Los acontecimientos de 1520-1521 han dado lugar a muchas interpretaciones diferentes y contradictorias. No estará de más resumirlas rápidamente:
Tenemos primero los relatos de los cronistas y contemporáneos: Antonio de Guevara (Epístolas familiares), Pero Mexía, Alonso de Santa Cruz, Juan Maldonado, todos ellos autores del siglo XVI; Diego de Colmenares, cronista de la ciudad de Segovia, y Prudencio de Sandoval, en el siglo XVII. Todos estos autores enfocan los acontecimientos de 1520-1521 de un modo distinto. Entre ellos se notan matices, a veces importantes, pero en sustancia llegan a las mismas conclusiones, al mismo juicio de conjunto: todos condenan la revuelta, en la que ven una rebelión inadmisible contra un soberano legítimo, un levantamiento de la plebe contra las autoridades y el orden social; un accidente lamentable, pero que no parece haber modificado profundamente el destino de España. Todos coinciden en ello. Alguna que otra vez tal o cual gran autor del Siglo de Oro hace una alusión a las Comunidades, siempre para tratar el caso de manera despreciativa. El mismo vocablo de «comunidades» se ha convertido en una especie de sustantivo que designa una rebelión popular de cualquier tipo que sea: popularem factionem, escribe Maldonado en 1535. Un escritor político como Fadrique Furió Ceriol, a mediados del siglo XVI, al trazar la semblanza ideal del consejero del príncipe, usa la palabra en aquel sentido: el consejero del príncipe debe conocer perfectamente la historia de su nación y de las naciones vecinas. En los dos mil años: «¿cuántas comunidades se han levantado en España, Francia, Roma?». En el Quijote Cervantes llama la atención de Sancho Panza, que tiene gran propensión a abusar de los refranes; tendrá que prescindir de aquella costumbre cuando sea gobernador de la isla Barataria, porque si no sus vasallos bien podrían rebelarse: «Te han de quitar el gobierno tus vasallos o ha de haber entre ellos comunidades» (II. 43). Quevedo usa también las palabras comunero y comunidades como sinónimos de rebelde y sedición popular, sin referirse concretamente a los acontecimientos de 1520-1521: Lucifer fue el primer comunero. Los dos grandes diccionarios de la lengua castellana del Siglo de Oro, el de Covarrubias a principios del siglo XVII y el de la Real Academia (el Diccionario de Autoridades) en el siglo XVIII, señalan aquella significación: «Comunidades… Levantamiento y sublevaciones de los pueblos contra su soberano».
Parece pues que no se atribuye a los acontecimientos de 1520-1521 trascendencia alguna en el destino histórico de España: una revuelta como otras tantas, en España y fuera de España. Cadalso, en el siglo XVIII, fue uno de los primeros en tener sus dudas sobre el reinado de los Austrias: pensaba que nunca fue tan potente España como en la época de los Reyes Católicos; Carlos V, a su modo de ver, sumió a la nación en una serie de aventuras. Pero Cadalso no da una particular importancia a las Comunidades: es un acontecimiento como tantos otros, quizá menos importante que otros.
Todo cambia en los últimos años del siglo XVIII y a principios del XIX. Presenciamos entonces una verdadera rehabilitación de los comuneros: hasta la fecha desacreditados u olvidados, se les convierte de repente en mártires de la libertad, en símbolos de la lucha contra el despotismo, en precursores de los liberales. En pocos años, de 1797 a 1821, el panorama cambia por completo. En 1797 Quintana compone una oda a Juan de Padilla. La Inquisición trata de prohibir su publicación: sólo saldrá a la imprenta en 1813.
En 1821, con motivo del III centenario de la batalla de Villalar se exhuma a los comuneros, tanto en el sentido exacto de la palabra como en su sentido figurado. Los liberales en el poder organizan en Villalar ceremonias en honor de Padilla, Bravo y Maldonado; una sociedad secreta, fruto de una escisión en la masonería española, se crea con el nombre de Confederación de los comuneros españoles. En menos de 25 años los comuneros se han vuelto célebres y su rebeldía se considera como un momento clave, una fecha decisiva en el destino de España. De esta forma se inicia la interpretación liberal y romántica de las Comunidades, interpretación que va a ser del gusto de los españoles cultos, incluso de los historiadores, con contadas excepciones, y va a imponerse durante casi un siglo.
No está de más recordar en qué circunstancias históricas se forjó aquella interpretación. Entre 1797 y 1821, como se ha afirmado, es un momento en que España se divide en torno a la Revolución francesa, la invasión napoleónica, el absolutismo y el Antiguo Régimen. Posiblemente inspirados por el historiador escocés William Robertson, los hombres que imponen dicha interpretación tampoco son indiferentes: Quintana fue secretario de la Junta Central durante la guerra de la Independencia. Fue uno de los portavoces del liberalismo español, perseguido por Fernando VII, otra vez en la cumbre del poder en 1820 después del pronunciamiento de Riego, de nuevo echado de su patria en 1823 después de la expedición de los Cien Mil hijos de San Luis. Martínez de la Rosa, que también contribuyó a celebrar a los comuneros, fue asimismo un actor político destacado en 1820-1823 y posteriormente en 1834; él dio a España una constitución, el Estatuto Real. Los que proponen una interpretación nueva de los acontecimientos de 1520-1521 no son, pues, historiadores, sino políticos y adeptos del liberalismo. En su interpretación hay mucha pasión de partido: hablan de los comuneros pero están pensando en los liberales, y denuncian a Carlos V y sus ministros flamencos con la mirada puesta en Carlos IV, José Bonaparte y los afrancesados. Por tanto, estamos frente a una interpretación parcial, y, sin embargo, esta interpretación seguirá vigente durante muchos años. Toda ella gira en torno a dos temas: la denuncia del despotismo y el nacionalismo.
1. El despotismo. La oda de Quintana «A Juan de Padilla», como las demás obras del volumen Poesías patrióticas impresas en 1813, es una violenta carga contra el despotismo y los tiranos. Padilla es el que ha tenido el valor de enfrentarse con el monstruo:
Tú el único ya fuiste
que osó arrostrar con generoso pecho
al huracán deshecho
del despotismo en nuestra playa triste.
En el poema, Padilla se dirige a sus compatriotas para echarles en cara su debilidad: ¿Cómo es posible que vivan así en medio de la opresión? Que se inspiren en su ejemplo:
Yo di a la tierra el admirable ejemplo
de la virtud con la opresión luchando.
Padilla y sus compañeros murieron por la libertad: amantes de la libertad, adalides de la libertad, son expresiones que se encuentran con frecuencia siempre que se evoca a los comuneros en el siglo XIX. La lucha de los comuneros es la lucha del pueblo contra la monarquía, de la libertad contra el absolutismo.
2. El nacionalismo. La lucha de los comuneros es también una lucha contra la dominación extranjera, ya que los hombres que en 1520 intentan acabar con las libertades de Castilla son extranjeros: Carlos V, nacido y criado fuera de España, y sus ministros flamencos, responsables del saqueo de la nación. Liberales, los comuneros son además patriotas que protestan contra la servidumbre que amenaza a su patria. Así quedan definidos y presentados los Austrias, condenados: se trata de una dinastía extranjera que llevó a España al abismo, la sumió en el fanatismo y el oscurantismo entregándola a los curas, a los frailes, a la Inquisición. Esto es lo que viene bien explicado, ya desde el título, en el libro de Ferrer del Río, publicado en 1850, y por otra parte muy comedido y documentado: Decadencia de España. Primera parte. Historia del levantamiento de las Comunidades de Castilla.
