Desde el mes de abril de 1520, Toledo se mostraba francamente rebelde a la autoridad real. Después de la interrupción de las Cortes el 4 de abril, la Corte había tratado de modificar la composición del regimiento, muy contrario a la política real. El corregidor animó al rey a actuar sin pérdida de tiempo. Los regidores más activos (Padilla, Ávalos, Gonzalo Gaitán) fueron llamados a Santiago al mismo tiempo que se enviaban nuevos regidores, de cuya fidelidad el monarca podía estar seguro. Su misión era intentar que se nombraran nuevos procuradores, más dóciles, antes de que se reanudasen las sesiones de las Cortes.
Para que, ydos éstos y venidos los otros, la ciudad revocase los poderes que había dado a don Pero Laso y a Alonso Suárez y se diesen otros a don Juan de Silva y a Alonso de Aguirre[10].
Simón Bening, Carlos de Gante con los símbolos de su poder y la corona imperial sostenida por dos ángeles, Instituto Valencia de Don Juan, Madrid.
La maniobra fracasó estrepitosamente y provocó una gran conmoción. La orden del rey llegó el 15 de abril, domingo de Pascua, y suscitó apasionados comentarios. Al día siguiente, cuando Padilla y sus colegas se preparaban para partir, una gran multitud los rodeó, aclamándoles así: «Estos señores se habían puesto por la libertad de este pueblo». La manifestación se convirtió en revuelta. La multitud se opuso a la marcha de los regidores y se apoderó de las autoridades locales. A su vez los predicadores comenzaron a exhortar a los toledanos a unirse contra los flamencos y sus cómplices. Lo que ya empezaba a llamarse Comunidad, es decir, el poder popular insurreccional, comenzó a adueñarse de todos los poderes municipales, uno tras otro. Los delegados de los diversos barrios de la ciudad (diputados) formaron un nuevo concejo municipal con la intención de gobernar la ciudad en nombre del rey, de la reina y de la Comunidad. Los regidores y caballeros contra los que se dirigía el tumulto popular se refugiaron en el alcázar, y adoptaron una actitud amenazante hacia los insurgentes. La multitud rodeó entonces el alcázar y sus defensores prefirieron entregar la fortaleza sin resistencia. El día 31 de mayo tuvo lugar en Toledo el último acto de esta revolución: el corregidor, desacreditado e impotente, abandonó la ciudad a la comunidad victoriosa.
Estos episodios son el anticipo de una serie de disturbios que se producen en junio del mismo año. La marcha del rey, a finales de mayo, da la señal para una agitación que cunde por todas partes. En varias ciudades se acusa a los procuradores que han votado el servicio de las Cortes de Santiago y estallan motines contra los representantes del monarca, los corregidores, los altos funcionarios, los arrendatarios de impuestos. No siempre resulta fácil distinguir entre desórdenes que surgen de manera casi espontánea y levantamientos cuidadosamente preparados.
Segovia fue el escenario de los primeros y más violentos incidentes. El 29 de mayo se celebró en la iglesia del Corpus Christi la reunión anual de los cuadrilleros, encargados de la recaudación de los impuestos locales. Naturalmente, no podían dejar de comentarse los acontecimientos de Toledo y La Coruña, y, a continuación, se lanzaron duras acusaciones contra el representante del poder central, el corregidor, a quien se reprochaba su absentismo, y contra sus colaboradores, preocupados ante todo de obtener cuantiosos beneficios. Nada había de nuevo en estas críticas, que desde hacía tiempo eran recogidas por voces autorizadas en informes oficiales. Nada hubiera sucedido quizá de no haber sido por la indignada reacción de un funcionario subalterno, Hernán López Melón, quien denunció estos discursos sediciosos como un crimen de lesa majestad, ya que se osaba atacar a los representantes de la autoridad, y profirió veladas amenazas contra los calumniadores. La reacción de la población no pudo ser más fulminante. La multitud se apoderó de su persona, fue conducido fuera de la ciudad y linchado sin ningún tipo de procesamiento. Uno de sus colegas cometió la imprudencia de protestar contra este asesinato e inmediatamente corrió la misma suerte.
El 30 de mayo, con la ciudad todavía en gran agitación por los acontecimientos de la víspera, Rodrigo de Tordesillas se dispuso a dar cuenta de su actuación como procurador en Cortes. La multitud se agolpó en torno a la iglesia de San Miguel donde el regimiento esperaba la llegada de Tordesillas para dar sus explicaciones. El procurador intentó valientemente hacer oír su voz, pero no se le quiso escuchar. La multitud destruyó el cuaderno que contenía la justificación de su actuación en las Cortes, le arrastró hacia la prisión entre golpes e insultos y acabó por estrangularlo en plena calle. No contenta con esto, se ensañó con el cadáver, que fue colgado junto a las dos víctimas del día anterior.
El mismo día en que tales acontecimientos se desarrollaban en Segovia, Zamora recibió sin ninguna demostración de afecto a sus dos procuradores. El movimiento fue menos espontáneo en este lugar; todo había sido preparado de antemano por un magnate, el conde de Alba de Liste, que se proponía acusar a los procuradores ante un Tribunal formado por cuatro regidores «para que éstos les diesen el castigo que mereciesen». Esta especie de comedia fue suficiente para dar satisfacción a la multitud encolerizada que exigía el castigo de los traidores, y pudo evitar violencias más graves. En efecto, el conde había redactado de antemano la sentencia que debía pronunciar el jurado improvisado: a no ser tenidos por hidalgos de ahí en adelante y «desnaturados» de la ciudad y tenidos por pecheros.
En Burgos también la agitación fue muy intensa durante varios días y se produjo casi exactamente el mismo proceso que había provocado las violencias de Segovia. Todo comenzó el 10 de junio con una reunión de los delegados de las vecindades convocada por el corregidor. La discusión subió de tono rápidamente; a los ataques de que era objeto, el corregidor respondió con amenazas, lo cual desencadenó la agitación del populacho. Los manifestantes ocuparon la fortaleza y pusieron en fuga a las autoridades locales. Dueña de la ciudad, la multitud nombró entonces un nuevo corregidor, don Diego Osorio, hermano del obispo de Zamora, Antonio de Acuña. Osorio al parecer no hizo nada que justificara la confianza de la población en tales circunstancias y se mostró totalmente incapaz de apaciguar los ánimos. Los manifestantes se lanzaron al asalto de algunas mansiones, las de los notables especialmente impopulares. Garci Ruiz de la Mota, procurador y hermano del obispo Mota, pudo huir a tiempo, mientras veía cómo se quemaba su casa. Asimismo, Diego de Soria y Francisco de Castellón, recaudadores de impuestos, sufrieron las mismas tribulaciones.
La ciudad de Burgos tenía una deuda que saldar con un francés, Jofre de Cotannes, que se había hecho conceder por los flamencos la fortaleza de Lara. Su casa fue saqueada y Cotannes pudo escapar no sin antes proferir amenazas contra los «marranos» de Burgos. Poco después fue capturado y llevado a la ciudad, donde, pese a los esfuerzos de sus amigos y de Diego Osorio, fue ferozmente golpeado, provocándole la muerte, y luego fue colgado por los pies. Al igual que había sucedido en Segovia, en Burgos la multitud se apoderó de los representantes y colaboradores de la autoridad, así como de los recaudadores de impuestos. No obstante, la revuelta, en la que los artesanos desempeñaron un papel de primera importancia, no degeneró en pillaje.
No fue fácil evitar que las calles de Guadalajara se llenasen de sangre al igual que había sucedido en las de Segovia y Burgos. El 5 de junio una multitud rodeó el palacio del duque del Infantado: exigía el castigo de los dos procuradores que habían representado a la ciudad, acusados de traición. El duque suplicó encarecidamente a sus conciudadanos que no se entregaran a los excesos que habían tenido lugar en Segovia. Pero no pudo evitar la expulsión de los magistrados municipales, el ataque contra la fortaleza y el asalto contra las casas de los procuradores, que resultaron destruidas hasta los cimientos.
En las demás ciudades los incidentes no fueron tan graves. En León se entabló un fuerte altercado entre el procurador conde de Luna y Ramiro Núñez de Guzmán, pero gracias a la influencia de Juan Ramírez, otro miembro de la poderosa familia de los Guzmanes, la situación no degeneró en una rebelión abierta. En Ávila, el día 5 de junio, Sancho Sánchez Cimbrón exigió en términos conminatorios a los procuradores que en el plazo máximo de diez días acudieran a dar cuentas de su gestión ante el regimiento. No sabemos si realmente cumplieron con lo que se les exigía, pero, de cualquier modo no existen pruebas de ningún acontecimiento grave en Ávila durante este primer período. Ningún incidente tuvo lugar en Valladolid, donde los procuradores explicaron su actuación ante los regidores y luego ante los delegados de las parroquias sin que en ningún caso hubiera gran animosidad contra ellos. Los rumores sobre los impuestos votados y sobre los acontecimientos de Segovia suscitaron animadas discusiones, pero sin llegar a provocar alborotos. Parece que la presencia en esta ciudad del cardenal Adriano y del Consejo Real sirvió como importante factor de moderación.
El descontento general y los disturbios que se venían produciendo por todas partes dieron a la Comunidad revolucionaria de Toledo la oportunidad de recobrar su protagonismo. El 8 de junio, Toledo propuso a las ciudades con voz y voto en Cortes que se celebrara una reunión urgente con la finalidad de poner orden en el reino. Toledo proponía cinco objetivos concretos:
1. Anular el servicio votado en La Coruña.
2. Volver al sistema de encabezamientos.
3. Reservar los cargos públicos y los beneficios eclesiásticos a los castellanos.
4. Prohibir las exportaciones de dinero.
5. Designar a un castellano para dirigir el país en ausencia del rey.
Estas reivindicaciones merecían una amplia aprobación en el reino, sobre todo las dos primeras. Desde el púlpito, los predicadores incitaban al pueblo a la rebelión, como aquel dominico que, el 22 de julio en Valladolid, pronunció la apología de los toledanos y segovianos. No atacó al rey, pero no por ello dejó de denunciar la forma en que había conseguido la elección para el imperio:
Ha comprado con dinero el imperio.
