El estruendo del disparo fue ensordecedor.
—¿Dónde está la bala? —preguntó Moore mientras dejaba a un lado la pistola.
Pryor cruzó la habitación.
—Aplastada contra la caja —respondió.
Moore se volvió hacia los ocho agentes de seguridad que aguardaban nerviosamente ante el escritorio.
—Caballeros —dijo, intentando dominar su mal humor—, usando una de vuestras armas he logrado alcanzar una pequeña caja fuerte a una distancia de seis metros… y yo no soy pistolero profesional. Bien, ¿alguien tiene una explicación lógica de lo que sucedió?
No hubo respuesta, y Moore miró directamente al jefe de seguridad.
—Montoya, tú lo seguiste hasta Gomorra. ¿Cómo se escapó?
Montoya, un hombre de poca estatura, delgado y fuerte, de ojos oscuros y hundidos, se limitó a menear la cabeza y alzarse de hombros.
—Muy bien —dijo Moore mientras paseaba de un lado a otro delante de los ocho hombres—. Veamos si lo entiendo. Jeremías subió corriendo las escaleras y entró en una habitación, mientras Montoya aguardaba refuerzos. Cuando llegaron otros cuatro hombres, un robot tenía al tipo totalmente indefenso. Entrasteis los cinco, rodeasteis la cama, apuntasteis tranquilamente y disparasteis cuarenta y tres balas en total. ¿Correcto hasta ahora?
—Sí, señor —dijo Montoya.
—¿Disparasteis a menos de cinco metros?
Montoya asintió.
—Y cinco de los mejores pistoleros de la ciudad dispararon a quemarropa y no lograron matar, ni siquiera herir a un hombre que estaba delante de ellos —continuó Moore con fría furia—. No sólo eso, además reventasteis la cabeza del robot y dejasteis que Jeremías quedara libre, saltara por la ventana y os eludiera por completo. Y repito: ¿tiene alguien una explicación lógica?
—Gustosamente me sometería a una sesión de la Máquina Antimentiras, señor Moore, si cree que algo de lo que le hemos contado es falso o inexacto —dijo Montoya.
—Eso ya está preparado —repuso Moore—. Todos vosotros, nada más salir de aquí, iréis a la habitación de la Antimentiras. Podría añadir que el voltaje será casi mortal. Aquí está pasando algo raro, y quiero llegar al fondo del asunto. —Miró a Pryor—. Ben, quiero que registréis esa habitación del burdel. Averiguad cuántas balas hay en las paredes, en el robot, en todas partes.
—Ya lo había ordenado —replicó Pryor—. Conoceremos los resultados dentro de poco.
—También quiero saber cómo se las apañó Jeremías para salir de Ciudad Oscura después del tiroteo.
—De acuerdo —dijo Pryor.
Moore volvió a encararse con los ocho pistoleros.
—Muy bien, salid de aquí —dijo muy disgustado.
Mientras se iban en fila india, el ordenador de bolsillo de Pryor emitió una señal.
—Ya lo tengo —anunció Ben.
—¿El qué? —preguntó Moore.
—Un informe de Gomorra. Encontraron treinta y dos balas en la cabeza y las extremidades del robot, y otras cuatro en el colchón.
—¿Y las otras siete?
—Ni rastro. Pero sabemos que Jeremías llevaba una mochila. Seguramente la llevaba cargada con envases y algún arma. Es de suponer que cuatro o cinco de las balas quedaran alojadas en la mochila.
—¿Por qué cuatro o cinco? —preguntó Moore—. ¿Por qué no las siete?
—Porque había huellas de sangre en el suelo y en la ventana. Debieron herirle una vez como mínimo, tal vez dos.
—Pero no lo suficiente para frenarlo —dijo Moore—. ¡Maldita sea, Ben, todo esto es increíble!
—Estoy de acuerdo —dijo Pryor—. Pero ya que él hizo una fuga perfecta, sería mejor que empezáramos a creerlo… a menos que quieras creer que un miserable pordiosero ha pagado a cinco hombres que nos son leales desde hace años. —Hizo una pausa para encender un cigarrillo—. En cuanto a la reconstrucción de la escena qué puedo hacer yo, nuestros otros tres muchachos debieron dirigirse a la Gomorra en cuanto oyeron los disparos, y evidentemente Jeremías logró escabullirse y salir de la Ciudad Oscura mientras todos intentaban explicar lo sucedido. —Se alzó de hombros—. Es una locura, pero no hay otra forma de que los hechos encajen.
—¡Esto es totalmente absurdo! —repitió Moore—. ¿Cómo es posible que cinco tiradores de primera disparen cuarenta y tres balas a menos de cinco metros y ni siquiera frenen al tipo? Demonios, si el simple ruido debería haber bastado para matarlo del susto…
—Por lo que dicen los muchachos, él estaba casi loco de miedo antes de que empezaran a disparar —dijo Pryor.
