Moore pasó las cuatro semanas siguientes dejándose ver.
Con Moira Rallings junto a él como constante compañía, Moore dedicó casi toda la primera semana a recorrer la legión de tabernas clandestinas y garitos de drogas que florecía bajo el reluciente exterior de Chicago, al mismo tiempo que anulaba las medidas de seguridad (o al menos las más obvias) en su sede comercial y su apartamento.
No hubo rastro de Jeremías.
La siguiente semana Moore inició un recorrido sistemático de los asilos locales, los terrenos de increíble valor que se extendían desde los barrios más occidentales de la megalópolis de Chicago hasta casi el río Mississipi. Visitó las quintas de salud, donde los enfermos auténticos morían sumidos en el lujo y los hipocondríacos no tardaban en convencerse de que eran enfermos auténticos. Visitó las granjas dietéticas, donde los resultados de años de aburrimiento e inactividad podían eliminarse sudando y pasando hambre a razón de diez mil dólares por kilogramo (o por semana, cosa que normalmente era la misma). Visitó las granjas para beodos, donde aromas de zumos de frutas y café acometieron sus mucosas nasales a cientos de metros de distancia, y donde alcohólicos arrepentidos y otros tan impenitentes como moribundos se hallaban siempre a poco camino de la iglesia y del sermón de múltiples usos sobre la moderación que prefirieran. Visitó las granjas de recuperación para hombres de negocios cansados, dedicados a dejar que los clientes ganaran competiciones deportivas amañadas durante el día entero y se apuntaran tantos con no menos amañadas deportistas durante la noche entera, y visitó las granjas de recuperación para mujeres de negocios, donde quizá había un entusiasmo más desbordante por satisfacer a las clientas. Visitó los campamentos religiosos, los campamentos naturistas y la multitud de establecimientos campestres instalados lejos de la ciudad, no para erradicar el aburrimiento de la raza humana, sino tan sólo para canalizarlo en otras direcciones.
Jeremías continuaba oculto.
A continuación Moore hizo una serie de visitas a las diversiones urbanas más costosas. Fue al Plaza de Obsidiana, el enorme casino casi legendario donde todo, desde sillas y mesas hasta las mismísimas paredes, era de vidrio volcánico de color negro brillante y que estaba situado, únicamente con un mínimo esfuerzo de camuflaje, en el centro del antiguo Loop. Moore estuvo en Canchas Celestes, el campo de golf de nueve hoyos más selecto del mundo, establecido a un kilómetro sobre el nivel del suelo (y cubierto por una inmensa red, por temor a que pelotas perdidas mataran a infortunados transeúntes en alturas inferiores). Moore fue al Mini K, el Kremlin antipartidista en miniatura que podía alquilarse, a precios desorbitados, para bodas, funerales, bautizos, festivales artísticos y prácticamente cualquier otra función deseada, sin excluir alguna orgía.
A Jeremías no se le veía por ninguna parte.
Moore fue a Veldtland, el rancho sumamente costoso y selecto situado en la parte noroeste del estado, que poseía cincuenta de los últimos trescientos leones de la Tierra, todos ellos vagando a sus anchas por una extensión de cincuenta kilómetros. Por el módico estipendio de dos millones de dólares, los visitantes podían abatir a tiros un animal; o bien, por la décima parte de dicha cantidad, desnudarse y salir de caza solamente con una lanza. Moore incluso patrocinó un combate con el título mundial de los pesos welter en juego, y él mismo se ofreció como cebo desempeñando las tareas de presentador en el cuadrilátero.
Pero el mes llegaba a su fin y no había rastro de Jeremías.
—Es posible que aquellos balazos lo mataran —musitó Moore, repantigado en un mullido sillón de cuero de su vivienda temporal al final del pasillo de su despacho.
—Imposible —afirmo Moira—. Si hubiera muerto, el cadáver habría aparecido.
—Todos los días mueren muchas personas en esta ciudad —dijo Moore, no muy convencido.
—Tu tienes fuentes para perseguir a los vivos —replico Moira—, y yo tengo las mías para encontrar a los muertos. Si Jeremías muere, lo sabré el mismo día.
