10

—Salomón, permíteme presentarte al rabino Milton Greene —dijo Bernstein.

Moore se levantó y observó al joven ataviado con una larga túnica a rayas que se hallaba ante él.

—Puede llamarme Milt —dijo Greene, extendiendo la mano.

—Vaya ropa que lleva —comentó Moore mientras le estrechaba la mano.

—¿Mi abrigo multicolor? —replicó Greene con una sonrisa. Dio una vuelta completa—. Lo tejí en mi propio telar.

—Debe despertar a los fieles durante sus sermones —dijo Moore.

—Oh, visto de un modo más formal para trabajar —contestó Greene—. En realidad, voy a ir a Canchas Celestes en cuanto salga de aquí.

—No me diga que lleva escondido un palo de golf ahí… —intervino Bernstein.

—Tengo un jersey y unos pantalones cortos en el armario del club —replicó Greene. Tomó asiento en una de las sillas de madera alineadas ante el escritorio de Moore—. Bien, señor Moore, ¿qué puedo hacer por usted? Abe me indicó que repasara los temas mesiánicos antes de venir aquí, pero aún no tengo idea del porqué, puesto que si de convertir al cristianismo se trata, yo podría ser la última persona que usted desearía ver.

—Tengo algunas preguntas que hacerle —dijo Moore. Hizo una pausa para contemplar a Greene otra vez—. No pretendo herir sus sentimientos, pero parece jovencísimo para ser rabino.

Greene hizo un gesto de indiferencia y sonrió.

—Bien, si de eso se trata, usted parece jovencísimo para ser el rey del crimen.

—Soy un simple hombre de negocios.

—Ésa no es la opinión de los medios de difusión.

—En ese caso, ¿por qué accedió a verme?

—¿Por qué no? —Greene sonrió de nuevo—. No sé, me resulta muy difícil imaginar su organización inmiscuida en el negocio religioso.

Moore miró a Bernstein.

—Me gusta este hombre —le dijo en tono aprobador.

—Por eso abandoné mi antiguo templo e ingresé en el de él —convino Bernstein.

—Dígame, rabino… —empezó a decir Moore.

—Milt —interrumpió Greene.

—Dígame, Milt, ¿qué clase de consejo ofrece un tipo como usted a un veterano como Abe?

—¿Para preguntarme eso me ha hecho venir?

Moore meneó la cabeza.

—Simple curiosidad.

—Le explico las tonterías normales, que lleve una vida decente y adore al Señor —replicó Greene—. Luego, en cuanto creo que ha bajado la guardia, le digo que eche de casa a su hijo antes que el chico se convierta en gorrón de oficio.

—¡Eh, un momento! —replicó Bernstein, molesto.

—Abe, el chico tiene veinticuatro años y no ha trabajado un solo día. Lo único que hace es ir a esquiar con tu dinero. Tienes que poner fin a eso —dijo Greene, y Moore pensó que tenía razón.

Una secretaria entró en el despacho en ese momento y entregó a Moore un informe secreto sobre el paradero de Pryor la noche anterior y una estimación sobre su hora de llegada al edificio. Moore abrió la carpeta, leyó el contenido y puso el informe en un cajón del escritorio. Cuando la secretaria abandonaba el despacho, Moore la hizo responsable de no ser interrumpido hasta que la reunión con el rabino concluyera.

—Bien —dijo, mirando a Greene—, ¿vamos al grano?

—Excelente —replicó Greene. Sacó un enorme cigarro puro—. ¿Le importa que fume?

—Está usted en su casa —dijo Moore—. Empecemos con una pregunta fácil. ¿Todavía esperan la llegada del Mesías?

Greene se echó a reír.

—¿En este mismo momento?

—Es bastante improbable que él atraviese esa puerta mientras hablamos —dijo Moore, conteniendo el impulso de golpear madera—. En general, a eso me refiero.

—¿Desea una respuesta personal u oficial? —preguntó Greene.

—Elija usted mismo.

—Personalmente, no. Oficialmente, si.

—De acuerdo, ciñámonos a lo oficial durante un rato —dijo Moore—. Suponiendo que usted, en calidad de rabino oficial, cree en el Mesías y en las profecías mesiánicas, ¿por quá no cree que Jesús fue el Mesías?

—Se han publicado diez mil libros sobre ese tema —replico Greene—. Tal vez debiera prestarle algunos de los mejores.

—¿Podría condensarlos en un par de párrafos para mí?

—Haré algo mejor que eso. Se lo diré en una sola frase. Jesús no satisfizo las profecías mesiánicas.