—¡No se me ocurre ninguna explicación racional! —gruño Moore—. Me refiero a que no parece que él tenga un exceso de cerebro. Consideremos los hechos. Primero, encarga a una mujer de cincuenta kilos que me mate con un arma que la obliga a estar cerca de mí. Eso fue pura tontería. Segundo, intenta camuflar el Bazar de la Rareza cuando yo conservo una tarjeta comercial con las señas. Más estúpido todavía. Tercero, usa un lisiado y un Blanco Viviente como cómplices, personas cuya identificación y localización no es precisamente lo más difícil del mundo. Cuarto, entrega el impreso de solicitud de Sueños Hechos Realidad, detalle que nos indica con exactitud su aspecto físico. Quinto, entra en el tugurio de Russo y se deja ver. Sexto, para tratar de ocultarse de nuestros muchachos sube al tejado del almacén más ruinoso de Ciudad Oscura y logra que el suelo se abra bajo él. Séptimo, se mete en una habitación con un robot ramera y consiente en quedar indefenso mientras nuestros hombres llegan y le disparan. ¡Demonios, un imbécil de remate se habría comportado con más inteligencia! Y sin embargo, Jeremías sigue suelto, y nuestra organización parece formada por un puñado de incompetentes.
—Lo dices como si fuera algo más que suerte —observó irónicamente Pryor.
—¿Llamas suerte a que las tres cuartas partes de las balas alcanzaran al robot? —replicó Moore con brusquedad—. Esos tipos son especialistas, Ben. ¡No podían fallar!
Pero la Máquina Antimentiras no tardó en comprobar que los matones decían la verdad, y Moore no tuvo más opción que ordenar la continuación de la búsqueda.
—Otra cosa, soltad a Lisa Walpole —dijo a Pryor— y seguidla.
—Si ella supiera dónde encontrar a Jeremías, te lo habría dicho mientras estaba bajo los efectos del suero de la verdad —repuso Pryor.
—Lo sé —contestó Moore—. Pero él podría tener algún motivo para ver a la chica, y si la ve quiero estar enterado. —Hizo una pausa—. Además, debe haber huellas dactilares en el burdel. Compruébalas, a ver si averiguamos quién demonios es ese tipo. ¿Tiene apellido? ¿Dónde vive? ¿Y por qué me acosa? No puede ser tan imbécil como aparenta, o no sería capaz de vestirse sin ayuda por la mañana. Quiero averiguar todo cuanto sea posible sobre él.
Pryor asintió y salió del despacho para poner en práctica las órdenes.
El jefe de seguridad entró instantes más tarde, y se situó muy nervioso ante el escritorio.
—Siéntate —dijo Moore, señalando una silla de madera—. Por más que me cueste creerlo, parece que no has mentido. Volvemos a estar en el punto de partida. Sigo queriendo saber por qué Jeremías no ha muerto.
—Con franqueza, no lo sé, señor.
—¿Notaste algo anormal, por parte de Jeremías o en la habitación en general?
—Nada en absoluto —replicó Montoya, meneando la cabeza—. ¡Caramba, señor, imposible que él supiera adónde iba! Yo estaba pisándole los talones, y se metió en el primer sitio que encontró.
—¿Estás seguro de que no lo planeó para que pareciera así? —sugirió Moore.
—Totalmente.
—Muy bien. En confianza, ¿a qué achacarías tú que todo saliera mal?
Montoya hizo un elocuente encogimiento de hombros.
—Ojalá lo supiera.
—¿No pudo ser el robot que estuviera preparado para atraer las balas de alguna forma?
—Imposible. Sé que algunas balas no llegaron a tocar al robot.
Moore hizo una mueca.
—Once en total. —Hizo una pausa—. ¿Quedó muy malherido Jeremías?
—Las heridas no le impidieron saltar por la ventana y echar a correr en cuanto tocó el suelo. —Montoya sacudió la cabeza—. Todavía no puedo creerlo, señor.
Moore le ordenó que se fuera, acarició la idea de interrogar a los otros siete pistoleros y decidió no hacerlo. Al fin y al cabo, no podían decirle más que lo que habían dicho a la Máquina Antimentiras. Finalmente llamó de nuevo a Pryor.
—Ben, no podemos seguir sentados esperando que Jeremías vuelva a actuar. Quiero que localices un actor que tenga mi aspecto, que lo vistas con mi ropa y que lo envíes a todos los sitios que suelo visitar: restaurantes, gimnasios, librerías, cualquier lugar donde puedo ir yo.
Pryor expresó duda.
—No creo que él muerda el anzuelo, pero podemos intentarlo.
