16

Jeremías mugió como un toro mientras su cuerpo se movía a sacudidas en las inevitables contorsiones del acto sexual. Luego, jadeante y sudoroso, se aparto de la inmóvil figura de Moira Rallings y se echó de espaldas.

—¡Cristo! —maldijo—. ¡Tal como va esto me cuesta saber qué diferencia hay entre ti y uno de tus malditos cadáveres!

—Aprende a ser más hábil, en ese caso —dijo ella mientras se tapaba los pechos con la sábana.

—¡Soy el maldito Mesías! —exclamó Jeremías—. ¡Aprenderé lo que quiera aprender y follaré como me apetezca!

—Pues no te quejes si no hay reacción —replicó tranquilamente ella.

Moira se dispuso a salir de la cama, y él la cogió por el brazo y se lo impidió.

—¿Adónde vas ahora? —preguntó Jeremías—. ¿A tirarte una estatua?

—Una obtiene satisfacción donde puede —respondió Moira sin asomo de vergüenza.

—¿Cuál es hoy, el general o ése que está vestido de emperador Augusto?

—El que más me guste.

—Unos gustos muy gastados, eso tienes allí —dijo Jeremías, disgustado—. ¿Por qué vistes esos cadáveres si todas las noches los desnudas para entrar en acción?

—Para no escandalizarte.

—Es muy difícil escandalizarme —replicó él con una risotada—. Algún día te explicaré qué hice esta mañana con tres miembros femeninos de mi rebaño.

—Pues bueno —dijo Moira—, tal vez los encuentre más atractivos vestidos de uniforme. Tal vez a ellos les guste más.

—A los muertos les importa muy poco estar enterrados con prendas suntuosas —comento alegremente Jeremías.

—¿Desde cuándo citas a Eurípides?

—Desde que leí sus jodidos poemas —repuso él. Extendió una mano hacia la mesita de noche y cogió dos píldoras de propiedades indeterminadas—. ¿Qué te importa eso a ti, maldita necrófila? Leo, eso es todo. —Se echo las pastillas a la boca y las engulló.

—¿Últimamente?

—Sí, últimamente.

—¿Y cuándo aprendiste el significado de «necrófila»?

—¡Tal vez soy un poco más listo de lo que piensas! —espetó Jeremías.

—Es posible —dijo ella, pensativa.

—¡Y cada vez soy más listo! —añadió Jeremías—. Cosas que eran incomprensibles para mí hace pocos meses las veo muy claras de repente.

—¿Cómo el término «incomprensible»?

—¿Qué diablos quieres decir?

—Que es cierto, cada día eres más inteligente —replicó Moira mientras se incorporaba—. Usas palabras que desconocías hasta ahora, lees libros cuya existencia desconocías y que antes no habrías entendido, y si exceptuamos tus obscenidades, hasta la construcción de tus frases es más compleja.

—Todo el mundo aumenta su inteligencia, con el paso de los años —dijo Jeremías—. De lo contrario habría más estancamiento que el que se ve ahora. ¿De qué hablamos? Basta una pervertida frígida para empezar a cambiar el tema.

—El tema era la inteligencia.

Jeremías apartó las sábanas y separó las piernas de Moira sin encontrar resistencia.

—¡El tema es lo que estoy mirando, y nada más! Dios y el destino mesiánico son estupideces y palabrería a partes iguales, inventos para un puñado de borregos. El secreto del universo está justo entre tus piernas, ¡y estoy harto y cansado de que lo tapes con un puñado de cadáveres! —Le lanzó una mirada de furia—. ¡Dios! ¡Si no fuera por ese libro tuyo y la continuación que estás escribiendo, te echaría de aquí con una patada tan rápida que no sabrías quién te la ha dado!

Moira siguió escuchando la reprimenda de Jeremías, escuchando de verdad por primera vez desde hacia meses. Prestó atención al vocabulario, los conceptos formulados entre vulgarismos, y comprendió que Jeremías estaba cambiando. El proceso no había concluido, y él no alcanzaría la categoría de Shakespeare o Einstein hasta dentro de mucho, muchísimo tiempo, si la alcanzaba alguna vez. Pero los indicios de un intelecto en desarrollo eran inconfundibles.

Y siendo una superviviente por naturaleza, Moira ofreció su cuerpo cuando Jeremías se echó encima de ella, apretó fuertemente sus piernas al torso de él, chilló para simular un espléndido éxtasis, se aseguró de clavarle las uñas en el cuello y la espalda (con tanta fuerza que corrió la sangre), adoptó posiciones que jamás había ensayado e hizo un esfuerzo para pedir más cuando por fin él se tumbó exhausto junto a ella.

Largo rato después de que Jeremías cayera dormido, Moira abandonó en silencio la cama, salió de puntillas de la habitación y recurrió a su forma especial de satisfacción. Saber que ella formaba parte del bando ganador, y que el poder de dicho bando aumentaba prácticamente segundo tras segundo, hizo que la experiencia fuera más gozosa y satisfactoria que de costumbre.

Jeremías despertó a la mañana siguiente y se encontró acostado con la tigresa sexual de sus sueños. Podía faltarle sinceridad, pero Moira compensó de sobras el defecto con motivación y entusiasmo. Y mediante métodos que Jeremías sólo había imaginado hasta entonces, Moira se aseguró de que nadie pudiera substituirla pronto al lado del Mesías.