El joven se incorporó en la cama, dio unas palmaditas cariñosas a las redondeadas nalgas de la aún dormida compañera y empezó a vestirse. Sabía que iban a buscarle dentro de poco, y el Espectáculo de Emociones Fuertes era el primer lugar que registrarían, lo que significaba que había llegado el momento de escabullirse.
Asomó la cabeza por la puerta del remolque, se aseguró de que nadie acechaba en las sombras y se adentró en la noche, eludiendo las brillantes luces y los llamativos anuncios luminosos.
Jeremías confiaba en su habilidad para evitar que le localizaran durante el tiempo preciso. Moore podía poseer o controlar casi todos los cubiles del vicio del complejo de Chicago, pero no los conocía. Al revés que Jeremías, y ésa era la única ventaja que necesitaba.
Moore pondría patas arriba la ciudad con tal de encontrarlo, pero de nada le serviría. Jeremías podía permanecer oculto hasta que su rival abandonara la búsqueda, y plantear después su jugada: una participación de un tercio. Había averiguado datos suficientes sobre Moore para saber que éste jamás destruía algo que podía asimilar, y si Jeremías podía resistir la fuerza de toda la organización de su rival, habría demostrado poseer la valentía y los recursos que Moore exigía a un posible asociado.
La trampa del Bazar de la Rareza había sido simplemente eso: una trampa. Jeremías no esperaba que Lisa Walpole fuera capaz de matar a Moore. Si ella lo hubiera logrado, tanto mejor. Pero lo probable era que fallara, y que Moore encontrara alguna forma de sonsacar a la chica. Jeremías nada sabía sobre el paradero de Lisa, pero estaba bastante seguro de que Moore la había capturado ya. No obstante, consideraba la solicitud en Sueños Hechos Realidad como su obra maestra. Si existía un método mejor de anunciar su presencia, Jeremías era incapaz de imaginarlo.
El problema del momento era conservar la vida, mantener a Moore con la certeza constante de que el perseguido se hallaba todavía en Chicago, y aguardar el final de la búsqueda. Jeremías llevaba demasiado tiempo apostando miserias; ésta era su oportunidad de obtener el éxito dando un solo paso de gigante, y no tenía intención alguna de desaprovecharla.
Ya había decidido dónde esconderse: en Ciudad Oscura, aquella porción subterránea de la urbe situada al oeste del viejo Loop, con sus vulgares cubiles de drogas y pecado. Si alguien deseaba comprar una mujer, un hombre, un niño, un asesino, un narcótico, un injerto de huellas digitales, cualquier cosa ilegal o de contrabando, podía conseguirlo al por mayor en Ciudad Oscura.
No era un lugar de fácil acceso, aunque cualquier persona que tuviera negocios allí conocía el camino. Se hallaba, espectral y serena, a quinientos metros por debajo de las enormes cloacas de diez metros de diámetro que se extendían bajo la ciudad. Ascensores y escaleras mecánicas se detenían en las descomunales tuberías, y después el viajero tenía que saber con exactitud adónde ir si quería entrar en Ciudad Oscura.
La construcción de Ciudad Oscura había estado jalonada por errores desastrosos. En principio la obra fue encargada por el ayuntamiento como depósito de agua de lluvia, después como vertedero de basuras. Durante las perforaciones y excavaciones iniciales los contratistas toparon, no una sino tres veces, con el nivel hidrostático del lago Michigan, ahogándose prácticamente tanto ellos como las vastas brigadas laborales. Posteriormente, cuando por fin lograron eludir el agua, crearon una caverna artificial de más de un kilómetro cuadrado de superficie… que se derrumbó antes del primer mes de existencia. A estos reveses siguieron problemas de ventilación y control térmico. Y finalmente, dado que los costes continuaban disparándose, el proyecto fue abandonado, dejando una zona tan enorme como vacía de kilómetro y medio de largura por casi un kilómetro de anchura, con alturas que variaban entre quince y veinticinco metros. Permaneció abandonada durante casi una década, y más tarde el elemento criminal la ocupó y tomó posesión de ella.
