Había alcanzado un renombre fuera de toda proporción con su aspecto. Estructuralmente era vulgar, un pequeño edificio dividido en vestíbulo, archivo y veinte cubículos. Era una sucursal de la Biblioteca de la Realidad, conocida por su fama por decenas de millones de personas y considerada erróneamente por casi todas ellas.
Moore dejó a los guardaespaldas en la puerta, entró en el edificio y se acercó al único asistente, un hombre grueso de edad madura que estaba sentado detrás de un desordenado mostrador.
—¿Sí?
—Me llamo Moore. Salomón Moody Moore. Concerté la visita.
El encargado tecleó el nombre en la terminal del ordenador.
—Ah, sí, señor Moore. Le he reservado el cubículo número siete.
—¿Le pago ahora o después?
—El precio es veinte mil dólares por hora, y exigimos un pago mínimo adelantado de dos horas.
—Perfecto —dijo Moore. Anotó rápidamente el número de identificación de su cuenta personal.
—Gracias —repuso el encargado—. Podrá empezar dentro de poco, en cuanto nuestro ordenador haga la transferencia de fondos. Su banco sabe que esta transacción tendrá lugar, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Ha usado la biblioteca anteriormente?
—No —dijo Moore.
—¿Sabe como funciona?
—Sólo de oídas.
—En este caso le irá muy bien un poco de información —dijo el encargado, y sacó un folleto de los que guardaba detrás del mostrador—. Tenga. Le interesará leerlo. Si tiene alguna pregunta cuando termine, se la contestaré gustosamente.
Moore le dio las gracias, se acercó a una silla, tomó asiento e inició la lectura.
La Biblioteca de la Realidad, decía el folleto, pese a la increíble complejidad de su técnica, era en esencia un medio de diversión, la culminación lógica de todos los medios anteriores. Los registros fonográficos y las cintas magnetofónicas afectaban sólo a un sentido, el teatro y el cine sólo a dos… pero incluso si se encontraba un medio que afectase a los cinco sentidos, como los efímeros sensibilizadores habían intentado entre 2020 y 2030, la persona continuaba siendo mera espectadora, un voyeur que únicamente lograba placer indirecto.
Pero la Biblioteca de la Realidad había cambiado todo eso. Cuando el usuario (el folleto aborrecía el término «cliente») tomaba asiento en un cubículo, encontraba dos nódulos que debía adherir a sus sienes, según la ilustración claramente expuesta. Después tocaba un botón del brazo derecho del sillón y de inmediato quedaba establecido el contacto con el banco de datos principal de la Biblioteca en Houston.
La Biblioteca disponía de más de un cuarto de millón de obras literarias grabadas. El usuario se limitaba a elegir cualquier personaje, importante o secundario, de cualquier libro del catálogo y se transformaba, a todos los efectos, en dicho personaje mientras durara la grabación. Sus sentimientos serían idénticos a los del personaje, sabría lo mismo, vería lo mismo. El usuario no podía actuar de modo independiente o alterar el desarrollo pregrabado de la obra literaria seleccionada. Le parecería hallarse en una porción secreta de la mente del personaje, compartiendo todos sus pensamientos y experiencias y siguiéndolo hasta la conclusión de su saga.
El folleto continuaba explicando el desarrollo del invento. En principio diversos actores quedaban conectados a los enormes bancos de datos de unas máquinas que clasificaban y almacenaban sus reacciones, para transferirlas de forma temporal a los cerebros de los usuarios de la Biblioteca. Los resultados no fueron satisfactorios, ni mucho menos, ya que lo que captaba el usuario era una interpretación de una obra literaria hecha por un actor, y naturalmente era casi imposible obtener escenas de guerras y muertes. Pero con el paso de los años la tecnología de la Biblioteca fue cobrando complejidad, hasta el punto de que el usuario podía vivir un libro sin necesidad del filtro de actores, directores, adaptadores y cualquier otro intermediario. Un equipo de cuatro técnicos tardaba normalmente entre dos y tres años para completar una grabación. Y con medio millón de técnicos contratados y más iniciados a diario, el catálogo de la Biblioteca de la Realidad crecía en progresión geométrica.
