Las Comunidades procuran acabar con la situación privilegiada que ocupan los caballeros en muchos municipios y limitar las prerrogativas de la corona. La Comunidad, paralelamente a su expresión como proyecto revolucionario, se organizó en la base como democracia directa. Para la inmensa mayoría de quienes los vivieron, los acontecimientos de los años 1520-1521 supusieron un cambio radical. El pueblo intervino, muchas veces de forma tumultuosa, en la vida política. Se le pidió su opinión sobre los grandes temas, pero su interés primordial radicaba en la participación, en el plano local, en la administración de su propia comunidad. Las asambleas de barrio discutían tanto los problemas menores como las grandes cuestiones y ratificaban o rechazaban las decisiones tomadas por las jerarquías superiores y, en definitiva, tenían la sensación de participar de forma activa en el gobierno de la ciudad y en la elaboración de las grandes orientaciones políticas. De forma gradual, en todas las ciudades adheridas al movimiento insurreccional se fueron creando organismos de discusión, de gestión y de dirección originales, de estructura flexible, que con frecuencia variaban de una a otra localidad. Los principios generales eran los mismos en todas partes, pero su aplicación quedaba a la iniciativa de los interesados. Así, cada ciudad elaboraba su propio sistema de dirección y de consulta a la población. Los lugares más tardíamente incorporados a la insurrección se inspiraban en las formas elaboradas en otras partes, pero sin sentirse obligados a reproducir un modelo impuesto. Lo esencial era que el poder residiera en la base, en la comunidad, término de difícil definición, por cuanto era utilizado en sentidos distintos: tanto podía significar el conjunto de la población como tener un sentido más restringido para designar el órgano de dirección. Esta flexibilidad y variedad constituyen, a un tiempo, la riqueza y la complejidad de ese movimiento popular que fueron las Comunidades.
Desde principios del siglo XV los municipios de Castilla están gobernados por una oligarquía cerrada que no es ni mucho menos representativa de la población. Los comuneros introducen cambios en dicha situación, primero permitiendo que entren a formar parte de los ayuntamientos representantes de las diversas clases sociales (clérigos, hidalgos, pecheros) y representantes de los distritos urbanos. Puede asimilarse esta modificación a una tendencia todavía confusa e imprecisa hacia una mayor democratización de la vida municipal. En todas las ciudades en las que triunfó la revolución, el regimiento tradicional, formado por notables que se transmitían su oficio de padre a hijo, se amplió en un organismo más representativo que podía recibir nombres distintos: «congregación» en Valladolid, «junta» en Zamora y Palencia, e incluso «comunidad», en el sentido limitado de la palabra, en otras partes. Los regidores —al menos los que aceptaron el nuevo ordenamiento— continuaron formando parte de la asamblea municipal; se les invitaba a ella e incluso en ocasiones se les obligaba so pena de severas sanciones. Muy pocos fueron los casos en los que se les excluyó de la participación en las responsabilidades. Es cierto, sin embargo, que la mayoría de las veces perdieron todo su prestigio y autoridad efectiva. A su cargo quedaba la gestión de los asuntos administrativos rutinarios, en tanto que quedaban completamente al margen de las responsabilidades propiamente políticas y de todo poder de decisión.
Dos nuevas categorías pasaron a formar parte de la asamblea municipal:
1. Los representantes de los estados tradicionales (clero, caballeros y escuderos, hombres buenos pecheros), cuya participación era deseada por los nuevos dueños de la ciudad e impuesta en muchas ocasiones. Esta voluntad de asociar todas las categorías sociales a las tareas comunes y a las responsabilidades políticas expresa una preocupación fundamental en los comuneros: la de asegurar la cohesión de la ciudad mediante la unión y —si tal era posible— la unanimidad de sus habitantes en el seno de una comunidad orgánica de la que quedaban excluidos los traidores y los sospechosos, quedando estos últimos al descubierto al negarse a tomar parte en la acción colectiva.
2. A los representantes de los estados se añadían los elementos elegidos directamente por la población, los diputados, a razón de dos por parroquia o barrio (cuadrillas de Valladolid, colaciones de Segovia y Ciudad Rodrigo, ochavas de Toro, parroquias de Toledo, vecindades de Burgos, etc.). Estos diputados constituyen la originalidad del movimiento comunero en la base. Más que los regidores, relegados a funciones secundarias, más que los representantes de los estamentos privilegiados, cuya participación era fundamentalmente simbólica, eran ellos los que dirigían la ciudad y quienes detentaban los más amplios poderes. Ellos parecían ser los únicos con derecho a voto en los debates, en tanto que salvo excepciones los restantes miembros de la asamblea se limitaban a una labor consultiva. En los documentos de la época la adhesión de una ciudad a la comunidad aparecía siempre como una transferencia de poderes del corregidor y del regimiento tradicionales a los diputados, y la Junta General concedía una gran importancia a su elección. Se preocupaba de que fueran elegidas para estas funciones personas verdaderamente representativas, pero al mismo tiempo pretendía asegurarse la colaboración de los más competentes.
