Si al menos la Profundidad no hubiera llegado cuando lo hizo, trayendo una amenaza que empujó a los hombres a la desesperación tanto en sus actos como en sus creencias…
—Mátalo —ordenó Dios.
Zane flotaba entre las brumas, contemplando las puertas abiertas del balcón de Elend Venture. Las brumas giraban a su alrededor, impidiendo que el rey lo viera.
—Deberías matarlo —dijo de nuevo Dios.
En cierto modo, Zane odiaba a Elend, aunque nunca lo hubiese visto hasta ese día. Elend era todo lo que Zane tendría que haber sido: un privilegiado. Mimado. Favorecido. Era el enemigo de Zane, un obstáculo en el camino a la dominación, lo que impedía que Straff (y por tanto Zane) se apoderara de la Dominación Central.
Pero también era el hermano de Zane.
Se dejó caer entre las brumas, aterrizando en silencio en el suelo, ante la fortaleza Venture. Tiró de sus anclajes para recogerlos con la mano, tres barras pequeñas que había estado empujando para poder sostenerse. Vin regresaría pronto y no quería estar cerca de la fortaleza cuando lo hiciera. Ella tenía una extraña habilidad para saber dónde se encontraba: sus sentidos eran mucho más agudos que los de ningún alomántico que hubiera conocido o al que hubiera combatido. Naturalmente, había sido entrenada por el mismísimo Superviviente.
Me hubiese gustado conocerlo, pensó Zane mientras cruzaba en silencio el patio. Era un hombre que comprendía el poder de ser un nacido de la bruma. Un hombre que no dejaba que los demás lo controlaran. Un hombre que hacía lo que había que hacer, no importaba lo despiadado que pareciera. O eso se decía.
Zane se detuvo ante la muralla exterior de la fortaleza, bajo una almena. Se agachó, levantó una piedra y encontró el mensaje que había dejado su espía en el palacio de Elend. Lo recogió, volvió a colocar la piedra en su sitio, lanzó una moneda y se abalanzó a la noche.
Zane no se escabulló. Tampoco merodeó, ni se escondió, ni se acobardó. De hecho, ni siquiera le gustaba ocultarse.
Así que se acercó al campamento del ejército Venture con paso decidido. Le parecía que los nacidos de la bruma pasaban demasiado tiempo ocultándose. Cierto, el anonimato aportaba cierta libertad. Sin embargo, sabía por experiencia que los limitaba más que los liberaba. Permitía que fueran controlados y que la sociedad fingiera que no existían.
Zane se dirigió al puesto de guardia, donde había dos soldados sentados ante una gran hoguera. Sacudió la cabeza: eran prácticamente inútiles, cegados por la luz de las llamas. Los hombres normales temían las brumas y eso los hacía menos valiosos. No era arrogancia: era un hecho probado. Los alománticos eran más útiles, y por tanto más valiosos, que los hombres normales. Por eso Zane tenía ojos de estaño vigilando la oscuridad también. Aquellos soldados normales eran más una formalidad que otra cosa.
—Mátalos —ordenó Dios mientras Zane se acercaba al puesto. Zane ignoró la voz, aunque cada vez le resultaba más difícil hacerlo.
—¡Alto! —dijo uno de los guardias, bajando una lanza—. ¿Quién va?
Zane empujó la lanza como si nada, doblando la punta hacia arriba.
—¿Quién va a ser? —replicó, acercándose a la luz.
—¡Lord Zane! —dijo el otro soldado.
—Llamad al rey —dijo Zane, dejando atrás el puesto de guardia—. Decidle que se reúna conmigo en la tienda de mando.
—Pero, mi señor, es tarde —dijo el guardia—. Su Majestad probablemente estará…
Zane se volvió y dirigió al guardia una fría mirada. Las brumas se agitaban entre ellos. Ni siquiera tuvo que utilizar alomancia emocional con el soldado: el hombre simplemente saludó y se perdió corriendo en la oscuridad para hacer lo que le ordenaba.
Zane cruzó el campamento. No llevaba ni uniforme ni capa de bruma, pero los soldados se detenían a saludarlo al pasar. Así era como tenía que ser. Lo conocían, sabían lo que era, sabían respetarlo.
