17

Oficialmente se denominaba Cúpula Submarina del Caribe Norte, pero sus moradores la llamaban Burbuja de Jamaica.

Era una estructura inmensa, totalmente sumergida, situada en el suelo oceánico a cinco kilómetros al sureste de Kingston y lejos de los arrecifes de coral. La Burbuja tenía un diámetro de mil quinientos metros en su base, y la parte superior llegaba a menos de quince metros de la superficie marina, donde una serie de ascensores la unían a un aeropuerto flotante.

La Burbuja contenía un trío de plantas potabilizadoras que producían más de cuarenta y cinco millones de toneladas de agua por día, apenas suficiente para satisfacer las necesidades siempre crecientes de México, las islas y la costa este de los Estados Unidos. Compartían el limitado espacio cuatro laboratorios de procesado de algas y dos institutos de investigación.

En el interior de la Burbuja se hallaba también La Nueva Atlántida, un hotel de lujo que ofrecía una impresionante variedad de comidas, bebidas, drogas, diversión, juego y pecado. Salomón Moody Moore, oculto detrás de un impenetrable velo empresarial, era su propietario.

La Nueva Atlántida constaba de doce pisos. En el superior, por encima de los bares, clubs nocturnos y casinos, Moore tenía un conjunto de habitaciones. A diferencia del ambiente espartano de su edificio comercial, estas salas se usaban únicamente con fines de diversión y olían a lujo, desde las cortinas tejidas con oro y los sofás de piel hasta los accesorios de platino de los cuartos de aseo. Cuadros de Van Gogh, Picasso, Changall y Frazetta se exhibían a la ventura en las paredes, junto con dos comics de Chiquito Abner y Pogo que tenían un siglo de antigüedad. Además de las numerosas ventanas que permitían ver las actividades de la Burbuja había un enorme «ojo de buey», una pantalla circular conectada con una cámara de elevada resolución que enfocaba siempre la vida marina en el exterior de la cúpula.

Moore odiaba ese lugar. Se sentía incómodo, como siempre que estaba rodeado de lujos que difuminaban la línea divisoria entre él y las masas. Había pasado gran parte del día malhumorado, sentado junto a los torbellinos de una piscina de proporciones homéricas. Al atardecer había cenado un filete de lenguado y finalmente se vistió al estilo de un jugador siniestro, sin olvidar el sombrero negro y las espuelas de plata. Después entró en el suntuoso salón y aguardó.

No tardaron en llegar:

César de Jesús, cardenal argentino de la Iglesia Católica, un hombre de cabello asombrosamente rubio y piel inmaculada envuelto en un hábito de terciopelo; Félix Lewis, al parecer el inversor más rico de Wall Street y dirigente de la Liga pro Defensa de los Judíos, un hombre bajito, vivaracho y canoso que llevaba una pipa para fumar hachís; Naomí Wizner, ministra de defensa de Israel, que con la cabeza afeitada y la falda abierta por un lado desmentía sus cincuenta y seis años, y Piper Black, presidente del consorcio Black and Noir, un mulato de más de dos metros envuelto en sedas doradas y con un turbante lleno de joyas en la cabeza.

Moore los saludó uno a uno, abrió una botella de borgoña chispeante y viejísimo y llenó copas de cristal para todos excepto él. Luego charló del tiempo, el deporte y los maravillosos resultados de la tecnología de la Burbuja, dejó que todos los invitados tuvieran oportunidad de admirar las obras de arte y la decoración y se aseguró de que no había cámaras o micrófonos ocultos en las habitaciones.

Por fin, al cabo de veinte minutos, los cuatro visitantes se instalaron cómodamente en el salón, sorbieron felizmente el contenido de sus vasos y contemplaron la pantalla. Y Moore decidió entonces que era el momento de ponerse a trabajar.

—Me alegra mucho que hayan podido venir los cuatro —anunció. Desconectó la pantalla y centró la atención en su persona—. Si alguno tiene hambre, puedo pedir que traigan algo, y todas las atracciones de La Nueva Atlántida estarán a su disposición en cuanto terminemos. Pero hay mucho terreno por recorrer esta noche, y si no hay objeciones creo que sería mejor empezar.

—De acuerdo, Salomón —dijo Black mientras encendía un enorme cigarro puro—. ¿Por qué estamos aquí?