—Bien, vivo o muerto, ojalá se dejara ver un poco más —dijo Moore—. Se están agotando mis ideas. —Se alzo de hombros—. ¿Tienes hambre?
—Sí.
Bajo las atentas miradas de los bien ocultos agentes de seguridad, Moore y Moira abordaron un monocarril con dirección a la Calle Randolph, y después pasaron a una escalera mecánica que los condujo a los niveles superiores.
—¿Adónde vamos hoy? —pregunto Moira, que en el transcurso del ultimo mes había ido acostumbrándose cada vez más a comidas espléndidas servidas con idéntica esplendidez.
—Un pequeño restaurante especializado en cocina francesa —replico Moore—. ¿Has comido alguna vez Ostras Bienville?
—Nunca había oído hablar de ellas —dijo Moira—. ¿Qué gusto tienen?
—Ya lo veras —repuso Moore, sonriente—. Sólo estamos a un bloque de distancia y…
Quedó inmóvil de pronto.
—¿Qué pasa? —pregunto Moira—. ¿Ocurre algo?
—¡Ese hombre! —exclamo Moore, señalando a un individuo entrado en años que avanzaba hacia ellos por el otro lado de la calle—. ¡Es él!
—¿Quién?
—Krebbs, el viejo del Bazar de la Rareza. ¡Vamos!
Moore echo a correr, y al instante tres hombretones bien vestidos salieron de entre el gentío de compradores para seguirle. Alcanzaron al anciano en cuestión de segundos. La presa de Moore no hizo intento alguno de escaparse, se limitó a mirar al frente con unos ojos inexpresivos, apagados, sin brillo.
—¡Muy bien! —espeto Moore, sin preocuparse por la muchedumbre que se congregaba alrededor—. ¿Dónde esta él?
El viejo siguió contemplando el vacío.
—¿Dónde esta Jeremías? —inquirió Moore.
El anciano sonrió vagamente. Su semblante no mostraba signo alguno de comprensión.
—Aguarda un momento —dijo Moira, que acababa de llegar junto a Moore—. ¿A Krebbs no le faltaba un ojo?
Moore contempló sorprendido los dos ojos del viejo.
—El parche del ojo pudo ser un disfraz —dijo.
—¿Qué me dices de su mano?
Moore extendió el brazo y agarró la mano derecha del anciano. Tenía un pulgar y cuatro dedos más.
—Has cometido un error —dijo Moira.
Moore sacudió enérgicamente la cabeza.
—Éste es Krebbs, no hay duda. No sé explicar lo de la mano y el ojo, pero es él.
—Debes estar equivocado —insistió Moira—. El parche del ojo pudo ser un disfraz, pero a la gente no le crecen dedos así como así.
—¡Te digo que este hombre es Krebbs! Llama a Ben y dile que tenga a Abe Bernstein en mi despacho dentro de veinte minutos.
—De acuerdo… pero creo que estás loco.
—¡Pues sígueme la corriente! —refunfuñó Moore.
Condujo al anciano hacia el monocarril más próximo mientras sus guardaespaldas se aseguraban de que nadie le molestaba.
Llegó a su despacho al cabo de un cuarto de hora y ordenó al viejo que tomara asiento. El anciano continuó de pie, mirando inexpresivamente la pared.
Bernstein llegó pocos minutos después.
—Me alegra que estés aquí, Abe —dijo Moore—. Tenemos un pequeño problema aquí.
Bernstein sacó un oftalmoscopio de su maletín y centró la luz en los ojos del anciano. Finalmente alzó la mirada hacia Moore.
—Una corrección: tienes un gran problema aquí. ¿Qué le pasó a este hombre, Salomón?
—Esperaba que tú me ayudaras a saberlo.
—¿Quién es?
—Krebbs —dijo Moore.
—¿El viejo que intentó embaucarte? —preguntó Bernstein—. Me dijiste que le faltaba…
—Un ojo y varios dedos. Lo sé.
—¿Tienes algún motivo para creer que pudiste confundirte? —inquirió Bernstein.