Las reivindicaciones formuladas sin ambages ocultaban designios políticos más ambiciosos en la línea de la carta-programa de los frailes de Salamanca, de la cual se tomó el espíritu y las principales disposiciones. La integración de Castilla en el imperio se presentaba como una catástrofe nacional («grandísimo daño del reino»). Había que defender, incluso contra el rey si llegaba a ser necesario, los intereses del reino:
Dicen expresamente que las pecunias de Castilla se deben gastar al provecho de Castilla y no de Alemania, Aragón, Nápoles, etc. y que Vuestra Majestad ha de gobernar cada una tierra con el dinero que de ella recibe. De manera que en efecto no quieren dejar nada para las consignaciones y libranzas hechas para Alemania […]. También dicen que, de los dineros del reino, primero se ha de socorrer a las necesidades de aquél antes que se hayan de sacar por otras urgentes necesidades. Lo cual también parece a todos que de los dineros de Vuestra Alteza que aquí se cogen se deben tomar cuantos abastaren para atajar y quitar los peligros del reino, para que el mismo no se pierda, aunque Vuestra Majestad fuese forzado a ello, pues es para tal efecto[11].
«Aunque Vuestra Majestad fuese forzado a ello»: el reino pretendía pues sustituir al rey y se le quería prohibir la libre disposición de los ingresos del Estado.
Toledo alimentaba además otras ambiciones. Se hablaba con insistencia de la posibilidad de convertir las ciudades castellanas en ciudades libres a semejanza de Génova y de las repúblicas italianas. En Ávila y Segovia se afirmaba que la finalidad esencial de la Junta sería acudir a Tordesillas a devolver a la reina todas sus prerrogativas. Ni más ni menos circulaba la idea de destronar a Carlos V. Por tanto, era algo muy distinto de una simple protesta contra la presión fiscal. Lo que se estaba preparando era una auténtica revolución. Castilla tenía perfecta conciencia de este hecho, y fue por eso por lo que se acogió con ciertas reservas la sugerencia de Toledo de reunir a las ciudades en una junta. Las propuestas y reivindicaciones lanzadas por Toledo el 8 de junio con el fin de reunir una Junta revolucionaria eran, sin duda, muy populares, sin embargo, encontraron un eco muy débil en la mayoría de los municipios. Después de seis semanas de discusiones, la junta reclamada por Toledo acabó por reunirse, a principios del mes de agosto, en Ávila; pero sólo cuatro ciudades habían enviado sus procuradores: Toledo, Segovia, Salamanca y Toro. El resultado era decepcionante, pero los errores del gobierno real iban a cambiar rápidamente las cosas.
La amplitud de las protestas contra los impuestos, hábilmente aprovechada por Toledo en el plano político, colocó al poder central en una situación muy delicada. El cardenal Adriano, encargado de llevar las riendas del gobierno, no poseía ni la autoridad moral ni la posibilidad jurídica necesarias para hacerle frente con una cierta eficacia. Probablemente, si se hubiera decidido a realizar ciertas concesiones en el momento oportuno, hubiera podido satisfacer las reivindicaciones más urgentes y aislar a los revolucionarios. Pero el cardenal había recibido unos poderes muy limitados por parte del rey que lo obligaban a consultar con el monarca antes de tomar cualquier decisión importante. Por otra parte, algunos miembros del Consejo Real, partidarios de la política de mano dura, lo inducían a utilizar medidas represivas contra los agitadores de Segovia. Esta operación de castigo, muy mal organizada, acabó por levantar todo el país en su contra, haciéndole perder cualquier vestigio de la autoridad que aún conservaba.
En efecto, a todos cuantos en el círculo del cardenal pretendían encontrar una solución política al problema, se oponían los partidarios de una línea de dureza, encabezada por don Antonio de Rojas, arzobispo de Granada y presidente del Consejo Real.
El presidente del Consejo está muy mal comigo porque yo soy de boto que todo el reyno se sosegase castigando moderadamente y perdonando. El no ha querido syno degollando y abrasando, de manera que son mayores los casos que agora se hazen que los pasados y serán mayores los de aquí adelante. Diréis a su majestad que si no va a la mano del presidente, questos reynos llevan camino de perderse[12].
El 10 de junio el alcalde Ronquillo había recibido la orden de abrir una investigación sobre el asesinato del procurador de Segovia, Tordesillas; misión imposible de cumplir, dadas las circunstancias. Ronquillo se contentó con proferir amenazas que no hicieron más que exasperar a los segovianos y transformó su encuesta en expedición de castigo; trató de aislar por completo a Segovia impidiendo el aprovisionamiento de la ciudad. Algunas escaramuzas le ganaron el repudio de los ciudadanos que se unieron más que nunca en torno a los jefes de la Comunidad y, en especial, de Juan Bravo, investido de responsabilidades militares. Cuanto mayor era la presión, más fuerte se hacía la determinación de los segovianos. Esta resistencia exasperó a Ronquillo y a las autoridades, quienes a finales de junio decidieron utilizar medios más contundentes para acabar con ella: enviar a Segovia en favor de la justicia real toda la gente de a pie y de a caballo que fuere menester. A las peticiones de auxilio por parte de Segovia respondió Toledo poniendo una milicia en pie de guerra a cuyo frente iba Juan de Padilla. Por su parte, la Comunidad de Madrid decidió recaudar un impuesto especial para comprar armas y reclutar soldados, que acudirían también a ayudar a los segovianos. La operación represiva se convertía así en una verdadera prueba de fuerza entre el poder real y las ciudades rebeldes, para las cuales estos acontecimientos fueron ocasión de afirmar su solidaridad y su determinación.
En los últimos días de julio el cardenal Adriano pensó en la posibilidad de utilizar contra Segovia la artillería real que se encontraba en Medina del Campo, aun con el riesgo de que tal proyecto pudiera provocar un levantamiento de la ciudad. Abandonó la idea para volver a considerarla tres semanas más tarde, cuando llegaron noticias de que se aproximaba la expedición toledana mandada por Padilla. Se temía un golpe de efecto en Tordesillas, donde residía la reina.
Antonio de Fonseca, capitán general del ejército real, recibió la orden de dirigirse a Medina del Campo, tomar la artillería e impedir el paso a Padilla. Fonseca se presentó en Medina del Campo el 21 de agosto, pidiendo que se le diese posesión de la artillería real. Se encontró con una fuerte oposición: a la ciudad le repugnaba hacer entrega de unas armas que creía iban a emplearse contra Segovia. Durante toda la mañana Fonseca parlamentó sin ningún resultado. Hizo avanzar sus tropas, pero la población les impidió el paso. Fonseca entonces dio la orden de ataque. Con el fin de distraer a la población, Fonseca —o quizá uno de sus colaboradores— provocó un incendio en la calle de San Francisco, pensando que la gente abandonaría el combate para tratar de apagar el fuego, pero todo el mundo permaneció en su puesto. El incendio se extendió por una vasta zona de la ciudad y después al convento de San Francisco, donde los comerciantes almacenaban sus mercancías en los intervalos entre las ferias. Fonseca acabó retirándose, y dejó atrás una ciudad medio destruida. Estas llamas iban a provocar otro tipo de incendio por toda Castilla.
En efecto, los comuneros explotan de forma inteligente el incendio de Medina del Campo. Impresionado por la oleada de protestas, el cardenal Adriano no tiene más remedio que licenciar el ejército real; renuncia así a los pocos recursos de que dispone. Se encuentra desarmado, desacreditado.
Otras revueltas se producen en ciudades que, hasta la fecha, se habían mantenido tranquilas. Éste fue el caso de Valladolid. La ciudad estaba impaciente por adherirse al movimiento que estremecía a toda Castilla, y elogiaba abiertamente la actitud de Toledo y Segovia. Durante la noche del 22 de agosto, cuando se tuvo noticia del incendio de Medina del Campo, los habitantes dieron rienda suelta a sus sentimientos, durante tanto tiempo contenidos. La multitud incendió las casas del capitán general Fonseca, del rico recaudador de impuestos Pero del Portillo y del procurador en Cortes Francisco de la Serna. El presidente del Consejo Real y arzobispo de Granada, don Antonio de Rojas, pudo conservar la vida gracias a una circunstancia puramente fortuita: vivía en casa del cardenal Adriano, personalidad que los rebeldes respetaban, a pesar de que discutían su autoridad. En los días siguientes Rojas se dio a la fuga, aterrorizado, junto con algunos de sus colaboradores a quienes la población detestaba profundamente por haber aconsejado el movimiento represivo y por haberse hecho cómplices de los flamencos. Otros notables que hasta aquel momento habían intentado mantener el orden también huyeron de la ciudad.
Valladolid se dio a sí misma un gobierno popular, una comunidad, a imagen de las de Toledo y Segovia. Esta comunidad, presidida por el infante de Granada, descendiente de los últimos reyes moros, estaba dominada, no obstante, por algunos notables cuya preocupación esencial era la de mantener el orden. El 25 de agosto, todos ellos prestaron juramento de fidelidad a la comunidad, aunque no sin reservas, ya que este organismo, que se decía revolucionario, se apresuró a solicitar la investidura oficial del cardenal Adriano. Esto, sin embargo, no inquietó a los comuneros auténticos, gozosos de que Valladolid hubiera dado el primer paso hacia la revolución, siempre el más importante. Indudablemente, la adhesión al movimiento de la gran ciudad de la meseta había de tener importantes repercusiones. Como se escribió desde Segovia, todo el reino tenía puestas las miradas en Valladolid: «Así ha de ser luz y claridad para la vista de estos reinos».
En el plano político la Junta de Ávila no tardó en obtener beneficios de la indignación general y del descrédito en que se veía envuelto el poder real. Algunas de las ciudades que se mostraban hasta la fecha reticentes anunciaron ahora que enviaban sus procuradores a Ávila. El cardenal Adriano intentó por todos los medios recuperar el control de la situación. Ante la imposibilidad de luchar contra la corriente general hizo suyo el proyecto de convocar una asamblea que se reuniría en Valladolid bajo su presidencia. La propuesta llegó demasiado tarde. Fue en Ávila y no en Valladolid donde se reunieron los representantes de las ciudades. El cardenal se rebajó incluso a negociar con la Junta rebelde en un intento de que aceptara trasladarse a Valladolid, pero la Junta no quiso escuchar a su enviado. Había perdido en el plazo de unos pocos días toda su autoridad y el licenciamiento del ejército real le privaba de cualquier medio de presión, justo en el momento en que las tropas de Padilla, acogido como un libertador, entraban en Medina del Campo y en Tordesillas.
