso. Simplemente son circunstancias, diversas formas de estar. Hay veces en las que uno grita o se calla. Frente al mismo motivo se reacciona distinto. Yo nunca luché por nada así. Creo que luchar por intereses, por algo que nos afecta particularmente, no es luchar con valentía. Y ahora, ahora estaba descubriendo, y me alegraba, que es hermoso luchar por lo que nos es ajeno, por lo que no nos reportará otro bien que el de sabernos fuertes y sanos y nobles. Luigi debía de comprenderlo y se alegraba de oírme. Sé que se alegraba porque sus ojos parecían animarme a que siguiera. No decía nada y me estaba escuchando y sé que cada palabra mía le sonaba a nueva. Y Luigi estaba contento de saberme así. Lo leía en sus ojos. Mi amigo Luigi, señor.
—… la acompañé a su hotel y era una mujer distinta, una mujer que no volvería a pisar en la tierra como había pisado.
Aquí guardé silencio. Había terminado de contarle todo y esperaba. Luigi bajó la vista y yo lo sentía estar recordando todas mis palabras una por una. Era Luigi quien tenía que hablar, era él quien debía empezar. Dijo:
—¿Y qué quieres, Juan? ¿Qué piensas hacer?
Luigi es así, y yo lo entiendo. No es que mi asunto le tuviera sin cuidado, no; es que Luigi quiere que el hombre tenga iniciativa, que no se acobarde ante su problema y encuentre por sí mismo la solución. Por eso había dicho aquello. Luego no me dejaría solo, discutiría conmigo; pero ahora deseaba que yo propusiera una solución, que fuera yo quien decidiera. Y yo lo sabía y estaba pensando. Dije:
—Quiero que Gad se arrodille delante de esa chica y le pida perdón; quiero que se arrepienta de lo que hizo, y pienso hacer lo preciso para que Gad se arrodille. Tengo que hacer eso, Luigi, tengo que hacerlo, o seré toda mi vida un cobarde que se perseguirá a sí mismo.
Ignoro si fueron exactamente esas palabras las que dije o unas muy parecidas. No puedo precisarlo porque hablé tan aprisa que parecía haber estado toda mi vida esperando esta ocasión. Usted también debe comprenderlo, señor. No se trataba de una frase cualquiera, sino del renacer de un hombre. Aquellas palabras eran mucho más importantes que todos los triunfos que obtuve en mi carrera. ¡Mi amigo Luigi! Supe que a partir de aquel instante ya no volvería a decirme «oye, tú, futbolista». Y Luigi dijo:
—Hay que esperar, Juan.
—¿Por qué, Luigi? ¿Es que no te parece bien lo que he dicho?
—¡Claro que me parece bien! —Y era sincero en su exclamación—. Me alegro por ti de que pienses como un verdadero hombre. Sin embargo, amigo, hay que esperar.
—¿Esperar? ¿Qué he de esperar?
Ahora, no entendía a Luigi. ¿Qué debía esperar? Y él ya sabía que no acertaba a entenderlo. Por ello tendría que hablar, tendría que explicarme sus palabras. Y yo le miraba a los ojos pidiéndole una explicación. Esperar. ¿Qué debía esperar? ¿Qué?
—Tendrás que esperar a los otros.
—¿Qué otros, Luigi?
—Esos dos tipos que son sus amigos. Antes que a ti les toca a ellos defenderla.
—¿Y si no quieren hacer nada?
—Será tu momento.
—Pero esos individuos…
—No te impacientes, Juan, irás tú. No creo que ellos sean capaces de darse por ofendidos; son completamente artistas y los artistas no saben más que hablar.
—Entonces, Luigi…
—Aun así tendrás que esperar. ¿No recuerdas nuestro viaje al interior?
—Sí.
—Hay que terminar el negocio, después hablaremos.
—Es que yo…
—Lo sé, Juan, ya lo sé. Y me alegra. Estoy seguro de que obligarás a Gad para hacer lo que quieras, estoy totalmente seguro. Sin embargo… ¿No te acuerdas de Caramago? ¿De un tal Luis Fernández? Yo también espero, Juan. Hay que esperar, siempre hay que esperar.
—Sí, Luigi.
Y yo le había entendido. Tenía que esperar.
—Adiós, Aquiles. Y gracias.
—Adiós, Luigi. Buena suerte.
Estábamos abandonando el barrio de pescadores y algunos chiquillos nos miraban con sus ojos abiertos de hambre. Éramos extranjeros, seres que no pertenecían a su barrio. Y Luigi seguía con su sonrisa y los miraba como si todos fueran hijos de Aquiles o de Maxim Golfo o de cualquier viejo amigo o, incluso, de él mismo.
—No debes decirle nada a Gad, Juan.
—Está bien. ¿Y si me pregunta? ¿Y si me dice que para qué te he llamado?
—No te preguntará; él sabe qué me has dicho.
—¿Y si lo hace?
—Dile que a él no le importa, o que lo sabrá en su día.
—Puede preguntarte a ti.
—No, Gad sabe que no me gusta hablar.
Habíamos dejado atrás el barrio de pescadores y sentíamos bajo nuestros pies los adoquines del puerto. Ignoro desde cuándo está hecho este puerto y pienso que cualquiera de los adoquines vivirá muchos más años que yo. Cualquier adoquín tiene más vida que nosotros y nunca se han quejado de sentir sobre ellos la pisada del hombre o de los animales. Es lo que pienso, señor.
Eneas no estaba por allí y eso significa que tampoco estaría Gad. Fuimos a sentarnos en el bar de siempre. Fuera, bajo el toldo. Una cuadrilla de negros esperaba a que atracase un barco que sólo ellos veían. Esperaban tumbados en el suelo y en silencio. Luego llegó una negra y les produjo la palabra.
—Van a jugar a los dados —dijo Luigi.
La negra había metido su mano por el escote y sacó unos dados. Era una mujer joven y dura, que actuaba con gran energía. Ni ella ni los negros sacaron dinero. Sólo los dados.
—Entre ellos —dijo Luigi— observan una gran honradez. Están unidos y únicamente se pelean cuando alguno se lleva a la mujer de otro.
Los miré. Si algún policía pasaba por allí, no podría detenerlos. No había dinero a la vista. Estaban tan cerca de nosotros, que se escuchaba perfectamente el ruido de los dados al chocar.
—Se llama Maby —la señaló Luigi. Y luego—: Sirve de modelo a algunos pintores que llegan de Europa.
—¿Sois amigos?
—Un poco. Una vez le lanzó a Gad su cuchillo, ya lo conoces.
—¿Y Gad qué hizo?
—Nada, había otros negros y la dejó en paz. Maby es decente y se crió entre gente indecente. Por eso no pudo Gad con ella.
Se levantaron más negros y el clásico círculo estaba formado. Maby se encontraba en el centro y de vez en cuando se levantaba como si deseara estirar sus músculos. Entonces, cuando lo hacía, comprobaba que era una mujer hermosa y bonita, aunque fuese negra. Una de las veces, Luigi dijo:
—Está vigilando. Ya nos ha visto a nosotros y a todos cuantos hay aquí.
Luigi debía de conocerla muy bien porque yo no advertí la menor señal de que nos hubiese mirado. Los negros del puerto se divierten todas las mañanas jugando a los dados. A veces, ni comen. Están en el puerto esperando que algún barco atraque y los capataces se desesperan con ellos. Son tipos que nunca corren, que jamás se inquietan, y se mueven como si todo les fuese igual en la vida.
—¿Qué vas a tomar?
—Limón con hielo —dije.
Me extrañé, porque era la primera vez que Luigi se levantaba para ir al mostrador. Tendría que llegar hasta el final con Gad, o perdería a Luigi. Cuando se levantó y fue hacia adentro, era porque confiaba en mí, porque yo era para Luigi algo más importante que un exfutbolista. Entonces pienso que, por extraño que parezca, un futbolista no es un personaje tan importante como muchos creen. No, un hombre es más importante que un futbolista. Luigi trajo el limón con hielo y su vaso de ginebra con coñac.
—¿Quieres fumar?
Saqué un chesterfield del paquete que me ofrecía.
—¿Conoces a Pericles? —me preguntó.
—No —dije.
—¿Y a Diaghileff?
—No.
—¿Y a Danton?
—No.
—¿Y a Homero?
—No.
—¿Y a Juan Ramón Jiménez?
—No.
—¿Y a Petrarca?
—No.
—Debías conocerlos, Juan.
—No sé quiénes son, Luigi.
—Bueno, no tiene tanta importancia.
—¿De veras?
—Sí, Juan, no es raro que los ignores.
Le aseguro que sentí no conocer a ninguno de esos individuos, aunque Luigi seguía sonriendo amablemente. Lo sentía, pero la verdad es que jamás oí hablar de ellos en mi vida. Ni creo que ninguno de mis compañeros o antiguos amigos los hubiera oído. Habíamos encendido nuestros pitillos y Luigi volvió a preguntarme. Dijo:
—¿Conoces a Marilyn Monroe?
—¡Claro!
—¿Y a Kubala?
—¡También! Fue mi…
—¿Y a la Montesi?
—Sí.
—¿Y a Gastón Dominici?
—Sí.
—¿Y a Fausto Coppi?
—Sí.
—Eso sí tiene importancia, Juan. Estamos en 1955 y casi todo el mundo los conoce.
—Puedo hablarte mucho de ellos.
—Sí, me lo imagino. No tiene importancia que ignores todo, pero sí que únicamente conozcas a los seres que no dejarán nada en la historia, que carecen de interés.
La sirena de un barco movió al círculo de negros. Maby se había levantado y los hombres empezaron a sacar billetes de sus bolsillos. Y yo, señor, no había entendido a Luigi y sé que algo quiso decirme. ¿Usted lo entiende?
Solíamos comer en un lugar llamado «La casa de todos». Casi nunca coincidíamos los tres, y aquel día Gad nos estaba esperando. Nos miró a los dos y era indudable que Gad estaba preocupado. Ahora pienso que no es tan valiente como decía.
—¡Hola!
—¡Hola!
—¿Hay algo de nuevo, Luigi?
—Nada, Gad, seguimos esperando.
Fuimos a sentarnos en la misma mesa y empezó la comida.
—¿Tenemos que preparar algo, Luigi?
—Nada, Gad, tú estuviste conmigo en casa de Lay-Ti y pudiste oír lo que hablamos.
—¿Le darás el lunes la lancha?
—Eso es lo que dije, y un hombre hace siempre lo que dice.
—¿Y si Lay-Ti no tiene los billetes?
—Los tendrá, Gad.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Lay-Ti no es tonto y ha preguntado por mí. Ya se habrá enterado de que no me gusta hablar. ¿Hay algo más que te preocupe, Gad?
—No, nada, Luigi.
Seguíamos comiendo y ninguno de los tres decíamos nada. Creo que las cucharas hacían menos ruido al recoger la sopa. Las palabras de quienes nos rodeaban, nos sonaban huecas, sin peso para quedarse. Después, Luigi dijo:
—Esta noche iré al teatro.
Gad lo miró y luego a mí. Luigi seguía muy tranquilo.
—¿Has dicho al teatro? —preguntó Gad.
—Es lo que he dicho, ¿quieres venir?
—No, es muy aburrido. Estuve con Pancho y me aburrí.
—No lo entenderías. El teatro no es como el cine. El cine tampoco lo entiende la gente, pero se divierten porque ven cosas y ciudades que desconocen.
—Tampoco me gusta el cine.
—A ti sólo te gustan las mujeres, ¿verdad?
Gad me miró duramente y yo le sostuve la mirada.
—¿Tú quieres venir al teatro, Juan?
—Sí, iré.
Y ya no dijimos ni una palabra más en toda la comida.
Yo, señor, suelo levantarme muy temprano. Es una costumbre que adquirí desde pequeño. La seguía cuando era futbolista, porque los entrenamientos se inician por la mañana, y aún sigo levantándome temprano. Fui a mi habitación y traté de dormir un rato. No pude. Un hombre como yo no podrá jamás dormir la siesta en una situación como ésta. Verá, nunca me había pasado nada importante, nada íntimamente mío. Ahora es distinto y no podría arrepentirme aunque quisiera. No volvería a tener otra oportunidad en la vida. Y se trata de algo muy importante, de un hecho en el que jamás había pensado. Es…, es como una prueba para saber si valgo. No podría rehusarla, no debo, y no sería capaz de dormir la siesta. No pude. Empecé a pensar en Gad y en aquella chica rubia llamada Mercedes. Puede que la chica no me interesara tanto y puede que Gad tampoco. Sí, el único personaje que me interesa soy yo, un tal Juan Arutezi que fue futbolista en el Real Madrid. Empecé a considerar que Mercedes y Gad no eran otra cosa que meros accidentes Una persona no comienza a odiar repentinamente a otra. Lo que sí hace es conocer ese odio, darse cuenta de que odia. Pero el odio en sí ya estaba, ya existía. Es mi caso con Gad, y no quiero engañarme. Odio a Gad desde el primer día en que me llamó tonto. O puede que aun antes, puede que desde que el primer hombre me llamó tonto. Desde entonces. Si Luigi hubiera hecho aquello con Mercedes, me hubiera defraudado. No odio, sino defraudarme. Y Gad es distinto. Gad es mi socio y algún día yo esperaba que surgiera esto, un mero accidente para demostrarle que mi mirada no se desvía ante la suya y que mi voz y mis brazos son también un grito. Y el motivo es hermoso, es bonito, muy español. Se trata de vengar a una dama, de aparecer como dicen que era Don Quijote. No puedo retroceder, no puedo arrepentirme de mis palabras a Luigi. Usted lo comprende, ¿verdad? Yo jamás supe explicar las cosas y tal vez sea de una forma distinta a lo que he dicho. Estuve dando vueltas en la cama y no podía dormir mi siesta. Entonces pensé en la forma de actuar de Gad. Si no fuese por Luigi, intentaría matarme. Con otro socio, Gad me mataría. No, señor, no soy valiente, me gusta la vida aunque María me abandonase por otro. La vida me dio muchas cosas y me gusta respirar su aire, andar entre la gente y escuchar sus palabras, porque es hermoso que cada mañana pueda mirar al cielo y decir que este día lo viviré. Amo a la vida y quizá por ello sea débil. Pero ahora… Es Luigi quien me ha hecho fuerte, quien espera que yo sea fuerte. Y temo más a Luigi que a Gad, tengo más miedo de saberme un cobarde que de estar frente al cuchillo de Gad. Me había levantado para liar un cigarro y estaba nervioso. ¿Qué haría Gad? ¿Cuánto tiempo tendría que esperar? Creo que el lunes. El lunes, después de ver a Lay-Ti. Luigi buscará la ocasión para mis palabras, la buscaría. Cerré los ojos y empecé a recordar la imagen de Mercedes atada en la cama. No me había mirado, es posible que ya estuviera ciega para todos los rostros menos para el de Gad. Es posible que no volviese a distinguir unas facciones y que siempre viera la risa y los dientes y los ojos de Gad. A mí no me había mirado, no me reconocería aunque estuve muy cerca de ella. La fui recordando y me llamé cobarde. Fue al abrir la puerta cuando yo debí gritarle a Gad, entonces. Luigi no lo hubiera hecho, pero es que Luigi es distinto y no empieza una cosa hasta que termina otra. Yo sí, yo debía haberle gritado a Gad entonces, y ahora todo estaría resuelto. Entonces, cuando aún no había dicho ninguna palabra, porque ninguna palabra necesitaba para comprender lo ocurrido. Y no, ni tan siquiera fui capaz de pensar algo en contra suya. Le miré a los ojos y tuve miedo. Todo ello lo sé ahora y entonces no. Tenía mucho calor y me asomé a la ventana. Un petrolero americano se dejaba arrastrar por la corriente rumbo al Noroeste. Se advertía que aún reservaba sus máquinas. Sí, odiaba a Gad desde que tuve nueve años y ahora lo sabía. Se trataba del mismo hombre, del primero que me llamó tonto y que entonces fue un maestro de escuela de Lavapiés.
Habíamos llegado a la plaza de Álvares Cabrel y Luigi se adelantó hacia una de las taquillas. El público era bastante numeroso y debía de gustarle el teatro porque hablaban animadamente y en círculos. Luigi regresó de la taquilla con dos entradas.
—Hace más de siete años que no voy al teatro —me dijo. Y luego—: Vamos, me gustará reconocerme civilizado nuevamente.