Todos los elementos de la ideología liberal española del siglo XIX están reunidos: la libertad, el patriotismo, el papel nefasto de los Austrias, de la Inquisición y del absolutismo.
Se comprende el entusiasmo de los liberales al encontrarse con los comuneros: sus adversarios les achacan la imitación de ideas extranjeras, el deseo de introducir en España instituciones y costumbres políticas venidas de fuera, pero los liberales pueden aducir ahora la autoridad y el prestigio de modelos nacionales. Los liberales proyectan en el pasado sus preocupaciones actuales: creen ver en los comuneros unos precursores, tienen la impresión de entroncar con una gran tradición y unas teorías políticas ahogadas por tres siglos de despotismo. El mismo movimiento sugiere a Martínez Marina su Teoría de las Cortes de 1813: se trata de demostrar que España posee su doctrina del poder representativo y que las Cortes vienen a ser la primera manifestación de un régimen parlamentario. España, desde este punto de vista, no tiene nada que envidiar a Francia y a Inglaterra: es inútil ir a buscar modelos en el extranjero, basta con estudiar con atención la historia nacional.
En 1836, con motivo de una discusión en el parlamento, Martínez de la Rosa insiste para que los representantes de la nación, que van a formar parte de las dos asambleas previstas por el Estatuto Real, se intitulen proceres y procuradores en vez de pares y diputados, voces que suenan demasiado a galicismos. No se trata sólo de una disputa sobre el léxico: «El nombre de procurador del reino es más español, más castizo; nos recuerda que no hemos ido a mendigar estas instituciones a las naciones extranjeras».
Ésta es en síntesis la interpretación de los liberales y de los románticos: ve en las Comunidades una rebelión popular contra el absolutismo, una reacción nacionalista frente a una dinastía extranjera. Elaborada por hombres que no eran historiadores, esta interpretación no desconoce los hechos: Quintana y Martínez de la Rosa han leído las crónicas del siglo XVI. Por otra parte, en 1850, Ferrer del Río vuelve sobre el tema en su conjunto y publica el primer libro coherente sobre el episodio; se apoya en los cronistas y sobre una documentación inédita conservada en los archivos y que nunca hasta entonces se había utilizado. Cuando los historiadores empiezan a publicar, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, recopilaciones de documentos (Colección de documentos inéditos sobre la historia de España y, sobre todo, la recopilación de Manuel Danvila, 1897-1900), no se les ocurre cambiar sustancialmente la interpretación liberal; se contentan con evitar los anacronismos más groseros, las posiciones demasiado comprometidas, pero fundamentalmente también se atienen a las grandes líneas de la historiografía romántica que parece ser la definitiva. La revisión no la hacen los historiadores sino, una vez más, los escritores comprometidos.
La interpretación romántica, concebida en un ambiente polémico, venía marcada con un sello eminentemente ideológico. Formaba parte integrante del ideario liberal español y su visión militante de la historia, caracterizada por la lucha entre las dos Españas y el forcejeo entre la libertad y el despotismo. Era natural que, en el transcurso del tiempo, sufriera una revisión profunda. La interpretación liberal no se puede separar de las circunstancias históricas en las cuales se había forjado: el fin del Antiguo Régimen y la guerra de la Independencia. Otra crisis nacional va a ser motivo para desecharla. En efecto, es uno de los escritores más representativos de lo que va a llamarse la generación del 98 quien presenta el primer esbozo de otra interpretación del movimiento comunero, interpretación totalmente opuesta a la interpretación liberal: Ángel Ganivet, quien, al igual que otros intelectuales de su época, está preocupado por la decadencia de su patria, se indigna al verla sumirse lentamente en la apatía. Lo mismo que Unamuno —autor de los ensayos reunidos más tarde con el título de En torno al casticismo—, lo mismo que Joaquín Costa, Ángel Ganivet bucea en el pasado de España para tratar de descubrir el secreto de su grandeza y originalidad. La fraseología huera de los liberales lo aburre y su libro, Idearium español, 1897, cercano el desastre de Cuba, viene a ser una revisión de las ideas que se tenían de España. Manuel Azaña, el único que se atreverá a criticar a Ganivet, está en lo cierto cuando opina que las ideas de Ganivet son ante todo una reacción de mal humor contra cierta retórica y cierta política liberal que tratan de ocultar con frases grandilocuentes el vacío del pensamiento.
Los comuneros no eran liberales o libertadores, como muchos quieren hacernos creer; no eran héroes románticos inflamados por ideas nuevas y generosas y vencidos en el combate de Villalar por la superioridad numérica de los imperiales […]. Eran castellanos rígidos, exclusivistas, que defendían la política tradicional y nacional contra la innovadora y europea de Carlos V[58].
Es preciso situar esta frase dentro de su contexto. Cuando Ganivet escribe esto, Joaquín Costa también está cansado de escuchar a cada momento la alabanza de las glorias nacionales de España; opina que habría que cerrar con doble llave el sepulcro del Cid. A finales del siglo XIX la ideología liberal se está agotando; la generación del 98 quiere remozarla. Se trata de hacer otra vez de España una nación moderna, salvando el abismo que se ha formado entre ella y Europa, y para llegar a este resultado es condición previa que los españoles dejen de recrearse en la admiración beata de sus glorias pasadas, es preciso que se enfrenten con las realidades de su época. Esta perspectiva permite comprender mejor el texto de Ganivet. De tanto repetir que con los comuneros España también tiene sus mártires de la libertad y de la independencia nacional, se ha olvidado lo esencial: se necesita avanzar en la vía del progreso y de la independencia nacional. De ahí la reacción malhumorada de Ganivet: ¿eran verdaderamente los comuneros precursores de los liberales? ¿Empieza de verdad con Carlos V una época de decadencia?
Con Carlos V España se abre a Europa, inaugura un período de esplendor en el que va a convertirse en la primera potencia del mundo, no sólo desde el punto de vista militar y diplomático, sino también en el terreno de las artes y de la literatura. Si esto es cierto, si Carlos V orienta a España hacia una mayor europeización, entonces los comuneros que se han opuesto a él a principios del reinado no pueden ser sino unos atrasados, nostálgicos de un pasado anticuado.
Las opiniones de Ganivet no fueron discutidas cuando se publicaron. Sólo Manuel Azaña, en los años veinte, las increpó con vehemencia, pero curiosamente la crítica severísima que escribió en 1930 sobre el Idearium de Ganivet pasó inadvertida por completo. Azaña, después de analizar textos clave, como los capítulos de la Junta de Tordesillas, consideraba que la interpretación liberal del siglo XIX, a pesar de sus evidentes anacronismos y de su fuerte carga ideológica, no era tan descabellada: en el fondo, los comuneros de 1520 y los liberales de Cádiz buscaban lo mismo: «el pacto, la transacción y el concuerdo entre la Corona y los súbditos, de que resulta un gobierno limitado», opinión que, como veremos, es muy parecida a la que defiende Maravall.