Moore se echó un poco hacia adelante en su sillón.

—Tengo motivos para creer que Jeremías se dispone a movilizar sus tropas.

—¿Qué le hace pensar que él tiene tropas? —preguntó Lewis.

—¿Qué le hace pensar que no tiene? —replicó Moore—. Escuche, usted conoce el mercado de valores, es su campo de actividad. Bien, mi campo de actividad es Jeremías, y le aseguro que él, aun suponiendo que no tuviera tropas suficientes, puede permitirse el capricho de comprar más. —Miró al impresionante mulato—. ¿Cuánto han perdido este año, Piper?

—¿Por qué piensa que hemos tenido pérdidas? —preguntó Black.

—No iremos a ninguna parte si no ponemos las cartas sobre la mesa —dijo Moore—. Mis ganancias han descendido casi setecientos millones de dólares en los últimos nueve meses.

—Quinientos millones —dijo Black sin emoción alguna.

—Nadie está ahorrando más dinero que antes, por lo que no es ilógico suponer que casi millón y cuarto de nuestros dólares, o de un dinero que debía ser nuestro, ha ido a parar a Jeremías este año.

—¿Por qué únicamente a Jeremías? —preguntó Lewis—. ¿Por qué no a otros?

—No me siento especialmente inclinado a explicarle los detalles de mis negocios, y estoy seguro de que el señor Black opina de forma parecida… Pero creo que ambos podemos asegurarle que nuestros negocios, dada su naturaleza, no fomentan la existencia de competidores. Nadie excepto Jeremías podría quitarnos un dólar sin nuestro consentimiento. ¿Tengo razón, Piper?

Black asintió.

—Así pues, tener dinero para pagar mercenarios no es precisamente el mayor problema de Jeremías —concluyó Moore.

—Suponiendo que tenga algún problema, yo no lo he captado, desde luego —dijo Black.

—Por eso he convocado esta reunión —prosiguió Moore—. Para intentar crearle algunos.

—Usted le ha visto, ha hablado con él —dijo Naomí Wizner—. Más que lo que ha hecho cualquiera de nosotros. ¿Cuál es el secreto de ese hombre?

—No tiene secretos —respondió Moore—. Posee las facultades cerebrales y la estabilidad emotiva de un niño de doce años que padece hipertiroidea. Pedí a Piper que participara porque su interés por Jeremías es similar al mío: nuestros libros de cuentas están siendo afectados. Pero el resto de ustedes ha estado financiándome, animándome y apoyando mi pequeña guerra personal, y ha llegado el momento de formularles la pregunta: ¿están dispuestos a salir de su encierro y librar una batalla pública con Jeremías?

—¡Eso es lo que hemos hecho! —protestó Lewis.

—¡No! —replicó Moore—. ¡Han hecho declaraciones hipócritas mientras los míos estaban en las trincheras! Les aseguro que este hombre va a dejar de ser una amenaza religiosa y está a punto de ser una amenaza militar. Tiene más dinero que el que necesita, y ninguna razón para esperar más. Antes de comprometer el resto de mis bienes, quiero saber cuál es la posición de ustedes.

—Hay que frenar a Jeremías —dijo Naomí Wizner.

—Hay que matarlo —agregó De Jesús.

—Muy bien, cardenal —dijo Moore—. Permítame formularle la pregunta. ¿Dice que hay que matarlo?

—Desde luego.

—¿No es un poco contradictorio con sus principios religiosos?

—Mis principios religiosos son venerar y adorar la Santísima Trinidad —replicó De Jesús—. Mi fidelidad es para la Iglesia y el Papa.

—¿Aunque estén equivocados? —preguntó Moore.

—¡Eso es impensable!

—Bien, será mejor que empiece a pensarlo muy seriamente —dijo Moore—. Porque hasta la última prueba que poseemos indica que Jeremías es el Mesías.

—Podría elegir un mesías mejor en el listín de teléfonos —intervino en tono irónico Black.

—¿Cómo puede afirmar que este…, que este animal es el Príncipe de la Paz? —dijo De Jesús.

Moore sacudió la cabeza.