Era la primera vez que yo asistía a un espectáculo de esta clase y me coloqué detrás de Luigi para caminar por donde él caminara. Nos sentamos.
—Veremos a los hermanos Álvarez Quintero.
—¿A quién? —pregunté.
—Una obra de los hermanos Álvarez Quintero. Se llama «Las de Caín», y son paisanos tuyos.
—¿Es bonita?
—Será graciosa. La gente de Baroa no sabe mucho de teatro.
—Como yo.
—Eso es, como tú y como el noventa por ciento de los que saben hablar.
Las butacas de nuestro alrededor se fueron ocupando. El teatro debía de estar casi lleno. Las banderas de España y de Baroa se encontraban enlazadas en uno de los laterales. Se apagaron las luces de la sala y la gente del escenario empezó a hablar. Eran un padre y varias hijas.
La verdad, señor, es que no me gustó la obra de teatro. Ni tan siquiera me reí porque seguía pensando en Gad, en Mercedes y en aquellos otros a quienes íbamos a ver. Durante la representación estuve mirando varias veces a Luigi. No parecía inquietarle nada. Sonreía con las frases de los personajes y una vez se dirigió a mí para decirme que mirase al escenario. Y así, sin que yo pudiera enterarme de lo que allí ocurría, terminó la obra. La gente empezó a aplaudir y yo también lo hice. Debe de ser lo que siempre se hace. Luigi añadió que al público le gusta que los autores estén muertos, que es cuando más los aplauden, porque saben que ya no necesitan comer. A mí, eso no me importaba lo más mínimo. Luego se levantó y dijo:
—Vamos al escenario.
Vimos a un hombre uniformado y nos acercamos.
—¿Por dónde se entra al escenario? —preguntó Luigi.
—Está prohibida la entrada —dijo.
—¡No diga tonterías! Somos representantes.
—¿Representantes de qué? —dijo el otro.
—¡No le importa! ¿Dónde está la puerta del escenario?
—Por allí, señor.
Y fuimos por donde el hombre uniformado nos había señalado.
Vimos mucha gente y Luigi me preguntó que si conocía a los amigos de Mercedes. Le dije que no y él se subió a unas tablas que había en el suelo para ver mejor.
—Allí está uno —dijo.
Le sujeté por el brazo y lo detuve.
—¿Qué tengo que hacer? —pregunté.
—Nada —sonrió.
—Pero soy yo quien está ofendido.
—De acuerdo, Juan. Tú eres el ofendido y yo hablaré hasta que te indique cuál es tu momento.
Me dio unos golpes en la espalda, animándome, y me empujó hacia un grupo de gente que parecía estar hablando de cosas muy importantes. Luigi puso su mano en el hombro de un individuo de los que hablaban.
—¿Se acuerda de mí?
El hombre se había vuelto y vi que sus ojos se movían inquietos, asustados. Luigi lo apartó del grupo.
—¿Se acuerda de mí? —volvió a preguntar.
—Sí, claro que me acuerdo.
—¿Y su amigo? El que hace las críticas.
—Debe de estar en algún camerino.
El hombre continuaba nervioso y Luigi sonreía tratando de tranquilizarle.
—Ha ocurrido algo muy desagradable y quisiéramos hablar con ustedes. ¿Podríamos tomar café juntos?
El otro afirmó con la cabeza y Luigi le rogó que fuese a llamar al crítico.
—¿Te gusta? —me preguntó Luigi.
—No —respondí.
—Haces bien, no tiene más valor que una lagartija.
Y volvió a sonreír, esta vez de otra forma.
Empecé a preguntarme el por qué Luigi me había acompañado al teatro, por qué me estaba acompañando a todas partes y tal vez siguiera haciéndolo. Luigi es un individuo extraño del que nadie sabe nada y, sin embargo, yo estaba preguntándome por qué hacía aquello. ¿Por qué? Luigi jamás se había metido en nada que no estuviera relacionado con nuestra sociedad. Jamás, señor. Ni permitía que nadie se metiera en su vida, en lo que él había hecho o hacía. Al principio, Gad y yo dudábamos de que se llamara Luigi. Después alguien nos dijo que se llamaba Luigi y que no era conveniente gastarle bromas. Entonces supimos que Luigi nunca mentía, que cuando decía esto era porque iba a cumplirlo. Era un hombre extraño como jamás conocí a otro ni conoceré, un hombre al que nunca se le podría adivinar qué pensaba. Y ahora me había acompañado al teatro y caminábamos los cuatro por la calle. ¿Por qué? Tal vez mi padre tuviera razón. Yo no podía responderme. El caso es que Luigi estaba con nosotros y se mostraba interesado en el asunto. Puede que dentro de unos días o unas semanas lo supiera. Ahora no, señor.
Una de las calles que sale de la plaza de Álvares Cabrel lleva el nombre de Francisco Pizarro. Era el sitio por el que íbamos caminando. Luigi me había presentado a los otros dos. Después torcimos por la derecha, por la calle de Miguel el Perdido. Allí es donde se encuentra el café «La noche». Es un local de aspecto serio en donde los hombres llevan corbata y las mujeres medias, aunque hace el mismo calor que en el resto de la capital. Nos habíamos detenido en la puerta.
—Pasemos —dijo Luigi—. Es el local más serio de Baroa y tendremos que hablar sin excitarnos.
Un camarero nos condujo a la mesa y Luigi pidió cuatro copas de coñac y café. Estábamos sentados y el indicado para hablar era Luigi. Los cuatro lo sabíamos. Llegó el camarero con el servicio y colocó las tazas y las copas sobre el tapete. Se había marchado. Luigi empezó a hablar y yo ya sabía que mi misión era guardar silencio.
—Nosotros —estaba diciendo Luigi— somos comerciantes y tenemos que evitar el escándalo. Ustedes comprenderán que la base de los negocios está en la cautela, en el silencio. Los negocios no son como el teatro.
Creo que aquellos dos individuos no tenían la menor idea del asunto que estábamos tratando y creo que a Luigi tampoco le interesaba mucho que lo conocieran. Para mí, Luigi parecía en su voz a un cura que tuvimos en el barrio de Lavapiés recién terminada la guerra. Hablaba de una forma distinta, no suya. Y Luigi siguió:
—Tengo entendido que ustedes son grandes amigos de una chica de la compañía llamada Mercedes.
—¡Naturalmente que somos amigos! —exclamó el más gordo.
Luigi sonrió porque aquel paisano mío dijo aquello demasiado aprisa, como si fuese un chiquillo al que le hubieran preguntado si quería un caramelo. Y dijo:
—Ignoro qué valoración dan ustedes a la amistad.
—La que tiene —volvió a precipitarse el más gordo.
—¿Y no han encontrado nada extraño en Mercedes?
—Dijo que hoy no podría trabajar porque se encontraba indispuesta.
—¿Saben qué indisposición?
—No quiso que llamáramos al médico. Casi no habló. Debe de ser cualquier cosa de esas que las mujeres tienen.
Luigi bebió un poco de coñac. Fumaba. Y dijo:
—Creo que los médicos deben ser ustedes y que la enfermedad es aquel socio mío llamado Gad.
Los dos individuos le miraron asombrados y ninguno de ellos intentaba contestar. Era seguro de que Gad debió de asustarles. Luigi me miró y dijo:
—Si ustedes no son capaces de enfrentarse con Gad, lo hará este paisano suyo.
Me había mirado y sonreía. Los otros seguían en silencio.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el que se llamaba Luis.
—Nada —dijo Luigi—. Si ustedes no son capaces de enfrentarse a Gad, no ha ocurrido nada. ¿Le tienen miedo?
—Su amigo dijo…
—No es un amigo —le interrumpió Luigi—. Y a un hombre no le importaría lo que dijo.
—Necesitaríamos saber si…
—No necesitan saber nada —y Luigi había vuelto a interrumpirle—. Si ustedes tienen miedo de enfrentarse con Gad, no necesitan saber nada; sería inútil. Siempre he dicho que un cobarde que no reacciona por un amigo, tampoco reacciona por sus padres o por lo más sagrado.
—¿Quiere decir que…?
—¡Sí! Ustedes tienen demasiado miedo para ser hombres.
Los dos individuos guardaron silencio y no fueron capaces de sostener nuestras miradas. No podían y en verdad, señor, que eran los individuos más cobardes que he visto en mi vida. Estaban muy nerviosos.
—¿No piensan hacer nada?
Guardaron silencio y Luigi añadió:
—Ustedes, los artistas, son siempre los mismos. No saben más que hablar, pertenecen a la raza más despreciable de la tierra.
Terminó de beberse la copa de coñac y seguía hablando:
—Ustedes hablan mucho y a mí no me gustan las palabras. Mientras estén aquí procuren olvidarse de cuanto les he dicho, o yo les haré personalmente que olviden —sonrió, y la sonrisa de Luigi era amarga y despreciativa—. Luego, cuando regresen a Madrid, pueden hablar cuanto quieran. Sí, hasta podrán contar en cualquiera de sus reuniones artísticas que hicieron correr de miedo a dos tipos que se encontraron en Baroa. Cuéntenle a sus amigos de Madrid lo que quieran, pero aquí no abran la boca, ¿está claro?
Los otros dos no hicieron otra cosa que bajar aún más sus cabezas. Sabía que Luigi se enfadaría. Se enfadó:
—¡Les he hecho una pregunta! Lo menos que deben hacer es mirar a quien les habla —mis paisanos levantaron tímidamente la cabeza—. He dicho qué si está claro.
—Sí —dijeron.
—Pues buenas noches, «señores».
Luigi se había levantado y caminábamos hacia la puerta. Salimos. En la calle, el aire que venía del puerto pareció decirnos algo nuevo que ya sabíamos. Empezábamos a descender por la acera y nos fuimos cruzando con hombres que llevaban corbata y con mujeres que llevaban medias. Tenían un olor distinto a nosotros.
—Luigi.
—¿Qué, Juan?
—Esos hombres no parecen españoles.
—Ya lo sé. Los artistas no son españoles ni franceses ni de ninguna nación.
—¿Qué son, Luigi?
—¿Tú no lo sabes aún?
—Sí, pero quiero escuchártelo a ti.
Abrió un poco la boca y escupió con todo el asco que pudo acumular en su cuerpo. Ahora sí, señor, ahora sí que supe lo que era la gente del teatro. Y seguimos caminando hacia el puerto.
—¿Tienes sueño?
—Un poco, Luigi.
—Vete a la cama; todo está sucediendo como habíamos pensado. Tus paisanos no serían capaces de enfrentarse con Gad aunque Gad hubiera hecho aquello con sus propias mujeres o hermanas. Son así, y nada puede cambiarlos.
—Sí, Luigi.
—Buenas noches, Juan.
—¿Dónde vas ahora?
—Daré una vuelta por la «Nepeira». Tengo mal sabor de boca.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, vete a la cama. Ya te avisaré cuando sea el momento.
—Buenas noches, Luigi.
—Buenas noches, Juan.
Los escalones me iban pareciendo más largos que nunca. No me había dado cuenta antes y era una escalera triste y oscura que crujía como unos huesos que se pisaran. Apenas si la iluminaba una bombilla cubierta de polvo que estaba en lo más alto. Me pareció que era una escalera distinta, no aquella de siempre que conducía a mi cuarto. Estuve tentado de bajar hasta la calle, por si me hubiera equivocado de número. Seguí. Era la misma escalera de todos los días. Abrí la puerta y me fui hacia la cama. Debía de tener sueño, porque no pude dormir la siesta. Se trataba de un día completo, de un día distinto a todos cuantos tuve en mi, existencia. Me había desnudado y estaba tendido en la cama. Empecé a recordar mi época de niño, aquella en la que corría por las calles de mi barrio, y cuando empecé a perseguir a una chica y luego nos hicimos novios en el cine Olimpia. Estaba pensando en ello y me distrajo el grito de alguien. Ya no pude continuar con mi niñez, con el recuerdo de mis padres y amigos. Ellos no comprenderían lo que me ocurre. No, señor, esta tierra de Baroa me ha hecho cambiar. Una vez tuve hambre y Gad me dijo que podía evitarse fácilmente. Nos hicimos socios y luego llegó Luigi. Hace algún tiempo, casi el mismo en que Gad me llamó tonto. No parecía tener mucho sueño aquella noche. Me preocupaba el fin de lo empezado. Es posible que hubiera hablado de más. Y pensé en las palabras dichas a Luigi. «Quiero que Gad se arrodille delante de esa chica y le pida perdón. Quiero que se arrepienta de lo que hizo». Me sonaron las palabras en el cerebro como dichas por otro, por un otro que no tenía miedo a nadie y que estaba decidido a cumplir sus palabras. ¿Era yo? ¿Fui yo mismo ese otro que dijo las palabras? No sé, señor. Nunca había sido capaz de exigirle algo a alguien, jamás había obrado por mí mismo. Era un perfecto socio, hasta Gad lo decía, pero necesitaba que otro me dictase las órdenes, me dijese qué debía hacer. Y ahora, señor, me había erigido en dictador por propia voluntad y decisión mía. Y tuve miedo. Pienso que todos los hombres tuvieron miedo en circunstancias iguales. Todos, señor. Si pretendía no ser un cobarde y apartar el miedo, es indudable que debía saber a qué cosa temía. ¿Qué era? ¿Se trataba de Gad, de Luigi o de mí mismo? ¿De qué? Me tranquilicé un poco y creo que fue entonces cuando cerré los ojos y me dormí.
Los lunes de Baroa no son como los lunes de otras ciudades. El lunes, señor, tiene aspecto de primer escalón, de algo muy cansado. Tiene ese aspecto en todas las ciudades y en Baroa es distinto. Aquí todos los días tienen el mismo sentido, son iguales. Pero no son monótonos, señor, tienen una gran emoción. Siempre brota algo o alguien de cualquier esquina y hace diferentes a un día de otro. Luigi me había dicho que este lunes me esperaba en el bar del puerto, en «The Octopus».
—¿Se trata de Gad, Luigi?
—No, olvida eso hasta que sea el momento.
—Es que yo…
—No te estarás arrepintiendo, ¿verdad?
—¡Claro que no me arrepiento!
—Llegará el momento, Juan; llegará. El hombre más fuerte es el que sabe esperar más tiempo.
—Sí, Luigi,
—Procura estar a las cinco.
Era lo que habíamos hablado y ahora yo caminaba hacia «The Octopus» tratando de no pensar en nada, en ser como había sido siempre.
Miré el reloj del puerto y marcaba las cinco y seis minutos. Fue cuando llegué a la mesa en donde estaban Luigi y Gad. Debían de estar esperándome y guardaban silencio.
—¡Hola! —saludé.
—Siéntate —dijo Luigi.
Un poco más allá vi a Eneas. Tenía sus ojos clavados en nosotros y las aletas de su nariz recogían el aroma del whisky que estaba servido en todas las mesas. Me senté.
—Bueno —empezó a decir Luigi—, comienza la última etapa de nuestro negocio. Iremos a casa de Lay-Ti y recogeremos el dinero. Es un buen día porque hoy se inicia la feria de Baroa. Luego…
Se detuvo y le hizo una señal a Eneas. Quería decir que Eneas le trajese un vaso de ginebra con coñac y Eneas se levantó rápidamente porque acaso fuera la única señal que entendía. Y Luigi siguió:
—Luego tendremos que ir nuevamente al interior, al lugar en donde nos encontramos con Mingo. Allí será el reparto.
—Tú dijiste que…
—Ya lo sé, Gad; dije que vendrían a Baroa, pero no vendrán. No pueden venir porque la policía los conoce. Iremos nosotros.
—¿Los tres?
—Los tres. Igual que lo hicimos antes. ¿De acuerdo?
—Sí.
—¿Y tú, Juan?
—De acuerdo.
Eneas regresó con un vaso de ginebra con coñac y Luigi la bebió de un trago.
—¿Sabes quién es Pancho? —le preguntó Luigi.
Eneas afirmó con la cabeza y sus ojos se movían como si algo los persiguiera.
—¿Y sabes dónde vive?
—Sí —volvió a afirmar el negro.
—Está durmiendo la siesta. Despiértalo y dile que hará un viaje con nosotros, con Gad, Luigi y Juan. ¿Lo has entendido?
—Sí, Luigi.
—¡Corre! Dile que nos espere aquí.