Moore leyó algunos párrafos más, no vio nada interesante aparte de la inmoderada dosis de hipérboles congratulatorias por parte de la misma Biblioteca y finalmente volvió al mostrador.
—¿Alguna pregunta? —inquirió el encargado mientras recogía el folleto y lo escondía detrás del mostrador.
—¿Hacen daño?… Me refiero a esos objetos que debo ponerme en la cabeza.
—¡Santo cielo, no! —dijo riendo el encargado—. ¿Quién acudiría por segunda vez si el procedimiento fuera doloroso?
—Le sorprendería averiguarlo —dijo Moore, pensando en las diversiones más famosas del espectáculo de Emociones Fuertes.
—Le aseguro que no sufrirá molestia alguna, señor Moore.
—Acepto su palabra —repuso Moore.
La terminal de ordenador emitió dos bips.
—¡Ah! Su dinero está transferido.
—Los precios deben asustar a muchos clientes —comentó Moore.
—No tantos como cree —replicó el encargado—. Ofrecemos experiencias que nadie puede imitar. ¿Se ha preguntado alguna vez qué siente una mujer cuando alcanza el orgasmo? Usted puede ser Fanny Hill, vivir como ella, experimentar sus sensaciones. ¿Tiene sueños imperiales? Puede ser Julio César, Isabel, Bonaparte…, no simplemente observarlos, fíjese bien, sino transformarse en ellos. ¿Fantasea con sus atributos físicos? Pues sea Tarzán, trabado en combate mortal con Numa el león.
—¿Cuánto tiempo dura una cinta?
—Depende, pero en general puede vivir su contenido en cuarenta minutos. Naturalmente, si desea ser la Natasha de Guerra y paz, la cinta durará un poco más. Y a la inversa, si desea convertirse en un personaje que aparece sólo en un capítulo de Guerra y paz, la cinta podría durar únicamente dos o tres minutos.
—¿Y si quiero ser un personaje en un momento concreto de un argumento? —preguntó Moore—. ¿Cómo puedo conseguirlo?
—Debe aclarar qué parte del relato desea, por adelantado —respondió el encargado—. Estará totalmente incapacitado para actuar de forma independiente en cuanto empiece la cinta. En realidad, ni siquiera notará que está reviviendo una cinta, que esa vida no es real. En consecuencia, todas las limitaciones deben decidirse por adelantado.
—¿Dónde puedo encontrar una lista de cintas?
El encargado le indicó una puerta.
—Vaya allí y se encontrará en nuestra Sala de Catálogo. Anote los títulos y los números de código de las cintas que desea, así como las partes de las mismas que desea vivir. Luego entrégueme la lista y la entraré en el ordenador maestro mientras usted se prepara en el cubículo.
Moore fue a la Sala de Catálogo y volvió con una lista media hora más tarde.
—Ah —dijo el encargado, sonriendo al mirar los títulos—. Veo que es usted religioso.
—No en especial —replicó Moore.
—¿Desea serlo?
—No en especial.
—Se sentirá muy distinto después de haber muerto por nuestros pecados y resucitado.
—Lo dudo.
—En ese caso, ¿por qué desea ser Jesús? —preguntó el curioso encargado.
—No es ese mi deseo —dijo Moore. Anotó el personaje cuya vida deseaba experimentar—. Empecemos con el Evangelio de San Juan.
Marchó al cubículo, adhirió los nódulos a sus sienes siguiendo las instrucciones, notó que un placentero atontamiento se apoderaba de él y…
Era Judas Iscariote y estaba furioso. Jesús le había confiado la bolsa que contenía el dinero de los discípulos, con el único objeto de hacerle responsable si faltaba algo, y él se sentía agraviado. Era un ladrón, y en ese momento no había nadie a quien robar aparte de él mismo.
