El Palacio de Neptuno estaba atestado, como normalmente. Jugadores profesionales y prostitutas de lujo se codeaban (entre otras cosas) con los principales latosos sociales de Chicago, muchos de ellos en busca de una última emoción fuerte en el camino de la senilidad o un primer sobresalto en el camino de la edad adulta. Travestidos muy pintados, exhibicionistas de ambos sexos con prendas de cuero, los nuevos ricos que desdeñaban ya sus anteriores relaciones con el proletariado… todos hacían correr el dinero entre los miembros del personal del palacio para asegurarse mesas conspicuas en las que poder lucirse y ser vistos.
Ben Pryor y Abe Bernstein ocupaban un reservado pequeño y discreto en la parte trasera del enorme salón. Estaban bebiendo un par de Rabdomantes y observando a los payasos irremunerados capaces de atraer más espectadores que los profesionales. Había media docena de copas vacías en la mesa, delante de Pryor, y el cenicero estaba lleno a rebosar de cigarrillos sólo parcialmente fumados.
—Bien, ¿qué opinas? —estaba diciendo Pryor.
—¿De este lugar? —replicó Bernstein, sonriendo—. Dame una oportunidad para decidirme, Ben. Sólo llevo aquí cinco minutos. Pero, en confianza, sospecho que mi esposa me mataría si supiera que estoy disfrutando en el Palacio de Neptuno mientras ella hace de canguro con dos de nuestros nietos. —Calló un momento—. Y ya que hablamos de este local, ¿por qué estoy aquí?
—Es más fácil hablar en un ambiente agradable.
—¿Llamas agradable a esto? —se extrañó Bernstein—. Insólito y excitante, tal vez, pero…
—Bien, de todas formas yo estoy cómodo —se defendió Pryor. Vació el cenicero en un vaso vacío y encendió otro cigarrillo.
—Mientras pagues tú la cuenta… —dijo Bernstein, encogiéndose de hombros. Hizo un esfuerzo para dejar de mirar a los clientes y volvió la cabeza hacia Pryor—. No creo que me invitaras a venir aquí para hablar de ese Jeremías que había vivido con Moira. ¿Qué tienes en la cabeza?
Pryor contuvo la risa.
—Estoy sumamente harto de Jeremías. Es un simple pedigüeño con delirios de grandeza. —De pronto se puso serio—. Háblame de Moira.
—¿De Moira? ¿Qué puedo decir?
—La sometiste a la sonda psíquica —insistió Pryor—. ¿Cómo piensa? He conocido muchas personas extrañas en mi vida, Abe, ¡pero ella es la más rara de todas!
—La sondeamos en busca de información, nada más —replicó Bernstein—. Moira me habló de su… ¿cómo podrí a decirlo?… de su colección, si eso es lo que te interesa. —Sorbió de nuevo su bebida—. ¿Es cierto que Salomón desalojó cuatro oficinas de un piso para que ella pudiera mudarse?
—De esa forma Moira se siente como en su casa —dijo Pryor mientras pedía por señas otra copa a un muchacho prepubescente vestido tan sólo con un turbante—. Pero me extraña que Moore diera su consentimiento. No es típico de él ir por ahí haciendo favores a la gente.
—¿Quién sabe? —respondió con indiferencia Bernstein—. Estoy seguro de que tendría sus motivos.
—Ojalá supiera cuáles fueron —murmuró Pryor.
—¿Qué importancia tiene eso?
—Debes conocer a tu enemigo antes de enfrentarte a él.
Bernstein frunció el ceño.
—¿Enemigo? —repitió—. ¿De qué estás hablando?
Pryor apuró su vaso y clavó la mirada en los ojos de Bernstein.
—Pienso quedarme con su organización algún día. —Bernstein abrió la boca para protestar y Pryor alzó la mano—. No finjas tanta sorpresa, Abe. Moore lo sabe y tú también, pongamos las cartas sobre la mesa.
—No quiero saber nada de esto —dijo Bernstein.
—Claro que no quieres —dijo Pryor, sonriente—. Eres el favorito de Moore, Abe.
—Curioso —replicó Bernstein, asombrado—. Así te he considerado siempre a ti.
Pryor meneó la cabeza.
—Ah, ah. La organización es tu único cliente, y has subido tantos peldaños como planeaste. Estás gordo, te pagan más que bien y apenas haces algo, sin ánimo de ofender. Eres miembro de un templo y de un club de campo, tus hijos han pasado ya por la universidad, posees una mansión en el lago Forest. La vida te ha dado lo que deseabas, Abe. Pero yo me hallo en otra situación: Moore tiene lo que yo deseo.