Eneas salió corriendo y ni Gad ni yo sabíamos por qué lo había llamado Luigi. Estábamos caminando hacia la casa de Lay-Ti.
Nos salió a la puerta una criada vieja y gorda que debía de llevar muchos años en la casa. Luigi parecía conocerla. Dijo:
—Llame al viejo.
—No sé si estará. ¿De parte de quién?
—Llame al viejo; nos está esperando y nosotros a él.
La voz de Luigi había sonado enérgica y la criada desapareció entre unas cortinas. Los tres parecíamos mirar la habitación. Todos los muebles y cuadros seguían colocados en el sitio de siempre y no existía indicio de que estuvieran preparados para un viaje. Gad acarició una butaca de cuero y su mirada y sus labios se movieron inquietos. Debía de estar pensando en el dinero, en las esmeraldas. Ya se lo dije, señor; Gad es un esclavo del dinero y en esto no parece peor que el resto de la gente. Yo diría como todos. Uno se acostumbra y termina por no interesarle más que el dinero. Y también nos ocurre en el fútbol, en todas partes. Al principio sólo me interesó quedar bien, que los aficionados me aplaudieran. Luego, al contacto con mis compañeros, me fui acostumbrando a las «primas», y he de confesar que el único estímulo era el dinero que nos ofrecían por ganar. Y eso, señor, que yo nunca fui muy inteligente y algunas veces me dejaba llevar por la sangre. Había salido la criada y dijo:
—Pasen. Lay-Ti los espera.
Entramos.
Nunca estuve en la habitación y me pareció el despacho de alguien que tenía mucho dinero. A Lay-Ti sí lo había visto y continuaba como siempre. Sonreía y entonces sus ojos era muy difícil el verlos. Dijo:
—Siéntense.
Lo hicimos Gad y yo. Luigi permaneció de pie y Gad y yo sabíamos que era él quien hablaría.
—¿Tiene el dinero? —preguntó Luigi mientras continuaba examinando un cuadro.
—Lo tengo.
—¿Hizo que tasaran las esmeraldas?
—Sí.
—¿Qué tal?
—Me gusta tratar con gente seria y ustedes lo son.
—Gracias. A mí tampoco me agradan los granujas.
Lay-Ti se había vuelto y Luigi se aproximó a un gran armario que le resguardaba. Gad lo siguió con la vista y sabíamos por qué estaba allí.
—Aquí está el dinero —dijo el viejo.
Luigi se volvió y estaba recostado sobre el armario.
—Cógelos, Gad.
Gad se acercó a la mesa y cogió un billete. Lo estuvo palpando y lo miró a través de la luz.
—Son buenos —afirmó.
—Naturalmente —sonrió Luigi—. Lay-Ti es listo y no le gustan las bromas.
Gad cogió más billetes, los estuvo mirando y luego se los guardó todos en un bolsillo.
—¿Y la lancha? —preguntó el viejo.
—Está en el puerto y usted tiene los papeles en regla. Los depósitos están llenos de gasolina y podrá navegar hasta la Tierra del Fuego. ¿Alguna otra pregunta?
—Creo que todo está claro.
—En efecto, señor; pero no piense que nos ha engañado.
—¿Qué ocurre?
—Nada, que la lancha usted no la quiere para nada. Es una parte de su juego. Usted ya sabe lo que yo no digo.
Luigi sonrió y nos indicaba con la mano que fuésemos saliendo. Dijo:
—Lay-Ti, hemos tenido un gran placer en conocerle, pero a partir de ahora usted y nosotros no nos conocemos, no hemos tratado nada, ¿me comprende?
—Le comprendo, señor.
—Buena suerte.
—Buena suerte.
Gad y yo habíamos salido y Luigi nos alcanzó.
—Cuanto antes salgamos de aquí, será mejor.
Y salimos.
Perdimos de vista la casa de Lay-Ti e íbamos pisando el empedrado de la calle más larga y estrecha de Baroa, de la calle que va desde la montaña al puerto y que se parece mucho a esa otra que tiene Caramago, llamada del Santo Cielo. Esta de aquí se llama por varios nombres y todo el mundo la conoce por «la estrecha», quizás haciendo referencia a ciertas clases de mujeres. El dinero nos unía y yo empecé a pensar que no me importaba mucho lo que Gad había hecho con mi paisana. Luigi mismo dijo en cierta ocasión que las mujeres eran unos bichos. Mi paisana no parecía distinta a las otras y Gad llevaba mucho dinero en el bolsillo. La sirena del puerto nos animó en nuestro paso y veíamos perfectamente la bocana del muelle.
—Salimos ahora mismo para el interior —dijo Luigi.
Ni Gad ni yo respondimos nada y Luigi añadió:
—En mi habitación hay dos maletines. Tráelos al bar, Gad.
Gad fue a separarse de nosotros y Luigi lo sujetó por el brazo.
—¿Qué ocurre?
—El dinero, Gad, dámelo. Soy yo el que ha de hacer las particiones.
Gad metió lentamente su mano en el bolsillo y le entregó los billetes. Un hermoso grupo, señor. Y se marchó a casa sin haber añadido nada.
—Vamos.
Torcimos por la calle del Ángel y en la esquina nos salió al paso una mujer. Dijo:
—Tengo hambre, Luigi.
Luigi y yo la miramos, y mi socio parecía conocerla de antes. Podía haber sido guapa y ahora estaba envejecida, cubierta de esas arrugas que proporcionan el hambre y la miseria. Tenía cogido de la mano a un niño rubio que guiñaba los ojos al sol. Luigi se colocó en cuclillas y llevó su mano sobre el pelo del niño.
—¿Cómo se llama?
—Pequeñito.
—¿Pequeñito? —se extrañó Luigi.
—Sí, ése es su nombre.
—Pero Pequeñito no es ningún nombre, Gina.
—¡Vaya si lo es! —exclamó la mujer—. Su padre también dice que no es un nombre. Pero una madre es distinto; una madre sabe que Pequeñito es el mejor nombre que se le puede poner a un hijo. Y Pequeñito será siempre, Luigi. Es como si fuera más hijo mío y la vida no pasara por él. ¿Lo comprendes? No quiero que sea un hombre y se haga como vosotros.
Luigi había terminado de acariciar al niño y estaba mirando a la mujer. La miraba en sus ojos y fijamente.
—¿Por qué tienes hambre, Gina?
—Tú lo sabes.
—Sí —y luego, dándole un billete—: Toma, otro día te daré más.
—Es bastante, Luigi. Si fueras otro no me darías nada, aunque esto no te hace ser mejor que esos otros. Os parecéis todos demasiado, tenéis la misma piel.
Luigi sonrió con tristeza.
—Buena suerte, Gina.
Y nos fuimos. La mujer se quedó inmóvil en la esquina y su mirada parecía estar sobre nuestros hombros. Cuando estuvimos cerca del bar, Luigi me dijo:
—Es una gran mujer, Juan, una gran mujer. Y es mucho más joven de lo que parece. La vida no quiso darle nada bueno.
Y dijo aquello como si la mujer fuera algo suyo, algo íntimo.
Pancho y Eneas estaban sentados en donde habíamos estado nosotros antes.
—¿Qué pinto yo aquí? —dijo Pancho.
Su voz era la de siempre, igual de desagradable que siempre. Luigi lo miró sin gran simpatía y después extendió su vista hacia unos jovenzuelos que jugaban al baseball. Tardó en responder. Dijo:
—Vas a viajar con nosotros.
—¿Por qué?
—¡Bah! Eres un hombre simpático y nos gusta tu compañía.
—Eso no es cierto, Luigi.
—Bueno, pero vendrás.
—¿Y si no quiero?
—Allá tú. Creí que no eras tan cobarde, Pancho.
—No lo soy, no tengo ningún miedo de ti.
—Bueno.
Vimos llegar a Gad con los dos maletines. Uno era largo y debía de encerrar los cañones de una escopeta. Nos levantamos.
—¿Vienes, Pancho?
Pancho dudó un poco y terminó diciendo:
—Sí, vamos; puede que me guste el viaje.
Luigi empezó a caminar y Pancho, Gad y yo le seguíamos. Caminábamos hacia el Este, hacia el interior. Llevábamos tres horas andando y, menos Luigi, todos volvimos el rostro hacia atrás. Desde allí era hermosa Baroa. Seguíamos subiendo la montaña para luego descender hacia la embocadura. Entonces ya no veríamos Baroa y habríamos entrado en zona de la selva. La selva de aquí es demasiado oscura, demasiado alta. La verdad es que quizá todas las selvas sean iguales porque yo no he visto más que ésta. Y sobrecoge. El hombre se sabe aquí muy pequeño y su palabra es ridícula. Es como si las voces humanas nacieran estranguladas por el silencio de esta tierra. Sí, señor, la selva nos empequeñece y nos da la impresión de que cualquier hormiga enana tiene más importancia que nosotros, más derecho a la vida.
En el mismo sitio del primer viaje estaba una canoa. Y parecía la misma canoa y el mismo indio. Luigi se adelantó y estuvo hablando con el indio en un lenguaje que sólo ellos entendían. Debían de ser amigos y el indio se marchó corriendo por la selva. Subimos a la piragua y nos dejamos arrastrar por la leve corriente. Al pasar el primer recodo, en donde la otra vez subió la «Núa», Luigi le tendió la pala a Pancho.
—Condúcenos bien, Pancho; estas aguas tienen hambre de carne humana. Tú ya las conoces.
Sonrió y Pancho nos conducía con gran seguridad. El río y los árboles me parecieron distintos y difíciles. Con una vejez prehistórica y hostil. El calor era sofocante y toda la selva parecía inclinarse sobre nosotros llamándonos intrusos. No, señor, no volveré jamás a esta selva. Produce en mi ánimo una idea de impotencia, de no ser nada, de estar ahogándome. Y ninguno de los cuatro hablábamos. Sólo se percibía el ruido de la escopeta al ser montada por Luigi y el tremendo silencio de la selva. Aquí, señor, sí que se concibe el silencio como algo vivo que nos aplasta y humilla. Se trata de un silencio profundo que está en continua palabra, en continua voz de un lenguaje viejo y ajeno que no puede interpretarse. Y seguíamos navegando por el río espeso y sin luz, y el grito de los pájaros y animales que veíamos allí cerca, en la orilla, nos llegaba como un grito salido de otro mundo distante muchos kilómetros del nuestro. Y tuve miedo.
Me acostumbré al silencio y mis oídos registraban en su interior un sonido perenne y agudo que yo identificaría con el silbato de los guardias. Y ninguno de los cuatro hablábamos. Fue entonces cuando empecé a pensar en Gad y en mí, en las palabras que yo debía decir. La verdad, señor, es que no me encontraba muy fuerte. Yo iba sentado en último lugar y estuve mirando a Gad, a Pancho y a Luigi. Los miré. Creo que los tres temíamos a Luigi. Cada uno a nuestra manera, pero los tres teníamos miedo de él. ¿Y Luigi? No, creo que él no tenía miedo de nada porque nada parecía interesarle. ¿Cuándo sería su voz? ¿Cuándo se rompería el silencio? Luigi me había dicho que esperase, que él me indicaría cuándo era el momento de gritarle a Gad por aquello de Mercedes. Y también habría de gritarle a Pancho. A los dos. Tal vez por ello estuviera allí Pancho. Luigi debió de hacerle venir para que también Pancho respondiera, para que también él tuviese que arrepentirse. «Quiero que Gad se arrodille delante de esa chica y le pida perdón. Quiero que se arrepienta de lo que hizo». Recordé mis palabras con el mismo sonido que entonces tuvieron, y mi recuerdo de ellas no me animaron. Tenía miedo. Es que Gad no es un hombre cualquiera. Yo lo he visto manejar el cuchillo y si usted lo hubiera visto, también tendría miedo. Sé que estaba sudando y que el sudor no brotaba únicamente del calor de la selva. El sudor del miedo es frío, se agarra en la garganta de una forma distinta. Puede que Luigi le quitara a Gad el cuchillo y nos hiciera pelear sin armas. Ese pensamiento me animó un poco. Y seguíamos navegando en silencio, sin que ninguno de los cuatro pronunciara una palabra. No dejaba de mirar las espaldas de Gad y de Pancho y de Luigi. Los tenía delante de mí y sólo se movían los brazos de Pancho conduciendo la canoa. Tuve ganas de gritar, de que mi grito quebrase el silencio de la selva y ascendiera a la copa de los árboles y desde allí se fuera extendiendo a toda la naturaleza. Tuve ganas de gritar así y mi grito no pudo salir de mi pensamiento porque hubiera necesitado para ello un valor que no tengo. Sí, señor, si yo hubiera sido capaz de gritar, habría sido porque era plenamente un hombre. Y no lo soy, he de confesar que no valgo para estas cosas. Quise pensar en el fútbol, en todas mis tardes corriendo por los campos de España, y el fútbol me pareció un inocente juego de niños, una travesura de los siete años. Luigi tenía razón. Yo fui mil veces aplaudido por miles de espectadores y el público siempre aplaude lo que menos valor tiene, lo que no vale nada. El público me aplaudió febrilmente por marcar un gol y ahora yo estaba sudando de miedo. Tenía miedo de la selva y de Gad y de Pancho y de Luigi y de mí mismo. Miedo a todo. No, señor, mi padre no tenía fundamento para llamarme tonto. Ni Gad tampoco. Un jugador de fútbol no tiene por qué ser necesariamente tonto. Yo diría que son más ignorantes los que nos contemplan, los que nos gritan y nos aplauden hasta hacernos creer que somos ídolos de la vida, los que no conciben nada más importante que la victoria de su equipo. La oscuridad se había cerrado sobre nosotros y seguíamos navegando río adentro. Los animales parecían dormir y sólo continuábamos escuchando el lento introducir y sacar la pala en el agua.
—No veo —dijo Pancho.
La voz había brotado aislada. Es posible que Pancho quisiera hablar muy bajo y la voz nos sonó de una forma aguda y como construida por cuchillas de afeitar. Yo me alegré de comprobar que aún teníamos palabra.
—No te preocupes —dijo Luigi—, yo veo lo suficiente para que no choquemos.
Y seguíamos navegando y otra vez el silencio me trajo los pensamientos y sentí en mi frente que el miedo no se había ido. Yo, señor, con todos mis aplausos, con todas las voces anónimas que me animaron, estaba temblando de miedo y aún sería más cobarde si no lo confesara. Me acordé de muchas cosas y nada me hizo ser un hombre como lo era Luigi. Debe de ser que el miedo, la cobardía, es lo que más se aplaude en este mundo. Debe de ser eso, señor.
Hasta muy tarde no sentí sueño. Para entonces, Pancho había cedido a Gad la pala y en realidad no remaba. La canoa se dejaba arrastrar por la corriente. Supongo que sería la voz de Luigi la que me despertó.
—Hemos llegado —dijo.
Abrí los ojos cuanto pude y no veía nada. Mi cabeza parecía estar cansada de muchas horas de sueño.
—Trae la pala, Gad.
Pude ver cómo Luigi se incorporaba. La canoa estaba arrimada a una orilla.
—Enciende.
Gad cogió un pequeño farol del suelo y lo encendió. La luz nos molestó en los ojos,
—Sí, éste es el lugar —dijo Luigi.
Había atado una cuerda a la canoa y saltó a tierra. Bajo la luz del farol pude ver cómo las huellas de sus botas quedaron enterradas en el fango. Caminó unos pasos y se volvió hacia nosotros.
—El río ha crecido, saltad cuanto podáis.
Nos volvió la espalda y ató la cuerda a un árbol. Nosotros fuimos saltando y el que más lejos había llegado fui yo. Gad seguía sosteniendo en su mano el farol. Era Luigi el que sabía qué hacíamos allí y nos acercamos a él. Miró su reloj.
—Sentaos, tal vez esperemos algunos días.
Pancho y Gad se miraron y fueron a tumbarse en la hierba. Luigi empezó a recorrer aquella calva de terreno y yo le seguí. Pancho y Gad debían de estar durmiendo.
—¿Qué te ocurre?
—No sé, Luigi, nunca me gustó la selva.
—Es hermosa y limpia. Obsérvala. Su fortaleza es tan grandiosa, que la civilización le tiene miedo. Debiera gustarte, Juan; es completamente distinta a los hombres, es fuerte.
Levantó el farol y estaba mirando la tierra y los árboles.