—De acuerdo. Y averigua porqué demonios hay tantos problemas para localizar a Krebbs.
—Sería muy útil tener una foto.
—¡Demonios, le faltan varios dedos y un ojo! ¿No es suficiente para avanzar?
Pryor se encogió de hombros.
—Haré correr la voz de que continuamos interesados en él.
—Otra cosa —agregó Moore—. Por lo poco que sabemos de Jeremías, yo diría que es incapaz de pasar por alto todo lo que se contonea. Investiga, busca un par de chicas que lo conozcan.
—¿Puedo ofrecer un incentivo?
—Cinco mil dólares por cualquier información. —Moore hizo una pausa—. No, que sean diez mil. Ese hombre es igual que tener picor y no poder rascarse. Cuanto antes sepamos algo concreto sobre él, tanto mejor.
Pryor asintió y se fue.
El siguiente punto del orden del día era la mujer de Sueños Hechos Realidad que había recogido la solicitud de Jeremías, pero tampoco ella pudo añadir detalles al escaso cuerpo de conocimientos sobre él que poseían. Nadie del espectáculo de Emociones Fuertes lo recordaba. No tenía antecedentes policiales. Karl Russo lo conocía como cliente, pero no ofreció información útil. Ni siquiera el contacto de Moore introducido en el gremio de criminales pudo colaborar.
El primer cambio se produjo al atardecer, cuando se encendió la luz intermitente del teléfono. Moore descolgó el auricular.
—¿El señor Moore? —dijo una voz femenina.
—¿Quién habla? —preguntó Moore—. ¿Cómo ha conseguido este número?
—Me lo dio un empleado suyo, un tal Visconti —replicó ella—. Me dijo que usted podía tener algo para mí.
—¿Por ejemplo?
—Diez mil dólares.
—¿Conoce a Jeremías?
—Sí.
—¿Por qué no facilitó la información a Visconti?
—Porque él no tenía el dinero —contestó la mujer.
—Venga a verme y lo tendré aguardándola.
—No, gracias. Si Salomón Moody Moore desea desembolsar tanto dinero simplemente por una información, eso indica que Jeremías debe ser un hombre bastante peligroso. No quiero que me vean cerca de su oficina.
—Escoja usted hora y lugar —dijo Moore—. Acudiré.
—¿Solo?
—Por supuesto que no —dijo Moore—. No permitiré que me engatusen dos veces en una semana.
—Tendré que pensarlo.
—Quince mil —dijo Moore al instante.
Se produjo un momentáneo silencio.
—De acuerdo —dijo ella por fin.
—Estupendo. ¿Dónde nos encontramos?
—En el Museo de la Muerte.
—Nunca había oído hablar de ese sitio. ¿Está muy lejos?
—En Evanston. Encontrará la dirección en el listín.
—¿Cuándo?
—A las diez de la noche.
—¿Y si el museo está cerrado? —preguntó Moore.
—Lo estará.
—En ese caso…
—Esté allí a las diez, señor Moore —dijo la voz—. Yo me ocuparé de lo demás. Y otra cosa, señor Moore.
—¿Sí?
—No se retrase. Me disgusta que me hagan esperar.
La mujer cortó la comunicación.
Moore apretó otro botón del intercomunicador.
—Quiero hablar por teléfono con Visconti.
Momentos después el agente telefoneó.
—¿Quién es esa mujer que habló contigo de Jeremías? —preguntó Moore.
—No lo sé. Llevaba gafas de sol, y la peluca roja más brillante que he visto en mi vida. Iba maquilladísima, pero tengo la impresión de que tiene la piel muy pálida.
—¿La seguiste?
—No —repuso Visconti—. Supuse que si realmente sabía algo, no me interesaba asustarla.
—¿Cómo se puso en contacto contigo?
—Hicimos correr la voz por los canales habituales. No tuvo que ser muy difícil. Bien mirado, estamos buscando a Jeremías, no escondiéndonos de él.
—Cierto —dijo Moore—. Muy bien. Quiero que tú y Montoya estéis en mi despacho a las ocho de la noche.
—¿Algo especial?
—Voy a encontrarme con la mujer esta noche, y quiero que confirmes su identidad, si es posible.
Interrumpió la conexión y se entretuvo con sus intereses legítimos durante el resto del día. Se disponía a salir acompañado de Montoya y Visconti cuando Pryor le llamó por el intercomunicador.
—¿Qué pasa? —preguntó Moore.
—Acabamos de encontrar a Maria Delamond.
—¿Quién demonios es?
—La vieja de la tienda de objetos religiosos —replicó Pryor.
—¡Excelente! ¿Dónde está?
—Tumbada en un callejón detrás del tercer nivel de la Calle Monroe, con el cuello rebanado de oreja a oreja.