—Ninguno.
—En ese caso, este hombre no puede ser Krebbs.
—Es Krebbs —afirmó Moore.
—¿Qué te hace pensar así, Salomón?
—No lo pienso. Lo sé. Demonios, ¿cómo voy a olvidar su aspecto?
—Hay muchos hombres parecidos —sugirió Bernstein.
—No estamos hablando de muchos hombres —espetó Moore—. Hablamos de un viejo especial… ¡un viejo llamado Krebbs, que resulta ser mi único vínculo con Jeremías!
—¿Por qué no coges el teléfono, llamas al hospital más próximo y preguntas cuándo fue la última vez que tuvieron un caso de regeneración digital en un ser humano? —dijo Bernstein, irritado.
—Un poco menos de aires de superioridad y un poco más de medicina —repuso Moore—. Yo digo que es Krebbs, tú dices que no lo es. Estupendo. Olvidaremos esto de momento. ¿Puedes explicarme qué le pasa?
—¿En un segundo?
—Antes, si es posible.
Bernstein examinó de nuevo al anciano, comprobó el pulso, el ritmo cardiaco, la respiración y los reflejos. Por último, se apartó de él y respiró profundamente.
—No has recurrido al médico apropiado, Salomón. Para la edad que tiene, este hombre goza de excelente salud. Diría que necesita un buen psiquiatra, y subrayo la palabra «buen».
—¿Por qué?
—El doctor Freud, descanse en paz, opinaría que se trata de un caso típico de histeria. Puesto que el término ha llegado a significar chillidos y desvaríos, lo corrijo y digo que este hombre sufre una conmoción grave.
—¿Hasta qué punto grave?
—En pocas palabras, parece haber hecho estallar todos los circuitos neurales del cerebro. Naturalmente se trata tan sólo de mi opinión, y no soy experto. Es posible que un hombre versado en la materia discrepara totalmente y curara al viejo en cinco minutos.
—¿Cuánto tiempo tardarías tú? —preguntó Moore.
—Creo que no lo entiendes —dijo Bernstein—. Curar enfermos mentales, incluso emitir el diagnóstico, no es mi especialidad.
—No has contestado mi pregunta —insistió Moore—. Escucha, este hombre no me sirve para nada tal como está. Debes encontrar la forma de devolverle el raciocinio. Un par de minutos es lo único que preciso.
—En primer lugar, no soy un psiquiatra. Y en segundo lugar, este hombre no es Krebbs. —Bernstein hizo una pausa—. No sé cómo puedes estar tan seguro de un hecho obviamente falso.
—Puedes creer en tu instinto y en tu criterio, o no creer. Yo creo en ellos.
—Pero…
—Sigues sin ayudarme —dijo Moore, impaciente—. Sé que un psiquiatra sería preferible, pero el caso es que no tengo ninguno en nómina, y no puedo perder un segundo. Bien, ¿cuál es el mejor método para sacar del trance a este hombre?
—Estás pidiéndome que haga algo totalmente falto de ética. Salomón.
—Te equivocas —dijo Moore—. Estoy ordenándotelo.
Bernstein se volvió hacia el anciano, hizo una mueca y meneó la cabeza.
—No soy versado en la materia. Déjame telefonear a alguien que lo es.
—De acuerdo —accedió Moore—. Que esté aquí con todo lo preciso dentro de media hora.
Bernstein se acercó al teléfono, hizo una rápida llamada y colgó.
—Bien —anunció—. He llamado a Neil Procion. Pertenece al cuerpo médico del Hospital Mental Elgin, y por lo que he oído decir es un entendido en terapia de shock.
—¿Lo conoces personalmente? —preguntó Moore.
—Lo he visto en tertulias —respondió Bernstein—. Él y mi hijo van a esquiar a Michigan.
—Bien —dijo Moore en tono tétrico—, esperemos que conozca su oficio.