Los primeros que se escondieron allí fueron los chulos, las rameras y los traficantes de drogas. Pronto los imitaron los peristas, que construyeron almacenes alargados y de techo bajo donde pieles, joyas, cuadros, aparatos y los mil y un artículos cobrables que tanto fascinaban a las multitudes hastiadas podían envejecer antes de volver al mercado.
Después llegaron los contrabandistas de grandes mercancías. Los robots habían hecho su breve aparición en la sociedad humana antes de que la gente descubriera que su presencia creaban aún más tiempo de ocio; estaban proscritos desde hacía años, pero todavía podían adquirirse en Ciudad Oscura. Los automóviles, tanto los que empleaban combustibles fósiles como los que requerían energía eléctrica o solar, estaban prohibidos bajo casi todas las cúpulas de la nación, pero la persona que disponía de espacio para tener uno en secreto podía comprarlo en Ciudad Oscura. Las armerías abundaban, igual que las tiendas especializadas en herramientas para el oficio de desvalijador de viviendas.
Las calles solían estar desiertas, ya que Ciudad Oscura no era sitio para mirones de escaparates. Si una persona tenía algo que hacer allí, sabía adónde ir; si no tenía asuntos que resolver, no iba a Ciudad Oscura.
No había alumbrado público propiamente dicho, aunque diversas lámparas de argón aparecían empotradas en las rocosas paredes de la caverna, confiriendo a Ciudad Oscura un perpetuo fulgor de apagado color azul.
Jeremías, con todas sus posesiones terrenas en una mochila y su caudal, no muy abundante, plegado en uno de los bolsillos, entró furtivamente en Ciudad Oscura con el mismo silencio que una de las ratas que merodeaban por los callejones. Fue directamente a una pensión de mala muerte y, dando un nombre falso, alquiló una pequeña habitación.
Hecho eso, recorrió la calle húmeda y pestilente que conducía al Bar Siniestro, una taberna para drogadictos que, a pesar de su relativa inaccesibilidad, había logrado una fama que se extendía mucho más allá del complejo de Chicago. Allí una persona podía pedir un vaso de zumo eufórico venusino (que ni era zumo ni provenía de Venus) y sumirse al instante en un trance alucinógeno que duraba entre diez minutos y dos horas. Algunas de las mezcolanzas más famosas (la Explosión Gigantesca, el Pulsar y el siempre popular Polvo de Puta) tenían potencia suficiente para quemar cualquier circuito neural del cerebro de un consumidor habitual en cuestión de días; se sabía de novatos que habían muerto con sólo dos copas. Jeremías no era un novato.
Se sentó ante una mesita y esperó a que una de las camareras semidesnudas se acercara y le sirviera. Nadie pareció advertir su presencia durante casi cinco minutos. Después un hombre bien vestido se aproximó.
—Hola, Karl —dijo Jeremías.
—¿Qué demonios haces tú aquí? —espetó Karl Russo, propietario y encargado de la barra del Bar Siniestro.
—Espero a que me atiendan —dijo Jeremías.
—¿No tienes dos dedos de cerebro? —preguntó Russo—. ¿No sabes que Moore ha enviado asesinos en tu busca?
—Sus hombres me buscarán en el Espectáculo de Emociones Fuertes —replicó Jeremías confiadamente—. Pasarán días antes de que bajen aquí.
—Días, ¿eh? —dijo Russo—. ¿Entonces por qué sé yo que han puesto precio a tu cabeza?
—¿Qué quieres decir?
—¿Quién demonios crees que es el dueño de la mitad de garitos de Ciudad Oscura? ¡Moore, ése es el dueño! Y tú, igual que un idiota, le facilitas tu descripción, ¡hasta el mismo color de tus ojos! Ha ofrecido diez mil dólares a quien te delate, y hay un dibujo de tu cara clavado en todos los garitos.
—Moore actúa con rapidez, ¿no? —comentó Jeremías, obviamente inalterado.
—Naturalmente que sí —respondió Russo—. Será mejor que abandones la ciudad un tiempo, si sabes lo que te conviene.
—Oh, no lo sé. Me gusta estar aquí.
—Pues sal de Ciudad Oscura por lo menos.
—Me gusta especialmente Ciudad Oscura —dijo Jeremías.