—¿Buscas algo?
—Sí.
—¿El qué, Luigi?
—La causa de que la selva respetase este trozo. Debe de ser por algo. Tú has visto en todo el camino que la tierra estaba poblada de árboles hermosos y plantas. Cuando la selva respetó este trozo de tierra, despreciándola, debe de ser por algo.
—¿Tú lo sabes?
—No, y quisiera saberlo. Ignoro cuándo vendrá Mingo.
Continuaba mirando y yo intentaba poner mis pies en donde él había dejado la huella de los suyos.
—Tú conoces la selva, ¿verdad?
—Un poco; fui seringuero algún tiempo.
—Y este sitio es malo, ¿no?
—Todo lo que deja la selva es malo.
—¿Y por qué estamos aquí, Luigi?
—Hay que estar. Anda, vete a dormir; yo vigilaré.
—No, aún no; he dormido bastante.
Avanzó hasta llegar al comienzo de la espesura. Se detuvo unos instantes y elevó su vista hasta las ramas altas. Le seguí en la mirada y encontré la cabeza inquieta de un mono araña. Luigi sonrió y, al levantar el farol, pude ver la cola larga y prensil del mono. Luigi bajó el farol y continuó buscando algo que ignoraba. Fue un rato angustioso para mí. Luego volvimos a donde habían quedado los otros.
—¿Hay peligro?
—No, Juan; no he visto ningún rastro de serpiente.
—¿Tú crees que habrá?
—No lo sé, son muy astutas.
Gad y Pancho parecían dormir. Nos acercamos a ellos.
—¿No tienes sueño?
—No, Luigi.
—Entonces vigila, yo voy a dormir.
—¿Cuándo te despierto?
—Me despertaré yo.
Se tumbó en la hierba y cerró los ojos. Tan tranquilo como si estuviese en la cama de un buen hotel. Y yo, señor, me sentía solo, completamente solo. Toda mi vida había estado solo y ahora me daba cuenta. Eso era. El hombre que no se encuentra a sí mismo, siempre estará solo. Eran unas palabras de Luigi y yo supe que tenía razón. Se trataba de algo más que miedo, de una infinita soledad que retumbaba en mi cerebro. Tenía los ojos lo más abiertos que podía y de vez en cuando miraba a los que dormían. Poco a poco fui acercándome a ellos y al escuchar su respiración me notaba más tranquilo. Lo único que deseaba era salir de aquí, alejarme de aquel silencio y aquella oscuridad. Todo cuanto imaginé me fallaba y me sentí aprisionado en aquella selva. Cada vez más y no podía pensar en nada. ¿Cómo podían dormir ellos? ¿Cómo? Me sentí rebelde y empecé a silbar una canción cualquiera.
Pasé la noche mirando a los que dormían y a la oscuridad. El farol iluminaba una pequeña zona y notaba frío al contemplarlo llamear. No deseaba ver la hora hasta que la luz del día me permitiera ver la esfera de mi reloj. Sé que sería una de las mayores alegrías de mi vida. Era la tercera vez que me adentraba en la selva y sufría el mismo miedo que antes. Y si algún día volviera, sería igual. No puedo comprender que Luigi admire la selva; no puedo, señor. Tiene una oscuridad espantosa y un silencio terrible que se atenaza en nuestros huesos. Por fin pude mirar el reloj. Es posible que en cualquier parle del mundo se pudiera ver perfectamente. Allí no. Era una luz verde y sucia, que sabía a hojas mojadas. Sentí a mi derecha un ruido y miré. Eran un par de zancudas que, posadas en las hojas flotantes del río, se deslizaban con la corriente. Debían de estar buscando comida o haciéndose el amor. Luigi podía habérmelo dicho, pero Luigi aún seguía durmiendo. Lié un cigarro y empecé a pasear como un caballo atado a la noria. Fue cuando decidí apagar aquella arruinada luz que estuvo alumbrando sola frente a la inmensa oscuridad. El farol dejó de iluminar y la selva continuaba moviéndose en un ansia dislocada de vida. Dejé de tener frío y pude pensar en Gad, en mis palabras a Gad, que ya pertenecían a un miedo distinto. Creo que si hubiese sido lo suficiente hombre, hubiera llorado.
Luigi abrió los ojos y nos miró uno por uno. Gad y Pancho aún dormían. Se incorporó y vino a mí.
—¿Qué tal? —dijo.
—Bien, no se movió una rama en toda la noche.
Se había vuelto hacia el río y contemplaba a la canoa.
—Ven, tendrás que ayudarme.
Fui con él hasta la orilla. Se subió los pantalones y empezó a introducirse por el fango. Se había hundido hasta las rodillas y, alargando su brazo, llegaba a la canoa.
—Te iré dando las cosas.
Me acerqué a Luigi y fue sacando las cosas. Un maletín, tres grandes cantimploras y dos cajas de comida. Las llevé a tierra seca y vi cómo Luigi hacía grandes esfuerzos por sacar los pies del fango.
—¿Te ayudo?
—No, es cuestión de molestarse un poco.
Se agarró fuertemente a la cuerda y logró salir. Sus botas despedían un olor molesto. Estaba sentado en el suelo y empezó a quitarse el barro con unas piedras planas. Fue cuando se despertó Pancho. Nos estaba contemplando.
—¿No habéis dormido?
—Juan estuvo vigilando —contestó Luigi.
—¿Y tú?
—Dormí a tu lado, Pancho.
—¿Qué hacemos aquí, Luigi? Ya estoy cansado de selva.
—Tú la conoces bien y debiera gustarte.
—Sí, la conozco, pero no me gusta. ¿Qué hacemos aquí?
—Esperar. También lo sabes.
—¿Yo lo sé? ¿Por qué voy a saberlo?
—No me agradan los embusteros, Pancho.
—Yo no sé qué hacemos aquí, Luigi; no lo sé.
—Bueno, no voy a discutir. Yo creí que sí lo sabías. Por eso te traje con nosotros.
—¡Pues te equivocas!
—No, Pancho, si no te hubiera traído con nosotros, estarías por aquí cerca y con dos o tres amigos. Nos hubieras seguido. He tratado a muchos hombres como tú.
Pancho se había acercado a un árbol y estaba recostado sobre el tronco. Y Luigi seguía sentado en el suelo, aunque ya no tenía las manos ocupadas en limpiar las botas. Empecé a entender por qué estaba allí Pancho. Y Pancho dijo:
—Me esperan en Baroa, Luigi.
—También lo sé.
—La policía te buscará si disparas contra mí. He dado tu nombre.
—Lo sé, Pancho; no te preocupes por mí.
—Pareces saberlo todo, ¿no?
—Sí, tengo buenos amigos. Yo nunca he traicionado a nadie.
—¿Qué piensas hacer?
—Aún no lo he pensado, Pancho. ¿Tienes alguna idea que darme? ¿Se te ocurre algo?
Miré a Pancho y lo encontré muy nervioso. Debía de temblar de miedo. Estaba mirando fijamente a Luigi y Luigi permanecía tranquilo, y sus labios formaban esa sonrisa característica en él cuando tiene algo importante que hacer y espera. Siguió hablando y su voz asustaba cada vez más a Pancho.
—Te conozco hace tiempo. Es una pena que tengas tan mala memoria. Yo estaba en una plantación cuando mataste por la espalda a dos colombianos.
—¿Y… y me has traído por aquello? Eran dos y pretendían matarme.
—No me importa eso, Pancho; te he traído porque has metido tus narices en mis asuntos.
—¿Te lo ha dicho Mingo?
—Acertaste, amigo. Tú denunciaste a Mingo y a su hermano, y por ello estamos aquí los dos. También olvidaste que los indios son muy veloces. Todo lo olvidas, Pancho.
—Mingo querrá matarme, Luigi.
—Es probable. Lo estamos esperando.
—La policía… la policía te buscará y… y yo podría salvarte, Luigi.
—¿Otra vez preocupándote por mí? Es lo que te pierde; tus buenos deseos de ayudar a todos. No me interesa tu ayuda.
—Diré lo que quieras, Luigi… Te lo prometo… lo que quieras… la policía… te ayudaré, Luigi… te…
—No te pongas nervioso, siempre he sabido caminar.
—La policía está buscando las esmeraldas de Mingo… Yo… yo puedo decir que tú creías que no eran robadas… Te prometo, Luigi que…
—¿A quién le hablas, Pancho? La selva no entiende de estos asuntos y nadie puede escucharte. ¡Es una pena! Siempre dije que los tipos como tú terminan mal. No sabéis dejar la lengua quieta. No, Pancho, habláis demasiado. ¡Una pena!
Estaba mirando a Pancho y podía ver perfectamente sus músculos agitando la piel. No dejaba de temblar y supe que era más cobarde que yo, mucho más cobarde. Temblaba como yo no había temblado por la noche. Lo vi perfectamente, veía su mano, nerviosa acercarse a la cintura y descansar en la culata del revólver. Tenía la mano agarrotando la culata y sus ojos clavados en Luigi. Iba a disparar contra Luigi y quise avisarle. Le aseguro, señor, que lo hubiera hecho. No fue necesario. Luigi estaba disparando sobre Pancho y Pancho se arrugó para luego caer al suelo. Y el sonido de las balas permaneció largo rato teniendo presencia en la selva. Gad debió de despertarse entonces.
Gad se había acercado a Pancho. Lo había estado tocando y ahora miraba a Luigi y su mirada decía: está muerto. La ropa de Pancho empezó a teñirse lentamente de rojo. Las balas debieron de alcanzarle el pecho y el estómago. Se quedó con los ojos abiertos. Los ojos de Pancho estaban increíblemente abiertos y sus manos se habían cerrado como si estuvieran aprisionando el cuello de Luigi. Gad no pareció entender lo ocurrido.
—Ciérrale los ojos —dijo Luigi—. Ya no podrá ver.
Y Gad no se movió. No entendía nada, señor, y por su cabeza debían de estar cruzando mil ideas diversas. Luigi se había levantado y bebió de una de las cantimploras. Yo sé que no mató por odio. Había matado a Pancho, porque si no Pancho lo hubiera alcanzado a él. Yo lo sabía y por ello comprendo que Luigi estuviera tan tranquilo. Debía de pensar que era como matar a un animal de la selva que le atacara. Yo lo sabía, pero Gad no parecía entenderlo. Creo que esta vez Luigi debía haber hablado. Luigi nunca explicaba nada, nunca decía por qué hacía esto o aquello; nunca, señor, y esta vez debiera hablar. Y no lo hizo, no dijo nada porque Luigi exige que se crea en él, que se confíe en él. Pancho y Gad fueron socios bastantes años, se parecían un poco y Luigi debió decirle algo a Gad. Pero no dijo nada. Volvió a sentarse y continuó quitándose el fango de sus botas. Yo me acerqué a Pancho y me incliné sobre él. Estaba con los dientes apretados unos contra otros. Miré su boca torcida y parecía tener dentro la última maldición que no pudo hacer palabra. Extendí mi mano y le cerré los ojos. Así tenía un aspecto meaos tétrico, más humano. Los dedos de Gad se cerraron sobre mi brazo. Dijo:
—¿Qué ha pasado?
—Pancho quiso matar a Luigi.
—¿Por qué?
—Pancho denunció a Mingo y Luigi lo sabía. Por eso lo hizo venir con nosotros.
—¿Tú lo has visto?
—Sí, yo lo he visto. Pancho se puso nervioso y quiso matarlo. Fue Pancho quien se mató; únicamente Pancho tuvo la culpa.
La mano de Gad continuó apretando mi brazo unos instantes. Luego miró a Luigi y es posible que no creyese mis palabras. Luigi se había tumbado y estaba fumando. Pudo saber que nuestras miradas iban hacia él y que tendría que decir algo. Los hombres como Luigi sólo hablan cuando tienen que hacerlo.
—Tendremos que enterrarlo —dijo—. Hace calor y olerá mal. No sé cuándo nos tocará marcharnos.
Gad y yo seguíamos mirándole y Luigi se había levantado y empezó a caminar hacia la maleza, hacia donde la oscuridad era mayor.
—Voy a ver si hay una tierra más blanda que ésta. No tenemos herramientas para cavar.
Nos volvió la espalda y caminaba hacia los árboles gigantes y las matas. Escuchábamos sus pasos y el cortar del cuchillo, pero no lo veíamos. Miré a Pancho, caído en el suelo y arrugado. Los tipos como él siempre terminan mal. Y pensé en Mercedes, en la chica rubia que no pudo hacer nada contra Pancho. Había sido un tipo que se reía de todo y andaba escupiendo palabras todas las horas y ahora, ya, no podría hablar más, no podría reírse de una mujer o de un hombre bueno, de nadie. Su cuerpo no volvería jamás a tener movimiento y su alma Dios sabe a qué región oscura partirá. El silencio nos rodeaba y yo continué mirando a Pancho y no sentí lástima. No, señor. Y tampoco fui capaz de reírme.
Gad fue siempre un gran charlatán y ahora no decía nada. Se había apartado del árbol en donde estaba Pancho y no decía nada. Debía de estar pensando. Ignoro qué, señor; no podría acertarlo. Creo que es la primera vez que sé que Gad piensa. Es probable que intentase comprender por qué había sucedido aquello. Yo no me atrevía a explicarle más, a decirle todo lo ocurrido. Y no es que le tuviera miedo, señor, no se lo tenía. Es que Gad siempre despreció mi palabra. Como mi padre, como aquel maestro de Lavapiés. Los únicos individuos que me escucharon eran periodistas deportivos. Ellos sí, ellos me preguntaban cosas, casi siempre las mismas, y yo les respondía. Cada vez contestaba mejor, porque todas las preguntas eran iguales. «¿Quién crees que ganará el domingo?». «¿Qué te parece el medio X que ha de marcarte?». «¿Consideras justo el resultado?». «¿Qué te pareció el partido?». Las preguntas eran todas así y mis respuestas apenas variaban. Al principio, me gustaba eso de que los periodistas me preguntaran. Lo creía muy interesante y guardaba todas las entrevistas y crónicas. Después fui aburriéndome. Sólo aquellos periodistas apreciaban mi palabra y, al parecer, los miles de lectores. En donde más me gustaba aparecer era en el Marca. Marca es el periódico de mayor tirada que hay en España y se dedica únicamente a los deportes, al fútbol. Es un gran periódico, señor, y todos los españoles lo leen con gran interés. Luigi dice que el Marca, al igual que todos los periódicos deportivos, pertenece a un mundo decrépito que carece de pensamientos e ideas. Es lo que Luigi dice y me molesta porque Luigi no ha leído nunca el Marca, no sabe que es el mejor periódico de España. Mi padre también decía algo parecido, pero con peores palabras, y cuando yo aparecí en sus páginas no dejó de leerlo un solo día y lo enseñaba en todo el barrio. Y Gad, señor, despreciaría mi palabra si intentase hablarle. No permitiría que yo le explicase lo ocurrido. No, señor, aunque antes me hubiera preguntado qué había pasado. Me senté en el suelo, junto a las matas, y abrí la caja que contenía la comida. Tampoco le pregunté a Gad si deseaba comer. ¡Allá él! Sentí ruido de pasos a mi espalda y era que Luigi regresaba. Me alegré.
—Encontré un sitio —dijo Luigi.
Miró a Gad y añadió:
—No me ha importado matarlo, en absoluto.
—Ya lo sé —dijo Gad.
—Nunca me importará disparar contra un traidor, contra un tipo tan repugnante como fue Pancho.
—Era mi amigo.
—Sí, Gad, tu amigo. Por eso le contó tantas cosas a la policía. ¡Un gran amigo, Gad! De todas formas, lo hubiera matado Mingo, o su hermano, o cualquiera. Los tipos como Pancho tienen todos el mismo final. Se lo dije. Y el muy imbécil ni siquiera supo sacar el revólver; estaba demasiado nervioso.
Y Luigi había dicho aquellas últimas frases con asco, como si hubiera deseado que Pancho disparara contra él. Sé que a Luigi le hubiera gustado, que prefiere el peligro. Se acercó al cuerpo de Pancho y lo extendió boca arriba. Sus puños quedaron cerrados, aprisionando una carne enemiga invisible.
—Trae una manta, Juan.
Se la llevé y Luigi la estiró.
—Ayúdame.