Por muchas cabsas justas que nos mueven para el bien destos reynos, nos paresció y se determinó que todavía se compliese con effeto lo que a vuestras mercedes ya hemos escrito, que en ninguna manera esos señores se junten ni libren a manera de Consejo asta tanto que el reyno provea en saber y averiguar los culpados y se les dé la pena que merecen y los que no tovieren culpa el galardón que es razón. Y porque si la venida de esos señores, como piden, a estas Cortes e Santa Junta fuese como personas de Consejo, sería grand inconveniente para el abtoridad del reyno que veniesen como superiores o yguales a dar cuenta del cargo e culpas que se presume q tienen, se acordó que después de aver depuesto su oficio que pretenden tener y quedar suspensos dél, que vengan a buen ora y por la presente el reyno les asegura e da entera seguridad para su venida y estada y buelta[13].
Las milicias de Toledo, Madrid y Segovia se encontraban, en efecto, en las cercanías de Martín Muñoz de las Posadas en el momento en que Fonseca llevaba a cabo su desastrosa operación contra Medina del Campo. El 23 de agosto, obedeciendo órdenes de la Junta, se dirigieron hacia el norte y al día siguiente entraban en Medina del Campo, tomando posesión en medio del entusiasmo general de los cañones que algunos días antes habían sido negados al ejército real. Al mismo tiempo, la población de Tordesillas se sublevaba, forzando las puertas del palacio. El marqués de Denia, a quien estaba encomendada la custodia de la reina doña Juana, no tuvo más remedio que aceptar que una delegación visitara a la reina. Doña Juana se enteró entonces de los principales acontecimientos acaecidos en Castilla desde la muerte de su padre, don Fernando el Católico. Los comuneros de Tordesillas llamaron urgentemente a Padilla para que acudiera a liberar a la reina de los «tiranos».
Para quitar la infamia que desto ponen a los reyes don Fernando y don Phelipe, de gloriosa memoria, y también por lo que predican de Vuestra Majestad, con motiuo que no han tenido en esto la diligencia que era necesaria para que su alteza se curase y que la han tenido Vuestra Majestad y los susodichos abuelo y padre presa contra su voluntad en Tordesyllas para que pudiessen reinar, les dixe en mi carta que de balde se hauía fecho todo lo que en tiempo passado se procuró para la salud de su alteza[14].
El miércoles 29 de agosto llegaron a Tordesillas los jefes militares de la Junta. Recibidos por la reina, le relataron de nuevo las tribulaciones que un gobierno detestable había provocado en el reino y le expusieron los fines de la Junta de Ávila: poner fin a los abusos, devolver a la reina sus prerrogativas y protegerla contra los tiranos. Doña Juana se conmovió profundamente ante su declaración. Respondiendo a una pregunta de Padilla, parece que declaró entonces: «Sí, sí, estad aquí en mi servicio y avisadme de todo y castigad los malos que en verdad os tengo mucha obligación». Palabras que inmediatamente Padilla decidió acatar exactamente: «Así se hará como Vuestra Majestad lo manda».
Cumpliendo al pie de la letra aquella declaración, la Junta se traslada de Ávila a Tordesillas e invita a las ciudades que todavía no lo habían hecho a enviar a sus procuradores. A fines de septiembre, catorce ciudades están representadas en Tordesillas: Burgos, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Toro, Toledo, Cuenca, Guadalajara, Murcia y Madrid; de las dieciocho que tienen voz y voto en Cortes sólo faltan las ciudades andaluzas (Sevilla, Granada, Córdoba y Jaén). El área de influencia del movimiento comunero queda perfectamente diseñada: se concentra al norte de la Sierra Morena. Considerando que desde ahora la mayoría del reino está representada en Tordesillas, la Junta modifica su título y pasa a llamarse Cortes y Junta General del reino. El 24 de septiembre los procuradores piden audiencia a la reina. Don Pero Laso de la Vega, procurador de Toledo, en nombre de todos, aclara lo que ha motivado la reunión de la Junta. Luego, el doctor Zúñiga, catedrático de Salamanca, expone los fines de la asamblea: proclamar la soberanía de la reina y remediar la situación poniendo fin a los abusos cometidos desde 1516. Cabe advertir que, siempre que se refiere a Carlos V, el doctor Zúñiga le llama: «Nuestro príncipe, el hijo de Vuestra Alteza». Se niega pues a reconocer el golpe de estado de 1516, ratificado por Cisneros y luego por las Cortes de 1518: para él, don Carlos no tiene ningún derecho a proclamarse rey en vida de su madre.
El 25 de septiembre, en una declaración solemne, la Junta se compromete a obrar, con ayuda de las armas si fuese necesario, por el «remedio, paz y sosiego y buena gobernación» de los reinos de Castilla; se compromete asimismo a prestar auxilio a cualquier ciudad que se viera amenazada y a defender la labor colectiva en preparación para que «las leyes de estos reinos y lo que se asentare y concertare en estas Cortes y Junta sea perpetua e indudablemente conservado y guardado». No siempre se ha sabido captar el matiz revolucionario que encierra esta frase: significaba sustituir, al menos provisionalmente, la voluntad del soberano por la voluntad colectiva del reino, expresada por sus representantes.
El texto de este juramento fue comunicado de inmediato a las ciudades representadas; el día 2 de octubre fue leído públicamente en la plaza mayor de Valladolid. El 26 de septiembre la Junta da un paso más en la vía revolucionaria y publica un manifiesto en el que, después de las consideraciones habituales sobre los fines del movimiento, se añade una precisión de singular importancia: la Junta de Tordesillas declara asumir sola la responsabilidad del gobierno. El Consejo Real queda pues desposeído de sus funciones y la Junta se convierte en la única autoridad superior del reino, concentrando todos los poderes del Estado. Unos días después decide expulsar a los miembros del Consejo Real que todavía residen en Valladolid.
Para los comuneros, los del «mal Consejo», como los llaman, aparecen como los símbolos de la corrupción y del desorden que caracterizan el gobierno de Castilla desde 1516. Algunos de ellos se habían aprovechado de su cargo para llenarse los bolsillos, y esto incluso antes de 1516. Este era el caso de Fonseca, obispo de Burgos, especializado en los asuntos de Indias; de Francisco de Vargas, uno de los hombres más corruptos de toda la administración, cuyos ingresos eran tan elevados como los de todos sus colegas juntos; de Aguirre, expulsado por Cisneros debido a sus malversaciones de los fondos de la Inquisición y reintegrado por los flamencos… Como cuerpo constituido, tampoco puede el Consejo Real escapar a la crítica: le correspondía llamar la atención del rey sobre la situación del país, pero prefirió adular a Chièvres y a los flamencos y servirles de cómplice. Al salir de España Carlos V había encargado al Consejo asesorar al cardenal Adriano y no sólo se había negado a las concesiones oportunas sino que había recomendado una actitud represiva e intransigente; como tal, era en gran parte responsable en los acontecimientos que habían llevado al incendio de Medina del Campo.
Ya el 24 de agosto la Junta había ordenado confiscar los bienes de los miembros del Consejo Real y su detención, pero entonces carecía todavía de la fuerza necesaria para imponer estas medidas. A principios de septiembre el Presidente y los más comprometidos abandonan Valladolid. A mediados del mismo mes la Junta muestra cierta impaciencia ante la dualidad que se está creando entre una autoridad que se considera como de derecho —el cardenal Adriano y el Consejo Real— y una autoridad de hecho que pretende a su vez convertirse en la única autoridad de derecho: la Junta. Ésta escribe:
Es imposible poderse proveer cosa para el bien de los negocios en que estamos si hay otro Consejo ni manera de gobernación más de lo que el reino tiene concertado y proveído[15].
El 30 de septiembre tropas comuneras al mando de don Pedro Girón prenden a los pocos miembros del Consejo que todavía residían en Valladolid. Con la eliminación del Consejo Real la Junta tiene las manos libres para organizar la administración a su antojo: los sellos del Estado y los registros oficiales se trasladan a Tordesillas; las rentas reales y los impuestos se cobran en nombre de la Junta; la Junta empieza a nombrar corregidores. Los propósitos anunciados por Toledo en su llamamiento de junio quedan muy atrás: si entonces no se hablaba más que de examinar la situación del reino y de redactar la lista de reformas a emprender, ahora la Junta tiende a considerarse como una asamblea deliberante y como un gobierno revolucionario; pero esta transformación inquieta a muchos de los que se han adherido al movimiento sin compartir todas sus intenciones.
La situación, que a fines de septiembre es muy favorable a los rebeldes, evoluciona durante el otoño de 1520 por dos motivos: la dinámica interna del movimiento comunero y las iniciativas políticas de Carlos V.
Es un movimiento que se pretende nacional y que quiere unir a todas las capas de la población contra los abusos y promover reformas. En realidad, el movimiento encuentra ecos favorables, pero también se enfrenta con oposiciones. Los comuneros atacan a los altos funcionarios, acusados de haber tolerado abusos y haberse aprovechado de ellos, y también a sus cómplices. Pero ¿quiénes son los cómplices? Poco a poco casi toda la administración es blanco de la acusación o, cuando menos, se sospecha de su complicidad. En las ciudades en las que la Comunidad ha triunfado, el corregidor, los regidores, los parientes y los aliados de los regidores son depuestos de sus cargos, acusados, expulsados; ahora bien, los regidores han sido escogidos desde mediados del siglo XV entre los caballeros. Paulatinamente, pues, toda la categoría social de los caballeros se ve amenazada por la victoria de la Comunidad.