Procion se presentó veinticinco minutos más tarde, con un maletín de plástico bajo el brazo. Era un hombre joven, vehemente y serio, con el cuerpo de un atleta y la cara demacrada de alguien que no sabe cuándo terminará de trabajar. Saludó formalmente a Bernstein, accedió a que le presentaran a Moore y se dirigió hacia el anciano con pasos enérgicos. Realizó un examen breve pero exhaustivo, y acto seguido miró a Moore.
—¿Cuál es la causa del estado de este hombre? —preguntó.
—No lo sé… pero hay un cheque en blanco aguardándole si logra curarlo.
—Ordenaré a un equipo del hospital que venga a recogerlo más tarde —dijo Porción.
—Ahora —repuso fríamente Moore.
—¿Cómo dice?
—No envíe ningún equipo, doctor. Cúrelo ahora mismo.
—¿Qué le hace pensar que puede darme órdenes? —preguntó acaloradamente Procion.
Moore no contestó, pero apretó un botón del intercomunicador. Dos agentes de seguridad, armados, entraron de inmediato en el despacho y se situaron junto a la puerta pistola en mano.
—Doctor Bernstein, ¿qué diablos está pasando aquí? —inquirió Procion.
El aludido se encogió de hombros.
—Le sugiero que intente sacar al viejo de su aturdimiento aquí y ahora mismo, Neil. El señor Moore no tiene fama de bromista.
—¿Y me ha hecho venir sabiendo eso?
—Seguramente yo habría matado al enfermo —dijo Bernstein—. Usted tal vez no.
—Es mi intención redactar un informe completo en cuanto vuelva al Elgin.
—Como quiera —dijo Moore—. Pero mientras tanto… —Señaló al anciano.
—De acuerdo —dijo Procion—. Deseo dejar bien claro que hago esto bajo amenaza de muerte, y por ninguna otra razón.
Moore habló con uno de los agentes de seguridad.
—Que vengan Moira y Ben. Quiero que escuchen todo lo que Krebbs pueda decir.
—Si es que dice algo —comentó Bernstein—. Seguramente explicará que no se llama Krebbs, y que se ha dado al vino y a la droga durante los últimos cinco años.
—Ya lo veremos —dijo Moore.
—Necesitaré ayuda —anunció Procion.
—Cualquier cosa que desee —dijo Moore, mientras Moira y Pryor entraban en el despacho.
—Quiero que este hombre esté atado fuertemente, repito, fuertemente, a la silla.
Los vigilantes, tras una seña de Moore, enfundaron sus armas y cumplieron las órdenes de Procion. El joven médico abrió el maletín que había traído y extrajo cuatro dispositivos transistorizados del tamaño de una moneda. Fijó dos en las sienes, otro en el corazón y el cuarto en el paladar del anciano. A continuación sacó un minúsculo tablero de mandos del maletín.
—Apártense de él —ordenó. Se volvió hacia Moira—. Tal vez quiera mirar a otra parte…
—Ni en sueños —murmuró Pryor.
Procion apretó un botón del tablero, y el cuerpo del anciano empezó a moverse espasmódicamente. Pocos segundos después el médico separó su dedo del botón y el viejo quedó colgando de sus ligaduras.
Bernstein se aproximó, alzó un párpado del anciano, le tomó el pulso y observó su respiración.
—Bien, sigue vivo —anunció por fin—. Pero eso es casi lo único que puedo decir de él.
—Repítalo —dijo Moore.
—Pero, señor Moore… —protestó Procion.
—Otra vez.
Procion apretó el botón, y el cuerpo del viejo estuvo a punto de elevarse sobre la silla.
—Ninguna reacción —dijo Bernstein tras examinarlo de nuevo.
—Otra vez —ordenó Moore.
—¡Salomón, eso lo matará! —exclamó Bernstein.
—Ya me ha oído —dijo Moore a Procion.
El joven médico se dispuso a oponerse, pero vio a los vigilantes, suspiró y apretó nuevamente el botón.
En esta ocasión, tras retorcerse furiosamente, el anciano abrió los ojos y contempló la habitación. La ausencia total de expresión se convirtió en una mirada de perplejidad.
—Krebbs, ¿puede oírme? —dijo Moore, arrodillado junto a la silla.
