21

Moore estaba sentado en un sillón en su vivienda de la Nueva Atlántida. Contempló atentamente los peces de la pantalla circular, maravillándose de cómo parecían emperejilarse ante la cámara. Después prosiguió la conversación con sus asociados. Naomí Wizner había estado anteriormente allí, pero era el primer encuentro de Moore con el general Josef Yitzak del ejército israelita.

—De modo que él ha entrado en acción por fin —dijo Moore.

—Es indudable —replicó Naomí Wizner—. Dispone de un cuarto de millón de voluntarios en Egipto y Líbano, y probablemente cinco veces más al otro lado del Mediterráneo.

—No están demasiado bien organizados —añadió Yitzak. Hizo una pausa mientras meditaba—. No existe motivo para que supusiéramos que iban a estarlo, desde luego. Nada de lo que sabemos sobre Jeremías indica que puede poseer conocimientos acerca de las técnicas de la guerra moderna.

—Eso no tiene ninguna importancia —dijo Moore—. ¿Contra quién es más difícil pelear, general? ¿Contra cinco soldados entrenados que desean vivir para seguir peleando otro día, o contra un fanático inexperto que desea morir por la causa?

Yitzak asintió.

—Éste ha sido nuestro problema más grave, saber que se van a disputar el privilegio de lanzarse contra nuestra línea de fuego.

—¿Qué potencia de fuego tiene él?

—Estrictamente convencional —replicó Yitzak—. Pero no hemos venido aquí para discutir sobre estrategia militar con usted. El ejército israelita está perfectamente capacitado para cuidarse de sí mismo.

—Si ello fuera cierto, ustedes no estarían aquí —observó Moore—. Bien, ¿qué puedo hacer para ayudarles?

—Debo conocer más detalles de ese hombre —respondió Yitzak, decidiendo hacer caso omiso del comentario de Moore—. Usted le conoce mejor que cualquiera de sus enemigos. Puede saber algo sobre su forma de pensar que nos sea de utilidad. Quién sabe, tal vez pueda sugerirnos alguna debilidad.

Moore se echó a reír.

—Fue mi prisionero hace seis semanas. ¿Le hace pensar eso que he descubierto alguna debilidad de ese tipo?

—¿Por qué le dejó en libertad? —preguntó Naomí.

—¿Por qué no? Puesto que no podía matarle, pensé que como mínimo podría desacreditarlo. Tal como fueron las cosas —concluyó agriamente Moore—, reconozco que me equivoqué.

—¿No puede sugerir nada? —dijo Yitzak.

—No de momento —admitió Moore—. Estoy dándole vueltas a la idea de que si ustedes no pueden frenar a Jeremías, y al parecer no pueden, deberían concentrarse en disuadir a sus partidarios.

—¿Cómo disuadir a un ejército de fanáticos religiosos que está organizándose en tus fronteras? —preguntó irónicamente Yitzak.

Moore se alzó de hombros.

—Ojalá lo supiera.

—¿No puede darnos otra información que facilite nuestros preparativos contra el ataque de Jeremías? —preguntó Naomí.

—Ninguna —dijo Moore—. Seguramente ustedes conocen mejor la disposición de su ejército que el propio Jeremías.

—No es momento para frivolidades —le reprendió Yitzak.

—Cuando bromee, se lo haré saber —replicó Moore—. Jeremías no tiene interés alguno en aprender a desplegar sus fuerzas, y tampoco le importará demasiado que diez millones de sus seguidores tengan que morir para satisfacer sus deseos.

—Me es difícil creerlo.

—No lo dudo —dijo Moore—. Pero si Jeremías pensara y actuara como un hombre normal, no estaría llamando a la puerta de Jerusalén. A propósito, ¿dónde está él ahora?

—No estamos seguros —admitió Yitzak—. Sabemos que no está en Egipto ni en Líbano, pero aún no hemos logrado localizarle.

—Seguramente no lo lograrán, hasta que él decida atacar —replicó Moore—. Jeremías sabe ocultarse mejor que cualquier hombre que yo he conocido.

—¿Opina usted por tanto que él aparecerá como por arte de magia en el momento psicológico apropiado, para conducir a la victoria a sus tropas?

Moore meneó la cabeza.

—Sigue sin entender a Jeremías. Mi suposición es que él no aparecerá hasta después de la caída de Jerusalén. ¿Por qué iba ser un blanco innecesario?

—Su consejo, pues, sería hacer de Jerusalén una ciudad prácticamente inexpugnable —insistió Yitzak.

