SE LO DIRÉ, AMIGO. Verá: usted coge la Tierra del Fuego y empieza a subir por Bahía Blanca, La Plata, Montevideo, Porto Alegre, Río Janeiro, Pernambuco, Belén, Cayena, Paramaribo, La Guaira, Maracaibo y Barranquilla, y seguro que llega al canal de Panamá. Son unos cuantos días de pasear en barco. Usted ya sabe cómo son las mujeres de por aquí: no saben caminar derechas. Siempre tienen que bailar. Pues bien, si después de estar con ellas le dejaron en paz la cabeza, puede que encuentre Baroa. Es un bonito puerto. Tiene una gran personalidad. Y está por ahí. Bueno, ¿usted ha visto alguna vez las calabazas de mi tierra cuando se empeñan en no abrirse a su tiempo? ¿No? Es una lástima, amigo. Son testarudas. Mi nombre es Gad. Gad Martínez o Rodríguez. No lo sé fijo, porque lo escuché una vez de pequeño y ahora no soy un niño. Nací en cualquier sitio, aunque siempre digo que Baroa es mi pueblo. Me gusta. ¿Han cruzado alguna vez el puerto de Baroa al amanecer? ¿Tampoco? Pues bien, cualquier fulano de los que duermen la borrachera tumbados en los adoquines, puedo ser yo. Todos esos tipos son iguales. Como yo. La diferencia es que ellos son imbéciles y pasan hambre. Pero esa diferencia no se aprecia externamente, a menos que nos oiga hablar. Entonces sí deberá saber quién es Gad Martínez o Rodríguez. Deberá saberlo porque, si no, es que su cabeza tiene la misma paja que la de esos imbéciles. ¿Sabe ya quién soy yo? ¿No? Lo siento. No le daría más detalles ni a un paisano negro llamado Eneas y que jura ser mi hermano. Y no vaya a pensar que soy un Jim Crow. No lo soy, aunque no me desagrade esa broma de que Eneas y yo somos hijos de una misma madre. Eneas es un pobre muchacho desarticulado y yo soy blanco o, más bien, moreno. Aquí, en mi pueblo, el sol hace sudar de lo lindo. ¡Vaya si quema!

Lo que hiciera hace ya muchos años, no importa. Creo que fui monaguillo en una iglesia de Baroa y duré poco. Me embarqué varias veces con un viejo sarnoso que bebía aguardiente y que solía cansarme con largas y aburridas historias de su vida. Un día se puso tan pesado, que le empujé por la borda. Yo llegué al puerto con la barca y supongo que el viejo se ahogaría. Su vida no valía mucho. Puedo asegurarle que, para vivir como él, igual daba estar muerto. Lo comprendí y no me preocupé mucho. Lo único que sentí, fue tener que abandonar la barca. Me gustaba pescar por las noches. Pero cualquiera de esos cachacas comisarios me hubiera cansado a preguntas para luego terminar encerrándome en la cárcel unos diez años. La barca se quedó sola y nadie se incomodó.

Eneas y yo estábamos sentados. Eneas no es tonto, aunque estoy seguro de que muchos blancos se lo llamarán. En verdad lo parece. Cuando alguien le grita, el pobre diablo tiembla y sus ojos van de un lado hacia otro sin saber estarse quietos. Y el que le gritó, termina por pegarle sin hacerle el menor caso. Entonces, Eneas se pone tan triste que hasta es capaz de llorar. ¡El pobre Eneas! Creo que si alguna vez tuviese que matarlo, lo sentiría de veras. Parece tonto y es tan fiel como un perro que se ahogó por seguirme.

Pues, amigo, Eneas y yo estábamos sentados en un bar del puerto. Su dueño es un americano de Oklahoma y por eso le llamó a su establecimiento «The Octopus», que en cristiano significa «El Pulpo». Eneas y yo. La verdad es que no hay diálogo interesante con un hombre así. Estábamos callados y él dijo:

—No pareces estar contento, Gad.

No lo estaba, y le miré duramente. Ya estaba temblando y no hice más que mirarle duramente. Y dijo:

—Perdona, Gad.

Al principio fui a pegarle; luego no lo hice, porque era un infeliz y no me agrada pegarle a los infelices. Gad le ha pegado a muchos individuos en su vida, pero nunca a los infelices. Es mucho mejor hacerlo con esas mujeres que están enfermas y no te lo dicen y después te contagian su enfermedad. Ésas sí que no tienen nada de infelices. ¡Las muy perras! Bueno, Eneas seguía temblando y yo le dije:

—Anda, pide un vaso de agua con limón, yo te invito.

Eneas dejó descansar sus ojos y entonces supe que el muy granuja no quería beber agua de limón. Me reí.

—Está bien, Eneas; pide un vaso de whisky.

Se levantó corriendo y luego regresó con un vaso de whisky bien lleno. Era feliz y dijo:

—Gracias, Gad.

Conocí su voz y sabía que en aquel momento se hubiera dejado agujerear la piel por mí. Seguro que se hubiera dejado. ¡El muy granuja! Y apareció Pancho. Pancho había sido antes mi socio como ahora lo son Juan Atutezi y un tal Luigi sin apellidos. Luigi es un tipo raro que nadie sabe de dónde ha salido y Juan es un medio tonto que fue futbolista en España. Éstos son mis socios de ahora como antes lo había sido Pancho. Verá, amigo. En Baroa hay que tener socios si es que se desea trabajar. Si uno está solo, puede aparecer cualquier noche muy bien cosido a puñaladas. Como uno está solo nadie se preocupa de averiguar quién fue el sostre. En cambio, con socios es distinto. Le respetan. Aunque esos socios sean un tipo raro y un futbolista que nos sirve de bulto. Son mis socios de ahora y antes lo había sido Pancho. Y Pancho ya estaba sentado a nuestra mesa. Junto a Eneas y a mí.

¿Qué hay. Pancho?

Yo ya sabía que Pancho no respondería ninguna verdad, pero eso de «¿qué hay?» es lo que siempre se dice. Y Pancho dijo:

—Ya ves, Gad: muy poco trabajo y calor.

—¿No hay negocio?

—No. La policía, ya sabes.

—Sí, Pancho.

—Ayer agarraron a Francisco y no volverán a soltarlo.

—Sí.

—Se lo había dicho. «Estás viejo para eso, Francisco». Pero él no me hizo caso y lo agarraron.

—Claro, Pancho.

Mi exsocio tenía ya el pelo blanco. Cuando levantaba los brazos se advertían aún más sus carnes viejas y arrugadas. Fue mi maestro. Ni a Pancho ni a mí nos importaba nada Francisco. Nada. Y hablábamos de él y el único en divertirse era Eneas. A Eneas le gustan todas estas cosas. Un niño que gustaba de aventuras. Bebía whisky y abría los ojos como si nuestras palabras le entrasen por ellos. ¡Eneas! Y Pancho, mi antiguo maestro, dijo:

—¿Y tú?

Pancho ya sabía que no le respondería ninguna cosa interesante. Y dije:

—Ya ves, Pancho, muy poco trabajo y calor.

—Ayer vi a tu socio.

—¿A cuál?

—A ese alto que vino del Río Negro o Guainía.

—Ya.

—Debió de ser un gran cauchero.

—No sé, Pancho, Luigi no dice nada.

—Yo estuve por allá y sé de las chirinolas y del curare. Un cauchero rebelde. Sabe tratar a las guarichas. Anoche lo vi.

—¿Qué hizo?

—Estaba agarrao con una y se le puso tonta, ya sabes. Y es guapo el hombre. Sí, sabe tratar a las guarichas y las entiende. Le apretó la cintura y la guaricha se amansó. ¿No hacéis negocio ahora?

—No sale nada. Pancho; tú lo sabes. La policía no quiere el contrabando, no se deja pagar con ese nuevo jefe que les han traído.

—Sí, se pone feo.

—¿Y tú?

—Nada, Gad; espero como un arrimao. Si esto sigue así voy a terminar de saquero.

Y nos habíamos callado. Yo sabía ya que Pancho no sería nunca saquero porque nunca le agradaría el olor del ganado. A nosotros, los del puerto, nos hiede el ganado. Seguro que alguna idea le bailaba en la cabeza. Pancho fue siempre un buen rumbero y sabría orientarse. Puede que se tratara de esmeraldas colombianas. O de una partida de guarichas que trasladar a otro puerto. En Baroa hay buenas mujeres que vender.

—¿Son mujeres, Pancho?

—No, Gad, tú estás loco. Si te cogen con una mujer, te cortan la cabeza.

—Pero pagan bien.

—No hay oro para mí en ese negocio, amigo. Demasiado riesgo.

Eran las palabras que yo hubiera dicho. Hacía años, Pancho y yo hicimos algunos tratos con guarichas. Ellas se hacían pasar por vírgenes ingenuas y en Europa nos pagaban bien. Antes, Europa se había despertado y ya no solicitaban guarichas. Algún que otro viejo nada más. Y eso que las mujeres de aquí, amigo, son verdaderas mujeres. Tostaditas por el sol y Siempre en movimiento. Debe de ser que Europa está vieja y ha perdido el gusto. O que ya se consiguen con gran facilidad.

Habíamos estado un rato contándonos mentiras y Pancho se marchó. Entonces supe que Eneas aún estaba allí. Nunca dice nada cuando hay alguien. Me estaba mirando con sus ojos asombrosamente redondos y blancos. Le dije:

—¿Qué opinas de Pancho, Eneas?

Hizo un esfuerzo. Podían escucharse los huesos de su cabeza en el esfuerzo por pensar. ¡Pobre Eneas! No encontró ninguna frase y tenía miedo. Desde luego no es muy listo. Y ya estaba temblando. Tuve que decir:

—¡Bah! No hubiera sido un buen maestro de no ser un gran embustero.

Y Eneas dejó de temblar porque le había dado la respuesta. Eneas y yo. No hay diálogo posible con un hombre como Eneas. Lo mandé por otro vaso de whisky y el muy granuja ya estaba bebiendo. He visto a pocos hombres beber whisky como Eneas. Y lo bueno es que nunca está borracho. Algo animado sí se pone, pero nunca borracho. Hacía siete años que no se despegaba de mí. Fue porque lo encontré tumbado en un camión, medio muerto, y lo curé. Un día que yo tuve eso que la gente de iglesia llama buen corazón. Y desde entonces Eneas es como un perro a mi lado. Le invito a whisky y él se siente feliz. Pero ni cuando está animado es capaz de decir tres frases seguidas. Sabe algunas palabras de memoria y ésas son las que pronuncia. Y no es tonto Eneas, no; únicamente lo parece.

Esperábamos a Luigi. Pluralizo, porque Eneas es algo que siempre va junto a mí como si fueran mis botas, o mis calzoncillos, o mi machete. Sin separarse de mí. Y esperábamos a Luigi aunque Eneas nunca esperaba a nadie. A Juan no le esperábamos. Juan nunca podrá aportarnos ideas para el negocio. Es obediente, trabaja y no sabe hablar. Por eso es nuestro socio. Llegó Luigi y dijo:

—Buenos días, Gad. ¡Hola, Eneas!

Y había ocupado una silla, la de Pancho. Yo he tropezado en mi vida con muchos tipos, pero jamás con uno como Luigi. Es muy inteligente: se aprecia pronto. De esas inteligencias que se dedican a vivir por el mundo y no a pudrirse entre unas paredes forradas de libros y mapas. Decidido y valiente. Le hubiera preguntado algo de su vida, por qué estaba en Baroa. Desde el primer día tuve esa curiosidad. Inútil, amigo; Luigi no diría nada. Sólo sonreír, aunque el estómago le pidiera comida con todas sus fuerzas. Lo único que sabíamos de él era lo que dijo Pancho. Pronunciaba algunas frases de esas de los caucheros del Río Negro o Guainía. De vez en cuando. Y por eso no ocultaba el haber estado por allá. Pero también sabía palabras de otros muchos idiomas y quizá los idiomas con todas sus palabras. ¡Cualquiera sabe! Se había sentado en la silla y dijo:

—¿Has pensado en algo?

—Sí.

—¿Y qué?

—Nada, no vi ningún negocio.

Le hizo unas señas a Eneas y Eneas ya sabía lo que significaba. Se levantó corriendo y trajo un vaso de ginebra con hielo y coñac. Luigi estaba bebiendo. Dijo:

—Puede que hagamos algo con esmeraldas.

—¿Esmeraldas?

—Tengo un par de amigos en Colombia, por ahí. Lo haremos si resulta fácil el colocarlas fuera de Baroa. Ese viejo irlandés las paga muy mal y no merece el riesgo. ¿Sabes de alguien?

—No.

—Tendremos que buscarlo. ¿Conoces a Lay-Ti?

—Fuimos amigos.

—¿Qué tal es?

—Tiene mucho miedo y está vigilado. Además, ése no ha tratado nunca con esmeraldas y ahora está completamente parado. No hace nada.

—Lo sé. Pero con nosotros será distinto. Los hombres como Lay-Ti no abandonan nunca sus negocios. Está esperando.

—¿Has hablado con él?

—No, hablaréis tú o Juan.

—Como quieras.

—Estuve con su petriva; es una buena hembra y me dijo algo. No sabe beber.

Eneas abrió los ojos y rió. ¡El muy sinvergüenza! Siempre que hablábamos de mujeres, Eneas abría los ojos y se alegraba, porque él sentía miedo de arrimarse a ellas. Y Luigi dijo:

Lay-Ti está esperando una ocasión de marcharse. Tiene mucho dinero guardado y no se fía de nadie.

—¡Lo conozco!

—Procura no mentirle cuando le hables, Gad.

—Sí, Luigi.

—Debes decirle que si le interesan unas cuantas esmeraldas y una lancha. Dile que te has enterado por un amigo de todo el asunto. Que pague bien. Si es capaz de olvidarse un poco del miedo, Lay-Ti es nuestro hombre.

—¿Y si acepta?

—Iremos por las esmeraldas.

—¿Dónde?

—Espera a que acepte, Gad.

Bueno, ya estaba yo subiendo por las empedradas calles hacia el centro de Baroa. Luigi me había advertido que no tratara de engañar a Lay-Ti. Era un hombre listo. Eso era lo que dijo Luigi porque Lay-Ti vivía en la «plaza del jefe», al lado de la Comisaría, y allí era difícil que fueran a matarlo. ¡Tenía tanto miedo! Bueno, usted sí habrá visto esas sandías de color híbrido y pálido. ¿Las vio? Sí, así era el rostro de Lay-Ti. Redondo y tirando a amarillo verdoso. Sin sol. Lay-Ti no es chino ni japonés ni nada parecido. No. Había nacido en cualquier parte de por aquí, como yo. Es decir, en algún portal o choza o matas del camino. Ni su madre ni la mía sintieron vergüenza de parirnos así. Los chiquillos le pusieron de pequeño Lay-Ti porque sus ojos eran pequeños y rasgados. Sólo por eso, y porque no tuvo otro nombre, Lay-Ti fue siempre Lay-Ti. Había llamado y me abrió la puerta una mucama de pechos grandes e inflados como globos. Tenía bigote y esa edad en la que a una mujer no puede importarle gran cosa tener bigote y sus pechos caídos. Dije:

—Quiero ver a Lay-Ti.

—¿Tu nombre?

—Gad.

Y se fue. Yo saqué tabaco y empecé a liar un cigarrillo. Me gustó que Lay-Ti se llamara Lay-Ti y no hubiese cambiado sus apellidos como hacen otros cuando se hacen ricos. Y pasó por allí su petriva y sonrió. Una india joven y guapa que sabía caminar. Hubiera sido bonito ver sus trenzas cobrizas golpearle la espalda hasta las nalgas. Pero iba vestida. Le habría guiñado un ojo de muy buena gana porque era hermosa y joven y tenía buena cama. No lo hice, porque Gad ya cruzó esta etapa de las conquistas y a Lay-Ti no le hubiera gustado encontrarnos abrazados. Las esmeraldas. Y era una pena, porque su petriva estaba muy bien. Si usted la hubiese visto como yo, hubiera estado también pensando en ella un buen rato. Sus trenzas, cobrizas, y su falda rasgada, que mostraba a trozos sus piernas, fuertes y derechas. Amigo, hay que estar acostumbrado para ver a una mujer en todos sus detalles con tan poco tiempo. Luigi sí pudo estudiarla. ¡Este Luigi! No se preocupaba y era elegante y gustaba a las mujeres. De verdad, amigo. Es el mejor socio que tengo y que posiblemente tendré si es que algún día nos deja. El mejor. Francamente: merece llevarse la mitad de las ganancias aunque seamos tres. Cuando él prepara un asunto, no tenemos que preocuparnos de nada. Luigi lo prepara y nosotros sólo tenemos que ayudarle. Podría llevarse la mitad de las ganancias cuando es él quien planea el negocio. Yo no protestaría y supongo que ese tonto de Juan tampoco. Y Luigi no se lleva más que un tercio y aún le da algo al desgraciado de Eneas. Bueno, ya estaba yo sentado frente al viejo Lay-Ti. En una silla de madera y Lay-Ti en una butaca amplia de cuero, de esas que he visto en el cine y en los grandes despachos. Lay-Ti dijo:

—¿Qué quieres, Gad?

—Vengo a negociar, amigo.

—Yo he dejado los negocios; no pienso hacer nada.

—Ya lo sé. Pero esto es distinto. Te interesa mucho, Lay-Ti.

—¿Qué es?

—Me lo ha dicho un amigo que está bien enterado. Un buen amigo de los dos.

—¿Y qué te ha dicho?

—Quiero hablarte de amigo a amigo.

—Habla, Gad.

—Te interesa escapar de Baroa. A Brasil, por ejemplo. Aquí no podrás trabajar en mucho tiempo, estás muy vigilado.

—Sí.

—Podemos facilitarte una lancha y mercancía.

—¿Qué mercancía?

—Esmeraldas.

—No me interesa; yo no entiendo de esmeraldas.

—No te engañaremos: esmeraldas auténticas.

—Hay piedras que parecen esmeraldas.

—Éstas serán esmeraldas, Lay-Ti: auténticas. Tienes que fiarte, no tienes otra solución. Podrás venderlas bien en Cayena o en otro pueblo.

—Sabes que no trabajo, Gad; no tengo mucho dinero.

Le miré a los ojos. Lay-Ti debía de tener pequeños los ojos para ocultarse mejor. ¡El muy granuja! Le había dicho de hablar como amigos y ya estaba fingiendo. Estos comerciantes de despacho son así. Un día se aburren y no tienen otra cosa mejor que vender, y venden a su propia madre. Pero yo le dije:

—Sé que tienes mucho dinero guardado, Lay-Ti; mucho.

—Eso no es cierto, Gad.

—¡Lo es! No discutamos.

—¿Cuánto?

—Aún no. Mi amigo no sabe la cantidad y calidad de esmeraldas. Todas serán tuyas.

—¿Y la lancha?

—Buena, muy buena. La compraremos mañana si cerramos el trato. Uno de nosotros arreglará el asunto para que nos concedan licencia de pesca. ¿Te interesa, Lay-Ti?