—Aunque así fuera —dijo Bernstein—, ¿qué te hace pensar que él te dará el mando?
—Él no me dará nada. Por eso tendré que arrebatárselo.
—Esta conversación es peligrosa —dijo Bernstein, intranquilo.
—Tonterías. Es una conversación de negocios. He dedicado nueve años de mi vida a esta organización, Abe. He trabajado tantas semanas de ochenta horas que es imposible contarlas, y he perdido tres esposas sin poder hacer nada. —Hizo una pausa—. No he hecho eso para aceptar órdenes de Moore el resto de mi vida.
—Si soy yo el favorito de Moore, ¿por qué me cuentas todo esto?
Pryor sonrió.
—Como ya he dicho, no estoy contándote nada que él no sepa. Y no tengas tanto recelo: no pretendo presidir sobre un montón de escombros. Mi trabajo será el mejor posible hasta que me deshaga de Moore. —El chico desnudo volvió con la bebida—. Y mientras tanto, he montado un par de negocios al margen de la organización.
—¿Por ejemplo?
—¿Quién diablos crees que es el propietario del Palacio de Neptuno?
—¿Lo sabe Salomón? —pregunto Bernstein.
—Naturalmente.
—En este caso, se diría que estás progresando mucho por tu cuenta —comentó Bernstein, agitando la mano en dirección al atestado salón.
—Moore busca el dinero del hombre normal. Tal como otro tipo llamado Abe observó en cierta ocasión, de ésos hay muchos. Yo pretendía demostrarle que también podemos buscar el dinero del hombre rico. Se gasta con la misma facilidad.
—Y obviamente has tenido éxito —observó Bernstein antes de sorber su bebida.
—Solo porque Moore no esta interesado —dijo Pryor—. De lo contrario me quitaría a Naomí en un instante.
—¿Quién es Naomí?
—Naomí Riordan. Su nombre profesional es La Hija de Poseidón.
—He oído hablar de ella —dijo Bernstein, demostrando cierto interés—. Es toda una sensación, según las personas que me lo comentaron.
—Puedes decidir por ti mismo —dijo Pryor—. Su numero empezara dentro de muy poco.
Antes de un minuto las luces del local se amortiguaron, y un gran acuario, que contenía cientos de peces exóticos y un par de engalanados castillos de arena, brotó del centro del suelo.
—Observa —dijo Pryor.
La música de un arpa invisible no tardó en impregnar el salón. Un foco iluminó el acuario, la puerta de uno de los castillos se abrió y La Hija de Poseidón efectuó su aparición vestida únicamente con una cola de sirena de color azul oscuro que pronto se quitó. Nadó alrededor del tanque. Sus movimientos cobraron la fluida gracia de alguna antigua Lorelei del océano, sus músculos se rizaron exóticamente bajo la inmaculada piel. Las llamas rojas de su largo cabello se agitaron tras ella, ondearon voluptuosamente en el agua conforme su cuerpo se arqueaba, se inclinaba y daba vueltas formando complejas figuras. Los peces, atraídos por el cabello de la mujer, iniciaron rápidamente una danza coreográfica sincronizada, y de pronto Naomí, el cabello, los peces e incluso las burbujas de aire compusieron un conjunto hipnóticamente vertiginoso que trascendió la Gracia y se convirtió en Arte.
De inmediato, antes de que el público pudiera levantarse y prorrumpir en atronadores aplausos, La Hija de Poseidón desapareció bajo el segundo castillo de arena y de la actuación quedó tan sólo un pequeño banco de peces que, sin prestar atención a los gritos y vítores de los espectadores, se agruparon sobre la arena en un apartado rincón del acuario y prosiguieron su inútil búsqueda de algas.
—¿Qué opinas de ella? —preguntó Pryor en cuanto los aplausos menguaron y el tanque volvió a hundirse en el suelo.
—¡Absolutamente fantástico! —repuso el entusiasmado Bernstein—. ¡Jamás había visto cosa igual! —Miró a Pryor—. ¿Podría conocerla? Me gustaría comentarle cuánto admiro su actuación.
—Tal vez en otra ocasión —replicó con tristeza Pryor—. Ayer por la noche tuvimos una pequeña pelea.
—¿Sí?
Pryor movió afirmativamente la cabeza.
—Sí. Vivimos juntos desde que la contraté, y anoche me despisté con la hora y volví a casa al amanecer.
—¿Qué pudo mantenerte alejado de algo como eso?