—Elimine la palabra «prácticamente» y ésa sería mi opinión —dijo Moore—. Denle una abertura y Jeremías tendrá un pie en la puerta antes de que puedan cerrarla. Consideren los logros de ese hombre en menos de cuatro años. —Hizo una mueca—. Si dispone de otros cuatro, seguramente logrará que se apruebe una enmienda constitucional que proclame su divinidad.

—¿Qué hará él si resistimos hasta llegar a un punto muerto?

—Si hacen eso, Jeremías ha vencido ya —respondió Moore—. ¿Cuántos ciudadanos emigran a Israel en un año? Menos de los que Jeremías recluta en un día. Si ustedes luchan para que todo quede igual, todo ha terminado, porque él tendrá doble fuerza seis meses más tarde. Tienen dos opciones: derrotarle decisivamente la primera vez que se encuentren, o pedir la paz. No hay tercera opción.

—Y ni un solo gobierno del mundo nos ha ofrecido su apoyo —dijo amargamente Naomí Wizner.

—Siempre nos hemos enfrentado solos a nuestros enemigos —repuso Yitzak—. ¿Por qué ha de ser de otra forma en esta ocasión?

—Ésa es la posición errónea —dijo Moore—. Esta temporada nadie ofrece premios al valor. El número de seguidores de Jeremías duplica ya el de ciudadanos israelitas. Deben obtener ayuda.

—¿De quién? —preguntó Yitzak, riéndose agriamente.

—¿Cómo demonios voy a saberlo yo? Armen a católicos y musulmanes. Consigan que la ITT financie un ejército. Expliquen a los chinos que son los siguientes en la lista. ¡Pero hagan algo!

—Tiene razón, desde luego —se apresuró a intervenir Naomí—. Y no revelaré ningún secreto si le digo que hemos intentado por todos los medios obtener apoyo para nuestra causa… hasta la fecha sin éxitos notables. —Hizo una pausa—. Sin embargo, es evidente que estos problemas no le incumben, señor Moore. Lo que nos gustaría que hiciera es venir a Jerusalén en calidad de asesor.

—No tengo la menor idea sobre estrategia militar.

—Lo sabemos —dijo Yitzak.

—En ese caso, ¿para qué me necesitan?

—De las personas comprometidas en la defensa de Jerusalén, usted es la única que ha visto a Jeremías cara a cara. Deduzco que piensa habernos contado todo lo que sabe sobre la forma de pensar de ese hombre, pero siempre existe la posibilidad de que haya pasado por alto algún detalle… o, más probable todavía, que esté en condiciones de mejorar detalles de nuestra defensa basándose en hechos y conocimientos que nosotros no poseemos. A tal fin, estamos dispuestos a ofrecerle un puesto temporal en el ejército israelí si acude a Jerusalén y nos permite sondear sus pensamientos del mejor modo posible.

Moore consideró un momento la oferta y miró a Yitzak.

—¿Y si usted acaba convencido de que él es el Mesías?

—En tal caso cumpliré las órdenes de Jeremías —replicó al instante el general. Alzó la mano cuando Moore se disponía a hablar—. Pero permítame añadir que él sólo podrá convencerme si derrota a nuestro ejército en la batalla, y en esas condiciones el tema seria meramente académico.

Moore se acercó a la pantalla circular y contempló los peces varios segundos. Finalmente volvió con los dos israelitas.

—De acuerdo —dijo—. Iré. Y ahórrense ese puesto. No soy soldado.

—Si lo acepta recibirá tratamiento preferente y vivienda propia —dijo Yitzak.

—No entiendo de protocolos —protestó Moore—. Y tengo la impresión de que no me gustará saludar a otros oficiales.

—Los soldados israelíes no saludan: combaten —dijo Yitzak, no sin cierto orgullo—. A partir de este momento, es usted el coronel Salomón Moore. No deberá rendir cuentas a nadie excepto a mí, y su única tarea consistirá en analizar los actos de Jeremías y aconsejarme cuál es la mejor forma de responder a ellos. —Esbozó una sonrisa irónica—. No puedo prometer que aceptaré sus consejos, pero prometo escucharlos.

—Muy justo —dijo Moore.

Yitzak se levantó.

—¿Cuándo estará listo para partir?

—Tengo que resolver algunos asuntos de negocios —replicó Moore—. Requerirán un día. Creo que no regresaré a Chicago. Saldré de Kingston en el próximo vuelo a Londres, y estableceré contactos allí.

—Absurdo —dijo Yitzak—. Tendré mi avión preparado y aguardándole veinticuatro horas diarias a partir de ahora. Estamos a punto de ser compañeros inseparables.

—Lo que usted diga.

Moore los acompañó a la puerta y después se puso al teléfono y empezó a poner en orden sus asuntos.