—Casi cuatro mil millones de personas opinan lo contrario —dijo Moore—. ¿Por qué?

—Algunas personas son más estúpidas que otras —replico tranquilamente Greene—. Mire, lo primero que debe entender es que las profecías mesiánicas no son ni mucho menos tan sencillas como la versión autorizada de la Biblia puede hacerle creer. Incluso antes del descubrimiento de los Pergaminos del Mar Muerto, sabemos de tres Mesías distintos esperados por los antiguos judíos.

—¿Tres? —dijo Moore, sorprendido.

—Como mínimo. Seguramente hubo más. El termino «Mesías», equivalente a «Khristos» en griego, si le interesa saber el origen del nombre de Jesús, significa simplemente «ungido», y ungido se suponía antiguamente a un rey. El Mesías de los judíos iba a ser un rey que devolvería a la raza su anterior gloria, y por supuesto Jesús no lo logro. De hecho, los judíos fueron expulsados de Jerusalén en el año 70, sólo cuarenta años después de la muerte de Cristo, y no volvieron a establecerse allí durante casi dos mil años.

—¿Qué más se esperaba de él? —pregunto Moore.

—Absolutamente nada —intervino Bernstein.

—Abe tiene razón —dijo Greene—. Lo único que el Mesías debía hacer era establecer un reino omnipotente en Jerusalén.

—Un momento —dijo Moore—. He estado repasando la Biblia toda la noche, y he encontrado muchas otras cosas que él debía hacer.

—No, se equivoca —repuso Greene—. Le aseguro que las cosas no son tan sencillas como las expone el Nuevo Testamento. Usted se refiere a diversas señales que permitirían identificar al Mesías, pero eran simples preliminares. El único objetivo del Mesías era establecer un reino en Jerusalén. —Meneo tristemente la cabeza—. Jamás lograré entender por qué tanta gente puede adorar a un hombre que cumplió lo preliminar y fracasó en lo más importante… y no pretendo ofenderle si se encuentra en ese caso.

—Entonces, ¿por qué se le adora como hijo de Dios?

Greene se alzó de hombros.

—No me lo explico. El Mesías sólo tenía poderes sobrenaturales en el Nuevo Testamento. En las profecías era simplemente un hombre. Un hombre muy especial, cierto, puesto que debía poseer mayor erudición que Abraham y David… pero a pesar de todo, un hombre.

—Volvamos un momento a las señales. Yo pensaba que Jesús actuó según todo lo previsto: entró en la ciudad montado en un asno blanco, resucitó, etcétera.

—Más cortinas de humo —afirmó Greene—. En los libros de los profetas y otras obras hebreas antiguas había cientos de señales predichas. El asno blanco se menciona exactamente una vez… y el detalle fue añadido seguramente uno o dos siglos después de la crucifixión, a fin de ratificar hechos anteriores.

—¿A qué se refiere?

—No se han escrito demasiadas cosas en piedra desde los Diez Mandamientos —explicó Greene en tono gracioso—. La Biblia fue reescrita generación tras generación, y normalmente fue alterada para concordar con las creencias dominantes del período. En cuanto a las señales proféticas, la resurrección de Cristo jamás fue predicha. No lo olvide, su reino debía estar en la tierra. El cielo era, por así decirlo, dominio de Dios.

—En este caso, ¿qué señales habrían aceptado los judíos como prueba de que él era el Mesías? —preguntó Moore, frustrado.

—La señal más reveladora habría sido el establecimiento de su reino. Sé que esto es reiterativo, pero establecerse en Jerusalén es la esencia de toda la cuestión.

—Permítame hacer la pregunta de otra forma —dijo Moore—. Si el Mesías se presentase en vida de usted, ¿qué señales, aparte del establecimiento de su reino, le capacitarían para reconocerlo?

Greene siguió fumando su puro mientras meditaba un momento. Finalmente alzó la cabeza.

—Creo que hay cuatro señales en las que estarían de acuerdo casi todos los eruditos judíos —respondió por fin—. Primera, el Mesías tendría que proceder de la línea de David. Segunda, su nombre debería ser Emmanuel. Tercera, tendría que salir de Egipto antes de establecer su reino. Y cuarta, tendría que resucitar muertos.

—¿No concuerda Jesús con todo eso?

Greene lanzó una carcajada.

—Ni por asomo. Jesús es el equivalente griego a Josué, no a Emmanuel. En ninguna parte existen pruebas históricas de que él resucitara a los muertos. En ninguna parte hay pruebas de que pusiera los pies en Egipto. Y…

—Aguarde un momento —interrumpió Moore—. Los Evangelios determinan con claridad que Jesús fue a Egipto siendo un niño para salvarse de una de las matanzas de Herodes.