3. Así formada, la asamblea municipal se reunía en forma regular, a veces incluso cada día, y presidida por regla general por una personalidad que podía ser el corregidor, en caso de que la Junta General hubiera designado un funcionario de tal rango, o su equivalente: justicia mayor en Madrid, capitán general en Valladolid, caudillo en Zamora, aunque esto no era obligado. Ya designado por la Junta o elegido por la población, el corregidor no era, por derecho, el presidente del concejo municipal. Ciudades como Valladolid, Toledo y Segovia no tuvieron nunca corregidores durante el conflicto de las Comunidades. La intervención de la población en la vida política se realizaba gracias a la institución de los diputados, elegidos y revocables, pero en ocasiones esta participación adoptaba formas mucho más directas. Las sesiones de la junta local eran públicas, donde todo el mundo podía asistir, en principio, y dar su opinión. Esta vuelta a la práctica del concejo abierto de la época medieval no tuvo —al parecer— gran duración. Por razones de eficacia los comuneros renunciaron a los ayuntamientos públicos, pero no por ello dejó la población de estar directamente involucrada en la acción de sus representantes. Esta participación quedó institucionalizada mediante las asambleas de barrio, que se reunían a intervalos irregulares y debido a circunstancias diversas. Las cuestiones políticas vuelven así a debatirse en los concejos. Es algo que corresponde a un amplio deseo. Ya en 1517 Diego Ramírez de Villaescusa, presidente de la Chancillería de Valladolid, le escribía al cardenal Cisneros que le parecía conveniente templar el excesivo mando de los regidores.
La asamblea que se había convocado y que se reunió en Ávila en agosto de 1520 se proponía en principio examinar la situación del reino y estudiar las reformas que debían ser emprendidas. En realidad, alimentaba mayores ambiciones que salieron a la luz después de su traslado a Tordesillas en el mes de septiembre. Apoyándose en la autoridad de la reina, que había recogido Padilla en su entrevista con ella, la asamblea se proclamó entonces Cortes y Junta General del reino, título que habría de conservar hasta el fin de la guerra civil y que expresa el doble carácter de la institución. Como Cortes, la asamblea reunía a los procuradores de las ciudades con voz y voto en ellas; sobre esta base se consideraba cualificada para discutir las reformas que se debían implantar en el país. Como Junta General del reino, la asamblea actuaba como un auténtico gobierno, concentrando todos los poderes del Estado, y aparecía como el órgano supremo de la revolución. Esta dualidad no fue formulada nunca claramente, pero se desprende de la práctica de actuación de la Santa Junta (tal era el nombre que se daba a sí misma y con el que la conocían sus partidarios) desde su asentamiento en Tordesillas, y los contemporáneos no se engañaron al respecto. Burgos aceptó el papel consultivo de la Junta —organismo de discusión y deliberación— pero se negó a ver en ella un elemento ejecutivo, un gobierno revolucionario. Fue esta divergencia fundamental la que le sirvió de pretexto para romper con los comuneros. Otros procuradores compartían estas reticencias, aunque sin expresarlas con tanta claridad y, sobre todo, sin tomar una postura tan firme, pero esta ambigüedad no dejaba de flotar sobre la asamblea. Una parte de sus miembros se mostraría solidaria, en el futuro, de una línea de conducta que no aprobaba completamente.
A esta ambigüedad sobre la naturaleza y el objeto de la Junta se añadía una segunda causa de malestar que yacía en la misma composición de la asamblea. Elegidos para poner en marcha un programa reivindicativo, muchos procuradores no estaban dispuestos a desempeñar el papel que en realidad les correspondió: el de responsables políticos encargados de animar y dirigir la revolución. En agosto y septiembre de 1520 las ciudades enviaron a Tordesillas hombres representativos de todas las categorías sociales: regidores, caballeros, eclesiásticos, letrados, teólogos, hombres del pueblo (es decir, comuneros en el sentido estricto de la palabra), lo cual se comprende perfectamente, ya que el primer objetivo de la Junta era restablecer el orden en el reino y, por tanto, necesitaba recoger la opinión de las personas más autorizadas y más representativas de los diversos medios sociales. Una especie de unión nacional quedó establecida a raíz de las primeras sesiones de la Junta, y los jefes del movimiento no podían sino sentirse satisfechos por este amplio acuerdo que permitía aislar a los representantes del poder real.