—¿Krebbs? ¿Krebbs? —repitió el viejo, esbozando la palabra con los labios, atónito.
—¿Dónde está Jeremías?
—¿Jeremías? —dijo el anciano, desconcertado.
—¡Sí, Jeremías! —espetó Moore—. ¿Dónde está?
—¿Krebbs? ¿Jeremías?
—Tú eres Krebbs, y Jeremías te mandó tenderme una trampa —dijo Moore—. Te soltaré, ¡pero tienes que decirme dónde está Jeremías!
—¿Soltaré? ¿Soltaré? —El anciano repitió la palabra como si fuera un nombre que no lograba recordar.
—Concédele un poco de tiempo para que se recupere —recomendó Bernstein—. En estos momentos está espantosamente débil.
—Cinco minutos, ni uno más —dijo Moore—. Desatadlo.
Bernstein soltó al viejo y lo ayudó a sentarse con más comodidad. Un mechón de canas, empapado de sudor, cayó sobre la frente del anciano, y éste alzó la mano derecha para echárselo hacia atrás. Cuando la mano quedó al alcance de su vista, el viejo la contempló con creciente confusión mientras agitaba los dedos uno tras otro.
—Oh, Dios mío —murmuró.
—¿Qué pasa, viejo? —preguntó Bernstein.
—¡Oh, Dios mío! —repitió, sin apartar la mirada de sus dedos.
—¿Dónde está Jeremías, Krebbs? —insistió Moore.
El anciano levantó cautelosamente la mano izquierda y se tocó un ojo primero, el otro después.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡JEREMÍAS!
Tras un alarido de puro terror, su cuerpo se inclinó y cayó pesadamente al suelo. Pese a la gran rapidez de Moore y de Bernstein, Moira los superó y quedó arrodillada al instante junto al anciano.
—¿Vive? —preguntó Moore.
—No —repuso Moira, con las mejillas encendidas por la excitación.
—¡Maldición! —dijo Moore—. ¡Precisamente cuando estaba recobrándose y podía decirnos algo!
—Yo no diría que estaba recobrando la razón —objetó Bernstein—. Yo diría que el susto estaba volviéndole loco, y en el sentido más literal posible. Creo que ha muerto de miedo.
—¿Por qué se ha asustado? —preguntó Moira mientras acariciaba cariñosamente la cara y el cabello del muerto.
—Casi me da miedo pensarlo —dijo Bernstein. Se agachó y examinó atentamente la mano derecha del anciano—. No hay ninguna clase de cicatriz.
—¿Qué significa eso? —inquirió Moore.
—Dejemos que el doctor Procion se vaya primero —sugirió Bernstein—. Después podremos hablar con más libertad.
Moore ordenó a los dos vigilantes que se llevaran a Procion.
—Necesitaré el cadáver para mi informe —dijo el joven médico, visiblemente afectado.
—¡No! —dijo bruscamente Moira—. Será para mí.
—¿Para qué demonios lo quiere? —preguntó Procion, curioso a pesar de todo.
—Ella es algo así como una coleccionista —dijo Pryor, sonriente.
—Muy gracioso —murmuró Procion—. Bien, ¿tendrá alguien la amabilidad de ayudarme a llevarlo al hospital?
—No es una broma —dijo Moore—. La señorita se quedará con el cadáver.
Procion dio dos pasos hacia el muerto, vio que los vigilantes le cerraban el paso, se volvió y salió del despacho.
—Va a crearte muchísimos problemas, Salomón —dijo Bernstein.
—Nada que no podamos resolver —dijo Moore, quitando importancia a la complicación—. ¿Qué comentabas de la mano?
—No hay señal alguna de injerto —repuso Bernstein. Levanto alternativamente los dos párpados del difunto—. Ningún globo ocular es artificial, tampoco eso. Permíteme preguntártelo una vez más: ¿no es posible que te equivocaras respecto al ojo y la mano?
—Rotundamente no —replicó Moore—. Ben, ordena que le tomen las huellas dactilares y averigüen cuanto sea posible sobre él… Y cuando hayas hecho eso, que Moira te diga dónde hay que esconder el cadáver.
