—Pareces más agotado todavía que de costumbre, siendo tan pronto —comentó Moore cuando Pryor entró en su despacho la mañana siguiente—. ¿Debo suponer que no hemos logrado casi nada?
—Buena suposición —admitió Pryor—. Pero conseguí depreciar los elevados principios morales de los padres de la ciudad. Ahora están de acuerdo en que tanto Nightspore como Thrush fallecieron a causa de un fallo cardiaco.
—Bien, algo es algo —dijo Moore—. ¿Qué hay de la chica?
—Investigamos en el espectáculo de los Blancos Vivientes, y al parecer uno de ellos, una tal Lisa Walpole, falta desde ayer a las cuatro.
—¿Rubia?
—Sí. Y por lo que sé es la clase de mujer que preferiría matarte a latigazos a echarse atrás y dispararte. Hay un par de hombres intentando seguirle el rastro, y hemos puesto agentes en todos los aeropuertos y estaciones de autobuses. Si está en alguna parte del complejo de Chicago, la encontraremos antes de dos días. —Hizo una pausa—. También hemos sabido otra cosa de la rubia: se acostaba con Thrush.
—¿Estás seguro? —preguntó Moore con el ceño fruncido—. Pensaba que al seccionar los receptores de dolor disminuía también la capacidad de experimentar placer. —Hizo una pausa, se encogió de hombros—. Oh, bien, supongo que ninguna ley obliga a disfrutar a una mujer que se acuesta con su jefe. Pero de todas formas no comprendo la relación. Si Thrush no encargó el trabajo a la chica, ¿qué demonios hacía ella allí?
Pryor se alzó de hombros.
—Supongo que tendremos que cogerla para saberlo.
—A propósito, hay otra persona que necesita que la agarren un poco: un viejo llamado Krebbs, sesentón, de un metro setenta más o menos. Lleva un parche en un ojo, no recuerdo cuál, y en la mano derecha le falta un par de dedos y parte del pulgar. Un tipo muy asqueroso.
—Me olvidaré del último detalle, y pasaré la descripción a los muchachos inmediatamente —dijo Pryor, y entró los datos en su omnipresente ordenador de bolsillo.
—¿Qué me dices del Bazar de la Rareza?
—Lo busqué yo mismo otra vez, y no está allí. En el listín tampoco aparece. ¿Estás totalmente seguro de esa dirección?
Moore sacó la tarjeta y la deslizó sobre el escritorio en dirección a Pryor.
—Éste será el siguiente punto del orden del día. Deja a alguien aquí por lo que pueda pasar, reúne cinco o seis agentes de seguridad y pongamos manos a la obra.
Media hora más tarde Moore, Pryor y seis agentes de seguridad entraron en el bloque 400 Norte de la calle LaSalle y se dirigieron a la quinta planta. Pasaron junto a dos tiendas de revistas atrasadas y un restaurante de comidas sintéticas excepcionalmente sucio, y acto seguido Moore señaló una tienda a cincuenta metros de distancia.
—¡Allí está! —exclamó—. ¿Qué demonios has estado diciéndome, Ben?
—Lo único que veo es una vieja tienda de artículos religiosos —dijo Pryor. Apretó el paso para no quedarse detrás de Moore—. La he investigado esta mañana, y es auténtica.
Las vidrieras del escaparate ya no estaban cubiertas, y Moore no vio nada aparte de una tienda pequeña, de apenas cinco metros de fondo, con paredes y mostradores repletos de biblias, crucifijos y otros objetos religiosos. Una mujer entrada en años se hallaba detrás de uno de los mostradores, al otro lado de un montón de papeles que Moore creyó eran facturas o fichas.
—¿Puedo servirles en algo, caballeros? —inquirió la mujer en cuanto Moore y Pryor entraron en la tienda, seguidos por los agentes de seguridad.
—¿Dónde está Krebbs? —preguntó Moore.
—¿Krebbs? —repitió la mujer con aire pensativo—. Debe ser uno de los autores más modernos. No creo que tengamos ninguna de sus obras, pero naturalmente pueden ustedes hojear los libros que tenemos en existencia.
Moore sacó un abultado fajo de billetes y dejó éstos en el mostrador.
—Ayer por la noche un hombre llamado Krebbs estuvo trabajando aquí. Quiero saber dónde está.
—¿Aquí? ¿Ayer por la noche? Debe confundirse. Nadie trabaja aquí excepto yo y mi nuera. Aquí no hay nadie llamado Krebbs.