Azaña reconoce de buena gana que la interpretación liberal de los comuneros es anacrónica: ellos no podían ser liberales en el sentido estricto de la palabra. ¿Qué eran entonces? ¿Por qué combatían? Para contestar a estas preguntas, hace falta acudir a los textos y documentos. Ganivet no lo hizo; la interpretación personal que da descansa sobre simples impresiones: «Falta de información, falta de reflexión». Así no se puede hacer historia. ¿Qué queda, pues, de la tesis de Ganivet?, preguntaba Azaña: «No queda nada».
Azaña vuelve entonces sobre el tema y propone su propia interpretación de las Comunidades, interpretación que se condensará y comentará en las páginas que siguen, ya que en lo esencial es muy cercana a la que Maravall, Gutiérrez Nieto y yo mismo hemos avanzado.
Las reflexiones de Manuel Azaña pasan inadvertidas por completo. En los años cuarenta es más bien la interpretación de Ganivet la que sigue vigente en sus grandes líneas. Esto también lo explican en parte las circunstancias. España acaba de pasar por una crisis interior terrible. Los vencedores de la guerra civil achacan al liberalismo y a los liberales la culpa de todo lo que ha sucedido y los mismos liberales sienten algún complejo ante la historia tal como se venía enseñando. En este contexto el doctor Marañón vuelve a tratar de las Comunidades y lo hace partiendo de los postulados de Ganivet, y desarrolla una interpretación coherente que pretende apoyarse en documentos. Marañón se propone demostrar que los comuneros eran unos hombres del pasado en todos los sentidos: política, social y espiritualmente.
Desde el punto de vista político, los comuneros son unos reaccionarios, unos hombres de derechas, mientras Carlos V sería un hombre de izquierdas. Para combatir mejor las ilusiones del liberalismo, Marañón no desdeña el cultivo del anacronismo:
En esta guerra, y en contra de lo que hasta hace poco se venía creyendo por los historiadores enturbiados por los tópicos políticos, el espíritu conservador y tradicionalista, la derecha, estaba representada por los comuneros y el espíritu liberal y revisionista, la izquierda, por los que siguieron fieles al emperador[59].
Se ha dicho —prosigue Marañón— que los comuneros defendían las libertades castellanas; pero es que nadie entonces pensaba desterrarlas. Socialmente los comuneros son unos señores que llevan al pueblo a una lucha que no le importaba:
Según el tópico corriente, los comuneros eran, en gran parte, gente del pueblo que defendía sus libertades contra el rey tiránico; pero eran, en realidad, una masa inerte conducida por nobles e hidalgos apegados a una tradición feudal que les daba un evidente poder contra el monarca, al mismo tiempo que sobre el pueblo esclavizado[60].
En la sublevación comunera Marañón ve ante todo una algarada feudal:
La rebelión de las Comunidades representa el último intento de la Castilla feudal, medieval, para mantener sus privilegios, frente al poder real absoluto, unificador del país. Los comuneros fueron vencidos y, con ellos, el feudalismo de Castilla[61].
Marañón demuestra, o mejor dicho cree demostrar, su tesis enumerando a los jefes del movimiento comunero, todos nobles e hidalgos: don Pedro Girón, don Pero Laso de la Vega, el conde de Salvatierra, el obispo de Zamora, Juan de Padilla, Juan Bravo, don Pedro Maldonado, etc.; durante algún tiempo, el marqués de Los Vélez también simpatizó con la Comunidad. La guerra de las Comunidades, en sustancia, viene a ser la guerra de los castillos contra el soberano.
Desde el punto de vista de la espiritualidad, los comuneros representarían una forma de catolicismo caracterizada por su cerrazón y la intransigencia ante toda innovación. Lo prueba el hecho de que los más activos propagandistas de la Comunidad eran frailes. ¿Cómo los liberales del siglo XIX han podido equivocarse tan rotundamente sobre la significación de un movimiento encabezado por los frailes?, pregunta Marañón.
¿En qué se apoyan juicios tan rotundos? Marañón y los autores que le siguen hacen en varias ocasiones referencia a las fuentes documentales, a la Colección de documentos inéditos para la historia de España y, sobre todo, a los seis volúmenes de la Historia crítica y documentada de las Comunidades de Castilla que Manuel Danvila había publicado a finales del siglo XIX, precisamente en el momento en que Ganivet iniciaba la nueva corriente interpretativa de la rebelión de 1520. A pesar de sus numerosos y evidentes defectos, la compilación de Danvila tenía el inmenso mérito de ofrecer a los estudiosos un material de primera mano que hubiera permitido proceder a un examen científico de la cuestión y a una revisión de las interpretaciones al uso, libre de la carga ideológica que las lastraba desde los años 1810. No fue así. Antes de Maravall, el único lector de la compilación de Danvila debió de ser Manuel Azaña. Se produce entonces algo incomprensible e increíble, pero que está fuera de duda: nadie se tomó la molestia, ni siquiera el propio Danvila, de leer los documentos compilados; a lo sumo se echó una ojeada rápida, muy por encima, a algún que otro texto en busca de una confirmación de lo que se venía pensando y todos remitían a Danvila en prueba de afirmaciones perentorias que no tenían nada que ver con la documentación publicada. ¿Cómo explicarse de otra forma la extravagante opinión sostenida por Marañón de que el grito de guerra de los comuneros era el de Viva la Inquisición? Es de justicia reconocerlo. Estamos ante un caso inaudito: ¡historiadores serios que se refieren a textos publicados pero que no han leído!
La revisión seria de aquellas tesis es más reciente y se la debemos a Maravall. Maravall desconocía las reflexiones de Azaña. En la década de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, mientras se interesaba por la figura histórica de Carlos V y el entorno político de su reinado, la idea que prevalecía sobre las Comunidades de Castilla era la que había contribuido a forjar Ganivet, la de un episodio de signo regresivo. Por las mismas fechas un sector de la historiografía europea empezaba a estudiar los movimientos y rebeldías populares de la época moderna. Se trataba de establecer una tipología de aquellos fenómenos, buscando un modelo que podría ser válido para todos los tiempos y todos los países, ambición más bien sociológica que verdaderamente histórica, muy característica de un momento en que el estructuralismo pugnaba por imponerse como ideología dominante. Al parecer, el ensayo de Maravall sobre las Comunidades pretendía integrarse en aquella problemática: caracterizar tipológicamente la guerra castellana de las Comunidades, aportar una contribución al estudio de los movimientos revolucionarios de la Europa moderna. La lectura que hizo entonces Maravall de las crónicas contemporáneas y sobre todo de los documentos recopilados por Danvila lo llevó rápidamente a una revisión radical de las interpretaciones al uso. Esto es lo que viene a ser el libro publicado en 1963. Todo está dicho en el subtítulo: Las Comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna, subtítulo que resume perfectamente el contenido de lo expuesto a lo largo de cinco capítulos muy densos que pueden leerse con verdadero agrado:
—Las Comunidades como revolución y no como simple rebeldía.
—Las Comunidades como inicio de la modernidad en Castilla.