Cuando la Junta se transformó en gobierno revolucionario sin dejar de ser una asamblea representativa y deliberativa y, sobre todo, cuando tras la aparente unanimidad de los primeros momentos comenzó a delinearse la rivalidad de los dos grupos antagónicos, muchos procuradores se encontraron cogidos en la trampa. Aceptaron asistir a las sesiones de la Junta arrastrados por la poderosa corriente que conmovió al país tras el incendio de Medina del Campo; la indignación contra los flamencos y sus cómplices se mezclaba con el entusiasmo popular y con la voluntad de reorganizar el país. Se sentían seguros de que el poder real se rendiría rápidamente y concedería las reformas solicitadas. Pero el núcleo inicial de la Junta planeaba explotar a fondo su victoria; Padilla se instaló en Tordesillas y la Junta decidió disolver el Consejo Real. Muchos procuradores no compartían el ardor revolucionario que demostraban algunos de sus colegas. Pese a ello siguieron en su puesto, participando contra sus auténticos sentimientos en un movimiento que los superaba y que desaprobaban sin atreverse a decirlo abiertamente. Y es que se veían obligados a continuar en su puesto coaccionados por sus mandatarios, que no eran ya electores complacientes como al principio —caballeros y comuneros mezclados—, sino auténticos militantes, encuadrados por diputados celosos e intransigentes.
Por lo demás, tampoco era tan importante modificar la representación de algunas ciudades. Los procuradores, sometidos a la doble presión de sus electores y de la comunidad de Valladolid, sede de la Junta, acababan casi siempre inclinándose y aceptando las decisiones más extremistas. Esto explica la constante tensión entre la Junta general y la comunidad de Valladolid en la última etapa del movimiento comunero. La mayor parte de los procuradores deseaba llegar a un entendimiento con los nobles y el poder real, pero no se atrevían a proclamarlo abiertamente porque se sabían vigilados por las cuadrillas de Valladolid. Don Pero Laso de la Vega tomó la decisión más lógica, dadas las circunstancias: traicionó la insurrección y pasó al bando contrario. Otros procuradores se limitaron a desaprobar las formas más brutales de la guerra (pillajes, detenciones arbitrarias…) y a proseguir las negociaciones con el adversario con la esperanza de conseguir una paz de compromiso que permitiera volver a la unión nacional de los primeros momentos de la rebelión.
Carlos V no era un monarca popular en 1520. Los comuneros compartían los sentimientos de la mayor parte de sus compatriotas, que no guardaban buen recuerdo de la breve estancia en España del joven monarca. El cardenal Adriano no dudó en comunicárselo a su antiguo discípulo: no había sabido atraerse a sus súbditos y esto favorecía los planes políticos de la Junta. Los comuneros le hacían responsable de haber apartado sistemáticamente a los castellanos de todos los cargos públicos, y de haber tratado a sus súbditos como enemigos. Los letrados de la Junta añadían a esto argumentos jurídicos: Carlos no tenía derecho alguno a ocupar el trono en vida de su madre. Por tanto, cuestionaban la proclamación de 1516, auténtico golpe de Estado que Cisneros consiguió que fuese aceptado. Lo que las Cortes de 1518 y 1520 habían acabado por admitir era, pues, rechazado rotundamente por la Junta General o, al menos, por algunos de sus miembros. Una minoría influyente trataba nada menos que de quitarle el trono. Esto era el objetivo de Toledo, en junio de 1520, según el marqués de Villena: «Ir contra el rey nuestro señor y contra su autoridad y gobierno y quitarle el nombre de rey durante la vida de la reina nuestra señora».
Esto llevó a la misma minoría a explotar a fondo el misterio que rodeaba a la reina doña Juana, recluida en Tordesillas. Aceptaron los rumores según los cuales ella era víctima de una maquinación. Se decía que estaba loca, pero ¿acaso alguien lo había demostrado? ¿Se había intentado curarla? Una propaganda hábilmente dirigida trató de interesar a la opinión por la suerte de la reina. La solución de todos los problemas radicaba en restituirle sus prerrogativas. Castilla sería entonces gobernada por una reina nacional y no por un extranjero cuya legitimidad suscitaba no pocas dudas. Estos temas fueron objeto de viva discusión en la Junta en septiembre de 1520. Quienes se mostraban convencidos de la incapacidad de la reina hubieron de admitir que se llevase a cabo una tentativa: durante unas semanas se cuidaría intensamente a doña Juana. Todo fue en vano y después de una mejoría inesperada y pasajera la reina volvió a caer de nuevo en la apatía. Se negó rotundamente a firmar ningún decreto; incluso sus más ardientes partidarios debieron rendirse a la evidencia: había que abandonar toda esperanza de conseguir su curación y de poder confiarle responsabilidades. La Junta entonces hubo de limitarse a solicitar para ella un tratamiento adecuado con su rango, petición que ya se había expresado en las Cortes de Valladolid y La Coruña. Los comuneros no tuvieron más remedio que aceptar que Carlos continuara siendo rey, pero se mantuvieron inflexibles en un punto:
ellos únicamente lo admitían como rey de Castilla, no como emperador. Así llegamos a los dos rasgos principales del ideario político de la Comunidad: rechazo del imperio y reorganización política del binomio rey-reino.