—¿Quieren hacer el favor ustedes dos de meterse en la mollera que si Jeremías es el Mesías, es también el Mesías del Viejo Testamento? No es el Príncipe de la Paz, ni el Hijo de Dios. Es simplemente la persona que Dios, o alguien, ha elegido para establecer un reino en Jerusalén…, y por lo que a ustedes les interesa, siempre que eludan la pésima poesía de El Evangelio de Moira, los hechos son correctos. Así debían ser, porque Moira se enteró gracias a mí. Jeremías devolvió la vida a un ahogado. Pasó algún tiempo en Egipto. Se llama Emmanuel. Y es posible que tenga ascendencia davídica. Al menos, nadie puede demostrar lo contrario.

—Yo me opongo a él porque sé que Jesús es el Mesías —dijo De Jesús—. Pero si usted sostiene la opinión de que Jeremías es el Mesías, ¿por qué se opone a él?

—Él no es mi Mesías, cardenal —dijo Moore—. Mi interés por el futuro de Jerusalén y la raza judía es mínimo. Además, si Jeremías es lo mejor que Dios ha encontrado, creo que no me interesa tener relaciones con ninguno de los dos.

—Una respuesta muy locuaz —dijo De Jesús.

—¿Quiere otra mejor? —preguntó Moore—. De acuerdo. Si Jeremías es el Mesías del Viejo Testamento, es simplemente un hombre, nada más. Me importa un comino qué planea hacer en Jerusalén. Pero me importa lo que está haciendo ahora… es decir, intentar matarme y quedarse con mi organización. Ésos son mis motivos, sencillos y claros… y creo que en cualquier momento podré comparar el aguante de Jeremías con el de ustedes. —Miró a Lewis—. Puesto que el cardenal ha tocado el tema, permítame hacerle la misma pregunta: si Jeremías es el Mesías, ¿por qué no podría aceptarlo la Liga pro Defensa de los Judíos?

—No ha hablado con demasiados judíos norteamericanos, ¿no es cierto? —dijo Lewis mientras fumaba su pipa de hachís—. No me importa que él sea el Mesías. Representa una influencia destructora. —Hizo una pausa para meditar—. El judaísmo no es tanto una religión como una forma de vida. Nuestra cultura significa más para nosotros que los detalles de nuestra religión, y este hombre amenaza destruir esa cultura. No me importa si establece un reino en Jerusalén o no. Después de todo, hay menos de cinco millones de judíos en Israel, y doce millones tan sólo en el complejo de Manhattan. Pero si logra apoderarse de Jerusalén, forzosamente alterará lo que significa ser judío, y no podemos tolerarlo.

—Permítame repetir todo esto, para asegurarme de que lo entiendo —dijo Moore—. Ni la Liga pro Defensa de los Judíos ni la Iglesia Católica, o al menos las partes representadas aquí esta noche, se echarán atrás aunque Jeremías sea quien afirma ser. ¿Correcto?

Lewis asintió.

—No es el Mesías —afirmó De Jesús.

—Pero, ¿y si lo es? —insistió Moore.

—Si parece serlo, será el Diablo, el Príncipe de los Mentirosos, y debemos eliminarlo.

Moore decidió que no iba a lograr una respuesta mejor del cardenal, se alzó de hombros y miró a Naomí Wizner.

—¿Y usted? ¿Habla en nombre de su gobierno?

—Desde luego. A todos los efectos, si se produce un ataque contra Jerusalén, yo soy el gobierno.

—¿Y cómo se siente Israel?

—Israel se siente atacada.

—Israel siempre se siente atacada por alguien —dijo Black, conteniendo la risa.

—¡Y siempre se defiende! —replicó acaloradamente la ministra—. ¡Esta vez no es distinta a todas las demás!

—Al contrario —observó Moore—. Si Jeremías es el Mesías, eso significa que la cristiandad ha estado terriblemente equivocada desde hace dos mil años… pero ¿por qué suponer que los ciudadanos israelitas no lo aceptan con los brazos abiertos? Al fin y al cabo, ustedes jamás han aceptado a Jesús. Por tanto, ¿por qué no ha de parecer Jeremías el hombre que cumple las profecías?

—Jeremías vendrá con la espada y el fuego —replicó Naomí—. Estoy segura de que a Dios no le importará que nos defendamos.

—No es una respuesta adecuada —dijo Moore.

—Es la mejor que va a obtener usted, señor Moore —afirmó ella—. ¿Qué espera que haga mi gobierno, entregar la nación a Jeremías en una bandeja de plata?

—¿Y si convence a su gobierno de que es el Mesías?