Las Comunidades como revolución. En el prólogo que redactó como introducción a su compilación, Danvila no dudó en escribir que las Comunidades carecieron de pensamiento político, con lo cual demostraba que no había leído —o que había leído muy deprisa— los documentos que publicaba, ya que, cuando profundizamos en estos documentos, el lector, por muy lego que sea, se encuentra casi en cada página con la expresión de ideas de plena y clara significación política. Los comuneros parten de una situación de crisis y malestar, protestan contra abusos y corrupciones, se quejan de la mala administración del reino, pero sus reivindicaciones no se limitan a un mero catálogo o inventario de reclamaciones. Está claro que no todos los protagonistas tienen desde el principio una doctrina sistemática, explícitamente presente en sus cartas y escritos de propaganda, sobre lo que debe ser la organización política de la sociedad. Esta visión se va formando poco a poco, según avanzan los acontecimientos, pero los elementos básicos se dan en una época muy temprana, quizá desde la elección del rey de Castilla como emperador, a mediados de 1519, y la ideología se precisa y se vuelve consciente rápidamente en sus rasgos esenciales.
Las protestas tienen al principio un carácter marcadamente antifiscal. Las ciudades de Castilla se quejan de la fuerte subida de las alcabalas y exigen que se vuelva al régimen de encabezamiento, más suave para los contribuyentes. Continúan en las Cortes de Santiago-La Coruña (1520) cuando Carlos V pretende que se le conceda un nuevo servicio antes de que se haya terminado de recaudar el anterior, votado en las Cortes de Valladolid (1518). Todo ello puede inducir a un juicio equivocado sobre el sentido de los motines que estallan por todas partes apenas terminadas las Cortes. Estamos ante una protesta de tipo fiscal, pero lo que no se había destacado antes y que Maravall pone de relieve con citas convincentes es que esta guerra fiscal se ordena en torno a ideas directrices y desemboca en una reflexión de tipo político sobre el Estado y los fines que persigue: ¿qué tipo de política es la que tienen que sufragar los súbditos con los impuestos que pagan? ¿Por qué y para qué se piden nuevos servicios y se suben las alcabalas? Al formular estas preguntas, los jefes comuneros cuestionan nada menos que la concepción del Estado. Maravall no podía menos que contrastar las dos actitudes en pugna: por una parte, un soberano que se hallaba inmerso en una concepción patrimonialista del Estado —considerado algo así como una propiedad privada del monarca, como herencia familiar—, y por otra parte una concepción del Estado de base protonacional, tal como habían empezado a delinearla los Reyes Católicos y con la cual entroncan los comuneros. Al fin y al cabo, observa Maravall,
[…] la batalla por el presupuesto es una de las fases más activas en la lucha por los derechos democráticos […]. Un predominante, clarísimo sentido político tiene la pugna en materia fiscal que con tanto encono afrontan las Comunidades[62].
Este pensamiento político es el que defienden los comuneros, primero de una manera algo confusa, pero muy pronto con plena conciencia. Para imponerlo, surge la idea de una junta general del reino, una reunión de las Cortes, si se quiere, pero sin convocatoria previa del soberano, más aún: contra la voluntad del monarca y de sus representantes. Maravall señala con mucho acierto que el carácter revolucionario del movimiento comunero aparece en el mismo momento en que se reúne la Junta en Tordesillas. Ya no se trata de protestar contra éste u otro abuso, sino de algo más serio: sentar las bases del Estado para evitar que se produzcan nuevos conflictos de este tipo en el futuro.
Las Comunidades como inicio de la modernidad. Después de dejar sentado que la guerra de las Comunidades fue mucho más que una serie de motines y disturbios, y que fue inspirada por un pensamiento político coherente que le confiere el carácter de un auténtico movimiento revolucionario, pasa Maravall a enjuiciar lo que significó este levantamiento en la historia de España. El estudio detenido de los llamados Capítulos de Tordesillas y de la actitud de la Junta comunera lo lleva a conclusiones fundamentales.
Del intercambio de cartas entre las ciudades de Castilla antes y después de la reunión de la Junta comunera, primero en Ávila, luego en Tordesillas y finalmente en Valladolid, así como de los debates en la misma Junta se desprende una conclusión: la Junta se considera desde un principio como el organismo representativo del reino; pretende hablar en nombre de todo el reino, y no sólo de las ciudades que han enviado sus procuradores. No es necesario que todas las ciudades estén físicamente representadas, basta con la mayoría de ellas. Un grupo minoritario no puede ser obstáculo a la voluntad general del reino. Para Maravall, no cabe duda de que en 1520-1521 Castilla se está adelantando a una teoría que en el resto de Europa tardaría aún siglos en cuajar: el principio de representación política. Se trata de un aspecto clave de la revolución comunera: «La lucha por la representación es siempre una lucha por el poder político». Los teóricos del absolutismo no admitían más representación política que la del rey, cabeza del reino. Para el absolutismo, en la etapa del Estado estamental, el esquema de la organización constitucional tiene dos partes: de un lado, se encuentra una multiplicidad de cuerpos, colegios, estamentos, países; por otra parte, el soberano, en quien únicamente se halla representada la unidad del Estado.
Según la tesis de la Junta, las ciudades y los súbditos son miembros del reino, cuyo cuerpo existe sustantivamente en su unidad. Con la actuación de la Junta comunera se viene abajo esta teoría, base del absolutismo.
Claro está que todavía estamos lejos de la doctrina de la soberanía una e indivisible; pero con los comuneros se llega implícitamente a concebir el pueblo como unidad […] y a considerarlo, en consecuencia, capaz de ser sujeto del poder. Al pretender la Junta comunera presentarse como representante de la unidad del pueblo, no vamos a creer que lo hace con plena conciencia de las derivaciones que ello iba a tener en la teoría de la soberanía ulteriormente, pero sí hemos de reconocer que con tal pretensión coincide la de asumir, en nombre de la comunidad y en representación única y unitaria suya, el derecho a ejercer el poder político[63].
Esta pretensión implícita de asumir la representación del reino dota de sentido a los llamados Capítulos de la Junta. Se trata en realidad de un esbozo de constitución que tiende a establecer un equilibrio entre los poderes del soberano y las prerrogativas de la representación del reino. Pero lo que hay que notar es que, en la articulación de este equilibrio, el papel fundamental queda reservado a la Junta, o sea al esbozo de representación nacional. En virtud del derecho que pretende asumir para ejercer el poder político la Junta dicta sus condiciones al rey, que se ve en la alternativa de acatar estas exigencias, renunciando así de hecho a la soberanía absoluta, o rechazarlas para retener en sí dicha soberanía y enfrentarse entonces con la Junta en una auténtica guerra revolucionaria. El conflicto comunero alcanza su verdadera dimensión: una lucha por el poder. Bien lo entendió el almirante de Castilla, don Fadrique Enríquez de Cabrera, quien, antes de aceptar el cargo de virrey que le había ofrecido Carlos V, intentó llegar a un acuerdo con la Junta y acabó por convencerse de que tal acuerdo era imposible, no porque los comuneros pidieran cosas exorbitantes —el almirante reconocía que las peticiones de la Junta eran justas y razonables—, sino por la forma del pedir. El almirante quería proceder por vía de suplicación: suplicar al rey que se dignara a aprobar las justas reivindicaciones de sus súbditos, con lo cual quedaba a salvo su prerrogativa; los comuneros procedían como si ellos fuesen depositarios de la soberanía y pretendían obligar a Carlos V a aceptar las disposiciones previstas en los Capítulos. Tal actitud, comentaba el almirante, era presuponer que el reino estaba por encima del rey, y no lo contrario. El almirante estaba en lo cierto: para los comuneros, libertad otorgada no era libertad; la libertad política tenía que ser declarada y mantenida por el mismo reino.