La elección del rey como emperador, en 1519, da comienzo cronológicamente al movimiento comunero. Es entonces cuando Toledo empieza sus gestiones cerca de las ciudades con voz y voto en Cortes. El tema ocupa un lugar destacado en el manifiesto que elaboran los frailes de Salamanca en febrero de 1520, en vísperas de la reunión de Cortes, y que va a servir de programa a la futura Junta:
No es razón Su Cesárea Majestad gaste las rentas destos reinos en las de otros señoríos que tiene, pues cada cual dellos es bastante para sí, y éste no es obligado a ninguno de los otros, ni sujeto ni conquistado ni defendido de gentes extrañas. […] Más es su servicio estar en ellos a gobernarlos por su presencia que no ausentarse[51].
El tema se extiende a lo largo de toda la primera etapa de la rebelión. No deja de apuntarlo el cardenal Adriano en julio de 1520:
Dicen expresamente que las pecunias de Castilla se deben gastar al provecho de Castilla y no de Alemania, Aragón, Nápoles, etc., y que Vuestra Majestad ha de gobernar cada una tierra con el dinero que della recibe[52].
En el mismo mes de junio un dominico, predicando en Valladolid, ataca duramente al César: «ha comprado con dinero el imperio», réplica a lo que había dicho pocas semanas antes, en las Cortes de Santiago, el obispo Mota, por lo visto sin convencer a nadie:
Lo quiso Dios y lo mandó así, porque yerra, a mi ver, quien piensa ni cree que el imperio del mundo se puede alcanzar por consejo, industria ni diligencia humana; sólo Dios es el que lo da y lo puede dar[53].
Los comuneros tuvieron la intuición de los cambios profundos que significaba la elección del rey de Castilla al imperio. No se trata de xenofobia ni de voluntad de encerrarse en la península, volviendo la espalda a Europa, sino de algo mucho más serio e importante: los comuneros tienen la impresión de que el César está sacrificando el bien común de Castilla, los intereses propios y legítimos del reino, a sus intereses personales y dinásticos. Recelan que Castilla va a perder mucho con el imperio, tendrá que sufragar una política exterior distinta y tal vez opuesta a sus propios intereses nacionales, intuición que la historia posterior ha ratificado. En la segunda mitad del siglo XVIII, cuando empieza a revisarse en sentido crítico la historia nacional y concretamente el episodio comunero, Forner se expresa así: «Se puede dudar si el reinado de Carlos V fue tan próspero para sus reinos como favorable a la gloria personal del príncipe». La elección satisfacía la ambición personal del rey, pero en absoluto tenía en cuenta los intereses del reino. La nueva dinastía parecía dispuesta a sacrificar el reino a sus propias exigencias de prestigio. Enfrentándose a estos proyectos, los comuneros entendían reivindicar los más altos derechos del reino. Para ello el reino, representado por las Cortes, limitaría los poderes del soberano.
Este rechazo del hecho del imperio lleva a los comuneros a reivindicar para el reino una participación directa en los asuntos políticos. Escribe la Junta de Tordesillas al rey de Portugal, al referirse precisamente a la elección imperial: «La cual elección, el rey nuestro señor aceptó sin pedir parecer ni consentimiento de estos reinos». Esta voluntad de intervenir en los debates políticos es la que da la tónica general del movimiento comunero. La reorganización llevada a cabo por los Reyes Católicos tenía un sentido muy claro: la política era cosa de la corona, los pueblos no tenían por qué intervenir en ella. En los municipios se institucionaliza el sistema de regimientos cerrados confiados a una oligarquía local. A esta oligarquía le toca despachar los asuntos relacionados con la vida económica y social del municipio, pero en ningún caso debe entrometerse en cuestiones políticas que podrían ser ocasión de disputas y enfrentamientos. A nivel nacional se nota la misma voluntad de reservar a la corona y sus ministros la resolución de los problemas políticos; la nobleza y las Cortes quedan apartadas de estos negocios.
La revolución comunera procura terminar con esta situación. En los proyectos elaborados por los comuneros las Cortes constituían la institución más importante del reino. Sus atribuciones limitaban notablemente el poder real. Diversas disposiciones tendían a hacer de ellas un organismo representativo y a prestarle una mayor independencia respecto del soberano.