—¿Y cómo cree que hará eso? —se mofó la ministra.

—Tomando Jerusalén.

—Señor Moore, ¿tiene la menor idea de cuántas veces ha sido conquistada Jerusalén entre la época de los profetas y el establecimiento del estado de Israel en 1948?

—No.

—Bien, acepte mi palabra: más veces de las que usted puede imaginar. Jamás aceptamos como mesías a los conquistadores anteriores. ¿Por qué ha de ser distinto este hombre?

—Porque es distinto —dijo Moore—. Cuando Moira Rallings describe parte de las cosas que ha hecho él, no exagera. No digo que Jeremías sea por fuerza el Mesías, pero desde luego es distinto.

—Al parecer está más convencido que todos nosotros, Salomón —dijo Black.

—Eso no viene al caso —repuso Moore—. Mesías o no, Jeremías es un hombre, y debe tener debilidades. Ha intentado arruinarme, y no pienso rendirme sin pelear.

—Bravo por usted —dijo Lewis, y aplaudió pausadamente—. Bien, ¿tiene algún plan pensado, o es que le gusta pronunciar discursos?

—Tengo varios planes —replicó Moore, volviendo la cabeza hacia Lewis—. De mala gana he llegado a la conclusión de que no podremos liquidar a Jeremías, sea lo que sea. Ello significa que debemos considerar otras opciones.

—¿Por ejemplo? —preguntó Lewis.

—Ésta es la más sencilla —dijo Moore—. Tolerar que tome Jerusalén. Es lo único que se supone ha de hacer, ¿no?

—¿Qué? —exclamaron al unísono Lewis y Naomí.

—Que se salga con la suya. Sólo es una ciudad. El gobierno israelí puede establecerse en otro lugar.

—¡Los judíos tardaron dos milenios en recuperar Jerusalén! —contestó bruscamente Lewis—. ¡Entregarla sin lucha es inaceptable!

—¿Sí? —inquirió Moore—. Jeremías dispone de treinta millones de personas que comprarán armas y se pagarán el pasaje para ir allí e iniciar la Guerra Santa. ¿Por qué no limitarse a entregarle la ciudad?

—¡Es impensable! —dijo Naomí—. ¿Por qué no entregar Checoslovaquia a Hitler? ¡Es lo único que quiere! Pero no era lo único que deseaba, y Jerusalén no es lo único que desea ese Jeremías. En cuanto tenga un ejército, deberá mantenerlo pertrechado y en activo. ¿Cómo cree que hará eso, señor Moore? Marchará sobre Egipto, Siria, Jordania y Líbano, y luego cruzará el Mediterráneo en dirección a Europa.

—¿Con qué? —se burló Black—. No tiene aviones, ni tanques, ni siquiera municiones.

—Los conseguirá —dijo Naomí—. ¿Sabe cuántas iglesias le entregarán gustosamente sus tesoros a cambio de un tratamiento clemente? ¿Cuántos oficiales le darán equipo militar a cambio de puestos privilegiados en su ejército?

—No tantos —dijo Black—. Jeremías sigue siendo un tipo de poca monta.

—¿De verdad? —dijo la ministra—. Este hombre era un mendigo indigente hace menos de tres años. Hoy se le calculan cuatro mil millones de dólares, tiene más de treinta millones de partidarios y sus ganancias semanales son de un millón. Y una iglesia de cada diez ha decidido que Jeremías es divino. ¿Qué hace falta en su opinión, señor Black, para que se convierta en un tipo de mucha monta?

Black se dispuso a replicar, pero cambió de idea y guardó silencio.

—Muy bien —dijo Moore—. Puesto que nadie desea aceptar la solución fácil, pelearemos con él. Pero deben comprender que la acción militar es imposible.

—¿Por qué? —inquirió Naomí—. Estamos dispuestos a presentarle batalla, hasta el último hombre, mujer o niño.

—Más fuerzas para ustedes —dijo secamente Moore—. Pero Jeremías no posee todavía un ejército permanente. ¿Dónde lanzarán su ataque? ¿Cómo pueden cortar una ruta de suministros que no existe? Aun suponiendo que no les importara masacrar civiles, no podrían atacar el centro de operaciones de Jeremías. Nadie sabe dónde está.