Todo ello permite a Maravall llegar a unas conclusiones que constituyen su aportación original a la interpretación de la guerra de las Comunidades. El carácter representativo que la Junta pretende asumir, como Junta General del Reino, es una versión totalmente nueva de la doctrina tradicional de las Cortes, doctrina que transforma revolucionariamente en tres puntos importantes: en cuanto a su alcance, puesto que comprende a todo el reino en unidad de cuerpo; en cuanto a su exclusividad, porque sólo a ella, como nacida de los poderes de las ciudades, en los que se actualiza y concreta esa unidad del reino, corresponde representar a éste; en cuanto a la potestad que esa representación le confiere, ya que la constituye en única instancia legítima de gobierno, en las circunstancias excepcionales de una reinstauración del orden político quebrantado.
En esto consiste la modernidad de la revolución comunera, modernidad que hasta Maravall había pasado desapercibida, porque muchos de los historiadores que se habían interesado en el tema se habían fijado en el vocabulario, en el ropaje exterior, en los aspectos tradicionales del levantamiento. Desde luego, Maravall no desconoce la herencia medieval con la que conectan las Comunidades. La ruptura con el pasado no fue ni podía ser total, absoluta, rotunda. Lo importante es contraponer los varios elementos constitutivos del pensamiento comunero y, al hacer el balance, apreciar qué tendencia es la que predomina, la que está vuelta hacia lo medieval o la que anuncia tiempos nuevos. Para Maravall no cabe duda de que la rebelión comunera se aproxima mucho más a los movimientos acontecidos en las sociedades modernas, con su régimen de opinión, que no a las revueltas gremiales de la baja Edad Media.
La revolución de las Comunidades no fue fruto de una exaltación nacionalista ni de una oleada de xenofobia, producto del advenimiento de una dinastía extranjera. Sus raíces profundas hay que buscarlas en la crisis que se inauguró en Castilla a la muerte de Isabel la Católica. En 1504 quedó roto el equilibrio que asociaba el estado de los Reyes Católicos a intereses económicos y capas sociales antagónicas. La crisis dinástica impidió el mantenimiento de un poder real fuerte; una alta nobleza económica y socialmente muy poderosa intentó recuperar sus prerrogativas políticas. Por su parte, las clases medias se hallaban divididas: unas tratando de mantener las posiciones alcanzadas, mientras otras luchaban contra el cuasimonopolio del que gozaban las primeras. A esta oposición social se añadió una delimitación geográfica, prefigurándose así el futuro desarrollo de las Comunidades: el centro castellano se consideraba perjudicado con respecto a las regiones periféricas. El advenimiento de un soberano extranjero, la elección imperial y el anuncio de una política exterior, que parecía apartarse por completo de las orientaciones tradicionales, hicieron temer a los letrados y a las capas sociales medias que los intereses de Castilla iban a ser sacrificados. A una llamada de Toledo fueron las ciudades del interior las que reaccionaron en primer lugar con la máxima energía.
Después de algunos meses de titubeo, la revolución adquirió su fisonomía definitiva:
—Geográficamente, oponía el centro a la periferia.
—Socialmente, agrupó en torno a ella a la burguesía industrial, en donde ésta existía (Segovia), a los artesanos, tenderos, obreros y letrados, capaces de captar el malestar social existente y de canalizarlo. Al mismo tiempo, la revolución vio cómo se levantaba contra ella la burguesía mercantil y la nobleza, dos categorías sociales cuyos intereses eran complementarios, asociadas a las ganancias del comercio de la lana. Una fracción del campesinado aprovechó la coyuntura para tratar de liberarse de las servidumbres del régimen señorial.
—Políticamente, en fin, las Comunidades amenazaron los privilegios adquiridos por el patriciado urbano en la dirección de los municipios y elaboraron y pusieron en práctica una constitución que limitaba estrechamente el poder real.
Maravall ha mostrado perfectamente el sentido de esta revolución política. Ante todo trataba de organizar un gobierno representativo, el gobierno de las clases medias, el gobierno de la burguesía, y esto en un país en el que la burguesía carecía de fuerza y estaba profundamente dividida. Esto explica las contradicciones y el fracaso del movimiento. La suerte de la revolución se ventiló en el otoño de 1520, cuando los letrados de la Junta y los fabricantes segovianos perdieron el apoyo de Burgos: la burguesía mercantil, la única burguesía auténticamente fuerte en Castilla, no creyó en la victoria; la tentativa de la Junta le pareció una aventura sin auténticas posibilidades de éxito. Por ello, prefirió la alianza con la corona y con la alta nobleza, garantía de seguridad.
El fracaso de esta tentativa incrementó aún más la debilidad de esa burguesía y comprometió sus posibilidades a largo plazo. Los fabricantes del interior, afectados por la represión y por sus repercusiones financieras, tendrán aún más dificultades para luchar contra el monopolio burgalés y contra la competencia extranjera. Castilla tardó más de veinte años en pagar las reparaciones que se le exigieron, y ¿qué economía podía resistir esto? La derrota de Villalar, al desalentar para un largo período de tiempo una oposición verdaderamente seria, consagró el triunfo de la monarquía. La aristocracia se refugió como antes en sus dominios y se dedicó a la defensa de sus intereses económicos: la marea señorial subirá durante todo el siglo XVI e incluso por más tiempo. La burguesía, dividida y vencida, continuó su traición invirtiendo su dinero en tierras, y sus hijos abandonaron los negocios para entrar en las universidades, en los cargos públicos, en las órdenes, cuando no eran tentados por la aventura colonial o militar —Iglesia o Mar o Casa Real—, El ideal de la renta se convirtió en la principal preocupación de una sociedad, junto al ansia de consideración social —afán de hidalguía— y la obsesión de la limpieza de sangre, valores que ponen de manifiesto el desconcierto de una sociedad cada vez más apartada de la realidad.
Sin duda, la tradición liberal no erraba al situar la fecha de 1521 como el comienzo de la decadencia. Lo que desapareció en Villalar no fueron las libertades castellanas, es decir, franquicias anacrónicas, sino quizá la libertad política y la posibilidad de imaginar otro destino distinto al de la España imperial con sus grandezas y sus miserias, sus hidalgos y sus pícaros. Lo que durante el reinado de los Reyes Católicos y el gobierno de Cisneros se había preparado, una nación independiente y moderna, lo abortó Carlos V.
Ésta era en 1970 y ésta sigue siendo en lo esencial mi interpretación de las Comunidades de Castilla, interpretación semejante en sus grandes líneas a la que había dado el profesor Maravall en 1963 y a la que iba a defender poco después Juan Ignacio Gutiérrez Nieto. Desde aquella década de los años sesenta y setenta la investigación, como es lógico y natural, ha seguido avanzando. Se han realizado y publicado varios trabajos de interés sobre las Comunidades y debemos preguntarnos si la interpretación propuesta entonces sigue siendo válida en la actualidad o si conviene rectificarla, en qué sentido hay que hacerlo.
