25

—¿Cómo te has colado aquí? —preguntó Moore.

—Tranquilízate, Salomón —dijo riendo Jeremías—. Te expones a un ataque cardiaco. Bien, ¿qué me dices de ese trago?

Mientras Jeremías se acercaba al refrigerador, Moore corrió hacia la puerta y descubrió que estaba cerrada con llave.

—No hay nada que ver en la otra oficina, aparte de un puñado de soldados dormidos —dijo Jeremías. Sacó una lata de cerveza—. Espero que no te importe —dijo mientras arrancaba la tapa—, pero dejé de beber zumo de frutas en cuanto cumplí cuatro años. —Engulló una buena cantidad, se enjugó los labios con la manga de la camisa y bebió el resto—. Buena marca. ¿Te importa que coja otra?

Moore volvió a sentarse ante el escritorio y miró fijamente a su rival mientras éste abría la segunda lata.

—Gracias, Salomón. Aquí hace un calor infernal. Ya no estoy acostumbrado al clima. —Contuvo la risa—. Había olvidado lo incómodo que puede ser el Oriente Medio en esta época del año.

—Todavía no has respondido mi pregunta —dijo Moore—. ¿Cómo has podido llegar?

—Llegué, eso es todo.

—¡No me vengas con tonterías! —exclamó Moore—. ¡Hay un millón de hombres y mujeres armados ahí afuera!

—Llegué a pesar de eso —dijo Jeremías, esbozando una amplia sonrisa.

—No he oído un solo disparo.

—No hubo ninguno. Fui directamente de mi campamento a esta oficina. Nadie me vio, nadie me oyó, nadie intentó detenerme. Fue muy sorprendente, Salomón. Pasé al lado de la gente y todos se comportaron como si yo no estuviera allí. Luego, al llegar aquí, dije a todos los que estaban en la otra oficina que se fueran a dormir, y obedecieron. —Sonrió de nuevo—. ¡Me encanta ser el Mesías!

Moore abrió un cajón del escritorio, encontró un abrecartas y lo sacó.

—En ese caso, supongo que deberé matarte yo mismo —dijo tétricamente.

—No, no harás eso, Salomón —replicó Jeremías, sin mover un dedo para defenderse—. Pero tu tarea ha concluido. Yo puedo matarte por fin… y si me fastidias, lo haré.

—¿Qué estás diciendo?

—Hasta ahora, era tan imposible acabar contigo como conmigo, Salomón —dijo Jeremías. Levantó una silla e hizo frente a Moore—. Pero has estado tan preocupado intentando matarme que no te has dado cuenta. —Hizo una pausa. Era obvio que estaba divirtiéndose mucho—. ¿Recuerdas aquel día en Chicago, cuando el avión se estrelló contra el hangar? Yo salí con vida, pero también sobreviviste. Tampoco Lisa Walpole logró matarte. Y durante estos cuatro años, mientras te esforzabas en liquidarme, también yo puse precio a tu cabeza. Ni siquiera derribar tu avión sirvió.

—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Moore. Había dejado el abrecartas y estaba mirando fijamente a Jeremías.

—Pensaba que tú eras el hombre inteligente —dijo Jeremías—. Y sin embargo sigues sin comprenderlo, ¿no es cierto?

—Continúa hablando.

—Echa una ojeada al pasado, Salomón. Has pasado cuatro años advirtiendo mi presencia a millones de personas. En realidad, has sido el mejor heraldo que podía desear. Y ahora hasta has contribuido a lograr que Jerusalén sea inconquistable. Has hecho bien tu trabajo, Salomón.

¿Mi trabajo?

—Sí, Salomón —dijo Jeremías—. Mira, eres el Precursor, Eres Elías, llegado para preparar el camino al Mesías.

—¡Estás loco! —exclamó Moore.

—No, Salomón. Tengo razón, y por la expresión de tu cara deduzco que empiezas a comprenderlo. —Hizo una pausa—. ¿Cómo debía llegar Elías a Jerusalén?

—Explícamelo tú.

—Debía cruzar el cielo con un carro de fuego —replicó Jeremías—. Ahora no tenemos carros, pero yo diría que tú elegiste lo más parecido. «He aquí que yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día grande y terrible de Yahveh». Eso es Malaquías, capitulo 4, versículo 5, Salomón.

—¡Sandeces!

—Tengo un millón de citas —dijo Jeremías, sonriente—. ¿Quieres que empiece a recitarlas?

Moore meneó la cabeza, sumido en sus pensamientos.

—Yo habría atacado mucho antes —continuo Jeremías—, pero cuando averigüé todo esto pensé que era mejor aguardar a ver cuanto camino me preparabas. Y me alegro de haber actuado así. Sabía que me harías famoso aquí, pero jamás soñé que además me obsequiarías con una Jerusalén inconquistable. Como ya he dicho, Precursor, has hecho bien tu trabajo… pero tu trabajo ha terminado ya. Vivirás o morirás a mi capricho. Ya no eres necesario, así de sencillo.

Moore guardó silencio unos instantes mientras Jeremías abría una tercera lata de cerveza. Finalmente alzó los ojos y esbozó una sonrisa pesarosa.

—En otras palabras, si no te hubiera hecho caso…

—No podías hacer eso, Salomón. El Mesías debe tener su Precursor. Estaba escrito en el Libro del Destino eones antes de que tú y yo desempeñáramos estos papeles en lo presente.

—Qué elocuencia —dijo Moore en tono irónico.