—Este hombre tiene razón —intervino Black, haciendo una mueca—. Hasta que Jeremías prepare un ejército auténtico, no hay batalla posible.

—Exacto —dijo Moore—. Propongo por tanto un ataque conjunto y coordinado contra su credibilidad, a través de los medios de difusión. Hasta ahora lo hemos hecho fragmentadamente, y actuando cada cual por su cuenta. Naomí teme un ataque militar, el cardenal teme que Jeremías sea el Anticristo, Piper teme nuevas pérdidas de dinero, el señor Lewis teme por sus valores culturales y Dios sabe que chinos, hindúes y africanos tienen algo que temer… Pero hemos estado actuando como individuos, o al menos como grupos con intereses particulares. Hay que desacreditar a Jeremías, no ante los ojos de los judíos, o de los cristianos, o de los musulmanes, sino ante los ojos de todos al mismo tiempo.

—Ofrezco hasta el último centavo que tengo —dijo Black—. Pero antes debemos llegar a un acuerdo.

—¿Qué clase de acuerdo? —preguntó recelosamente Lewis.

—Si triunfamos, habrá un buen puñado de monedas disponible —prosiguió Black—. Nada de aires de superioridad, señor Lewis. Usted conserva aún todo su dinero. ¿Piensa realmente que me importan algo los judíos o los cristianos, que me preocupa quién gobierna en Jerusalén? Y si a Salomón le importa eso un pito más que a mí, será porque ha perdido la objetividad. Somos hombres de negocios, y sea cual sea el negocio, el sexo, la droga o frenar a un posible mesías, esperamos obtener beneficios.

—¿Son esos sus sentimientos? —preguntó Lewis, mirando a Moore.

—Tengo razones personales para querer acabar con Jeremías —dijo Moore, midiendo cuidadosamente sus palabras—. Es lo más parecido a un enemigo a muerte que he tenido en mi vida, y seguiré con esto hasta el final, con o sin la ayuda de ustedes. —Hizo una pausa—. Pero tal como ha comentado mi amigo Piper, soy hombre de negocios, y ciertamente quiero una parte del botín si triunfamos. No obstante, no creo preciso entrar en detalles ahora mismo —añadió—. Tienen mi palabra de que no cogeremos nada que otro desee.

Miró a los ojos a Black, que decidió abandonar el tema.

—Bien —continuó Moore—, si todos estamos de acuerdo, será mejor que hablemos de la clase de campaña propagandística que vamos a lanzar. Cardenal, ¿cuántas emisoras de televisión controla la Iglesia Católica en América del Sur?

—No controlamos emisoras, señor Moore —dijo De Jesús a la defensiva—. Poseemos emisoras.

—Nadie está tomando notas —repuso Moore—. Nada de esto saldrá de la habitación. A cambio, creo tener derecho a esperar respuestas sinceras. Bien, ¿cuántas emisoras controlan ustedes?

De Jesús miró furiosamente a Moore un largo momento y por fin se alzó de hombros.

—Entre seiscientas y setecientas —dijo.

—¿Y la Liga pro Defensa de los Judíos? —preguntó Moore.

—Personalmente, poseo o controlo cinco —replicó Lewis—. La Liga no controla ninguna, y es la verdad.

—¿Periódicos y video periódicos?

—Yo, diez. La Liga, tal vez el doble.

—¿Cuánto tiempo tardarían en recoger dinero suficiente para que periódicos y emisoras se concentren en una campaña de odio?

—Tres meses, tal vez cuatro —se apresuró a contestar Lewis.

—Demasiado tiempo —replicó Moore—. Tendrá que rascarse el bolsillo y conseguirlo en seis semanas.

—¿Por qué tanta rapidez?

—Porque si Jeremías está preparándose para actuar, no tardará cuatro meses en ensayar su actuación. Estamos hablando de fanáticos religiosos. Si él hace el llamamiento mañana, todos habrán adquirido el billete a Jerusalén antes del fin de semana.

—Veré qué puedo hacer —dijo Lewis.

—Yo no puedo prometer fondos —dijo Naomí Wizner—. Hasta la última moneda se invertirá en la defensa de Jerusalén.

—No pensaba pedirle ninguna —replicó Moore—. Sólo deseaba asegurarme de que no planeaba arrojar la toalla después de que los demás comprometiéramos todo cuanto tenemos. En cuanto al señor Black y a mí, entre los dos controlamos la tercera parte del horario de las imprentas en el continente de América del Norte. Estoy seguro de que podemos lanzarnos a imprimir varios miles de millones de folletos contra Jeremías para dentro de pocas semanas.