—Me interesa, Gad.

—No se enterará nadie. Tú no preguntarás ni yo tampoco.

—Sí.

—Y tendrás que quedarte con todas las esmeraldas. Pueden ser diez piezas o ciento.

—De acuerdo.

—Y adelantarás el dinero para comprar la lancha. Tienes que fiarte de mí.

—Está bien, Gad. ¿Cuánto?

—Doscientos. Y una cosa.

—¿Qué?

—A mi amigo no le gustan las bromas. Es duro. Si te acobardas, no te servirá el vivir junto a la Comisaría. ¿Te interesa?

—Me interesa.

—Entonces, dame el dinero.

Se metió por una puerta pequeña y desapareció. Luego volvió con el dinero, contando los billetes uno por uno. Doscientos. Me los estaba dando.

—¿Cuándo?

—Es inseguro, Lay-Ti, ya sabes. Puede que una semana o dos.

—Os esperaré, Gad.

Le dije adiós y me marché. Después de haber visto a la india de trenzas cobrizas, Lay-Ti y su mucama me parecieron mucho más feos. ¡Qué linda, amigo!

Me encontré a Juan en ese bar del puerto llamado «The Octopus». ¡Ni se había enterado de las esmeraldas! Estaba preocupado por un partido de fútbol entre el Real Madrid y el Millonarios de Colombia. Aún faltaban diez días para jugarse el partido y él andaba preocupado por saber si jugaría Di Stefano o no. Ignoro de qué juega ese Di Stefano, pero ya lo conozco de tanto escuchar al pobre Juan. Y del negocio nada. Luigi no habría querido decírselo y yo no le aclaré nada. Dije:

—¿Has visto a Luigi?

—No, hoy no lo vi en todo el día.

—Bueno, sigue pensando en Di Stefano.

Y me marché. Juan siguió leyendo los periódicos de Baroa y Madrid y Bogotá, y era seguro que terminaría sabiendo las crónicas deportivas de memoria. ¡El pobre Juan! Dicen que había jugado bien a eso del fútbol, pero él no tenía nada de extraordinario como hombre. Más bien tonto. Y se había quedado allí tratando de seguir aprendiendo tonterías.

¡Siempre Eneas! No tenía que preocuparme por él. No, amigo. Cualquiera que no conociera a Eneas, pensaría que era mi guardaespaldas. Dos metros más allá de por donde yo caminara, iba él. ¡El negro Eneas! Creo que si alguna vez tuviera que matarlo, lo sentiría de veras. Aunque no me deja en paz y camina por donde yo camino. Lo sentiría, amigo.

La «Nepeira». ¡Buen olor, hermano! Supuse que Luigi estaría y entré. Mesas pequeñas de madera y bancos. ¿Estuvo usted alguna vez en Londres? Yo no, amigo. Pero dicen que allí hay días en los que la niebla no deja ver a dos metros. Una cosa así es la «Nepeira». No de niebla, de humo. ¡Cómo se fuma! El ron y la ginebra saben mejor que el tabaco. ¡Y cómo se bebe! Las mujeres ayudan. Es el único lugar de Baroa en donde usted puede hacer lo que quiera. Se lo recomiendo, amigo. Y también le recomiendo a la «Nica». Está algo sobada, claro está, pero sigue siendo una gran mujer. Su especialidad es la rumba. ¡Cómo se mueve! Y es una guaricha amable. Usted adivina sus hermosas piernas bajo la falda de seda, se lo dice, y la «Nica» va y sonríe y le agradece sus palabras. Ya se lo dije, amigo. Le recomiendo este lugar y a la «Nica». Muchos aplatanados supieron lo que era la sangre al venir aquí. Es el único lugar de Baroa en donde usted puede hacer lo que quiera menos matar a otro hombre. Y aun esto puede hacerlo si al patrón le cae en gracia y le ayuda. La «Nepeira». ¡Buen sitio, amigo! De verdad que se lo aconsejo. Pero no vaya a venir con su mujer, no. La «Nepeira» no es para turistas y, a lo mejor, les gusta su mujer a los hombres y se queda usted sin ella. Dos o tres veces ha pasado. Usted solo, y si tiene agallas. Yo llevo treinta años fumando y le acepto el rubio como el negro. ¡Cualquier tabaco! Pero Luigi no, amigo; Luigi siempre fuma «Chesterfield». Siempre. Había sacado un pitillo del paquete y estaba mirando a una guaricha que jugaba con un viejo arrimao. Yo entré por detrás y le encendí el pitillo. Él ya sabía que quien le daba candela era yo. Dije.

—¿Qué hay?

Y me senté.

Luigi no había dejado de mirar a la guaricha. Ella se había dado cuenta y jugaba más con el infeliz viejo. Le hacía cosquillas en sus papadas y el viejo reía. ¡Buenos ojos, amigo! Bailaores. De esos que siempre están hablando. Y Luigi dijo:

—Esa guaricha… Me está gustando la hembra.

Había otras muchas mujeres por el local, pero él no dejaba de mirar a aquélla. Se apellidaba la «Núa». Vieja ya en eso de jugar y encelar a los hombres, aunque tendría unos veintitrés años. ¡Estas guarichas! Aprenden pronto el oficio. Yo dije:

—Esa mujer es del «Mexicano».

Y Luigi no dejó de mirarla. Bebió ron y dijo:

—Sí, ya sé. Pero si juega con este viejo, también jugaré yo con ella.

—El «Mexicano» llegará mañana.

—También lo sé.

—No le gusta que su mujer…

—Ya lo sé, Gad. A mí tampoco. Pero esa guaricha y yo vamos a jugar esta noche en su casa. Es un favor que le hago al «Mexicano», un gran favor.

Y lo había dicho tan convencido. Un favor el birlarle a su mujer. ¡Bueno! Yo pensé que la «Núa» se la estaba jugando. Y lo pensé algo triste, porque siempre es algo triste que una hembra como la «Núa» se pudriera bajo tierra a los veintitrés años. Yo me hubiera largao para otro sitio. Sí, eso hubiera hecho. Pero Luigi no lo hizo, y él ya sabía caminar para aconsejarle. Seguía mirándola y la «Núa» sabía encelar. Luigi se volvió y dijo:

—¿Qué hay de Lay-Ti?

—Está de acuerdo y me dio los doscientos.

—No es tonto ese Lay-Ti, nada tonto.

Se calló y yo no supe por qué había dicho aquello.

Volvió a mirar a la guaricha y la guaricha no dejaba de mirarle. Y el viejo nada. ¡El infeliz viejo! Luigi dijo:

—Vamos al negocio.

Le había vuelto sus espaldas a la «Núa» y empezó a trazar unas líneas onduladas sobre la mesa. Yo esperé, y ya me habían servido dos copas de ron. Bebí la tercera y Luigi dijo:

—Hoy es martes, saldremos el viernes. Mañana, Juan y tú iréis a comprar la lancha.

—Sí.

—Mañana me entregarán una licencia de pesca a nombre de Eneas.

—¿Eneas?

—Juan y tú tendréis que venir conmigo.

—Pero Eneas se empeñará en venir con nosotros…

—No puede, Gad; tiene que quedarse. El camino es peligroso y os necesito.

—Está bien, Luigi.

—Hay que hacerse de un fusil, latas de conserva y algunas cosas más. Ya le diré a Juan que las compre.

—Sí.

—Nada más. Éste es el río y navegaremos por él hasta llegar aquí. En este punto nos esperará un tal Mingo. Es quien trae las esmeraldas.

—¿Tu amigo?

—No lo conozco.

—¿Y podremos fiarnos?

—Es hermano de un amigo mío. Habrá que darle dos tercios de la venta. La policía le persigue y nos esperará fuera.

—Podíamos darle menos dinero.

—Le daremos dos tercios, Gad. Mingo y su hermano han hecho todo.

—Pero si la policía los persigue, debemos aprove…

—Dos tercios, Gad. Nos quedará bastante.

Y yo no insistí porque él había dicho «es bastante». Siempre era igual. No como Pancho. ¡El viejo Pancho! Hacía mejor el negocio. Pancho y yo no le hubiéramos dado nada. Ese Mingo andaba perseguido y… Luigi había dicho aquello y el asunto era suyo. Saqué tabaco y fumé. Luigi se volvió hacia la «Núa» y la estaba mirando fijamente. Dijo:

—Ese viejo ya ha jugado bastante.

Es lo que había dicho y se fue hacia ellos. Supe que mi puesto estaba en el mostrador, por si ocurría algo, y me levanté. Luigi ya se había sentado con la «Núa» y el viejo, y éstos dejaron de jugar a los novios. No parecía que iba a haber pelea. No, amigo. Estuvieron así el tiempo de echar un trago. Luigi cogió por la cintura a la «Núa» y se marcharon. ¡Pobre viejo! Se quedó allí solo, sin decir una palabra. Me dio pena y fui a sentarme con él por si podía sacarle algún billete. ¡El pobre viejo! Le saqué bastante plata y le ofrecí otra guaricha para que lo consolara. ¡Y debió de consolarlo!

Allí estábamos Juan y yo esperándole. En el bar de siempre, llamado «The Octopus». Y Eneas, claro está. Tampoco hay diálogo posible con dos hombres como Juan y Eneas. ¡Nada, amigo! Ni la más pequeña conversación. Yo no soy muy hablador, pero es que con ellos la cosa es difícil. La suerte fue que Luigi tardó poco. ¡Vaya si debió de jugar con la guaricha! Cuando uno está de juerga toda la noche, llega por las mañanas con los ojos hinchados y el rostro más pálido. Así había llegado Luigi. Estaba sentado con nosotros y dijo:

—¿Traes los doscientos?

Yo afirmé con la cabeza y él sonrió. Había pedido agua de limón con ginebra y estaba bebiendo con sed. Dijo:

—Parmuco nos venderá su lancha. Llevaos un abogado y que todo esté en regla. Tú revisa el motor y todas las cosas. Y que los papeles los firme Eneas.

Pidió más agua con limón y ginebra, y nosotros nos fuimos.

Baroa está lleno de abogados con licencia y sin trabajo. Cuando empiezan a trabajar un poco, les quitan la licencia. Yo escogí a «Buena Pluma», un viejo con el que había tenido tratos y que aún conservaba licencia. Hacía veinte años que había matado a su mujer porque la encontró acostada con otro, pero era una buena persona. Llegamos los cuatro al puerto y allí estaba Parmuco tumbado sobre los adoquines. Seguro que estaba pensando en alguna guaricha. ¡Estos hombres! En cuanto ganan algún dinero, ya piensan en guarichas. Le di con la puntera en el costado y dije:

—Vengo por la lancha.

Abrió los ojos y no se movió. También conocería a «Buena Pluma» y dijo:

—Que vaya haciendo ése los papeles y tú revisa la lancha. Todo está hablado.

«Buena Pluma» abrió la cartera y yo empecé a mirar la lancha. ¡Era linda, amigo! Y el sinvergüenza de Parmuco la había limpiado bien. Quizá por eso estaba tumbado. ¡Estos hombres! Trabajan un poco y ya están cansados. Y Parmuco dijo:

—¿Qué vais a hacer con la canoa?

—Pescar —dije yo.

—Hay muchas clases de pesca.

—Sí, nosotros pescaremos tiburones.

—Ya.

—Y otro día haremos turismo. Pasear enamorados.

El motor estaba bien, y Luigi y Parmuco lo sabían. «Buena Pluma» se acercó a mí. Dijo:

—Esto ya está, Gad.

La verdad es que no sabía para qué estaba allí Juan. Seguro que seguía pensando en Di Stefano u otro jugador. Ya había afirmado muchas veces que se iba a marchar de Baroa porque no teníamos fútbol. Y Eneas lo mismo. ¡Buena pareja, amigo! De esos que gustan a las mujeres cuando están aburridas y quieren chunga. Parmuco se había levantado, y él y Eneas firmaron donde «Buena Pluma» les dijo. Nos fuimos.

—Eneas…

—¿Qué?

—Luigi, Juan y yo vamos a estar fuera algunos días.

—Sí, Gad.

—Esa lancha es tuya.

—Sí, Gad.

—Mientras estemos fuera, tú saldrás todas las mañanas de pesca.

—Sí, Gad.

—Luego vendes el pescao en la plaza.

—Sí, Gad.

—Juan va a llevarle los papeles a Lay-Ti. ¿Conoces a Lay-Ti?

—Sí, Gad.

—Si algún día te pasa algo, llamas a «Buena Pluma» y le dices que Lay-Ti tiene en su casa los papeles.

—Sí, Gad.

—¿Has entendido todo, Eneas?

—Sí, Gad.

—¡Y no digas tanto «sí, Gad»! ¡Ya sé que sabes decirlo!

—Sí, Gad.

Y no quise mirarlo porque ya sabía que estaba temblando y hubiera temblado más. ¡El pobre negro! No serviría para político, no. A veces, cuando ha bebido una buena cantidad de whisky y se siente inspirado, es capaz de decir hasta una frase como «¡Qué lindo día hace, Gad!» o «Son lindas las mujeres de aquí, Gad». Pero nada más, amigo. De ahí es imposible sacar otras frases. Juan se llevó los papeles, y yo y mi sombra nos fuimos al bar. El patrón nos dijo que Luigi se había marchado a la «Nepeira» y fuimos para allá.

Había algunas guarichas dormiscando sobre las mesas y varios hombres. No era un olor de calma, amigo. Yo tengo buen olfato. Estaba Luigi y también el otro hombre, el «Mexicano». Un hombre fuerte que no se arrugaba fácilmente. Y Luigi había dicho:

—Tu guaricha te espera, amigo. Estuvo conmigo.

—Sí, ya lo sé, hermano. Me lo dijeron éstos.

Parecían tranquilos, pero yo sabía que no lo estaban. Luigi me había visto entrar y dijo:

—Esa mujer no te conviene, se va con cualquiera.

—También lo sé, hermano. Y anoche estuvo contigo.

Estaban muy cerca el uno del otro para pelear, pero yo sabía que se apartarían y empezarían rápidamente. El patrón y los otros hombres también lo sabían. Todos, amigo. Hasta el pobre Eneas, que ya empezaba a divertirse. Y mi socio y el «Mexicano» siguieron hablando. Luigi decía:

—Es una pena que tú y yo peleemos, amigo.

—Sí, es una pena. Pero vamos a tener que pelear.

—Podríamos arreglarlo buenamente. Igual que se vino conmigo, pudo largarse con otro.

—Sí, podríamos arreglarlo. Pero vamos a pelear.

—Yo no quisiera.

—Ya lo sé, hermano. Y yo tampoco quisiera. Te conozco. Pero esta gente pensaría que uno de los dos es un cobarde, y no me gusta que piensen eso. Tenemos que pelear, hermano.

—No voy a pelear cómodo.

—Yo tampoco. Luego, si quieres, nos emborrachamos juntos. Pero ahora tenemos que pelear como dos hombres.

—Si tú lo prefieres…

—Yo no lo prefiero, hermano. Pero tenemos que pelear. Lo comprendes, ¿verdad?

—Está bien, amigo.

—Eso es.

—Bueno, empieza.

—No, empieza tú.

—Te toca a ti.

—¿Y qué quieres que te diga?

—No tienes que decir nada. Solamente empezar.

—Está bueno, hermano.

—Ya.

—Voy.

Y el «Mexicano» fue. ¡Lindo, amigo! ¡Cómo abría los ojos Eneas! Ya estaban enganchados y los golpes sonaban macizos. Uno y otro. Los hombres habían hecho corro y las guarichas miraban con curiosidad, sin abrir del todo los ojos. De hombre a hombre. Y ya estaba sangrando Luigi por una ceja y el «Mexicano» por el cierre de la boca. Sin emplear sillas, botellas u otras cosas. Una pelea limpia entre dos amigos. Era lindo mirarlos, aunque yo siempre diré que poco práctico. Así sólo deben pelear los boxeadores en el ring. Se agota uno pronto. Yo nunca peleé así, amigo, nunca. Y ahora que estoy viejo, es seguro que no lo haría por nada del mundo. Me gusta el cuchillo. Puede perder uno, pero es seguro que le dejarán en paz la dentadura. No como ellos, como mi socio y el «Mexicano». Les iba a costar trabajo masticar la carne. Ahora estaban separados y se miraban. Tenían sobre sus costillas una buena cantidad de golpes. Una de las guarichas gritó:

—¿Por qué no los separáis? Van a terminar rotos y nadie querrá componerles las piezas.

Los hombres la miraron y a Eneas no le gustaron esas palabras. La guaricha volvió a gritar:

—No seáis pendejos, paisanos. Estos hombres se están divirtiendo a costa vuestra.

Luigi y el «Mexicano» seguían mirándose y ambos estaban cansados de golpearse. El patrón dijo:

—Bueno, ya está bien; ninguna mujer merece tanto.

Y avanzó hacia ellos y los unió. Fueron al mostrador y el «Mexicano» dijo:

—Te convido, hermano. Ahora vuelvo.

Y se marchó…

Luigi había pedido una copa de ron y la bebió de un golpe. Le sirvieron otra y la volcó sobre la ceja que le sangraba. Me acerqué a él y, tras de mí, Eneas. Dije:

—Ahora matará a la «Núa».

—No —aseguró mi socio.

—Seguro que la matará —insistí—. Siempre se mata al hombre o a la mujer, a uno de los dos.

—Esta vez no, Gad.

—¿Por qué?

—Le dije a la «Núa» que me esperase en la embocadura y ya escapó hacia allá.

No dije más. Puede que a mi socio le gustara la «Núa». Sí, debía de gustarle, y yo no creo que ninguna mujer merezca tanto. Era una buena hembra, pero aquello de esconderla… Claro que hay mujeres que saben jugarle al hombre y ésta podía ser la de Luigi. Podía ser, amigo; no lo sé. Y aunque siempre es tonto ayudar a una hembra, comprendí a mi socio. ¡Vaya si lo comprendí! Y eso que Luigi no era como Juan o los otros hombres. No hablaba mucho, más bien nada. Excepto cuando estaba borracho. Y entonces mezclaba las palabras de una forma que nadie podía entenderle. Me dijo:

—¿Habéis cerrado el trato?

—Sí.

—¿Te gustó la lancha?

—¡Es linda!

—Vámonos.

Vivíamos cerca. En tres habitaciones de una casa del puerto. Frente al mar. Donde vive mucha gente de esa que no pasará a la historia y muere de hambre. Habíamos subido a la habitación y Luigi dijo:

—Llama a Ramón.

Vino Ramón conmigo y traía su maletín de cuero sucio. Luigi estaba tumbado en la cama.

—¿Qué hay?

—Esta ceja. Me la partieron de un puñetazo. Arréglala.

Ramón se inclinó sobre Luigi y estuvo echando unos polvos blancos en la ceja. Sacó unas lañas y se las clavó en la piel. Luigi no protestó.

—Tendré que quitárselas dentro de unos días,

—No —dijo Luigi.

—Debes tenerlas ahí hasta que se cierre la herida.

—Me las quitará Gad.