Sin embargo, en parte reconocía que, de no haber mantenido Straff oculto a su hijo bastardo, Zane tal vez no hubiera llegado a ser la poderosa arma que era. Ese secreto había obligado a Zane a llevar una vida casi de privaciones mientras su hermanastro, Elend, disfrutaba de todos los privilegios. Pero Straff había podido mantener a Zane oculto la mayor parte de su vida. Incluso así, aunque los rumores sobre la existencia del nacido de la bruma de Straff iban en aumento, pocos se daban cuenta de que Zane era hijo de Straff.
Además, llevar una vida difícil había enseñado a Zane a sobrevivir por su cuenta. Se había vuelto duro y poderoso. Cosas que sospechaba que Elend no comprendería nunca. Desgraciadamente, un efecto secundario de su infancia era que al parecer lo había vuelto loco.
—Mátalo —susurró Dios mientras Zane pasaba ante otro guardia. La voz le hablaba cada vez que veía a una persona: era la silenciosa y constante compañera de Zane. Comprendía que estaba loco. No había sido muy difícil llegar a esa conclusión, en realidad. Las personas normales no oían voces. Zane sí.
Sin embargo, no consideraba que la locura fuese ninguna excusa para una conducta irracional. Algunos hombres eran ciegos, otros tenían poca paciencia. Y otros oían voces. Todo era lo mismo, en el fondo. Un hombre se definía no por sus defectos, sino por cómo los superaba.
Así que Zane ignoró la voz. Mataba cuando quería, no cuando la voz se lo ordenaba. En su opinión, era bastante afortunado. Otros locos veían visiones o no distinguían sus delirios de la realidad. Zane, al menos, podía controlarse.
En gran parte.
Empujó los cierres de metal de las puertas de lona de la tienda de mando. Las solapas volaron hacia atrás, abriéndose para él mientras los soldados apostados a cada lado saludaban. Zane entró.
—¡Mi señor! —dijo el oficial al mando.
—Mátalo —dijo Dios—. No es tan importante.
—Papel —ordenó Zane, acercándose a la gran mesa de la sala. El oficial obedeció rápidamente y le trajo un fajo de papeles. Zane tiró de la punta de una pluma, haciéndola volar por la habitación hasta su mano. El oficial trajo la tinta.
—Éstas son la concentración de tropas y las patrullas nocturnas —dijo Zane, anotando algunos números y diagramas en el papel—. Los he observado esta noche, mientras estaba en Luthadel.
—Muy bien, mi señor —dijo el soldado—. Agradecemos tu ayuda.
Zane se detuvo. Luego continuó escribiendo despacio.
—Soldado, no eres mi superior. Ni siquiera eres mi igual. No estoy «ayudando». Estoy viendo las necesidades de mi ejército. ¿Comprendes?
—Naturalmente, mi señor.
—Bien —dijo Zane, terminando sus notas y entregando el papel al soldado—. Ahora márchate… o haré lo que me ha sugerido un amigo y te clavaré esta pluma en la garganta.
El soldado aceptó el papel y se marchó rápidamente. Zane esperó, impaciente. Straff no llegó. Finalmente maldijo en voz baja, abrió de un empujón las solapas de la tienda y salió. La tienda de Straff era una brillante bengala roja en la noche, iluminada por numerosas lámparas. Zane pasó ante los guardias, que sabían que no debían molestarlo, y entró en la tienda del rey.
Straff estaba cenando, aunque era tarde. Era un hombre alto, de pelo castaño como sus dos hijos… los dos importantes, al menos. Tenía finas manos de noble, que usaba para comer con elegancia. No reaccionó cuando entró Zane.
—Llegas tarde —dijo Straff.
—Mátalo —dijo Dios.
Zane apretó los puños. Esta orden de la voz era la más difícil de ignorar.
—Sí. Llego tarde.
—¿Qué ha pasado esta noche? —preguntó Straff.
Zane miró a los guardias.
—Deberíamos hacer esto en la tienda de mando.
Straff continuó tomando su sopa, sin moverse de su sitio, para demostrar que Zane no tenía poder ninguno para darle órdenes. Era frustrante, pero no inesperado. Zane había usado la misma táctica con el oficial del turno de noche unos momentos antes. Había aprendido del mejor.
Finalmente, con un suspiro, Zane tomó asiento. Apoyó los brazos sobre la mesa, haciendo girar ociosamente un cuchillo mientras su padre cenaba. Un criado se acercó para preguntarle si quería comer, pero despidió al hombre.