—¡Por eso me hizo venir y no invitó a Quintara! —exclamó Black—. Él sólo se dedica a drogas y rameras, ¡pero yo tengo imprentas!

Moore asintió.

—Nuestra contribución consistirá en imprentas y canales de distribución.

—Es lógico —convino Black.

—¿Está con nosotros? —preguntó Moore.

Black movió afirmativamente la cabeza.

—Magnífico —dijo Moore—. ¿Puedo sugerir que nos encontremos aquí de nuevo dentro de dos semanas?

—De acuerdo por mi parte —dijo Lewis. Miró un momento a Moore—. ¿Cree realmente que puede salir algo bueno de esta reunión?

—Su utilidad es limitadísima —replicó Moore.

—En ese caso, ¿por qué estamos aquí?

—Porque tenía que empezar por alguna parte —dijo secamente Moore—. Mañana me reuniré con un dirigente de la Iglesia Ortodoxa Griega, el ministro de asuntos exteriores de Egipto y Henri Piscard.

—¿Quién es ese Piscard? —preguntó Lewis.

—Otro hombre de negocios —replicó Moore—. En Francia y Bélgica ofrece servicios muy similares a los que el señor Black y yo ofrecemos en los Estados Unidos.

—Y supongo que tendrá más reuniones preparadas…

—Seis en total. Creo que cuando nos veamos otra vez habremos creado una organización bastante útil. —Se puso en pie y caminó hacia la puerta—. Y ahora, permítanme sugerir que gocen algunos placeres de La Nueva Atlántida antes de regresar al hogar.

De Jesús, Lewis y Naomí Wizner abandonaron el salón, y Moore cerró la puerta detrás de ellos. Después volvió con Black, que no se había movido de su sillón.

—Hey, Salomón —dijo el mulato, sonriente—. Hemos recorrido un largo camino, ¿no?

—Hola, Piper —repuso Moore mientras se sentaba y devolvía la sonrisa—. Sí, es cierto.

—No está mal para un par de maleantes aficionados.

—Habla por ti mismo —dijo Moore—. Yo nunca he sido aficionado.

Black se echó a reír.

—Y aquí estamos, luchando por la Verdad, la Justicia y la Tradición Cristiana.

—O por el sitio de Judas en el infierno.

—Oh, bueno —dijo Black—. De todas maneras nunca he deseado ir al cielo. Me gusta el calor.

—Jamás he pensado que corrieras el riesgo de congelarte en la otra vida —dijo Moore.

—Eso plantea un problema muy interesante, Salomón.

—¿Y cuál es?

—He sido ateo toda mi vida… pero si Jeremías es el Mesías, eso implica indudablemente la existencia de Dios, ¿no?

—Imposible el primero sin el segundo.

—Bien —dijo Black—, si existe Dios, ¿crees que Le interesará que molestemos a Su Mesías? Sea como sea voy a ir derecho al infierno, y pienso ir a lo grande, pero ¿y ?… Nunca te diviertes con tu dinero. ¿Por qué enfrentarte a Dios por eso?

—Creo que no he pensado mucho en eso —dijo muy despacio Moore—. Creo que hay muchas posibilidades de que Jeremías sea el Mesías, con todo lo que ello implica.

—Entonces, ¿por qué no te mantienes al margen? —inquirió Black—. Y recuerda que la pregunta no la hace ese cardenal como-se-llame.

Moore cogió un elegante encendedor de platino y lo manoseó.

—Podría optar por la salida más fácil y decir que tú y yo pagamos la cuota de ingreso en el infierno mucho antes de que Jeremías hiciera su aparición —dijo Moore en tono irónico—. Pero no lo haré. Si existe Dios, y si Jeremías es Su factótum, estoy actuando en contra de Sus deseos al intentar eliminar al Mesías. ¡Pero, maldita sea, Piper, piensa en la otra cara de la moneda!

—¿Qué otra cara? —preguntó Black.

—¿Por qué ahora, y por qué Jeremías?

—Creo que no te entiendo.