Estaba inclinado y sujetó por las muñecas el cadáver. Supe que yo debía coger los tobillos de Pancho y lo hice. El muerto fue colocado sobre la manta y de su estómago continuaba saliendo una sangre espesa que a mí me parecía sucia. Lo miré y creo que no me hubiera extrañado oírle hablar. Tenía sus labios preparados para una maldición, para una frase tan sucia como la sangre que brotaba de sus agujeros de bala.
—¿Quieres ayudarnos, Gad?
—No, me molesta hacer de sepulturero.
Y Gad siguió sentado de espaldas a nosotros.
—Levanta, Juan; vamos a llevarlo.
—Sí, Luigi.
No creí que aquel exsocio de Gad pesara tanto. Estábamos llevándolo hacia la maleza. Luigi iba delante y las hojas y el follaje me arañaban el rostro. Así unos metros. Luigi se detuvo.
—Aquí, Juan.
Me estaba señalando un hoyo y vi que era profundo.
—Vamos a tirarlo. Cuando te diga, sueltas la manta.
La sosteníamos.
—¡Ya!
Escuché el golpe que produjo el cadáver de Pancho al caer. También debió de escucharlo Gad. Luigi empezó a echar en el hoyo ramas y troncos que había cortado. Después un poco de tierra y piedras. Le ayudé.
—Hemos terminado, Juan.
Empecé a caminar y Luigi me detuvo.
—Yo iré delante —dijo—. Gad está un poco impresionado.
Y caminábamos.
Lo que Gad pensara es algo que ni el propio Luigi parecía saberlo. Llevábamos algunas horas en silencio y nunca he deseado tanto la llegada de alguien como estaba deseando la presencia de Mingo. Era el maldito silencio de la selva. Y ya ni parecíamos tener palabras. Ignoro cómo resolvería Luigi mi pleito con Gad. Únicamente sabía que no era oportuno en aquellos momentos. No, señor, Gad estaba muy raro, pensaba demasiado. Me sentí inquieto y paseaba en torno de mis socios. Gad no nos miraba, permanecía absorto, como no lo había visto jamás. Empecé a silbar y Luigi sonrió.
—¿Cuándo vendrá Mingo? —dije.
—Un día de esta semana.
—¿Y si no viene?
—Mingo vendrá.
—¿Por qué estás tan seguro, Luigi?
—Conozco muy bien al hermano de Mingo y son iguales. Nunca dejan un trabajo sin hacer. Vendrá. La culpa de todo la tiene el amigo de Gad, el cadáver que hemos tirado. Si no hubiese sido por Pancho, estaríamos tan tranquilos en Baroa. Voy a dormir, Juan. Si ocurre algo, me llamas.
—Sí, Luigi.
Cruzó sus brazos sobre el estómago y observé cómo situaba una mano en la cintura, junto al revólver. Había cerrado los ojos y podría dormir. Otro no, y Luigi podría dormir.
Estaba oscureciendo. Aquí, en la selva, los días son mucho más largos que en la ciudad, tienen más horas. Esto es seguro que ya lo habrá dicho mucha gente, pero yo lo descubrí en la selva. Como Luigi dice, todas las palabras de todos los hombres han sido dichas varias veces. Y es natural, señor, porque los hombres llevamos muchos siglos hablando de idénticos problemas. Todo cuanto usted piense ha sido pensando. Sin embargo, yo pienso en mí como hombre. El silencio de la selva me hacía pensar en mí. Y eran cosas extrañas y raras en las que nunca hubiera reparado. Por ejemplo: lo complicados que somos, lo poco que nos conocemos. Creo que la mayoría de los seres llegan a los años de viejo y no han encontrado un momento libre para interrogarse por ellos. No, señor. Han jugado de pequeños, han trabajado de mayores y fueron envejeciendo. Si usted les pregunta, podrán decirle que se diferencian de otros en que están solteros, en que han tenido esta enfermedad o en que son menos ricos que fulano y viven peor. Los hombres piensan que esos estados son la diferencia del género humano. De veras que lo creen, señor. Y no. Precisamente son iguales en lo que creen ser diferentes. No han odiado, sino que les han hecho odiar. Nada es de ellos, sino del ambiente, de la circunstancia en que estuvieron. Miré a Luigi y a Gad, me miré yo. Aquí, en esta circunstancia, sé que los tres somos totalmente distintos, que no tenemos otro nexo de unión que el de estar vivos. No hay más, señor. Cada uno de nosotros escucha al silencio de una forma distinta y presiente al peligro de una manera no común. Ante una misma palabra, cada uno de nosotros miraría al que habló con una ansiedad particularísima. El ambiente. El ambiente no es lo que nos distingue, sino lo que llevamos dentro, lo que la vida social nos impide conocer con su doctrina de igualdad. Cada uno es distinto a otro. Fue cuando Gad me sorprendió. Había encendido el farol y empezó a cantar. Hasta Luigi se sorprendería. Su voz parecía salir del fondo viejísimo de un mundo primitivo, y yo no seré capaz de afirmar si cantaba bien o mal. Por veces que escuchara aquella canción que ahora cantaba Gad, no sabría decir jamás si era buena o mala la interpretación. Supongo que abriría la boca de sorpresa. Lo he visto en las películas y yo tendría la boca abierta. Sé que Gad cantaba algo triste, una letra que se parecía a otras muchas y que él estaba improvisando. Y sentí ganas de ir a su encuentro y abrazarle. Era una voz que gritaba vida en la muerta oscuridad de la selva. Sí, señor, el hombre nunca se conoce.
Cuando decidí acostarme, Luigi estaba levantado y había dicho:
—Esta noche vigilaré yo, he dormido bastante.
Eran las palabras que había dicho Luigi y yo me quedé dormido cuando aún Gad seguía cantando como un loco.
Tres días en la selva y ni la menor señal de Mingo. Miraba a Luigi y Luigi también estaba nervioso. Ahora hablábamos más. Gad parecía haber olvidado la muerte de Pancho y volvía a ser como antes.
—Menos mal que no hay fieras —dijo Luigi.
—No estoy muy seguro —refunfuñó Gad—. Anoche sentí ruido.
—Sería el aire. El único animal peligroso que puede asomar a esta zona es la boa.
—Es bastante.
—Sí, pero no creo que haya ninguna.
—¿Por qué?
—Los monos. Tienen buen cuidado en alejarse de ellas.
—¿Por qué no nos vamos? —dije.
—Esperamos a Mingo. Hay que darle su dinero.
—Tarda demasiado —añadió Gad.
—Vendrá en esta semana.
—¿Y si no viene? —preguntó Gad.
—Vendrá. Yo conozco a los hombres como Mingo.
—¡Naturalmente que vendrá! —gritó Gad—. Como que se llevará más billetes que ninguno por no hacer nada.
Luigi se había levantado. Reconocí en su mirada que estaba molesto. Dijo:
—Ha hecho más que tú hiciste en toda tu vida, Gad, y lo ha hecho por algo noble que desconoces, que no sabrías comprender.
—¿Sí? ¿Por qué?
—¡No te importa!
—¡Vaya si me importa! Estoy cansado de esperar en la selva. Terminaremos por no tener comida ni agua. ¡Estoy harto, Luigi! Y la canoa terminará pudriéndose en este río infecto. Mataste a Pancho y no dije nada, pero terminaremos todos muertos si esperamos más.
—¿Es eso lo que piensas?
—¡Sí! ¡Es lo que pienso!
—Pues piensa otra cosa, Gad, porque esperaremos a Mingo hasta que se cumplan los siete días de la semana. Pancho fue un mal socio para ti.
—Sí —se burló Gad— y tú eres un santo.
Creí que la discusión seguiría y Luigi no dijo más. Se tumbó otra vez en el suelo y empezó a dormir. Con los ojos cerrados, había dicho:
—Debes descansar, Gad; te estás poniendo nervioso y en la selva hay que estar siempre tranquilo. Los nerviosos no ven los peligros. Descansa, Gad.
Continuó con los ojos cerrados y el silencio de la selva se introdujo en mis oídos. Siempre escucharé ese silencio. Toda mi vida, señor; es inconfundible y perpetuo.
Cuando Luigi se levantó, Gad estaba reclinado sobre un árbol y yo miraba hacia el río tratando de inventar alguna figura sobre sus aguas. Luigi se acercó.
—Ya sé por qué la tierra no quiere este trozo.
Me condujo hacia la maleza y me llegó un olor a podrido que casi me hizo vomitar. Luigi lo observó y nos detuvimos.
—Es del pequeño pantano.
Miré a través de la espesura y aprecié las inmundas aguas sobre cuya flotante lama corrían avecillas acuáticas que chillaban balanceando la cola. Dimos la vuelta y Luigi cortó con su cuchillo las malezas cercanas a un árbol enorme, de donde empezaron a caer unos gusanos verdosos. Cogió uno entre sus dedos y dijo:
—Nacen podridos.
Me llevó hacia la derecha y se inclinó sobre unos charcos de agua oscura en la que flotaban unas hojas de color extraño. Removió con una rama las aguas.
—Está envenenada.
Observó cuanto había alrededor y añadió:
—No hay las menores señales de tortugas.
Había cogido un puñado de tierra entre sus dedos y la dejó caer lentamente. Dijo:
—Ese mono que vimos, debió de perderse. No es tierra de animales, todo está podrido, no es selva.
—¿Y eso es malo?
—Sí, prefiero las fieras, la auténtica selva. En cuanto los zancudos nos huelan, bajarán sobre nuestras cabezas. Afortunadamente, Pancho huele más y peor que nosotros.
—¿No podríamos dejarle aquí el dinero a Mingo?
—Si veo a los zancudos revolotear encima de Pancho, nos iremos. Mientras no, Juan. Hay que tener palabra. Lo comprendes, ¿verdad?
—Sí, Luigi.
—No le digas nada a Gad, Juan, absolutamente nada.
Volvimos nuevamente a nuestro sitio y Gad sonreía. Dijo:
—Qué, ¿habéis encontrado alguna mujer que enamorar?
—No nos gustaban —dijo Luigi—. Ya sabes que Juan es muy exigente.
—Sí, no entiende mucho. Si volvéis, procurad traerme una. Tengo sed y me la beberé enterita.
Había abierto la caja de la comida y nos indicó con la mano que nos acercásemos.
—Si me toca morir pronto —dijo— quiero tener el estómago lleno.
—Aún no morirás, Gad.
Se miraron y los tres estábamos comiendo. Todo permanecía seco, señor. De pronto, Gad escupió en el suelo y dijo:
—¿Por qué no habrá hormigas? Me gusta verlas.
—Las hormigas comen.
—¿Qué quieres decir, Luigi?
—Que aquí no hay nada que comer.
—¿Y los monos?
—No hay monos, Gad.
—Tú dijiste que…
Estaba equivocado. Era un mono que debió de perderse.
¡Más lindo! —rió Gad—. Seremos los únicos seres vivos de esta tierra. ¿No te gusta que sea así, Luigi? ¡Tú conoces la selva! ¡Es tuya!
Luigi no respondió y seguimos comiendo de la lata.
Al atardecer empezaron a caer unas gotas de lluvia. Gad extendió las manos y gritó:
—¡Eh, Luigi! ¿Has encargado tú esta ducha?
Nunca había escuchado que Gad le hablara a Luigi como lo estaba haciendo en estos días. Nunca, señor. Y Luigi contestó:
—No lloverá, Gad, no te preocupes.
—No lloverá, ¿eh? Pancho me habló de las lluvias en la selva y dijo que duraban días y días, hasta ahogar a los animales y sacar a los peces de sus ríos.
Luigi permanecía tranquilo, como perdonándonos. Dijo:
—Pancho tampoco entendía de la selva; no lloverá.
Al poco rato dejaron de caer las gotas y Gad debió de sentirlo porque Luigi había acertado.
Volvimos al silencio y ahora yo deseaba que los árboles se movieran, que la selva nos diese un grito de vida. Me preocupaban las palabras de Luigi. Los zancudos, señor, atacan en grandes grupos. Son como los cuervos en otras regiones. Huelen la muerte y la miseria, y revolotean sobre las personas hasta que empiezan a beber el sudor y después la sangre. En el otro viaje habíamos visto una gran familia y nuestros disparos les hicieron huir. Pero es que entonces navegábamos con gran rapidez. Y ahora no, ahora estábamos allí sentados y la comida empezaría a escasear muy pronto. Nos había crecido la barba y teníamos aspecto de náufragos. Fue cuando Gad me distrajo. Silbaba con gran fuerza y lo miré. La luz del farol le iluminaba un trozo del rostro. Parecía un individuo distinto. Había respetado a Luigi en todos los momentos y ahora osaba gritarle. Era distinto, señor. Le estaba mirando fijamente y él tenía sus ojos clavados en la tierra como si pensara algo muy importante. Eso era; pensaba algo muy importante. Ya no silbaba. Tenía apretada contra su pecho la escopeta y permanecía encerrado en su pensamiento. ¿Qué sería, señor? Antes, habíamos caminado juntos en los pequeños negocios que nos salieron y ahora yo presentía que éramos seres extraños que desconfiábamos entre sí. Yo mismo tenía cogida la culata del revólver porque temía a Gad. Y no dejaba de mirarle. Estaba en cuclillas, sentado sobre el carcañal del pie, y su mirada no se apartó del mismo punto de antes. Debía de pensar en algo muy grave porque los músculos de su rostro se contraían adquiriendo un aspecto siniestro bajo la débil luz del farol. Cada día dormíamos menos y yo escuchaba en mi interior unas voces lejanas que me impedían descansar. Creo que Gad tenía tanto miedo como yo, aunque ahora pienso que quizá no fuera miedo. No, no sería miedo. Miré rápidamente a Luigi y lo vi tumbado, con sus ojos durmiendo en un espacio sin límites. Volví mi vista a Gad. Luigi era el que más descansaba de los tres, el que aún seguía hablando como siempre lo había hecho. Y también me irritaba su aspecto de hombre superior, de ser que descansaba como si todo lo tuviera previsto y nada fuera capaz de inquietarle. Me irritaba su aparente frialdad, su juzgar todo cuanto nos sucedía con una gran indiferencia. Volví a mirarlo y permanecía lo mismo. Gad y Luigi estaban lo mismo, sin moverse, desde hacía mucho tiempo. Y sentí odio por ambos. Me estaban desesperando con sus palabras tontas que se herían. Sí, señor, también yo estaba nervioso y no me veré otra vez en aquella situación ni por todo el dinero del mundo. Traté de pensar en Mercedes y reconocí que aquella mujer no me importaba más que una mujer cualquiera. No me interesó su caso lo más mínimo. ¡Allá ella! Después de todo, es posible que Gad tuviese razón y no fuera más que una invertida. ¡Qué me importaba! ¿Acaso se estaría preocupando ella por mí? No deseé pelearme con Gad por ella. Y no era miedo a Gad; ahora no le tenía miedo. Era que Mercedes no me interesaba. Creo que nadie me interesaba aquella noche. Y no me echaría a dormir mientras Gad permaneciera en aquella postura. Continuaba abrazando la escopeta y mirando el mismo trozo de tierra. ¿Qué pensaría, señor? ¿Qué? Y Luigi nada. Como si estuviéramos en aquel confortable hotel de Caramago y no en un infierno podrido. Sentí ganas de disparar contra ellos y dejarlos allí, como ya estaba Pancho. El silencio de la selva me enloquecía. Es muy difícil soportarlo. ¿Y por qué Luigi lo soportaba? ¿Por qué? Me hubiera gustado que en aquel momento saltara un gran tigre sobre nosotros. Significaría ponernos en movimiento, volver a actuar. Pero no, Luigi había dicho que ninguna fiera saldría de aquella tierra y Luigi siempre acertaba. Luigi era desesperadamente frío. Y Gad. Sí, señor; tuve ganas de disparar contra ambos. Aquel silencio, aquella quietud me enloquecían y la noche fue larga, muy larga. Le aseguro que fue la noche más larga de toda mi vida. Mucho más que aquella otra en la que me produje mi lesión de rodilla frente al Valencia C. F.
