18

Durante la tercera década del siglo veinte, los ciudadanos de Cincinnati, previendo el crecimiento rápido y continuado de su urbe, otorgaron voto favorable a una emisión de bonos para construir una red de ferrocarriles subterráneos bajo la zona del centro urbano. Las obras se iniciaron de inmediato y continuaron algunos años hasta que fue evidente que el número de habitantes de los barrios del río se estabilizaba por completo. La población de esa zona no aumentó ni disminuyó durante los cien años siguientes, y la construcción del metro fue abandonada definitivamente.

Es decir, hasta que la organización de Moore decidió intervenir en el mercado de Cincinnati. En aquella época la propiedad de tres kilómetros de túneles subterráneos cambió de manos en secreto, y los hombres de Moore se establecieron en el metro, por entonces desierto y casi olvidado.

Moore llegó a Cincinnati dos horas más tarde de recibir la llamada de Pryor, fue directamente a un ruinoso edificio de estilo Tudor propiedad de un imaginario corredor de fincas de Chicago, bajó la insegura escalera del sótano, abrió una puerta camuflada y encontró a Pryor esperándole.

—¿Dónde está? —preguntó mientras ambos recorrían un túnel tan largo como desierto. Sus pasos resonaron en los húmedos muros de piedra.

—Tranquilízate —dijo Pryor—. Le hemos administrado un sedante y está bien vigilado. Tardará un rato en despertar.

—¿Alguien ha intentado matarle?

—Sí.

—Y no lo consiguió, claro está.

—Exacto. Visconti le puso su pistola en la sien, apretó el gatillo… y la condenada bala salió por la culata y le reventó la mano. Tengo la impresión de que si intentamos electrocutarlo, la maldita ciudad se quedaría a oscuras antes.

—Estoy de acuerdo —dijo Moore—. ¿Cómo pudisteis cogerle?

—Cosa de locos. Jeremías convocó una conferencia de prensa en Dayton para promocionar el libro de Moira, y lo secuestramos tranquilamente.

—Veo que él sigue tan tonto —comentó Moore—. Pero me sorprende que no pudiera huir.

—Eso es lo asombroso —convino Pryor—. Le sorprendimos mientras estaba maquillándose en el vestuario, y él levantó las manos y se entregó. Había dos puertas más y una ventana, en un primer piso, y por las anteriores experiencias con él lo normal habría sido que se tirara por esa ventana, que las balas chocaran en el aire o algo parecido, y que se escapara otra vez.

—Es más que asombroso —dijo Moore con aire pensativo—. Es muy alarmante. Debía saber que intentaríamos matarle. Es posible que no pueda morir, pero nota el dolor, de eso no hay duda. ¿Por qué pasar un mal rato? En realidad, ¿por qué decidió hablar en Dayton cuando sabe que todavía tenemos fuerza en Ohio?

—Lo único que hicimos fue capturarle —dijo Pryor, también pensativo—. Tal vez la fuerza que le protege, sea cual sea, esté interesada únicamente en que siga vivo.

—Es una posibilidad —repuso Moore, considerando esa idea—. Es posible que podamos hacerle cualquier cosa excepto matarle. Es bien sabido que Jeremías no ha tenido una vida sin penas hasta ahora. —Hizo una pausa—. A propósito, ¿está Abe por aquí? Parece una ocasión magnífica para obtener respuestas claras de Jeremías.

Pryor meneó la cabeza.

—Abe está dudoso. Dice que sigue estando de nuestra parte, pero que para compensar sus apuestas no piensa comprometerse en esto.

—¡Maldición! —exclamó Moore—. ¡Está comprometido hasta el cuello! ¿Qué cree que hará Jeremías, darle la absolución?

—Asegura que nos dejará si le ordenas hacer algo con Jeremías.

—Nos ocuparemos de Abe más tarde —dijo Moore tras unos instantes de meditación—. En este momento nuestro problema es Jeremías. ¿Es de fiar la seguridad aquí?

—Compruébalo tú mismo —dijo Pryor.

Siguieron por el corredor hasta llegar a una puerta vigilada por diez hombres armados. La estructura en la que entraron había sido en tiempos un refugio antiaéreo construido a gran profundidad bajo una residencia de estilo colonial registrada posteriormente a nombre de Montoya, pero que en los últimos cien años había sido transformada en un salón muy ornamentado. Contenía una cama imperial de cuatro postes, un bar empotrado, varios sillones y un hogar funcional de mármol cuya salida de humos enlazaba con la chimenea de la vivienda. Otros seis hombres armados, entre ellos Montoya, se hallaban en el salón, mientras Jeremías, desnudo y sin sentido, yacía en la cama con brazos y piernas extendidos y atados a los postes. Su brazo derecho mostraba numerosos pinchazos de origen reciente.