La bibliografía sobre las Comunidades publicada desde 1970 puede dividirse en dos grupos: el primero sería el de complementos, puntualizaciones o rectificaciones que no invalidan las perspectivas generales de mi interpretación; en el segundo grupo entran, por el contrario, las obras que se apartan de una manera más o menos importante de dicha interpretación. El primer grupo está integrado por investigaciones realizadas sobre determinados personajes o aspectos regionales de las Comunidades. Así se han aducido nuevos datos sobre dos eminentes protagonistas del movimiento comunero.
Al P. Luis Fernández debemos una breve pero excelente semblanza del caudillo de Segovia, Juan Bravo, a partir de documentos de Simancas y de la Chancillería de Valladolid, algunos ya conocidos pero mal o insuficientemente aprovechados, otros completamente inéditos. Vemos así precisarse la figura de Juan Bravo que, por cierto, no era segoviano, sino más probablemente natural de Atienza, y que se avecindó en Segovia en 1504 con motivo de su primer matrimonio con doña Catalina del Río. Pero el P. Fernández ha descubierto algo mucho más interesante. La madre de Juan Bravo, doña María de Mendoza, era hija del conde de Monteagudo y sobrina del gran cardenal don Pedro González de Mendoza. Ahora bien, Juan de Padilla, el jefe comunero de Toledo, estuvo casado, como sabemos, con doña María Pacheco, asimismo sobrina del gran cardenal, como hija que era del conde de Tendilla. O sea, que la madre de Juan Bravo y la esposa de Padilla eran primas hermanas, de modo que los dos caudillos estaban emparentados, lo que tal vez explique en parte la amistad y la fidelidad que los unió en los mejores y en los peores momentos de la Comunidad.
El P. Fernández aduce otro detalle curioso. Resulta que el segundo marido de doña María de Mendoza, madre de Juan Bravo, se llamaba Antonio Sarmiento y éste era nada menos que medio hermano de don Luis de Acuña, padre del famoso obispo comunero de Zamora. El obispo Acuña viene a ser, pues, sobrino carnal del segundo marido de la madre de Juan Bravo, por lo que se descubre que también existía alguna suerte de parentesco entre los dos comuneros. Todo ello naturalmente no arroja ninguna luz particular sobre el conflicto de los años 1520-1521 ni ayuda en nada a interpretarlo de una u otra manera, pero permite un acercamiento más próximo al aspecto humano de aquellos hechos.
El P. Fernández ha dedicado también un artículo al mismo Antonio de Acuña como defensor de los bienes de la mitra zamorana contra el concejo de la ciudad, una vez que se hubo apoderado de ella por la fuerza y contra la oposición del Consejo Real. El famoso obispo de Zamora ha merecido también un estudio biográfico muy serio debido a la pluma de A. M. Guilarte. En este libro aparecen cuidadosamente ordenados y situados los datos de que disponemos antes de la intervención de Acuña en la revolución comunera. Vemos ahora mejor la trayectoria de aquel prelado ambicioso y arrojado, sus dotes de diplomático en Roma, donde residió varios años, su habilidad para servirse de su parentesco con el marqués de Villena y para congraciarse con Felipe el Hermoso, primero, y luego con el Rey Católico, y finalmente con el mismo Carlos V, quien le había nombrado, en enero de 1519, comisario general de la armada contra el turco que se había de embarcar en Cartagena.
La investigación en archivos regionales y locales ha requerido la atención de algunos estudiosos y permitido confirmar o rectificar lo que sabíamos. La inmensa mayoría de los papeles que interesan el período de las Comunidades —sobre todo los libros de actas de los concejos— ha desaparecido, sea porque los que habían intervenido en la revolución prefirieran no dejar constancia de su participación en la misma, sea porque las autoridades hubiesen decidido destruir una propaganda subversiva y contraria a las prerrogativas de la corona. De ahí que la búsqueda de material inédito resulte tan difícil. Merece la pena, sin embargo, seguir investigando en los archivos para averiguar lo que queda de aquella época. Así es como Manuel Fernández Álvarez ha encontrado, publicado y comentado algunos documentos sobre la Zamora comunera de 1520. Lo mismo cabe decir de Hilario Casado Alonso, quien ha dado a conocer las instrucciones dadas por la ciudad de Burgos a sus procuradores en la Santa Junta, fechadas en 22 de agosto, 17 y 27 de septiembre de 1520. El ya citado Luis Fernández ha proyectado su atención sobre un marco geográfico limitado y homogéneo, el de la Tierra de Campos con exclusión de la capital, Palencia. En esta reducida zona Luis Fernández ha realizado un estudio en profundidad del movimiento antiseñorial que tantas y tan estrechas relaciones tuvo con la revuelta comunera. El mismo autor aduce datos interesantísimos sobre la propaganda comunera en aquella zona; se ve cómo en Toledo se imprimieron cantares y coplas a favor de Juan de Padilla y otros escritos subversivos cuyo posible autor bien podría ser el capitán comunero de Madrid, Juan Zapata.
Paso ahora a examinar algunos libros importantes que han salido a la luz desde 1970, y que pretenden ofrecer del movimiento comunero una interpretación parcial o totalmente distinta de la que el profesor Maravall, Gutiérrez Nieto y yo mismo presentamos. Me limitaré solamente a tres títulos que plantean problemas de fondo:
—Ramón Alba: Acerca de algunas particularidades de las Comunidades…
—Antonio Márquez: Los alumbrados.
—Stephen Haliczer: Los Comuneros de Castilla.
El estudio de Ramón Alba no trata en realidad de revisar el tema de las Comunidades. Sólo pretende llamar la atención sobre un fenómeno que pasa muchas veces desapercibido: el ambiente de mesianismo y milenarismo en que vivía Castilla por lo menos desde el siglo XV. Se trata de algo muy conocido en la historia de la España moderna, algo que es una de las raíces de las inquietudes espirituales a finales de la Edad Media y principio de la Moderna, pero también inseparable de la formación del Estado moderno a partir del reinado de los Reyes Católicos. Isabel y Fernando se aprovecharon de aquel ambiente para sus grandes realizaciones: la reorganización del Estado, la conquista de Granada, la Cruzada contra los infieles, la unificación religiosa, la expansión ultramarina… Que este clima de mesianismo interviniera en los conflictos de la época ya se había puesto de reheve en relación con las Germanías de Valencia, en las que se habló repetidamente de la vuelta del Encubierto, identificado con uno de los caudillos del movimiento. Para las Comunidades de Castilla, varios manuscritos de la Biblioteca Nacional, crónicas y relatos contemporáneos describen las esperanzas y los mitos que rodeaban a los jefes de la rebelión, especialmente a Juan de Padilla y al obispo Acuña en sus correrías por la Tierra de Campos. Se veía en ellos a los defensores del pueblo llano, al que querían liberar de todas las opresiones; se hablaba de igualar las fortunas. El Comendador Hernán Núnez, catedrático de Alcalá y entusiasta partidario del obispo de Zamora, decía que se quería tornar moro si seguía vigente la enorme desigualdad económica en la sociedad castellana…
Yo hice alguna que otra alusión a estos hechos y dichos, pero sin dedicarles mayor atención. Ramón Alba los relaciona con otros de la misma época y los proyecta en una perspectiva más amplia, la idea del milenio igualitario. Escribe muy acertadamente:
Quedan dispersos entre la masa de documentos disponibles suficientes datos para desvelar una componente milenarista en el movimiento comunero[64].
