27

La elegante residencia de Jeremías en la terraza del hotel, situado en el borde oriental del Barrio Antiguo, tenía vista a la amplia extensión del Boulevard de Dayan. Moore fue en taxi hasta la entrada del edificio, entró en el embaldosado vestíbulo y estaba acercándose a un ascensor cuando dos soldados le impidieron el paso.

—¿Adónde va usted? —preguntó uno de ellos.

—Vengo a ver a Jeremías.

—Lo siento, señor —dijo el soldado—, pero Jeremías no recibe visitas.

Yo soy una excepción —dijo Moore.

—Nadie puede subir sin un pase preferencial.

—¿Por qué no telefonea a Jeremías y le dice que Salomón Moody Moore está en el vestíbulo?

—Moore —repitió el soldado, con el ceño fruncido—. Conozco ese apellido. Había cierta orden relativa a usted.

—¿El teléfono? —repitió Moore.

El soldado le miró fijamente un momento, ordenó a su compañero que no perdiera de vista al visitante y se acercó a un teléfono interior. Volvió antes de un minuto.

—Lamento las molestias, señor Moore. Jeremías quiere verle inmediatamente. Suba en el último ascensor de la izquierda, va directamente a la terraza.

Moore le dio las gracias, entró en el ascensor y salió segundos más tarde en el piso superior del edificio, al borde de una sala de estar espaciosa y elegante. Jeremías no estaba allí, pero Moira Rallings ocupaba un mullido sofá de terciopelo y estaba leyendo una revista.

—Hola, Moira —dijo Moore—. Cuánto tiempo sin vernos.

—Hola, Salomón —replicó ella—. ¿Aún no has leído mi libro?

—¿No lo ha leído todo el mundo? —respondió él con una sonrisa.

—Deseo pedirte excusas por algunas referencias poco aduladoras a tu persona —dijo Moira—. Desconocía totalmente quién eras cuando escribí el libro. Todo aparecerá corregido en la edición revisada.

—Acepto tus excusas —dijo Moore en el mismo momento que Jeremías, ataviado con una túnica de seda blanca, entró en la sala.

—Siéntate, Salomón —dijo amablemente—. Me preguntaba qué habría sido de ti. —Abrió una botella de vino y llenó tres vasos—. ¿Te apetece un trago?

Moore meneó la cabeza.

—¿Por qué demonios iba a querer beber en tu compañía?

—Para celebrarlo —respondió Jeremías—. Después de todo, el triunfo habría sido imposible sin ti y mi pequeña y ardorosa biógrafa.

—Y ahora que has triunfado, ¿has decidido ya qué piensas hacer conmigo? —preguntó Moore.

—He meditado muchísimo este asunto, Salomón —replicó Jeremías—. Pareces ser algo distinto al resto del rebaño. Actualmente todos me aman, pero tengo la clara impresión de que tú todavía alimentas sentimientos hostiles.

—Tal vez no sepan cuántas personas tienes intención de matar —dijo Moore.

—Debe hacerse, Salomón —dijo tranquilamente Jeremías—. Millones y millones deben morir. Pero eso no viene al caso, porque hablábamos de qué me propongo hacer contigo. Debo confesar que estás convirtiéndote en un estorbo para mí. Me refiero a que, después de tantos años de futilidad, todavía abrigas la esperanza de matarme. No te molestes en negarlo: el bulto de tu chaqueta es inconfundible.

—¿Hablas de esto? —preguntó Moore, sacando un revólver de apariencia perversa.

—¿De qué te servirá eso, Salomón? —dijo riendo Jeremías—. No puedo morir. Diablos, ni siquiera he ordenado a los soldados que registren a los visitantes por si llevan armas ocultas.

—Lo sé. Me aseguré de ese detalle antes de venir.

—Si disparas contra mi —continuo Jeremías, desentendiéndose por completo del revolver—, estaré al borde de la muerte un par de días, y cuando llegue el fin de semana me encontraré estupendamente. Y mi castigo por eso será mucho más desagradable que las torturas que me hiciste en Cincinnati.

Moore sacudió la cabeza y suspiró.

—Cuando Moira hable de tus últimos días en la tierra tendrá que indicar la tragedia básica de tu naturaleza: tu inteligencia, pese a mejoras francamente rápidas, jamás ha estado a la altura de tus otras cualidades. —Sacó un silenciador del bolsillo y lo colocó en la boca del arma.

—¡Estás loco! —exclamó Jeremías—. ¡Nada puede matarme! ¡Y tú lo sabes!

—He pasado mucho tiempo pensando en eso —dijo Moore—. Por eso he estado esquivándote hasta hoy, porque no quería que me obligaras a actuar antes de estar preparado.