Cuando los comuneros denuncian los abusos, piensan ante todo en los abusos cometidos por la alta administración, por el gobierno. Pero es difícil impedir que las reivindicaciones se extiendan también a otras causas de descontento. ¿Cómo impedir a todos los que se consideran víctimas, en la forma que sea, protestar y exigir reparación? El 1 de septiembre de 1520 los vasallos del conde de Buendía, en Dueñas, se levantan contra su señor; pretenden eximirse del régimen señorial e incorporarse de nuevo al patrimonio real. Unos días después, los vasallos del condestable de Castilla hacen otro tanto, luego los del conde de Benavente, del duque de Nájera, etc. Un vasto movimiento antiseñorial cunde por toda Castilla la Vieja. Esta agitación sume a los comuneros en la perplejidad; no la deseaban, pero no tienen más remedio que tomar posición: los rebeldes, lo mismo que los señores, envían delegaciones a la Santa Junta. Los unos piden ayuda contra los tiranos, los otros exigen justicia. Pero como los señores están a la defensiva y se consideran amenazados, piensan en defenderse, reclutan soldados, entran en contacto unos con otros. La Junta muestra preocupación ante esta situación; considera que los señores no están autorizados a hacerse justicia ellos mismos, y exige pues que tributen sus gentes y confíen la causa a la Junta. Pero los señores no están dispuestos a que se vulneren sus derechos. La discusión toma un cariz muy polémico y pronto la situación se presenta como totalmente nueva: el movimiento comunero se ha extendido al campo, pero en cambio ha despertado el recelo de la aristocracia terrateniente que, desde entonces, está sobre aviso. Para hacer frente a la subversión que amenaza sus feudos, la nobleza castellana acude a las armas y se aproxima al poder real. Por su parte, la Junta se muestra preocupada ante los preparativos militares de los nobles y reacciona haciendo suyas algunas de las reivindicaciones antiseñoriales. El conflicto toma poco a poco un sesgo nuevo, un enfrentamiento entre los comuneros y algunos grandes señores, sin perder por ello su dimensión primitiva: la lucha contra el poder real.
En el mismo tiempo, aconsejado por el cardenal Adriano, Carlos V toma una iniciativa política: renuncia al servicio votado en las Cortes de Santiago-La Coruña y nombra otros dos gobernadores, el condestable y el almirante de Castilla, para que colaboren con el cardenal. Como antes del reinado de Fernando e Isabel, los Grandes participan ahora en el gobierno del reino. En las semanas siguientes, en el otoño de 1520, el cardenal Adriano utiliza con inteligencia la nueva situación así creada: va a convencer a la aristocracia de que sus intereses coinciden con los intereses del rey. Carlos V y los nobles —Grandes o simples caballeros— están desde ahora implicados en la misma causa: el primero quiere conservar las prerrogativas de la corona; los segundos defienden sus privilegios. Con la adhesión de los nobles, el gobierno real, reorganizado en torno al cardenal Adriano en Medina de Rioseco, feudo del almirante, puede actuar en dos terrenos:
—Dirigiéndose a las ciudades que todavía están a la expectativa, insiste sobre la importancia de las concesiones hechas por el rey (abolición del servicio, vuelta a los encabezamientos, nombramiento de dos virreyes castellanos).
—Las ciudades rebeldes, en cambio, se ven amenazadas por una represión armada con el ejército que reconstituyen pacientemente los virreyes-gobernadores.
Ahora bien, mientras el poder real se reorganiza, los comuneros sufren varias derrotas políticas; algunas ciudades importantes se apartan de la Junta.
En primer lugar, los comuneros no pueden impedir que se reorganice el gobierno central. En octubre el cardenal Adriano y los miembros del Consejo Real se instalan en Medina de Rioseco donde tienen toda la facilidad para actuar bajo la protección de las tropas del almirante.
Segunda derrota: los comuneros tenían puestas muchas esperanzas en doña Juana, que sigue siendo teóricamente reina de Castilla. A pesar de varias tentativas y presiones no consiguen que la reina firme ningún documento. El plan que habían concebido se viene abajo: se trataba de instalar un gobierno revolucionario respaldado por la autoridad nominal de la reina, para quitarle el trono a Carlos V («el príncipe, nuestro señor») y restablecer las prerrogativas de la reina. En noviembre está claro que la tentativa ha fracasado: la reina se niega a todo compromiso y se revela totalmente incapaz de gobernar.
La actuación de la Junta (destitución del Consejo Real, voluntad de apoyarse en la reina…) preocupa seriamente a las clases acomodadas de varias ciudades. La ruptura de la coalición comunera se vuelve evidente cuando Burgos se aparta de la Junta y se pasa al bando real. El campo comunero ciertamente contaba con bastiones sólidos: Toledo, Segovia, Salamanca; sin embargo, tenía también sus puntos débiles: Burgos y Valladolid, dos ciudades teóricamente adscritas a la rebelión pero que seguían dominadas por grupos sociales que no estaban dispuestos a tomar la vía revolucionaria. El poder real salió triunfante en Burgos, pero fracasó en Valladolid.
Doña Juana la Loca en una plumilla del siglo XIX. Los comuneros tenían puestas muchas esperanzas en doña Juana, que seguía siendo teóricamente reina de Castilla.
En Tordesillas los procuradores de Burgos estaban muy lejos de aprobar todas las iniciativas de la Junta. El desacuerdo estaba menos en las reivindicaciones que se presentaban que en la manera de conseguir que se atendieran, cuestión formal esta que encubría un debate de fondo: reformas otorgadas o conquistadas por la fuerza. Para los procuradores de Burgos la Junta debía limitarse a examinar la situación del reino y elaborar una lista de reformas dejando al rey o a sus representantes la decisión final y el gobierno del reino. La mayoría de la Junta pensaba de otra manera: la consideraban a la vez como asamblea deliberante, y no sólo consultiva, y como el único gobierno de Castilla. A mediados de octubre Burgos expuso otra vez su postura, e insistió en la necesidad de dar marcha atrás: ¿acaso no había obtenido la Junta satis-facción en los puntos esenciales que se había propuesto en un principio? El rey había cedido primero en la cuestión del servicio y de los encabezamientos; acababa de nombrar dos virreyes castellanos, ya no existía ningún motivo sustancial de queja y convenía volver cuanto antes a la normalidad. La Junta respondió justificando su actuación en los meses anteriores y avanzando aún más en la vía de la revolución. Ciertamente se había salido del papel que se había previsto en un principio, pero era porque la situación lo exigía así: no era posible confiar en los culpables —el Consejo Real— para reparar los errores cometidos. En cuanto al nombramiento de los virreyes, Carlos V había procedido sin consultar al reino; estos nombramientos eran por tanto inaceptables. Esta discusión aclara la situación: la Junta pretendía ocupar todo el poder y reclamaba para sí incluso el derecho a nombrar los gobernantes.
Avisado de tales divergencias, el condestable de Castilla estimó que era hora de aprovecharlas, dando a Burgos todas las satisfacciones que quería con tal de separarla de la Junta. «Cobrar a Burgos de cualquier manera que sea», esto es lo que escribe al emperador con enorme cinismo: piensa conceder a Burgos todo lo que pide; siempre se podrá más tarde, cuando las cosas hayan vuelto a la normalidad, recuperar parte o todo de lo que se haya concedido. Éste fue el trato que permitió al condestable entrar en Burgos el I de noviembre: otorgó en nombre del rey cuanto se exigía, aunque secretamente decidido a no cumplir ninguna de sus promesas. Los notables burgaleses que pactaron con él («toda la gente principal» de la ciudad, escribe el condestable, fundamentalmente los grandes negociantes de Burgos o sus mandatarios) no eran totalmente ilusos; no buscaban más que una salida honrosa, separarse de la Junta sin dar la impresión de traicionar el movimiento comunero. Ruptura interesante, ya que significa que la gran burguesía de Burgos ha recobrado el control sobre la ciudad. Hasta entonces, los mercaderes no se habían atrevido a enfrentarse con la comunidad local, es decir, la plebe, los demagogos, el populacho. En noviembre la burguesía, apoyada por la gente del condestable, se siente capaz de restablecer el orden.
Los virreyes esperaban que, a ejemplo de Burgos, otras ciudades se apartarían ahora de la Junta. Pensaban sobre todo en Valladolid, donde los sectores moderados de la ciudad no mostraban menor inquietud que los de Burgos ante la actitud cada vez más revolucionaria de la Junta de Tordesillas. Pero en Valladolid las cosas no eran tan fáciles, ya que, a diferencia de Burgos, sus procuradores en la Junta apoyaban todo lo que se decidía en Tordesillas. A principios de octubre Valladolid intentó dar un paso para poner fin a esta contradicción; pretendió revocar los poderes dados a uno de sus procuradores, el más revoltoso, el más ardiente devoto de las ideas revolucionarias, el frenero Alonso de Vera. Los comuneros respondieron de una manera fulminante que para revocar un procurador era preciso consultar al pueblo.
[…] y que lo que se hubiere de hacer sea con mucha conformidad de toda la villa, porque de otra manera no podría ser sino recrecerse materia de mucho escándalo y desasosiego[16].
Con este argumento trataba la Junta de oponer la masa popular, el común, a unos pocos privilegiados:
La principal cosa con que las cosas de este santo propósito han venido en el estado presente ha sido proveerse lo que convenía en cada ciudad con acuerdo y parecer de la comunidad generalmente, no de particulares, aunque tengan oficio que represente lo general; en todas circunstancias, no hay que dar lugar a que la libertad de los comunes sea suprimida pues en lo de hasta ahora son ellos los a quienes principalmente debe el reino la conservación de sus libertades[17].
El infante de Granada, investido del mando supremo en Valladolid, se creyó en un primer momento bastante fuerte como para resistir a este tipo de presiones, y sus esfuerzos para sustraerse a la influencia política de la Junta eran seguidos con interés por cuantos formaban entonces el partido del emperador. La ciudad de Burgos, sobre todo después de su ruptura con la Junta, lo animaba a seguir adelante en sus intentos; y lo mismo hacían el condestable, el almirante y el cardenal Adriano. Pero los comuneros se apoyaron en los elementos más populares de la ciudad y lograron invertir la tendencia. En pocos días, a principios de noviembre, los partidarios incondicionales de la Junta pasaron a ocupar todos los puestos de mando en Valladolid; el infante de Granada y sus secuaces, destituidos, tuvieron que marcharse, dejando el puesto libre a los elementos más radicales. Hasta el final de la guerra civil, como se verá con claridad, Valladolid seguirá siendo el más firme baluarte de la revolución castellana.
