6

Moore y los dos pistoleros se acercaron al edificio, enorme y en sombras.

—¡Dios, qué frío! —murmuró Visconti, y se subió el cuello del abrigo. El viento de diciembre soplaba procedente del lago Michigan.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que salí de la cúpula en invierno —convino Montoya. Sopló en sus manos—. Había olvidado qué se sentía.

—Los dos os estáis ablandando por culpa de tantos años de vivir en la ciudad —dijo Moore.

—¿No le molesta el frío, señor? —preguntó Visconti.

—No lo bastante para que me queje.

—¡Fíjese en esas torrecillas! —exclamó Montoya—. Este maldito lugar parece un castillo gótico.

—Más bien una mansión reformada, o tal vez un edificio de la vieja Universidad del Noroeste —replicó Moore—. Cuento seis puertas como mínimo. Visconti, saca la pistola e intenta abrirlas, una por una. Montoya, no te separes de mí y mantén los ojos abiertos.

Mientras Visconti, un hombretón musculoso de pelo rubio y muy corto, corría hacia la entrada principal, Montoya volvió la cabeza hacia Moore.

—No he tenido oportunidad de preguntárselo por culpa del problema en Ciudad Oscura —dijo el jefe de seguridad en voz baja—. ¿Qué quiere que hagamos con el señor Pryor, señor? ¿Mantener la vigilancia, o concentrar todas nuestras fuerzas en Jeremías?

Moore meditó la cuestión un momento.

—Deja dos hombres vigilando a Ben —dijo por fin—. Que todos los demás se concentren en Jeremías.

—¿Está seguro de que eso es prudente, señor?

—Ben no representa un problema inmediato —replicó Moore—. Jeremías está importunándome en estos mismos momentos.

Visconti se reunió con ellos instantes más tarde.

—No ha habido suerte —informó—. El edificio tiene seis puertas, y las he probado todas. —Hizo una pausa, pensativo—. Ella sabe que usted lleva el dinero encima. ¿Supone que esto podría ser una trampa?

—Tú me la recomendaste —respondió Moore—. ¿Crees que nos están engatusando?

—Lo dudo —replicó Visconti después de pensarlo un momento—. ¿Qué nos impide irnos ahora mismo? —Meneó concluyentemente la cabeza—. No, si ella quisiera tenderle una trampa, creo que lo haría dentro del museo, no aquí.

—Parece lógico —convino Moore—. De todas formas, toda la lógica del mundo no tendría importancia alguna si nos equivocamos. —Consultó su reloj de pulsera—. Faltan cinco minutos para las diez. Creo que comprobaremos otra vez las puertas a las diez en punto.

Cinco minutos más tarde Visconti se acercó al edificio y regresó instantes después para informar que una de las entradas laterales estaba abierta.

Los tres hombres entraron por ella y se detuvieron. Moore atisbo el interior, pero sólo vio un pasillo oscuro.

—Muy bien —anunció al cabo de un momento—. Montoya primero. Visconti, tú irás detrás. Y recordad: vuestro trabajo consiste en protegerme, no en vengar mi muerte.

Se adentraron en el edificio y habían dado escasos y vacilantes pasos cuando escucharon una voz femenina:

—Cierren la puerta y sigan en línea recta.

Moore hizo una señal a Visconti, que obedeció la orden de la voz. El pasillo describía una brusca curva a la derecha a diez metros de la entrada, terminando en una salita totalmente desprovista de muebles. De pie en el centro de ella se hallaba una mujer con la piel más blanca que Moore había visto nunca. Tenía el cabello corto y negro, ojos muy oscuros, pómulos salientes y una figura que Jeremías no podía haber pasado por alto. Moore supuso que debía estar cerca de los treinta años, aunque no le habría sorprendido averiguar que rondaba los cuarenta.

—Ordene a sus hombres que guarden las pistolas —dijo la mujer—. Las armas me ponen nerviosa.

—Las reuniones clandestinas me ponen nervioso —replicó Moore—. Las pistolas seguirán fuera. —Miró a Visconti—. ¿Es la misma mujer?