—¿No puedes venir a que lo haga yo?

—No, el viernes me marcho. Tengo que ver a mi madre, que está muriendo.

—Ya.

—Dale algo, Gad. No lo hizo mal.

Le di un billete y Ramón se marchó. Volví junto a Luigi. No parecía feliz ni triste. Como siempre. Seguía tumbado en la cama y mirando al techo. Luego se inclinó y había sacado del cajón una pistola. La estaba frotando contra su camisa. Le metió el cargador y la sujetó entre su estómago y la correa. Y miraba al techo. Dijo:

—Saldremos mañana.

—Dijiste el viernes.

—Saldremos mañana, al amanecer. Haz que Juan duerma aquí y no le digas nada. Vete y compra un fusil, latas de conserva y esas cosas que se necesitan. Ya sabes dónde vamos.

—¿Cuántos días estaremos?

—No lo sé. Puede que Mingo nos espere o que tengamos que esperarlo nosotros. Compra comida abundante Si nos sobra, se la echaremos a los peces.

—¿Y Eneas?

—Que se gaste el dinero de la pesca en whisky y así pescará todos los días.

Comprendí que Luigi ya no iba a decir nada más y me marché. Eneas estaba tumbado en el portal y parecía un perro. Caminábamos.

¿No ha visto nunca el amanecer junto a la cama de una mujer hermosa? Molestan los pájaros, amigo. Y la vida. Pues así es Baroa cuando la noche se ha despedido. Todo el mundo duerme o parece estar mudo. Yo sólo escuchaba nuestros pasos sobre las piedras. Luigi, Juan y yo. Hacia el Este, hacia el interior. Llevábamos dos horas de camino y volví la cabeza para ver Baroa. ¡Qué tierra, paisano! Se dejaba acariciar por el sol. Le guiñé un ojo y seguíamos caminando. Luigi delante y Juan junto a mí. Seguro que no pensaba en nada. La verdad es que me acordé de Eneas. ¡Pobre Eneas! Hasta debió de llorar. Sí, sentiría matarlo. Estábamos subiendo la montaña. Sé lo que son los poetas, amigo. Hombres despreciables que fingen amor, muerte y deseos y que no conocen nada por miedo. Pero la poesía no es de ellos. Es lo que dice Luigi. La poesía es esta inmensa tierra que ahora es montaña rocosa y luego llanura y más tarde selva virgen. Ésta es la poesía que ningún poeta escribirá. ¡Lindo, amigo! Conozco el camino de Cachoiera, que atraviesa las tierras feraces de Bahía; los terrenos que nacen en las galeras del Guárico y se pierden al fondo del Apure, el Orinoco, la cascada de Tequendama y el Amazonas. ¡Toda la tierra americana, amigo! Pero no hay nada como este suelo de Baroa que se extiende en una variedad incontenible. ¡Nada, amigo! Ni la guaricha más sabrosa del mundo. Y caminábamos en silencio hacia la embocadura. Después, no sé. La embocadura no es tal, amigo, es un brazo de río, un lago de escasa profundidad y bordeado de cañas y matas de inmensas hojas. Ésa es la embocadura y yo únicamente sabía que íbamos hacia allí. Nada más, y era bastante. No tenía por qué preguntarle a Luigi y ya estábamos descendiendo y se veía la embocadura. Los mosquitos formaban nubes ruidosas sobre el agua. Nos acercamos. Luigi dijo:

—Ahora viajaremos en piragua.

La curiara estaba pintada de negro y parecía un ataúd flotante sobre las turbias y mansas aguas de sombría vegetación. Vimos un indio que la sujetaba con una cuerda. Al vernos, llevó la curiara hacia tierra y esperó. Luigi le dijo algo en guahibo y el indio salió corriendo.

—Hay que subir.

Nos metimos dentro y Luigi condujo a favor de la débil corriente. Cuando la curiara estuvo enderezada le cedió la pala a Juan y dijo:

—No vayas a trambucar. Los caimanes y guíos tienen mucha hambre por aquí.

Me acordé de la «Núa» y dije:

—¿Dónde está la mujer?

—Allí, en el recodo. Ahora subirá.

Pasamos el recodo y apareció la guaricha. Se había roto un poco el vestido y yo pensé que terminaría el viaje sin ninguna ropa. Subió. Luigi abrió las piernas y la «Núa» se recostó entre ellas y sobre el fondo. Ya estaba acariciándole una rodilla, y Juan y yo íbamos a pasar envidia más adelante. Era una guaricha hermosa que sabía jugar muy bien. Juan y yo la mirábamos apoyar su cabeza entre los muslos de Luigi. No nos dejaría en paz en todo el viaje. Sí, así son estas guarichas, amigo. Un hombre no tiene más que dos caminos ante ellas: o las mata, o se encocina.

La curiara avanzaba lentamente, porque aquí la corriente es mansa y el agua se espesa hasta parecer saliva. Una saliva verde que dejaba flotar en la superficie cualquier cosa que no tuviera mucho peso. No sé por qué, este trozo de río, mudo, sin ondulaciones, me pareció algo tétrico capaz de hacerme vomitar. Así, amigo. Porque esto no es selva; es fango de la selva, despojos de la Naturaleza. Los árboles y matas crecen tan enlazados, que no puede verse nada detrás de ellos. Impresiona este trozo de río, este único camino que tiene la selva en sus comienzos. Todo es verde oscuro y el sol no logra que sus rayos penetren hasta el agua. De vez en cuando aparecen bandadas de zancudos que se parecen a las nubes y que tienen la manía de agitar sus alas con tal velocidad que no se las ve. Por el contrario se les oye. Todos parecen decir lo mismo y repugnan. ¿Por qué existirán estos bichos que sólo viven de la muerte, de lo putrefacto? No lo sé, amigo. Y vimos una verdadera familia. Nos habían olido y no les gustaba nuestro olor a hombres sanos y con mucha vida. Luigi los estaba mirando y dijo:

—Dispárales, o nos seguirán molestando. Cuando los tengas cerca.

Cargué el fusil y disparé como si lo hiciera contra la muerte. Con el mismo placer, amigo. Y algunos caerían.

—Otra vez —dijo Luigi.

Lo hice y la familia debió de pensar que no era buen sitio para pasear. Olíamos a vivo.

Y seguimos.

No es que hiciera tanto calor, amigo, sino que las mujeres son así. Se rasgó el vestido y dejó sus hombros al aire. Y eran bonitos, muy hermosos. Juan y yo tuvimos que mirarlos y era seguro que Luigi podría verle hasta el estómago sin ningún esfuerzo. ¡Esta «Núa»! No, una mujer así no nos dejaría en paz. Ofrece demasiado. Abrió la boca y su voz era dulce. Estaba mirando a Luigi y dijo:

—¿Dónde vamos?

—Al interior —dijo Luigi.

—Sí, ya lo veo, pero ¿dónde?

—Al interior —repitió él.

Tenía las rodillas en alto y empezó a jugar una pierna sobre la otra. Juan y yo la mirábamos. Unas piernas lindas y duras, de veintitrés años. El traje le resbaló hasta dejar al descubierto sus rodillas. Seguía meciéndose y dijo:

—¿Te casarás conmigo?

—No —dijo Luigi.

—¿Por qué? ¿No te gusto hoy?

—Sí, pero mi madre me prohibió casarme sin su permiso.

—¿Y por qué no le escribes?

—No sé dónde está.

Es duro este Luigi, muy duro. No le hubiera ocurrido nada por decir sí, a nada se comprometería. Y era extraño. La había sacado de la ciudad y ahora la trataba como si fuera un saco de papas. Yo supongo que estaría cansado de la noche anterior, porque la guaricha era muy buena hembra. ¡Vaya si lo era! Luigi volvió la cara y dijo:

—Procurad que no se os pare el reloj; el sol puede despistarnos y es necesario saber la hora.

Y había levantado la mano como diciéndonos que todo marchaba bien. Contemplaba el río y luego extendió su brazo hasta tocar el agua. Miró a Juan y dijo:

—Puedes levantar la pala, la corriente nos llevará. Pero mantén la canoa en el centro, sólo eso.

—Sí, Luigi.

Levantó los pies y se quitó los zapatos de lona blanca. La «Núa» le ayudó un poco y Luigi había estirado las piernas. Estábamos cruzando un trozo sin árboles gigantes y empezó a darnos un aire calentujo que parecía el vapor de agua hirviendo. Llevábamos ya más de media hora de camino. Entonces, la «Núa» cambió de postura y estaba apoyada sobre una de sus pródigas caderas. Debía de estar acariciando una rodilla de Luigi. Sacó su sonrisa de mujer y dijo:

—¿Cómo te llamas?

—Luigi.

—¿Italiano?

—Sí.

—¿Y por qué me has sacado de Baroa, Luigi?

—Porque el «Mexicano» te hubiera matado.

—¿Y eso te preocupaba mucho?

—Sí, no me gustan los crímenes cuando estoy yo por medio. La policía pregunta y la propaganda gratuita no me conviene ahora. Soy muy tímido.

—¿Nada más que por eso?

—Nada más. Estoy en época de negocios.

—¿Y qué harás conmigo?

—Tengo que hablar con un amigo.

—¿Un amigo?

—Sí, supongo que le gustarás.

Yo creí que la «Núa» iba a gritar y no dijo nada. Quizá ni dejara de acariciar la rodilla de Luigi que estaba acariciando. A las mujeres nunca se las entiende. Yo ni sé quién es mi madre, y ya soy demasiado viejo para creer que nací de una col. ¡Esas mujeres!

Llevábamos siete horas de viaje y la corriente había ido aumentando. Luigi le pidió la pala a Juan y estaba gobernando la curiara. Iba de rodillas y de vez en cuando alargaba el cuello como si esperase ver algo. La «Núa» se había apartado un poco de él y nos miraba descaradamente. Allí, el río casi describía un ángulo de cuarenta y cinco grados y el agua se arremolinaba. Luigi se pegó a una orilla y nos conducía con calma. Poco después vimos a un hombre. Era de unos cuarenta años, llevaba un gran sombrero de ala ancha y dos pistolas al cincho con las bandoleras cargadas. Luigi fue el primero en verlo y dijo:

—Debe de ser Mingo.

Arrimó la canoa a la orilla y hurgó con la pala en el terreno. Era fango duro. La piragua estaba parada y Luigi le gritó al hombre:

—¡Eh! Soy Luigi, y tú, ¿cómo te llamas?

—¡Mingo!

—¡Pues acércate, Mingo!

Nos hizo una señal para que bajásemos y ya teníamos a Mingo encima de nosotros. La «Núa» empezó a arreglarse un peo y el hombre aquel del sombrero no hacía más que mirarla. Luigi lo advirtió. Dijo:

—¿Te gusta, Mingo?

—¡Vaya! No tiene muchos huesos.

—Es un regalo de Baroa —siguió Luigi—. Te la regala el mismísimo gobernador.

La «Núa» estaba sentada en la tierra y nos miraba con sus negros y grandes ojos. ¡Era hermosa! Y me estaba encelando. Luigi pareció darse cuenta y dijo:

—Vamos hacia el árbol. Tú, Juan, vigila la canoa.

Mingo, Luigi y yo fuimos bajo un árbol gigante. Hacía calor.

—¿Qué hay del asunto?

—Las he traído. ¿Y tú?

—Espero que salga bien. ¿Cuánto valen?

—Unos doscientos mil. Debes pedir quinientos mil.

—¿Te habló tu hermano?

—Sí.

—¿Y está de acuerdo?

—Sí.

—Está bien, Mingo. Vamos, quiero volver pronto.

Luigi había metido las manos en el bolsillo y estaba contando cuatrocientos billetes. Se quedó con uno en el bolsillo. Le tendió la mano a Mingo y dijo:

—Toma, el resto te lo daré en Baroa, ya lo sabes. No he podido reunir más dinero.

—Sí. Y cuida las esmeraldas. Son unos doscientos mil, pero valen quinientos mil de los grandes.

Mingo le había entregado el paquete y Luigi ni siquiera lo miró. ¡Bueno! Aquel negocio lo había empezado él. Sí, era enteramente suyo, y Juan y yo sólo hacíamos que ayudarle, pero… ¡Qué Luigi! El paquete podía estar lleno de chinorros, de cualquier cosa sin valor y él ni lo había mirado. Pensé en esto y olvidé que la «Núa» se había quedado allí con Mingo. ¡Todo se me había olvidado! ¡Y era una buena hembra! Yo la había olvidado y la culpa era de Luigi, del maldito y frío Luigi.

Durante todo el regreso no hice otra cosa que pensar en la «Núa». Le aseguro, amigo, que estaba como esas manzanas duras. Igual. Las muerde uno y se queda limpio de todo. Así. Y yo nunca había tenido una mujer como Luigi la había tenido. Nunca. Tal vez por ello Luigi la había dejado con Mingo y yo no hacía otra cosa que pensar en la «Núa». Sí, era eso.

Luigi, Juan y yo. Estábamos en un pueblo llamado Matachile, a unos setenta kilómetros de Baroa. El pueblo estaba en feria. Luego, aquellos de la feria irían a Baroa. Lo de Matachile era un entrenamiento. Seguro, amigo. Matachile tiene aire de pequeño pueblo mejicano. Nos encontramos con un borracho y Luigi lo agarró por un brazo. Dijo:

—Oye, Pérez, ¿tú sabes dónde podríamos dormir?

El borracho le miró. Dijo:

—No me llamo Pérez, señor, pero dos cuadras más allá encontrarán una fonda.

—Gracias, amigo.

El borracho no había comprendido mucho y seguimos caminando. Dos cuadras más allá. «Fonda del Doctor Chávez». Así, amigo, «Fonda del Doctor Chávez». Y era un rancho pestoso.

—Bueno, viviremos en este bohío —dijo Luigi sonriendo.

En la puerta había unas muchachas practicando el bunde. Lo hacían bien. Luigi se detuvo a contemplarlas y reía. Era seguro de que estaba contento. Me miró y dijo:

—¡Alégrate, Gad! Ese picure de Mingo ya daría algo por estar en tu piel.

Y se metió dentro.

El doctor Chávez era un indio catire algo joven y algo viejo. Lo de doctor debía de ser un capricho. Le ayudaban en el negocio un par de pollonas y una vieja cocinera del interior. Las pollonas asomaron sus cabezas entre unas cortinas y empezaron a hipar de risa. El doctor también reía. Nos dio una llave y Luigi le preguntó por un tal Maxim Golfo. El doctor Chávez le dijo que algunas veces estaba y otras no. Nos metimos en el cuarto. El asunto lo llevaba Luigi, pero yo pregunté:

—¿Qué hacemos aquí?

—Veranear, Gad, veranear —dijo Luigi.

—¿Veranear?

—Ayer mañana salimos de Baroa, ¿comprendes?

—Sí, claro.

—No hemos visto ninguna curiana, ningún indio, ningún Mingo, ninguna «Núa», ni tan siquiera un igarapé, ¿comprendes?

—Sí, hemos venido directamente de Baroa a este pueblo.

—Eso es, Gad. Y tú recuérdalo, Juan. De Baroa a Matachile y sin ver a nadie.

—Está bien, Luigi, muy bien. De Baroa a Matachile, pero ¿qué hacemos aquí?

—Esperar, Gad.

—Bien. ¿Y qué esperamos?

—Tengo un amigo, un buen amigo.

—¿Ese Maxim Golfo?

—Ése. Fue contrabandista muchos años.

—¿Y ahora?

—Debe de estar aquí o en Caramago, en alguno de los dos sitios, porque en ambos hay feria.

—¿Es que trabaja en la feria?

—Eso es, Gad. Tiene un tiovivo de lindos caballitos blancos y música alegre.

—¿Un tiovivo?

—Eso es, Gad, un tiovivo.

—¿Y antes fue un contrabandista de verdad?

—Sí, Gad.

—¡Luigi!…

¡Bueno! Maxim Golfo no estaba en la feria de Matachile y yo me alegré.

Caramago era otra cosa. Sí, amigo, hay casas de juegos y de mujeres y… sí, era otra cosa. Casi tan linda como Baroa. Un día en Matachile buscando a Maxim Golfo y ahora en Caramago. Luigi dijo que debía estar aquí ese Maxim y debe de estar porque Luigi parece tener todo bien planeado. No, amigo, Luigi no es ningún lambón.

Caramago olía a juerga. Se nota rápidamente. La gente empieza a beber por la mañana y se acuesta por la noche con la botella. ¡Lindo, amigo! Las ferias de estas tierras son lindas. Algún pelao se va para el otro mundo y na. Habíamos llegado por la mañana. Caramago está a veinte kilómetros de Matachile y a unos treinta de Baroa. El autobús es rápido. Habíamos llegado y nos fuimos al «Hotel España». No es mala choza. Las camas blandas y las camareras hermosas. Esto ya era un hotel. Nos dieron tres habitaciones y Luigi tuvo que pagar por adelantado a causa de nuestra pinta. Mandó venir un sastre y nos pusimos tres flamantes trajes. La verdad, amigo, es que estábamos bastante sucios y olíamos mal. Juan se quedó en el hotel bebiendo chicha y leyendo los periódicos, las páginas deportivas. Luigi me había dicho:

—Vamos a visitar Caramago.

Y yo le dije:

—Sí, vamos a Caramago, es una linda ciudad.

Estuvimos dando vueltas un buen rato.

—Hay que beber algo, Gad.

—Sí, hay que beber algo, Luigi.

Fuimos a un lugar elegante llamado «Mar Azul». En el centro de la ciudad. Era un bar elegante, con una pequeña pista de baile. Nos sentamos a una mesa y Luigi me dijo:

—Oye, Gad, mira a ese que canta.

Le miré. Era un tipo muy fino, de esos que parecen maricas y casi siempre lo son. Puro asquito, amigo. Jugaba con su cara como un tonto y cantaba algo así como:

… Te cubriré de besos

porque tú eres mi dios,

te arrullaré en mis brazos

como en los cuentos de amor…

¡Tenía gracia el pendejo! ¡Decirle eso a las guarichas de Caramago! Había varias de esas señoritas bobas a quienes no les haría un favor en toda mi vida ni encocinándose conmigo. Entornaban los ojos y seguro que estaban soñando en dejarse besar por aquel marica del canto. ¡Seguro, amigos! Y cerrarían los ojos como en las películas y dirían que el beso era dulce, aunque fuera de vaca. ¡Estas señoritas! Siempre serán idiotas. El marica seguía cantando y un camarero muy elegante se nos había acercado.

—¿Tú, Gad?

—Ron.

—Un ginebra con coñac y ron.

—Bien, señor.

Los demás debían tomar naranjada. ¡Olía a mujeres!

Al poco rato, Luigi se levantó y dijo:

—Vamos a ver a Maxim; es un buen tipo.

Nos fuimos.