Debí de dormir un poco, no lo recuerdo exactamente. Al despertar, me encontré rodeado del mismo silencio que al cerrar involuntariamente los ojos. Fue una noche en la que ninguno de los tres estuvo vigilando la selva porque los tres parecíamos vigilarnos. Estábamos tan solos, que yo era un personaje importante. La circunstancia, señor. Siempre había sido un mero ayudante y ahora cobraba una auténtica personalidad por mí mismo. Pensaran lo que pensaran Luigi o Gad, yo estaba en esos pensamientos. Los tres. Íntimamente ligados los tres. Luigi seguía mandando y tenía en la selva a su peor enemigo. Pienso que, de no haber disparado contra Pancho, Luigi estaría en el hoyo sirviendo de reclamo a los zancudos. También pienso que Luigi tenía razón y que el único culpable de todo era el muerto. Gad continuaba recostado sobre el árbol y seguía teniendo la escopeta abrazada. Miré sus ojos y los encontré nerviosos, inquietos. En aquel amanecer tuve la impresión de que todo cuanto me había sucedido antes, absolutamente todo, había pertenecido a mi infancia. En aquel amanecer se iniciaba mi vida de hombre, mi auténtico valer. Continuaba muy nervioso y los nervios no me impidieron pensar en ello. Allí, en la selva, es donde únicamente el hombre se curte lo suficiente como para saber caminar por la vida en una mirada superior. Yo odiaba a la selva y, no obstante, empezaba a entender esa grandiosidad que había dicho Luigi. Ya no lo encontré extraño, ni tan siquiera excepcional. Quien es capaz de dominar a la selva, de luchar con su silencio y su vegetación de miles de siglos, puede pasar por la vida con esa tranquilidad de Luigi. Sí, Luigi debió de ser un buen cauchero, debió de hacerse inmune al curare y dominador del güío con su voz. Únicamente así puede descansar un hombre como Luigi descansaba. Y entonces, señor, le admiré como jefe y se disipó mi odio. Yo no podía considerarme fuerte para odiarlo, no merecía el solo hecho de pensar en él porque estaba muy por encima de nosotros. Luigi amaba la selva y se dormía en ella como si se tratase de la mujer amada que estuvo esperándole muchos años. Y yo, señor, yo prefería no ser tan hombre, y huir de aquello, huir pronto.
Luigi se había levantado y revisó el farol. Sonreía.
—¿Qué tal la noche, Gad?
—Muy cómoda, estas doncellas hacen bien la cama.
—¿Y tú, Juan?
—No he dormido mucho.
Tenía en sus manos el revólver y giró el cilindro de las recámaras. Lo cargo y fue a dejarlo otra vez en su funda.
—¿Qué haces ahí con la escopeta?
—La acaricio —dijo Gad.
—¿Imaginas que es una guaricha?
—Sí.
—¿Y te inspira bellos pensamientos?
—Los más bellos, Luigi.
—Me alegro, Gad, me alegro. Pero no le hagas mucho caso; ya sabes que las mujeres hablan demasiado y mienten.
—Ésta no —y acarició los cañones—; es sincera.
Luigi le dio la espalda e ignoro si aquella conversación había sido un reto. Yo vigilaba a Gad y encontré la mirada de Luigi. Era una mirada de amigo y leí en ella algo así como «Gad no te tiene en cuenta, pero yo sí, Juan; yo sé que tú me defenderás si él dispara y por eso puedo darle la espalda y dormir sin ningún miedo». Me gustó aquella mirada de Luigi y estaba dispuesto a disparar contra Gad si hacía el menor movimiento. Gad continuó en la misma postura. Reclinado sobre un árbol de espesas ramas y con la escopeta empuñada, como si estuviera haciendo guardia. Creo, señor, que éste es el momento más importante de la narración. Yo nunca fui muy inteligente, ya lo sabe, y quizá no sepa acertar con las palabras. Es la causa de que haga este inciso. Sí, fue el momento más duro que he pasado en mi vida. Le aseguro que por mucha vida que tenga por delante, jamás veré un espectáculo tan horriblemente desagradable. Es imposible que un hombre sufra dos veces la misma visión. Totalmente imposible. Luigi había comenzado a pasear y una de las veces, al pasar junto a mí, se quedó mirando fijamente a la tierra. Estábamos frente a Gad.
—¿Habéis escuchado algún ruido esta noche?
—No —dije, y Gad negó con la cabeza.
Luigi se arrodilló sobre el terreno y empezó a mirar la hierba detenidamente. Yo me olvidé de Gad y estaba mirando lo que Luigi miraba. Habló en voz baja.
—Parecen las huellas de una boa.
Me recorrió por todo el cuerpo un frío intenso y Luigi debió de sentirlo.
—En la parte de atrás tienen una especie de patas atrofiadas, unas uñas.
Miró hacia las ramas del árbol que teníamos encima y yo miraba en todas las direcciones que él lo hacía. Escuchaba perfectamente su respiración.
—Tal vez haya pasado —dijo—, no la oigo.
—¿Es qué podrías oírla, Luigi?
—Si estuviera aquí cerca sí, pesan mucho.
—¿Y no está?
—Creo que no, Juan.
—¿Seguro?
—Tendremos que vigilar mucho, tienen gran astucia.
—¿Qué haces?
—Quisiera averiguar la dirección que lleva. Si es una boa, no me explico lo que hace en esta tierra; no hay animales que devorar. Debe de tener mucha hambre y ya podía habernos atacado cuando nos vio.
—Yo no sentí nada.
—¿Llevas mucho tiempo aquí, en este sitio?
—Sólo unos segundos.
—Puede que se trate de una boa muy vieja o herida. No lo sé, Juan.
Seguíamos inclinados sobre la tierra y no pensaba ni que Gad existiera. Estaba asustado y no me atrevía a mover un pie. Sólo mirar, mirar todo cuanto Luigi estaba haciendo. Fue entonces cuando escuché la voz de Gad.
—¡No os mováis! —gritó.
Creo que hasta dejé de respirar. Pensé que tendríamos la boa sobre nuestras cabezas y vi que Luigi me miraba. Volví a escuchar la voz de Gad.
—Si os movéis —siguió gritando—, no me importará disparar sobre vosotros. ¡No me importará, Luigi!
Luigi dejó las manos sobre la tierra, como antes, y no podíamos ver a Gad. Estaba demasiado asustado para pensar en algo, y sólo recordé que la noche anterior había deseado disparar contra Luigi y Gad. La voz de Gad era firme y sus palabras vibraban ya como balas.
—Estoy harto de esperar, Luigi —siguió Gad—, y voy a largarme con la canoa y el dinero; voy a dejaros aquí para toda la vida, ¿me escuchas bien?
Luigi no respondió y Gad continuaba gritando:
—Escúchame, Luigi, y sólo muevas lo que yo te ordene. Si te pasas de listo, iré a recoger la cartera de tu cadáver. Voy a explicártelo, socio; ahora soy yo el que dictará las órdenes. Mete la ma…
No siguió, señor, no pudo seguir. «Ma…» era lo último que había dicho y ahora lanzó un grito tremendo que desgarraba la piel más dura. Luigi se volvió rápidamente y le oí gritar:
—¡Clávale el cuchillo. Gad, clávaselo en la cabeza!
Me volví y era espeluznante, señor. Todo el cuerpo de Gad estaba rodeado por la boa y debía estar oprimiéndole, porque Gad no podía gritar. Pienso que la boa le reventó por dentro. Luigi se acercó a mí y sujetaba mis brazos con fuerza.
—¡Escúchame, Juan, escúchame!
Supuso que estaría sordo y me zarandeó.
—¡Escúchame, Juan! ¡Escúchame! ¡Escúchame!
Oía sus gritos.
—Voy a irme a aquella parte. Cuando empiece a disparar contra la boa tú le apuntas a la cabeza y disparas. ¡Únicamente a la cabeza y no falles! ¡A la cabeza, Juan!
—Sí, Luigi.
Volvió a zarandearme más suavemente.
—¿Me has entendido, Juan? ¡A la cabeza!
—Sí, Luigi.
Me quedé inmóvil y Luigi se marchó hacia el río. Vi que la serpiente abría la boca y que Gad no oponía resistencia. Lo estaba viendo todo como si se tratara de un sueño y creo que mi corazón no latía. Fue cuando Luigi me tiró una piedra y sentí su golpe en el pecho.
—¡A la cabeza, Juan!
Saqué la pistola. Luigi disparó contra el cuerpo de la boa, contra la parte más abultada, y su disparo me despertó. Empecé a tirar sobre la cabeza del animal y poco a poco me fui acercando para acertar con toda seguridad. Había dejado vacío el cargador y Luigi me gritó:
—¡Atrás, Juan, vete de ahí!
Eché a correr y, cuando me volví, la boa estaba agitándose con gran rapidez y no parecía saber qué dirección tomar. Luigi empezó nuevamente a dispararle a la cabeza. Era difícil el darle, pero creo que le acerté con casi todas las balas. Estuvimos disparando contra el animal una y otra vez y debía de tener el cuerpo agujereado. Su piel aparecía teñida con un nuevo y más vivo color. Por fin, la boa se arrastró hacia la maleza y dejó de vibrar. Ignoro cuánto tiempo duró aquello. Luigi se acercaba lentamente a mí. No gritaba. Su voz era lenta, muy lenta.
—Te has portado como un hombre, Juan, y era difícil.
Aún no pude hablar, no me brotaba la palabra.
El pobre Gad se parecía un poco a Pancho.
Me tenía sujeto por el brazo y me llevó hacia donde estaban la caja de comida y las cantimploras. Olía a pólvora. Toda la selva olía a pólvora.
Fue un tiempo que jamás podré calcular. Cuando nuevamente sentí en mis oídos el silencio de la selva, miré a todas partes. Sé que miraba tratando de asegurarme de que aún vivía, tratando de averiguar si todo aquello de la boa era realidad o tan sólo había existido en un sueño producido por la fiebre. Encontré la compañía en los ojos de Luigi.
—Bebe, Juan.
Y me había tendido una de las cantimploras. Bebí. El agua no tenía gusto a nada.
—¿Cómo fue, Luigi?
—Gad eligió mal momento, estaba demasiado nervioso.
—¿Y la…?
—Muerta, tú le hiciste perder la orientación. No creí que dispararas tan bien.
—¿Dónde está?
—Allí —me señaló.
—¿Y Gad?
—Con ella, no tenía ninguna probabilidad de vivir. Era una boa venenosa y el veneno de su glándula es muy activo. No se podía hacer nada.
Miré hacia el árbol en donde había estado Gad y entre el ramaje se veía un trozo de cuerpo de la boa.
—Te portaste como un hombre, Juan; como un auténtico hombre. Otro tipo hubiera echado a correr y teníamos que matarla. Se trataba de una boa herida y con mucha hambre. Gad nos ayudó a matarla. El pobre Gad nos ayudó.
Las manos me temblaban y sentía en mi cuerpo unas sacudidas extrañas. Era ahora cuando realmente estaba asustado, cuando estaba sintiendo los instantes del peligro. Miraba a los árboles temiendo que de alguno de sus troncos se descolgara otra boa. Cerré los ojos y el espectáculo continuaba repitiéndose delante de mí. La boa y Gad. Los dos en el mismo cuerpo.
—¿Qué hacemos, Luigi?
—Esperar, ya falta poco.
—Ha sido terrible.
—Sí, debes descansar; intenta dormir.
—No podría.
—Estás cansado, Juan, muy cansado, y llevas dos días sin dormir. Yo vigilaré, yo tendré cuidado de que nada nos pase. Intenta dormir.
—Sí, Luigi.
Me tumbé en el centro del descampado y cerré los ojos. Traté de llevar mis pensamientos a todas las impresiones que sufrí en mi vida. Nada me llegaba. El desnudo cuerpo de Mercedes, mis partidos de fútbol, todo se borraba de mi mente con gran rapidez. Siempre volvía la visión de Gad engullido por la boa. El trozo de cuerpo me obsesionaba. Quería mirar y tuve necesidad de todas mis fuerzas para no hacerlo. Empecé a contar ovejas y le aseguro, señor, que no servía de nada. Una, dos, tres, veinte, treinta y dos… podía contar cuanto quisiera, que sería imposible apartar la imagen de mis retinas, Gad y la boa. Me incliné,
—¿Tienes un pitillo, Luigi?
—Sí, toma.
También me dio lumbre y empecé a fumar.
—¿Qué haces? —dije.
—Pasear.
—No puedo dormir, Luigi.
Se había sentado a mi lado y sus ojos buscaban en todas direcciones.
—¿Tú sabes si Gad tenía alguna familia?
—No, nunca me dijo nada. ¿Por qué?
—Yo tampoco conozco a nadie. Hablaba de su madre para maldecirla y ni siquiera sabía cuál era su nombre.
—¿Pasa algo, Luigi?
—Su dinero. Al final se puso nervioso, pero merece una parte.
—Sí, eso creo.
—Se la daremos a Eneas. Gad y Eneas se apreciaban mucho.
—Es posible que Eneas llore.
—No le diremos que Gad ha muerto.
—¿No?
—No. Estoy pensando que nuestra sociedad se ha roto. Éste fue nuestro último trabajo. Y todo por un cochino cerdo como Pancho. Él tuvo la culpa de todo. Me entran ganas de ir al hoyo y dispararle. Gad estaba equivocado y no toda la culpa era suya. Lo criaron así, lo hicieron de esa forma y no todo en él era malo. Te aseguro que podría haber sido como un hombre cualquiera. Quisiera que Dios lo perdonase. Sí, Dios sabrá comprenderlo, aunque Gad no supiera expresarse.
Era la primera vez que oí a Luigi pronunciar el nombre de Dios, y sus palabras sonaron como una plegaria y tuve paz en unos momentos. Me golpeó en la espalda y sonreía. Dijo:
—Siento que no puedas decirle a Gad las palabras que tenías preparadas, de veras que lo siento. Te hubiera apreciado como te aprecio yo ahora. Sí, Juan.
Los pensamientos empezaron a recorrer mi cerebro. Era como una sensación de culpabilidad. No. Más bien una explicación a la actitud postrera de Gad. Yo también había pensado en disparar contra Luigi y huir con la canoa. Puede que Luigi también hubiera pensado lo mismo. Y usted, señor. La selva nos hacía enemigos de nosotros mismos y la idea de matar se arraigaba en nosotros como un abrazo a la vida. Quise que Dios perdonara a Gad porque sería como perdonarme a mí. Sí. La única diferencia entre Gad y yo estaba en que él tuvo la valentía de expresar sus pensamientos. Nada más. Y busqué en mi alma las palabras de la oración. Dios me dio al sueño.
Cuando abrí los ojos, amanecía. Luigi estaba de pie y sus manos descansaban en la cintura. El cuerpo de la boa permanecía quieto y lo estuve mirando hasta convencerme de que era una realidad.
—¿Algo nuevo, Luigi?
—Nada, aún no me explico cómo estaba esa boa por esta tierra. Jamás vi una boa por estas zonas ni sé de nadie que las viera. No lo entiendo. Puede que las boas también se vuelvan locas y no sepan lo que hacen.
—Debiéramos irnos, no me encuentro muy bien.
—Nos iremos mañana, Mingo debe de estar llegando. Lo que debes hacer es seguir descansando. La vuelta será dura.
—¿Y tú?
—¡Bah! Yo estoy acostumbrado a la selva.
Se agachó para recoger las botas que se había quitado y su rostro me pareció más cansado que nunca. Comprendí que Luigi apreciaba a Gad. Sí, señor, lo apreciaba y jamás hubiera disparado contra él. También me apreciaba a mí. Se sentía preocupado y se notaba en su forma de actuar.
—¿Qué piensas, Luigi?
—En ti, Juan.
—¿En mí? —me extrañé.
—Sí, ya lo he pensado.
—¿Qué has pensado?
—Tú no sirves para esta vida, Juan; debes dedicarte a algo más importante. ¿No te acuerdas de España?
—Sí, claro que me acuerdo.
—Debes regresar a ella. Tienes dinero suficiente para instalarte y vivir tranquilo.
—¿Y tú, Luigi? ¿Qué piensas hacer?
—Yo soy distinto, completamente distinto. Me las arreglaré.
—¿Piensas irte con Mingo?
—No —sonrió—, me iré contigo a Baroa. Quisiera que me hicieras un favor.
—¿Cuál, Luigi?
—Eneas.
—¿Eneas?
—Llévatelo a España contigo. Tiene su dinero, la parte de Gad.
—Eneas no querrá.
—Yo me encargaré de eso, sé tratarlo.
—Bueno.
—Te seguirá a todas partes y es probable que te canses. Pero es un buen muchacho si tienes paciencia, ¿lo comprendes?
