El Bogovante Dorado, como casi todos los comodibares, estaba bien camuflado. Se hallaba en el cuarto nivel de State Street, tras la fachada de una tintorería bastante sencilla que parecía tener un notable volumen de trabajo propio.
Pero una vez en el interior, la decoración cumplía la promesa del restaurante. Las paredes estaban totalmente recubiertas de oro, biombos japoneses de color amarillo y tapices de varios siglos de antigüedad, y sillas y mesas estaban forjadas a mano y doradas. Hasta las baldosas y las alfombras relucían como el oro, y los platos y los carritos del servicio eran igualmente dorados. Crustáceos de todos los tamaños y variedades imaginables habitaban en depósitos dorados de forma triangular cuidadosamente atendidos en los cuatro rincones del salón, y camareros y camareras lucían sobre su cuerpo una capa de pintura metálica color oro y poca cosa más, aunque todos llevaban una corona hecha con rutilantes conchas marinas.
Moore y Pryor fueron conducidos a una mesa en la parte más recogida del restaurante, donde Moore pidió la cena de ambos.
—¡Es fabuloso! —exclamó Pryor mientras contemplaba el salón—. Hace un año que intento venir aquí, desde que inauguraron el local, pero nunca encuentro la oportunidad.
—La comida es mejor incluso que la decoración —replicó Moore. Aguardó a que una camarera trajera una bebida a Pryor (él se abstuvo, como siempre) y siguió hablando con su ayudante—. ¿Sabes dónde he estado por la tarde?
Pryor asintió.
—En la Biblioteca de la Realidad.
—¿Averiguaste algo?
Moore meneó la cabeza.
—Un derroche de tiempo y de dinero. Al parecer sólo topamos con callejones sin salida.
—¿Volvemos a estar en el punto de partida?
—La cosa empieza a tomar ese aspecto —dijo sombríamente Moore. Miró a Pryor—. Ben, ¿cuál es tu opinión sobre Jeremías?
—Creo que es un hombre difícil de eliminar.
—Muchísimas gracias.
—¿Quieres una afirmación más rotunda? —dijo Pryor—. De acuerdo. Creo que, por algún motivo que se nos escapa, es literalmente imposible eliminarlo. Personalmente, me inclino por la teoría del imitante. Puede ser increíble, pero es mucho más fácil tragar eso que no las tonterías mesiánicas de Abe.
—Acepto sugerencias —dijo Moore—. ¿Tienes alguna?
—No soy científico —repuso Pryor—. Pero tampoco lo es Abe. Creo que recurriría a ciertas personas, tal vez en la universidad de Chicago, alguien que sepa algo sobre mutaciones, y escucharía lo que tengan que decir.
—Podríamos hacer eso —convino Moore—. Encárgate tú mismo en cuando llegues a la oficina mañana.
—Pareces tener dudas.
—No me gusta apostar, Ben —dijo Moore—. Pero si me gustara, apostaría doce contra uno a que los expertos corroboran la opinión de Abe sobre las mutaciones. Los mutantes no pueden hacer lo que hace Jeremías, y supongo que los científicos son personas bastante normales: no les gusta enfrentarse cara a cara con algo que contradice sus creencias.
—Igual que los cristianos —dijo riendo Pryor—. ¿No seria divertido que Jeremías fuera el Mesías?
—Muy chistoso —repuso secamente Moore.
La camarera llegó de nuevo con la cena (colas de langosta para Moore y zarzuela de mariscos con salsa de vino para Pryor) y los dos pasaron la siguiente media hora disfrutando esos manjares, tan deliciosos como ilegales. Después de que les trajeran un llameante postre, Moore reanudó la conversación.
—Aunque sea imposible liquidarlo, quiero mantener la presión. Ofrece una recompensa.
—Eso ya está hecho.
—De mayor cuantía —dijo Moore mientras agitaba el azúcar en el café—. Un millón de dólares. Hasta la fecha, el asunto no ha salido de nuestra organización. Que corra la voz también entre los independientes. Con eso podríamos ganar un poco de tiempo.
Pryor sacó dos puros y ofreció uno a Moore.
—No, gracias —replicó Moore—. Sólo los fumo como complemento, cuando trato de convencer a alguien de que soy un cliente muy duro.
—Te he visto dejarlos apagar simplemente para que los muchachos te los enciendan otra vez —dijo Pryor. Metió uno de los puros en su bolsillo—. Es asombroso cuánto impresiona a la gente una exhibición de deferencia por parte de un puñado de matones de cien kilos.
—Hablar con mucha tranquilidad también es útil —comentó Moore—. Casi todos esperan ser tratados a gritos.
—Nada como mantenerlos desequilibrados —convino Pryor mientras encendía su puro—. A propósito, dices que deseas ganar un poco de tiempo. ¿Para qué?