Greene miró a Bernstein.

—¿Quieres explicárselo tú, Abe?

—Salomón —dijo Bernstein—, repasa tus libros de historia. ¡No hubo una sola matanza de niños durante el reinado de Herodes!

—Exacto —corroboró alegremente Greene—. Y si esa matanza mítica no tuvo lugar, no veo razón alguna para creer que Jesús tuviera que salvarse de ella.

—¿Qué me dice de su ascendencia davídica? —prosiguió Moore—. Mateo la documenta, generación tras generación.

—Puras sandeces —dijo Greene—. Mateo cometió tantos errores genealógicos que incluso los autores que compilaron el trabajo en su evangelio fueron incapaces de corregirlos.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, Mateo afirma que Joram engendró a Ozías. Pero documentos históricos prueban que hubo cuatro generaciones entre Joram y Ozías, y que éste fue en realidad hijo de Amasias. Mire —añadió el rabino—, cuando se escribe un Libro Sagrado, lo primero que se hace es asegurar que la historia escrita no lo contradice. Mateo fracasó. —Hizo una pausa para encender su puro, que se había apagado—. Su error más craso fue situar a José, y en consecuencia a Jesús, en la línea de David. No conozco un solo erudito bíblico, judío o no judío, capaz de justificar ese minúsculo detalle.

—En definitiva, está afirmando que Mateo mintió.

—No necesariamente. El dichoso libro fue reescrito seguramente veinte o treinta veces antes de concluir el medioevo. Afirmo que alguien mintió. Cosa que —agregó— es perfectamente comprensible. Tuvieron que deformar ciertos hechos e inventar otros para que los Evangelios corroboraran a Jesús como el Mesías.

—¿Y cuál es el punto de vista judío sobre Jesús? —preguntó Moore.

—¿El mío, o el oficial?

—Continuemos con el oficial.

—El punto de vista dominante es que Jesús fue un hombre bueno e inteligente, uno de los numerosos hijos de José el carpintero y la esposa de éste, cuyo nombre real era Miriam, no María. Se supone que creció en alguna parte de Galilea y que…

—¿Por qué lo sitúa en una zona tan enorme como Galilea? —inquirió Moore—. ¿Por qué no en Nazaret?

—Porque probablemente no existió ningún Nazaret —replicó Greene—. Seguramente los nazarenos fueron una secta judía no muy distinta a la esenia. Había muchas sectas similares en aquellos tiempos, y la vida posterior de Jesús parece corroborar que él se instruyó en el seno de una de ellas. Estaba muy influenciado por Juan el Bautista y adoptó como propia la causa de éste. Debió poseer conocimientos básicos de medicina herbaria, puesto que curó a diversos enfermos… aunque naturalmente no creemos que curara a los leprosos o devolviera la vista a los ciegos.

—¿Tampoco cree que resucitó a Lázaro?

—Naturalmente que no. ¿Y usted?

Moore movió negativamente la cabeza.

—No.

—Bien por usted —dijo Greene—. Prosigamos. Creemos que Jesús seleccionó a sus discípulos entre las clases inferiores, porque también él procedía de ese estrato concreto, que los llevó a Jerusalén poco antes de la pascua de los hebreos, que se sintió ofendido al ver circular el dinero en el templo y que sus acciones posteriores crearon enorme preocupación, tanta que Pilatos y los fariseos decidieron desacreditarlo o expulsarlo de la ciudad. —Hizo una pausa—. Y naturalmente usted conoce el resto. Fue declarado culpable de traición y ejecutado.

—¿Y la resurrección?

—Un cuento de hadas. Pero aunque fuera cierta, en modo alguno confirmaría que Jesús era el Mesías.

—¿Y los judíos han estado aguardando más de dos milenios desde la muerte de Cristo?

—Algunos judíos, sí.

—¿Qué significa eso? —preguntó Moore.

Greene sonrió y se recostó en la silla.

—Esperaba tocar este tema, ya que lo repasé antes de venir aquí. ¿Creía usted que Jesús fue el único hombre que afirmó ser el Mesías y eligió un puñado de creyentes para lograr sus fines?

—Eso suponía —admitió Moore.

—Bien, haga nuevas suposiciones, señor Moore —dijo Greene—. Hubo cientos de personas antes que él, y muchísimas más después. En el siglo trece, un descendiente de una familia noble judeoespañola, un tal Abraham Abulafia, convenció a millares de personas de que él era el Mesías. A principios del siglo dieciséis, un enano misterioso, una especie de gnomo llamado David Reveni convenció a tantos fíeles de que él era el auténtico Mesías que incluso el papa Clemente VII le concedió audiencia.