—¿Tienes aserrín en la mollera? —replicó Russo—. ¿Cuántas personas has visto desde que llegaste aquí? ¿Cinco? ¿Diez? ¡Seguramente la mitad han informado ya de tu paradero a los matones de Moore!
—Supongo que sí —dijo Jeremías—. Bien, ¿puedo tomar algo?
Russo dejó caer su puño sobre la mesa.
—¡Maldita sea! ¡Te comportas como si quisieras que te encontrara!
—No. Pero desde luego quiero que lo intente.
—¡Has perdido el juicio! Sea cual sea tu plan, olvídalo. Quédate otras dos horas en Ciudad Oscura y eres hombre muerto. Demonios, seguramente lo eres ya.
—Creo que tomaré un Polvo de Puta —dijo Jeremías, risueño.
—¿Piensas tener algo que Moore desea? —preguntó Russo—. ¿Cierta experiencia, alguna información? ¡Olvídalo! Lo único que quiere él es tu cuero cabelludo. No sé por qué te busca, pero si está tan enfurecido como para ordenar tu muerte y ofrecer una recompensa, tratar con él será imposible.
—No para un tipo listo y joven como yo —dijo Jeremías, todavía sonriente. Se sentía contento. Si toda la atención de Moore estaba centrada en él, su posición para negociar se vería reforzada posteriormente.
—Si tuvieras la mitad de inteligencia que de valor, te ensuciarías los calzoncillos —dijo Russo, muy disgustado—. Ahora sal corriendo de aquí. Van a destrozarme el local a balazos para cogerte.
—¿Qué estás diciendo?
—Vete. Te doy cinco minutos de ventaja. Luego diré a Moore que has estado aquí.
—Pensaba que éramos amigos —dijo Jeremías.
—Sólo si conviene al negocio. Y en este momento ser tu amigo es casi lo peor del mundo para mi negocio, por no hablar de mi salud. —Russo señaló un reloj de pared—. Te quedan cuatro minutos y medio.
Jeremías se alzó de hombros, se levantó y caminó hacia la puerta, dedicando un lascivo guiño a una de las camareras al pasar junto a ella.
—Volveré el mes que viene —dijo a Russo—. Creo que me debes un par de tragos gratis por eso. —Volvió la cabeza hacia la camarera—. Te veré entonces.
Fue a otras tres pensiones, alquiló una habitación en todas y estaba dirigiéndose hacia una cuarta cuando vio varios hombres que bajaban las escaleras de piedra talladas en el lateral de la pared situada detrás del Bar Siniestro. Se agachó junto a un pequeño almacén y examinó atentamente a los desconocidos. Su vestimenta no era la típica de los arrabaleros ricos, ni la de los habitantes normales de Ciudad Oscura, y presentándose en tan elevado número sólo podían ser hombres de Moore.
A Jeremías le sorprendió que hubieran llegado con tanta rapidez, pero no se desanimó. En tiempos se decía que un ciervo, antes de que esta especie se extinguiera, podía ocultarse fácilmente de dos cazadores armados en tan sólo media hectárea de terreno boscoso. Jeremías era muchísimo más listo que un ciervo, y Ciudad Oscura muchísimo más grande que media hectárea.
Se descalzó y metió los zapatos en la mochila, se puso unas zapatillas con suela de caucho y echó a correr en silencio en ángulo recto respecto a los pistoleros. Pasó a toda velocidad junto a un largo trecho de burdeles y garitos de drogas y finalmente se agachó entre dos edificios para comprobar si le seguían.
Hasta ese momento, todo iba bien. Trepó por el lateral de uno de los edificios y no tardó en llegar al tejado, a cuatro metros de altura sobre el suelo. Después, tras quitarse la mochila, dejó ésta en el piso y, usándola a modo de almohada, se tumbó. Los matones tardarían horas en registrar la infinidad de pensiones, y Jeremías estaría tan a salvo en el tejado como en el mejor de los escondrijos. La comida no sería problema, además; después de su visita a Sueños Hechos Realidad había metido en la mochila varias bolsas de productos concentrados derivados de la soja, lo suficiente para más de dos semanas, tres si tenía cuidado.