La feria aún no estaba en su momento. Había humo de fritos y confusión de música. Se gritaba. Los mucharejos andaban por donde había mujeres y se acercaban a ellas disimuladamente para rozarlas, íbamos camino de un alto que hay más allá de la calle Nuevacruz. Sí, un tiovivo de caballitos blancos. Empezaron a abrazarse y a hablar. Maxim Golfo era más viejo que yo, bastante más viejo. Unos cincuenta o sesenta años. Tenía un bigote blanco y era fuerte y bajo. Reían mucho. Cerca de allí, había un grupo de jóvenes que cantaba lloraos acompañándose de maracas y golpes de pie. Maxim Golfo y Luigi debían de tener buenos recuerdos. Hablaban de las grandes tribus que había en el Canaparo y en el Vichada. Yo creo que se expresaban como los guahibos, carijonas o piapocos. Se habían olvidado de mí y no los entendía mucho. Así estuvieron bastante tiempo. Entre risas. Luego, Luigi me miró. Dijo:

—Éste es Gad, mi socio.

El viejo me tendió la mano y Luigi dijo:

—Vamos dentro.

Maxim nos indicó que nos sentáramos y Luigi sacó el paquete que le había dado Mingo. Lo colocó sobre una mesa, lo abrió y dijo:

—Calcula cuánto valen, Maxim.

El viejo se acercó. Había tomado un cristal extraño y empezó a ver las esmeraldas una por una y detenidamente. No hablábamos. Un buen rato. Después dijo:

—Yo te daría trescientos mil por ellas, Luigi.

Respiré profundamente. Luigi sonreía.

—¿Y por cuánto las venderías?

—En unos quinientos mil, ni un billete menos.

—¿Son buenas?

—Muy buenas. No sé cómo las has conseguido, pero podrás retirarte si quieres.

—Sólo me corresponde una parte de ellas.

—Valen mucho, guárdalas.

Luigi volvió a cerrar el paquete, como si no llevara nada de importancia. El viejo nos sacó algo de beber. Bebimos. Entonces, Luigi cambió de voz. Dijo:

—¿Cómo andas, Maxim?

—Bien, muy bien, amigo.

—¿No necesitas nada, viejo?

—Nada, Luigi.

—¿De veras, viejo?

—De veras, Luigi. Tú ya sabes. Cuando ella murió me dediqué a esto, y estoy contento.

—¿Irás a Baroa?

—¡Claro, Luigi! En cuanto empiece la feria.

—Ayer estuve en Matachile, creí que estarías.

—Hace dos años que no voy. Es un pueblo pobre, Luigi, y me dan lástima. Nunca ganaba nada.

—Bien, Maxim, bien. No te molestará nadie, ¿verdad?

—Nadie, hijo, vivo muy tranquilo. ¿Y tú?

—También, viejo. Llevábamos algún tiempo sin trabajar y nos salió esto.

—Ya.

Siguieron hablando y yo nunca había oído a Luigi hablar así. Debía de querer mucho al viejo Maxim. Mucho. Se lo juro, amigo. Me acordé de Eneas. ¡El pobre Eneas! Seguro que todas las noches lloraba acordándose de mí. Quizás esta noche me acordara yo de él y llorara. Quizás, amigo. Nos fuimos.

El «Hotel España» estaba lleno de turistas. Muchos, principalmente americanos. Los americanos estos parecen moscas. Por alas tienen dólares y están en todas partes. Había muchos americanos. Luigi dijo que iba a quedarse. Sí, nos había dicho:

—Daros una vuelta por ahí y no os emborrachéis; yo estoy cansado y quiero dormir.

Juan y yo nos fuimos. Y no, no estaba dispuesto a que Juan me explicara que por una lesión de rodilla había dejado de jugar al fútbol. No me interesaba el tema. Yo no he explicado a nadie que por culpa de mi padre ignoro quién es mi familia. A nadie. Ésas son cosas de uno. Por ello me agrada Luigi: nunca dice nada de su vida. Todo cuanto sé de él lo saqué yo. Que es italiano, que estuvo junto al río Guainía y que jamás se arruga. Es bastante para saber que es un buen fulano. Y a Juan no iba a escucharle sus tonterías. Habíamos empezado a caminar por la calle y le advertí:

—Si me hablas de fútbol, te dejo plantado.

—Si conocieras el fútbol, te gustaría —me dijo.

—¿A mí? El fútbol es para los idiotas.

—En España…

—¡No me importa qué ocurre en España! El fútbol está bien para los niños, pero un hombre debe preocuparse de cosas importantes y no de eso.

—Está bien, Gad.

—¡Claro que está bien! ¿Has visto a Luigi? ¿A mí? Tú nunca llegarás a ser como nosotros. Nunca, Juan. ¿Y sabes por qué? Porque se te secó el cerebro con el fútbol.

—Está bien, Gad.

—Sí, está bien.

Había puesto una voz triste y me dio pena. No era mal tipo aquel Juan, no. Un poco tonto, pero de eso él no tenía toda la culpa. Me dio lástima y dije:

—¿Por qué viniste a Baroa?

—Yo jugaba en el Real Madrid, en el mejor equipo de España.

—Ya, ya me contaste eso.

—Vinimos a Sudamérica y conocí a una chica.

—¿A María?

—Sí, ganaba mucho dinero y me casé con ella.

—¡Pendejo!

—Parecía muy buena muchacha y era bonita.

—Podía parecerte todo lo que quieras, pero no tenías por qué casarte con ella.

—Nos fuimos a España. Luego me lesioné y no ganaba dinero.

—Claro.

—María empezó a salir con otros. Yo… Un día me dejó una carta. Me decía adiós.

—¿Y tú?

—La quería mucho y ella se había venido con un argentino para acá. Yo vine, creí que podría encontrarla.

—Ya.

—Por eso estoy en Baroa.

—¿Y María?

—No sé, ya no me importa.

—Debe de estar en un prostíbulo. Siempre pasa.

—No sé, Gad.

—¡Bueno! Hay muchas mujeres, lindas mujeres y no debes preocuparte.

—Sí, Gad.

Y pasaron dos por nuestro lado que se movían como las maracas de una buena orquesta. Yo tenía ganas y nos acercamos. La «Núa» me había revuelto un poco y nos acercamos.

—¿Cuánto, paisanas?

—¡Qué se ha creído! —dijo una de ellas.

—Nada, amiga —sonreí—. Sólo he dicho que cuánto.

—¿Cuánto de qué? —se alborotó—. Somos decentes.

—Bueno —volví a sonreír—. Yo sólo he dicho que cuánto, y eso puede significar muchas cosas.

—Ya.

Y nos fuimos con ellas. Una se parecía a la «Núa» y ésa fue la mía. No eran malas, no. Sabían el oficio. Siempre pasa igual, amigo. ¡Y son decentes!

Cuando entré en el hotel, Luigi estaba ya levantado. Juan se debió de quedar con la otra. Fui a hablar y me contuve. Se trataba de un policía que estaba junto a Luigi. Mi socio me había hecho una seña y me acerqué. Dijo:

—Éste es uno de mis amigos.

El policía me miró y continuaba hablando con Luigi. Decía:

—¿De dónde vienen?

—De Matachile, ya se lo he dicho. Puede preguntar en la «Fonda del doctor Chávez». Estuvimos allí.

—¿Y antes?

—También se lo he dicho, amigo. En Baroa.

—¿Van a estar muchos días en Caramago?

—No sé, tal vez dos. ¡Cualquiera sabe! Compréndalo, estamos descansando. Turistas. ¿Es que ocurre algo?

—No, nada. ·

—Y entonces, ¿a qué vienen esas preguntas?

—Perseguimos a dos extranjeros. Comercio.

—Pues lo siento, nosotros somos tres y no traficamos.

—Sí, lo esperaba. Estarán escondidos por ahí.

—Probablemente.

—Buenos días, señor, y perdóneme las preguntas. ¡Y buena suerte!

—De nada, señor policía.

—Gracias.

Y el tipo de la gorra de plato se había largado. Luigi sonreía. No porque hubiera salido bien de aquello, sino porque le divertían estos bobos policías. Jugaba con ellos. Siempre se divertía y si no fuera por el uniforme… Son como Juan. No aciertan ni por casualidad. ¡Así está el país, amigo! No se puede dar un paso con tanto fulano robando. Porque el contrabando no es robo, amigo; es una aventura, una linda aventura en la que se expone la vida. Trabajo de hombres. Si el ciudadano no se defiende contra el Estado, va listo. Hay que estafarlo, o nos morimos de hambre. Hasta las ratas del puerto lo saben. ¡Vaya si lo saben! Y me fui a la cama porque aquella hembra decente no me había dejado dormir más de una hora. Estaba mejor la «Núa», pero yo tenía sueño. Dormí.

No sé qué fue de Juan en todo el día. Debió de quedarse con la otra. Tenía dinero. Estaba bajando los escalones y vi a Luigi sentado a la entrada. No parecía estar preocupado. Me acerqué a Luigi.

—Ya sabes cómo es Juan, Gad.

—Sí, medio tonto,

—Ella le habrá dicho que los españoles son muy simpáticos, que es agradable, y él se ha quedado.

—Bueno, ya vendrá.

—Sí.

—¿Y nosotros?

—¿Qué?

—Nosotros, Luigi, ¿cuándo nos vamos?

—Dentro de dos o tres días.

—¿Por qué, Luigi? ¿Qué hacemos aquí?

—Turismo. El turismo es placer de potentados. Caramago es una linda ciudad: tú lo dijiste. ¡Diviértete!

—Sí, lo intentaré.

—¿Sabes cuánto tiempo estuviste durmiendo?

—Ni idea.

—Casi diez horas. Gad. ¿Aún tienes sueño?

—No —sonreí—. ¿Qué hora es?

—Las ocho y media.

—Iré a darme una vuelta. ¿No me necesitas?

—No.

—¡Hasta luego!

Había descansado bastante y Luigi no me necesitaba. Me alejé de «Hotel España». Caramago estaba caliente, ardía. Las mujeres se habían tirado a la calle y prestaban su olor a hembra al olor de fritos y pólvora. Los cohetes subían desparramando sus colores en el cielo y los petardos sacudían a las personas en su interior. Se gritaba. Todo el mundo estaba borracho. De vino, de placer, de alegría o de cualquier cosa. Y la música. Por todas las esquinas brotaba la música, una música que apagaba las palabras y encendía los cuerpos. Se veía. Las parejas caminaban enlazadas, muy apretadas, y no podían decirse el nombre. Nada. Y se caminaba dando tumbos. Era igual estar borracho. Era completamente igual no estarlo porque se terminaría borracho. El aire es vino. Todas las calles tenían curvas, todas, amigos, y daba gusto pasar la mano por ellas. Eran curvas de mujeres duras que saltaban y se escurrían como peces. El traje se apretaba en sus caderas y luego volaba entre las piernas. ¡Estas mujeres! Hay que estar muy viejo y cansado para no sentir su calor. Yo iba. Solo y entre todas. Mi cuchillo bien amarrao a la cintura. Porque estas ferias, amigo, están llenas de ladrones y a mí me repugnan los ladrones. Son cobardes y vulgares tipos que roban a sus hermanos más pobres. No robarán al Gobernador o al Presidente, no. Ni siquiera a un guardián. Roban a los infelices colonos que caminan con los ojos dormidos. Si no fuera por ellos, las ferias serían limpias. No me gustan, amigo. Y yo los piso como a ratas. Y… ¡qué mujeres, amigo! También le recomiendo la feria de Caramago. No hace falta que se traiga mil dólares como estas moscas de americanos. Únicamente el corazón. Con el corazón basta, amigo. A una guaricha hay que saber trabajarla. No comprarla, amigo, no comprarla. Con saberla trabajar es suficiente. Eso es de hombres, y Gad Martínez o Rodríguez es un hombre. Y… Bueno, también hay polvo. Se camina mucho y se levanta polvo. Un polvo seco de miles de años que se va a la garganta y nos seca. Y no hay que estar seco, amigo; hay que regarnos de vez en cuando para seguir creciendo. Si el hombre se seca, ya no es hombre. Piensa en el tiempo, en lo amarga que es la vida y en esas cosas que no existen, y se muere. Hay que regarse, amigo. El polvo se había metido en mi garganta y por eso vi una taberna llamada «La hoja de Eva». Estaba en la esquina. Mucha gente. Podía haberme regado con agua, pero el agua es para las pobrecitas plantas. Siempre lo he dicho, amigo. Y pedí algo que no fuese agua.

¡Berrrrr… Pum! Breeeee… ¡Pum! ¡Yayiyaaaa…! ¡Pum! ¡Guaraminatará! ¡Guan… guanan… guiño… gupa… guaraminatará! ¡Lo conseguí! Breeeee… ¡Pum! Lo había visto venir. Sí, venía a mí.

—¿Sabes lo que me preocupa, Luigi?

—¿Qué, Gad?

—El problema de los autobuses y los borrachos.

—¿El problema de los autobuses y los borrachos?

—Sí, Luigi, eso es lo que me preocupa. El problema de los autobuses y los borrachos.

—Es muy noble, Gad. ¿Y por qué te preocupa el problema de los autobuses y los borrachos?

—¿Que por qué me preocupa el problema de los autobuses y los borrachos?

—Eso es, Gad. ¿Por qué?

—¡Es muy sencillo, Luigi!

—¿De veras es muy sencillo?

—¡Claro que lo es, Luigi! ¡Muy sencillo!

—¿De veras, Gad?

—Sí, Luigi. ¿Tú no adivinas?

—Creo que no, Gad. Es un problema muy difícil.

—¡Qué va, Luigi! ¡Es muy sencillo! ¿No lo adivinas?

—Creo que no podré.

—Verás, Luigi, yo te lo explico.

—Eso es, Gad; tú me lo explicas.

—Verás, verás como es sencillo. Tú te emborrachas, ¿comprendes?

—Sí, yo me emborracho.

—Completamente borracho, Luigi. O quizá no necesites tanto, ¿comprendes?

—Sí, basta con estar embriagado.

—¡Eso es, Luigi! Embriagado. Tú estás embriagado.

—Yo estoy embriagado. Ya voy comprendiendo, Gad.

—El problema está aquí, Luigi. Un grave problema. Es lo que me preocupa.

—Ya, ya lo sé, Gad. ¿Y por qué te preocupa?

—Tú estás borracho y necesitas ir de un sitio a otro, ¿no es eso?

—Claro, Gad. Siempre hay que ir de un sitio a otro.

—Es cuando recuerdas el letrero.

—¿El letrero?

—Sí, tienes que recordarlo. ¿No has leído nunca el letrero, Luigi?

—He leído muchos letreros en mi vida, pero no sé si he leído ése.

—Sí, claro que lo has leído. Está siempre.

—Bueno, Gad, he leído el letrero.

—¿Y recuerdas lo que dice?

—No, ahora no lo recuerdo bien. ¿Qué es lo que dice?

—Dice que se prohíbe subir a los autobuses a personas sucias y en estado de borrachera. ¿Recuerdas ahora el letrero?

—Sí, está en todos los autobuses.

—Es terrible, Luigi. Y me preocupa el problema.

—¡Naturalmente! Es injusto, por completo injusto. No se puede ir de un sitio a otro.

—¡Eso es, Luigi! No se puede ir de un sitio a otro. No te dejan subir porque estás borracho.

—Algunas veces…

—¡No, no hay veces! No te dejan subir, ¿comprendes?

—Sí, no me dejan subir.

—¿Tú qué harías? Lo estuve pensando todo el rato.

—No sé, protestaría.

—¡Yo lo sé, Luigi! ¿Sabes qué?

—¿Qué, Gad?

—Dedicaría un autobús para los borrachos. ¡Todos serían borrachos! ¡Hasta el conductor!

—¿Hasta el conductor?

—Sí, hasta el conductor. ¿Verdad que es buena mi idea?

—Muy buena, Gad.

Cuando me di cuenta, Luigi me había metido en la cama. Algo me daba vueltas y dormí.

El regarse es bueno, amigo, muy bueno. Lo malo es que después de una buena regada nocturna, se amanece más seco. Esta vez me identifiqué con las plantas. Agua, amigo, purita agua.

El «Hotel España» tiene unos porches amplios. El suelo, de chinorros blancos y negros, es lindo. Y las butacas. Siempre que hacíamos un negocio con Luigi, ocurría igual. Este Luigi debió de tener alguna vez mucho dinero. No como ahora, sino como ésos que ya nacen ricos porque sus padres y sus abuelos lo eran. Sí, Luigi debía de ser de esos y sería bonito escucharle la historia de cómo llegó aquí. Muy bonito, amigo. Y no, Luigi no abre la boca. ¡Bueno! El caso es que siempre ocurría igual. Luigi planeaba un golpe, y Juan y yo sabíamos que se trataba de algo extraño que no sabríamos hasta el final. ¡Siempre, amigo! Tratar a tipos que no conocíamos, vivir en buenos hoteles y descansar. ¡Este Luigi! No, era distinto a todos los demás socios que tuve. Y ahora estaba con Juan en el porche. Me acerqué a ellos y Juan continuó con su periódico. Luigi sonreía.

—¿Todo bien, compadre?

—Todo bien, Gad.

—¿Y éste?

—Acaba de jurarme que no está enamorado de ninguna guaricha de Caramago.

Juan levantó sus ojos y nos miró. Dijo:

—Para mí, las mujeres serán siempre un bicho.

Luigi sonrió.

—¿Dónde has leído eso, futbolista?

—¿Dónde? —se extrañó Juan.

—No me dirás que lo has pensado tú.

—Pues lo he pensado yo, Luigi.

—¿Así? ¿Sin un gran esfuerzo?

—Fue María.

—¡Bueno! No te preocupes, Juan. La mujer es un bicho.

Luigi se levantó. Había terminado y se marchaba. Antes, dijo:

—Mañana nos vamos.

Y se fue. Juan dejó de leer el periódico, me estuvo mirando un buen rato, acercó su butaca a la mía y luego dijo:

—¿No encuentras raro a Luigi?

—No, Juan; siempre está así.

—Yo creo que no, Gad. Algo le preocupa mucho.

—Puede. Tenemos un bonito negocio.

—¿Qué será? ¿No te lo imaginas?

—No. ¿Y tú?

—Yo nunca entiendo a Luigi, nunca puedo saber lo que piensa. Sin embargo, hoy lo encontré muy extraño.

—¿Por qué?

—Es… es como si alguien le hubiera hecho algo y esperase su turno. Ya sabes, Gad, ya sabes: tú se lo oíste. Luigi no deja nunca una deuda sin pagar. ¿De verdad no sabes nada?

—Nada Juan.

—Dios quiera que sea cosa mía, Dios lo quiera. Ya conoces a Luigi.

—Sí, ya lo conozco.