—Probemos de otra forma. —Moore la miró fríamente—. ¿Significa algo para usted el nombre Salomón Moody Moore?
—No.
—Miéntame otra vez y no podrá decir lo mismo —prometió Moore—. ¿Por dónde se va a la parte trasera?
—La parte trasera ¿de qué?
—La trastienda —replicó Moore—. Tiene más de cincuenta metros.
La mujer lo miró como si pudiera tirarse al suelo y echar espuma por la boca en cualquier momento.
—La tienda termina en la pared, detrás de mí —dijo por fin, como si hablara con un niño—. No hay nada más, aparte de un lavabo, allí. —Señaló una puerta en una pared lateral.
—Te dije que no había nada más —intervino Pryor, risueño.
—¿Cuántos años lleva trabajando en esta dirección? —continuó Moore.
—Treinta y siete.
—¿Dónde estuvo ayer por la noche?
—Aquí mismo, naturalmente.
—¿Hasta qué hora?
—Hasta las nueve, como siempre —replicó la mujer—. ¿Está seguro de que se encuentra bien?
—¡No, no me encuentro bien! —espetó Moore—. ¡Estoy enfadado, y mi enfado aumenta por momentos! —Señaló los billetes extendidos en el mostrador—. Se lo preguntaré por última vez: ¿dónde está Krebbs?
—Ya se lo he dicho, no conozco a nadie que se llame Krebbs.
Moore recogió el dinero y se lo metió en el bolsillo. Luego habló con el jefe de los agentes de seguridad.
—¿Ves esa pared?
—Sí, señor Moore.
—Derribadla —dijo Moore, y se hizo a un lado.
—¿Te has vuelto loco? —intervino Pryor—. ¡Es una maldita tienda religiosa, simplemente eso!
—Si hablas como un tonto, tendré que empezar a tratarte como eso, Ben —dijo Moore mientras decidía que en realidad estaba ya muy cerca el momento de eliminar a Pryor—. Yo estuve aquí. Sé qué vi.
—Si no salen de aquí y dejan de molestarme ahora mismo, ¡llamaré a la policía! —exclamó la mujer.
—Al contrario —dijo Moore—. Usted se quedará donde está hasta que yo se lo ordene. —Se volvió hacia el jefe de los matones—. Que uno de tus hombres se quede aquí y vigile a la vieja.
—¿Le parece bien con un láser? —preguntó el hombre que estaba examinando la pared.
—No me importa cómo lo hacéis —replicó Moore—. Pero hacedlo.
El hombre sacó un artefacto de rayos láser y empezó a trazar una línea de izquierda a derecha, medio metro por debajo del techo. Topó con un punto débil un metro antes de llegar al rincón opuesto.
—¡Ya está! —dijo, y arremetió con el hombro la pared.
El falso muro se derrumbó como el fino cartón de yeso que era, dejando un boquete del tamaño de una puerta por el que pasaron Moore, Pryor y cinco matones.
Se encontraban en la sala principal del Bazar de la Rareza, con sus armas, artilugios de tortura y espeluznantes recuerdos. Moore cruzó la sala y se adentró por un pasillo débilmente iluminado hasta llegar a la Boutique Original.
—¿Qué opinas de mi fantasía juvenil, Ben? —preguntó con torva satisfacción.
Pryor meneó la cabeza.
—Estaba equivocado. Pero si todo eso me hubiera pasado a mí y si la mañana siguiente hubiera encontrado esta tienda religiosa aquí, habría creído que lo había soñado.
—Por eso yo soy el jefe en este negocio. —No te entiendo.
—Yo nunca fantaseo —replicó Moore.
Un agente de seguridad se acercó a ellos.
—No hay nadie en las habitaciones, señor —anunció—. Pero hemos encontrado varias tablas, negras y muy largas, seguramente el laberinto que usted describió.
—Registradlo todo, a ver si descubrís algo más —dijo Moore, y ordenó al matón que se alejara—. Ben, si ya has dejado de comportarte como un tonto de remate, ¿por qué no me das tu opinión sobre todo esto?
—Alguien intentó matarte y falló —replicó Pryor—, y luego decidió que no era muy recomendable quedarse a esperar nuestra llegada. —Hizo un gesto de indiferencia—. Es lógico. Creo que tampoco Al Capone dio a nadie una segunda oportunidad de acabar con él.
Moore meneó la cabeza.