Se contempló la conveniencia de poner fin a la tradición que reservaba el derecho de acudir a las Cortes a una minoría de ciudades. Un proyecto preveía que, a partir de entonces, todas las diócesis de Castilla enviaran sus procuradores. El programa de la Junta no llegó a recoger esta sugerencia y en él el derecho de acudir a las Cortes seguía siendo un privilegio de ciertas ciudades. Esta fidelidad a la tradición no impedía sin embargo que la composición de las Cortes variara por completo. Cada ciudad pasaría a ser representada por tres procuradores: un representante del clero, un representante de los caballeros y escuderos y un representante de la comunidad, es decir, de los pecheros. Los tres serían elegidos democráticamente. Se trataba de poner fin al monopolio que detentaban los regidores hereditarios. Lo que llama la atención es la exclusión de los Grandes; no estaba previsto que participasen en las Cortes. Se establecerían normas para garantizar la independencia de los procuradores con respecto al soberano. El rey debía conceder entera libertad a las ciudades para que redactaran según sus deseos el mandato que luego confiarían a sus representantes. Éstos recibirían una compensación económica con cargo al presupuesto municipal (salvo el representante del clero, de cuya remuneración se haría cargo el cabildo); se les prohibía recibir gratificaciones y mercedes del rey. Además, los procuradores tenían la obligación de dar cuenta de su mandato a sus electores en un plazo no superior a cuarenta días después de celebrada la sesión. Las Cortes se reunirían de pleno derecho cada tres años sin necesidad de ser convocadas por el soberano; designarían ellas mismas su presidente, fijarían el orden del día de las sesiones y decidirían la duración de la sesión. Las Cortes no desempeñarían sólo una función deliberativa y consultiva, sino que intervendrían también en el gobierno del país al igual que la Junta General, en cuya praxis parece inspirarse esta teoría.
La parte más original del programa político de los comuneros es la que se refiere a las relaciones entre el rey y el reino. Este aspecto está muy bien documentado. Por una parte, tenemos los textos oficiales de la Junta (declaraciones, proyectos de reorganización del reino…) y, por otra parte, el intercambio de cartas entre la Junta y la ciudad de Burgos en octubre de 1520, en el momento en que la ciudad se pasa al bando real, y también la correspondencia entre la Junta y el almirante de Castilla, en noviembre de 1520, cuando éste trata de llegar a un acuerdo con la Junta. Por fin, tenemos las actas de las interminables negociaciones entre los dos bandos en enero-abril de 1521. Esta serie de documentos permite conocer cuál era exactamente la posición comunera.
Los comuneros aspiraban a una revolución política que hubiera arrebatado al rey la realidad del poder para entregarlo a los representantes del reino. Así se desprende claramente del programa elaborado por la Junta de Tordesillas. El preámbulo hace mención del contrato tácito entre el rey y los súbditos: el rey no está por encima de la ley: tiene la obligación de cumplirla lo mismo que los súbditos: «Las leyes de estos vuestros reinos, que por razón natural fueron hechas y ordenadas, que así obligan a los príncipes como a sus súbditos». El rey y los súbditos han contraído obligaciones recíprocas: el rey tiene que administrar justicia y regir el reino teniendo en cuenta el bien común, es decir, los intereses de la comunidad. En contrapartida, los súbditos están obligados a obedecer sus mandamientos y a pagar los impuestos imprescindibles para el funcionamiento del Estado. El rey que no cumpliera con estas obligaciones, que abusara de su poder, que sacrificara el bien común y el interés general, sería un tirano y no un soberano legítimo; los súbditos tendrían entonces derecho a rebelarse contra él.
Ahora bien, ¿a quién le corresponde apreciar el interés general del reino en caso de conflicto entre éste y el rey? Para los comuneros las cosas son claras: el reino es el que debe tener la última palabra y el que decide en última instancia. El reino está por encima del rey; la soberanía pertenece al reino, que puede delegarla en el príncipe, pero que puede también resarcirla si considera que el príncipe usa mal de esta delegación. Para los comuneros, el reino, es decir las Cortes que lo representan, es el que ha de gobernar. Las Cortes tienen un papel deliberativo y consultivo, pero les toca también intervenir en la gobernación del reino: «platiquen, provean, entiendan en la gobernación del bien público de estos reinos».
Éstas son las reivindicaciones oficiales de la Junta. Las discusiones con los adversarios de las Comunidades permiten entender mejor su trascendencia.
Las desavenencias de la Junta y de Burgos son dobles. Se trata primero de la misión encomendada a la Santa Junta. Para los procuradores de Burgos la Junta debe limitarse a presentar una lista de reformas y proponerlas al rey, quien decidirá sólo si conviene llevarlas a la práctica todas o parte de ellas. Por el contrario, la Junta no quiere reformas otorgadas: pretende imponer su programa al rey. Por otra parte, según los procuradores de Burgos, la Junta no debe entrometerse en el gobierno del reino, que es tarea propia del rey y de los oficiales de su confianza. Éste es el punto clave, el que no sufre por parte de los comuneros ninguna transacción. Por eso se aparta Burgos de la Junta en septiembre de 1520.
Sus procuradores querían suplicar a su majestad remediase las cosas pasadas y que el gobierno del reino lo tenga quien quisiere su majestad; los comuneros puros lo entienden de otra manera: No se piensa de proceder por ahora por obra de suplicación, sino en hacer de hecho […]. Lo que queremos pedir por vía de suplicación al rey nuestro señor, la Junta lo querrá hacer de suyo y éste es su principal propósito y fin[54].
