22

Moore se percató poco a poco de que Yitzak estaba intentando ayudarle a levantarse.

—¿Se ha roto algo? —preguntó el israelí.

—No lo sé —masculló Moore—. ¿Cómo puedo comprobarlo?

—Si puede mover brazos y piernas, no hay fractura —replicó el general con una sonrisa—. Ninguna importante, por lo menos.

Moore escupió un diente y una bocanada de sangre.

—Debo haber caído de bruces —gruñó.

—Es posible —dijo Yitzak—. Difícil, pero posible. Y como es lógico tendrá alguna contusión poco importante. Imposible perder el conocimiento después de un golpe sin contusión. Pero en general, yo diría que ha hecho usted un primer salto ejemplar en condiciones peligrosas. Hemos perdido al piloto y los tripulantes.

Moore dio un paso, se tambaleó un poco y tuvo que apoyarse en el hombro del general para no caer.

—Tengo demasiados años para estas cosas —dijo quejumbrosamente.

—Pudo ser peor —repuso Yitzak, aguantándole—. Por lo menos hemos caído en nuestro territorio.

—Sólo hay desierto —dijo Moore, esforzándose en ver con claridad—. ¿Cómo puede saberlo?

—Nadie está disparando contra nosotros —replicó Yitzak—. Además, Israel es un país pequeño. No es difícil identificar algún detalle, como aquella línea telefónica, cerca de esa arboleda.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Moore. Se frotó el mentón y escupió otro diente.

—Aguardar. Tal como ardía el avión, supongo que lo habrán visto en un radio de casi cien kilómetros. Enviarán grupos de rescate.

Moore estaba sintiéndose mareado y decidió sentarse a esperar la llegada de ayuda. La partida de socorro se presentó al cabo de veinte minutos en dos Land Rover de sesenta años de antigüedad. Yitzak dio concisamente algunas órdenes y uno de los conductores ayudó a Moore a subir a un vehículo y le llevó sin más demora a un hospital del barrio norte de Jerusalén.

Fue examinado, medicado y enviado a un dentista, que tras una sola ojeada a la dentadura de Moore meneó la cabeza de modo turbador, saturó al paciente de calmantes e inició la reparación de los daños. Moore permaneció recostado, con la boca sujeta para que pudiera cerrarla, y dedicó los veinte minutos siguientes a concentrarse para no escurrirse de la silla. Finalmente las drogas que le habían administrado en el hospital surtieron efecto y Moore examinó el lugar.

La habitación era poco espaciosa. Había tres certificados en la pared, todos en español, y ese detalle impulsó a Moore a observar al dentista. Al principio había dado por sentado que era semita, pero en vista de los certificados también podía ser hispano. En ese momento vio el crucifijo dorado que colgaba del cuello del dentista.

—¿Qué demonios hace usted en una clínica dental israelí? —logró mascullar.

—Arreglarle la dentadura —replicó el dentista con una sonrisa.

—¡Pero si usted es católico!

—¿Y los católicos no pueden arreglar dentaduras? —preguntó el dentista.

—Pero ¿por qué aquí? Estamos en zona bélica.

—Se quién es usted, señor Moore —fue la réplica—. Y no es más judío que yo. ¿Qué hace usted aquí?

—Combatir contra Jeremías.

—Igual que yo. Hay que destruir al falso Mesías, y si estando aquí consigo que otro israelí luche contra él, me doy por satisfecho.

—¿Qué le hace pensar que ese mesías es falso?

—¡Tiene que serlo!

—No apueste por ello todo su dinero.

—¡Pero debemos desacreditarlo por completo!

—Me conformo simplemente con frenar a Jeremías —dijo Moore.

—Eso no basta —contestó el dentista—. No debe quedar sombra de duda de que él es un fraude.

—¿Qué importancia tiene eso, si conseguimos derrotarle? —preguntó Moore.

—Soy católico practicante, y sin embargo reconozco sin reserva que mi Iglesia ha hecho muchas cosas malas, señor Moore. El mismo papado ha sido vendido en numerosas ocasiones, y más de un papá ha ensuciado Europa con sus hijos bastardos y los cadáveres de sus enemigos. Matamos millones de musulmanes durante las Cruzadas, torturamos a miles de intelectuales durante la Inquisición, aplastamos los cráneos de los niños incas y aztecas inmediatamente después de bautizarlos para asegurar que sus almas iban directamente al Cielo y emprendimos demasiadas guerras santas. Y sin embargo, precisamente por estas maldades, defenderé a Jesús como Cristo verdadero mientras me quede un soplo de vida.

—Creo que no veo la lógica de todo eso —comentó Moore.

—¡Dios mío, señor Moore! —musitó el dentista—. ¡Considere cuántos millones de personas habrían muerto sin motivo si Jesús no es el Cristo! ¡Hay que matar a Jeremías aunque no sea por más razón que ésa!

—Bien, es un punto de vista de novela —observó Moore.

El dentista se agachó y siguió arreglándole la dentadura, y Moore no pudo hacer más comentarios.

El arreglo duró dos horas, con instrucciones para volver una semana más tarde a fin de continuar, y cuando Moore se fue por fin, Yitzak estaba aguardándole en la oficina exterior.

—Por lo que sé sólo tiene algunas magulladuras y varios dientes rotos —dijo vigorosamente el israelí—. Mañana por la mañana se encontrará estupendamente.

Moore emitió un gruñido.

—No es momento de alegrías.

—Espero que deseará ver su vivienda. No es tan elegante como La Nueva Atlántida pero confío en que la encuentre satisfactoria.

—No se preocupe por eso —replicó Moore—. La Nueva Atlántida no responde exactamente a mi gusto.

Fueron a pie hasta un edificio antiguo aunque bien conservado, donde Moore subió dos tramos de escalera detrás de Yitzak. El general abrió una puerta y entregó la llave a Moore.

—Hay un teléfono militar junto a la cama —dijo—. Úselo sin reserva cuando crea necesitarlo. La nevera está bien surtida, y podemos facilitarle compañera de habitación, si lo desea.

—Eso no será preciso —dijo Moore—. ¿Qué obligaciones tengo, y a quién debo informar?

—Sus obligaciones consisten simplemente en evaluar la situación y me informará personalmente. Cualquier sugerencia que me parezca útil la transmitiré al primer ministro, Weitzel. Puede recorrer la ciudad con total libertad, y en la mesita de noche encontrará un pase que le permitirá entrar en cualquier parte con excepción de algunas instalaciones militares. —Hizo una pausa—. Intente descansar un poco ahora. Volveré mañana para mostrarle algunas cosas.

Moore le dio las gracias, cerró con llave la puerta e inspeccionó el piso. Aparte de la falta de libros, era muy similar a su vivienda en Chicago: pequeño, confortable y sin pretensiones. Buscó el pase, se lo enganchó a la solapa y fue al cuarto de aseo, donde se desnudó para gozar de una prolongada ducha de agua caliente.

Al salir se dirigió a la cocina y examinó el refrigerador, y descubrió que alguien no había escatimado esfuerzos para averiguar sus gustos en cuanto a comida. Se preparó una cena fría compuesta por pastel de queso parmesano, pero tenía la boca tan magullada que no pudo masticar bien, por lo que se conformó con beber una botella de agua helada. Después, repentinamente cansado, tomó dos pastillas de las que le habían dado en el hospital y se dejó caer en la cama mientras el medicamento surtía su efecto.