—Demasiado sencillo. Aquí hay gato encerrado. Charlemos un poco con nuestra fanática religiosa, a ver si averiguamos algo.
Cuando volvieron a la falsa entrada del Bazar de la Rareza encontraron al agente de seguridad muerto en medio de un charco de sangre, con una bala en la sien. La mujer había desaparecido.
Moore llamó a gritos a otros matones, que llegaron instantes más tarde.
—¿Quién entiende de heridas de bala? —preguntó Moore—. ¿Ha hecho esto la vieja?
Uno de los agentes examinó el cadáver.
—Imposible —anunció tras una breve inspección—. La bala salió de un arma muy potente. Si la vieja hubiera disparado a quemarropa, le habría arrancado casi toda la cabeza. Yo diría que alguien abrió la puerta y disparó desde allí. Con silenciador, además, o habríamos oído una detonación impresionante.
—En consecuencia podemos suponer que Krebbs o el Blanco Viviente tenían vigilado el lugar, por si yo regresaba —dijo Moore. Se volvió hacia Pryor—. Ben, has podido ver bien a la vieja. Intenta seguirle el rastro. Dos de vosotros, registrad la tienda de arriba abajo, a ver si encontráis algo que aclare este embrollo. Cuando acabéis, montad un dispositivo de vigilancia electrónica. Y vosotros tres vendréis conmigo y os preocuparéis de que yo vuelva entero a la oficina.
Caminó recelosamente hacia el monocarril, casi esperando que le dispararan en cualquier momento y maldiciendo el día en el que se prohibió el transporte individual dentro de los límites urbanos, pero no sucedió nada anormal y Moore llegó a su oficina un cuarto de hora más tarde.
Nada más llegar ordenó a las fuerzas de seguridad que vigilaran el edificio de forma permanente y usaran como dormitorio temporal la entrada del pasillo que conducía a su despacho. Acto seguido, puesto que la minuciosidad era su lema, Moore ordenó a otros agentes que vigilaran las posibles rutas de acceso al edificio.
Pryor y el resto de agentes facilitaron informes regulares, pero nadie fue capaz de facilitar nueva información. Por fin, cuando le fue imposible concentrarse en los aspectos mundanos de su negocio, Moore se distrajo ideando los detalles básicos de Sueños Hechos Realidad con algunos empleados, y les ordenó que pusieran en práctica el proyecto.
Cualquier persona podría presentarse y pedir la realización de un sueño… pero si el sueño era ilegal, y Moore esperaba que casi todos lo serían, se investigaría rígidamente al cliente en potencia a fin de asegurar que no trabajaba para alguna institución gubernamental o legal. Si el cliente quedaba libre de sospecha, se elaborarían planes preliminares y se convendría un precio. Moore decidió inaugurar el primer local en el Espectáculo de Emociones Fuertes, suponiendo que muchas personas acudirían allí dispuestas a gastar dinero, y pidió una amplia muestra de posibles sueños para saber qué detalles del negocio precisaban perfeccionarse.
Pasó los dos días siguientes dedicado a la administración de su pequeño imperio, y las dos noches siguientes se revolvió inquietamente en la cama plegable del despacho adjunto. Por fin, cuando acababa de resolver que volvería a su apartamento, uno de los agentes de seguridad entró en el despacho.
—¿Sí? —dijo Moore.
—Ya la tenemos, señor.
—¿La vieja?
—Lisa Walpole.
—Mejor que mejor —comentó Moore—. ¿Dónde estaba?
—En el aeropuerto. Tenía un billete de ida para Buenos Aires.
—Habéis hecho un buen trabajo —dijo Moore—. Habrá primas para todos los que han participado. Traedla aquí, y que venga Abe Bernstein.
—¿Su médico?
Moore asintió.
—¿Alguna orden para él, señor?
—Él sabrá qué ha de traer.
Lisa Walpole, vestida de forma conservadora en esta ocasión, fue introducida en el despacho con las manos bien atadas a la espalda. Su oreja izquierda estaba tapada con vendas. Moore señaló una silla, y la mujer se acercó y tomó asiento, lanzándole una mirada venenosa.
—Por favor, déjanos ahora —dijo Moore al agente—. A la señorita Walpole y a mí nos gustaría estar solos un rato.
En cuanto se cerró la puerta, Moore se inclinó hacia adelante y examinó al Blanco Viviente.
—Tenía razón —dijo, sonriente—. Jamás te habría reconocido con la ropa puesta.
Ella le miró con aire desafiante, con los labios apretados.