Desde finales de verano la relación de fuerzas había variado notablemente. La Junta no gozaba ya de la misma audiencia. Al precisar su programa y su ambición de concentrar todos los poderes del Estado, había provocado la disidencia de Burgos, si bien había conseguido imponer sus métodos y puntos de vista en Valladolid. Lo que había perdido en extensión, lo había ganado en cohesión. Libre ya de cualquier oposición interna, la Junta podía concentrar toda su energía contra sus enemigos. El poder real, por su parte, había hecho serios progresos. El cardenal Adriano compartía ahora su responsabilidad con dos representantes de la alta nobleza y el condestable había conseguido que Burgos se separara de la Junta. Los grandes señores, por fin, estaban ya dispuestos a tomar partido en el conflicto que enfrentaba el poder real y las ciudades.
Durante todo el mes de noviembre el almirante de Castilla intenta convencer a los comuneros de que han perdido la batalla y que no les queda más remedio que entregarse si no quieren sufrir las consecuencias de una represión armada. Los dos bandos tienen tropas, pero dudan en abrir las hostilidades. Cada uno espera confusamente impresionar al otro. Lo más urgente para los virreyes era, primero, encontrar el modo adecuado de defenderse para, después, pasar al ataque. Ante todo, tenían que organizar un ejército, pues las escasas tropas con que contaba el poder real habían sido licenciadas después del incendio de Medina del Campo. A fin de cuentas no se trataba más que de un problema de fondos: para reclutar soldados era necesario dinero para pagarlos. En efecto, el hundimiento del poder real no se manifestó sólo en el plano político: el dinero comenzó a dejar de circular; los comuneros se apoderaban de los impuestos, los banqueros se resistían a adelantar fondos, incluso a intereses elevados. Ahora bien, el cardenal Adriano calculaba en más de mil ducados diarios la cantidad necesaria para cubrir los gastos indispensables del ejército y atender al funcionamiento de los servicios públicos esenciales.
Fue la ayuda financiera de Portugal la que salvó de la catástrofe al poder real. Esta ayuda no se concretó hasta diciembre, pero el acuerdo con el vecino país restableció la confianza, y ayudó a crear incluso un nuevo clima en Castilla. Por otra parte, y estimulados también por la reorganización del gobierno, por su voluntad de luchar, y por los primeros éxitos conseguidos (alineamiento de Burgos junto al poder real), los banqueros y particulares comenzaron a adelantar fondos a partir del mes de octubre. Entre los prestamistas se hallan grandes señores: el duque de Béjar, los marqueses de Villena y de Tarifa, el conde de Ayamonte, etc., así como comerciantes burgaleses: Jerónimo de Castro, Francisco de Salamanca, Pedro Orense… De este modo se revela una de las claves de la crisis de 1520: la corona pudo superar la revuelta de las ciudades gracias a la alianza con dos grupos sociales, la alta nobleza y el gran comercio. No debemos olvidarlo a la hora de intentar una interpretación de conjunto del movimiento comunero. Poco a poco la situación fue haciéndose menos crítica para los virreyes; no llegaría a ser nunca excelente, ni tan siquiera simplemente satisfactoria. Hasta el final de la rebelión el poder real tuvo que hacer frente a sus problemas financieros, solicitar empréstitos y recurrir a diversos expedientes, pero en otoño la catástrofe había sido evitada. Así pues, el poder real, amenazado de asfixia, debió su salvación a la ayuda financiera de Portugal, de la alta nobleza y del gran comercio.
Carlos V, en efecto, encontró unos aliados de los que hasta aquel momento había carecido. Con su intervención, la alta nobleza modificó la naturaleza del problema. Lo que la impulsó a salir de su inactividad no fue el deseo de salvar al poder real, sino la preocupación de conservar sus propios privilegios sociales, hecho que habría de pesar hasta el término de la guerra civil e incluso después. La nobleza de Castilla proporcionó los contingentes más numerosos y las fuerzas de choque. Muchos señores se situaron personalmente al frente de sus hombres y acudieron a ponerse a disposición del condestable y del cardenal Adriano. Los condes de Benavente y de Altamira y el marqués de Astorga fueron los primeros en llegar a Medina de Rioseco, seguidos por el conde de Miranda. Hay que tomar, por tanto, las palabras de los cronistas al pie de la letra cuando hablan del ejército de los caballeros. Era ciertamente el ejército de la nobleza el que se disponía a entrar en batalla. ¿Para defender el poder real o sus privilegios de casta? Al prolongarse, el conflicto había cambiado de significación.
Los preparativos militares de los virreyes no dejaron indiferentes a los comuneros. También ellos se pusieron a la tarea de organizar un ejército poderoso que pudiera hacer frente al de sus adversarios. Durante los meses de octubre y noviembre de 1520 los dos bandos desplegaron una intensa actividad, recogiendo fondos, reclutando soldados y trabajando en su adiestramiento.
El conflicto, que en principio se había planteado en un plano político, comenzó a adquirir aspectos militares cada vez más acusados. No sólo los virreyes tenían que resolver problemas financieros, pues también los comuneros sentían preocupación por la cuestión económica. Durante el verano algunas de las ciudades rebeldes habían organizado sus milicias. Estas tropas, poco numerosas y mal equipadas, estaban destinadas ante todo a asegurar el éxito de la revolución en el plano local. En principio, debían permanecer acantonadas en las ciudades. Sin embargo, ya habían tenido que acudir en ayuda de Segovia. De Toledo habían salido los mayores efectivos y fue el jefe de la milicia toledana, Juan de Padilla, quien se había puesto al frente de este pequeño ejército. Se pensaba entonces en una rápida campaña que permitiera enviar a los soldados a sus casas lo antes posible. Después del incendio de Medina del Campo se encargó a estas milicias la misión de ocupar Tordesillas y luego la seguridad de la Junta. Poco a poco estas tropas fueron convirtiéndose en un ejército de carácter permanente.
Los productos de los impuestos y las imposiciones extraordinarias aseguraron a los comuneros el dinero necesario para equipar su ejército. Una nota pintoresca en aquel ejército lo constituía el batallón de sacerdotes de la diócesis de Zamora, capitaneado por el obispo don Antonio de Acuña. En total eran unos trescientos los sacerdotes que se dirigieron a Tordesillas, fuertemente armados. Para compensar esta movilización parcial del clero, Acuña autorizó a los párrocos que habían permanecido en la diócesis a decir tres misas o más en caso necesario. A estos sacerdotes soldados se les confiaron misiones en la retaguardia y formaron el grueso de la guarnición de Tordesillas, encargada de velar por la reina y la Junta. El obispo, sin embargo, no bromeaba con la disciplina. ¡Ay de aquellos a los que sorprendiera leyendo el breviario!
El reclutamiento, que se prolongó hasta finales de noviembre, modificó sensiblemente la fisonomía del ejército rebelde. Las milicias urbanas aportaron el grueso de los efectivos; pero la cuña de lanza de esta tropa estaba formada ahora por unos soldados mercenarios, veteranos de la expedición de los Gelves (1519), que don Pedro Girón supo convencer de ponerse al servicio de la Junta, y por el importante parque de artillería de Medina del Campo. Las compras de armas en el País Vasco y en Castilla completaron el armamento militar.
No sólo la composición del ejército rebelde había variado, también los cuadros de mando exigían una reestructuración. Hasta entonces, Padilla tenía autoridad sobre todas las tropas puestas a disposición de la Junta. En principio, no había razón alguna por la que no pudiera seguir al frente del nuevo ejército. Pero Toledo ya no ocupaba el papel preponderante en el seno de la Junta y dos nuevas figuras comenzaban a destacar de manera decisiva en los organismos revolucionarios: don Pedro Girón y el obispo de Zamora, don Antonio de Acuña. Ambos aspiraban a pasar al primer plano y muy pronto rivalizaron con Padilla.
Acuña era un resentido y no dejó escapar la ocasión que se le presentó con motivo de la revuelta comunera. Consiguió que Zamora se uniera a la Junta y expulsó al conde de Alba de Liste de la ciudad, poniéndose a la entera disposición de los miembros de la Comunidad. Contaba entonces con más de 60 años, pero no aparentaba su edad: «En el brío y las fuerzas, como si fuera de 25, era un Roldán», escribe Sandoval. En noviembre se hallaba lo suficientemente comprometido como para que el cardenal Adriano solicitara y obtuviera del Papa un breve condenando sus actividades.
También don Pedro Girón se había visto impulsado por el rencor a ingresar en las filas del movimiento. Aspiraba a la sucesión del rico ducado de Medina Sidonia, pero Carlos V se negó a entregárselo. Desde el mes de septiembre comenzó a asistir de manera regular a las sesiones de la Comunidad de Valladolid. Prestó su colaboración a Padilla con ocasión de la expulsión de los miembros del Consejo Real. Era el único miembro de la alta nobleza que apoyaba a la Junta. Fue esta circunstancia, sin duda, la que decidió a sus miembros a designarle como capitán general del ejército rebelde. Su presencia al frente del ejército daría prestigio a la rebelión que sus enemigos presentaban a veces como fruto de la acción de un conjunto de plebeyos. Además, este nombramiento podía impresionar favorablemente a los grandes señores que todavía no habían tomado partido. Parecía significar que los comuneros no eran totalmente hostiles a la aristocracia. Padilla marchó despechado a Toledo con sus hombres. La Junta le instó para que regresara, pero en vano. Padilla prefirió ocuparse en extender la zona de influencia de la Comunidad en la región de Toledo y pareció desinteresarse de cuanto ocurría al norte del Guadarrama. No habría de volver a intervenir activamente en la lucha sino después de que Girón desapareciese de la escena.
Podemos convenir en que la Junta salió perdiendo al sustituir a Padilla por Girón como jefe militar. Cierto que se había conseguido la adhesión de un gran señor, pero en circunstancias dudosas y al precio de defecciones y divisiones que no hicieron sino debilitar profundamente el movimiento. Padilla, comunero convencido desde un principio, había conseguido una gran popularidad y prestigio entre sus hombres y a los ojos de la población. Al desaparecer provisionalmente de la escena, se eclipsó también la influencia de Toledo en la revolución. Toledo había tomado la iniciativa en la rebelión, la había animado y había proporcionado los contingentes armados hasta entonces. En noviembre Valladolid tomó el relevo convirtiéndose en el centro motor de la revolución.