—La verdad, estuve con Moira Rallings —dijo Pryor sin muestra alguna de vergüenza.
—Hasta ahora no te he considerado hombre de mal gusto —repuso Bernstein—. Pero si prefieres esa lunática sin sangre a…
—Fue únicamente por cuestiones de trabajo —le interrumpió Pryor.
—Si sólo hubiera sido por eso —contestó con firmeza Bernstein—, Salomón habría estado allí.
—Hay ciertos problemas para los que estoy más capacitado que él —dijo Pryor, no sin cierto orgullo—. Quería averiguar qué relación tiene ella con Jeremías.
—¿Para ayudar o para perjudicar a Salomón?
—Para ayudarlo. Admite que soy un poco inteligente, Abe. Ser el número dos de Moore es mejor que estar en la calle con Jeremías. En fin, no sucedió nada.
—¿Nada? —dijo Bernstein en tono de duda.
—Nada en lo que yo estuviera personalmente implicado —corrigió muy despacio Pryor—. Moira es una mujer muy rara.
—¿Hasta qué punto?
Pryor lo miró fijamente un momento, como meditando si debía contestar o no. Finalmente se alzó de hombros.
—Abe, ¡esa mujer es una maldita necrófila!
—Me resulta difícil creerlo.
—Lo mismo me pasaba a mí, hasta ayer por la noche.
—Imaginarlo es más difícil todavía —prosiguió Bernstein—. Hacer el amor con una muerta puede tener sus desventajas, pero como mínimo es posible, aunque la idea es repugnante. Pero que una mujer fornique con un cadáver masculino…
—Es taxidermista, ¿lo recuerdas?
—Es igual…
—¡Maldición, Abe! —espetó Pryor—. ¡Yo estuve allí! ¡La vi!
—¡Y dices que la rara es ella! —respondió Bernstein, riéndose despreciativamente.
—Es su forma de hallar placer. No quería hablar conmigo a menos que yo la mirara.
—¿Y bien?
—Fue fascinante. Y debo admitir que muy excitante. Si pudiéramos hacer películas o grabaciones, venderíamos cinco millones de copias.
—No me refería a eso —dijo Bernstein—. ¿Qué relación tiene ella con Jeremías? La sometí a la sonda psíquica y no averigüé un maldito detalle que Salomón no le hubiera sonsacado ya.
—Nada.
—Rectifico —dijo Bernstein tras un momento de meditación—. Moira me explicó un detalle importante.
—¿Ah, sí? —se apresuro a responder Pryor—. ¿Qué?
—Me explicó por qué a esta organización la dirige Salomón y no tú.
—¿Sí? —dijo recelosamente Pryor—. ¿Por qué?
—Porque ella hizo a Moore una oferta similar ayer, y él la dejo plantada. Volvió a su casa para trabajar en un piso vacío, mientras tu consentías que Naomí Riordan pasara la noche sola.
—¿Qué prueba eso?
—Ben, tanto si lo hiciste por diversión o bien en provecho de Salomón, la conclusión es la misma. Lo único que quiere Moore es poder. Si te interesa otra cosa además de eso, placer, perversión o dinero, continuarás estando en segundo plano, porque careces de la obstinada concentración que él posee.
—Te he explicado por qué fui allí —se defendió Pryor—. No puedes culparme de que me divirtiera.
Bernstein meneo la cabeza.
—Mala respuesta, Ben. Si Salomón sabía que ir allí no solucionaría nada, también tú lo sabías… Y si afirmas lo contrario, estas engañándote. —Miro a Pryor con suma seriedad—. Salomón engaña a mucha gente, pero jamás se engaña a si mismo. Por eso no podrás arrebatarle la organización.
—¡Ya lo veremos! —respondió Pryor, acalorado.
—Ya lo veremos —convino Bernstein.
—Pero mientras tanto —continuó Pryor, con la atención repentinamente atraída por una rubia de exuberante pecho que acababa de entrar sola en el club—, todos somos compañeros de equipo. El enemigo es Jeremías. Seguiremos hablando de eso mañana.
Firmó la cuenta, saludó afablemente a Bernstein y emprendió la ardua persecución (con final feliz) de la rubia.
Y mientras los pensamientos de Pryor se desviaban de nuevo hacia la conquista sexual, Moore se hallaba a solas en su apartamento, meditando diversos medios para que Jeremías se dejara ver. Pocos minutos más tarde, uno de sus agentes le telefoneó para comunicarle dónde pasaría la noche Pryor. Moore sonrió, sacudió la cabeza en un gesto de asombro y continuó con sus planes.