—Una de dos, o le habéis inyectado una dosis suficiente para matarle —observó Moore—, o bien es un drogadicto.

—Solo dos de los pinchazos son nuestros —respondió Pryor—. El resto es obra suya.

—¿Cuánto tiempo estará dormido? —preguntó Moore.

—Tal vez media hora… suponiendo que sea un ser humano normal. De lo contrario, podría despertar en cualquier momento.

—Hace frío aquí —dijo Moore, mirando a Montoya—. Quema unos troncos.

—Pero, señor Moore —replicó el jefe de seguridad—, estamos a veinticinco grados.

—No recuerdo haberte preguntado la temperatura —dijo Moore. Habló con otro de los presentes mientras Montoya se encogía de hombros y ordenaba que trajeran troncos—. No he comido nada desde hace horas. Consígueme un bocadillo.

—¿Alguno en especial, señor?

—El primero que encuentres.

—Haré que traigan uno ahora mismo, señor.

—El pan podría estar duro —añadió Moore—. Me hará falta un cuchillo muy afilado.

El matón asintió y se fue.

Moore se sentó silenciosamente en un rincón mientras Montoya preparaba el fuego, y dejó a un lado el bocadillo sin probarlo.

—Remuévelo un poco con el atizador —dijo a Montoya en cuanto ardieron los troncos—. No, deja el atizador ahí. ¿Por qué echar ceniza al suelo?

Finalmente miró a Pryor.

—Ben, ¿crees que hay alguna posibilidad de matar a Jeremías?

Pryor meneó la cabeza.

—Creo que es imposible.

—Lo mismo opino —dijo Moore—. Y tampoco me parece lógico intentarlo.

—¿Qué piensas hacer pues? —preguntó Pryor.

—Lo que sea preciso —dijo sombríamente Moore—. Salid todos.

—¿Dejarte a solas con él?

—No me pasará nada. Y si pasa, la habitación es segura. Luego llama a los periodistas y que estén arriba con cámaras dentro de tres horas.

—Pero…

—Es una orden, Ben, no un ruego.

Pryor asintió con frialdad y salió con los demás, y Moore cerró con llave la puerta. Cogió una mecedora, la colocó junto a la cama, se acomodó en ella, dio un mordisco al bocadillo y miró con aire pensativo a Jeremías.

No había cambiado mucho. No tenía una sola cicatriz en el cuerpo, aparte de las señales de los pinchazos, que indudablemente desaparecerían en pocos días. En cuanto a heridas de bala, navaja o similares, la piel de Jeremías aparecía tan limpia y sin marcas como el día de su nacimiento. Había engordado un poco, quizá seis o siete kilos y no precisamente de musculatura, pero el supuesto Mesías continuaba sin mostrar obesidad pese a distar mucho de ser un atleta.

Moore terminó su bocadillo, se levantó a atizar el fuego y volvió a la mecedora. Al cabo de pocos minutos Jeremías empezó a gemir y a retorcerse. Finalmente trató de incorporarse, comprobó que no podía, sacudió con vigor la cabeza y miró a Moore.

—¿Has tenido una buena siesta? —preguntó Moore.

—¡Tú! —musitó Jeremías.

—¿Quién esperabas que fuera?

—¿Dónde estoy? —preguntó Jeremías, farfullando ligeramente.

—Donde nadie puede encontrarte —dijo Moore—. ¿Qué importancia tiene eso?

—¿Qué piensas hacer conmigo?

—Una pregunta mucho más interesante —dijo Moore—. Si quieres que sea sincero, no lo he decidido. Pensaba que podíamos discutirlo.

—¡Vete a la mierda!

Moore cogió el cuchillo, puso la punta en el pie de Jeremías, apretó y abrió una profunda brecha tan larga como el empeine.

Jeremías lanzó un alarido de dolor.

—Estúpido —comentó tranquilamente Moore—. Muy estúpido, Jeremías. Si estuviera en tu situación, yo no te hablaría de esa forma.

Jeremías escupió a Moore, que le aplicó el cuchillo en el otro pie con resultados similares.

—Igual que entrenar a un perro —dijo—. La repetición es la clave.