En primer lugar dio instrucciones a sus abogados para que confiaran el resto de su fortuna personal a un administrador. Mientras aguardaba la llegada de los letrados a la Burbuja para firmar los documentos, Moore llamó a Pryor por el videófono.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pryor mientras ajustaba la imagen—. La última vez que estableciste contacto por videófono fue el día que compraste la parte de la Familia Portofilio.

—Tenemos mucho de que hablar, Ben —dijo Moore—. He pensado que sería más cómodo hacerlo de esta forma.

—Estupendo por mi parte —repuso Pryor, que estaba sirviéndose alguna bebida.

—Salgo hacia Jerusalén mañana.

—¡Bien! O matas a Jeremías, o yo acabaré haciéndome cargo de todo. Seré feliz en ambos casos.

—Qué conmovedor —comentó secamente Moore.

—No querrás que te mienta, ¿eh? —inquirió Pryor con aire despreocupado—. ¿Cuándo será el ataque de Jeremías?

—Pronto. Dentro de un par de semanas como mucho, de acuerdo con lo que me han dicho nuestros asociados. Pero eso no viene al caso. Te llamo para facilitarte cierta información que necesitarás si yo no vuelvo.

Pryor conectó una grabadora.

—Canta.

Durante las dos horas siguientes Moore hizo una relación de los políticos, criminales, hombres de negocios, periodistas y dirigentes religiosos pagados por la organización o como mínimo obligados por gratitud con ella. Pasó otra hora exponiendo detalles de negocios que jamás había puesto por escrito, y observó con satisfacción que el alcance de dichos negocios asombraba al mismo Pryor. Todas esas empresas se hallaban heridas, pero pocas estaban moribundas hasta el punto de que la defunción de Jeremías no pudiera devolverles la salud y la solvencia en cuestión de un año.

—Y, Ben —concluyó Moore—, quiero que entiendas que todo seguirá igual hasta que tengas pruebas de mi muerte.

—No sé si te entiendo.

—No te hagas el tonto, Ben, es impropio de ti. Debes meditar mucho antes de intentar coger más que lo que cabe en tus manos. Sigo estando al mando.

—Desde luego, Salomón.

—No espero estar fuera más de dos semanas, un mes a lo sumo. No tienes tiempo para consolidar tu poder en ese período, y sugiero enérgicamente que la prudencia siga prevaleciendo sobre la valentía.

—Si yo fuera de ésos que actúan prematuramente, habría querido coger los galones hace tiempo —replicó en tono sincero Pryor—. Además, lo más probable es que mueras antes de dos semanas. He aguardado nueve años, puedo esperar medio mes.

Moore sonrió.

—Ese Ben Pryor se parece más al que todos conocemos y queremos. Y ahora voy a darte una última orden: abandona la persecución de Jeremías y Moira y que todos los muchachos se dediquen al negocio. El problema es únicamente militar a partir de ahora, y los chicos están fuera de su ambiente. Que el ejército israelí se encargue de Jeremías. Nosotros nos concentraremos en ganar dinero.

Terminada la llamada, Moore llamó a Chicago usando una línea privada que Pryor no conocía y ordenó a un par de espías que vigilaran a su lugarteniente e impidieran que intentara anticiparse. Hecho esto, se echó a la cama pensando que iba a ser su último sueño tranquilo en mucho tiempo. Despertó nueve horas más tarde, departió con sus abogados, arregló dos asuntos de negocios que había decidido ocultar a Pryor y pidió que le trajeran huevos al plato a su habitación. Desayunó, se duchó y se puso el uniforme más bien sucio que Yitzak le había enviado a media mañana.

Más tarde, a la hora acordada, fue en ascensor hasta la superficie del océano, abordó su helicóptero privado para desplazarse al aeropuerto de Kingston y encontró al general aguardándole. Yitzak le condujo a un avión de pequeño tamaño al que subieron por una escalera móvil, la puerta se cerró detrás de ellos y un momento después despegaron.

—¿Algún cambio en la situación? —preguntó Moore, sentándose en una silla giratoria atornillada al suelo.

—Todavía no sabemos dónde está Jeremías, si se refiere a eso —replicó Yitzak—. En cuanto a su ejército, puede decirse que está llamando a las puertas de la ciudad. Ocupan Gaza, los Altos del Golán y diversas posiciones en el Sinaí. Y naturalmente es casi imposible identificar a los «soldados»: ningún uniforme, ninguna similitud en el armamento, ningún idioma común. Es obvio que alguien les da órdenes, les dice cuándo moverse y adónde ir, pero no hemos podido infiltrarnos en su red de mando.