—Mata a Straff —ordenó Dios—. Deberías estar en su lugar. Eres más fuerte que él. Eres más competente.
Pero no estoy tan cuerdo, pensó Zane.
—¿Bien? —preguntó Straff—. ¿Tienen el atium del Lord Legislador o no?
—No estoy seguro.
—¿Confía en ti la chica?
—Está empezando a hacerlo —dijo Zane—. La vi usar atium, aquella ocasión, combatiendo a los asesinos de Cett.
Straff asintió, pensativo. Era en efecto competente: gracias a él, la Dominación Norte había evitado el caos que imperaba en el resto del Imperio Final. Los skaa de Straff permanecían controlados, sus nobles estaban tranquilos. Cierto, se había visto obligado a ejecutar a mucha gente para demostrar que estaba al mando. Pero había hecho lo que tenía que hacer. Era un don en un hombre al que Zane respetaba más que a nadie.
Sobre todo puesto que él mismo tenía problemas para desarrollarlo.
—¡Mátalo! —chilló Dios—. ¡Lo odias! Te mantuvo en la miseria obligándote a luchar por sobrevivir de niño.
Me hizo fuerte, pensó Zane.
—¡Entonces usa esa fuerza para matarlo!
Zane tomó de la mesa el cuchillo de trinchar. Straff levantó la cabeza y dio un leve respingo cuando Zane se cortó su propio brazo. Se hizo un largo tajo en el antebrazo del que manó sangre. El dolor le ayudó a resistir la voz.
Straff se lo quedó mirando un momento y luego indicó a un criado que le trajera a Zane una toalla para que no manchara la alfombra de sangre.
—Tienes que conseguir que ella vuelva a usar el atium —dijo Straff—. Elend tal vez haya podido reunir una o dos perlas. Sólo sabremos la verdad si a ella se le acaban. —Hizo una pausa y volvió a prestar atención a su comida—. Lo cierto es que tienes que conseguir que te diga dónde está oculto el depósito, si es que lo tienen.
Zane permaneció sentado viendo la sangre manar del corte de su antebrazo.
—Es más capaz de lo que crees, padre.
Straff alzó una ceja.
—No me digas que crees esas historias, Zane. Las mentiras sobre ella y el Lord Legislador.
—¿Cómo sabes que son mentiras?
—Por Elend —dijo Straff—. Ese muchacho es un necio: solo controla Luthadel porque todos los nobles con dos dedos de frente han huido de la ciudad. Si esa chica fuera lo bastante poderosa para derrotar al Lord Legislador, dudo sinceramente que tu hermano pudiera haber ganado nunca su lealtad.
Zane volvió a cortarse el brazo. No lo hizo muy profundamente, para no causar ningún daño, y el dolor funcionó como solía hacerlo. Straff finalmente dejó de comer, disimulando una expresión de incomodidad. Una pequeña y retorcida parte de Zane se regocijo al ver esa expresión en los ojos de su padre. Tal vez fuera un efecto secundario de su locura.
—Bueno, ¿te reuniste con Elend?
Zane asintió. Se volvió hacia una criada.
—Té —dijo, agitando el brazo ileso—. Elend se sorprendió. Quería reunirse contigo, pero obviamente no le gustó la idea de venir a tu campamento. Dudo que lo haga.
—Tal vez —dijo Straff—. Pero no subestimes la estupidez del muchacho. Sea como sea, tal vez ahora comprenda cómo se desarrollará nuestra relación.
Tantas poses, pensó Zane. Al enviar ese mensaje, Straff tomaba una posición: no recibiría órdenes de Elend, ni sería molestado siquiera por él.
Pero verte obligado a plantar un asedio te molestó, pensó Zane con una sonrisa. Lo que a Straff le hubiera gustado era atacar directamente, tomar la ciudad sin parlamentos ni negociaciones. La llegada del segundo ejército lo había impedido. Si atacaba, Straff sería derrotado por Cett.
Eso significaba esperar, esperar asediando, hasta que Elend viera la luz y se uniera voluntariamente a su padre. Pero esperar era algo que no le gustaba a Straff. A Zane no le importaba mucho. Tendría más tiempo para entrenarse con la chica. Sonrió.