Jeremías se mordió los labios y miró furiosamente a Moore.

—Como iba diciendo —prosiguió Moore—, tenemos diversas cosas que discutir. Avísame cuando estés listo para empezar.

—De acuerdo —murmuró Jeremías.

Moore colocó la punta del cuchillo cerca de una de las heridas.

—No te he oído.

—¡DE ACUERDO!

—Así está mejor —comentó secamente Moore—. Debo admitir que eres todo un problema. Tengo la impresión de que nada que te haga podrá matarte.

—¡Nada puede matar al Mesías! —gritó Jeremías.

—Tal vez estés en lo cierto —dijo Moore sin alterarse—. Pero no conozco ningún motivo que me impida mantenerte atado a esta cama durante veinte o treinta años. ¿Qué dices a eso?

—¡No dará resultado! —repuso Jeremías, haciendo silbar las palabras.

—Oh, sí, dará resultado —contestó Moore—. Creo que intentar matarte de hambre no serviría de nada, porque algo o alguien no desea que mueras todavía. Pero tengo la impresión de que tú, mientras tu vida no esté directamente amenazada, estás tan impotente en esta situación como cualquier persona.

Jeremías no respondió, aunque Moore dedujo que el prisionero estaba considerando la idea.

—Y al fin y al cabo —continuó Moore—, ¿para qué quiero matarte? Soy mucho más viejo que tú, no tengo esposa ni hijos y, para ser totalmente sincero, poco me importa que el mundo entero vaya al infierno en una carretilla de mano cinco minutos después de mi muerte. ¿Puedes ofrecer algún motivo para que yo no siga este rumbo?

—Mis discípulos me localizarán —dijo Jeremías—. Y cuando lo hagan, ¡quedará tan poca cosa de ti que no necesitarás entierro o incineración!

Moore volvió a hincarle el cuchillo en el pie.

—Insistes en olvidar quién manda aquí —dijo Moore, alzando la voz para hacerse oír pese a los chillidos de Jeremías—. Éste procedimiento me resulta tan desagradable como a ti. Pero por otra parte, a ti debe resultarte más doloroso. Creo que obrarás sensatamente si tienes en cuenta eso y dejas de lanzar amenazas, o de lo contrario será mejor que te prepares a sufrir las consecuencias. Piensa en las molestias que padeces, y considera que todavía no hemos empezado a hablar de opciones.

—¿Qué opciones? —dijo Jeremías con los dientes apretados.

—Oh, siempre hay opciones —repuso Moore—. Creo poder retenerte aquí tanto tiempo como quiera, pero tal vez me equivoque. Tú crees que nadie puede mantenerte prisionero demasiado tiempo, pero podrías equivocarte. Me parece que la solución lógica es buscar un campo de discusión común.

—¿Por ejemplo?

—Bien, para empezar, tú tienes muchísimo dinero, y buena parte de él es mío. No soy hombre avaricioso. Creo que me conformaría con la mitad.

—¡Vete al diablo! —espetó Jeremías.

Moore extendió la mano y asestó otra cuchillada a Jeremías.

Aguardó a que el joven dejara de maldecir y continuó hablando con suma naturalidad.

—Es tiempo de negociaciones, no de amenazas. Estoy un poco falto de práctica en estas cosas y siempre existe la posibilidad de que pierda el humor y convierta en eunuco al mujeriego más famoso del mundo. Si yo estuviera en tu lugar, haría un esfuerzo para no enfurecerme. —Hizo una pausa—. ¿Continuamos con el tema que estamos tratando?

Jeremías le lanzó una mirada colérica y asintió.

—Muy razonable —comentó Moore—. Creo que debería explicarte, Jeremías, que aunque soy un hombre dedicado a mis negocios, hay muchas cosas que me importan más que el dinero. Una de ellas, por ejemplo, es mi vida. Pienso que, como gesto de buena fe, podrías ordenar a tus discípulos, bastante fanáticos por cierto, que borren mi nombre de su lista de víctimas. Un hombre de tus especiales cualidades no puede temer una pequeña muestra de caridad cristiana.

Colocó la punta del cuchillo debajo mismo de la oreja izquierda del joven.

—¡De acuerdo! —chilló Jeremías.

—Excelente —dijo Moore—. Ahora estamos avanzando. —Hizo una pausa—. De todas formas, por fuerza tengo que preguntarme cómo llegará este mensaje al grueso de tus seguidores.

—No sé que quieres decir.