Pryor asintió y llamó a otros dos hombres para que le ayudaran a tomar las huellas digitales, mientras Moore tomaba asiento ante el escritorio.
—Bien, Abe —dijo Moore—, ¿admites por fin que este hombre era Krebbs?
—Me inclino en esa dirección —replicó Bernstein—. Háblame un poco más de ese Jeremías. Moira parece considerarlo un estafador, y no de mucha monta, por cierto.
—Poca cosa más puedo decirte. Es un joven de aspecto normal, de veintitantos años, eso tengo entendido. Un artista del engaño, y mujeriego. Se sabe que frecuenta el local de Karl Russo en Ciudad Oscura, aunque seguramente no es drogadicto. Cometió errores estúpidos al intentar asesinarme, derrocha energías para comportarse como un imbécil y es el más afortunado hijo de perra que he conocido en toda mi vida.
—¿Y eso?
—Cinco de mis muchachos lo acorralaron en una habitación y le dispararon a quemarropa. No sólo se libró de morir, además logró escapar.
—¿Por qué quiere matarte?
—No lo sé. En realidad, Moira sostiene la opinión de que él sólo trata de asustarme.
—¿Y por qué afirmas que es estúpido?
Moore se embarcó en una explicación, y cuando terminó Pryor se hallaba ya en el despacho con un impreso de ordenador en la mano.
—Qué rapidez —observó Moore.
—Identificar ex presidiarios es muy fácil —replicó Pryor.
—¿Qué sabes de él?
—Mucho —dijo Pryor, con la mirada fija en el impreso—. Se llama Willis Comstock Krebbs, varón, caucasiano, sesenta y tres años, nacido en Tucson, Arizona. Estuvo en la cárcel por violación, incendio premeditado, extorsión, chantaje, bigamia y asesinato en segundo grado.
—Un ángel —comento secamente Moore.
—No he terminado —dijo Pryor—. Sus rasgos característicos son los siguientes: perdió el ojo izquierdo durante una reyerta en la cárcel en 2021, y el pulgar y parte de dos dedos de la mano derecha en un accidente de monocarril ocurrido en 2031.
—¿Eso es todo?
—De momento.
—Muy bien, Abe, tú eres el experto. ¿Qué demonios tenemos aquí?
—No estoy muy seguro de querer saberlo —dijo Bernstein.
—¿Pudo Krebbs ser un mutante?
—Imposible —replico Bernstein.
—¿Estas seguro?
Bernstein asintió.
—En primer lugar, casi todas las mutaciones, más del noventa y nueve por ciento, son tan pequeñas e insignificantes que pasan totalmente desapercibidas. Y las restantes, prácticamente sin excepción, no mejoran al mutante. Pueden consistir en un dedo extra, una vértebra menos en la columna, un color de cabello no incluido en la información genética… Solo los escritores sueñan con mutantes capaces de controlar mentes o respirar bajo el agua. La naturaleza no ha llegado tan lejos todavía. Además, si Krebbs hubiera tenido capacidad de regeneración, ¿por qué estuvo veinte años tuerto y dieciséis sin un par de dedos antes de tomar la decisión de volver a ser normal?
—¿Qué me dice de Jeremías? —pregunto Moira, que por fin apartó la mirada del cadáver—. ¿Podría ser el un mutante?
Bernstein meneo la cabeza.
—De una vez por todas, olvidaos de los mutantes. Vosotros dos insistís en suponer que un mutante tendría poder para rehacer órganos y extremidades perdidas, y os aseguro que eso es imposible. Y ningún mutante, por supuesto, aunque poseyera ese poder, podría inducir regeneración en otra persona.
—¿Es posible que Jeremías sea extraterrestre? —sugirió Moira.
—Has visto demasiadas teleseries malas —dijo Bernstein—. Dudo mucho que un extraterrestre se pareciera tanto a nosotros, y me resulta un poco difícil creer que un ser de otro mundo dedica todo su tiempo a timar a los hombres y fornicar con las mujeres. —Hizo una pausa y sonrió—. Además podría daros medio centenar de razones científicas fidedignas para respaldar mi opinión, suponiendo que desearais oírlas.