Cuando llego el té, Zane cerró los ojos y quemó estaño para amplificar sus sentidos. Sus heridas ardieron cobrando vida, sus dolores pequeños se volvieron grandes, obligándolo a estar atento.
Había algo que no le había dicho a Straff. Ella empieza a confiar en mí, pensó. Y hay algo más. Es como yo. Tal vez… podría comprenderme. Tal vez podría salvarme.
Suspiró, abrió los ojos y utilizó la toalla para limpiarse el brazo. Su locura lo asustaba a veces. Pero parecía más débil cerca de Vin. Eso era todo lo que tenía para continuar, de momento. Aceptó el té que le ofrecía la criada (trenza larga, pecho firme, rasgos atractivos) y dio un sorbo al té aromatizado con canela.
Straff alzó su propia taza y luego vaciló y la olfateó delicadamente. Miró a Zane.
—¿Té envenenado, Zane?
Zane no dijo nada.
—Y con veneno de abedul, además —advirtió Straff—. Es un movimiento deprimentemente poco original por tu parte.
Zane siguió sin decir nada.
Straff hizo un gesto cortante. La muchacha alzo la cabeza aterrorizada mientras uno de los guardias de Straff se le acercaba. Miró a Zane, esperando algún tipo de ayuda, pero éste desvió la mirada. Chilló patéticamente mientras el guardia se la llevaba para ejecutarla.
Quiso tener la oportunidad de matarlo, pensó Zane. Le advertí que probablemente no funcionaría.
Straff tan sólo sacudió la cabeza. Aunque no era un nacido de la bruma, el rey era un ojo de estaño. Con todo, incluso para alguien tan hábil, olfatear veneno de abedul en la canela era una hazaña impresionante.
—Zane, Zane… —dijo Straff—. ¿Qué harías si de verdad consiguieras matarme?
Si de verdad quisiera matarte, usaría ese cuchillo, no veneno, pensó Zane. Pero dejó que Straff pensara lo que quisiera. El rey esperaba que hubiese intentos de asesinato. Así que Zane se los proporcionaba.
Straff alzó algo: una pequeña perla de atium.
—Iba a darte esto, Zane. Pero veo que tendremos que esperar. Tienes que superar esos estúpidos atentados contra mi vida. Si alguna vez tienes éxito, ¿dónde conseguirías atium?
Straff, naturalmente, no lo comprendía. Pensaba que el atium era como una droga y que los nacidos de la bruma ansiaban utilizarla. Por tanto creía que podía controlar a Zane con él. Zane dejaba que el hombre continuara en su error, sin explicarle que tenía su propia reserva personal de metal.
Eso, sin embargo, le hizo enfrentarse a la verdadera cuestión que dominaba su vida. Los susurros de Dios regresaban porque el dolor remitía. Y, de todas las personas sobre las que le susurraba la voz, Straff Venture era la que más merecía la muerte.
—¿Por qué? —preguntó Dios—. ¿Por qué no quieres matarlo?
Zane se miró los pies. Porque es mi padre, pensó, admitiendo finalmente su debilidad. Otros hombres hacían lo que tenían que hacer. Eran más fuertes que él.
—Estás loco, Zane —dijo Straff.
Zane alzó la cabeza.
—¿Crees de verdad que podrías conquistar el imperio tú solo, si consiguieras matarme? Considerando tu… particular enfermedad, ¿crees que podrías gobernar una sola ciudad?
Zane apartó la mirada.
—No.
Straff asintió.
—Me alegro de que ambos lo comprendamos.
—Deberías atacar —dijo Zane—. Podremos encontrar el atium cuando controlemos Luthadel.
Straff sonrió y tomó un sorbo de té. El té envenenado.
A su pesar, Zane dio un respingo y se enderezó en su asiento.
—No presumas de saber lo que estoy planeando, Zane. No comprendes ni la mitad de lo que crees saber.
Zane no dijo nada mientras veía a su padre apurar el té.
—¿Qué hay de tu espía? —preguntó Straff.
Zane dejó la nota sobre la mesa.
—Le preocupa que puedan sospechar de él. No ha encontrado ninguna información acerca del atium.
Straff asintió, soltando la taza vacía.
—Regresarás a la ciudad y continuarás haciéndote amigo de la muchacha.
Zane asintió lentamente. Luego se dio media vuelta y salió de la tienda.
