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El martes era el día de la suciedad.

O, más precisamente, el martes era el día de la semana en el que Moore revisaba los informes de su empresa editora y compañías afiliadas e impartía órdenes para la semana siguiente.

Se hallaba sentado en el despacho quizá más espartano del complejo de Chicago. A diferencia de casi todas las oficinas de dirección, ésta no contenía televisores, radios, sistemas de sonido, cuadros, sofás, zonas de ejercicios, anexos para trabajos manuales o bares con bebidas alcohólicas. Era un despacho magro y aburrido, como el hombre que trabajaba en él. Había un solo escritorio, grande y de caoba artificial, que servía de apoyo a una terminal de ordenador, tres teléfonos y un cuarteto de intercomunicadores. Delante de ese mueble había seis sillas, ninguna de ellas excesivamente cómoda. Había puertas en tres paredes, dos de ellas raramente usadas, y en una de las paredes estaba empotrada una pequeña caja fuerte. Sólo había una ventana en la habitación, si bien muy grande, y la vista desde ella quedaba oscurecida de forma invariable por una hilera de persianas introducidas entre las hojas interna y externa de vidrio. Los placeres que ansiara Moore se hallaban en otro sitio; su despacho era un lugar de trabajo, y nada más.

—Los informes, Ben, por favor.

El hombre sentado al otro lado del escritorio entregó a Moore un fajo de impresos de ordenador, junto con una gran hoja de análisis. Ben Pryor, su atavío tan llamativo como apagado el de Moore, su ondulado cabello rubio un agudo contraste con el pelo liso de color gris metálico de su jefe, era el segundo en mando, responsable de la dirección cotidiana de todas las empresas de Moore. Era astuto, muy inteligente y competente en extremo, titulado en administración empresarial y economía. También era muy ambicioso, cosa lógica aunque lamentable; sabía demasiado sobre el negocio para que Moore lo dejara irse, y no estaba muy lejano el día en el que éste debería eliminarlo de un modo más permanente.

Moore empezó a leer los informes, hizo esporádicos comentarios, dio alguna orden extraña. La industria de la pornografía iba muy bien en esos tiempos, como de costumbre, y los problemas de dirección estaban más relacionados con el vasto tamaño del negocio que con problemas legales o de ventas. En realidad, algunas veces el alcance de esa industria sorprendía incluso al mismo Moore: poseía tres empresas editoras especializadas en libros, revistas y periódicos eróticos, y otras dos que producían en profusión videos y discos de ordenador pornográficos. Entre todas elaboraban trescientos títulos mensuales, con ventas superiores a cuarenta millones de artículos.

Pero eso era sólo el principio. La pornografía, a pesar de que pasaba por uno de sus periodos cíclicos de legalidad, distaba mucho aún de ser socialmente aceptable y estaba sometida a ocasionales vejámenes, es decir, que las distribuidoras enormes y monolíticas que monopolizaban ese servicio en las zonas metropolitanas densamente pobladas no se preocupaban en facilitar el material, o al menos no lo promocionaban con el entusiasmo y el celo que dedicaban a las publicaciones más satisfactorias. En consecuencia, Moore había adquirido en secreto diversas agencias secundarias y creado otras nuevas, todas ellas especializadas en el tipo de material que las grandes distribuidoras independientes no deseaban.

De ahí a comprar y desarrollar cuatro mil emporios pornográficos especializados en la venta de esta mercancía hubo un simple paso. Puesto que muchos de estos emporios complacían los deseos de prostitución y las ansias sexuales más extravagantes del público, Moore se había introducido por completo en tales servicios. Finalmente había adquirido una inmensa imprenta que no sólo satisfacía sus necesidades sino que además imprimía una porción considerable de la producción de sus rivales, y había construido una pequeña fábrica que producía gran parte de los artefactos sexuales ofrecidos en sus tiendas.