En primer lugar, ¿por qué acompañaba a ese hombre benévolo que siempre iba ataviado con su túnica blanca? Seguramente no era un Mesías, sólo un maestro, un rabino de ideas extrañas y revolucionarias. Tenía que irse, tenía que intentar ganarse la vida, aunque fuera robando… y sin embargo siempre existía esa posibilidad, esa remota probabilidad.
¿Cuántas veces había implorado su pueblo al Dios de Israel que enviara Su Mesías y restituyera la antigua gloria de la raza? Los pretendientes al mesiazgo se habían presentado uno tras otro, habían intentado unir a las masas y habían muerto apedreados o crucificados como recompensa a sus esfuerzos. Y aunque él aguardaba la oportunidad de decidir si aquel hombre era el esperado por su pueblo, estaba seguro de que en definitiva Jesús demostraría no ser más Mesías que cualquiera de los otros.
Sin embargo, mientras observaba y aguardaba, Judas debía obedecer las órdenes de su maestro, y le enfurecía desempeñar el papel de santo pacífico. Se hallaba sentado en la casa de Lázaro, y vio que María, la hermana del anterior, tomaba una libra de ungüento de gran coste, lo ponía en los pies de Jesús y lo frotaba con sus cabellos. Finalmente Judas no pudo soportarlo más.
—¿Por quá no se vendió ese ungüento en trescientos denarios, y se dio ello a los pobres? —preguntó.
Le importaban tanto los pobres como los romanos, por supuesto. Pero el beneficio de la venta habría llenado más la bolsa del dinero… y si Jesús demostraba ser un hombre y nada más, tantos más fondos tendría Judas para la nueva vida que eligiera.
—Déjala que lo haya reservado para el día de mi entierro —respondió Jesús con firmeza—. Porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mi no me tenéis siempre.
Los otros discípulos miraron a Jesús con aire de mudo reproche, y él, quizá por centésima vez, se encogió humillado ante su maestro. Nutria su odio, lo dejaba crecer y florecer en su interior. Pronto irían a Jerusalén, la Pascua se acercaba. Judas actuaría entonces. El dinero que recibiera por traicionar a su maestro hará que trescientos denarios fueran otros tantos granos de arena en el desierto.
Pronto llegaría el momento. Pronto…
Y de pronto fue arrojado al mundo violento y bárbaro de La última tentación de Cristo de Kazantzakis. Él era muy alto, delgado, viril, con la fuerza de un toro y una gran barba roja que era la envidia de todos los hombres…
Era Judas, y estaba impaciente. En otro tiempo, hacia meses, había aborrecido la visión de Jesús, incluso había ido a un monasterio del desierto dispuesto a matarlo. Pero aquel hombre joven, extraño y pálido, el asceta de la mirada obsesionada que siempre parecía correr, no hacia el mesiazgo, sino en dirección contraria, convenció a Judas sin necesidad de convencerse el mismo de que era el Elegido.
Y Judas estaba cada vez más impaciente. ¿Por qué Jesús no esgrimía la espada? ¿Por qué no hacía morder el polvo a romanos y fariseos? ¿Por qué bailaba y reía, por qué se codeaba con la escoria de la tierra? ¡Esa conducta era impropia del Mesías! El Mesías debía empuñar la terrible espada de la ira y la venganza del Señor. Estaban malgastando el tiempo, Jesús y su pandilla de fieles, aquellos cobardes flacuchos llenos de pulgas. Y a Judas correspondía mostrar el camino a Jesús, convencerlo de que había llegado la hora de asestar el golpe que liberara a su pueblo de una vez por todas.
Pero esa noche Jesús llevo aparte a Judas y le hablo de una visión que había tenido mientras se hallaba a solas en lo alto del Gólgota. El profeta Isaías aparecía en su mente sosteniendo una piel de cabra de color negro cubierta de letras. De pronto Isaías y la piel de cabra se esfumaban, dejando únicamente las letras, que se retorcían como animales en el aire.