Asimismo, es la razón por la que queda sin efecto el nombramiento de dos gobernadores, castellanos ambos, para colaborar con el extranjero cardenal Adriano. Los de la Junta escriben:
No creemos que su alteza haya proveído cosa de nuevo acerca de la gobernación destos reinos, pues la causa de los daños pasados fue proveerla sin comunicarlo con ellos[55].
El rey ha nombrado a los virreyes sin consultar con el reino, es decir, con la Junta; se trata esta vez también de una medida unilateral y, por tanto, inaceptable.
Los mismos argumentos aparecen en las discusiones entre la Junta y el almirante de Castilla, en el mes de noviembre. El almirante está dispuesto a colaborar con la Junta para presentar al rey una serie de reformas, pero con tal de que se respeten las prerrogativas reales. En el mismo sentido el almirante considera que la Junta no tiene ningún derecho a entrometerse en el gobierno, como lo ha hecho cuando ha depuesto de sus cargos a los miembros del Consejo Real para nombrar a otros. El almirante capta perfectamente la significación política del movimiento cuando exclama, dirigiéndose a los procuradores de la Junta:
Recia cosa es que aquellos oficiales que el rey cría, vosotros digáis que son desobedientes en no dejar los oficios por vuestro mandamiento, que es presuponer que el reino manda al rey y no el rey al reino. Cosa es que jamás fue vista.
El almirante se da perfectamente cuenta del alcance de las pretensiones de la Junta:
Estos quieren ser reyes; ya no hay nombre de rey[56].
Más claro aún se expresa Diego Ramírez de Villaescusa, presidente de la Chancillería de Valladolid, al salir de una larga e inútil discusión con los rebeldes: «Ellos decían que eran sobre el rey y no el rey sobre ellos». No cabe ninguna duda: para los comuneros, el reino, representado por la Junta y más tarde por las Cortes, no debe limitarse a controlar las actas del poder real, debe ejercer la realidad del poder. La muy moderna resonancia de aquellas fórmulas y reivindicaciones llama la atención, y, sin embargo, los comuneros se limitaban a apoyarse en las teorías tradicionales y escolásticas de la Edad Media, teorías que los teólogos españoles repetirán hasta la saciedad después de la derrota de las Comunidades, pero que entonces no tendrán ya ningún alcance práctico. Los letrados y los frailes, asesores de la Junta, dan así un contenido moderno y revolucionario a una ideología aparentemente medieval. Los comuneros no se contentaron con recordar la teoría del contrato que ligaba al soberano con sus súbditos. En el pensamiento político transmitido por los teólogos recogieron una idea mucho más revolucionaria que pretendieron implantar en la realidad: el rey y el reino no se hallaban en un plan de igualdad; en caso de conflicto entre ambos, la última palabra correspondía al reino. Dicho de otra forma, «el reino no es del rey sino de la comunidad». Esto implicaba para el reino responsabilidades de tipo político, el derecho y la obligación de velar por los intereses de la nación y defenderlos incluso contra el rey cuando ello fuera necesario. Los comuneros invertían pues la argumentación de sus adversarios: los traidores no eran los que se negaban a obedecer ciegamente al rey, sino quienes se plegaban a todos sus caprichos sin tener en cuenta los intereses del reino y del bien común. Ello implicaba un reparto de responsabilidades entre el rey y el reino.
Éstas son las ideas que defendían los procuradores de la Junta. El eco despertado por tal programa en las ciudades y el campo de Castilla demuestra cuántas esperanzas levantó en el alma del pueblo. Estas esperanzas se condensan en una palabra que encuentra entonces una resonancia extraordinaria: Comunidad. La Comunidad es, primero, la forma concreta que toma el nuevo gobierno municipal que sustituye al regimiento; es representación del común, de la masa, y no sólo de una pequeña minoría rectora, pero con especial referencia a los pobres, a los desamparados, a la masa del pueblo. Comunero se opone así a caballero en el vocabulario de la época. Pero la comunidad es también y sobre todo algo más inconcreto, informulado, pero no por eso menos alentador: el anhelo de sentirse unido con los demás, de participar en los debates públicos, en la vida pública, de no verse excluido ni arrinconado, despreciado o maltratado. Se crea así un ambiente mesiánico que recoge bien la crónica de Sandoval:
Esperaban que sería esta república una de las más dichosas y bien gobernadas del mundo. Concibieron las gentes unas esperanzas gloriosas de que habían de gozar los siglos floridos de más estima que el oro[57].
