Moore despertó sintiéndose entumecido, aunque mucho menos dolorido. Estaba preparándose unos huevos pasados por agua cuando llegó Yitzak.
—¿Cómo está hoy el guerrillero herido? —preguntó el israelí.
—Bastante maltratado —replicó Moore—. Tengo demasiados años para ser paracaidista. —Se sirvió una taza de té—. ¿Qué hay en el orden del día para esta mañana?
—Un recorrido de la ciudad. No podrá detectar nuestros puntos débiles sin haber examinado nuestras defensas.
—Está perdiendo el tiempo —dijo Moore—. Yo ni siquiera sabría qué tengo que mirar. Si usted me asegura que la ciudad está protegida, acepto su palabra. Si usted me asegura que hay puntos débiles, tendrá que señalármelos si he de conocer su existencia. Creo que es una pérdida de tiempo.
—Soy consciente de ello —dijo Yitzak—. Pero tengo mucho tiempo libre. Como sin duda debe haber imaginado, mi única responsabilidad es servirle de guía mientras escucho y evalúo sus observaciones.
—Estamos actuando equivocadamente —dijo Moore—. Encontrar puntos débiles no es el método de Jeremías. Es más probable que él se eche encima de cincuenta soldados armados con fusiles: veinte no le alcanzarán y los otros treinta rifles explotarán.
—Eso me dice usted constantemente —repuso pacientemente Yitzak—. A pesar de todo, le agradecería que hiciéramos esto a mi manera.
—Usted es el jefe —dijo Moore. Acabó huevos y té y salió a la calle acompañado de Yitzak.
Subieron a un Land Rover e iniciaron el recorrido de la ciudad por las calles de Jaffa y Gaza. Jerusalén, más que casi todas las urbes, era una combinación de lo antiguo y lo nuevo. Edificios comerciales de cincuenta pisos, construidos con acero y vidrio, descollaban sobre la Puerta de Mandelbaum, puestos de bocadillos se alineaban a lo largo de la Calle de Jericó y un campo de rugby se extendía junto la Puerta del León. Sólo el Muro de las Lamentaciones no estaba rodeado por edificaciones modernas; se alzaba solitario, inalterado por siglos recientes, protegido por una veintena de soldados de primera.
—Hemos creado un rectángulo cuyos vértices son las cuatro puertas: el León, Jaffa, Sión y Mandelbaum —explicó Yitzak, señalando las diversas fortificaciones conforme iban pasando junto a ellas—. Por lo que a fines prácticos respecta, la ciudad de Jerusalén se halla dentro de esa zona. Naturalmente ello no significa que el ejército de Jeremías pueda cruzar la frontera israelí sin lucha, pero Jerusalén es su objetivo principal y, para nosotros, la última línea defensiva. Desconocemos qué parte de la ciudad atacará primero, pero este rectángulo comprende la totalidad del Barrio Antiguo incluidos los templos musulmanes y cristianos, más el Knesset, el palacio del primer ministro y el resto de edificios gubernamentales. Si esto está seguro, Jerusalén está segura.
—¿De dónde espera que parta el ataque? —preguntó Moore, con la mirada fija en el horizonte.
—No del punto que contempla usted —replicó Yitzak con una sonrisa—. Seguramente avanzarán desde Abu Tur por el sur, Tel Arza por el norte y los Altos de Golán por el noreste. Usted está mirando hacia el oeste, la única dirección que no nos preocupa ya que tenemos cerca de un millón de soldados estacionados allí, a medio camino entre Jerusalén y Tel Aviv.
Siguieron recorriendo el Barrio Antiguo, que un ejército de casi ochocientos mil israelíes estaba dispuesto a defender hasta que no quedara nadie, mujeres y niños incluidos. Había municiones suficientes para una batalla campal de cuatro meses, y las fuerzas aéreas, pertrechadas para el combate, estaban listas para despegar en cualquier momento. Radares y sonares cubrían la zona, armas de tipo láser estaban preparadas para el posible conflicto y los tanques vigilaban los alrededores a intervalos regulares.
—Ni un mosquito podría pasar por aquí —dijo Moore nada más llegar al cuartel general de Yitzak, el centro nervioso de la red de comunicaciones.