En noviembre los señores se hallaban divididos en cuanto a la táctica que debían seguir. Ciertamente, ya no podían elegir: debían hacer frente a la subversión que había penetrado en sus propios feudos. Sus intereses de casta coincidían con los del poder real. Pero los unos pensaban que había que pasar en seguida al ataque y vencer a los comuneros inmediatamente; el condestable era su representante. Los demás, agrupados en torno al almirante, preferían agotar todos los medios de negociación antes de iniciar la lucha armada. Esta vía de conciliación no la adoptaban por convicción sino porque la consideraban interesante para su beneficio, por dos razones:
—Una solución pacífica y negociada les permitiría salvar sus feudos. Temían que si el conflicto se prolongaba y degeneraba en una guerra civil, la subversión pudiera alcanzar sus propios dominios.
—Un acuerdo negociado conseguido gracias a su intervención haría de estos señores los árbitros de las diferencias entre la corona y las ciudades. La aristocracia recuperaría entonces todo el poder político perdido desde el advenimiento al trono de los Reyes Católicos.
Pero las negociaciones entre comuneros y virreyes fueron totalmente negativas. Ambos bandos ya habían conseguido organizar un ejército y abrigaban la esperanza de destrozar al enemigo en el campo de batalla. Ciertamente, esta perspectiva no podía facilitar una solución de compromiso. A finales de noviembre, cuando ya todas las tentativas de llegar a una solución negociada habían fracasado, los dos ejércitos se encontraban frente a frente, entre Medina de Rioseco y Tordesillas. Parecía imposible ya poder evitar la guerra civil. Tras unas últimas escaramuzas, los adversarios se decidieron a entablar el combate. Era la primera gran batalla de la Guerra de las Comunidades.
Don Pedro Girón, capitán general del ejército comunero, siguiendo instrucciones de la Junta, había avanzado con su ejército, a finales de noviembre, hacia Medina de Rioseco, estableciendo su cuartel general en Villabrájima, una pequeña aldea situada al suroeste de la ciudad. Ambos ejércitos se hallaban sólo a una legua de distancia uno de otro. El cardenal Adriano consideraba que el enfrentamiento era inevitable. Pero los Grandes no respondieron a las provocaciones de los comuneros. Se limitaron a ocupar diversos pueblos a fin de cortar las líneas de comunicación del enemigo. Consideraban excesivamente arriesgado intentar un ataque por cuanto el enemigo se hallaba sólidamente atrincherado en Villabrájima. Preferían esperar mejor oportunidad y hostigar entre tanto al enemigo llevando a cabo golpes de mano contra su retaguardia. En realidad, los Grandes no deseaban luchar: «Falta la determinación» del pelear, le escribía al emperador uno de sus mensajeros.
Ni el condestable ni el almirante parecían deseosos de tomar las armas, poniendo como pretexto consideraciones tácticas, tras las cuales existían motivos menos confesables. El almirante, por ejemplo, no deseaba entablar batalla en su propio feudo, en los ricos ribazos y en la llanura de Rioseco. Todos dudaban en dar el paso que les convertiría en enemigos irreconciliables de las ciudades. El ver sus propios dominios amenazados por la subversión había sido la razón que les impulsara a tomar las armas, pero ¿no corrían el peligro de provocar una reacción antiseñorial todavía más fuerte si llegaban a cruzar las armas con las Comunidades? La situación actual les parecía en definitiva mucho más cómoda. Poseían tropas, y por tanto tenían los medios para defenderse en caso de ser atacados. De este modo ya constituían una amenaza para el enemigo. ¿Entonces por qué debían ir más lejos? ¿Por qué forzar la situación y arriesgarse a perderlo todo?
Estas consideraciones en las que gravitaba un egoísmo de clase apenas disimulado exasperaban e indignaban al cardenal Adriano, quien se enzarzó en violentas discusiones con el almirante y los demás Grandes reunidos en Rioseco. El cardenal denunció duramente esta actitud que dejaba en el olvido los intereses del Estado. El rey —argumentaba el cardenal— no podía mantener indefinidamente un ejército que le costaba más de 1500 ducados diarios. En consecuencia, había que poner fin a la rebelión en el más breve plazo posible. Y además, los nobles —seguía diciendo el cardenal— se preocupaban ante todo de sus intereses particulares. Lo que deseaban era defender sus posesiones con las tropas y el dinero del Estado. Heridos en lo más profundo, sus interlocutores respondieron con la misma dureza. Uno de ellos dijo con cinismo: «Buena cosa es que no perdamos nuestras cabezas para que Su Majestad ahorre dineros».
El enfrentamiento fue haciéndose cada vez más violento. El cardenal acusó después a los nobles de pretender alargar esta situación a propósito para que su concurso se hiciera indispensable. El levantamiento comunero les había ofrecido la oportunidad de intervenir activamente en la vida política puesto que el rey necesitaba su colaboración para aplastar la insurrección. Ellos lo sabían, como también sabían que una vez desaparecido el peligro el rey les despediría sin volver a ocuparse de ellos. Por ello pretendían alargar el conflicto con el fin de obtener los máximos beneficios de la situación:
Otros sospechan y lo dicen a la clara que buscan [los Grandes] que perpetuamente dure esta guerra para que Vuestra Majestad tenga necesidad de los servicios de ellos[18].
Frase clarificadora y que prefigura el modo con que, en nuestros días, ha calificado Manuel Azaña la actitud de la alta nobleza en el curso de la Guerra de las Comunidades:
Al brazo militar, o sea a los Grandes y caballeros, les importaba que el César venciese, que no venciese demasiado y que no venciese en seguida[19].
El cardenal Adriano, profundamente afectado por todos los sórdidos cálculos de los nobles, estaba a punto de presentar su dimisión cuando un acontecimiento inesperado modificó los planes de los militares. La tarde del 2 de diciembre se observaron movimientos de tropas en el bando comunero; el ejército de la Junta estaba abandonando sus posiciones de Villabrájima. Ante la sorpresa general, el 3 de diciembre el ejército de la Junta, tras abandonar definitivamente Villabrájima, se dirigió hacia el oeste en dirección a Villalpando, ciudad del condestable, que atacaron los comuneros y que se rindió sin resistencia. La primera reacción de los señores fue dirigir su ejército a Castroverde a fin de liberar Villalpando, pero en seguida recapacitaron. Las exhortaciones del cardenal Adriano habían dado sus frutos. ¿Iban a prevalecer una vez más sus intereses particulares sobre los del Estado? En efecto, la ocasión les era sumamente propicia para apoderarse de Tordesillas, ya que, al dirigirse hacia el oeste, Girón había dejado libre la ruta del sur, la ruta de Tordesillas. El día 4 se puso en marcha el ejército de la nobleza y ocupó casi sin resistencia las posiciones abandonadas el día anterior por los comuneros. La guarnición de Tordesillas, desbordada por un enemigo superior en número, esperó en vano la llegada de refuerzos. La ciudad cayó el 5 de diciembre de 1520.
La toma de Tordesillas da fe de los cambios que se habían producido en Castilla desde agosto. El poder real, aislado, sin autoridad, sin dinero y sin ejército, fue, sin embargo, reconstruyéndose lentamente. El nombramiento de dos nuevos virreyes, elegidos entre los Grandes, las inquietudes de la alta nobleza, amenazada también, y el apoyo diplomático y financiero de Portugal permitieron resolver una situación que parecía desesperada. Esto explica la toma de Tordesillas, que significa una seria derrota para los comuneros, ya que pierden una baza importante, la reina, a la que esperaban convencer algún día de recobrar al menos de una manera teórica sus prerrogativas, lo cual les hubiera permitido gobernar en su nombre y hubiera dado a la Junta cierto carácter legal; al cardenal Adriano y a Carlos V no se les ocultaba el peligro. Además, muchos procuradores de la Junta han sido hechos prisioneros en manos de las tropas reales; los demás se han ido a sus casas. En el campo comunero los ánimos están muy afectados: no entienden por qué las tropas de Tordesillas se han dejado sorprender, por qué el ejército comunero no ha salido en defensa de aquellas tropas. Don Pedro Girón, muy afectado por las críticas e incluso acusado por ciertos sectores de traicionar la causa, se ve obligado a retirarse y a apartarse del conflicto.
Sin embargo, el 5 de diciembre el poder real no había ganado definitivamente la partida ni mucho menos. El ejército rebelde, desmoralizado por la derrota y por la dimisión de su jefe, estaba intacto. La Junta había perdido un factor capital: ya no podría ampararse en la autoridad de la reina. No obstante, en el período transcurrido entre septiembre y diciembre había adquirido un prestigio y una cohesión que la compensaban ampliamente de los fracasos sufridos. Burgos se había pasado de bando, pero Valladolid se había convertido en un sólido bastión de los intereses comuneros. La unanimidad aparente de los primeros momentos dio paso a una determinación, una energía y un rigor revolucionarios más importantes. Las discusiones con Burgos, Valladolid y el almirante habían permitido a los responsables comuneros precisar sus ideas, su programa y su doctrina. En diciembre el movimiento de las Comunidades era plenamente consciente de sus verdaderas aspiraciones. Por otra parte, las revueltas antiseñoriales, que la Junta no había querido desautorizar, habían supuesto un cambio de orientación en sus objetivos: la revolución, que en principio era meramente política, provocaba ahora reivindicaciones sociales que cuestionaban las estructuras heredadas del pasado. La alta nobleza y el gran comercio burgalés las experimentaron en sus carnes. Ya no se trataba sólo de un conflicto entre las ciudades y el poder real, sino de un enfrentamiento mucho más general que amenazaba con conmocionar el equilibrio político, económico y social de la nación.
Sucesión. La primera [condición] que después dél no pueda suceder muger ninguna en el reino: pero que no habiendo hijos, que puedan suceder hijos e hijas é de nietas siendo nacidos é bautizados en Castilla; pero que no puedan suceder sino fueren nacidos en Castilla.