Partiendo de teorías políticas tradicionales, desarrolladas ampliamente en los tratados escolásticos pero hasta entonces sin aplicación práctica, los comuneros elaboraron, pues, un pensamiento político coherente que hacía del reino y de su representación en Cortes el depositario de la soberanía. Esto es lo que viene gestándose desde que Toledo empezó en 1519 sus gestiones para una reunión extraordinaria de las Cortes. En febrero de 1520 los frailes de Salamanca acabaron de dar forma a la doctrina política que había de inspirar a los comuneros. Así encuentra su desenlace en el terreno de la teoría política la crisis iniciada en 1504. El reino no podía ni debía someterse ciegamente a un soberano ausente o débil o, en el caso de Carlos V, extranjero; el reino debía velar por el bien común, por sus propios intereses que podían no coincidir con los intereses del monarca o de la dinastía. El deseo de los comuneros era una monarquía templada, una monarquía constitucional. El soberano vería sus poderes estrictamente controlados y limitados por los representantes del reino. Sentada esta premisa, ¿qué importancia pueden tener las lagunas que presenta el programa de Tordesillas, la conservación formal de algunos principios tradicionales, como el que hacía del derecho de estar representado en Cortes un privilegio reservado únicamente a dieciocho ciudades, la timidez o el anacronismo de algunas reivindicaciones, especialmente en materia fiscal? Lo importante es el carácter absolutamente innovador de este programa en el plano de la teoría política. Por primera vez en Europa el concepto de nación se liberaba de su esterilidad tradicional y aparecía como un arma de lucha contra la monarquía y la aristocracia. En este sentido, las Comunidades de Castilla constituyen, en palabras de Maravall, la primera revolución de los tiempos modernos. Algunos teólogos españoles del siglo XVI continuaron desarrollando las ideas que habían servido de punto de partida a los comuneros, pero el contexto político creado por la derrota de Villalar les restó toda actualidad y eficacia. En la misma época otros pensadores comenzaron a elaborar doctrinas que, insistiendo en los deberes y responsabilidades del soberano, trataban de justificar y ya no de combatir la práctica política del rey, intentando adecuar los hechos con el derecho. El fracaso de las Comunidades contribuyó mucho a acelerar este proceso en España.
La revolución comunera procuraba instaurar en Castilla un régimen representativo, un gobierno de clases medias, un gobierno burgués, en un país en el que la burguesía era relativamente débil y además se encontraba profundamente dividida. El destino de la revolución comunera se zanjó en octubre de 1520, cuando Burgos se apartó de la Junta: la burguesía comercial, la de los grandes mercaderes, la única que existía en Castilla, desconfió desde el principio de aquella revolución burguesa; la tentativa de la Junta le pareció una aventura sin perspectivas. Estoy de acuerdo con Maravall: las Comunidades de Castilla preparaban una revolución moderna, tal vez la primera de Europa. Pero yo matizaría: fue una revolución prematura, porque pretendía entregar el poder político a una burguesía todavía en ciernes o que allí donde tenía pujanza, como en Burgos, prefirió la alianza con la aristocracia y la tutela de la monarquía.
La motivación esencial de los comuneros era defender el patrimonio real, incluso contra el mismo soberano si fuera necesario. El monarca no podría disponer a su antojo de los bienes de la corona que no le pertenecieran como patrimonio privado. Había que reducir —e incluso si era posible saldar completamente— la deuda pública, retirando los juros puestos en venta desde 1516, anular las hidalguías y, en general, todas las mercedes concedidas a particulares desde la misma fecha. Asimismo, había que oponerse a la dilapidación del patrimonio real. Los comuneros en este sentido no ocultaron sus intenciones; estaban dispuestos a obligar a los señores a devolver cuantos territorios habían ocupado, amparándose en la complacencia o en la debilidad de los reyes y, de ser posible, ir más lejos: que ningún realengo fuese a jurisdicción de señorío. No es difícil comprender en estas condiciones por qué la nobleza se opuso con tanta energía a los rebeldes: era su misma existencia la que se estaba poniendo en juego. Los Grandes lo comprendieron perfectamente. Al tomar partido por el rey perseguían un doble objetivo: defender sus dominios amenazados y luego, en caso de victoria, engrandecerlos con nuevas concesiones como pago a su colaboración. Esto es lo que el almirante expondría a Carlos V en 1522: «Si todos fuésemos iguales, no gratificando, Castilla sería hoy señoría y os quitara el reino la Comunidad». Los comuneros estaban contra una nobleza poderosa que sacaba partido de la debilidad del rey para arrancarle sin cesar nuevas concesiones. No se equivocaban cuando afirmaban que, en definitiva, no pretendían otra cosa que reforzar el poder del rey; reforzarlo, sí, pero protegiéndolo incluso de sus propios errores, ejerciendo un control estricto en todo momento. Probablemente la victoria de las Comunidades habría desembocado en la creación de un estado fuerte, pero en el que el rey no hubiera sido más que una especie de monarca constitucional.
Los artículos del programa de Tordesillas que se ocupaban de los problemas coloniales se inspiraban en la misma preocupación: defender los derechos de la corona contra los intereses privados. Los comuneros se opusieron a la encomienda, menos por motivos humanitarios que en virtud de consideraciones económicas. En efecto, la encomienda provocaba una pérdida de rendimiento en el trabajo y, por consiguiente, una disminución de los ingresos de la corona.