—¿Dónde estaba Dios cuando los judíos fueron expulsados de Jerusalén hace dos mil años? ¿Por qué toleró que destruyéramos Hiroshima, que creáramos una Inquisición, que matáramos de hambre a ochenta millones de niños africanos?

—¿Esperas que Dios se interese a diario por lo que pasa aquí abajo? —dijo Black con una sonrisa.

—Si Jeremías es el Mesías, entonces eso es precisamente lo que está haciendo Él por fin —dijo Moore. Su rabia, tanto tiempo contenida, estaba brotando finalmente—. ¡No cuando Le necesitábamos, sino ahora! Y no con un curandero o un pacificador, ni siquiera con un gobernante medianamente sensato, ¡sino con Jeremías!

—Ya sabes lo que dicen: los métodos del Señor son impenetrables.

—Si Jeremías es lo mejor que ha encontrado, Sus métodos no son simplemente impenetrables, ¡son totalmente irresponsables!

—¡Hijo de puta! —dijo Black, riendo.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Moore.

—Acabo de pensarlo —dijo Black—. Jeremías es el maldito campo de batalla. ¡Has declarado la Guerra Santa a Dios!

—Fíjate en el mundo —dijo Moore en tono sombrío—. Hay nueve mil millones de personas, todas se vuelven un poco más locas día a día y, ¿qué hace Él? Nos manda un imbécil egoísta, mujeriego y tonto. Si existe realmente, podrá ser tu Dios, ¡pero no el mío, desde luego!

—No sabía que pudieras elegir —dijo Black—. O Él es Dios, o no lo es. Y si lo es, tal vez deberíamos reconsiderar lo que estamos haciendo y empezar a rezarle.

—¡Nunca! —bramó Moore—. Si existe Dios, Él me dio un cerebro, y luego se preocupó de que yo solamente pudiera mantenerlo activo infringiendo los malditos mandamientos que Él inventó. Determinó las normas para que existiera un Mesías hace casi tres mil años, y finalmente nos topamos con Jeremías. Esperó dos mil años, dejó que los judíos volvieran a Jerusalén sin Su ayuda, a fuerza de patadas y arañazos, y ahora envía a Jeremías para reducir la ciudad a cenizas y establecer un nuevo reino. ¡Preferiría adorar al diablo!

—Vaya, eres un cerebro criminal en apuros, ¿no? —dijo Black.

—Ya no —dijo Moore, enterrando de nuevo sus emociones en las torturadas cavidades de su mente—. Sé lo que debo hacer.

—Tal vez deberías visitar a un buen loquero, Salomón —repuso Black, con el semblante serio—. Estar enfadado es una cosa, pero tú estás dejándote llevar por…

—Pues tendré que volver a ocupar el asiento del conductor —replicó Moore.

—Dios es un tipo bastante astuto —dijo Black—. Tal vez desea que armes todo este alboroto por volver a ocupar el asiento del conductor para que Jeremías pueda quedarse en el escenario principal. Tal vez estás siendo manipulado.

—Nadie me manipula —dijo Moore con más seguridad que la que sentía—. Ni Jeremías, ni Dios, ni nadie. —Hizo una pausa—. Además, cuando soy racional, no creo en ninguna de estas estupideces.

—De acuerdo, pero creo que…

—El tema está agotado —dijo Moore, y la máscara de frialdad volvió a tapar su cara por completo.

Black fumó en silencio su puro durante unos momentos, mientras Moore conectaba de nuevo la pantalla circular. Finalmente el corpulento mulato se desperezó, dejó el puro en un cenicero y volvió la cabeza hacia Moore.

—¿Listo para hablar de negocios, Salomón?

—Para eso estás aquí.

—¿Cómo repartiremos el botín?

—Creo que no correremos riesgos, ninguno —dijo Moore—. Si frenamos a Jeremías será porque hemos tenido muchísima ayuda. Supongo que sus armas quedarán disponibles, y que seguramente Israel acabará quedándoselas.

—¿Y sus millones de dólares?

—No los tocaremos.

—Creo que este ambiente artificial te ha ablandado el cerebro, Salomón —dijo Black—. Estás hablando de tres, tal vez cuatro mil millones de dólares.

—Intenta comprenderlo, Piper: nos están tolerando. Somos dos grandes empresarios en nuestro mundo, pero fíjate con quiénes estamos tratando: embajadores, estadistas, cardenales, gente capaz de caer sobre nosotros con tanta fuerza que jamás nos levantaríamos otra vez. Que se queden el dinero.