Y Juan había logrado preocuparme. Empecé a creer que algo le ocurría a mi socio. «Sí, ya lo conozco». Eso era lo que yo había dicho, y era verdad. Lo conozco amigo. Lo he visto pagar sus deudas minuto por minuto y después reír como un loco. Era otro Luigi ebrio de odio. Así, amigo. Cuando lo conocimos, dijo eso. Juan y yo trabajábamos en un pequeño contrabando de divisas. Casi nada. Fue cuando Luigi vino a nosotros. Entonces lo dijo. Nos estrechó la mano y sonrió. «Yo nunca dejo de pagar una deuda». Nosotros nos miramos y supimos que no bromeaba. Su voz era muy seria, amigo. Se lo recuerdo. Si alguna vez trata con Luigi, juegue limpio, no trate de engañarlo. Y él había añadido: «Tengo la paciencia de los árabes y no me importa esperar un año o cien años. Espero hasta quedarme en paz minuto por minuto. Es lo que me gusta». Juan y yo lo habíamos mirado hasta más allá de sus ojos, y él reía. Luigi siempre sonríe cuando piensa. Dice que como sabe esperar, siempre gana. Y sonríe. Desde entonces, Luigi no ha vuelto a decir nada de aquello. Ni una vez. La verdad es que nunca le he visto arrugarse. Nunca, amigo. Y eso que nos hemos metió en buenos fregaos. De los que dan miedo. Veía a Juan temblar del susto y yo trataba de disimular. Pero Luigi sólo hacía que sonreír y esperar. Esperaba con tanta calma, que algunas veces me hizo pensar si es que amaría a la muerte. ¿Puede amarse a la muerte? ¿Usted la ama, amigo? Yo creo que es difícil, que nadie siente amor por ella. ¡La muy sucia! Con esa hoja larga y sus huesos amarillentos… Pero Luigi no tenía miedo, no parece importarle y se ríe de ella. Sí, seguro, amigo; se ríe de ella. Y ahora Juan me había preocupado. Tartamudeó cuando dijo aquello de «Es… es como si alguien le hubiera hecho algo y esperase su turno». ¿Alguien? ¡Este Luigi! Nunca quería hablar de nada y era imposible relacionarle con otras personas. Llegó a Baroa y a nadie le había contado nada. Únicamente eso. No había negado ser italiano y debió de ser cauchero. Ya está. A mí nunca me agrada el dar detalles de mi vida. Ni siquiera a usted, amigo. Creo que eso de contar las veces que uno ha estado enamorao y el color de los ojos y demás pendejadas, está bien para los artistas de cine. Para ellos está bien, amigo; pero no para un hombre. A ningún hombre le interesa lo que otro hombre haya hecho. A ninguno, amigo. Pero un socio debe saber algo. Aunque sólo sea el apellido. Algo, amigo. Y este Luigi no abre la boca. Llevamos bastante tiempo juntos y no sé ni los años que tiene. Nada, amigo; igual que usted. Si esta noche lo mataran, no sabría a quién podría interesarle el asunto. Él lleva el negocio, y Juan y yo le ayudamos. Sí, Juan me había preocupado con sus palabras.

—¿Habló con alguien?

—Con un viejo que tiene un tiovivo.

—¿Un tiovivo?

—¡Eso es, Juan!

—¿Y sabes su nombre?

—¡Claro que lo sé! ¡Y tú también debieras saberlo! Maxim Golfo. Le preguntó por él a ese doctor Chávez de Matachile.

—¿Son amigos?

—Grandes amigos. Luigi debe de quererlo mucho.

—No sé, Gad, no sé qué pueda ser.

Y yo tampoco podía saber qué era. No, amigo. Si usted tiene un socio como Luigi, podrá comprenderlo, sabrá cómo es. Cuando cree que es amarillo, resulta azul.

—¿Tú sabes dónde vive?

—¿Quién?

—Ese Maxim Golfo.

—Sí, fui con Luigi a verle.

—¿Dónde vive?

—Más allá de la calle Nuevacruz, en un alto que hay.

—Me preocupa Luigi.

—¡Ya lo has dicho diez veces!

—¿Quieres venir?

—¿A ver a ese viejo de Maxim?

—Sí, a verlo; tal vez sepa algo.

—Bueno, vamos. Estoy aburrido y Luigi no se enfadará.

—No, no se enfadará.

Y fuimos. Era temprano y la gente de Caramago dormía la juerga. Aquí, el día se reparte de esta forma. Las primeras horas son de los niños y las otras de los mayores. Ahora, Caramago parecía un jardín de la infancia. Los carros no funcionaban y de vez en cuando alguien salía por una ventana y le gritaba a los niños que callasen. Sí, amigo, la gente de Caramago dormía su juerga, y si usted viene a esta tierra podrá dormirla. ¡Ya sabe cómo son las guarichas de por aquí! Cuesta trabajo encocinarlas por la noche, porque creen que están más hermosas bajo la luz de los farolillos. Eso creen y yo casi estoy por darles la razón. ¡Y cómo se mueven! ¿Usted ha visto esas películas de los musulmanes? ¿Esas de «Las mil y una noches»? ¿Las ha visto? ¡Qué vida, amigo! No era tonto ese Mahoma, no. Únicamente lo de no comer cerdo. En Caramago se arruinaría cualquier turbante de ésos. Hasta ese Aga Khan, que tanto dinero dicen que tiene. Yo debo de estar enfermo, amigo, muy enfermo. ¡Estas mujeres! Si por lo menos se estuvieran quietas… Pero no, amigo, no les da la gana. Ya, ya las conocerá si viene por aquí, amigo. Y no se traiga mucho dinero, no hace falta. Ya han estropeado bastante esa tierra esas moscas de americanos. Un hombre que no sabe andar sin dinero, es cualquier cosa. Hay que saber caminar con el corazón. Yo creo que era el mismo grupo. No apostaría mi cuello de toro, pero casi aseguraría que era el mismo grupo. Y casi aseguraría que cantaban los mismos lloraos, acompañados de maracas y golpes de pie. Juan y yo nos detuvimos un poco.

—Te gustan, ¿eh?

—Sí, se sienten.

Desde allí podía verse el tiovivo de Maxim Golfo. Estaba lleno de críos que reían a gritos. Y Maxim también reía. Se veía todo claro. El tiovivo de Maxim estaba haciendo funcionar los altavoces. Era una canción cualquiera la que salía por los platos. Usted ya la habrá oído alguna vez. Una de esas canciones de noches con luna, labios rojos y besos ardientes. ¡Ésa, amigo! Si su mujer o su hija se emocionan con ellas, deles en la cabeza. ¡Fuerte, amigo; seguro que no tienen nada dentro que pueda estropearse! Y una de esas canciones era la que salía por aquellos platos. Todas son iguales y representan igual idiotez.

—¿Vamos?

—Vamos, Juan.

El viejo Maxim tenía un ayudante. ¿Vio usted alguna vez un eunuco? ¿Tampoco? Pues el ayudante de Maxim Golfo parecía un castrado. Así. Yo lo estaba viendo y no me gustó ni un grano. ¡Nada! Maxim me había reconocido.

—¿Qué tal, señor Gad?

—Bien, paisano, muy bien. Éste es nuestro socio.

—¡Hola!

—Me llamo Juan. ¿Ha visto a Luigi por aquí?

—No, no lo he visto.

—Es que nos tiene preocupados.

—¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo?

—Usted ya lo conoce, señor Maxim —dije.

—¡Sí, claro que lo conozco! Estuvimos durante dos años leleando en la selva.

—¿Caucheros?

—No, señor Gad; exactamente no éramos caucheros. Algo parecido. —Y luego, sonriendo—: Pasen, pasen.

Habíamos pasado. Juan no es muy listo; ya lo sabe, amigo. Y yo no tenía ganas de hacerle hablar al viejo Maxim. Nada de ganas, aunque también había llegado a preocuparme Luigi. O quizá fueran las esmeraldas. ¡Vaya usted a saber! Luigi es un tipo extraño y no podía imaginar en dónde habría escondido las esmeraldas. Y no era mal asunto quinientos mil de los grandes, no. Demasiado dinero para dejar de preocuparme por mi socio.

—Señor Maxim, ese ayudante suyo…

—Es un enfermo que recogí en Pintasantos. Estaba pudriéndose y yo lo traje.

—¿Enfermo?

—Sí, usted no entendería la enfermedad, señor Gad. Tampoco la entienden los médicos.

—Ya.

—No, no la entiendo ni voy a explicársela.

Y Juan sin hablar. No es muy listo, no, pero tampoco es muy tonto. Nos estaba mirando y seguía en silencio. Y aquel Maxim Golfo me estaba pareciendo un poco extraño. Como Luigi. No debía de gustarle eso de contar su vida. Sí, ya voy creyendo que sólo a los tipos como Juan les agrada contar sus vidas. Volví otra vez.

—¿Así, señor Maxim, que no ha visto a Luigi?

—Eso es, señor Gad.

—¿No tiene noticias suyas?

—Ni noticias suyas. ¿Por qué se preocupan?

—Luigi parecía… parecía estar esperando su turno. Sonreía como él sonríe.

—Entonces esperaría algo.

—¿No sabe si hay alguien en Caramago que quiera perjudicarle? ¿Alguien?

—Yo, señor Gad, sé de Luigi como ustedes.

—¿Quiere decir que no sabe nada?

—Ya conoce a Luigi, compadre. No dice nada de ayer o de mañana. Sólo hoy.

—El hoy de usted es nuestro ayer, señor Maxim.

—Sí, eso es.

—¿Y qué hay de ese ayer que es su hoy?

—¿Qué hay?

—Sí, compadre, ni a Juan ni a mí nos gustaría quedarnos sin Luigi. Es el mejor socio que he tenido en mi vida.

—¿A qué se refiere, señor Gad?

—Usted es listo, paisano. ¿Puede saber si hay algún enemigo de Luigi en Caramago?

—No, no puedo saberlo, amigo; yo sólo estoy en mi tiovivo.

—Ya lo sé, compadre; pero debe recordar. Nosotros no sabemos nada de Luigi. Cuando estuvo allá por el Guainía, ¿no peleó con nadie que pueda estar ahora en Caramago? Recuerde, compadre. Algún nombre.

—¿Un nombre?

—Sí, señor Maxim. Creo que los tres queremos a Luigi. A Luigi le gusta andar solo, pero a veces es bueno tener compañía. ¿Lo comprende?

—Ya, ya comprendo.

El viejo sacó una botella de whisky y dejó que bebiéramos. Lo miré y debió de ser en su tiempo un buen bebedor. Es algo que se nota en la forma de coger el vaso y de situar la lengua. Luego se respira de otra manera distinta. Sí, Maxim Golfo debió de ser un buen contrabandista. Tal vez su tiovivo escondiera algo. ¡Cualquiera sabe! A mí me recordaba a Luigi en muchas cosas. Volvió a beber y dijo:

—Luigi conoció en alguna parte a Rosa-Mari.

Juan y yo nos miramos. Era algo raro y nos habíamos mirado. El viejo Maxim sonreía y añadió:

—Sólo vi dos veces a la chica. Tendría unos veintitrés años. Rubia, con un pelo hermoso, compadre.

—¿Y Luigi?

—Puede que le gustara; él nunca dijo nada. Casi todas las tardes y muchas noches se iban juntos a la playa o al baile. Luigi andaba contentó con aquella rubia. Esto era en abril. Era linda la rubia, muy linda.

—¿Y pasó algo, paisano?

—Estaba ya con otro, pertenecía a un tal Luis Fernández.

—¡Este Luigi!

—Trató de arreglar las cosas amablemente. No sé qué entendería Luigi por arreglar, pero intentó arreglarlo.

—Y no se arregló, ¿verdad, compadre?

—No, no se arregló. A Luigi lo mandaron a la cárcel, a un campo de trabajo. Sé estas cosas porque tuve que intervenir. Pasé algún tiempo y un día, estando yo arreglando la escopeta, vi llegar a Luigi. Sonreía y no dijo nada de importancia, ni una palabra de intentar buscar a don Luis Fernández. Yo me alegré porque era un tipo muy importante de Venezuela, y seguimos como antes. Nos vinimos a Baroa.

—¿No sabe más, señor Maxim?

—No, nada más, compadre. Ya no sé más de la vida de Luigi y no creo que ustedes sepan mucho.

—Don Luis Fernández, ¿eh?

—Eso es. Pero es un fulano que vive bien en Venezuela y no es posible que esté aquí. En Caramago no hay nada interesante para un fulano como él.

—No diga eso, paisano, ya ve cómo estamos nosotros.

Y Juan no había dicho ni una sola palabra. Sí, estaba preocupado por Luigi y no dijo ni una sola palabra. ¡El pobre Juan! Me daba un poco de pena pensar que un día lo aplaudieron por meter un gol. ¿Usted ha visto algún partido de fútbol? ¿Sí? Yo no, amigo, pero no creo que eso de meter un gol tenga tanta importancia. Y Juan… Luigi ya lo decía: «Este muchacho no sirve, Gad; no vale nada. Quisiera que diésemos un buen golpe y mandarlo a España». ¡El pobre Juan! Estábamos allí por idea suya y no dijo ni una sola palabra. Maxim Golfo se había olvidado de él; no lo miraba. El viejo bebió otra vez y dijo:

—¿Tiene algo que hacer, compadre?

Bajé la vista y revolví la tierra con la punta de mi cuchillo. Luego pregunté:

—¿Hace mucho de eso, señor Maxim?

—Unos cinco años. Ya sabe: para nosotros los años no tienen los mismos días que para uno de la oficina. Tal vez sean seis o cuatro. No sé, señor Gad; hay días tan intensos que valen por diez y otros… otros no valen nada.

—Sí, le entiendo.

—De todas formas, ese Luis Fernández no habrá cambiado gran cosa.

—Y si Luigi…

—Puede, compadre, puede que si lo ha visto esté buscándole. Aquella Rosa-Mari sabía bailar muy bien y a Luigi le gustaba ver su pelo girar por el aire. Los vi besándose en una casa que tenía su hermana en el campo. Sabían hacerlo, paisano, ¡vaya si sabían!

—¡Siempre Luigi!

—Sí, nunca necesitó de esas viejas celestinas que lo arreglan todo. Sabe vivir solo.

—Y ahora…

—¡Bah! Lo mejor es que se vayan por ahí. Aparecerá.

Y el viejo nos volvió a llenar los vasos. Se había levantado y estuvo viendo cómo daba vueltas su tiovivo. Hubiera querido preguntarle a Juan lo que opinaba. Sí, amigo, gusta preguntar en estos casos. Pero, Juan… no, ¿para qué? Juan sólo haría que encogerse de hombros y eso no servía, no significaba nada. El viejo Maxim regresó. Traía entre sus labios una sonrisa, la sonrisa de uno de los niños que estaría montado en cualquier caballito del tiovivo. Agarró la silla y fue a sentarse como antes. No hablábamos, amigo. Creo que cada uno pensaba en Luigi, aunque cada uno pensara cosas distintas. Maxim, Juan y yo. Por ejemplo Juan. Seguro, amigo. Juan debía de pensar en que Luigi podría haber sido un buen entrenador. Juan es así, amigo, y no puede ir más allá, no puede. ¿Y Maxim? Era un viejo zorro. Distinto a Pancho, pero un buen zorro. Y no importaba el tiovivo de caballitos blancos. No, amigo, no importaba eso. Los tipos como Maxim son difíciles. Acostumbran a pensar sin mover un músculo del rostro. ¡Cualquiera sabe, amigo! Usted debe de conocerlos. Pueden ser buena gente, magnífica gente. Y no, pueden ser unos… ¡Bah!, es igual, amigo; hay que conocerlos en el camino. Los consejos no valen, los consejos nunca sirven. ¡Vaya usted a saber lo que pensaba Maxim Golfo! Y seguíamos bebiendo. Agarraba bien aquel whisky. Demasiado bien para ser americano. Ya sabe, amigo, el whisky americano tiene más alcohol, menos refinado. Yo no había bebido de aquello en mi vida y era whisky. Miré la etiqueta y traía pintado un fulano muy gracioso. Special. Old Scotch Whisky — John Walker & sons Ltd., Kilmarnock — Produce of Scotland. Se notaba en seguida; un whisky más elegante, más de sociedad. Y nosotros estábamos allí con media botella vacía. Se notaba el sabor en la garganta, amigo. Ya estaba mi corazón pidiendo pelea. ¡Ah! Si encontrara a ese Luis Fernández… No, las fanfarronadas están bien para esos señoritos marqueses que montan a caballo y se perfuman. Para ellos, amigo, que saben llorar tan dulcemente como las mujeres. Para mí, no; para Gad Rodríguez o Martínez sólo cuentan los hechos. Una cruz vale mucho más que un millón de palabras. Debe comprenderlo, amigo. El hombre que ladra, no sirve, es un mulengue cualquiera. Por ella nosotros no decíamos sí o no. Nada. Miré al viejo Maxim y sus ojos brillaban. De vez en cuando miraba al techo del tambo y se quedaba ensimismado como si escuchara la música de su tiovivo. Era imposible calcular su pensamiento. Así estuvimos bastante tiempo y mi única distracción era aquel tipo del sombrero alto y la chaqueta roja que había en la botella. ¿Quién sería? Tenía aspecto de ser uno de esos rubios y colorados ingleses que entienden todo al contrario. Se alegran por cualquier tontería. También la alegría puede ser artificial y ellos son tan artificiales que quizá sean realmente felices. No sé, amigo. Son distintos a nosotros. Y este tipo de la etiqueta parecía feliz. Yo lo comprendería si estuviera dentro de la botella, pero fuera… no sé, no sé. Creo que ya está muy sonado eso de afirmar que yo soy el mejor torero, yo el mejor novelista, yo el mejor… Ya sabe, casi siempre son los mayores tontos. El primero tuvo gracia, los otros… No, no voy a decirle a nadie que yo soy el mejor fulano que ha tratado en prófugos y escapados de la justicia. El mejor fue el viejo Pancho. Yo aprendí de él y luego hice otras cosas hasta llegar a Luigi. Ahora, amigo, no hago nada. No me incomodo, no. Luigi vale y hay que saber valorar. Si no fuese por Luigi, estaría por ahí con alguna. Pero Luigi es Luigi y tiene un negocio de esmeraldas muy bonito. Me hace falta. Fue cuando recordé que el viejo Maxim estaba sentado frente a mí. Le dije:

—Oiga, paisano, ¿por qué montó esto?

—Por corazón —me dijo.

—¿Por corazón?

—Eso es, señor Gad, por corazón.

—¿Y qué significa eso?

—Simplemente, que me alegra que los niños se diviertan. ¿Quiere verlos? Tal vez nunca los haya visto así.

Nos levantamos y fuimos a ver el tiovivo. Giraba a gran velocidad y el viejo me dijo:

—Fíjese en sus caras. ¿Las ve? ¡Son hermosas, paisano! Ahora no son como antes, ahora no desean crecer y son niños auténticos, verdaderos niños.