—Sí, Luigi.
—Si se quedara en Baroa, yo no podría ayudarle y es demasiado infeliz para la gente del puerto. Bebería whisky todos los días hasta que alguien le apuñalara para quitarle el dinero. Lo comprendes, ¿verdad?
—Sí, Luigi, lo comprendo.
—¿No te importará que vaya contigo?
—No, lo llevaré a España.
—Gracias, Juan.
Tenía las botas en la mano y las miró. Fue a sentarse y su rostro se parecía otra vez al rostro de siempre. Estaba calzándose. Yo miré hacia el cuerpo de la boa.
—¿No podríamos enterrarlo, Luigi?
—No, el cuerpo de Gad está destrozado y la boa es venenosa. Dentro de unos días este lugar olerá como lo más desagradable del mundo. Nadie lo soportaría.
Estuve más de dos horas pensando en las vueltas que da el mundo, en los cambios y sorpresas que lleva un hombre en la vida, en lo lejos que estaba yo de suponer esto cuando marqué el célebre gol en un Madrid-Atlético de Bilbao. Estuve así más de dos horas, y no resolví nada.
—Luigi…
—¿Qué, Juan?
—¿Tú qué hacías antes de venir a América?
—Pelear, como luego lo hice en la selva. Toda la vida estuve peleando. Primero con fieras que usaban zapatos y corbata, y después con fieras que rugían desnudas. Pelear.
—¿Y no hiciste otra cosa?
—Sí.
—¿Qué, Luigi?
—Amar a las fieras.
—No quieres contestarme, ¿verdad?
—Sería muy largo y es una historia como otras muchas. No es amena, Juan.
—Ya sé que nunca quieres decir nada de ti, que nadie sabe lo más mínimo de tu existencia. Pero ahora, Luigi, ahora es distinto. Me gustaría ayudarte en algo, poder comprender cualquier pena tuya y compartirla. De veras, Luigi.
—Te entiendo, sé lo que quieres decir.
—¿Y no deseas contarme nada?
—Nada, Juan. Cuando las heridas se cierran, no deben abrirse jamás. De todas formas es igual, te lo agradezco.
—No lo he dicho por eso.
—Ya lo sé, ya sé que sólo pretendías ayudarme. Y lo has hecho. Tanto que yo jamás te recordaré como futbolista, porque ya eres algo con más valor que eso. Cuando vuelvas a España, podrás mirar a la gente de una forma distinta, no te importarán sus miradas. Tú te sabrás distinto, con una fuerza superior de la que carecen la mayoría de los muñecos que se llaman hombres y van gritando por la calle. Tú has sudado el miedo, Juan.
Son cosas extrañas que suceden. Me entró en el cerebro el estribillo de una canción muy conocida y empezó a repetirse una y otra vez. No pude echarla de mi cabeza y el estribillo se estuvo repitiendo hasta el odio.
—Debes comer, Juan.
—No puedo, Luigi.
—Haz un esfuerzo, hay que remontar el río.
—No puedo, Luigi.
Lo intenté y no pude. Mi boca estaba demasiado seca y la saliva no fluía.
Vimos llegar a Mingo y creo que en aquel momento el silencio de la selva se hizo música en mis oídos.
—¿Qué ha pasado?
—Se tragó a mi socio, a Gad.
—¿Y Pancho? ¿No has podido traerlo?
—Tuve que matarlo.
—Lo siento, tenía gran interés en hablar con él.
—¿Y tú?
—La policía me siguió por la selva. Me costó trabajo llegar sin dejarles una pista.
—¿Qué piensas hacer?
—Depende. ¿Tienes todo el dinero?
—Sí.
—Entonces será fácil. Iremos al Amazonas y nadie nos perseguirá. ¿Y tú?
—Regresaremos a Baroa, estoy cansado.
—Debierais veniros conmigo.
—No, estoy cansado. Y Juan también lo está.
—Como quieras.
—¿Qué tal sigue tu hermano?
—Bien, podrá escapar. Me dio recuerdos para ti.
—Fuimos grandes amigos.
—Lo sé.
Nos sentamos y Luigi sacó los billetes. Mingo dijo:
—¿Necesitas más dinero del que te corresponde?
—No, hay bastante para todos. Fue un buen trabajo.
—Sí.
Mingo cogió el puñado de billetes que Luigi le entregaba.
—Cuéntalos.
—No hace falta, mi hermano y yo conocemos a la gente. ¿Podríais darme agua?
—Llévate una cantimplora.
—Lamento lo de tu socio, Luigi; no pude llegar antes.
—Ya ha pasado. Tuvimos mala suerte.
—Lo siento, Luigi.
—¿Quieres comida? Nos queda un poco y no tenemos hambre.
—Dejadla.
—Juan, lleva las cosas a la canoa. Cuanto antes salgamos de aquí, será mejor. Dentro de poco, este lugar apestará de una forma insoportable.
Me levanté y fui a la canoa. Pienso que Mingo era de la misma pasta que Luigi. Hablaban y medían sus palabras como en un telegrama. Estaba dentro de la canoa y Luigi me gritó que no bajase. Lo vi despedirse de Mingo y vino hacia la piragua. Subió y tenía la pala entre sus manos.
—¡Buena suerte, Mingo!
—¡Buena suerte, muchachos!
El cansancio no pudo conmigo. Era yo quien más prisa tenía y Luigi me observaba sonriendo. Río arriba, cada vez que nos íbamos alejando más del lugar, iban creciendo mis fuerzas. El agua del río me pareció más líquida y hermosa. Ni una sola vez había mirado atrás. Ni una vez, señor, y era mucho lo que nos sucedió.
Cuando llegamos a la embocadura creí que la tierra tenía demasiada luz, que se había modificado y el sol le prestaba un color distinto. Todo lo encontré demasiado amarillo y volví al concepto de que el silencio es silencio y no un murmullo continuo y silbante. No deseaba recordar nada y me sentí nuevamente nacido. Yo no estuve en la selva; fue una imagen mía. Quien ahora conducía la canoa era Luigi y ya estábamos dentro del pequeño lago que se llama embocadura. Un indio, el mismo indio de siempre, nos esperaba. Luigi le lanzó la cuerda. La piragua osciló al bajarnos de ella.
—Descansaremos aquí —dijo Luigi—. Estoy rendido.
Frente a nosotros la montaña, y tras la montaña Baroa. Luigi hablaba con el indio un lenguaje extraño. Le dio el revólver de Pancho y el indio salió corriendo hacia las rocas.
—¿Qué le has dicho? —pregunté.
—Que se marche a esas rocas y desde allí vigile. Si hay alguien, disparará.
—¿Y dónde iremos si hay alguien?
—No sé, creo que a ninguna parte.
—Entonces…
—No sé, Juan, estoy demasiado cansado para moverme, para que algo me importe. No sé para qué mandé al indio, no sé nada.
—Vamos a descansar, Luigi.
—Sí, vamos.
Acaricié la tierra como jamás acaricié a una persona, y mi cuerpo fue recorrido por un cosquilleo voluptuoso. Piernas y brazos extendidos, descansé como la bestia más feliz del mundo. No descanso de hombre, sino de bestia.
—Vamos, Juan.
Brinqué sobresaltado y encontré la sonrisa de Luigi.
—Es hora de marcharnos. ¿Cómo te encuentras?
—Perfectamente.
—Pues vamos.
Me alisé el pelo con las manos e, involuntariamente, acaricié la barba de seis días. Caminábamos.
—¿Sabes en quién pienso, Luigi?
—¿En quién?
—En la «Núa». Me ha venido de pronto. ¿Por qué no le preguntaste a Mingo por ella?
—¿Para qué?
—La primera vez que la vi era feria.
—Ahora también hay feria.
—¿Y no te has preguntado nunca por ella?
—No, sabrá vivir.
—A Gad le gustaba mucho.
—Y Gad a ella, nada.
—¿Es que nunca te ha preocupado una mujer?
—Sí, varias veces.
—¿Cuándo, Luigi?
Sonrió. Avanzábamos a buen paso y dijo:
—Creo, Juan, que nunca sabrás hacer preguntas.
Sacó un paquete de chesterfield y fumábamos. Eran los dos últimos pitillos que quedaban y seguimos a buen paso. El paquete, arrugado, quedó atrás.
Descendíamos y las luces de Baroa nos saludaron en la vista. Muy quedamente escuchábamos la música alegré de la feria. Un mundo nuevo, señor, un mundo abierto de palabras y risas. La feria de Baroa lanzaba al aire sus cohetes y el aire nos dejaba en la boca su gusto a pólvora. Mi corazón quiso cantar y había escogido la soledad por compañía. Aligeré el paso.
—¿Te espera alguna chica? —sonrió Luigi.
Sentía dentro de mí la alegría de la ciudad y deseaba mezclarme con la gente y reír con ella sin importarme de qué reía. Tocar a las personas, señor, no saberme solo, con el silencio de la sepultura. Y cada vez nuestras pisadas se sucedían con mayor rapidez. Empezábamos a tener contacto con la civilización, con la fuerza de las palabras salidas de cualquier parte desconocida. Moví mis manos y las contemplé; me miré con todo mi deseo de vida, de hombre que había estado encerrado largas horas en la más angustiosa de las pesadillas. Y aprendí a valorar el tiempo, a darle a cada hora su sentido y su vida. Fue entonces cuando me llegó un olor desconocido que brotó de algo triste, de algo que no volvería a tener presencia. Estaba recordando a un hombre que había amado a Baroa como lo único suyo y que ya no podría pisar más en sus calles. Me acordé de Gad, de su risa obscena y su mirada y sus palabras; de un hombre llamado Gad, al que odié y por quien ahora estaba triste. Gad, señor.
Pisábamos los adoquines de la calle más larga y estrecha que hay en Baroa, de la calle que nace al pie del monte y desciende hasta el puerto. El sonido de nuestras botas sobre los adoquines me pareció la frase más hermosa de bienvenida. Me gustaba el olor a bebida que despedían los hombres y el aliento de sus bocas. Me gustaba el humo y los gritos y las canciones y el jaleo y las miradas. Me gustaba la vida, y hasta había olvidado que caminaba junto a Luigi. Su voz me volvió a la realidad.
—Vamos a casa, Juan; tenemos un aspecto extraño y la gente nos mira.
Torcimos hacia la izquierda, por una callejuela, y veíamos el puerto. La gran plaza encerraba varias casetas de feria y, entre otros, un tiovivo de caballitos blancos. Allí era donde comienza la feria de Baroa.
—Debe de ser Maxim, le gusta este sitio —dijo Luigi.
Nos habíamos detenido en la esquina, a dos pasos de nuestra casa.
—¿Ves a Eneas?
—No, Luigi.
—Tiene que estar por aquí, nunca se aleja del puerto.
—¿Lo buscamos?
—Iré yo.
—¿Voy para la casa?
—No, espérame en esta esquina.
Se marchó y yo empecé a mirar con curiosidad a la gente. «The Octopus» debía de estar inflándose de dinero. Todas las sillas de los bares estaban ocupadas. Olía a humanidad. Después de aquellos días en la selva, creo que mi olfato se aguzó como el de los animales. Puede que fuera capaz de distinguir a una mujer de un hombre por el olor. Y no era por la bebida, no. En Baroa, en la feria de Baroa, las mujeres beben como los hombres. Me rozó una morena que pudiera pasar por gitana. Compréndalo, señor, despertó mi carne y la seguí con la mirada. Se balanceaba como una rumbera y seguí deseándola. Entonces, Baroa olía a hembra, a mujer que se nos ofrecía con la inquietud y la brevedad de su baile.
—Subamos.
Era la voz de Luigi y detrás iba Eneas. Lo miré como si se tratara de un perro fiel al que le hubieran matado su amo. Leí en sus ojos que Luigi no le había dicho nada. Nos seguía e íbamos subiendo la escalera. Luigi abrió la puerta.
—¿Lo pasaste bien, Eneas? —dijo.
—Sí, Luigi.
Pensaba en algo y tenía prisa en resolverlo. Eneas nos contemplaba con su rostro triste, que no se atrevía a preguntar. La ventana abierta nos permitía escuchar perfectamente las voces de la plaza. Me senté. Luigi pensaba en algo y Eneas quedó de pie, a la entrada, esperando que alguno de nosotros dijese algo sobre Gad. Sus ojos, tristes, carecían de movimiento. Al fin, Luigi dijo:
—¿Quieres saber de Gad?
—Sí, Luigi.
—Ahora estará emborrachándose en una ciudad mucho más grande que Baroa.
Los labios de Eneas dibujaron una sonrisa de estúpida alegría y empezó a girar los ojos. Tuve lástima del pobre negro.
—Gad ha ganado mucho dinero, Eneas.
—Sí, Luigi.
—Nos dio una parte para ti. Dijo que dentro de unos años os veríais nuevamente y que entonces el whisky os saldría por las orejas. ¿Estás contento?
—Sí, Luigi.
Y lo estaba. Luigi se quitó la camiseta, cerró la ventana y fue a tumbarse.
—Escúchame bien, Eneas.
—Sí, Luigi.
—No debes decirle a nadie que nos has visto. A nadie, ¿lo comprendes?
—A nadie, Luigi.
—¿Te acuerdas de un viejo pescador llamado Aquiles?
Eneas dudó un poco. Luego afirmó con la cabeza.
—Bien, Eneas, tienes que traerlo aquí, ¿comprendes?
—Traerlo aquí, Luigi.
—Eso es, le dices que yo lo estoy esperando y es urgente.
—Tú lo esperas y es urgente.
—Eso es, Eneas. ¿Sabrás hacerlo?
—Sabré, Luigi.
—Lo encontrarás en el barrio de pescadores.
—Lo encontraré
—Pues corre, Eneas; date prisa.
—Correré.
Se dio media vuelta y no hacía falta mirarle para saber que iría corriendo hasta dar con el viejo pescador de Luigi.
—¿Qué te parece si nos afeitamos?
—Estoy cansado, Juan.
Y realmente me pareció cansado, muy cansado.
A través del espejo veía a Luigi. Estaba absorto, con la mirada perdida en el techo. Y me preocupó. Pero era imposible, señor, resultaría inútil tratar de que me explicase qué le preocupaba. Luigi es así y morirá sin cambiar. Ni ante los jueces más astutos del tribunal más astuto dirá una palabra. Vive de su silencio y se alimenta de las palabras que debiera decir y no dice. Creo que el silencio es la religión de Luigi y por ello la selva le parece grandiosa. Está enamorado de su estar callado, de su vivir oculto en los pensamientos que no expresa. Así es Luigi, señor, y es imposible penetrar en su fondo. No obstante, yo le sabía preocupado y, sin embargo, como siempre, sabría reaccionar ante la vida cuando la vida llamara a su puerta. Luigi siempre estaba despierto y era igual que si antes de pisar nuestra tierra hubiera soñado su vida en un mundo en donde todas las respuestas permanecían dadas. Nada alteraba su tranquilidad, su pisar seguro por todos los caminos que recorriera. Gad y yo nos habíamos preguntado mil veces por él y lo único claro que pudimos sacar fue su sonrisa. La sonrisa de Luigi es lo único que parece indicarnos un poco lo que siente. Tal vez me cortara, no lo sé. El espejo estaba inclinado y Luigi me preocupaba demasiado para dejar de mirarle. Sé que había terminado de afeitarme y me senté junto a Luigi.
—Te encuentro extraño —dije.
No alteró su mirada, ni el más pequeño músculo. Respondió:
—Todos los hombres son extraños.
—¿Qué piensas?
—Lo de siempre, Juan.
—¿Y qué es lo de siempre?
Sonrió. Una sonrisa de hombre agotado, de ser que deseaba romper sus puños golpeándole a la vida y que estaba demasiado cansado para ello.
—Vamos a tener que separarnos, Juan.
—¿Separarnos?
—Sí, es por lo que he llamado a Aquiles. Tú no sirves para esta vida, Juan, tienes demasiada carne y en esta vida sólo se precisa piel y huesos, no carne. Te marcharás a España con Eneas, ya te lo dije.
—Lo recuerdo.
—Creo que Aquiles podrá arreglarlo. Si no hubiera sido por Eneas, estarías caminando con Mingo.
—Prefiero que ocurriera así, Luigi; no podría soportar más la selva.
—La soportarías, era un camino hermoso hacia el Amazonas.