El dinero no entraba a raudales; entraba en forma de torrentes. El editor ordinario precisaba vender el cuarenta por ciento de su producción para recuperar los gastos; Moore, propietario de la empresa editora, la imprenta, las agencias de distribución, las librerías y todas las firmas asociadas, cubría gastos con una venta del cinco por ciento. Pero vendía más del cinco por ciento; más del ochenta por ciento, en realidad. Y no porque sus productos fueran superiores, que no lo eran. Pero si controlas los canales de distribución controlas la industria, y cuando tienes poder para despedir a cualquier distribuidor que pone en venta un solo ejemplar de una editorial rival antes de que todos los tuyos estén vendidos, eres un ganador seguro que acabará llevándose la parte del león del mercado. Moore no sólo tenía la parte del león del mercado, sino que además se aferraba a ella con la tenacidad de un león que defiende su presa de todos los carroñeros de la jungla.

Las órdenes fueron brotando poco a poco mientras Moore estudiaba los informes: despide a este tipo, asciende a esta mujer, vende esta tienda, imprime más copias de esta revista, descarta este modelo de consoladores de plástico, pon diez chicas más en esta ciudad… Pryor anotó todo ello en un ordenador portátil y se fue a fin de poner en movimiento la maquinaria. Volvió algunos minutos más tarde, con una cerveza en la mano, y tomó asiento delante de Moore.

—Es la cuarta que tomas hoy —comentó Moore en tono de reproche, señalando la cerveza.

—¿Es que tus espías no tienen nada mejor que hacer que medir mi consumo de alcohol? —preguntó Pryor sin una pizca de sorpresa o preocupación.

—Hacen eso.

—Tal vez deberías enviarlos al Espectáculo de Emociones Fuertes. Tus nuevos socios están tocando resortes para incumplir el contrato.

—Déjalos —dijo fríamente Moore—. Ésta es mi ciudad. —Hizo una pausa—. Si quieren jugar conmigo, será mejor que elijan una ciudad en la que yo no domine a la mitad de políticos y a todos los forenses.

—¿Cómo está el espectáculo? —preguntó Pryor—. Aún no he tenido oportunidad de ir allí.

—Si dejaras de intentar seducir a mi secretaria, a mi corredora de bolsa y a todas las mujeres que han tenido alguna relación conmigo, es posible que tuvieras tiempo para ir —dijo Moore, con una sonrisa melancólica.

—No puedes culpar a un hombre por intentar eso —replicó tranquilamente Pryor—. Además, no todo el mundo puede llevar tu vida de asceta.

—Por eso seguimos prosperando —dijo Moore—. Mi forma de vivir, la forma de ellos.

Pryor permaneció con la mirada fija al otro lado del escritorio, desconcertado como siempre por el concepto de un rey del crimen enriquecido gracias a la lujuria de sus víctimas y al parecer violentamente opuesto a manifestar tales impulsos. Finalmente se encogió de hombros.

—Aún no me has explicado cómo es el espectáculo —dijo, y tomó un trago de cerveza.

—Bastante típico —dijo Moore—. Venden sueños, como todos los demás.

—Es un buen producto en estos tiempos.

—Siempre lo ha sido —replico Moore. Cruzo las manos y se miro pensativamente las puntas de los dedos—. Pero me pregunto si no habrá una forma más fácil de abordarlo.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Pryor.

—De sueños.

—Ya estamos metidos en eso, aunque nosotros los llamamos drogas.

Moore sacudió con irritación la cabeza.

—Las drogas crean sueños. Yo quiero realizarlos.

—¿Hablas de poner una ramera en todas las habitaciones? —se mofó Pryor.

—Hablo en serio, Ben —dijo fríamente Moore.

—Como siempre —contestó Pryor, suspirando—. Pero no tengo la más nebulosa idea sobre lo que estás hablando.

—Simplemente lo que he dicho: Sueños Hechos Realidad, S. A. Me pregunto si suena factible.

—¿Cómo diablos quieres que yo lo sepa? ¿Cuál es el enfoque?

—El enfoque es sencillamente éste: satisfaremos cualquier sueño por cierto precio. Al fin y al cabo, el Espectáculo de Emociones Fuertes no estará aquí eternamente… y además, ofrece muchas promesas y pocos resultados.