—Tengo algunas preguntas que me gustaría respondieras, Lisa —continuó Moore—. Para empezar, ¿por qué no dices quién te ordenó matarme hace tres noches?
—¡Vete a la mierda!
—¿Fue el difunto y no llorado señor Thrush?
—¿Te gustaría saberlo, eh? —dijo ella con desprecio.
—Naturalmente que sí —convino Moore—. Y lo que es más, lo sabré dentro de muy poco.
—¿Vas a torturarme para hacerme cantar? —preguntó la rubia con una irónica carcajada.
Moore meneó la cabeza.
—No. No creo que una tontería como la tortura te molestara, aunque no te hubieran partido los receptores de dolor. Por supuesto —añadió despreocupadamente—, siempre podría cortarte un par de arterias y amenazarte con morir desangrada si no me dices lo que quiero saber, pero la sangre mancharía la alfombra… y además, sospecho que estás tan enamorada de la muerte que un ardid como ése no tendría finalidad alguna. Y tu desafortunado estado impide el uso de nuestra Máquina Antimentiras. Al fin y al cabo, poco sentido tiene que una descarga eléctrica recorra tu cuerpo en cuanto mientas si ni siquiera puedes notarla.
—Entonces, ¿cómo esperas hacerme cantar?
—No tengo ninguna intención de hacerte cantar —dijo Moore—. Me lo dirás voluntariamente.
—¡Ja!
Moore apretó un botón del intercomunicador.
—¿Ha llegado ya Bernstein?
—Sí —replicó una voz femenina—. Está esperando en el despacho exterior.
—Que pase.
La puerta se abrió un momento después y entró en la habitación un hombre bajito, corpulento y canoso que llevaba un maletín de cuero oscuro en la mano derecha.
—Gracias por venir tan pronto, Abe —dijo Moore.
—Estaba en la sauna, recuperándome de otra de las fiestas de mi mujer —replicó Bernstein, risueño—. He sabido que tuviste un fin de semana muy excitante, Salomón.
—Te lo contaré más tarde —dijo Moore—. Mientras tanto, tenemos un pequeño problema que precisa tu talento —añadió, señalando a Lisa Walpole.
—He visto a Ben al entrar, y él me lo ha explicado… aunque ya lo he supuesto al saber que no podías usar la Máquina Antimentiras.
Mientras hablaba, Bernstein abrió el maletín y sacó una jeringuilla y una botellita. Llenó la jeringuilla, se acercó a la mujer y le inyectó el contenido en una vena del brazo.
—Aguarda unos dos minutos —explicó a Moore—. Los ojos se le nublarán un poco, pero podrá hablar eficazmente. Hazle preguntas directas, y trata de acabar antes de diez minutos.
—Gracias, Abe —dijo Moore—. Será mejor que te vayas ahora mismo.
Bernstein saludó con la cabeza y salió del despacho, y Moore contó doscientos segundos en su reloj, para estar seguro del efecto.
—Muy bien, Lisa —dijo. Se levantó y se acercó a la rubia—. Ahora vamos a charlar un rato. ¿Te mandó Thrush que me mataras?
—No —dijo ella inexpresivamente.
—¿Nightspore?
—No.
—¡Entonces fue Krebbs! —exclamó Moore—. Pero ¿por qué?
—No fue Krebbs.
—¿Quién fue, pues?
—Jeremías.
—¿Jeremías? —repitió Moore—. ¿Quién demonios es Jeremías?
—Un joven que merodea por el Espectáculo de Emociones Fuertes —respondió Lisa. Su voz era un monótono zumbido.
—¿Cómo se apellida?
—No lo sé. Se llama Jeremías el G.
—No he oído hablar de él en toda mi vida —dijo Moore, con el ceño fruncido—. ¿Qué le he hecho yo?
—Nada.
—En ese caso, ¿por qué te ordenó matarme?
—Thrush me explicó que te habías metido en el negocio por la fuerza, y que tenías mucho dinero.
—¿Y tú informaste de esto a Jeremías? —preguntó Moore.
—Sí.
—¿Cuándo y dónde?
—En la cama, la misma noche que Thrush me lo dijo.
—Es un timador muy rápido, tengo que reconocerlo —dijo Moore—. Bien, ¿por qué no me explicas exactamente para qué me buscabais?
—Jeremías supuso que llevarías encima un buen fajo de dinero.
—¿De modo que sólo queríais robarme? —dijo Moore en tono de duda.