—Porque hemos subestimado un hecho muy importante.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Jeremías cree que es posible matarle. En cuanto comprenda que es imposible, dejará de correr para alejarse de nosotros y echará a correr hacia nosotros.
Pryor frunció el ceño.
—No había pensado en eso. —Guardó silencio unos momentos y finalmente hizo un gesto de indiferencia—. En cualquier caso, ¿qué diablos puede hacernos él?
—No lo sé… y naturalmente no pienso quedarme sentado para averiguarlo.
—Hasta la fecha el único talento que ha exhibido es meramente defensivo. Creo que si tuviera posibilidades ofensivas ya las habría demostrado.
—Tal vez no sabe que las tiene —replicó Moore—. Recuerda, no estamos enfrentándonos a un gigante mental. Sean cuales sean sus cualidades, la capacidad intelectual no forma parte de su arsenal.
—Lo esperas —dijo Pryor.
—Lo sé —contestó Moore.
La camarera trajo la cuenta, y Moore dejó setecientos dólares en la mesa. Se reunió con los guardaespaldas en la puerta, dijo adiós a Pryor y volvió a su apartamento, donde pasó la noche leyendo todos los datos de que disponía sobre mutaciones. Cuando llegó al despacho por la mañana, sus conocimientos sobre mutantes superaban todo lo previsible… pero todavía no podía definir a Jeremías.
Pasó buena parte de la mañana atendiendo tareas rutinarias. Más tarde, poco antes del mediodía, convocó en su despacho a Moira, Pryor y Bernstein.
—¿Qué ocurre, Salomón? —preguntó Bernstein.
—Abe, ¿es posible que la suerte sea un talento de mutante? —preguntó Moore.
—¿Te refieres a la precognición?
Moore meneó la cabeza.
—No. Si fuera así no caería constantemente en trampas. Hablo de suerte… o, para expresarlo en tus términos, una reacción involuntaria que le permite superar los promedios estadísticos.
—¿Cómo esquivar cuarenta y tres balas disparadas a quemarropa? —preguntó Bernstein con una sonrisa—. ¿Te das cuenta de lo ridículo que es eso?
—De acuerdo —dijo Moore—. ¿Es posible que su piel se haya transformado hasta ser prácticamente una muralla contra las balas?
—No —intervino Moira, sacudiendo la cabeza con aire tajante—. Le he visto cortarse mientras se afeitaba.
—Además —añadió Bernstein—, eso no explicaría lo sucedido en la Gomorra. Aquellas balas no rebotaron en su cuerpo, Salomón. No le alcanzaron.
—Ben —dijo Moore—, ¿aún no tienes noticia de los biólogos?
—Es demasiado pronto —respondió Pryor—. Seguramente no me responderán hasta dentro de dos días.
—¿Estás buscando asesoramiento fuera de la organización? —preguntó Bernstein—. ¿Qué harás cuando esos científicos digan lo mismo que yo, Salomón?
—Pregúntamelo entonces —replicó Moore.
—Lo haré gustosamente —dijo Bernstein—. ¿Puedo hacer una sugerencia mientras tanto?
—Estás en tu casa.
—Puesto que has de esperar dos días para evaluar la teoría del mutante, ¿por qué no consideras la alternativa mientras tanto?
—Maldita sea, Abe. ¡Jeremías no se comporta como un Mesías! Incluso cuando hace algo previsto, lo hace a tropezones. ¡Es una locura!
—Salomón, la evidencia lo define más como Mesías que como mutante, tanto si quieres admitirlo como si no.
—Los mesías no hacen trucos estúpidos como Jeremías —dijo Moore—. Tienes la religión metida en la cabeza, Abe.
—¿No se te ha ocurrido que puedes estar abordando el problema al revés? —sugirió Bernstein.
—¿De qué estás hablando?
—Has emprendido una carrera para probar que Jeremías no es el Mesías. Has hablado con Milt Greene, has visitado la Biblioteca de la Realidad, has visto lo que Jeremías hizo a Krebbs, has comparado sus actos con las señales mesiánicas aceptadas, y por mucho que protestes, no has podido demostrar nada. Sugiero que, en lugar de intentar probar que él no es el Mesías, trates de probar que lo es y analices los resultados.
—No veo la diferencia —dijo Moore.
—Es cuestión de método —explicó Bernstein—. Consideremos el caso de un cataléptico. Sin un estetoscopio o un espejo empañado puede ser muy difícil demostrar que vive. Pero si le pinchas con una aguja y ves sangre saliendo de la herida, es sencillo demostrar que no ha muerto.
—Un ejemplo bastante flojo.