—El pelo y el maquillaje son distintos, señor —dijo Visconti—, pero indudablemente la voz suena igual.

—¿Ha traído el dinero? —preguntó la mujer. Moore lo sacó y lo alzó para que ella lo viera—. Magnífico. Vayamos a mi despacho. Allí podremos sentarnos y hablar tranquilamente.

—Usted primera —dijo Moore mientras él y sus hombres la seguían por una puerta situada en la parte opuesta de la habitación. Llegaron a un espacioso pasillo lleno de cajas de vidrio. Todas ilustraban una escena de fatalidad y destrucción.

—Ésta es nuestra más popular sala de exposición —dijo la mujer, que aflojó el paso para que Moore pudiera contemplar los recipientes con más atención.

Los estuches contenían figuras de tamaño natural en diversos estados de sufrimiento y muerte. Allí estaba Mussolini colgado por los tobillos, John Kennedy con la parte superior de la cabeza destrozada por los disparos, Lincoln un microsegundo después de que John Wilkes Booth disparara su pistola.

—Muy realista —dijo Moore mientras se detenía para observar la agonía de Julio César.

—Estamos especialmente orgullosos de esta obra —dijo la mujer, señalando la cabeza de María Antonieta, de la que goteaba un reguero de sangre y ganglios, suspendida en el tiempo y el espacio, a medio camino entre la hoja de la guillotina y la cestita que la aguardaba.

—No está mal —comentó Moore—. ¿Tienen a Braden en alguna parte?

—En la siguiente sección —replicó ella. Los hizo cruzar otro umbral y se detuvo ante una representación de James Wilcox Braden III, cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos y el único que se había suicidado mientras desempeñaba su cargo.

—No se parece mucho al hombre que yo recuerdo —observó Moore—. A pesar de todo —añadió, contemplando la sangre que aparentemente brotaba sin cesar de la muñeca y caía en un recipiente con agua caliente—, resulta impresionante.

Siguieron andando juntos a las otras representaciones. Sade se esforzaba de nuevo en encontrar el punto límite definitivo del alma y el cuerpo humanos, Martín Luther King contemplaba con aire de incredulidad la sangre que se extendía por su camisa y Nikolai Badeliovitch conservaba en su semblante una expresión de incomprensión mientras los fallos del sistema de sostén vital ponían fin a la primera expedición tripulada a Venus.

Otra sala. En ella habían plagas, hambre, lepra… La prisión de Andersonville. Auschwitz. Vlad el Empalador atareado en ganarse su apodo.

Otra sala más y toparon con los cristianos que caían bajo los colmillos y las garras de los leones, los enormes perros que despedazaban niños negros durante los tumultos de Johannesburg de 1998, héroes, mártires, amantes de mala estrella… Y en una alta vitrina que ocupaba la cuarta parte de la sala, Jesús se retorcía de nuevo en la cruz y sus ojos preguntaban con muda agonía por qué Dios le había abandonado.

—¿Qué le parece? —preguntó la mujer en cuanto pasaron junto a la última representación.

—Me parece fascinante —respondió Moore—. La persona que lo ideó tenía ciertamente una morbosa preocupación por la muerte. —Miró alrededor—. ¿Desde cuándo existe esto?

—El edificio en sí tiene casi dos siglos de antigüedad —dijo ella—. En cuanto al Museo de la Muerte, lleva en funcionamiento poco menos de cinco años.

—¿Quién lo frecuenta? —preguntó Moore—. No pensaba que pudieran atraer suficientes personas para justificar el desembolso.

—Nos las arreglamos para cubrir gastos —replicó ella—. Viene un número considerable de turistas y curiosos. Y naturalmente también contamos con una clientela muy asidua: historiadores, artistas, especialistas en disfraces y bastantes chiflados.

Hizo pasar a los tres hombres por un reducido umbral y los condujo escalera arriba hasta llegar a una hilera de oficinas. En las cuatro primeras puertas, que al parecer daban a un mismo salón de enormes proporciones, había rótulos idénticos: ALMACÉN.

—¿Qué guardan ahí? —preguntó Moore.

—Futuras representaciones. ¿Le gustaría ver algunas?