—No. Un simple robo no habría sido seguro. Pensamos que debíamos matarte antes.
—¿Pensamos? ¿Te refieres a ti y a Krebbs?
—No. Jeremías y yo. Él estaba en otra habitación, escondido.
—Un chico valiente —comentó con sequedad Moore—. ¿Qué me dices de Krebbs? ¿Cuál fue su papel?
—Jeremías lo conocía, y le prometió una parte del botín si nos dejaba usar el bazar.
—¿Y la viejecita de la tienda religiosa?
No hubo respuesta.
—¿Sabías que Krebbs hizo pasar su negocio por una tienda de artículos religiosos la mañana siguiente?
—No.
—¿Sabes algo de una mujer entrada en años que fue cómplice de Krebbs o de Jeremías?
—No.
—Una última pregunta. ¿Dónde puedo encontrar a este Jeremías?
—No lo sé. Seguramente en el Espectáculo de Emociones Fuertes.
—Gracias, Lisa —dijo Moore. Apretó un botón del intercomunicador que hizo venir a dos agentes de seguridad—. Te has portado muy bien. El hecho de que te permita vivir, al menos de momento, no significa que yo sea un hombre indulgente. Te quedarás aquí, en este edificio, hasta que decida qué hacer contigo.
Le cortó las ligaduras y ordenó a los agentes que la encerraran en otra planta. Después llamó a Pryor.
—Abe ha mencionado que estabas aquí. ¿Alguna novedad?
—Ninguna —replicó Pryor—. Creo que hemos investigado a todos los Krebbs de la ciudad, y ordené a uno de nuestros dibujantes pomos, nada menos, que hiciera un boceto de la vieja. Lo he pasado a todos nuestros agentes. No queda nada por hacer, aparte de aguardar. —Encendió un cigarrillo—. A propósito, ¿has averiguado algo con el Blanco Viviente?
—Bastante —dijo Moore—. Para empezar, Nightspore y Thrush no tuvieron nada que ver.
—Te aseguré que no mentían —dijo presumidamente Pryor.
—Y yo te aseguré que los habías matado por nada —replico Moore irritado.
—Lo hecho, hecho está —dijo Pryor, quitando importancia a los asesinatos con una simple frase—. ¿Has averiguado quién está detrás de esto?
—Es difícil de creer, pero cierto embaucador del Espectáculo de Emociones Fuertes averiguó que yo llevo encima mucho dinero, y todo fue simplemente un plan para desplumarme.
—Debe ser algo contagioso —observó alegremente Pryor.
—¿De qué estás hablando? —dijo Moore.
—Este embaucador no es el único tipo que ha decidido repartir la riqueza. Sueños Hechos Realidad tuvo su primer cliente esta mañana. —Sacó una hoja de papel de su cuaderno y la entregó a Moore—. Échale una ojeada.
Moore lo leyó, y volvió a leerlo para asegurarse de que sus ojos no le engañaban.
SUEÑOS HECHOS REALIDAD, S.A.
SOLICITUD PRELIMINAR
ESTATURA: 155 centímetros
PESO: 85 kilos
CABELLO: castaño
OJOS: azules
RASGOS CARACTERÍSTICOS: ninguno
EDAD: 22
NACIONALIDAD: estadounidense
RELIGIÓN: ninguna
DIRECCIÓN ACTUAL: secreta
ESTADO CIVIL: soltero
SITUACIÓN ECONÓMICA: poco clara en la actualidad
PRIMER CONTACTO: 15 de diciembre de 2047
SUEÑO DESEADO: asesinar a Salomón Moody Moore y tomar posesión de Sueños Hechos Realidad, S.A., como único propietario.
FIRMA: Jeremías el G.
—Un hijo de puta persistente, ¿no? —dijo Moore mientras dejaba el impreso en su escritorio.
—No creo entenderte —replicó Pryor.
—Jeremías el G. es casualmente el tipo que intentó liquidarme en el Bazar de la Rareza.
—¿Y ahora intenta usar Sueños Hechos Realidad para hacer lo mismo? —dijo Pryor, sumamente divertido por esa revelación.
Moore asintió.
—Está loco, tengo que reconocerlo.
—¿Vamos a hacer algo con él?
—Creo que sería lo mejor… antes de que él venga a hacer algo conmigo. En cuanto el Espectáculo de Emociones Fuertes cierre esta noche, envía algunos muchachos y que hagan una visita a nuestro amigo Jeremías.
—¿Y?
—Y que lo maten —dijo Moore.