Sudoroso y tembloroso, Jesús había leído las letras en voz alta:
—Él ha cargado con nuestras faltas. Fue herido por nuestros pecados. Nuestras iniquidades le magullaron. Estaba afligido, pero no abrió su boca. Despreciado y rechazado por todos, prosiguió sin resistirse, igual que un cordero conducido a la matanza.
Jesús dejó de hablar. Se había puesto mortalmente pálido.
—No lo entiendo —dijo Judas—. ¿Quién es el cordero conducido a la matanza? ¿Quién va a morir?
—Judas, hermano —dijo Jesús, esforzándose en dominar su pánico—. Yo soy el que va a morir.
—¿Tú? ¿Acaso no eres el Mesías?
—Lo soy.
—No lo entiendo —refunfuñó el barbirrojo, irritado y afligido al mismo tiempo.
—Debes ayudarme a hacer lo que debe hacerse —suplicó Jesús—. Debes ir a Jerusalén.
—¿Por qué me eliges, por qué yo? —preguntó Judas.
—Porque eres el más fuerte —replicó Jesús—. Los otros no lo soportarían.
Y como él era el más fuerte, y el más devoto, se escabulló en las sombras hacia Jerusalén a fin de cumplir la orden de su maestro…
Y de pronto, en lugar de las calles calurosas y áridas de Jerusalén, salió lanzado hacia abajo y hacia abajo y hacia abajo, hacia las profundidades del Infierno de Dante…
Era Judas Iscariote, y sufría tormentos no conocidos por hombre alguno hasta entonces.
Por encima y alrededor de él, otras almas padecían los tormentos de los condenados eternamente. Soportaban ríos de fuego, espantosas mutilaciones, transformaciones en serpientes, eran enterrados vivos… todas las afrentas y torturas monstruosas que el Infierno podía ofrecer.
Judas habría cambiado gustosamente su lugar por el de cualquiera de ellos.
En el epicentro del Infierno se hallaba agazapado Lucifer, el mayor enemigo de toda la Creación. Tenía tres rostros y otras tantas bocas. En la boca de la izquierda estaba Bruto; en la de la derecha estaba Casio, y en la mayor de las tres, la del centro, estaba Judas.
Llevaba en esa boca, masticado y mutilado por Lucifer y sintiéndose inconcebiblemente sucio por la misma presencia de éste, toda una eternidad. Permanecería allí toda una eternidad. El tormento era insoportable, y sin embargo Judas lo soportaba. Se esforzaba en apartar sus pensamientos del dolor, pero entonces veía la cara de su maestro contemplándose desde la cruz, e incluso el tormento de los dientes de Lucifer, negros y mellados, era preferible a eso.
Judas chilló.
Había chillado infinitas veces en el pasado. Chillaría infinitas veces en el futuro. Era Judas Iscariote, y había traicionado a su Dios…
Libre de las regiones más profundas del Infierno, se encontró de nuevo en el cuerpo dolido y con frecuencia estuprado de Palestina, la tierra de El Nazareno de Asch…
Era Judah Ish-Kiriot, y estaba preocupado. El templo iba a ser destruido, y Jerusalén quedaría arrasada y sería hollada por los gentiles.
—¿Quién ha dicho esas cosas tan horribles, hombre de Kiriot? —preguntó Nicodemo.
—¡Mi rabí! —gimió Judah—. ¡El hombre que yo suponía salvaría Israel!
Nicodemo meneó la cabeza tristemente.
—Tu rabí ha dicho que el que no renaciera no vería el reino de Dios. Yo no lo entendía y por eso le pregunté: «¿Cómo puede un hombre ser engendrado si ya es viejo? ¿Acaso puede volver a entrar en el cuerpo de su madre?». Y tu rabí contestó: «Lo engendrado de la carne, carne es, y lo engendrado del espíritu, es espíritu». Esto es cierto, pero ¿nacemos solamente de la carne? ¿No es el Torah nuestra madre, y no son Abraham, Isaac y Jacob nuestros padres? De modo que pensé, la doctrina de este rabí es buena y magnífica para los que nacen sin el espíritu, o para los que niegan el espíritu. Y a partir de ese día me aparté de tu rabí.