—No sé, Luigi; me parecía tener todo el peso de la vegetación sobre mis hombros.
Volvió a sonreír. No como antes, sino indicándome que aún me faltaba para ser un hombre como él. Es posible que Luigi no hubiera querido expresar eso, pero lo hizo. Yo no era como él, no era lo suficientemente fuerte como para habitar la selva dos semanas. No me molestó, señor, porque era cierto y yo no quería demostrar lo contrario. No volveré a la selva en toda mi vida. No, señor, y si usted no es como Luigi, le aconsejo que no intente penetrar en ella. Luigi se había levantado y abrió la ventana. Nos llegó el grito de la ciudad en fiestas. Luigi estaba apoyado en el marco.
—Es el tiovivo de Maxim.
Me acerqué a Luigi. El tiovivo giraba con velocidad y estuve buscando a Maxim.
—Me gustaría, Juan.
—¿El qué?
—Poder darme unas vueltas sobre esos caballitos blancos de madera.
—Puedes hacerlo.
—No, hay que tener ganas. Para hacer la más pequeña cosa y que resulte buena, es necesario tener ganas al hacerla. Y yo estoy muy cansado.
—¿No estarás enfermo, Luigi?
Sonrió. Quería decir que un hombre como él jamás está enfermo, que no puede estarlo porque no hay nada que traspase su piel. Pero a mí me pareció que sí estaba enfermo, que tenía una de esas enfermedades que los médicos no pueden curar. Pienso que Luigi había sido engendrado por la soledad y que su grito y su dolor se metían hacia adentro e iban corrompiendo poco a poco su naturaleza hasta que llegara un día y, al ser zarandeado por algo, quedara toda su vida convertida en polvo. Lo imaginé, señor, semejante a esos esbeltos y clásicos muebles de caoba que nunca se quejan. Les entra la polilla y no se quejan, y un mal día, al sentir el más débil peso, se desploman con toda su hermosa estructura. Miraba a Luigi y lo veía abrazado a su soledad. Un hombre así termina totalmente roto por dentro y sólo la idea de lo que pudo ser le mantiene en pie, le hace aparecer ante los ojos del mundo como ser completo y únicamente les queda lo externo, la piel. Sí, es difícil comprender a un hombre como Luigi. Ahora recordaba una frase suya, una frase que entonces no entendí y cuyas palabras tenían tanta amargura como el llanto por todos los muertos que existieron. «Los padres, Juan, son las personas que menos entienden a sus hijos, que más lejos se encuentran de ellos». Y es cierto, señor, totalmente cierto. Yo nunca fui muy inteligente pero esas palabras son ciertas. Los padres jamás entienden a sus hijos, al menos que sean un calco de ellos. Entendí la frase de Luigi y quizás allí estuviera la causa de todo, de aquella imperturbable soledad en que Luigi estaba. Y yo quise ayudarle, quería intentarlo aunque fuera inútil.
—¿Y tus padres, Luigi?
Desvió su mirada del tiovivo a mí. Allá, en su fondo, existió un conato de sorpresa. Puede que estuviera pensando en ellos.
—Es posible que hayan muerto —contestó fríamente.
—¿No te gustaría volver a Italia? ¿Averiguar si existen?
—No, Juan.
—¿Por qué, Luigi? ¿No se portaron bien contigo?
—Se portaron muy bien.
—¿Entonces?
Me miró y supe que serían las últimas palabras sobre aquello. Las últimas.
—Escucha, Juan; es muy difícil que tú pudieras explicarte en unos minutos lo que yo estuve tratando de explicarme toda mi vida. Déjalo. Además, estoy muy cansado.
Volvió nuevamente a seguir con la mirada las vueltas del tiovivo. Indudablemente estaba triste, muy triste, con esa tristeza a la que no se puede llegar si no se está abrazado a la soledad, si no hemos sido engendrados por ella. Es una tristeza mucho más inmensa que la sentida por la madre en la muerte del hijo. Mucho más, señor, porque es tristeza del cerebro y no del corazón, porque es tristeza de un siempre eterno y no de un siempre temporal. Una tristeza tan intensa que, incluso a los que estamos cerca de ella, aunque no sea nuestra, nos envuelve en la angustiosa indiferencia. Es posible, señor, que yo jamás pensara una cosa o supiera expresarla, es posible que no vuelva a tener una idea exacta, pero esto, señor, la tristeza de Luigi, su soledad, su continuo ir rompiéndose, es algo que he sentido tan mío que pude comprenderlo exactamente y expresarlo. Y Luigi seguía girando sus ojos conforme giraba el tiovivo de Maxim. Así, señor, poco a poco muriendo.
La feria de Baroa se extiende desde esta plaza del puerto hacia arriba, hacia la plaza de Álvares Cabrel. Aquí, en el puerto, es donde más se grita, donde cada noche aparece un borracho ahogado, o una mujer herida, o un extranjero al que le robaron la cartera. La feria de Baroa tiene diversiones para todo el mundo, se multiplica en su deseo de agradar. Y cada año se agranda y crece y los hombres gritan más fuerte. Y tiene su música especial, su alegría específica y un poco española, que me hacían recordar las verbenas de mi tierra, esas íntimas verbenas de los barrios de Madrid que se extienden por la ciudad convirtiéndola en pueblo. Estaba sintiéndola y supe que aquella feria no la disfrutaríamos ni Gad ni Luigi ni yo. Era una feria a destiempo que no quiso cursarnos su invitación. Luigi se había apartado de la ventana y fue a tumbarse nuevamente en la cama. Continuaba en su tristeza y yo no podría evadirme de ella.
—Voy a invitarte a un viaje, Juan; será mi regalo de despedida.
Había metido la mano en el bolsillo y sacó los billetes.
—Toma —dijo.
Los cogí. Y luego añadió:
—Ésta es la parte de Gad, tómala.
—¿Por qué no se la das a Eneas?
—Eneas no sabe tener dinero; tómalo.
La cogí, y ambas partes las guardé en el bolsillo.
—Dentro de poco llegarán Aquiles y Eneas.
—Sí, Luigi.
—Aquiles siempre está enterado sobre aquello que busca la policía. Es un buen hombre y nos ayudará. De Baroa salen todos los días barcos que no son vigilados, barcos que se hacen a la mar y regresan con pesca. Son buena gente y tú irás con ellos.
—Sí, Luigi.
—Yo he de quedarme, tengo cosas que terminar.
—Me gustaría que fuésemos juntos.
—Ya lo sé, Juan.
—¿Nos volveremos a ver?
—Creo que no. Tú no debes pisar más América y Europa está lejos de mí, no la entendería
—¿Qué piensas hacer, Luigi?
—Descansar, me encuentro muy cansado. Esto es… es como una despedida. Los hombres no deben despedirse nunca. Pero esta vez hubiera querido que bebiésemos juntos.
—¿Quieres que salgamos?
—No, esperamos al viejo Aquiles y hay que correr. Ya nos hemos despedido, ¿verdad?
—Sí, Luigi.
—Te deseo suerte, muchacho; la mereces.
—Y yo a ti, Luigi; la mereces.
Se calló. Había estado hablando sin mirarme, con la vista dirigida hacia el techo, y me pareció un Luigi distinto, un gran hombre que ni Gad ni yo habíamos sido capaces de admirar en lo que más valía. Un silencio suave, hecho de amistad, nos envolvió. Ninguno de los ruidos que nacían en la plaza podía romper nuestro silencio, ninguna voz podía penetrar entonces en nosotros. Miraba a Luigi y nada en él tenía movimiento. Tuve la sensación de que se encontraba encerrado en una campana de cristal y de que, poco a poco, le iban sacando el aire. La campana existía, fue construida por el mismo Luigi, y yo deseé romper su cristal, pero no lo veía.
Sentimos pasos en la escalera y Luigi se incorporó rápidamente. Tenía su mano empuñando el revólver y estaba colocado junto a la puerta. Yo fui a su lado y me alegré tanto de que reaccionara, que ni pensé en quiénes podían ser los que pisaban.
Aquellos pasos de la escalera pertenecían a Eneas y al viejo pescador. Estábamos reunidos los cuatro. Luigi sacó un billete y se dirigió al negro.
—Toma —dijo—, quiero que me traigas un paquete de chesterfield largo y un par de botellas de ginebra y coñac. No hace falta que corras.
—Chesterfield largo, ginebra y coñac.
—Muy bien, Eneas, y bébete dos o tres copas de whisky, las que quieras.
—Sí, Luigi.
Eneas parecía muy alegre y salió corriendo. Luigi y yo estábamos sentados en la cama y Aquiles en la única silla.
—Nos fue mal el asunto, Aquiles. Gad murió.
—¿Y Pancho?
—También. Intentó matarme, pero no sabía disparar, tenía demasiado miedo. ¿Algo nuevo?
—La policía.
—¿Me busca?
—Sí.
—¿Y a Juan?
—Sólo a ti. Pancho les dio pruebas suficientes.
—Lo supongo.
—Ya no te esperaba, creí que no vendrías. Si te cogen… ¿Por qué no huiste con Mingo?
—Murió Gad y las cosas cambiaron.
—Bueno, todo se arreglará.
—¿Está muy vigilado el puerto?
—Bastante, pero podrás escapar.
—Yo no, Aquiles.
—¿Tú no? Es a ti a quien…
—Estoy cansado, ya me conoces.
—Si te quedas aquí, te cogerán, Luigi, no puedes quedarte en Baroa.
—Sí, ya lo verás.
—¡Estás loco!
—Ahora no. Anda, dame un pitillo, llevo horas sin fumar.
Aquiles le dio el paquete y Luigi empezó a fumar. Sonreía. Aquiles estaba un poco nervioso y Luigi sonreía.
—¿Por qué quieres quedarte? ¿Por qué, Luigi?
—Es muy largo, de veras que es demasiado largo para contarlo en estos momentos.
—¡Estás loco! Te matarán. Pancho les estuvo contando…
—Bueno, ya ves, y el muerto es Pancho. Escúchame, Aquiles.
—Estás loco, Luigi.
—¡No lo estoy! Escúchame, ¿quieres?
—Habla.
—Esta noche podrás salir a pescar, ¿verdad?
—Sí, puedo.
—Tendrás dos buenos ayudantes a bordo: Juan y Eneas.
—Sí, los tendré.
—Posiblemente quieras ir mar adentro, un viaje largo en busca de buena pesca.
—Posiblemente
—Déjalos en tierra segura, Aquiles, en alguna tierra que no sea este país.
—¿Y tú?
—Te lo he dicho, amigo, es muy largo de explicar y no tenéis tiempo. Tú sabes que siempre he sabido hacer las cosas.
—Creo que ahora te equivocas, Luigi.
—No, acierto más que nunca.
Estuvimos unos minutos en silencio. Luigi sonreía y su sonrisa era misteriosa. Sacó un puñado de billetes y se lo tendió al viejo pescador.
—¿Qué es esto? —protestó Aquiles.
—Tómalos.
—No necesitas paga…
—Ya lo sé, amigo, es que le prometí a Juan que le invitaría a un viaje.
—Es demasiado dinero.
—Guárdamelo, en unos días no lo necesitaré. Por favor, tómalos. Por favor, amigo.
Aquiles cogió los billetes y volvimos al silencio. Así hasta que llegó Eneas con las botellas y el paquete de chesterfield largo. Entonces, Luigi se levantó y dijo:
—Te gusta el mar, ¿no es eso, Eneas?
—Sí, Luigi.
—Vas a viajar con Aquiles y Juan. Un hermoso viaje y conocerás otras ciudades y pueblos más lindos que Baroa. ¿Te gustará?
—Sí, Luigi.
—¿Y estás contento?
—Sí, Luigi.
Aquiles y yo nos habíamos levantado y ninguno de los dos hacíamos el menor movimiento para irnos.
—Andad, idos ya —dijo Luigi.
Nos miramos y Luigi volvió a hablar.
—Marchaos, ya es hora de que os vayáis.
Nos empujó cariñosamente hacia la puerta y sonreía. Sí, realmente estaba cansado, muy cansado. Pensé que no volvería a verlo, que estaba escuchando su palabra por última vez. No, yo no servía para esta vida, para esta clase de negocios, y Luigi tenía razón. Sé que pensé muchas cosas y para ninguna de ellas podría encontrar la palabra. Son cosas que se sienten y se olvidan cualquier día. Habíamos traspasado el arco de la puerta. De pronto, Luigi nos empujó y dijo:
—¡Buen viaje!
Y rápidamente cerró la puerta.
Íbamos bajando la escalera y hasta el propio Eneas entendía nuestra ausencia de palabras. Sé que los tres pensábamos en Luigi. Por segunda vez notaba bajo mis pies el crujir de los escalones, su ruido hiriente de esqueletos humanos que se pisaran. La primera vez fue aquella noche en la que odiaba a Gad, en la que tenía miedo a no ser capaz de enfrentarme con él y ser toda mi vida un cobarde. Fue la primera vez que noté su oscuridad, su existencia vieja y cansada, y la primera vez que subía la escalera conociendo que estaba pisando sus escalones de madera. Ahora, íbamos descendiendo lentamente y mi pisada en ella entrañaba la despedida. Es curioso que un hombre haya subido día tras día infinitas veces una escalera y que sólo en dos ocasiones tuviera sensación de lo que hacía, que sólo en dos ocasiones se percatara de su momento e identificara lo externo con algo íntimamente ligado a él. No quise mirar hacia atrás, seguía escuchando el crujir de la madera sucia y labrada por el tiempo. De cada escalón brotaba un ¡ay! que me pareció un lamento nacido del último suspiro de una vida. Nos quedaba poco para llegar al portal. Estuve muchas veces deseando alejarme de esta tierra; lo deseaba en aquel instante y, sin embargo, no estaba contento, no me reconocía alegre. Cuando mi pisada hizo crujir el último escalón, no pude evitarlo, y me volví. Estaba subiendo nuevamente, uno a uno, todos los escalones con mi mirada. Supongo que Aquiles y Eneas me esperaron. Era mucho lo que dejaba atrás. Allí quedaban todas las contradicciones ocultas que tejieron mi vida en los últimos días, quedaba la historia de cómo un futbolista se convirtió en hombre con todo el miedo y el amor y el odio que los hombres tienen. Sí, Luigi tenía razón, señor. Yo regresaba a España y mi padre no tendría ningún fundamento para llamarme tonto. Nadie tendría fundamento para llamármelo y podría enfrentarme con el viejo maestro de Lavapiés, que tal vez esté muerto. Debe comprenderlo, señor; usted debe comprender la postrer pisada de un hombre que deja atrás lo más importante de su vida. En la calle, junto al portal, una mujer cogía trozos de pan, los metía en su agrietada boca, masticaba y, luego ese pan lleno de saliva, se lo iba dando a trocitos a un niño pequeño que guardaba entre sus brazos. Era una vieja del interior que visitaba por vez primera Baroa. Saqué de mi bolsillo un billete y se lo dejé en las manos. La vieja me miró sin comprender, y seguimos. Era la primera vez que daba una limosna, que sentía en mí la piedad suficiente para que el amor fuera amor. No, yo no servía para aquella vida, había conocido la piedad y la piedad vivía en mí. Estábamos cruzando los primeros adoquines del puerto. El tiovivo de Maxim era piedad, la piedad de Maxim. No fui capaz de decirle a Eneas que montara en uno de aquellos caballitos blancos, me dio vergüenza decírselo y estuve mirándolos girar entre las voces y risas de los chiquillos. Entonces me volví hacia nuestra casa y levanté la mirada hasta la ventana de Luigi. La habitación estaba a oscuras y la luz de la feria daba su resplandor a la fachada. Descubrí la figura de Luigi. No podía ver sus ojos, pero debía de estar mirándonos. Y luego, cuando nos fuésemos de allí, seguiría mirándonos. A nosotros y el tiovivo. Levanté el brazo y lo moví lentamente diciéndole adiós. Esperé un poco con el brazo levantado. No debía de darse cuenta de que me estaba despidiendo. Puede que su brazo estuviera tan cansado como él. No se movía. Bajé mi brazo lentamente y tuve la impresión de que algo me faltaba. La mano de Aquiles me apretó en el hombro. Lo escuché.
—Vamos, no tenemos mucho tiempo; hay que salir a pescar con los demás barcos, y ya es la hora.
Me volví. Aquiles tenía razón. Sonreí como Luigi sonreía y dije:
—Sí, vamos.