—¿De qué diablos estás hablando? —preguntó Jeremías.

¿Por qué es imposible matarte? —preguntó Moore, amartillando el arma.

—Porque nada, ni tú, ni nadie, nada puede impedir que establezca mi reino en Jerusalén.

—Muy bien, Jeremías —dijo Moore. Le apuntó con la pistola—. ¿Y qué acontecimiento especial ha tenido lugar hoy?

Jeremías le miró fijamente, con los ojos muy abiertos, un largo momento. Después un mohín de comprensión y terror apareció poco a poco en su semblante.

—Sí, Jeremías —dijo en voz baja Moore—. Y por eso no he venido a verte antes. Pero desde esta tarde eres rey de Jerusalén, de Israel entera, en realidad. Has hecho lo que estabas destinado a hacer, has cumplido tu objetivo y satisfecho las profecías… y ahora eres caza vedada.

—¡No! —chilló Jeremías—. ¡Ése no puede ser el final! Primero la espada, luego el fuego, después…

—Interesante teoría —dijo Moore—. Comprobémosla.

Disparó.

Jeremías retrocedió tambaleante hacia una pared, aferró la mancha roja cada vez más extensa que tenía en el pecho y se desplomó. Gimió, se retorció y finalmente quedó inmóvil.

Moore se acercó al caído, le cogió la mano y buscó el pulso. No había latidos. Metió otras cuatro balas en la sien de Jeremías y después miró a Moira.

—Te hice una promesa hace mucho tiempo —dijo en voz baja—. ¿La recuerdas?

Moira asintió, con los ojos iluminados por la excitación.

—Voy a cumplirla ahora mismo —dijo Moore—. Es todo tuyo.

Moira cruzó lentamente la sala, sin indicios de pena o remordimiento en su semblante, y se arrodilló junto al cuerpo de Jeremías. Alzó la ensangrentada cabeza hasta su regazo y la acarició apasionadamente mientras murmuraba palabras que Moore no logró entender.

Moore la observó unos instantes, hizo una mueca y buscó un teléfono. Lo encontró y llamó a Chicago.

—Aquí Pryor —sonó una voz familiar pocos instantes después.

—Hola, Ben.

—¡Salomón! —exclamó Pryor—. ¿Cómo van las cosas por ahí?

—Todo está bajo control. He matado a Jeremías hace menos de cinco minutos.

—¿Cómo?

—Te lo explicaré cuando vuelva.

—Eh… Salomón.

—¿Sí?

—Tal vez sería mejor que me lo explicaras por teléfono.

—¿Problemas?

—No exactamente… no para . Pero he tenido que esperar mucho tiempo para ocupar este sillón, y creo que no me interesa abandonarlo.

—Comprendo —dijo Moore en voz baja.

—Tú siempre fomentas la ambición, Salomón.

—Lo sé, Ben.

—No es nada personal —continuó Pryor—. Pero en cuanto cuelgue el teléfono, pondré precio a tu cabeza. Así es el negocio, Salomón.

—Sin resentimientos, Ben —replicó Moore—. Pero acabas de firmar tu sentencia de muerte.

—Ya veremos, Salomón —dijo Pryor—. Pero por tu propio bien, mantente alejado. He descubierto a tus espías y me he ocupado de ellos, y acabo de formar sociedad con Piper Black. También él pondrá precio a tu cabeza.

—Muy justo, Ben —dijo Moore—. Pero tienes algo que me pertenece y pienso recobrarlo.

—Inténtalo, adelante.

—¿Sin clemencia pedida o concedida?

—No —convino Pryor, con una voz que reflejaba menos seguridad.

—Nos veremos pronto, Ben —prometió Moore.

Colgó el aparato y se acercó a una ventana. Cientos de soldados y civiles circulaban cumpliendo sus obligaciones, desconocedores de lo que había ocurrido cien metros por encima de sus cabezas.

—¿Moira?

—Sí, Salomón —dijo ella mientras se limpiaba la cara, manchada con la sangre de Jeremías.

—He cumplido mi promesa. Ahora quiero que me hagas un favor.

—¿Qué favor, Salomón?

—Concédeme una ventaja de seis horas antes de comunicar lo sucedido aquí. ¿Lo harás?

Moira observó un momento el cadáver de Jeremías y luego miró a Moore.

—Seis horas —dijo, moviendo afirmativamente la cabeza.

Moore miró por última vez a la pareja, la amante de cadáveres y el cadáver, y acto seguido, tras meterse la pistola en la parte trasera del cinturón, entró en el ascensor.