Y concluye, contestando de antemano a una posible objeción:
Generalmente se piensa que los movimientos milenaristas están inspirados por una herejía religiosa cuyo enfrentamiento con la ortodoxia polariza el malestar popular; sin embargo, no siempre ha existido una herejía como base; en numerosas ocasiones la exaltación y el arraigo popular de doctrinas ampliamente aceptadas por la ortodoxia tradicional han sido los factores que desencadenan las revueltas. Uno de estos casos es el de la revolución comunera[65].
Al hablar de la «mística popular que alimenta el movimiento comunero y sobre todo de la especial situación mística de los territorios castellanos», Ramón Alba nos lleva de lleno a la problemática de Antonio Márquez sobre los alumbrados denunciados por la Inquisición de Toledo en el edicto de 1525. Márquez nota que el iluminismo castellano nace y se desarrolla en un marco geográfico y sociológico muy concreto: su centro parece situarse en torno a la Alcarria y a Guadalajara, con ramificaciones hacia tierras de Toledo, por una parte, y hacia Valladolid, por otra. En cambio, Burgos queda fuera de la zona de influencia del iluminismo.
Cualquiera que haya hojeado mi libro sobre las Comunidades notará en seguida las coincidencias: las zonas territoriales y los sectores sociales en que se desenvuelven comuneros y alumbrados son los mismos. ¿Habrá que ver alguna relación entre unos y otros? Márquez no vacila en contestar que sí:
[…] se trata de dos movimientos estrictamente contemporáneos cuyas áreas geográficas son también idénticas […]. Los alumbrados no se encuentran en el Olimpo, sino en Guadalajara, ciudad comunera entre Toledo y Valladolid[66].
A continuación Márquez añade:
El tema merece ser estudiado; las implicaciones políticas del iluminismo no han sido nunca estudiadas. Cuando se estudien, se verá que esta reacción entre alumbrados y nobleza castellana, frente a la política de la Iglesia y el Imperio, no carece de significado histórico en la España comunera y en la Europa luterana[67].
Cuando se estudien… O sea que Márquez insinúa que debe de haber alguna relación entre comuneros y alumbrados, pero no dice cuál y precisamente lo poco que dice no es muy exacto. Al parecer, él cree que los nobles apoyaron a la vez a comuneros y alumbrados, cuando la verdad es que la nobleza dio la impresión de proteger a los segundos, pero luchó despiadadamente contra los primeros. Añadir que comuneros y alumbrados comulgaban en el rechazo de toda autoridad (Oposición a la Iglesia católica e Imperial de Roma. Nullum imperium) es hacer un mero juego de palabras. No me convencen frases del mismo tono como la siguiente: «Retraer a los hombres de la obediencia de la Iglesia en 1525 era retraerlos de la obediencia al Imperio y al Emperador, a la política imperial y al orden establecido». No me parece acertado ver en el iluminismo de 1525 una especie de desquite espiritual de la derrota política de los comuneros en 1521.
En realidad, la pista que señala Márquez es sugestiva, pero no lleva a ninguna parte. No acabo de ver la relación que puede existir entre comuneros y alumbrados, aparte del hecho de que ambos movimientos, de signo político y social el uno, religioso el otro, se desarrollen por las mismas fechas y en las mismas zonas. Que dos fenómenos históricos sean contemporáneos no significa forzosamente que el uno sea causa del otro ni que ambos tengan causas comunes. La única conclusión que saco de las observaciones de Márquez es que estamos en un momento y en un espacio ricos de posibilidades e inquietudes. Como escribe Antonio Domínguez Ortiz:
Hay un lazo indudable entre estas manifestaciones espirituales (el iluminismo, la mística, el movimiento religioso del siglo XVI) y el área de máxima prosperidad y cultura dibujada por el eje Burgos, Valladolid, Toledo, Sevilla, a lo largo del cual, con una anchura de cien o doscientos kilómetros, tienen lugar casi todos los hechos vitales de aquella centuria[68].
No hay más que decir.
El libro de Stephen Haliczer, cuya primera edición en inglés se publicó en 1981 y se tradujo al español en 1987, trata de revisar a fondo las interpretaciones más recientes de la revolución comunera a partir de las teorías de la escuela sociológica llamada funcionalista. Para dicha escuela, si he entendido bien, la sociedad se presenta como una totalidad que integra varios elementos que cumplen cada uno cierto cometido, cierta función en el conjunto, de modo que cualquier cambio en uno de estos elementos integradores influye en los demás y en todo el cuerpo social. Conforme a estos criterios, «en una sociedad prerrevolucionaria […] se encuentran ya en gestación cambios estrucurales profundos de tipo "dialéctico"», es decir, interrelacionados.
Concretamente, según el autor, conviene buscar las causas del movimiento comunero, no en fenómenos coyunturales como el advenimiento de una dinastía extranjera, sino en los cambios estructurales que se producen a finales del siglo XV y comienzos del siglo XVI, cambios que serían los siguientes:
—Crecimiento económico con aparición de nuevas industrias urbanas.
—Creación de una densa red de comunicaciones que pone en contacto a productores y consumidores.
—Expansión de grupos sociales que procuran sacudirse la tutela de la aristocracia feudal.
El desarrollo económico, la urbanización y el nacimiento del Estado constituyen pues los cambios dialécticos en potencia en el sentido de que ponen en entredicho el status y la posición de elites tan bien instaladas como los grandes terratenientes de la aristocracia y el clero. Todo ello lleva al autor a circunscribir las causas profundas del conflicto comunero al desequilibrio social, político y económico que, a su juicio, caracterizó el reinado de los Reyes Católicos, dado el compromiso a que llegaron los monarcas con la alta nobleza. En la última década del siglo XV y, sobre todo, a partir de la muerte de la reina Isabel se agudizan los antagonismos entre la aristocracia y la burguesía urbanas y el apoyo dado por la corona a la nobleza acaba por provocar tensiones que culminarán con el estallido comunero.
La tesis de Haliczer viene pues a ser la siguiente: los sectores urbanos en pleno desarrollo, que durante la guerra de sucesión de 1474-1475 habían respaldado a Isabel en su lucha por el poder, obtienen a principios del reinado de los Reyes Católicos algunas satisfacciones: los monarcas debilitan el poder político de los aristócratas en los municipios, pero muy pronto se ven defraudados en sus esperanzas al darse cuenta de que la administración real apoya sistemáticamente a los nobles en todos los conflictos que surgen: conflictos entre señores y vasallos, expansión señorial a costa de los municipios, etc. Los corregidores se niegan a contrarrestar la expansión ilegal de los territorios de señorío o se muestran totalmente ineficaces para impedirla. La corona interviene abiertamente en los procesos judiciales para evitar que el Consejo Real o las Chancillerías den sentencias desfavorables para los grandes magnates. La nobleza, convencida de la benevolencia y la pasividad de los funcionarios reales, desencadena una ofensiva encaminada a conseguir la expansión de sus dominios territoriales a costa de los municipios. Tal sería el trasfondo y la significación de la revolución comunera: una rebelión del patriciado urbano contra la nobleza y su aliada, la corona.