Los miré y aquel Maxim Golfo tenía razón. Yo nunca había visto el rostro de los niños, amigo. Nada. Y ahora los estaba viendo. Sus ojos brillaban de miedo y de alegría. Casi no gritaban. El tiovivo seguía en sus vueltas y los niños se agarraban al cuello de los caballitos y abrían y cerraban los ojos con gran alegría. Se olvida uno de que la humanidad está compuesta por un veinte por ciento de tipos listos que viven gracias a la estupidez del ochenta por ciento restante, que es neciamente tonta. Sí, se olvida uno de ese porcentaje absurdo de cerebros humanos. Y no se lo diga a nadie, amigo; por favor, que nadie se entere; viendo a esos niños, me hubiera gustado ser padre. Comprendí un poco al viejo Maxim Golfo y fuimos otra vez hacia dentro. No, no era mala persona aquel viejo Maxim. Y por primera vez en mi vida pensé como un huérfano y hasta hubiera llorado de tristeza si no es porque las lágrimas no se hicieron para Gad Martínez o Rodríguez. No, amigo, las lágrimas sólo deben estar en unos ojos hermosos o en unos viejos y gastados de sufrir. Sólo ahí. Le quedaría un tercio a la botella de whisky cuando vimos aparecer a Luigi. Sonreía fríamente. Se había acercado a Maxim y le dijo:

—Vamos a dejar Caramago, viejo.

Nosotros le estábamos contemplando un poco extrañados y un poco aburridos porque nada había sucedido. Volvió a decir:

—Te veremos en Baroa, ¿verdad? Dentro de poco empieza allá la feria, viejo.

Eso había añadido y Maxim nos miró como diciendo: «Ustedes no saben quién es Luigi, no lo conocen». Nada ocurrió. Nada, amigo. ¡Este Juan! Nunca piensa, pero cuando lo hace nos obliga a perder mucho tiempo. Nada había pasado y yo perdí ocasión de tentar a una guaricha. Sí, amigo, no le haga usted jamás caso a Juan; no sabe pensar.

Descendíamos por una calle empedrada y tan estrecha como una lombriz. Cuando el agua bajara de la montaña por aquella calle, nadie podría atravesarla sin mojarse hasta las rodillas. Tenía un fuerte olor a calle, a vecinos que se asoman a las ventanas y respiran la calle. Su nombre es del Santo Cielo. Ése es su nombre, amigo, y es muy célebre. Hacía calor y todos los huecos estaban abiertos. Seguro que los jovencitos se asomarían a las ventanas para ver a las muchachas tumbadas en la cama. Sí, podían verse perfectamente en todos sus detalles, y a los jovenzuelos les agrada saber los lunares que tienen las muchachas en el cuerpo. Hasta hacen apuestas y saben el color de la ropa interior que se ponen cada día. Yo también fui jovenzuelo y hubiera dado cualquier cosa por tener una calle como ésta de Caramago. Y Luigi, Juan y yo descendíamos por ella. La calle del Santo Cielo es larga como un río. Es la calle de los herreros, de las viudas que andan con más de un hombre y de las muchachas que nacen sin saber quiénes fueron sus padres. Desemboca en la plaza del general Antunes. Nadie sabe en Caramago quién fue el general Antunes, y es una linda plaza con su balsa llenita de peces y palomas campesinas. La calle del Santo Cielo.

—¿Dónde te metiste, Luigi?

—Por ahí; Caramago es una ciudad interesante.

—Juan y yo estuvimos preocupados.

—¿Por qué, Gad?

—Temimos que hubiera algún hombre que te interesara.

—Y lo hay. Todos los hombres pueden interesarme.

—¿Se llama Luis Fernández?

Luigi sonrió y miraba hacia una de las ventanas. Había asomada una guaricha y aún llevaba su pelo suelto de recién levantada. Era linda y Luigi dijo:

—Es la mejor hora de cogerlas. Recién levantadas, Gad. Son más cariñosas y todavía sueñan si tú sabes no despertarlas con el dinero.

Volví la cara y la guaricha nos seguía con sus ojos dormidos. En la calle del Santo Cielo aún no había mucha gente levantada. Puede que únicamente los que calzaban a las bestias y aquella guaricha que no debió de tener mucho trabajo la noche anterior. Volví a insistir:

—¿Está en Caramago ese Luis Fernández?

—No sé, Gad. ¿Tú lo has visto?

—No lo conozco.

—Entonces, ¿por qué te preocupas?

—Creo que no sois buenos amigos y tienes una deuda con él desde hace tiempo.

—Todos los hombres tenemos deudas, Gad, todos. Hasta los animales tienen deudas. El hombre es siempre una deuda de otro hombre.

—¿Y tu deuda es muy grande, Luigi?

—Un poco, pero no te preocupes; me gusta hacer las cosas bien y no pueden hacerse dos cosas bien al mismo tiempo. Además, mi deuda con Luis Fernández es…

Lo que iba a decir, yo no lo sé. No terminó la frase. Seguíamos descendiendo por la calle y Juan no había dicho una sola palabra. ¿En qué pensaría? Teníamos un par de caballos atravesados y tuvimos que apartarlos un poco para poder pasar. Alguien abrió una ventana y tiró el agua de una zafa sobre el empedrado. Por poco no nos baña con esa agua sucia que huele a hombres. Uno ya conoce a Luigi y, sin embargo, tenía que decirlo. Dije:

—¿Quieres que Juan y yo nos encarguemos de ese tipo?

Luigi me dio unos golpes en la espalda y sonrió. Era su sonrisa de amigos.

—No, Gad, es un asunto mío que no tiene nada que ver con vosotros.

—Somos socios, Luigi.

—Se trata de algo personal y los asuntos personales sólo deben resolverlos las personas interesadas. Únicamente yo, Gad. Los amigos están para otras cosas, pero no para esto. Maxim debió decírtelo.

—Maxim te aprecia mucho.

—Sí, también él quiso encargarse de Luis Fernández cuando me encarcelaron y yo no lo permití.

—No me lo dijo.

—Ya lo sé. Maxim nunca dice las cosas buenas que hizo, y fueron muchas.

—¿Entonces?

Siempre sonreía.

—Entonces, Gad, un hombre y una mujer tienen todas las soluciones y respuestas en ellos mismos, no en los demás. Sería largo de explicar y nada interesante para nuestro negocio. Pero estáte tranquilo. Luis Fernández no me debe nada ni me interesa; ya pagó su deuda.

—¿Lo has ma…?

—No, socio —me interrumpió—. Hay muchas maneras de matar a un hombre sin necesidad de disparos o de cuchillo. Se puede matar sin ver al individuo, sin rozarle la piel.

No entendí lo que dijo y me callé. Desde luego, amigo, Luigi es un tipo demasiado extraño. Era asunto terminado y no insistí. Nos miró y dijo:

—Esta tarde salimos para Baroa y debéis tener presente nuestro viaje. De Baroa a Matachile y de Matachile a Caramago y vuelta a Baroa. El resto hay que olvidarlo.

—No te preocupes —dijo—. Sólo estuvimos unos días en Matachile y Caramago.

—Y tú, Juan, ¿te enteraste?

—Sí, Luigi.

—Muy bien, luego sabréis que es muy importante. Mingo y su hermano están perseguidos por toda la policía del Estado.

Creí que había terminado y no. Añadió:

—Este asunto lo llevamos nosotros tres y Lay-Ti, nadie más. ¿Me entendéis? Y Pancho no es ninguno de nosotros; no ocurrirá nada, pero Pancho no me gusta.

Y ahora sí terminó, amigo.

La calle es larga y nos quedaba poco trecho para llegar a la plaza del general Antunes. Casi diría que la calle del Santo Cielo es aquí aún más estrecha. Un gato la cruzó de dos saltos y no pude engancharle con la bota. No me gustan los gatos, amigo; son como la política.

—Esperad un momento.

Pasábamos cerca de una botica y entré en ella. Era Eneas. Los habanos de aquí son exactamente iguales que los de Baroa, pero me acordé de Eneas y algo había que llevarle. Compré un lindo «Hoyo de Monterrey», con su funda de aluminio y todo. ¡Mi pobre Eneas!

El encargado del «Hotel España» estaba detrás del pequeño mostrador. Era tan feo y tan lleno de cicatrices, que asustaba. Llevaba una chaqueta blanca, limpia y planchada, en la que una cagada de mosca se notaría como si fuera un elefante. Es tonto ser tan limpio, amigo, completamente tonto, al menos que uno sea tan rico y desocupado como para ponerse un traje cada hora. A aquel individuo le duraban los trajes varias semanas y usted ya sabe cómo es este encargado del «Hotel España», y no es que me resulte antipático. Juan había subido por las maletas y Luigi y yo fuimos tras él. Nos metimos en la habitación. Luigi manipuló en el teléfono.

—Póngame con un practicante en Medicina.

Me miró y dijo:

—Fíjate bien en lo que hace en mi ceja; siempre es conveniente aprender.

Hablaba por el tubo.

—Sí, soy yo quien ha llamado.

—…

—Habitación número treinta.

—…

—No, no es nada de importancia, simplemente quitar unas lañas de la ceja.

—…

—No, no hay infección. Y venga pronto, salimos de viaje dentro de poco.

Colgó el tubo y se dirigió a Juan.

—¿Hiciste eso con la escopeta?

—Sí, Luigi.

—Está bien, ya no la necesitaremos.

Luigi miró mi cintura, hacia el lugar en donde llevaba el cuchillo. Después se tocó su sobaquera y sonrió. Quería decir que no necesitábamos más para defendernos. No, Juan no sirve. Llamaron a la puerta y sabíamos que era el practicante en Medicina.

La carretera de Caramago a Baroa está en construcción. Lleva así muchos años y debe de haber alguien muy listo e interesado en que el trabajo no avance. Son cosas de arriba, de los que mandan. Puede que usted, amigo, o alguno de sus nietos, si vienen por estas tierras, la vea terminada. Yo no, yo no la veré. El autobús que nos llevaba no hacía otra cosa que tragar polvo. El polvo de aquí parece harina. O más bien barita molida, porque es suave y resbaladizo. Es un polvo que se mete por todos los huecos, y la boca es un lindo hueco. Se gasta saliva inútilmente y si a uno se le ocurre hablar tiene que echar frecuentes tragos para no ahogarse. Ni Luigi ni Juan son unos charlatanes. Más bien lo contrario. Iban mirando al paisaje desnudo de tierras sin cultivo. De vez en cuando una familia de palmeras enanas, y ya está. A mí me agarró una vieja que llevaba un saco de almendras y me hizo hablar. Era una vieja sin dentadura y que escupía cuando hablaba. No me interesó la idea de llegar a Baroa cubierto de saliva y preferí contarle una historia triste de amores muertos. De esa forma la vieja calló. Se enternecen, amigo. Cuando llegamos, la vieja había llorado lo menos seis veces y yo tenía mucha sed.

El autobús para cerca de ese bar del puerto llamado «The Octopus». Y allí estaba el negrito Eneas. Nada más verlo, supe que tenía bastante whisky en la barriga. Y no, no estaba borracho porque Dios dispuso que Eneas no estuviera jamás borracho. Sólo por eso, amigo. Me acerqué a él y le di el cigarro puro, el lindo «Hoyo de Monterrey». Yo nunca supe ser cariñoso y Eneas ya lo sabía. Nos sentamos. Luigi, Juan, Eneas y yo. Trajeron tres vasos de whisky y ginebra con coñac para Luigi. No había mucha gente por allí. Creo que a la vieja de las almendras no le agradó mucho verme sentado en el bar bebiendo whisky, ¡La pobre vieja! Luigi tenía que hablarle a Eneas, tenía que preguntar y Eneas esperaba.

—¿Te fue bien, Eneas?

—Muy bien, Luigi.

—¿Pescaste mucho?

—Mucho, Luigi.

—¿Nadie te preguntó nada?

—Nadie me preguntó nada, Luigi.

—¿Ni Lay-Ti?

—Ni Lay-Ti. Nadie, no he visto a nadie.

—Eres un buen muchacho, Eneas, un muchacho listo.

El pobre negro enseñó su dentadura amarilla de whisky y tabaco y había querido sonreír. Luigi bebió la ginebra con coñac y se marchó a nuestra casa. Juan le seguía con las maletas y sin pensar en nada. Le di unos golpes a Eneas en la espalda. Me alegraba verlo. Si uno se acostumbra a llevar calzoncillos todo el tiempo y un buen día le faltan, los echa de menos hasta estar nervioso. Eneas es como mis calzoncillos o mi cuchillo. Me alegré de estar otra vez en mi pueblo con aquel negrito que se decía mi hermano. ¡El pobre Eneas! Seguro que deseaba hacerme muchas preguntas y hasta besarme, y no sabía empezar. ¡Seguro, amigo! Sí, sentiría enfadarme algún día con Eneas y clavarle mi cuchillo. Quizá no pudiera hacerlo. Le estaba mirando y él deseaba que yo hablara. Lo deseaba aún más que beberse otro vaso de whisky. Y esto ya es desear mucho en Eneas.

—¿Has estado con alguna guaricha? —le dije.

¡Pobre Eneas! No tuvo más contacto con las mujeres que lo que yo le conté. Nada más, amigo. Puede decirse que Eneas está virgen. Ni cuando se bebe una botella completa de whisky es capaz de acercarse a una guaricha. Sólo hace que abrir sus ojos de salmonete y pensar que le agradaría abrazarla. Nada más, amigo. No comprendo que un hombre pueda ser tan tímido con las mujeres, y Eneas lo es. No, de guarichas no debe hablarle a Eneas, amigo; lo hará sufrir y no es bueno hacerle sufrir a un infeliz negrito. Y dije;

—¿Sabes lo que es un tiovivo?

—¿Un tiovivo?

—Se trata de uno de esos cacharros que tienen caballitos que dan vueltas.

—Sí, Gad, sé lo que es un tiovivo.

—En Caramago estuvimos con un amigo de Luigi llamado Maxim.

—¿En Caramago?

—Eso es, Eneas. Y ese Maxim vendrá a Baroa cuando empiece la feria. Entonces, yo te lo presentaré y seréis amigos. Te gustará su tiovivo.

—Sí, Gad.

—Y como es amigo no tendrás que darle monedas para que te deje subir. ¿Estás contento?

—Sí, Gad.

Eneas, amigo, es así; es un niño pequeño que bebe whisky por botellas y llora. Sólo eso.

Usted ya lo recordará, amigo. Quinientos mil de los grandes. Le aseguro que con tal cantidad se pueden hacer muchas cosas en cualquier parte. Hay suficiente plata para poder afirmar que la vida es hermosa. Quinientos mil, amigo. Y de esos billetes grandes me correspondía una parte. Puede que Juan no comprendiera mucho lo que esa cantidad representa. Es posible que no. Yo sí. Hasta sería capaz de escribir una poesía de amor. ¡Bah! Si la hiciera, no sería más tonta que la mayoría de las que he oído. Me fui para la casa. De «The Octopus» a casa. Subí. Luigi estaba tumbado en la cama y no viró sus ojos cuando abrí la puerta.

—¿Qué hacemos, Luigi?

—¿Qué hacemos de qué?

—De las esmeraldas.

Entonces sí volvió los ojos a mí. Extendió el brazo indicándome que me sentara. Cogí una silla y ya estaba sentado. Luigi dejó nuevamente sus ojos contemplar el techo.

Cuando Luigi mira así, puede pensar cualquier cosa y nadie sabrá lo que es, nadie.

—¿Sabes lo que pienso, Gad?

—No, ni me lo imagino.

—Pues pienso que tienes demasiados años para ser tan impaciente.

—Sólo hice que preguntar por las esmeraldas.

—Sí, ya lo sé. ¿Y sabes qué sigo pensando?

—No.

—Pues estoy pensando en que Pancho y tú debisteis de perder muy buenos asuntos por ser tan impacientes. Hay que tener calma, Gad; mucha calma

—Cada uno es distinto, Luigi. Yo no soy como tú.

—También lo sé. Tú y yo somos distintos, siempre seremos distintos.

—Sí, somos distintos. ¿Y qué hay de las esmeraldas?

—Están guardadas.

—¿Dónde?

—¿Es que desconfías de mí, Gad? ¿Ya no te fías de tu socio? ¿No confías en mí?

—No he dicho nada de eso. Sólo he preguntado que dónde están las esmeraldas.

—Guardadas, Gad, muy bien guardadas.

—¿Dónde?

—¿Otra vez, Gad?

—Sí, otra vez. ¿Dónde están guardadas?

Me miró y sonreía. Con sus dientes blancos y limpios, aunque jamás se los vi lavar. Me estaba mirando y señaló una caja de madera bastante vieja que estaba sobre la mesa.

—Ahí —dijo—. Levanta la tapa y contémplalas.

Continuó sonriendo y con los ojos en el techo. No me miraba, no parecía preocuparle lo más mínimo. Me levanté y cogí la caja con mis manos. Pesaba. Ignoro si por la madera o por lo que tuviese dentro. Pesaba bastante. Fue cuando escuché la voz de Luigi.

—¿Las has visto ya, Gad?

—No, aún no —contesté algo nervioso.

—Pues míralas rápidamente, porque no son para nosotros.

Abrí la caja y vi las esmeraldas. No quise tocarlas ni saber si pesaban mucho. Iba a ser igual, porque yo no entiendo de piedras. Cerré la caja y me senté otra vez en la silla. Había sacado la petaca y estaba liando un cigarro. En silencio. Luigi no me miraba, pero sabía todo cuanto estaba haciendo, todo, aunque siguiese mirando al techo con indiferencia. Es su forma de vigilar, de vivir.

—¿Estás ya contento? —dijo.

—No —le respondí.

—¿Qué te falta? ¿No encuentras guarichas en Baroa?

—No es eso, Luigi, y tú lo sabes.

—¿Y qué es, amigo? ¿No te permite el gobernador que te cases con su hermosa hija? ¡Olvídala! Es una mujer con las mismas piezas que las demás. ¡Ah! ¿Tampoco es eso?

—¿Cuándo vemos a Lay-Ti?

—Cuando tú quieras, Gad; cuando a ti te parezca oportuno. ¿Te gustaría que fuese ahora mismo?

—Sí, me gustaría.

—Está bien, socio. Hoy me gusta complacer a los amigos.

—¿Quién irá?

—Iremos tú y yo. ¿Vamos?

—Vamos.

Ignoro por qué causa Luigi estaba de mal genio, pero lo estaba. Únicamente cuando está así habla tan fácilmente y se burla. Tenía puesta ya la chaqueta y montó su pistola. Al salir, me dio un golpe en el costado y supo que llevaba mi cuchillo. Luigi lo sabía, pero quiso cerciorarse. Las esmeraldas iban guardadas en un paquete de comestibles. Caminábamos por la calle hacia la casa de Lay-Ti. A buen paso. Y sí, el negrito Eneas nos seguía como siempre.

Si yo tuviese el dinero que tiene Lay-Ti, no tendría una mucama como la que él tiene. No, amigo. Nos había abierto la puerta y me dieron ganas de afeitarle el bigote y pincharle en sus pechos caídos, inflados como globos de feria.

—Deseamos ver a Lay-Ti —dijo Luigi.

—¿Quiénes?

—Dígale que unos amigos que compraron una lancha.

La mucama nos miraba detenidamente y luego se marchó. Era seguro que podría describirnos ante Lay-Ti con todos los detalles. Supongo que no lo haría porque no tuvo tiempo. A los dos minutos nos estaba diciendo:

—Pasen.