—¿Y qué sacamos nosotros de todo esto? —preguntó Black—. Nunca he visto que Salomón Moody Moore no tuviera un plan.

—Hay un plan —dijo Moore con una sonrisa—. ¿Quién es el mayor traficante de drogas del mundo?

—Piscard, o tal vez yo.

—¿El mayor empresario pornográfico?

—Tú, a menos que Davenport se haya puesto a tu altura en Inglaterra.

—¿El mayor traficante de artículos robados?

—Quintare —dijo Black—. ¿Adónde quieres ir a parar?

—A ningún sitio… pero tus respuestas son equivocadas. Jeremías es el más importante.

—No cuento con él —dijo Black—. Supongo que no estará en la brecha mucho tiempo y… —Se interrumpió, y una brillante sonrisa apareció poco a poco en su cara—. ¡Nos repartiremos sus contactos, sus mercados y su material!

—Y duplicaremos nuestras ganancias de hace cuatro años —concluyó Moore—. Y no cogeremos nada de posible utilidad para nuestros asociados. ¿Quién podrá oponerse?

—¿Qué me dices de Piscard y los demás? —preguntó Black—. Tendremos que darles una parte.

—Lo haremos —convino Moore—. Yo me quedo el treinta y cinco por ciento, tú el veinticinco por ciento y los demás que se peleen por el resto.

—Pensaba que íbamos a ser socios a partes iguales, Salomón.

—No acepto esa clase de socios —replicó Moore, y su sonrisa se esfumó—. Ésa es mi oferta. Puedes aceptarla o rechazarla.

—¿Y si la rechazo?

—Si la rechazas, Piper, tendremos que apañárnoslas sin tus servicios… y podría añadir que tu vida, sin ser demasiado pesimista, durará posiblemente veinte minutos.

—¡Qué diablos! —El impresionante mulato se alzó de hombros—. El veinticinco por ciento es mejor que nada, y eso es precisamente lo que gano con Jeremías por en medio: un cero enorme.

Se levantó, se acercó a Moore y extendió su mano derecha. Moore la estrechó.

—Dime, Salomón, ¿de verdad me habrías matado?

—Nunca bromeo cuando hablo de negocios o de Jeremías —dijo Moore.

—Soy un tipo bastante corpulento, Salomón —observó Black.

—Lo sé —replicó Moore—. Por eso hay tres tipos corpulentos apuntándote con sus pistolas ahora mismo, detrás de dos cuadros y del espejo, espía del vestíbulo.

Black echó atrás la cabeza y se echó a reír.

—¡El eterno Salomón! Siempre tienes previsto todo. ¡No me gustaría estar en las botas de Jeremías, no contigo detrás de él!

—A él parecen irle bien las cosas hasta ahora —comentó Moore.

—Pues más dura será la caída cuando nos echemos sobre él —dijo Black—. Y estos tipos siempre caen, Salomón, aunque crezcan mucho. Incluso los mesías.

—Esperemos que tengas razón —dijo Moore.

La conversación estaba aburriéndole, por lo que acompañó a Black hasta la puerta y le ofreció la llave de una habitación reservada para invitados especiales. Black sonrió de nuevo y se alejó por el pasillo.

Moore cerró la puerta, fue al cuarto de aseo y se desnudó mientras decidía si iba directamente a la cama o pasaba un rato en la piscina antes de acostarse. En ese momento una luz intermitente le indicó que debía ponerse al teléfono, y cogió el aparato.

—Aquí Moore.

—Soy Ben. ¿Estás sentado?

—¿Qué pasa?

—¡Le hemos cogido! —dijo Pryor, muy excitado.

—¿Quién ha cogido a quién? —preguntó Moore, temeroso de abrigar esperanzas.

—¡Tenemos a Jeremías! ¿Quieres que lo llevemos a la Burbuja?

—¡No! —dijo tajantemente Moore—. Seguramente el maldito avión explotaría. ¿Desde dónde llamas?

—Cincinnati. Ya puedes suponer desde dónde.

—Retenedlo ahí mismo, y no le quitéis los ojos de encima. Salgo hacia allí.

Moore estaba ya casi vestido y camino de la puerta antes de que Pryor advirtiera que la conexión estaba interrumpida.