—¿Es cierto? —dijo Moore, sorprendido.

—Aguarde —prosiguió Greene—. Hay casos mejores. El Mesías en potencia más aceptado, sin excluir a Jesucristo, fue Sabbatai Levi, un turco del siglo diecisiete. Escuchó voces que lo exhortaban a redimir a Israel, y a fin de estar de acuerdo con las profecías mesiánicas fue a Egipto, donde dejó atónito a medio millón de discípulos al casarse con una prostituta de fama internacional.

Moore contuvo la risa.

—¿Y ése fue su final?

—En absoluto —replicó Greene—. Volvió a Turquía mientras se rumoreaba que tenía oculto en Arabia un impresionante ejército de judíos a la espera de sus órdenes, y anunció que planeaba deponer al sultán.

—¿Y qué sucedió?

—El sultán le dio a elegir: o se convertía públicamente al Islam, o moriría despedazado, empezando por testículos y cabeza. Sabbatai prefirió lo primero, y otra esperanza mesiánica mordió el polvo.

—¿Hay casos más recientes? —preguntó Moore.

—Un tal Jacob Frank, de origen ruso. Afirmó que cualquier persona podía redimirse mediante la pureza, pero que el camino auténtico era la impureza. Animó sus sesiones pseudorreligiosas con orgías sexuales, y posteriormente fue excomulgado por los rabinos de Turquía y Rusia. Falleció en…, ¿qué año fue? En 1791, creo. El último aspirante de importancia al título de Mesías fue Bal Shem Tov, nacido en Ucrania en la misma época que Jacob Frank. Tenía supuestamente un halo y realizaba curas milagrosas y en 1780, cuando murió, la mitad de los judíos europeos creían que era realmente el Mesías. —Hizo una pausa, estiró los brazos por encima de su cabeza y prosiguió—: Ya lo ve, señor Moore. Si bien tener un Mesías en quien creer es una experiencia única para los cristianos, tener uno que no cumpla las profecías no es nada nuevo para los judíos.

—Eso veo.

—Y ahora, señor Moore, creo tener derecho a formularle una pregunta.

—Adelante.

—¿Quién es su candidato a Mesías?

—Yo no creo en mesías —dijo Moore.

—Qué alivio —dijo Greene con una sonrisa.

—¿Por qué? —preguntó Moore—. ¿No le gustaría ver al Mesías antes de morir?

—Ciertamente no —respondió Greene—. El Señor, mi Dios, es un Dios celoso, y nada reacio a inundar la tierra o destruir totalmente Sodoma y Gomorra. Si proyecta un Mesías para nosotros, sospecho que su elegido rechazará el poder del amor en favor del poder de la espada, y reducirá a cenizas el viejo reino antes de erigir el nuevo sobre las mismas. —Hizo una pausa para meditar—. No, si el Mesías aparece alguna vez, yo por lo menos espero encontrarme pacíficamente muerto y metido en mi tumba antes de que llegue ese feliz momento.

—Una última pregunta —dijo Moore—. Hábleme del Germen.

—Ah, sí… Abe mencionó que yo debía leer a Zacarías. Al parecer, Zacarías aprovechó la metáfora de Isaías sobre una rama nueva que brotaría de la agostada línea davídica, aunque más adelante menciona a Zorobabel como el Mesías.

—¿No cumplió Zorobabel ninguna de las profecías de Zacarías e Isaías? —preguntó Moore.

—Ni una sola. —El rabino hizo una pausa—. ¿Hemos terminado?

—Sí.

—¡Magnífico! Aún puedo hacer nueve hoyos antes de la comida. Hay un estupendo comodibar húngaro dos niveles por debajo de Canchas Celestes. Si algún día tiene tiempo podría…

—He estado allí —dijo Moore. Se levantó y acompañó a Greene a la puerta—. ¿Pondría su templo algún reparo si recibe un donativo mío?

—Seguramente —repuso Greene—. Si cree que debe hacerlo, ¿por qué no lo entrega a Abe y deja que él lo dé?

—Eso haré —prometió Moore.

Greene se detuvo en el umbral y volvió la cabeza hacia Moore.

—¿Tiene grandes posibilidades su candidato?

—No lo sé —dijo Moore—. Pero lo dudo muchísimo.

Greene salió del despacho y Moore volvió a su escritorio.

—¿Bien? —dijo Bernstein.