—Bien, no puedo dejarte marchar sin haber conseguido eso —dijo Moore—. Al fin y al cabo, ¿qué garantía tengo de que cumplirás tu palabra, de que serás sincero? ¿Tu historial de generosidad para conmigo y mi organización?

—¿Qué garantía quieres? —dijo en voz áspera el joven.

—Oh, estoy seguro de que si unimos nuestros cerebros podemos idear alguna —repuso Moore en tono complacido. De pronto chasqueó los dedos—. ¡Creo que ya tengo la solución a nuestro problema!

—¿Cuál? —preguntó Jeremías, mirándole con ojos de susto.

—En primer lugar, ¿por qué cumplen tus órdenes todos esos necios irracionales? Eres mendigo y ladrón, jugador y drogadicto, pareces concentrado en acostarte con todas la mujeres que hay en la faz de la tierra y, para ser totalmente franco, ni siquiera posees la capacidad intelectual de un ave de granja. Así pues, ¿por qué ha de tener tu palabra algún peso entre las masas?

—¡Tú sabes el porqué! —repuso irritadamente Jeremías.

—Sí, lo sé —admitió Moore—. Al parecer piensan que eres el Mesías.

—¡Lo soy!

Moore le pinchó suavemente con la punta del cuchillo.

—Por favor, no me interrumpas. Bien, pienso que si ellos no te consideraran el Mesías, no mostrarían tantas ansias por cumplir tus órdenes. ¿Te parece lógico, Jeremías?

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Es muy simple: si la gente decide que no eres el Mesías, nadie te prestará atención. Nadie querrá matarme, nadie querrá arruinarme, hasta es posible que la gente piense en abandonar las armas y proseguir con sus ocupaciones normales. ¿Estás de acuerdo?

Jeremías continuó lanzándole miradas feroces en silencio.

—Bien, al menos no disientes. Pues bien, aunque agradezco el hecho de que vas a entregarme la mitad de tus fondos y a ordenar a los tuyos que me dejen en paz, el quid de la cuestión sigue siendo este concepto erróneo que tienen las masas sobre tu naturaleza. —Hizo una pausa—. ¿Quién supones que puede aclarar las cosas? Yo no, ciertamente. Si intentara explicar que no eres el Mesías, seguramente me matarían a sangre fría antes de pronunciar la primera frase. ¿Moira? No, tengo la impresión de que tampoco la creerían. —Hizo otra pausa—. ¿A quién podemos recurrir, Jeremías? ¿En qué persona tendrían fe los tuyos?

—¡Nunca! —chilló Jeremías—. ¡Me importa un pito lo que hagas conmigo! ¡Arráncame los ojos, me da lo mismo!

—¿Quién ha dicho algo de tus ojos? —preguntó Moore—. Por una parte, los necesitarás para firmar el documento de entrega de la mitad de tu dinero. Por otra, nos interesa que tengas el mejor aspecto posible, ya que pronunciarás un discurso por televisión dentro de dos horas.

—¡Eso es lo que tú crees! —gruño Jeremías.

—Te equivocas —dijo Moore. Se acercó al hogar y cogió el atizador—. Lo sé sin temor a equivocarme.

Los espantosos chillidos que empezaron entonces se prolongaron casi cuarenta minutos. Finalmente, Moore, con el rostro ceniciento, abrió la puerta, salió al túnel y dio un portazo. Los agentes de seguridad retrocedieron a su paso, e incluso Montoya pareció mirarle con una mezcla de admiración, desaprobación y terror.

—Dadle veinte minutos —ordenó a Pryor—. Luego vestidlo y llevadlo arriba, al salón de la casa. ¿Cuándo llegarán los periodistas?

—Dentro de una o dos horas.

Moore asintió, fue a un improvisado lavabo y vomitó. Se lavó la cara y salió pocos minutos después.

—Uno de vosotros —dijo al grupo de matones—. Buscad un trozo de alambre fino de uno o dos metros. El que llevan los cuadros para colgarlos puede servir perfectamente. Llevadlo al salón de la casa.

Pryor salió con aspecto enfermizo de la habitación que ocupaba Jeremías.

—¡Dios mío, Salomón!… ¿Qué le has hecho? —dijo trémulamente.

—Nada de lo que no pueda recobrarse.

—¡Es espantoso!

—A veces la gente hace cosas espantosas.

—Pero tiene el cuerpo… lleno de…

—No durará mucho —dijo seriamente Moore—. Cuando esté arriba, que ocupe una silla de respaldo recto para que no se caiga, y usad el alambre que encontraréis allí para atarle las piernas a la silla. Así no podrá echar a correr.