Más tarde se despertó sobresaltado. Era imposible medir el paso del tiempo en la cámara subterránea, pero Jeremías estaba convencido de no haber dormitado más de un par de horas, ya que no se sentía entumecido ni descansado. Uno de los hombres de Moore estaba recorriendo lentamente la calle, delante mismo del edificio, y el hueco resonar de sus pies en el húmedo pavimento había despertado a Jeremías.
Se levantó y caminó en silencio hacia el borde del tejado. Era muy fácil saltar sobre el pistolero; la misma fuerza del impacto bastaría quizá para matarlo. Pero Jeremías rechazó la idea. No quería presentar batalla, tan sólo impresionar a Moore con su habilidad para sobrevivir. Además, si mataba al tipo, Moore se limitaría a mandar otros.
Observó al hombre de Moore durante varios minutos más, y por fin decidió seguir durmiendo. Dio media vuelta y regresó al centro del tejado. De pronto su pie se hundió en una parte débil de las podridas tablas.
El desconocido se volvió e hizo cuatro rápidos disparos en la dirección aproximada de Jeremías. Éste corrió hacia la mochila, la cogió sin detenerse y se lanzó por el otro lado del edificio. Cayó de pie y echó a correr por el callejón, cruzando en zig zag las largas y espectrales sombras.
Siguió corriendo hasta llegar al final del callejón y giró a la derecha junto al edificio indescriptible que era la sede extraoficial del no menos extraoficial gremio de asesinos de la ciudad. Nadie le disparó, detalle indicativo de que desconocían la identidad de Jeremías o bien, mucho más probable, no tenían intención alguna en ayudar a un hombre que contaba con pistoleros a sueldo. Entró en una pequeña fábrica abandonada de armas de fuego, corrió hacia la parte trasera y salió por una ventana rota. Se detuvo un momento para comprobar si había ruido de pasos, pero no captó ninguno. Poco a poco, con gran precaución, asomó la cabeza por la esquina de la fábrica y trató de observar el máximo tramo posible de la calle. Ésta parecía desierta.
Acto seguido, tras esconder la cabeza de nuevo, dio media vuelta y echó a correr en dirección opuesta. Se detuvo al llegar a la otra esquina y a punto estuvo de toparse con otro hombre de Moore, que avanzaba por la calle arma en mano.
Esperó a que el matón se hallara a más de doscientos metros de él y cruzó entonces al otro lado. Casi había conseguido regresar a las indistintas sombras cuando oyó un brusco pistoletazo. Fragmentos de piedra rociaron su cara, arrancados por la bala del borde de un edificio.
Echó a correr otra vez, entró y salió en varios almacenes, cambió de dirección manzana tras manzana, aflojó el paso cuando le pareció prudente… En menos de una hora había dado una vuelta casi completa a Ciudad Oscura, y en ese momento avistó el brillo del Bar Siniestro.
Llegó a trescientos metros del local, casi sin resuello, y entonces vio dos pistoleros delante de la entrada. Tras dar media vuelta una vez más, se adentró en un callejón que le condujo detrás de una hilera de garitos de drogas. Topó con una puerta trasera abierta, entró, se apoyó en una pared y trató de recobrar el aliento. Escuchó gemidos, extraños gorjeos en la parte opuesta y decidió no aventurarse a salir por la puerta delantera. Seguramente aquellos sonidos procedían de alguien sumido en un trance tan turbador que difícilmente seria una amenaza, pero Jeremías no podía saber con seguridad si aquella persona estaba sola y no valía la pena correr ese riesgo.
Salió en silencio por la puerta trasera y vio que un hombre avanzaba hacia él por el callejón. Echó a correr en dirección contraria, oyó varios disparos y notó una quemadura en su codo izquierdo. Lanzó una maldición, apretó el paso y se introdujo en el primer edificio con puerta trasera que encontró.
Sin dudarlo un momento, cruzó la vivienda y salió a la calle por la puerta principal. Sonaron dos nuevos disparos, procedentes de distinta dirección, y Jeremías entró a la carrera en otro edificio.
El lugar era espacioso y estaba bien amueblado. Una escalera de caracol ascendía hacia un piso superior perdido en las sombras. Jeremías la subió rápidamente, de tres en tres escalones y cruzó una puerta en la parte superior. La puerta se cerró sola, y Jeremías se encontró en un salón suntuosamente decorado. La alfombra era afelpada y espesa, el papel de las paredes aterciopelado, varios sofás para dos personas se alineaban junto a los muros y suave música grabada brotaba de ocultos altavoces.