Consejo. La otra que en el Consejo haya de haber tantos oidores como obispados hay en estos reino de Castilla, en esta manera: que en cada uno obispado elijan tres letrados de ciencia é conciencia é de edad de cada cuarenta años, é quel Rey ó su Gobernador escoja el uno dellos é queste sea oidor por aquel obispado toda su vida; é cuando este fallesciere elijan otros tres por la misma manera: é que de esta forma elija cada un obispado uno, y questos sean los oidores del Consejo, é quel Rey no pueda poner otros, ni quitar estos, ni pueda impedir ni suspender las sentencias ni mandamientos questos dieren.
Procuradores. La otra con que cada cuando se hubieren de hacer Cortes, los logares realengos de cada un obispado é arzobispado elijan dos procuradores que vayan á las Cortes, el uno de los hidalgos y el otro de los labradores, é questos no puedan haber merced ninguna ni el Rey gela pueda dar, é que de cada uno de los obispados elijan un clérigo para que vaya á las Cortes, é de los caballeros elijan dos caballeros, é de los órdenes de los oservantes dos frayles, el uno francisco y el otro dominico, é que de los obispados del reino de Galicia no haya más de dos procuradores porque son pequeños: é que si alguno se quejare del Rey en Cortes, que le sea fecha justicia antes que se acaben las…
Gobernador. La otra con que si el Rey fuere mentecato, ó se ausentare del reino, que los procuradores de Cortes é los del Consejo se junten en Cortes y elijan un Gobernador del estado de los caballeros, y este é los del Consejo gobiernen el reino é provean de tutor é curador al menor ó mentecato, é de oficiales de su casa, é questos puedan amoverse, quitar á los tutores, é curadores é oficiales cada é cuando les pareciere, é poner otros.
Justicia. Lo otro á condición quel Rey no pueda poner Corregidor en ningún logar, sino que cada ciudad é villa elijan el primero día del año tres personas de los hidalgos é otras tres de los labradores, é quel Rey ó su Gobernador escojan el uno de los tres hidalgos y el otro de los labradores, é questos dos que escojeren sean alcaldes de cevil é criminal por tres años, é pasados los tres años otros por la misma vía, é que los del Consejo invien un juez á que tome residencia á los alcaldes, é quel juez que gela fuere á tomar, no tome las varas á los alcaldes, que hubieren sacado ni conozca de causa ninguna sino sólo de las causas de residencia, é cuando se elijeren los alcaldes, elijan alguaciles para cada un logar, y en el logar más principal de cada un obispado elijan dos personas llanas é abonadas en todo el tiempo de los tres años porque se elijen los alcaldes, é que el Rey pueda poner en cada un obispado un Gobernador para que gobierne la tierra é tenga cargo de castigar los crímenes, é maleficios é fuerzas, y queste no conozca en lo civil sino en grado de apelación y en los casos de Cortes.
Oficios. Lo otro á condición que los oficios de regimientos, veinticuatrías, juraderías, escribanías, alguaciladgos é otros oficios se hayan de dar cuando vacaren á los nacidos é bautizados en los mismos logares á donde vacaren los tales oficios ó en sus aldeas, é que no se puedan dar á otras personas.
Beneficios. Lo otro á condición que los beneficios, é dignidades, é abadías, prioradgos, obispados, é arzobispados é fortalezas se hayan de dar é den cuando vacaren á personas que sean nacidos é bautizados dentro de los límites de los obispados é arzobispados donde vacaren, é que no se puedan dar á otras personas; pero si el Rey tuviere fijos ó nietos ó hermanos, que los pueda proveer á donde él quisiere con tanto que sean nacidos é bautizados en estos reinos de Castilla.
Encomiendas. Lo otro á condición que los maestradgos y encomiendas é prioradgo de San Juan se hayan de dar á personas que sean nacidos é bautizados en Castilla, é que no se puedan dar á otras personas.
Oficio Real. Lo otro á condición que los oficios de la casa Real se hayan de dar á personas que sean nascidos é bautizados en Castilla, é quel Rey no pueda servirse durante estuviere en Castilla sino de personas que sean nacidos en Castilla.
Un oficio. Lo otro á condición que á ninguna persona pueda ser dado sino un oficio, ó un beneficio, ó una dignidad ó una encomienda, agora sea oficio de la casa Real, ó del Consejo, ó de ciudad, ó villa ó una fortaleza, é que si a alguno le fueren dados más de uno é lo acetare, que los pierda ambos é quede inhábile para haber otros, é quel Rey no lo pueda habilitar.
Edades. Lo otro á condición que los que hubieren de ser elegidos para alcaldes ó regidores de los logares hayan de ser á lo menos de edad de cada treinta años, é los del Consejo de cuarenta porque tengan alguna experiencia.
Encabezamiento. Lo otro á condición que las rentas Reales queden por encabezamiento en los pueblos en los prescios en que estaban al tiempo que la Reina Doña Isabel murió é que no se puedan pujar mas é nu… ques ó fuere no pueda agora ni en ningunt tiempo echar servi… al reino.
Moneda. Lo otro á condición quel Rey no pueda sacar ni dar licencia para que se saque moneda ninguna del reino, ni pasta de oro ni de plata, é que en Castilla no pueda andar ni valer moneda ninguna de vellón sino fuere fundida é marcada en el reino.
Saca de pan é de carne. Lo otro á condicion quel Rey no pueda dar licencia para que se saque pan ni carne fuera del reino sin que la saca sea otorgada por Cortes con información de como no es menester en el reino, é que cuando alguna vez se diere, quel que lo sacare pague de cada hanega de pan un real de derechos, é de cada res menor de ganado un real, é de cada res mayor ocho reales, é questos sean para á la guerra de los moros ó redención de cautivos demás de los derechos Reales, é quel Rey no pueda tomar cosa alguna dellos.
Enagenación. Lo otro á condición quel Rey no pueda enagenar ningunas ciudades, villas ni logares, ni las rentas dellos de los que hoy son de la corona Real ni de los que aquí adelante se reducieren á la corona por confiscación ó en otra manera, ni los pueda vender, ni empeñar, ni dar, cambiar ni trocar, ni pueda vender ni empeñar ninguna de sus rentas é derechos ordinarios ni extraordinarios ni parte dellos, é que si lo hiciese que no valía ni sea obedecido ni complido lo que sobre ello mandare.
Restitución. Lo otro á condición quel Rey restituya á las ciudades é villas todos los términos, é montes, é dehesas é logares que los Reyes pasados les han tomado para dar á personas particulares, é que si no lo hiciere que las ciudades é villas se los puedan tomar por su autoridad é ayudarse unas á otras para ello é quel Rey no gelo pueda vedar ni estorbar.
Armas. Lo otro á condición que todos puedan traer las armas que quisieren ofensivas é defensivas, é que ninguna justicia gelas pueda tomar ni vedar que no las trayan, é que todos sean obligados á tener armas en esta manera: que cada un vecino de los del menor estado sea obligado á tener una espada, é un puñal, é un casquete, é una lanza é un pavés ó una rodela: entiéndase ser del menor estado el que no tiene cinquenta mil maravedís de hacienda. E los del mediano estado que sean obligados á tener cada uno una espada, é un puñal, é un casquete, é una pica é un coselete ó unas corazas é una rodela: entiéndase ser del mediano estado el que tuviere más de cinquenta mil maravedís de hacienda é no pasare de doscientos mil… Y los del mayor estado que sean obligados á tener cada uno dos espadas é dos puñales par asir á un mozo, é una pica, é una alabarda, é una rodela é un coselete entero con su celada y gorjal é falda: entiéndese ser del mayor estado el que tuviere de hacienda más de doscientos mil maravedís: é por questo se guarde mejor, que los alcaldes é regidores de cada un logar hagan hacer cada un año el día de Santiago alarde á todos los vecinos, é que cada un vecino salga á la alarde con sus armas, é quel que no las sacare todas, que pague de pena si fuere del menor estado trescientos maravedís, é si del mediano seiscientos, é si del mayor mil maravedís, é questa pena gela esecuten luego é no gela puedan perdonar é sea para los muros del logar, é que demás desto los alcaldes é regidores les compren las armas que les faltaren é gelas den é gelas hagan pagar.
Posadas. Lo otro á condición que los pueblos no sean obligados á dar posadas francas al Rey ni á sus gentes más de tres días, é que pasados los tres días todos paguen las posadas como las pagan en Aragón; pero que en cada logar donde el Rey estoviere le dé el pueblo diez posadas… de su casa, é á cada uno de los del Consejo una para á su p… los otros las paguen.
Caballos. Lo otro á condición que todos los que mantovieren continuamente armas é caballo sean libres é no pechen en otras cosas salvo en las que contribuyen los hijosdalgo, é quel que desto quisiere gozar, se escriba por tal é salga cada año á la alarde con sus armas é caballo é jure lo que tiene continuamente, é ques suyo é lo tiene á su costa, é sea tal el caballo que valga cinco mil maravedís, é que si se le muriere que dentro de cuatro meses compre otro.
Revocación de oficios. Quel Rey revoque é quite todos los oficios, é beneficios, é dignidades, y encomiendas é fortalezas questán dados á las personas que no son nascidos é bautizados en el reino, é las dé á los naturales é nascidos é bautizados en el reino, é las dé á los naturales é nascidos en los reinos, é que no dé fortaleza ninguna á ningún gran Señor sino á personas que ellos por sí estén en ellas en personas, ni dé capitanía á ninguno que por su persona no la sirviere.
Ordinación de gente. Lo otro á condición que en cada un obispado se haga un libro en que se asienten todas las ciudades, villas é logares, fortalezas é rentas quel Rey tiene en aquel obispado, é que asienten los vecinos que cada un logar tiene, é los que tienen sus aldeas, é cuantos dellos son hidalgos é cuantos pecheros, é lo que renta cada un logar, é se nombren dos personas que resciban las rentas de todo el obispado, é que toda la renta se haga cuatro partes, é la una cuarta parte se dé al Rey para el gasto de su casa y estado, é que las otras tres partes las tengan en sí los que recaudaren las rentas, é se nombren tantos hidalgos de los del obispado para la guerra cuanto bastaren las rentas para pagar á cada uno dellos diez mil maravedís cada un año, é questos que fueren nombrados sean pagados á diez mil maravedís por año en todo el tiempo que estovieren en la guerra, é que en el tiempo que estovieren en sus casas no les den más de á tres mil maravedís por año, é que todo lo que quedare en poder de los recaudadores é pagadores del tiempo en que la gente no estuviere en la guerra, que se guarde é lo resciban é tomen la cuenta dello cada un año las justicias é regidores de los logares do fueren nombrados y estovieren los que hubieren de rescibir é recaudar las rentas.