—Muchísimo.

La mujer abrió una de las puertas, y una corriente de aire frío acometió a los visitantes. Moore entró y se encontró ante quizá cincuenta cadáveres, todos ellos ordenadamente clasificados y depositados en losas.

—Los mantenemos refrigerados hasta que nos hacen falta —explicó la mujer.

—De modo que no eran figuras de plástico lo que he visto…

—Yo diría que no.

—¿De dónde sacan los cadáveres? —preguntó Moore.

—En principio la morgue cubría nuestras necesidades, pero muchos ejemplares estaban tan mutilados que era imposible usarlos. Desde hace poco los obtenemos de otros sitios.

—¿Por ejemplo?

—Secreto comercial —dijo ella, risueña, y condujo a los tres hombres fuera del salón—. Mi despacho es el último a la izquierda.

—Deduzco que usted es algo más que una simple guía turística —observó secamente Moore.

—Oh, soy un poco de todo —replicó ella.

Se acercó a su despacho e insertó un ficha de ordenador en la cerradura. Moore avistó brevemente el rótulo dorado de la puerta antes de entrar con la mujer.

MOIRA RALLINGS

TAXIDERMISTA

La mujer se volvió hacia Moore.

—Ordene a sus hombres que inspeccionen el despacho y nos esperen afuera.

Moore hizo una seña a Montoya y Visconti, que revisaron la habitación de arriba abajo y anunciaron que parecía segura. Moore les indicó que aguardaran en el pasillo y cerró la puerta.

—Siéntese, señor Moore —dijo Moira Rallings, y tomó asiento en una mecedora de madera en un oscuro rincón del pequeño y acogedor despacho.

Moore pasó junto a una gran estantería llena a rebosar de textos sobre anatomía y taxidermia y algún libro ilustrado de historia, y se sentó en el borde del atestado escritorio.

—¿Hablamos de negocios? —preguntó.

—Para eso estamos aquí.

—Estupendo. —Se inclinó hacia adelante—. ¿Quién es Jeremías el G? ¿Cuál es su nombre real?

—No lo sé.

—¿Dónde vive?

—Tenía un piso en Skokie, pero está abandonado ahora.

—¿Por qué quiere matarme?

Moira reflejó sorpresa.

—No sabía que él quisiera matarle.

—Tal vez estamos abordando mal el problema —sugirió Moore—. ¿Por qué no explica todo lo que sepa de él?

—Sé que me gustaría verlo muerto tanto como a usted —dijo Moira con obvia sinceridad—. Y sé que no podrá seguirle el rastro mediante los canales habituales. No tiene antecedentes delictivos, y una vez me contó que jamás le habían tomado huellas dactilares o fonéticas.

—¿Qué me dice de identificación retinal?

—Si logra acercarse a él lo suficiente para obtener ese dato, no creo que le haga falta —replicó ella con una sonrisa—. Además, esa técnica sólo se aplica desde hace ocho o diez años. Deduzco que el dato no estará registrado.

—Ha dicho que desea verlo muerto. ¿Por qué?

—Robó los ahorros de toda mi vida.

—¿Cómo?

Moira suspiró profundamente.

—Será mejor que empiece por el principio. Un día, hace tres meses, le vi robando carteras aquí mismo, en el museo, y amenacé con denunciarle. Ofreció repartir el dinero conmigo si yo guardaba silencio.

—¿Aceptó?

—Guardé silencio —dijo Moira—, pero no acepté un solo billete. Jeremías vino a vivir conmigo dos días después.

—En el piso de usted, no en el de él.

—Exacto.

—En ese caso, por lo que usted sabe, la dirección de Skokie podría no existir.

—Existe —replicó amargamente ella—. Fui allí cinco semanas más tarde, después de que él se fuera con mis ahorros y mis joyas.

—Supongo que no lo encontraría…

Moira meneó la cabeza.

—¿Cómo estaba registrado el piso?

—A nombre de Joseph L. Smith.

¡Joe Smith! —dijo Moore, incrédulo—. ¿Cómo es posible que un aficionado como ése no haya caído todavía? ¡Joe Smith, por el amor de Dios! —Sacudió incrédulamente la cabeza—. Bien, sigamos. ¿Qué averiguó de él mientras vivían juntos?