—¿Alguna escaramuza?

—No —respondió Yitzak—. Mi opinión es que Egipto y Jordania han hecho algún trato con Jeremías, incluyendo en el confinamiento de la batalla al suelo israelí.

—¿Por qué actuar según las normas de procedimiento? —preguntó Moore.

—Creo que no le entiendo.

—¿Qué le impide atacarlos ahora, antes de que lleguen a Israel?

—Ya lo he mencionado, esa gente no se diferencia en nada de los nativos de los territorios limítrofes. La única forma de aniquilarlos en este momento sería recurrir a nuestro arsenal termonuclear, y decenas de millones de personas inocentes morirían. —Hizo una pausa—. Nuestro pueblo, más que cualquier otro, es poco dado a cometer genocidios.

—¿No pueden cruzar la frontera con su ejército y atacar con armas convencionales? —insistió Moore.

—El genocidio, a cualquier escala, es inaceptable para nosotros —replicó Yitzak—. Nuestra mejor esperanza es capturar o matar a Jeremías antes de llegar a esos extremos.

—Esa situación ocurrirá tarde o temprano —dijo Moore—. No podrán matarle, y él no se expondrá a ser capturado. ¿Por qué no combatir en suelo sirio, egipcio o jordano? Macháquenlos rápidamente y el resto de partidarios de Jeremías tendrá motivos para cambiar de opinión.

—La decisión no depende de mí. Ya se ha dado la orden. De momento, no habrá derramamiento de sangre.

—Qué estupidez —comentó Moore.

—Puesto que le he concedido galones militares —dijo Yitzak, con aspecto súbitamente fatigado—, permítame manifestar mi acuerdo con usted. Si bien nosotros no hemos hecho alianzas militares, no podemos estar seguros de que ése sea el caso de Jeremías. Cuanto antes entremos en batalla, tanto mejor.

Continuaron discutiendo la situación mientras el avión avanzaba velozmente hacia el sitiado país de Yitzak. Por fin, en cuanto terminaron de conversar, Moore cenó jnishes y jreplah con vino negro como complemento, se acomodó lo mejor que pudo en su silla y durmió un rato.

Despertó posteriormente cuando el avión empezó a moverse como un caballo desbocado.

—¿Qué demonios pasa? —preguntó mientras se incorporaba bruscamente.

—Fuego antiaéreo —dijo Yitzak—. Estamos sobrevolando el Sinaí. —Echó un paracaídas a Moore—. Tenga. Póngaselo, por si acaso.

Moore observó al general, imitó los movimientos y no tardó en tener puesto el paracaídas.

Yitzak miró por una ventanilla.

—Estaremos fuera del alcance de tiro dentro de…

Se produjo una explosión atronadora, el avión se estremeció violentamente y Moore vio que una ala empezaba a arder. El aparato cayó en picado dando vueltas y dejando una estela de llamas y humo negro, y Yitzak condujo a Moore a una compuerta.

—¡Yo saltaré primero! —anunció—. ¡En cuanto vea abierto mi paracaídas, tire de la anilla del suyo!

—¿Dónde está la anilla? —preguntó Moore, asombrado de no estar dominado por el pánico.

Yitzak le enseñó la anilla, abrió la puerta y saltó. Moore le imitó un segundo más tarde. Tardó unos instantes en orientarse, pero por fin averiguó qué era «arriba» y qué era «abajo». Luego miró al frente y vio que el avión en llamas se precipitaba hacia tierra.

Unos segundos más tarde se dio cuenta de que Yitzak había abierto ya su paracaídas y tiró de la anilla del suyo. Por un instante pensó que el brusco tirón de las correas iba a partirle el cuerpo, pero no fue así y de pronto el paracaídas se abrió como una flor gigantesca y la velocidad de descenso disminuyó. A pesar de todo Moore estaba convencido de morir aplastado nada más tocar tierra.

Cuando se hallaba a quinientos metros del suelo observó de nuevo el paracaídas de Yitzak y lo avistó a casi un kilómetro al noreste. Perdió nuevamente la orientación e hizo un esfuerzo para mirar únicamente hacia el suelo hasta que la recobró. Una ráfaga de viento le alcanzó a veinte metros de altura y le arrastró hacia el general. El viento cesó con la misma rapidez que había empezado, y Moore tuvo que decidirse entre caer de pie o rodar por el suelo. Optó por lo segundo, vio la arena negra que se abalanzaba hacia él, intentó recordar cómo le habían enseñado a caer durante su breve período de interés por el judo, comprendió en el último instante que había colocado mal su cuerpo y perdió el conocimiento nada más tocar el suelo.