—¿Correr? —repitió Pryor—. Ni siquiera sé por qué está vivo.

—Haz lo que te he dicho, Ben.

Pryor asintió todavía aturdido y se fue a atender a Jeremías. Moore se lavó la cara de nuevo, aguardó unos minutos para recobrar el color y subió la escalera del sótano. Se dirigió al salón de la casa, donde Jeremías estaba ya sentado e inmóvil en una silla con respaldo de barras. La cara del joven continuaba incólume, y una túnica suelta cubrió los vestigios de su reciente apuro.

Moore se acercó y le puso una mano bajo el mentón.

—¿Puedes oírme?

Jeremías asintió.

—Excelente —dijo Moore—. Bien, dentro de pocos minutos la prensa estará aquí. ¿Recuerdas lo que debes explicarles?

—Sí —musitó Jeremías.

—¿Has intentado andar?

Jeremías movió negativamente la cabeza.

—Acepta mi palabra: no puedes. Estoy seguro de que también se te habrá ocurrido decir algo distinto a lo convenido. Te aseguro que si haces eso tus declaraciones jamás saldrán de este edificio, y las dos últimas horas te parecerán una excursión dominical comparadas con lo que te haré después.

Jeremías asintió.

—Ben, que alguien le traiga un poco de agua.

Al cabo de pocos minutos el color fue volviendo al semblante de Jeremías, y un cuarto de hora más tarde Moore quedó convencido de que su prisionero tenía lucidez suficiente para hacer la breve declaración.

La prensa llegó por fin, tarde como de costumbre, y Moore aguardó en el piso de arriba mientras Pryor los conducía al salón. Había dos técnicos que de inmediato empezaron a preparar los focos, y un reportero que no cesaba de empolvarse la cara.

—Ninguna pregunta esta noche, por favor —dijo Pryor—. Jeremías quiere efectuar unas declaraciones.

El periodista mostró desilusión, pero permaneció apartado mientras las cámaras enfocaban a Jeremías. Finalmente uno de los operadores dio la señal.

—Me llamo Jeremías el G —dijo el joven— y quiero hacer saber al mundo entero que hago esta declaración voluntariamente y sin estar sometido a coacciones de ningún tipo. —Fijó los ojos en la cámara más próxima—. Soy un fraude. No soy el Mesías. Nunca he sido el Mesías. Nunca he pensado serlo. No puedo seguir soportando los remordimientos. No puedo seguir mirando los ojos adoradores de mis discípulos sin experimentar culpabilidad y remordimientos intolerables. Pido disculpas por mis actos. El dinero que he acumulado será distribuido entre las víctimas de mis robos y engaños. Creedme, no pretendía causar daño…, pero creedme también si os digo que no soy el Mesías.

Guardó silenció, y se produjo un alboroto.

—¡Dios mío, vaya notición! —exclamó uno de los técnicos.

—¿Quién le obliga a efectuar esta declaración? —preguntó el periodista.

—Nadie —dijo Jeremías.

—¿Por qué ha venido a Cincinnati para efectuarla? —insistió el periodista.

No hubo respuesta.

—¿Cómo va a repartir el dinero?

Antes de que Jeremías pudiera responder, Pryor ordenó a los agentes de seguridad que despejaran el salón pese a las furiosas protestas del periodista, y luego indicó a Moore que podía bajar.

—Muy bien, Jeremías —dijo Moore—. Estoy muy orgulloso de ti.

Jeremías, aturdido por el esfuerzo de hablar ante las cámaras, se limitó a lanzarle una mirada de rabia.

—Vamos a tenerte bajo llave durante una semana —continuó Moore—. El tiempo suficiente para que todas las emisoras de radio y televisión y todos los periódicos difundan esa declaración. Después de eso serás un hombre libre.

Salió por la puerta principal, seguido de Pryor.

—Regreso a Chicago. Que siga encerrado hasta que la noticia se extienda.

—¿Y después? —preguntó Pryor—. ¿Realmente pretendes soltarlo?

—¿Por qué no? ¿Quién cree en mesías desacreditados? —Moore sonrió—. Algún día le diré al rabino de Abe que te cuente la historia de Sabbatai Levi.

—Tú eres el jefe —dijo Pryor, con expresión preocupada.

—Tranquilízate, Ben —repuso Moore en tono confiado—. Todo ha terminado.

Pero, naturalmente, no había terminado.