—Nació en Tel Aviv…

—Pensaba que era ciudadano norteamericano —la interrumpió Moore.

—Lo es. Su madre era una arqueóloga norteamericana. Estuvieron en Israel hasta que él cumplió diez u once años, y luego fueron a Egipto.

—¿Vive todavía la madre?

—No. Los padres murieron en un accidente cuando Jeremías tenía catorce años, y regresó a los Estados Unidos para vivir con una tía. No sé el nombre de ella. Jeremías se fue de su casa al cabo de un par de meses y se las ha arreglado solo desde entonces.

—¿Dónde ha vivido?

—Déjeme pensar un momento —dijo Moira, bajando la cabeza. Finalmente miró de nuevo a Moore—. Manhattan, el complejo de Denver, Seattle y después Chicago. Trabajó en una biblioteca, pero no sé de qué ciudad. Tengo la impresión de que sus ocupaciones eran muy humildes.

—¿Cuánto tiempo lleva él en Chicago?

—Poco más de un año —replicó Moira.

—¿Qué hacía él antes de entenderse con usted? —insistió Moore.

—Pedía limosna, estafaba, robaba. Un poco de todo… excepto trabajar.

—¿Dónde cree que andará ahora?

—No lo sé.

—¿Qué aficiones tiene ese hombre?

—Ninguna —dijo Moira—. Sabe mucho de arqueología, pero debe ser simplemente por su educación. Me comentó una vez que sabía hablar hebreo y árabe con la misma fluidez que el inglés, pero tal vez mintiera. —Sonrió tristemente—. Jeremías miente mucho.

—¿Tiene algún alias?

—Sólo conozco uno: Manny el G. Pero tengo la impresión de que no es el único.

—¿Es jugador?

Moira meneó la cabeza.

—No jugaba cuando yo lo conocí. Perdió todos sus fondos en un combate de boxeo que creyó estaba amañado, y no ha hecho una apuesta desde entonces.

—¿Mucho dinero? —preguntó bruscamente Moore.

—No lo sé, pero por la forma que lo explicaba, debió ser una suma bastante importante.

—¿Qué combate?

—No sé nada de boxeo. Pero Jeremías mencionó los nombres de los boxeadores como si todo el mundo tuviera que conocerlos. Debió ser hace… hace nueve o diez meses.

—Seguramente el combate Tchana-Makki por el titulo de los pesos pesados —dijo Moore—. Nos pondremos en contacto con los agentes de apuestas e intentaremos obtener una pista. En cuanto a los padres de Jeremías, sólo nos queda el camino difícil: averiguar qué arqueólogos norteamericanos estuvieron en Israel hace veinte años y fallecieron en Egipto durante la última década.

—¿Puede una organización como la suya hacer eso? —preguntó con curiosidad Moira.

—Le sorprendería saber cuántas cosas podemos hacer si nos lo proponemos —replicó Moore con una torva sonrisa—. O mejor dicho, cuando yo me lo propongo. —Hizo una pausa—. ¿Sabe si Jeremías ha estado casado alguna vez?

—Nunca lo mencionó —dijo ella, encogiéndose de hombros.

—¿Algún hijo, legítimo o no?

—Ninguno, que yo sepa.

Moore la contempló un largo momento.

—Usted parece ser una mujer bastante inteligente, bastante atractiva, bastante selectiva —dijo por fin—. ¿Por qué demonios aceptó vivir con un estafador tan estúpido como Jeremías?

—No lo sé, francamente —contestó ella, nerviosa—. Sucedió así.

—Debe ser un hombre muy atractivo.

—No es especial —dijo Moira, con expresión de asombro—. Esto es lo más curioso. Jeremías ni siquiera destaca en la cama. Recordando todo esto, estoy más sorprendida que usted.

Moore se levantó, se desperezó y anduvo hacia una ventana con vista al oscurecido suburbio.

—Basándose en lo que sabe de él, ¿por qué piensa que Jeremías desea matarme?