—¿No podría un mutante… o un hombre, si lo prefieres, controlar lo fortuito, determinar su suerte? —preguntó Moore.
—No más que tú —dijo Bernstein—. Si Jeremías logró eludir a tus muchachos no fue por un deseo, consciente o inconsciente, de que no lo alcanzaran.
—¿Tienes una explicación mejor?
—Aún no —admitió Bernstein—. Por de pronto, saber cómo pudo Krebbs regenerar su cuerpo me interesa mucho más que Jeremías.
—No estés tan seguro de que no hay relación entre los dos —dijo Moore—. Al fin y al cabo, el viejo gritó el nombre de Jeremías en cuanto vio que había recuperado lo perdido.
—Eso no significa que existiera una relación —repuso tercamente Bernstein.
—Tampoco significa que no existiera —respondió Moore.
—Jeremías me dijo una vez que los antiguos egipcios conocían toda clase de artes curativas mediante magia —intervino Moira—. Tal vez averiguó cómo lo hacían ellos y lo puso en práctica con Krebbs.
—¡Estupideces! —espetó Bernstein—. Jamás se ha producido un caso de regeneración en la historia de la humanidad. De todas formas, ¿qué sabe de Egipto un embaucador de feria?
—Jeremías vivió allí —dijo Moira.
—¿Estuvo en Egipto? —preguntó Bernstein, repentinamente interesado.
Moira asintió.
—¿Y también en Israel?
—Creció en el Oriente Medio —dijo Moore—. ¿Cómo lo sabías?
—No lo sabía —repuso Bernstein con aire pensativo—. Digamos que es una conjetura afortunada.
—¿Tienes más conjeturas? —inquirió Moore.
—Ninguna que me atreva a añadir al expediente.
—Pareces muy inquieto, Abe.
—Lo estoy.
—Si sabes algo, creo que deberías compartirlo con nosotros.
—No sé nada. Por un momento he tenido una idea alocada. Olvidemos el asunto.
—Seguramente no será más alocada que pensar que un hombre logra regenerar un ojo y varios dedos —dijo Moore—. Habla.
Bemstein sacudió la cabeza firmemente.
—Muy bien —dijo Moore, encogiéndose de hombros—. En ese caso, actuaremos suponiendo que Jeremías es un mutante con poderes desconocidos hasta el momento o un cirujano de habilidad increíble… que parece ser la explicación menos plausible de todas. Diré a Ben que busque algún científico, alguien que sepa algo sobre mutaciones.
—No servirá de nada —dijo Bernstein.
—Además, nadie ha visto a Jeremías desde que huyó de Ciudad Oscura —añadió Moira—. ¿Por qué no suponemos que se ha ido de Chicago? De ese modo tú podrías reanudar el trabajo y yo volvería al museo.
—Porque si tolero que un tipo cometa impunemente un intento de asesinato contra mi persona —explicó Moore—, ¿cuánto tiempo crees que pasará antes de que otros hagan cola para probar su suerte?
—Bien, no me gusta esto —dijo Moira.
—No tiene porqué gustarte. Limítate a continuar —replicó Moore.
De pronto Bernstein se dirigió hacia la puerta.
—¿Adónde demonios crees que vas? —pregunto Moore.
—Tengo mucho que pensar —repuso Bernstein, nervioso.
—Pareces muerto de miedo.
—Si quieres saber la verdad, lo estoy.
—No has respondido mi pregunta. ¿Dónde puedo encontrarte si te necesito?
—Estaré en mi templo —dijo Bernstein.
Moore lanzó una irónica carcajada.
—¿Qué clase de basura repartís allí? Te conozco: siempre que estás asustado amenazas con dejarlo todo y trasladarte a Florida.
—No creo que un traslado sirva de algo esta vez.
—¿Y marcharte al templo servirá? —preguntó Moore con una sonrisa.
—Sí —respondió con seriedad Bernstein—. Creo que sí.