Judah lo contempló con aire de incomprensión.
—¿No es posible —prosiguió en voz baja Nicodemo— que tu rabí haya venido para los gentiles?
Cuanto más lo pensaba, tanto más probable le parecía a su angustiado cerebro. Y sin embargo, a fin de redimir los millones de almas nacidas sin el espíritu, él desempeñaría su papel en el drama de dolor y muerte pendiente de representación…
Y de la casa de Nicodemo se desplazo a una Jerusalén suspendida en el tiempo y el espacio, la Jerusalén del poema épico de Dunn Satán encadenado… Parecía un ser incorpóreo, vago, etéreo…
Era Judas, y sin embargo no lo era. Era un juguete, un peón en la eterna partida de ajedrez iniciada cuando Satán y sus generales demoníacos encabezaron la revuelta. Los escenarios variaban, el tiempo seguía su curso y a pesar de todo el juego-batalla continuaba, inalterado.
Pero Dios había resuelto introducir otra pieza en el tablero: Su Hijo. Y en consecuencia Satán contraatacó con Judas Iscariote. El Hijo intentaría salvar a la humanidad. Judas intentaría clavarlo a la cruz.
Judas venció, pero al vencer perdió, y el decorado se trasladó a otro lugar…
Y por fin, tras regresar de alguna parte, se encontró de nuevo en Jerusalén, viviendo el Evangelio de Mateo…
Era Judas Iscariote, y estaba atormentado. Había vendido a su maestro por treinta monedas de plata, y todavía no sabía por qué.
¿Era Jesús el Mesías? Tampoco sabía eso. Lo único que sabía era que no podía ya tolerar la posesión del dinero por el que había cometido su traición. Que Jesús fuera hombre o Mesías no tenía importancia. Que Jesús viviera o muriera, sí. Y Judas decidió sacrificar su vida para salvar la del maestro.
Corrió hacia el templo y buscó a los archisacerdotes y ancianos.
—¡He pecado! —exclamo mientras echaba las monedas al suelo delante de ellos—. ¡He entregado una sangre inocente!
—¿Y a nosotros, qué? —respondió irónicamente el sumo sacerdote.
Judas sabía que Jesús estaba condenado, y dejó el dinero maldito en el suelo y se retiró en la noche.
Hizo un nuevo esfuerzo para examinar sus motivos. ¿Acaso intentaba obligar a Jesús a emprender alguna acción mesiánica?
¿Quería castigarlo por no ser la clase de Mesías que él deseaba? ¿O simplemente deseaba librar al pueblo de Israel de otra esperanza frustrada en cuanto el nuevo Mesías demostrara ser meramente un hombre? No lo sabía. Sólo sabía que Jesús de Nazaret iba a morir por culpa de treinta monedas de plata.
Encontró una soga en el suelo y la cogió e hizo un nudo corredizo en un extremo. Luego buscó un árbol que tuviera una rama baja y fuerte…
Moore se hallaba de nuevo en el cubículo. Las cintas habían terminado, pero tardó unos minutos en aclimatarse al nuevo ambiente. Finalmente lanzó un suspiro, se quitó los nódulos y salió al vestíbulo.
—¿Cuánto rato he estado? —preguntó.
—Hora y media, aproximadamente —replicó el encargado—. Transferiremos diez mil dólares a su cuenta personal. —Hizo una pausa—. Si no le importa que lo diga, parece un poco aturdido, señor Moore.
—Lo estoy.
—No todos los días traiciona uno al Mesías tantas veces —dijo en tono irónico el encargado.
—¿Era el Mesías? —preguntó Moore.
—No tengo la menor idea. Pensaba que Judas debía saberlo.
—Judas no sabía más que usted.
—Curioso —musitó el encargado—. Me preguntó por qué.
—Tal vez no tenía todos los hechos ante él.
—¿Qué hechos faltaban?
—Un hombre llamado Jeremías —replicó Moore.