La crisis que favoreció el estallido de las Comunidades no fue sólo política; el equilibrio que en el estado de los Reyes Católicos existía entre categorías sociales e intereses económicos contrapuestos se quebró a la muerte de Isabel, en 1504, y las contradicciones hasta entonces mitigadas u ocultas salieron a la luz, y el advenimiento de una dinastía extranjera en 1516 no hizo más que acentuarlas y poner en evidencia la dependencia de Castilla con respecto al extranjero. Los comuneros no se olvidaron de este aspecto. Los documentos de carácter económico que nos han dejado están inspirados por hombres inquietos ante el monopolio de Burgos y el incremento de la competencia extranjera. Empiezan sentando el siguiente postulado: la exportación de la lana reporta al país más inconvenientes que beneficios. Si se prohíbe la exportación de materia prima, continúan los comuneros, ésta deberá ser transformada en el país, elaborándose en España los tejidos, tapices, etc., que hasta entonces se importaban del extranjero. Bastaría con atraer a especialistas extranjeros para que formaran técnicamente a los obreros castellanos. El desarrollo de la industria textil permitiría la creación de gran número de nuevos puestos de trabajo para el lavado, limpieza, cardado, peinado, hilado, tinte y tejido de la lana; a la población activa podrían así incorporarse incluso personas muy jóvenes y sin cualificar. La distribución de nuevos salarios mejoraría el nivel de vida de la población; la miseria desaparecería.
Si los castellanos iban a salir beneficiados de la industrialización, lo mismo podría decirse de las finanzas públicas. Los comuneros evaluaban en 35.000 el total de fardos de lana exportados cada año; a un precio de 5000 maravedíes el fardo, la suma total ascendía a 165 millones. Elaborando in situ la materia prima podrían fabricarse alrededor de 100.000 piezas de paño (tres por cada fardo); a 5000 maravedíes la pieza se llegaría a la suma de 500 millones. Tales serían los beneficios de la industrialización, conseguida por la simple prohibición de las exportaciones de lana. Una sustracción sencilla permite evaluar las ganancias de Castilla derivadas de la transformación in situ de la lana en lugar de exportarla en bruto al extranjero: 335 millones de maravedíes a distribuir en salarios, beneficios comerciales, etc. Se pondría fin a la necesidad de importar tejidos, el reino se enriquecería al igual que sus habitantes y el rey, por su parte, vería crecer su poder. Para obtener tal resultado, no era necesario prohibir de manera definitiva las exportaciones, sino simplemente aplazarlas durante un año. En este plazo, calculado a partir del esquileo de las ovejas, la lana quedaría a disposición exclusiva de los industriales y artesanos nacionales. Transcurrido el plazo, la lana que no hubiera encontrado comprador podría ser vendida libremente a los exportadores.
Este sugestivo proyecto recuerda al que ya en 1516 había sido propuesto al cardenal Cisneros; al igual que aquél, se basa en una teoría cifrada del subdesarrollo que anuncia las doctrinas mercantilistas. El programa de Tordesillas, sin ir tan lejos, se inspira en consideraciones análogas. Uno de los puntos que impugnaba era que el contingente de lana reservado para la industria nacional aumentara de un tercio hasta la mitad, reivindicación que recogía tanto los intereses de los exportadores como los de los fabricantes. La Junta preconizaba también medidas contra los que trataran de transgredir la ley. Para proteger los textiles castellanos de la competencia extranjera, el programa de Tordesillas exigía que los productos importados tuvieran las mismas cualidades que se exigían a los artículos nacionales, antigua reivindicación que había inquietado algunos años antes a los comerciantes burgaleses, importadores a la vez que exportadores.
Estos textos comuneros estaban inspirados por los industriales y artesanos de Segovia, Palencia, Cuenca…, es decir, por los medios económicos que más tenían que perder ante la competencia extranjera y la situación de cuasimonopolio del Consulado de Burgos. En cambio, amenazaban directamente a cuantos participaban de los enormes beneficios del mercado de la lana: ganaderos, aristócratas propietarios de rebaños y de pastos, mercaderes de Burgos y del extranjero, así como industriales flamencos que compraban lana castellana para transformarla y revenderla luego en forma de productos manufacturados. Así se confirman las indicaciones que ya podían deducirse de la localización y de la sociología del movimiento comunero: la revuelta expresaba las inquietudes de las ciudades del interior, industriales y artesanales, las preocupaciones de las capas sociales medias con una organización más imperfecta y menos poderosa que la rica burguesía de las regiones periféricas. En la coalición que desde el otoño de 1520 se formó contra los comuneros entraron todos los que tenían un interés común en la exportación de la lana, es decir, la aristocracia terrateniente, la burguesía burgalesa y el poder real, solidario de aquellas por dos motivos: los derechos de aduana que percibía sobre las exportaciones y la protección que requerían los súbditos flamencos de Carlos V.