Y allí se encontraba Lay-Ti, sentado en su sillón de siempre. Si algún día visita a Lay-Ti, amigo, lo encontrará igual que nosotros. ¡Estos ricos! Exactamente igual. En una de esas butacas de cuero que ha visto usted en el cine o en los grandes despachos. Lay-Ti dijo:

—Siéntense.

Tenía mi silla de madera y me senté. Pero Luigi no. Luigi estaba de pie, de espaldas a Lay-Ti, y curioseando todos los rincones. Lay-Ti y yo le mirábamos y él ya sabía que era el protagonista de aquella escena, aunque la casa fuera del viejo Lay-Ti. ¡Este Luigi! Hay que ser un tipo como él para ser siempre protagonista. Parece igual que todos, y no. Luigi siempre hace algo distinto, algo que en otro sería extraño y que en él resulta natural. Y Luigi dijo:

—No tiene usted mala casa, Lay-Ti.

—Me gusta el hogar —respondió el viejo.

—Sí, a mí también me gustaba mucho el hogar —y la voz de Luigi había sonado distinta, más baja.

—¿Cómo dice? —preguntó el viejo.

Luigi se volvió hacia Lay-Ti y sonreía. Una sonrisa triste que parecía estar recordando algo triste. Le preguntó:

—¿Usted sabe quién fue Benito?

—¿Benito? —repitió Lay-Ti.

—Me refiero al individuo que se erigió en dictador de Italia algún tiempo. Benito Mussolini. ¿Lo reconoce ahora?

—Claro, fue muy amigo de Hitler.

—¡Eso es, viejo, muy amigos! Pues ese Benito me quitó la afición al hogar. Y ya ve; él tuvo muchas cosas y ahora nada, ni siquiera vida.

¡Nada!

Lay-Ti guardó silencio y era seguro que no había entendido a mi socio. No debió entenderlo. Estos fulanos sólo entienden de dinero. ¡Nada más, amigo! ¿Y qué podía interesarle la historia de Benito y de Luigi? ¿Qué? Únicamente sabía que Benito y Hitler fueron amigos. Nada más y era suficiente para Lay-Ti. Ni le preocuparía si fueron unos cerdos, unos criminales o unos santos. ¡Nada, amigo! Así que Lay-Ti permanecía en silencio esperando que Luigi hablara. Y yo sabía que el viejo tendría que esperar un poco porque Luigi estaba distraído con la memoria del tal Benito. Estaba recordando algo de ese fulano. ¡Cualquiera sabe qué! Y debía de ser algo importante porque tardaba en hablar. Casi podría asegurar que no le gustaba el nombre de Benito. No podría decir qué, pero debía de ser triste lo que recordaba Luigi. Muy triste, amigo. Y, al fin, dijo:

—Vamos a tratar lo nuestro, Lay-Ti.

Ahora ya no estaba triste. Ni alegre. Luigi era el de todos los días. Esturreó las esmeraldas por la mesa y estaba encendiendo un chesterfield.

—Ya le advertí a Gad que no entendía de esmeraldas.

—Éstas son auténticas; cójalas.

El viejo agarró una y al principio creí que pretendía olería. La miraba y remiraba. Jugó un poco con ellas y volvió a dejarlas sobre la mesa.

—Yo he cumplido, Lay-Ti. Creo que Gad le habló claro.

Luigi clavó sus ojos en el viejo y el viejo no despegaba los labios.

—¿Qué dice, Lay-Ti? No le oigo.

—¿Cuánto valen?

—Quinientos mil.

—Es mucho dinero.

—Depende. Hay tipos para quienes no es nada y hay otros que se morirán sin haber visto esa cantidad. Depende.

—Para mí es mucho dinero.

Luigi sonrió y conocí su sonrisa. Había colocado sus manos sobre la mesa y se inclinó hacia Lay-Ti. Yo lo veía de espaldas y puedo jurar que sonreía. Cuando Luigi sonríe así, es que no le agrada una cosa.

—Mire, viejo —empezó a decir—; sé cuánto dinero tiene usted, dónde quiere ir y qué hace encerrado en esta habitación. Usted también lo sabe y no me gusta perder el tiempo hablando ni hablar tonterías. Me comprende, ¿verdad? Pues le estoy esperando.

Lay-Ti dudó un poco y ya sabía que Luigi era un hombre duro que conocía el camino. Luego dijo:

—No tengo aquí la cantidad que pide.

—También lo sé.

—Hoy es jueves.

—Es jueves, Lay-Ti.

—¿Qué le parece el lunes?

—Es un buen día.

—Entonces el lunes tendrán sus billetes.

—¿Ve cómo nos comprendemos?

—¿Y la lancha?

—Estará preparada para el lunes. ¿Quiere irse el mismo día de pagarnos?

—Sí.

—Podrá marcharse. ¿Necesita a alguien que…?

—No, a nadie; tengo a mis hombres.

—Muy bien —y Luigi sonrió de manera distinta—. ¿Se da cuenta de lo fácil que fue todo, amigo? Pues hasta el lunes.

Luigi me miró y dijo:

—Vamos, Gad.

Me había levantado y caminábamos hacia la puerta.

—¡Eh, amigo!

—¿Qué ocurre, viejo?

—Se deja las esmeraldas.

—Son de usted, Lay-Ti; guárdelas. El lunes vendré a cobrarlas.

Y seguimos hasta abrir la puerta y salir después a la calle. Bueno, el negocio lo llevaba Luigi y yo no dije nada. ¡Ni una palabra, amigo! Sin embargo, tuve ganas de gritarle, de… no sé, amigo, no lo sé. Pero aquello de que se quedaran allí las esmeraldas no me gustó. Lay-Ti es un viejo comerciante que sabe aprovecharse y el dejarle allí las esmeraldas era demasiada confianza. No, no estaba contento con el negocio. Se trataba de quinientos mil, y eso es mucho dinero en todas las partes del mundo. De verdad, amigo, creo que el dinero y las mujeres son dos cosas muy serias para un hombre y no se las debe perder de vista. Siempre he luchado por ambas cosas y no me importó nada más en la vida. El dinero y las mujeres. Nos estaba dando la brisa del mar y traía un olor agradable. Si usted no vive cerca del mar, amigo, no puede decir que vive. El mar hace todo más hermoso, alarga la vista porque tiene usted un sitio lindo que mirar y sus ojos no se gastan. Sí, mientras el mundo no abandone las ciudades sin mar, el mundo seguirá dando pruebas de estar loco. ¡El mar, amigo! Es lindo, muy lindo.

Caminábamos por la calle y cada uno sentía sus pasos y los del otro. Fue cuando encontramos a Pancho. Venía en camiseta y con su pantalón de pana negra. Se acercó.

—¿Qué hay? —dijo mi exsocio.

—Ya ves, Pancho, mucho calor. ¿Y tú?

—Ya ves, Gad, mucho calor.

Como en Baroa no hace nunca frío, ése es siempre nuestro saludo. Ya sé, amigo, ya sé que podríamos no decir nada. Pero sería peor. La civilización debe saludarse todas las mañanas y todos los días. Cuando las personas dejan de saludarse, es que la ciudad se ha impuesto y ha esclavizado a los hombres. Es triste y pasa en muchos lugares. Si usted y su vecino dejan de saludarse, es que la ciudad los ha dominado y ya son muñecos. En Baroa no, aquí nos seguimos saludando y somos personas. Bueno, seguíamos caminando por la misma calle y miré a unos que parecían nuevos.

—¿Quiénes son, Pancho?

—Españoles.

—¿Españoles?

—Eso es, Gad; vienen a trabajar en el teatro.

—¿Cantan?

—No, João me dijo que teatro serio.

João es un portugués borracho que hace poesías y escribe en los papeles. Sabe hablar muy bien y el Gobernador le nombró empresario del teatro Alarcón. João había traído a estos españoles para abrir el teatro y pensé en Juan, porque supuse que le agradaría ver a sus paisanos. Los españoles son mucho más españoles cuando están fuera de la patria. Mucho más, amigo. Conocí un tipo muy grande que nunca se arrugaba y una vez, porque escuchó el himno de España, se echó a llorar como un niño destetado. Puede que en su patria les sea todo indiferente, pero fuera son nobles y bravos hasta perder la vida. Saben dar, amigo, y pegan fuerte en todos los caminos. De veras que me gustan. Es una raza de hombres que supo sembrar en América. En cambio los ingleses… Bueno, a los ingleses se les pincha y sale horchata, a pesar de su color de salmonetes.

—Pancho, ¿hace mucho que llegaron?

—Ayer. ¿Por qué?

—Juan se alegrará de verlos.

—¿Es que estuvisteis fuera?

—Sí, en Caramago.

—¿Y qué hay ahora por allí?

—Calor, Pancho, el mismo calor que aquí, sólo que con música y cohetes.

—Ya.

—Eso es, Pancho: ya.

Sé que mis respuestas las hubiera firmado Luigi, si es que Pancho se hubiese atrevido a preguntarle, y sonreí satisfecho. Había vuelto la cabeza para ver a los españoles. Aquéllos eran dos hombres y una mujer. Uno de ellos tenía el pelo rizado, bigote fino y debía de creerse muy lindo. El otro parecía una foca cebada. Dicen que las españolas son morenas, pero ésta era rubia, muy rubia. Y sabía caminar. Su pelo era de mujer, de auténtica mujer. Quiero decir que era largo y no como el de esas que parecen reclutas. A un hombre también le agrada abrazar el pelo. Pancho seguía a nuestro lado y estábamos llegando al bar del puerto que usted ya conoce. Los españoles parecía que iban a igual sitio. Creo que lo llaman visitar lugares típicos. Sí, naturalmente que Eneas estaría pensando sus cosas de aquella española.

Muchos de los clientes de «The Octopus» no habían regresado del mar. Luigi, Pancho y yo estábamos sentados a una de las mesas. Bebíamos lo de siempre y fue cuando vimos entrar a los españoles. Y no me gustaron, no parecían de aquella tierra. La rubia se había marchado y era lo único que me agradaría de ellos. Estaban parados en la puerta y miraron a todos sitios. Los veía avanzar hacia nuestra mesa.

—¿Son ustedes de aquí? —preguntó la foca.

Luigi lo miró y yo supe que no le agradaba su compañía. Igual que a Pancho. Pero tenía ganas de divertirme.

—Sí, somos de Baroa —dije.

Entonces nos sonrieron y yo me reí. Los españoles debieron de pensar que éramos amigos y el otro, el del pelo rizado, se acercó más y dijo:

—¿Podemos sentarnos con ustedes?

Luigi volvió a mirarlos y los pendejos no entendieron la mirada de mi socio, y se habían sentado. Pancho y yo nos alegramos porque algo animado pasaría. De veras, amigo. Gusta alguna que otra vez charlar con tipos así.

—¿Son del teatro? —preguntó Pancho.

—Sí —respondió la foca—. Mi nombre es Arturo y el de mi amigo Luis. Luis es el primer actor y director de la compañía y yo soy crítico teatral.

—¡Vaya! —exclamó Pancho—. Son ustedes unos verdaderos artistas.

Los dos tipos se animaron y empezó una conversación sobre el teatro y el arte y la belleza indígena que a nosotros no nos gustaba nada. Luigi debía de estar pensando en sus cosas y no parecía prestarles la más pequeña atención. Eran dos fulanos que hablaban como mujeres.

Llevaban media hora hablando de tipos y títulos que no conocíamos. Y media hora es mucho tiempo, amigo, y yo no decía nada porque esperaba a Luigi. Quien más hablaba era el fulano que se decía crítico teatral. Estaba diciendo algo de un tal Calderón, y Luigi clavó sus ojos en la foca. El crítico no era lo suficiente listo para descifrar la mirada, pero yo supe que Luigi se estaba cansando de escucharle y hablaría. ¡Vaya si hablaría! Hasta ahora no había dicho nada y, de pronto, dijo:

—Usted no sabe nada de nada.

La foca le miró asombrado y empezó a tener miedo, porque la voz de Luigi era demasiado dura. Y el crítico dijo:

—¿Cómo ha dicho, señor?

—He dicho —repitió Luigi— que usted no sabe nada de nada, ni siquiera sabe hablar como un hombre.

¡Lindo, amigo! Pancho y yo estábamos gozando. Y hasta el pobre Eneas alargaba sus orejas, porque conocía el tono de voz de Luigi. Quería decir que estaba cansado de escuchar tonterías y todos esperábamos que continuara hablando. El crítico nos había contado cuántos hermanos eran, dónde había nacido y que él era un excelente escritor. Y aún más cosas que a nadie interesaban y que él nos dijo con aire de superioridad, Pero ahora ya no hablaría más y valió la pena esperar media hora para escuchar a Luigi, Luigi se había cansado y estaba diciendo:

—¿Sabe usted quién es Saint-Beuve o Max Reinhardt? ¿Sabe lo que es la leishmaniosis o la siringa? ¡Qué va a saber! Usted es un cerdo gallego bien cebado que no sabe nada. Y no abra la boca, cerdo, porque tendrán que ponerle dentadura postiza. ¡Usted es un pendejo desgraciado! ¡Nada más, gordo!

Y Pancho y yo nos estábamos divirtiendo. Estos fanfarrones son así, amigo. Presumen de críticos, de artistas, y luego no saben ser hombres. Y éste sudaba. ¡El muy cobarde! No se atrevía a decir nada. Ni a silbar. Y le habían insultado delante de todos y él no decía nada. ¡Ni palabra, amigo! Luigi se había levantado y le escupió en la cara. Debía de recordarle a alguien cuando lo hizo. Era una cosa que nunca le había visto hacer y comprendí que si aquel idiota gallego abría la boca iba a regresar a Madrid bien encerradito en un ataúd. ¡El muy cobarde! Luigi esperaba y dijo:

—Creo que está claro lo que es usted. Váyase a otro lugar en donde no esté yo, a uno de esos cafés en donde cuelan sus idioteces. Pero aquí no, pendejo; aquí somos hombres.

Luigi lo esperó un poco por si decía algo y luego se marchó. Pancho y yo nos quedamos frente al crítico y al otro tipo llamado Luis. Empecé a reírme con todas mis ganas y Eneas me imitó. Nunca creí que un hombre fuera tan cobarde como este Arturo. Seguro que hasta el pobre Eneas podía atizarle. ¡Hasta Eneas, amigo! Saqué mi cuchillo y lo puse sobre la mesa. Dije:

—¿Por qué no habla, pendejo?

Me miraba tímidamente y era lindo verle sudar. En plena juventud y más cobarde que una gallina vieja. Sonreí.

—Tiene usted una piel tan sebosa, que me entran ganas de arañarle un poquito con mi limpiauñas. ¿Le gustaría?

¡Se orinaba, amigo! Era seguro que el idiota aquel se estaba orinando. Vi que iba a terminar arañándole de veras y, como no era momento, le dije:

—¡Lárguese de aquí, pendejo! Y cuando me vea, procure esconderse, o lo dejaré sin vista para toda la vida. Ya ve que no se puede hacer turismo. ¡Lárguese!

Y el tal Arturo se levantó tan asustado que podría jugarme el cuello a que empezaría a llorar nada más llegar a la esquina. ¡Estos artistas! Y nos quedaba el otro, el del pelito rizado. Fue a levantarse y Pancho lo sujetó con la mano al tiempo que decía:

—Espere, amigo; su socio habló demasiado, pero usted tendrá más cosas que contarnos, ¿verdad?

El pobre Luis tartamudeó unas palabras. Estaba más nervioso que todos los nervios juntos que vi en mi vida. Dije:

—Usted es más listo que su amigo. Y más lindo. ¿Nos permite que le llamemos Luisito? Es más cariñoso.

El pendejo afirmó con la cabeza y estaba dispuesto a que lo llamáramos como nos viniese en gana.

—Usted debió de correr mucho por la vida, ¿verdad, Luisito? Tiene cara de ser un hombre curtido en la lucha. Si usted quisiera, nos podría con…

Eneas empezó a reír muy fuerte y distrajo a Pancho en su frase. Mi exsocio le miró y dijo:

—¡Bah! Es un negro que no nos entiende. Dígame, Luisito, ¿es su mujer esa rubia con la que paseaban?

—No, no es mi mujer.

—¿Es acaso la mujer de su socio?

—No, no es la mujer de nadie.

—¿Quiere decirme que está virgen? —gritó Pancho.

Luisito tardó un poco en decidirse y Eneas volvió a reírse tan fuerte como antes. ¡El muy sinvergüenza! Se estaba divirtiendo como no lo había hecho en su vida. Al fin, Luisito respondió:

—Se llama Mercedes.

—¡Bueno! —gritó Pancho—. ¿Y ha dicho que Mercedes está virgen?

—No… no le gustan los hombres.

Pancho y yo nos miramos. Puede que aquel Luisito pretendiera tomarnos el pelo. Podía ser. Y Pancho dijo:

—No nos gustan las bromas, Luisito,

—Es de verdad, señores; es la verdad. A Mercedes no le gustan los hombres.

—¿Que no le gustan los hombres? —me indigné—. Y entonces, ¿qué diablos le gustan?

Luisito empezó a sudar. Tartamudeaba.

—Pues… a Mercedes… a Mercedes le gustan… es frecuente, no es ella sola… a Mercedes… si, le gusta más una mujer que un hombre.

—¿Dice eso en serio?

—Sí, totalmente en serio. Es… es… no es tan raro entre artistas… no, no…

—¿Y usted? —le interrumpió Pancho de un grito.

—¿Yo?

—¡Sí, usted! ¿Le gustan también más los hombres que las mujeres? ¿Es usted marica, Luisito? ¿Es marica?

Se habían acercado unos cuantos a la mesa y Luisito estaba más rojo que un rubí. ¡Más rojo, amigo! Es posible que no pudiera mentir, es probable que cuando un marica se encuentra rodeado de hombres no sepa mentir, no sea capaz. Y Pancho y yo no reíamos porque estas cosas no son de risa. No, amigo. Aunque aquel Luisito estuviera diciendo:

—… en nuestro oficio, en el arte del teatro… en… en todos los países… en Francia… ya saben, las mujeres y los hombres no son como en la vida… no, no lo son… Hay… hay muchos… no todos… muchos que, algunos que…

Eran las palabras que estaba diciendo y Pancho y yo no reíamos. Ni Eneas. Nadie. Empecé a enfurecerme, empecé a tener ganas de clavarle mi cuchillo a Luisito. No, amigo, no es honrado. Un individuo puede ser todo menos marica. Puede ser una víbora que muerda a su propia madre, una hiena que devore a sus cachorros, un… ¡cualquier cosa! Pero un marica, un monstruo que llega a marica por cobardía, por degenerado, por no ser capaz de saber mirar a una mujer, un tipo así no merece la vida, no la merece, porque hiede peor que toda la carroña del mundo junta. Y aquella rubia, aquella… Era hermosa y yo me estaba enfureciendo. No es decente que una mujer se acueste con otra como si se tratara de un hombre. No es honrado, amigo. También creo que es lo más repugnante y cobarde que puede darse en la vida. Lo más asqueroso. Estaba pensando en estas cosas y ninguna palabra podía llegarme a los oídos. Ninguna, amigo. Me entraban ganas de atar a Luisito y a sus amigos en la selva y dejarlos allí para que las hormigas les disputaran a los urubús los trozos de carne humana. Y ni siquiera esa muerte merecían. Era poco. Entonces sentí la mano de Pancho apretar mi hombro. Me sonrió y dijo:

—¿Te gusta el teatro, Gad?