—¿Está completamente seguro? —preguntó el general. Había llevado a Moore a una oficina y en ese momento le ofreció una cerveza, que fue rechazada.
—Imposible imaginar que un ejército efectúe un ataque con éxito… por lo menos en tierra. ¿Qué tal son las defensas aéreas?
—Excelentes —replicó Yitzak—. Además, de acuerdo con nuestra información, Jeremías apenas dispone de media docena de aviones.
—¿Quintacolumnistas? —preguntó Moore.
—Me inclino por dudarlo —dijo Yitzak—. No estamos hablando del Mesías de la Cristiandad. Tanto si los nuestros creen en él como si no, todos sabemos que Jeremías no viene precisamente en calidad de Príncipe de la Paz.
—¿Creen en él? —inquirió Moore.
—¿Quién sabe? —replicó el general, encogiéndose de hombros—. No tiene importancia. Es la única patria que tenemos, y no pensamos entregarla sin lucha.
—Por lo que a batallas se refiere, no soy experto… pero no creo que deban preocuparse demasiado por el ejército de Jeremías. Jerusalén parece insuperablemente fortificada.
—Magnífico. Mañana la recorreremos a pie, y comprobaremos si usted sigue pensando igual. —Yitzak hizo una pausa con aire pensativo—. Seguramente nos alejaremos del límite urbano. Usted podrá ponerse en las botas de Jeremías, por así decirlo, e intentará prever cómo dirigirá el ataque.
—Insisto: Jeremías no dirigirá ningún ataque. No es su estilo.
—Si su ejército espera conquistar Jerusalén sin valerse de los talentos especiales de ese hombre, Jeremías tendrá que esperar a que sus fuerzas sean más numerosas y estén mejor entrenadas —dijo Yitzak. Miró a Moore—. Me es difícil creer que Jeremías, después de haber llegado tan lejos, quiera aguardar aunque sólo sean unos días.
—¿No podría ser una maniobra fingida? —preguntó Moore.
—¿A qué se refiere?
—¿Qué razón puede impedirle atacar antes el resto del territorio israelí? Lo único que debe hacer Jeremías es mantenerse alejado de Jerusalén y Tel Aviv y suponer que ustedes no las dejarán desamparadas.
Yitzak meneó la cabeza.
—Todavía no ha comprendido la pequeñez de Israel. Podríamos atravesarla en hora y media con ese Land Rover abollado que usamos esta mañana. Créame, Jeremías no puede atacar punto alguno sin que nos desquitemos inmediatamente, y ello sin disminuir notablemente la seguridad de Jerusalén.
—En ese caso, mis ideas se han agotado —dijo Moore—. No sé qué demonios hará Jeremías. —Se alzó de hombros—. Supongo que nosotros aguardaremos tranquilamente.
—De momento —convino Yitzak.
Y aguardaron. Durante dos semanas no hubo cambios en la disposición de las fuerzas de Jeremías. Yitzak y Moore recorrieron a diario el contorno urbano en busca de puntos débiles o cualquier cosa que permitiera al segundo hacerse una idea sobre cuándo y dónde se produciría el ataque.
No averiguaron nada.
A últimas horas de la noche de su decimosexto día en Jerusalén, Moore decidió telefonear a Chicago y preguntar a Pryor cómo iban los negocios. No tardó en descubrir que el teléfono de su habitación sólo estaba conectado con el cuartel general de Yitzak, por lo que se desplazó al despacho de éste para llamar desde allí. Saludó a los diversos miembros del personal nocturno, formado mayoritariamente por oficiales de bajo rango y ordenanzas, entró en el despacho y cerró la puerta.
Hizo la llamada, fue informado de que Pryor se hallaba en Boston por asuntos de negocios y colgó. Puesto que no tenía ánimos para regresar al calor agobiante de la noche israelí, fue al refrigerador y se sirvió un vaso del jugo de naranja que el general conservaba allí para él. Se lo llevó al escritorio de Yitzak, tomó asiento en un sillón giratorio, estiro las piernas, tomó un largo trago de jugo y cerró los ojos.
—Esa bebida debe estar buenísima —sonó una voz familiar detrás de él—. ¿Te importa que te acompañe?
Moore hizo girar el sillón y se puso en pie de un brinco.
—Hola, Salomón —dijo Jeremías—. Cuánto tiempo sin vernos.