—Oh, sé que yo era un degradado bastante estúpido cuando todo esto empezó —admitió Jeremías—. Pero el Mesías debe gobernar con la sabiduría de David y Salomón. Actualmente veo las cosas con más claridad.

—¿Y ahora qué? —dijo Moore—. ¿Crearás un estado utópico en el que no existirá la pobreza?

—Oh, no, Precursor —dijo Jeremías con una sonrisa desagradable—. Primero arraso completamente la civilización. Elimino la maldad y degolló a mis enemigos… figuradamente, por supuesto. Después de todo, tengo un ejercito para hacer esa clase de cosas. Después, y sólo después, emprendo la tarea de reconstruir el mundo tal como yo quiero.

—¿Y que clase de mundo será? —preguntó Moore.

—La verdad es que no lo se —respondió Jeremías—. Pero estoy seguro de que ideare algo a su debido tiempo. Es algo que me pasa muchas veces, ya sabes.

Moore asintió.

—Lo sé. —Hizo una pausa—. Y tu ejército… ¿entrará en Jerusalén de la misma forma que has entrado tu?

—No tengo la menor idea —dijo Jeremías—. Pero sospecho que ya no me hará falta. En realidad, me has obsequiado con un ejercito ya adiestrado.

—¿Y que te hace pensar que ese ejercito aceptara tus ordenes?

—Es inevitable históricamente. Si no acepta ordenes mías, no podré establecer mi remo, ¿verdad? A no ser que haya una carnicería militar, es decir… y no creo que a Dios le interese eso. Cuando todo esté dicho y hecho, yo seré el Mesías del Viejo Testamento, y el ejercito ísraelí representa una buena porción del pueblo elegido de Dios.

—La matanza en masa de Su pueblo elegido jamás pareció desanimar a Dios en lo pasado —observó secamente Moore—. Cuarenta días y cuarenta noches de diluvio no fue precisamente la forma de actuar de una deidad compasiva.

—Cierto —respondió Jeremías. Hizo un gesto de indiferencia—. Bien, no sé qué haré, pero estoy seguro de que encontraré la solución cuando llegue el momento oportuno. En estos momentos temo tener un problema más inmediato, Salomón.

—¿Sí?

—¿Qué voy a hacer con un Precursor que vive cuando ya no es útil?

—¿Qué has pensado? —pregunto Moore en tono cauteloso.

—No estoy seguro —admitió Jeremías—. Por una parte, te agradezco sinceramente que hayas cumplido tus objetivos con tanta eficacia. Pero por otra parte, llevas cuatro años intentando matarme. Me doy cuenta de que estabas predestinado a hacerlo, y de que naturalmente es imposible matarme… pero me causaste muchísimo dolor, Salomón. Tengo que tomar en consideración ese detalle, es obvio. —Hizo una pausa—. ¿Alguna sugerencia?

—Tu tienes todas las cartas.

—Cierto —convino Jeremías—. Bien, ya pensare algo. Mientras tanto, supongo que te dejare libre algún tiempo. Bien mirado, eres mi Precursor. Te debo algo a cambio, aunque sólo sean unos días de existencia. Pero procura no salir de la ciudad.

—Gracias —dijo irónicamente Moore—. Y bien, ¿a quien matarás primero? ¿Qué ciudad arderá en llamas mañana, Jerusalén o alguna habitada por infieles?

—Creo que improvisaré, Salomón. Pero sé una cosa: la tierra se teñirá de sangre antes de que yo acabe mi tarea. Así esta escrito, así debe ser. —Apuró la lata de cerveza—. Y ahora, ¿por qué no me explicas cómo funciona la red de comunicaciones?

Abrió la puerta y los dos salieron a la oficina principal, donde una veintena de soldados dormía como sumida en un trance.

—¡Ah! —exclamó Jeremías, con el semblante iluminado por la curiosidad. Se aproximó a una hilera de transmisores—. Mira qué aparatos tan maravillosos. Nunca he comprendido los ordenadores y las maquinas eléctricas, Salomón, pero siempre me han impresionado enormemente.

—¿Qué te propones hacer? —preguntó Moore.

—Dirigir la palabra a los míos.

—Están a cincuenta kilómetros de distancia.

—Sigues sin entenderlo —dijo Jeremías—. Toda la gente es mi gente. —Examinó la oficina—. ¿Hay algún aparato para hablar públicamente?

—¿Quién quieres que te oiga?

—La ciudad entera.

—Supongo que tendrás que conectar las sirenas de ataque aéreo a un micrófono.

—¿Y dónde está el tablero de mandos de las sirenas?

Moore le indicó el lugar.

Jeremías encontró el grueso cable que enlazaba con las sirenas, lo arrancó del tablero y unió las puntas descubiertas a un micrófono portátil que separó de un transmisor.

—Vas a electrocutarte —dijo Moore.

Jeremías contestó con una carcajada.

—En cualquier caso, no podrás convertir eso en un sistema de altavoces.

—Los actos del Señor son inescrutables —dijo Jeremías—. Conecta la corriente.

Moore accionó el interruptor apropiado.

—¡PUEBLO MÍO! —dijo Jeremías, y Moore notó que el edificio vibraba. El ensordecedor sonido se infiltró en el sosegado ambiente nocturno de la ciudad—. ¡SOY JEREMÍAS! ¡VENGO A RECLAMAR LO QUE ES MÍO! ¡PREPARAOS! ¡LA TIERRA SE ENCENDERÁ, Y LOS RÍOS SE TEÑIRÁN DE ROJO, Y NI UNA BRIZNA DE HIERBA QUEDARÁ EN PIE! ¡EL DÍA DEL SEÑOR HA LLEGADO!