—Bienvenido —sonó una voz grave y resonante.
Jeremías se sobresaltó y volvió la cabeza. La habitación estaba vacía.
—Acaba de entrar en la Plaza Gomorra, el colmo de la experiencia en burdeles.
Jeremías corrió hacia la puerta, pero estaba cerrada.
—Celebramos que haya elegido la Plaza Gomorra, donde experiencias sensuales insólitas aguardan incluso al más hastiado de los hedonistas. Aparte de otros que como usted buscan satisfacción y placer, ni un solo ser vivo está de servicio. Hasta la voz que oye ahora está grabada. Aquí no experimentará vergüenza, humillación o amenaza de censura pública. ¡Sea arrojado, sea malicioso, sea inventivo, no se inhiba, sea usted mismo! Lo único que pedimos es que nos permita demostrarle nuestra extraordinaria capacidad para servirle y satisfacer todos sus deseos. —Hubo una pausa—. Las habitaciones cuatro, quince, dieciocho y veinticuatro están disponibles en estos momentos. Las encontrará en el pasillo a su izquierda. El pago lo efectuará cuando salga. Aceptamos cualquier tipo de moneda o tarjeta de crédito actualmente en uso en Europa y el Hemisferio Occidental, así como bonos debidamente endosados de clase doble A o superior. Puede recurrir a otras formas de pago mediante acuerdo especial.
Se abrió una puerta en la parte izquierda de la sala y Jeremías salió corriendo por allí. Trató de introducirse en la primera habitación que encontró, comprobó que estaba cerrada herméticamente y se precipitó hacia el extremo del pasillo, muy largo y débilmente iluminado, donde topó con una puerta cuyos intermitentes diodos formaban el número 24.
La abrió, cruzó un cuarto de vestir, oyó el ruido de la puerta al cerrarse detrás de él y caminó presurosamente hacia la ventana de la pared opuesta.
—Hola, guapetón —sonó una voz suave y sensual.
Jeremías se detuvo bruscamente y vio una pelirroja voluptuosa, totalmente desnuda, junto al pie de una enorme cama de bronce.
—Hoy no, hermana —dijo—. Tengo una prisa terrible.
—Me alegra que hayas podido venir esta noche —dijo la pelirroja en tono uniforme. Extendió una mano y cogió por el brazo a Jeremías.
Jeremías intentó soltarse, y le sorprendió averiguar que no podía.
—Llevo la semana entera esperando alguien como tú —dijo la pelirroja mientras lo arrastraba hacia la cama.
Jeremías oyó el lejano ruido de una puerta al venirse abajo.
—¡Maldita sea, ya están aquí! —refunfuñó—. ¡Suéltame, puta estúpida!
—Si quieres que te haga algo especial, sólo tienes que pedirlo —dijo la pelirroja, y se echó en la cama—. Estoy programada para realizar cualquier acto del Kama Sutra, The Perfumea Garden y las obras de Krafft-Ebing.
—¿Programada? —chilló Jeremías en el mismo momento que se derrumbaban otras dos puertas—. ¡Oh, Dios, suéltame, condenada máquina!
Golpeó con los puños la cara del robot. La pelirroja sonrió y le mordisqueó cariñosamente la oreja.
—¡Suéltame! —suplicó él—. ¡Van a matarme!
El robot puso a Jeremías encima de su cuerpo, lo envolvió con brazos y piernas y movió rítmicamente caderas y torso.
Jeremías le hundió la rodilla entre los muslos, le mordió el cuello y le metió el pulgar en el ojo izquierdo.
—Oh, vas a ser muy bueno, encanto —musitó ella mecánicamente—. Mejor que todos los demás.
Jeremías oyó el ruido de la puerta de la habitación al venirse abajo, oyó los pasos de los cinco hombres de Moore que se acercaban a la cama.
—¡SUÉLTAME! —gritó.
—Oh, encanto, eres el más grande —sonó la monótona voz del robot en el mismo momento que cinco pistolas abrían fuego al unísono.