—No sé, no he ido nunca. Y ahora me da asco.

—¿No te gustaría ir esta noche?

—¿Esta noche, Pancho?

—Sí, esta noche, Gad. Debíamos conocer a esa rubia.

—¿A esa asque…?

—¡A ésa, Gad! He pensado que podríamos convencerla para que no fuera así. ¿No te da lástima que siendo tan linda sea?… ¡Bueno!… ¿No sea una mujer? Es una pena, Gad. Y yo pienso que debiéramos ayudarla.

Luisito no entendió una palabra de cuanto dijo Pancho, pero yo sí. Pancho había sido antes mi socio y lo conocía bien, muy bien. Iríamos al teatro.

Me encontré a Juan en el comedor. Luigi había cenado y dijo que si pasaba algo estaba en la «Nepeira». Yo pensé que algo pasaría y me reí.

—¿Los has visto?

—¿A quién? —dijo Juan.

—A tus paisanos, vinieron al teatro.

—Sí, estuve con ellos.

—¿Te alegraste?

—Un poco. Han ampliado el campo de Chamartín y ahora se llama Estadio Santiago Bernabeu.

—¿Ésa fue tu mayor alegría?

—No sé, Gad. Don Santiago es un gran hombre y ha hecho mucho por el Real Madrid.

—¡Ah!

Así es Juan, amigo. Habían ampliado el campo de fútbol y ya era feliz. Claro que también preguntaría por otras cosas, por otros seres. Habría preguntado mucho, pero lo esencial era que el Madrid llevaba camino de ser campeón con Di Stefano. Y por ello estaba contento, muy contento. Así es Juan, amigo.

—Nosotros conocimos a dos paisanos tuyos, uno de ellos es gallego.

—¿Qué tal?

—La verdad es que si todos los del teatro son como ellos, me gustaría quemarlos.

—¿No te gustaron?

—No, son unos gallinas. En todos los países hay tipos como ellos y no puede evitarse. Dicen que son artistas.

—¿Peleasteis?

—Era imposible. El propio Eneas sería capaz de arrugarlos.

—Lo siento.

Y no quise continuar porque sabía que era un asunto desagradable para Juan. No, amigo; ninguna nación tiene la culpa y en todas hay fulanos de esa marca. En Baroa también. Sólo que esto es más pequeño que Madrid y no tenemos artistas. Es la única diferencia, amigo; la única. Y Juan y yo comíamos en silencio. Luego, él dijo:

—Creo que el «Mexicano» preguntó por Luigi.

—Bueno, lo verá en la «Nepeira».

—¿No iremos nosotros?

—No. ¿Para qué?

—Puede preguntar por la «Núa».

—¿Y qué sabemos nosotros de ella? ¿No lo recuerdas? Luigi, tú y yo. Nadie más estuvo con nosotros de viaje.

—Quizá el «Mexicano»…

—No, Juan, no habrá nada. Luigi sabe que no debemos meternos en ningún jaleo hasta que terminemos el negocio.

—Sí, comprendo.

Y aquello sí lo comprendía Juan. No era necesario insistir, amigo. A su modo, Juan es un perfecto socio. Los tres. Y seguiremos siéndolo hasta ser lo suficientemente ricos como para retirarnos. Y recordé las esmeraldas. No estaba nada mal el comenzar así, con quinientos mil de los grandes. Nada mal, amigo. Juan se había levantado y dijo:

—Buenas noches, Gad.

—¿Dónde vas? —le pregunté.

—A la cama.

—¿No quieres ver a tus paisanos?

—No, ellos y yo pensamos distinto. Buenas noches.

—Hasta mañana, Juan.

Era una noche linda y la luna alumbraba los adoquines del puerto y les prestaba su limpieza. Baroa es linda de noche, amigo. Muy hermosa. Si usted viene por acá, gozará de estas noches. No se precisa más que una hembra para ser completamente feliz. Cualquier guaricha vale. Empiezan ustedes a caminar por el puerto adelante y después, por el barrio de pescadores, descienden hasta la playa. Allí, en cualquier lugar de la arena, pueden tumbarse a escuchar el sonido del mar. Y entonces, amigo, sabrá que la vida está en cada uno de los granos de arena que usted coge. Ahí está la vida y todo lo demás le parecerá que está muy lejos y que es imposible que llegue. Sí, todo está demasiado lejos para que pueda molestarle. Sólo usted y la arena y el cuerpo de ella, que se funde en bronce. Las noches de Baroa son así, amigo. Se puede caminar por ellas sin pensar en nada que moleste. Se las recomiendo, de veras que se las recomiendo.

El teatro Alarcón está en la plaza de Álvares Cabrel, allá arriba, en el barrio del Comercio. Cualquiera puede decirle en Baroa dónde está el teatro, aunque casi siempre estuvo cerrado. Me encontré a Pancho en la puerta y había sacado dos entradas.

—¿Qué ponen? —dije.

—¡Qué más da! —contestó.

Me acordé de Luigi y entonces fui hacia un cartel grande que había en la fachada. La cosa que echaban se llamaba «Los intereses creados» y era de un tal Benavente, ya difunto. El resto no me interesaba y lo dejé. Sabía bastante para contestarle a Luigi si me preguntaba. Pancho sonreía.

—¿Te has enterado ya?

—Sí, Pancho.

—¿Era algo que conocías?

—No, no conozco nada de esto; es la primera vez que entro en una cosa de este género.

—Y yo, si no trabaja esa rubia nos vamos a aburrir.

—Puede que no la reconozcamos, Pancho.

—¿Por qué? Yo la estuve mirando muy bien.

—¿Y eso qué importa? Ya sabes; en el teatro la gente se disfraza y se pinta, no son como en la vida.

—Preguntaremos por ella, su nombre es Mercedes.

—Sí, es lo que dijo Luisito.

Y entramos. Pancho había sacado una de las primeras filas y estábamos cerca del tablado. Nos dieron un papel en donde había muchos nombres escritos y estuvimos buscando alguna que se llamara Mercedes. Al poco rato comenzó la cosa. Apareció un tipo vestido a cuadros que empezó a gritar que aquí había no sé qué tinglado y antes estuvo en París. Yo no lo entendí mucho, pero me gustó cómo hablaba. Sí, amigo, estaba bien dicho y resultaba bonito. La gente aplaudió. Después se descorrieron las cortinas y vimos la plaza de una ciudad de cartón. Hablaban el mismo tipo de antes y otro muy fino llamado Leandro. Todos iban disfrazados y sería difícil reconocer a Mercedes. Y había entrado más gente en el tablado. Menos una, que era vieja, todas eran bastante lindas y estuvimos fijándonos en ellas. De vez en cuando me acordaba de Juan. Y de Luigi. Y de la «Núa». Tal vez resultara gracioso aquello y tal vez fuera un puro aburrimiento. Nadie hablaba salvo los del tablado y nosotros no encontrábamos a Mercedes. Entonces descubrí que había una mujer con pantalones y con nombre de hombre, de Leandro.

—Oye, Pancho.

—¿Qué pasa?

—¿No es esa de los pantalones Mercedes?

Pancho se fijó detenidamente y sonrió.

—Sí, me parece que es ella. Desde luego no es un hombre.

—No, es imposible que un hombre tenga tal voz por marica que sea.

Y nos dedicamos a seguirla en todos sus movimientos. Seguro que se trataba de una mujer, se advertía en el pecho. Habían querido disimularlo pero se notaban los pechos. Y era Mercedes. Llevaba el pelo recogido y era Mercedes.

—¿Tú crees que hace de hombre por ser…?

—No sé, Pancho; puede que sí. Yo no entiendo de esto.

—Preferiría verla de mujer.

—Ya la verás. Ahora escucha su voz, es bonita.

—Debían haberla disfrazado de otra cosa, de sirena o algo así. Las sirenas van desnudas de cintura para arriba.

—Ya la verás, Pancho, ya la verás.

—Sí, la veremos.

La verdad, amigo, es que me estaba aburriendo, y sospecho que Pancho también. Tenía tan poco interés aquello, que no podría contárselo a nadie. Ni al pobre Eneas. Y esperábamos.

Habíamos conseguido engañar a Mercedes y no interesa cómo. Pancho siempre fue listo para estos asuntos, los supo tratar. Vendió algunas guarichas a la vieja Europa y sabe hacerlo. Fuimos con Mercedes a la «Nepeira» y Luigi se había marchado. Era una linda mujer, amigo. Yo adivinaba el color de sus pechos y tenía ganas de verlos. No me importaba que fuera así. No, amigo. A ella podían gustarle más las mujeres que los hombres y eso no iba a cambiar el color y el dibujo de su cuerpo. Mercedes reía entre nosotros y miraba a las guarichas. Sí, Pancho sabe tratar muy bien a las mujeres.

Casi eran las seis de la mañana cuando llegamos a mi casa. El puerto estaba en calma y algunos barcos regresaban de la pesca. Siempre el mar, amigo. Lárguese de su ciudad si no tiene mar. Una ciudad sin mar es una ciudad sin horizontes, sin sueño.

Nos costó un poco de trabajo. Ésa es la verdad; amigo. Pancho y yo tuvimos que luchar porque Mercedes se defendió con uñas y dientes. Y no era una mujer débil, no. Pero Pancho y yo sabíamos cómo se desnuda a una mujer por terca que sea. Y le aseguro que Mercedes es terca. Y linda, muy linda. Había estado hablando con nosotros toda la noche, fue muy animada, y ahora parecía muda. Su última palabra fue llamarnos canallas. Ésa había sido su última palabra y ahora no hablaba nada, absolutamente nada. Yo sentía su respiración de fiera, el latido de su corazón hirviendo. La miré y era hermosa, casi tan hermosa como estas noches de mi pueblo. Le aseguro que Gad jamás fue débil, pero algo me dijo que aquello no estaba bien, que el tenerla amarrada sobre mi cama no era un acto glorioso. Compréndalo, amigo; comprenda que me sintiera débil. Pero estoy seguro de que Pancho no pudo notar nada. ¡Nadie podía notar que Gad sentía piedad! Y la verdad es que me daba lástima el verla y que mis ojos no adquirían la fuerza suficiente para reclamarle el deseo a mis sentidos. Pensé que era una perra, que era una invertida asquerosa y, sin embargo, me sentía débil ante ella. Tan débil como si aquello lo estuviéramos haciendo con una mujer decente. Pancho se acercó a mí y puso su mano en mi hombro. Dijo:

—Es linda, ¿verdad?

—¡Bah! —exclamé—. No merece el esfuerzo que hemos hecho.

—¡Vaya si lo merece! —gritó como un salvaje.

Y yo le miré a sus ojos tratando de adivinar en ellos algo de piedad. Pero Pancho es duro, amigo. Pancho no fue parido por una mujer, sino por las rocas; no parece una criatura de Dios. Yo me hubiera ido y no pude. Estaba Pancho, su querer demostrarme que era más hombre que yo porque nada le arrugaba sus tripas de roca. ¿Me comprende, amigo? Pancho es de los tipos que obligan a uno a ser sucios, a no tener jamás piedad. Y le aseguro que aquello no me gustaba; se lo aseguro, amigo: era ir contra la Naturaleza. Ella había cerrado los ojos y apretaba los dientes. Es posible que no pudiera llorar, que deseara la muerte con todas sus fuerzas. La miré y tuve la sensación de que mi boca masticaba la fruta más amarga. La voz de Pancho llegó a mi cabeza cargada de odio.

—Conocerás a un hombre, paisana; lo conocerás. Esos tipos como Arturo y Luisito ni siquiera tienen la voz de un hombre.

No escuché más palabras. Vi cómo Pancho avanzaba hacia ella y cerré los ojos. Le aseguro, amigo, que fue la primera vez que Gad cerró los ojos y que Gad sintió repugnancia. Los cerré y Pancho no pudo saberlo.

El sol volvía a sembrar su calor en la tierra hasta hacerla roja de fuego. Yo estaba asomado a la ventana y Pancho se ponía sus pantalones de pana. El puerto de Baroa se agitaba como siempre. Subastaban la pesca y los compradores tenían en marcha el motor de los camiones para conducirlos rápidamente al interior. Casi todos eran hombres. Eneas aún estaba durmiendo sobre unos sacos que habían descargado la noche anterior. Decía que cuidaba de ellos, y los patrones le daban algunas monedas para whisky. ¡El pobre Eneas! Era lo más cerca que podía dormir de mí. También vi a Juan, al paisano de aquella que teníamos en la cama. Se encontraba sentado en el bar y leía el periódico de la mañana. Escuché la voz de Pancho a mis espaldas.

—Bueno, rubia, ya puedes largarte. A lo mejor tus amiguitos están preocupados por ti.

Y empezó a reír como si algo le hubiera hecho mucha gracia. Pancho ríe así cuando va a despedirse de alguna mujer. Le dice algo que imagina gracioso y se marcha. Sentía sus pasos acercándose a mí. Me tocó el hombro y dijo:

—Yo me voy, Gad.

—Ya lo sé.

—¿Qué piensas hacer con ella?

—Llamaré a Juan y que él la desate. No me gustaría tener que pegarle.

—¿Y después?

—¡Bah! Le hemos hecho un favor y está viva. Tú sabes que otros hombres la hubieran matado.

—Es lo que debimos hacer con Arturo y Luisito.

—Sí, debíamos haberlo hecho y yo no podía. Luigi se hubiera molestado.

—Estoy pensando una cosa, Gad.

—¿Qué?

—¿Y si esta fulana se marcha con el cuento a la policía?

—No lo hará, no tiene testigos de nada. Dentro de una hora la habremos olvidado y ni tú ni yo la conocemos.

—Entiendo, Gad. ¿Y Juan?

—Juan es como nosotros, exactamente igual.

—Está bien, amigo, buenos días.

—Buenos días, Pancho.

Abrió la puerta y estaba descendiendo por las escaleras. Y yo me acordé de aquellos fulanos, de Arturo y Luisito. Miré hacia la cama y sentí que algo me molestaba. Podía ser la conciencia, amigo. Debimos arañarles un poco a estos tipos. No se debe permitir que fulanos así caminen por la vida. Sólo hay una clase de gallinas, amigo, sólo una clase: las que ponen huevos. La especie de Arturo y Luisito no sirven para eso, no sirven para nada. Y tuve que pensar en las esmeraldas y en lo que Luigi había dicho. Eran quinientos mil de los grandes y merecía la pena dejar dormir al cuchillo. La policía de Baroa se aburre y está deseando meter sus narices en cualquier asunto. Volví a asomarme a la ventana. Juan continuaba en el mismo sitio. Le grité y él miró hacia mí.

—¡Oye, tú, sube para acá!

Se había levantado y yo me retiré de la ventana. Miré a la rubia, que era ya mujer. Seguía como antes, como todo el tiempo desde que nos llamó canallas. Cuando una mujer se pone así, desespera a cualquiera. Y no la deseaba como antes, no. Me acerqué a ella y mi repugnancia iba aumentando cada vez más.

—¿No te encuentras bien, rubia?

¡Bah! ¡Estas mujeres! Seguía con la boca cerrada y la hubiera abofeteado. Sí, amigo, pegarle. Sé que ella no tenía la culpa de mi repugnancia, de mi asco; que todo lo había fabricado Pancho, pero sentí ganas de pegarle. Es posible que si hubiese gritado me hubiera hecho reaccionar contra Pancho. ¡Seguro, amigo! Pero no dijo nada, había guardado su lengua como la guardan los muertos. Y Pancho no tuvo piedad. La miraba fijamente y el olor de su cuerpo me sabía a carne muerta, a carne que estuviera cien años encerrada en la cámara.

—¿Por qué no hablas? ¿Por qué no dices algo? ¡Di! ¡Habla! ¡Di algo! ¡Insúltame!

¡Nada, amigo! Si algún día tropieza con una mujer así, sabrá lo que es. No sirve el que le ofrezca toda la plata del mundo. ¡Nada sirve! Y no ayudan, no son capaces de insultar como insultan las mujeres decentes. Su silencio le desesperará, le hará sentirse una sanguijuela. ¡Así, amigo! Y entonces uno tiene que agarrarle la garganta y apretar fuerte hasta que ella grite, hasta que de la profundidad de su cuerpo, y no de otra parte, salga un grito de mujer. Y si no hace esto, si no aprieta hasta hacerla gritar, tendrá siempre la duda de no saber a qué especie de animal pertenece, y le perseguirá su aliento hasta abrasarle el corazón y removerle el estómago. Y yo, amigo, yo le apreté su garganta, que era blanca y suave como las hermosas pechugas de las gaviotas. ¡Qué pena, amigo, tener que hacerlo! No hubiera querido, y ella me obligó. Porque yo tenía que conocerla viva, tenía que apartar mi obsesión de que estaba muerta y no me importaba otra cosa. Sólo eso y me sentí muy triste. Entonces empecé a escuchar los pasos de Juan. Abrió la puerta y lo primero que hizo fue mirarla. Y después a mí y otra vez a ella y otra vez a mí y así cien veces. Tuve que hablar, aunque no deseaba decir ninguna palabra.

—Es tu paisana —dije.

Y Juan nos miraba y no parecía comprender. Nos miraba con los ojos tan abiertos como nunca los tuvo.

—¿Qué ha pasado, Gad?

—Es una perra y nadie podrá convencerla.

—¿Y por qué está atada?

—¿Por qué? —Y casi reí—. Porque todas las mujeres como ella debían estarlo. Y todos los hombres. Y no aquí Juan, sino en la selva y para que las hormigas tuvieran alimento.

—¿Te ha hecho algo, Gad?

—No, no me hizo nada; fue muy amable.

¡Este Juan! Nunca entenderá nada, amigo. Y no se empeñe usted en explicárselo, porque no entenderá nada. Tuve que marcharme y dejarlo allí con ella. Me hubiera gustado decirle muchas cosas, explicarle que si ella hubiese gritado, yo no hubiera dejado que Pancho le hiciera nada. Pero Juan, amigo, no tenía sangre en la cabeza, nada de sangre. Estaba bajando la escalera y alguna parte de mi cerebro me llamó cobarde. ¿Por qué la rubia no me ayudaría contra Pancho? ¿Por qué no gritaría? Todo me dio asco. Y era una mujer que me hubiera parecido hermosa y a la que hubiera deseado. Se la hubiera recomendado a cualquier amigo. Me parecía tan linda como las noches de Baroa, como el mar. ¡Tan linda, amigo! Y ahora… Salí a la calle y respiré profundo. No fue ninguna diversión, nada alegre que poder contar. El mismo Eneas podía ser más feliz que yo. Sentí algo amarillo en la garganta y escupí mi asco. ¡La muy perra!