Gente de guerra. E lo que se alcanzare se eche en un arca de tres llaves é se guarde para cuando hubiere necesidad de guerra, é que las llaves tengan la una los alcaldes, é la otra los regidores, é la otra una persona cual el pueblo nombrare. E que cuando se nombraren los hijosdalgo para la guerra, se nombren otros tantos de los labradores é pecheros para la guerra, é questos que se nombraren no pechen en otras cosas salvo en aquellas en que pagan los hidalgos: é que cuando éstos fueren á la guerra les den é paguen á razón de diez mil por año. E que cada é cuando alguno destos que se nombraren para la guerra muriere sea hidalgo ó pechero, se nombre otro en su lugar porquel número esté todo tiempo entero.
Guerra. Lo otro á condición que cada é cuando el Rey quisiere hacer guerra llame á Cortes á los procuradores, é á ellos é á los del Consejo diga la causa de la guerra para que ellos vean si es justa ó voluntaria. E si fuere justa é contra moros, vean la gente que para ella es menester é tomen las cuentas de las rentas, é sepan si hay de que pagarla é provean lo que fuere menester para ello segunt la necesidad de la guerra é del tiempo, é que sin su voluntad destos no pueda el Rey hacer guerra ninguna.
Bulas. Que las bulas se prediquen sin suspensión de otras, é que lo que dellas se hubiere se gaste en guerra de moros… sa ninguna, é que los procuradores de Cortes nombren personas… Que en Toledo esté un… ten las copias de todos los libros de los logares é rentas de los obispados, é todas las copias de las rentas ordinarias y extraordinarias que el Rey tiene, é que se asiente en él todo lo que se reduciere á la corona, é que después de asentado en él no pueda el Rey darlo, ni venderlo, ni empeñarlo, ni trocarlo ni cambiarlo, é si lo hiciere que no vala ni sea obedescido ni cumplido lo que sobre ello mandare porquesto es la conservación de la Corona Real.
Juramento. Que cada é cuando alguno hubiere de suceder en el reino, antes que sea rescibido por Rey, jure de cumplir é guardar todos estos capítulos é confiese que rescibe el reino con estas condiciones, é que si fuere contra ellas que los del reino gelo puedan contradecir é defender sin caer por ello en pena de aleve ni traición, é que ningunt alcaide le entregue fortaleza ninguna sin que le muestre por testimonio como ha jurado estas condiciones ante los procuradores del reino é sin que uno de los mismos procuradores vaya é gelo diga en persona como lo ha jurado. E que ansí mismo jure de guardar á todas las ciudades é villas de la corona todos sus previllegios que tienen é que los jure antes que sea rescibido por Rey[20].
Muy magníficos señores.
Como a todos sea notorio que la raíz y principio de donde han manado todos los males y daños que estos reinos han recibido ha sido la falta de salud de la reina nuestra señora, la cual y la tierna edad del rey nuestro señor, su hijo, dieron causa y lugar a que, metidos extranjeros en la gobernación de los dichos reinos, tan sin piedad fuesen despojados y tiranizados dellos en tanto deservicio de sus majestades y daño particular y general de todos, acordamos los procuradores del reino que para el remedio de los dichos daños, mediante la gracia divina, estamos juntos, que la primera y más justa jornada que podíamos y debíamos hacer era ir a la villa de Tordesillas a presentarnos ante nuestra reina y señora para dos cosas: la una, para que la junta se haga en su palacio real, presentándole aquel acatamiento y obediencia que a su real persona se debe, y a le dar toda la cuenta que de los dichos daños y de lo que para el remedio de ellos se tratare su alteza será servida de recibir.
La otra causa es para procurar por todos los medios a nosotros la salud de su alteza, en que tenemos por cierto que está el remedio de los trabajos presentes, para lo cual enviamos a llamar a todos los más famosos y excelentes médicos de estos reinos y, para esto mejor y más libremente poner en obra, pareciónos cosa conveniente la ausencia de esta villa por el presente de los señores marqués y marquesa de Denia, creyendo y aun conociendo de ellos que, pues tan poco se ocuparon de procurar la salud de su alteza el tiempo que tuvieron cargo de la gobernación de su real persona y casa, que no nos serían buenos ayudadores en este propósito. Y porque los remedios que por vía humana se podrían buscar para cosa tan grande no aprovecharían para más de para mostrar nuestra diligencia y fidelidad si principalmente no recurriésemos al verdadero remedio que es Dios, habiéndolo primero comunicado con personas religiosas de santa vida, ordenamos que generalmente en todas las ciudades y villas de estos reinos se hagan solemnes y devotas procesiones y plegarias por la dicha salud de su alteza, hacémoslo saber a vuestras mercedes para que allí provean como se haga lo mismo.
Asimismo hacemos saber a vuestras mercedes que, viendo que el efecto para que aquí nos juntamos era reparar los males hechos en el reino y resistir los que cada día se aparejan de nuevo no se podía conseguir estando el poder y fuerzas en manos de los mismos autores y fabricadores de los dichos males, que son los que hasta aquí han estado en el Consejo Real, los cuales, no arrepentidos de lo hecho, siguiendo la natura del demonio, entendían ahora de nuevo con todas sus fuerzas en aparejarse, así de gente de armas como de ayudas de grandes para llevar adelante su diabólico propósito, acordamos, habiendo sobre ello muchos días platicado y deliberado, que era necesario sobreser el autoridad de los susodichos, pues era poderío de tinieblas, hasta tanto que, con acuerdo de estos reinos, sus majestades determinen sus culpas y provean de consejo y gobernador y gobernadores conforme a la ley de los reinos, lo cual así se hizo por un requerimiento que por nuestro mandado se les notificó en la noble villa de Valladolid.
Hacémoslo saber a vuestras mercedes para que de aquí adelante, si por ellos les fuese enviada provisión y mandamiento, no lo obedezcan, antes todas las fuerzas y agravios de que solía conocer el dicho Consejo vengan ante nos, donde se les hará entero cumplimiento de justicia y lo manden así vuestras mercedes pregonar en la ciudad y su tierra.
Asimismo, porque los poderes que las ciudades trajeron a esta dicha junta son diferentes y sobre esto cada día ocurren cosas que nos ponen alguna duda y confusión y porque muchos de ellos venían para la ciudad de Avila, y, habido por voluntad de su alteza la novedad que vuestras mercedes habrán sabido de se hacer en esta villa de Tordesillas, con autoridad de su alteza, y es servida que todos los agravios ahora y para adelante se remedien, pareciónos cosa conveniente que los poderes fuesen todos iguales y de un tenor para que mejor y más presto se acabe el negocio e hicimos un registro para que, conforme a aquél, cada ciudad traiga su poder, pedimos por merced a vuestras mercedes que muy brevemente le manden despachar a enviar a sus procuradores y que en esto no haya dilación porque no se pierda tiempo. El poder va señalado de los secretarios.
A vuestras mercedes y a todo el reino es notorio como, en tiempo de los Católicos reyes don Fernando y reina doña Isabel, que santa gloria hayan, se hicieron y ordenaron en Cortes muchas cosas excelentes y dignas de memoria para el bien de estos reinos, las cuales y las leyes y fueros y pragmáticas reales se han quebrantado por mal gobierno, de donde se han seguido en el reino los daños irreparables y todos los inconvenientes y desasosiegos en que estamos, todo esto ha resultado del poco cuidado que las ciudades y comunidades han tenido que proveer de remedio para la observancia de su bien. E porque, placiendo a Nuestro Señor, en breve se proveerá de entero remedio, para que adelante no haya los daños y agravios que hasta aquí, así por el perjuicio del reino y comunidades como por lo que toca al servicio de la reina y rey nuestros señores, que consiste en no ser disipados o destruidos sus reinos, y porque así es la voluntad de la reina nuestra señora y su alteza, doliéndole mucho de sus reinos y por descargo de su real conciencia, nos manifestó a todos esta su voluntad y ser de ello servida y porque tornaríamos al mismo inconveniente si no se proveyese como se guardase lo ordenado, muy platicado y conferido entre nosotros, e hicimos una hermandad y unión de todas las ciudades y villas, provincias, la cual se otorgó por vuestros procuradores y los otros que aquí estaban y lo mismo harán los otros que aquí vinieren, esperamos en Dios nuestro señor que nos guio a lo hacer que será servido como sea guardada y de esta manera las ciudades y villas y comunidades de este reino se hacen muy fuertes y poderosas y se guardarán sus leyes y fueros, no consintiendo que se quebranten, y el reino se forma en costumbre y estilo de lo guardar como hasta aquí estaba en descuido de no tener pena del quebrantamiento de ello y de su perdición.
Y, como visto esto y sabido por las personas que no han tenido entera y buena voluntad al bien común, podía estar sin cuidado que su mal propósito no habrá efecto.
Aquí enviamos la escritura de hermandad. Es menester que vuestras mercedes lo manden pregonar con mucha solemnidad y trompetas y que se notifique y haga saber y de la misma manera publicar en las otras villas y lugares que no son de su jurisdicción y caen debajo de su voto y provincia porque sea público en estos reinos y todas del universal favor y esto manden vuestras mercedes que luego se ponga así en efecto porque de la misma manera se provee y manda que se haga en todo el reino y que se jure por las parroquias y quadrillas.
Nuestro Señor sus muy magníficas personas guarde y estado acreciente, de lo cual mandamos dar la presente, subescrita y firmada de Juan de Mirueña y Antonio Rodríguez, secretarios de la Santa Junta, que es hecho en la villa de Tordesillas a veinte y seis días del mes de septiembre de mil y quinientos y veinte años, por mandado de los señores procuradores de las Cortes y Junta general del reino, leales vasallos de sus majestades[21].