—Esperaba que tu rabino hiciera varios cientos de hoyos desarrollando la idea —dijo Moore, con el ceño fruncido—. Abe, ¿qué opinarías si te digo que el nombre completo de Jeremías es Emmanuel Jeremías Germen?

—No me sorprendería.

—De todas formas, es demasiado improbable para creerlo —dijo Moore—. Me gusta más la teoría del mutante.

—Estaba seguro de que así sería —repuso Bernstein.

—¿Qué demonios significa eso?

—Salomón, cuando las personas topan con algo que contradice su educación y su experiencia, tienden a ignorarlo o a interpretarlo mal.

—Bien, si tú crees en estas tonterías mesiánicas, ¿por qué no te agarras al carro de Jeremías en vez de colaborar en mis planes para liquidarlo? —preguntó Moore.

—Ya habrá tiempo para eso —dijo gravemente Bernstein—. Además, deberías tener claro ya que nadie podrá matarlo.

—Lo veremos —dijo Moore—. Mientras tanto, Jeremías sólo tiene un cincuenta por ciento de posibilidades: se llama Emmanuel y estuvo en Egipto.

—A propósito, tengo una pequeña información para ti —anunció Bernstein.

—¿Sobre Jeremías?

—Sí.

—¿Por qué no me los has dicho nada más llegar? —inquirió Moore.

—Quería aguardar a que se fuera Milt Greene.

—Muy bien. Habla.

—Comprobé los resultados del sondeo psíquico de Moira antes de la llegada de Milt —empezó a explicar Bernstein.

—¿Y?

—Jeremías le explicó una vez que cuando tenía diecisiete años y estaba nadando con un amigo, éste se ahogó a consecuencia de un calambre abdominal.

—¿Y qué?

—Jeremías lo revivió.

—¿Y a eso llamas resucitar a los muertos? —se burló Moore—. ¡Demonios, cualquier boy scout sabe practicar la respiración artificial!

—En las profecías no se dice que él deba sacar de la tumba un cadáver casi convertido en polvo y devolverle la vida por medios mágicos —replicó Bernstein—. Su compañero había muerto. Jeremías lo revivió. Quod erat demostrandum… y él tiene ya el setenta y cinco por ciento de posibilidades.

—Es una tontería, y tú lo sabes.

—Yo no lo sé, y tú tampoco, o no me habrías pedido que trajera a Milt —dijo tercamente Bernstein.

—¡Oh, vamos, Abe! Jeremías es un pordiosero y un ladrón, tan estúpido como el que más, y no está exactamente a punto de establecer un reino, ni en Jerusalén ni en ninguna parte. Yo diría que es el candidato a Mesías con menos probabilidades que puede encontrarse.

—Aun a riesgo de parecer religioso —replicó Bernstein—. Jeremías no será el Mesías por tener grandes probabilidades, sino porque es el Mesías, así de simple.

—Estupideces. Él no es más Mesías que tú o que yo. Suponiendo que haya existido un Mesías, fue Jesús.

—Lo crees tanto como yo.

—No, no lo creo —dijo Moore—. Pero casi la mitad de los habitantes de este mundo piensa que Jesucristo fue el Mesías. Tal vez sepan algo que nosotros desconocemos.

—Cito a mi jefe: estupideces.

—Pues considéralo de otra forma. Los judíos se establecieron en Israel hace un siglo, y vapulean a los árabes una vez por década. Es posible que el Mesías apareciera cuando nadie estaba mirando. Tal vez fue David Ben Gurion.

—Interesante idea —admitió Bernstein—. Pero por desgracia no descarta a Jeremías.

—No pretendo descartar a Jeremías —dijo Moore—. Sólo quiero matarlo. Demonios, tu rabino ha descartado elegantemente a Jesús, y a pesar de todo tres mil millones de personas creen en él.

—Eso no les da la razón.

—Eso tampoco se la quita.

—¿Cómo es posible que un ateo declarado defienda de pronto la divinidad de Jesús? —preguntó Bernstein—. ¿No será que, obligándote a creer en el Mesías de los cristianos, no tienes que hacer frente a la siniestra realidad del Mesías auténtico?

—Es posible —admitió Moore, inquieto. Suspiró—. Supongo que el siguiente punto del programa es averiguar si Jesús fue o no fue el Mesías.

Bernstein lanzó una carcajada irónica.

—Cientos de miles de eruditos han dedicado su vida a averiguar eso. ¿Qué te hace pensar que triunfarás donde ellos fracasaron?

—Ellos no sabían a quién preguntar —dijo Moore—. Yo lo sé.