—No creo que él desee hacerlo —replicó Moira, pensativa—. Si lo deseara, usted ya habría muerto.

—¿De quién pretende burlarse? —dijo Moore con una carcajada despreciativa—. Jeremías sería incapaz de matar un pez en un barril sin destrozarse medio pie.

—Es un hombre poco normal —comentó Moira—. No sé por qué o cómo, pero siempre se sale con la suya. Llámelo suerte si quiere, pero si él quisiera realmente acabar con usted, creo que lo conseguiría.

—No creo en la suerte —dijo Moore, esforzándose en no recordar el episodio de la Plaza Gomorra.

—Allá usted —repuso ella—. Pero por suerte o por lo que sea, las cosas siempre parecen salirle bien.

—En ese caso, ¿por qué él continúa siendo un ladrón de poca monta? —preguntó Moore.

—No lo sé.

—¿Qué ambiciones tiene? ¿Qué pretende?

—Creo que ni siquiera Jeremías podría responderle. Se diría que vive al día. Nunca lo vi preocupado o trastornado. Cuando necesitaba dinero, iba a buscarlo.

—¿Para qué necesitaba dinero? —se apresuró a preguntar Moore—. ¿Tenía algún vicio que pagar?

—Sé que iba con frecuencia al local de Karl Russo, en Ciudad Oscura, pero no creo que tuviera vicios.

—¿Opina usted por tanto que si yo investigara a los distribuidores de drogas locales acabaría con las manos vacías?

Moira guardó silencio para meditar la cuestión.

—Seguramente —dijo al fin.

—Si como usted dice él no desea matarme, ¿qué es lo que quiere?

—Conociendo cómo piensa, yo diría que Jeremías trata de impresionarle para que le dé un buen empleo en su organización.

—¿Lo cree realmente? —preguntó Moore en tono de escepticismo.

—Es una conjetura probable, simplemente eso —dijo Moira.

—¿Por qué demonios lo dejarían salir de la guardería? —dijo Moore mientras meneaba la cabeza, asombrado. Volvió al escritorio—. Si le dijera que Jeremías está herido, ¿dónde piensa que iría él para que le curaran?

—No creo que se preocupara por eso —replicó Moira—. Si estaba lo bastante bien para esquivar al atacante, seguramente estará lo bastante bien para no arriesgarse a visitar a un médico.

—¿Tiene algún amigo que usted conozca?

Moira meneó la cabeza.

—¿Le dice algo el nombre Krebbs, un viejo al que le falta un ojo y dos dedos?

—No.

—¿Sabe algo de María Delamond?

—No.

—¿Lisa Walpole?

—Jamás había oído hablar de esa gente.

—Basándose en lo que sabe de Jeremías, ¿diría que es un hombre capaz de rebanar el cuello a una vieja?

Moira meditó un momento la cuestión.

—No sé si lo haría él mismo, pero ciertamente no tendría escrúpulos morales para encargar a otro la tarea.

—¿Sabe una cosa? —dijo Moore—. No sé, pero creo que su información no vale tanto dinero.

—Ahora sabe más sobre Jeremías que hace veinte minutos —replicó Moira—. Y si tiene tantos deseos de encontrarlo como yo pienso, ha compensado la pérdida de su dinero y mucho más. En definitiva, Salomón Moody Moore no sufre precisamente por el dinero.

—Cierto —convino Moore—. De todos modos creo que su información sólo vale mil dólares. Ahora va a ganar los otros catorce mil.

Moira lo miró recelosamente.

—¿Cómo?

—Trabajará para mí.

—¡De eso nada!

—Permítame hacer mi oferta antes de que la rechace —dijo Moore—. Le pagaré ahora los quince mil, y mil diarios hasta que yo atrape a Jeremías.

—¿Qué debo hacer a cambio?

—Simplemente pasear y lucir su belleza.

—¿Cómo un señuelo? —Se río irónicamente—. ¿Realmente piensa que Jeremías vendrá corriendo para rescatarme de sus miserables garras?

—Desde luego que no —replicó Moore—. Dudo mucho que a Jeremías le importe un bledo si usted está viva o muerta. Pero por otra parte, creo que le preocupará mucho lo que usted pueda decirme.