A Straff le pareció que podía sentir ya el veneno de abedul correrle por las venas, haciéndole temblar. Se obligó a permanecer bajo control. A esperar unos momentos.
Cuando estuvo seguro de que Zane estaba ya lejos, llamó a un guardia.
—¡Tráeme a Amaranta! —ordenó—. ¡Rápido!
El soldado corrió a cumplir la orden de su señor. Straff permaneció sentado tranquilamente, mientras la tienda se agitaba con la brisa de la noche y la bruma flotaba hasta el suelo tras entrar por la solapa abierta. Quemó estaño, amplificando sus sentidos. Sí… podía sentir el veneno en su interior. Matando sus nervios. Sin embargo, tenía tiempo. Una hora, quizás, y por eso se relajó.
Para ser un hombre que decía no querer matar a Straff, Zane desde luego invertía muchos esfuerzos intentándolo. Por fortuna, Straff tenía una herramienta que ni siquiera Zane conocía, una herramienta en forma de mujer. Straff sonrió mientras sus oídos amplificados por el estaño escuchaban los suaves pasos acercándose en la noche.
Los soldados condujeron a Amaranta al interior de la tienda. Straff no había traído a todas sus amantes consigo, sólo a las diez o quince favoritas. No obstante, mezcladas con aquellas con las que se acostaba actualmente, había algunas mujeres que mantenía por su efectividad y no por su belleza. Amaranta era un buen ejemplo. Había sido bastante atractiva una década antes, pero tenía ya casi treinta años. Sus pechos habían empezado a aflojarse tras haber dado a luz, y cada vez que Straff la miraba advertía las arrugas que empezaban a aparecer en su frente y alrededor de sus ojos. Se deshacía de la mayoría de las mujeres antes de que alcanzaran su edad.
Ésta, sin embargo, tenía habilidades que resultaban útiles. Si Zane se enteraba de que Straff la había mandado llamar esa noche, supondría que su padre simplemente quería acostarse con ella. Se equivocaría.
—Mi señor —dijo Amaranta, arrodillándose. Empezó a desnudarse.
Bueno, al menos es optimista, pensó Straff. Habría pensado que después de cuatro años sin que la llamara a su cama, lo comprendería. ¿No se dan cuenta las mujeres de cuándo son demasiado viejas para ser atractivas?
—Déjate la ropa puesta, mujer —replicó.
La expresión de Amaranta se ensombreció y se colocó las manos en el regazo, dejándose el vestido a medio quitar, con un pecho al descubierto, como si intentara tentarlo con su ajada desnudez.
—Necesito tu antídoto. Rápido.
—¿Cuál, mi señor? —preguntó ella. No era la única herborista que tenía Straff; aprendía aromas y sabores de cuatro personas distintas. Amaranta, sin embargo, era la mejor de todas.
—Veneno de abedul. Y… tal vez algo más. No estoy seguro.
—¿Otro veneno general entonces, mi señor? —preguntó Amaranta.
Straff asintió, cortante. Amaranta se levantó para acercarse a su mueblecito de los venenos. Encendió un hornillo y puso a hervir una olla de agua mientras mezclaba rápidamente polvos, hierbas y líquidos. El mejunje era su especialidad particular, una mezcla de todos los antídotos básicos, remedios y reactivos de su repertorio. Straff sospechaba que Zane había utilizado el veneno de abedul para ocultar algo más. De cualquier manera, fuera lo que fuese, el mejunje de Amaranta se encargaría de él, o al menos lo identificaría.
Straff esperó sentado incómodamente mientras Amaranta trabajaba, todavía semidesnuda. El mejunje tenía que ser preparado de nuevo cada vez, pero merecía la pena la espera. Al cabo de un rato le ofreció un tazón humeante. Straff bebió, obligándose a tragar el líquido a pesar del sabor amargo. Empezó a sentirse mejor de inmediato.
Suspiró (otra trampa evitada) mientras bebía el resto del tazón para asegurarse. Amaranta volvió a arrodillarse, expectante.
—Vete —ordenó Straff.
La mujer asintió en silencio. Volvió a meter el brazo por la manga del vestido y se marchó de la tienda.
Straff permaneció pensativo, con el tazón vacío enfriándose en su mano. Sabía que llevaba ventaja. Mientras pareciera fuerte ante Zane, el nacido de la bruma continuaría haciendo lo que se le ordenaba.
Probablemente.