—No te ofrezco ejemplos, te ofrezco métodos. Tienes cierto número de pruebas ante ti, y has sido incapaz de probar que Jeremías no es el Mesías… y créeme, tus expertos confirmarán todo cuanto he dicho sobre mutaciones. En consecuencia, ¿por qué no comprobar si da mejores resultados el otro método, intentar demostrar que él es el Mesías?
—Es una estupidez —dijo Moore.
—¿Tienes algo mejor en que perder el tiempo?
—Muchas cosas —dijo Moore—. Pero si vale para que al fin dejes de decir estupideces mesiánicas, lo intentaremos.
Pulso un botón del intercomunicador y ordeno a su secretaria que trajera comida para cuatro al despacho. Después siguió hablando con Bernstein.
—Muy bien, Abe. ¿Qué sabemos de Jeremías que nos induzca a pensar que es el Mesías?
—Se llama Emmanuel, fue a Egipto siendo niño y ha resucitado a un muerto. El setenta y cinco por ciento de las señales.
—Vaya resurrección —se burlo Moore—. ¿Y que me dices de su ascendencia davídica?
—¿Quién sabe? —dijo Bernstein—. Es posible.
—¿Sabes con certeza que David existió realmente?
—Al parecer hay pruebas históricas. Pero aunque un hombre llamado David no haya existido, eso no cambia nada.
—¿No? —dijo Moore—. ¿Por qué no?
—Porque estamos interesados en el rey mencionado como David por la Biblia, y personalmente me importa un comino que se llamara David, Jorge o Federico. Se trata simplemente de un símbolo. Seguiré refiriéndome a la línea davídica porque es un término práctico, pero cuando lo uso estoy hablando de la descendencia de un hombre al que la Biblia, correcta o incorrectamente, llama David.
—Cosa que no resuelve nada —dijo Moore—. Tu rabino afirma que existen cuatro señales que permiten reconocer al Mesías. Aun exagerando, sólo podemos confirmar tres. Y si no recuerdo mal, el Mesías debe establecer un reino en Jerusalén. Jeremías no ha emprendido esa tarea, ¿no es cierto, Abe?
—Todavía no —repuso Bernstein.
—Pues hasta que lo haga, creo que el tema esta agotado.
—No estoy de acuerdo —dijo Moira.
—Otro trimestre perdido —comento irónicamente Moore—. Muy bien, que salga todo ahora, y después tal vez podamos seguir haciendo algo más práctico.
—Lo único que he hecho —explicó Moira— es seguir el consejo del doctor Bernstein. Me he preguntado si puedo refutar la hipótesis de que Jeremías es el Mesías. Para hacerlo, tengo que probar que él no cumple las profecías llamadas vitales. Sé con certeza que las tres primeras se han cumplido, por lo que resta únicamente la profecía del linaje de David. —Hizo una pausa—. Bien, es obvio que no puede demostrarse nada, puesto que la mejor documentación se origina hace pocos siglos… Pero eso no significa que no haya otra forma de abordar el problema.
—¿Por ejemplo?
—Si supongo que Jeremías es el Mesías, debo suponer por tanto que su ascendencia es davídica, y tengo que preguntarme cual es la consecuencia lógica de esto.
—¿Cuál es? —inquino Moore.
—Bien, si el Mesías desciende del linaje de David, parece lógico suponer que la línea ha existido todo este tiempo a fin de originar ese Mesías. Ello significaría que Jeremías es el único varón del mundo que desciende directamente de David. Bien, ¿qué deduces tu?
—Que estás tan loca como Abe —dijo Moore.
—No, Salomón —respondió Moira—. Yo deduzco que, si debe existir alguna vez un Mesías de acuerdo con las profecías, es imposible matar a Jeremías. Estuvo a punto de morir varias veces por culpa de enfermedades infantiles, pero siempre se recobró… y tampoco tus hombres fueron capaces de liquidarlo.
—¿Estás afirmando que él podrá seguir vivo hasta que engendre un varón que le suceda en la línea? —pregunto Moore.
—No, Salomón. Estoy afirmando que Jeremías es el Mesías.
—¿Por qué?
—Porque Jeremías se sometió a una vasectomía hace dos años. El linaje acaba con él.
—¡Dios mío, ella tiene razón, Salomón! —exclamó Bernstein.
—No tan deprisa —dijo Moore. Miró a Moira—. ¿Y si Jeremías no es el único descendiente directo de David? ¿Y si hay cincuenta como él?
—En ese caso, ¿por qué no habéis podido matarle? —respondió Moira—. Si Jeremías desafía todas las leyes de la probabilidad y la naturaleza, debe existir una explicación. Yo he ofrecido la mía, Salomón. ¿Tienes otra mejor?
—No de momento —admitió a regañadientes Moore, mientras entraba en el despacho un carrito con cuatro comidas.
Y treinta horas después, cuando todos los biólogos confirmaron las palabras de Bernstein, Moore continuaba sin tener una explicación mejor.