—Pero si ya se lo he dicho todo sobre él…

—Es posible —dijo Moore—, aunque en mi oficina hay un aparato que sondea la mente sin causar daño y dejará zanjada la cuestión. Sin embargo, lo que usted sabe y lo que Jeremías cree que usted puede saber son dos cosas totalmente distintas.

—No dará resultado —dijo obstinadamente Moira.

—Si no da resultado, usted tendrá unos ingresos garantizados durante el resto de su vida.

—¿Lo único que debo hacer es aparecer en público con usted? —preguntó con recelo la mujer.

—Exacto.

—¿No tendré que acostarme con usted?

—Por supuesto que no —le aseguró Moore—. Jamás mezclo el placer con los negocios. Le facilitaremos una habitación para usted sola en mi edificio comercial.

—Es mucho dinero —dijo ella con aire pensativo—. Y quiero ver muerto a Jeremías tanto como usted. Pero debería dejar el museo y posponer mi trabajo hasta que atrapen a Jeremías, ¿no es cierto?

—Sí, así sería.

—¿No podría pasar algunas horas aquí?

Moore meneó la cabeza.

—Por mil dólares diarios, tendrá que estar donde a mí me interese.

—Hay una obra especial que he estado preparando en los dos últimos años —dijo Moira—. Tendría que permitirme llevarla a su edificio para poder seguir trabajando en ella.

—¿Cuál es? —preguntó Moore—. ¿La crucifixión?

—No está expuesta al público. ¿Le gustaría verla?

Moore accedió con cierta indiferencia, y Moira lo acompañó fuera del despacho. Montoya y Visconti les siguieron por el pasillo hasta llegar a una enorme puerta metálica.

—Sólo usted —dijo la mujer, y Moore hizo una seña a sus hombres, que ocuparon de nuevo sus lugares junto al despacho de Moira.

La taxidermista introdujo una llave en la puerta, empujó ésta y se introdujo en la oscura sala. Moore la siguió, y Moira cerró inmediatamente la puerta.

—¿Está preparado? —musitó.

—Estoy preparado —replicó él en tono de hastío.

Moira encendió las lámparas multicolores del techo y quedaron visibles, montados en diversas plataformas y podios, cuarenta cadáveres que parecían vivos, agrupados en dúos, tercetos y cuartetos, desnudos o ataviados caprichosamente, inmovilizados en posiciones de casi insufrible éxtasis. Felatorismo, cunilinguo, homosexualidad, lesbianismo, sodomía, servidumbre sexual, flagelación… y todo ello meticulosamente expuesto, igual que ciertos aspectos del acto sexual hacían parecer vulgares hasta las más descaradas representaciones del Espectáculo de Emociones Fuertes.

—¿Le gusta? —preguntó por fin Moira, con el semblante repentinamente iluminado por la excitación.

—Es… eh… impresionante —dijo Moore, levemente sorprendido al comprobar que todavía le emocionaba algo relacionado con lo sexual. Y se preguntó en vano qué clase de mente era capaz de concebir y crear aquellas representaciones.

—El proyecto es mío —dijo orgullosamente Moira—. A nadie más se le ha permitido trabajar en él, y pocas personas han visto esto. —Acarició amorosamente un varón desnudo de proporciones homéricas—. Todo es mío, y no pienso abandonarlo.

—Sólo podría continuar el trabajo cuando yo no la necesitara —dijo Moore.

Moira bajó la cabeza y se sumió en sus pensamientos un largo instante.

—Creo que no me interesa —dijo al fin—. Mi trabajo es más importante que su dinero.

—En ese caso permítame ofrecerle un último incentivo —repuso Moore, que había estado observando atentamente a la mujer—. Cuando acabe con Jeremías, podrá quedarse con lo que quede de él para el proyecto.

—¿Habla en serio?

Moore asintió.

Una expresión de júbilo apareció poco a poco en aquella cara blanca como la tiza, y los oscuros ojos se abrieron hasta conformar un gesto insondable que casi asustó a Moore.

—Señor Moore, trato hecho —dijo Moira Rallings.