Haliczer lleva más adelante su interpretación. Considera que la revolución comunera introdujo cambios importantes en las relaciones de la corona con las elites urbanas de Castilla y que Carlos V asumió al menos en parte el programa de los comuneros. Esta afirmación sorprendente se funda en dos argumentos principales:
1. Una seria reforma en la administración y la justicia. El Consejo Real queda reorganizado y saneado. Se le asigna la misión de seleccionar cuidadosamente el reclutamiento de corregidores y demás funcionarios y de esta manera se convierte el Consejo «en una institución más aceptada por el público». Las Chancillerías sufren también una profunda reorganización. Se destituye al Presidente de Valladolid, Diego Ramírez de Villaescusa, y se dan instrucciones terminantes para que las Audiencias sentencien con toda imparcialidad en los litigios:
Después de la revolución de los comuneros, las Chancillerías recibieron total jurisdicción, sin impedimentos de ningún tipo, sobre los casos relativos a los conflictos entre la aristocracia y las ciudades; después de 1522 los libros de acuerdos de la Chancillería de Valladolid quedaron libres de las numerosísimas cédulas reales de que se habían servido tanto los Reyes Católicos como Felipe y Carlos para provocar la suspensión, el retraso o el traslado al Consejo de Castilla de los litigios delicados que afectaban a la alta aristocracia. Consecuencia de estas reformas: la creación de una administración pública más instruida, más disciplinada y más eficaz, juntamente con el reforzamiento del sistema judicial, consiguieron que renaciera la confianza popular en el sistema jurídico de la corona[69].
2. Desarrollo y restablecimiento del papel político y legislativo de las Cortes, que vuelven a ser un órgano eminentemente legislativo. Haliczer dice textualmente:
A lo largo del siglo XVI, las Cortes castellanas mantuvieron e incluso incrementaron su papel legislativo tradicional. Sus reuniones eran más frecuentes, aproximadamente una cada tres años, tal y como los comuneros habían propuesto que se celebraran y en claro contraste con la política de Isabel y Fernando[70].
Sobre esta tesis creo oportuno presentar algunas observaciones:
a) Discrepo totalmente de las conclusiones finales. Evidentemente, Carlos V aprendió mucho de la revuelta pasada, pero las orientaciones generales siguen siendo las que habían definido los Reyes Católicos. La afirmación de que las Cortes desempeñan un papel fundamental en la legislación y en la vida política del siglo XVI sorprenderá a muchos historiadores.
Por otra parte, la reorganización del Consejo Real y de las Chancillerías no me parece tan profunda como dice Haliczer. Éste se equivoca además al creer que los comuneros mostraban igual oposición al Consejo Real y a la Chancillería. El rechazo al Consejo es total, sin matices: la Santa Junta manda prender a los del mal Consejo, les prohíbe usar de sus poderes y reunirse como Consejo. En cambio, la Junta respeta la Chancillería, la protege y la defiende. Es Carlos V quien, desde Worms, a 17 de diciembre de 1520, quiere obligar a los oidores a salir de Valladolid, porque considera que su presencia en una ciudad comunera autoriza la rebelión. El César en 1522 destituye al Presidente de la Chancillería, Diego Ramírez de Villaescusa, no por complacer a los antiguos comuneros, sino todo lo contrario: porque juzga que el Presidente se había mostrado demasiado comprensivo con algunas reivindicaciones de los comuneros. Esto queda bien claro en la correspondencia de Martín de Salinas, representante del rey de Hungría, Fernando (el hermano de Carlos V), en carta fechada en 7 de septiembre de 1522. Dice Salinas, refiriéndose a Diego Ramírez de Villaescusa: «No dicen que se mostró bien en estas cosas pasadas». Sospecho, por otra parte, que Diego Ramírez de Villaescusa, sin llegar a ser comunero, no debía de condenar completamente todos los proyectos de la Junta; años antes, en efecto, en 8 de abril de 1517, escribía lo siguiente a Cisneros: «Yo por bien habría que al pueblo se diese alguna autoridad en la gobernación porque templase el mando de los regidores». El ejemplo dado por Haliczer, uno de los muy raros que cita concretamente, desmiente pues la tesis que pretende defender.
b) Tengo la impresión de que Haliczer ha leído mal o muy deprisa la bibliografía sobre las Comunidades. Ni a Maravall ni a Gutiérrez Nieto ni a mí se nos ha ocurrido explicar la revolución comunera por la xenofobia y la instalación de una dinastía extranjera en España. Hemos dicho que la llegada de Carlos, su elección al Imperio y su marcha para ir a recoger la corona imperial produjeron el estallido de una situación de crisis que se gestaba por lo menos desde la muerte de la reina Isabel en 1504 y, tal vez como he sugerido, desde 1497, año en que la desaparición del príncipe Don Juan cortó todas las esperanzas que los reyes depositaban en él para continuar su labor.
c) La rebelión comunera tuvo repercusiones importantes en el campo —Gutiérrez Nieto ha puesto de relieve la trascendencia de los aspectos antiseñoriales—, pero fue principalmente un movimiento urbano. En esto coincidimos con Haliczer. Ahora bien, Haliczer presenta la contienda como un enfrentamiento entre patriciado urbano y aristocracia, lo cual no me parece tan cierto. Por parte de los comuneros, hay un rechazo evidente de la oligarquía urbana, muchas veces ligada a la aristocracia feudal. Lo demuestra hasta la saciedad el desarrollo de los acontecimientos: la Comunidad sustituye al regimiento tradicional, los regidores se ven muchas veces expulsados, y cuando no lo son, ellos y muchos caballeros prefieren huir, de modo que convendría corregir la afirmación de Haliczer: oposición entre sectores urbanos y aristocracia, sí, pero dentro de las ciudades, antagonismos entre grupos sociales, entre la casta cerrada que detenta el poder municipal y lo utiliza en beneficio propio y los sectores excluidos (clases medias, productores, pequeños burgueses y el común, el pueblo llano).
En resumidas cuentas, el libro de Haliczer contiene abundante y seria información sobre la Castilla de los años 1480 en adelante, sobre los conflictos entre señores y concejos particularmente, pero no creo que invalide la interpretación general de las Comunidades que propuse en 1970, que coincide con lo dicho por el profesor Maravall unos años antes y que confirman los datos y reflexiones de Juan Ignacio Gutiérrez Nieto. Esta interpretación puede resumirse así: estamos frente a un movimiento fundamentalmente castellano, más concretamente centro-castellano, y quedan excluidas las tierras burgalesas y las situadas al sur de Sierra Morena. Este movimiento nace y se desarrolla en las ciudades, pero encuentra pronto muy fuertes ecos en el campo, escenario de una poderosa explosión antiseñorial. El movimiento elabora un programa de reorganización política de signo moderno, caracterizado por la preocupación de limitar la arbitrariedad de la corona. Su derrota se debe a la alianza de la nobleza y de la monarquía y viene así a reforzar las tendencias absolutistas de la corona.