—Ponme un ejemplo.

—De acuerdo —dijo muy despacio Moore—. Digamos que un tipo considera insoportablemente aburrida su vida…

—Cosa que seguramente será cierta.

—Y desea emplear todos sus esfuerzos en alguno excitante.

—¿Cómo qué?

Moore se alzo de hombros.

—Digamos que desea robar el Banco Nacional.

—¿No estarás sugiriendo en serio que hagamos el trabajo por él? —dijo Pryor, incrédulo.

—No. Pero ¿y si lo ayudamos a hacerlo? Disponemos el plan, lo ayudamos a inspeccionar el lugar, le facilitamos los brazos y la experiencia que precisa y le garantizamos impunidad.

—Debe haber una trampa —dijo el escéptico Pryor—. ¿Por qué correr nosotros todos los riesgos para que él pueda quedarse con la pasta?

—Naturalmente que hay una trampa —replicó pacientemente Moore—. No somos altruistas, Ben. ¿Qué te parece si le cobramos unos honorarios de medio millón redondo, rebajamos su botín a cien mil y repartimos con el banco nuestros beneficios, el sesenta por ciento para nosotros y el cuarenta para ellos? Todo el mundo queda contento, nadie va a la cárcel y todos nos enriquecemos un poco más. —Hizo una pausa—. En fin, la cosa ofrece posibilidades. ¿Qué opinas?

—Opino que has elegido un ejemplo demasiado perfecto —dijo Pryor—. Deben quedar nueve elefantes en el mundo, todos valorados en decenas de millones. ¿Y si un tipo quiere matarlos a los nueve en una sola tarde? O pongamos un ejemplo más cerca de nosotros: me encantaría matar a mi ex esposa y tener cincuenta hijos bastardos antes de un año. ¿Qué puede hacer por mí esta empresa?

—Ciertamente podríamos facilitarle cincuenta mujeres en un período de tres meses. El resto dependería de ti. En cuanto a matar a tu ex esposa… bien, eso podría arreglarse a cambio de unos honorarios sustancialmente más elevados. —Moore sonrió—. Naturalmente deberías indicarnos con exactitud a cuál de tus numerosas ex esposas tienes en la cabeza.

—¿Y los elefantes?

—Ese hombre tendría que ser un soñador muy rico —dijo Moore mientras se encogía de hombros—. En fin, ordena a los muchachos que elaboren un esquema de las posibilidades reales de esta idea, y que me lo presenten dentro de un par de días. ¿Por qué tengo que repartir el dinero de los soñadores con los señores Nightspore y Thrush?

—¿Son esos sus nombres realmente? —preguntó Pryor con gesto de incredulidad.

—¿Qué importa un nombre? Es su negocio lo que me interesa.

Pryor se fue momentos más tarde, y Moore se tomó un breve respiro para comer. Después se dedicó a parte de los negocios que el gobierno no conocía. Casi toda la tarea la hizo por teléfono, a través de intermediarios en número tan elevado que ninguna investigación podía dar con él. No existían registros, escritos o computerizados, en parte alguna y ni siquiera Pryor conocía por completo el alcance de las operaciones, aunque Moore sabía que el subdirector dedicaba gran parte de su tiempo y su dinero a intentar averiguarlo.

Moore salió del despacho al atardecer, como era su costumbre, subió a un monorraíl subterráneo y, acompañado por un solitario guardaespaldas, marchó al centro de la ciudad. La zona había sido denominada en tiempos el «Loop», debido a las vías de ferrocarril elevado que la rodeaban, y el apelativo continuaba vigente a pesar de que los carriles habían sido arrancados hacia muchos años y los enormes edificios comerciales, interconectados en todos los pisos y cubiertos por una inmensa cúpula, ocupaban ocho kilómetros cuadrados de terreno increíblemente valioso. Los suburbios podían conocer la lluvia y la nieve, pero la ciudad interior siempre estaba seca y cómoda.

Moore usó aceras deslizantes y escaleras mecánicas hasta que, a ochocientos metros sobre el nivel del suelo, llegó al acostumbrado comodibar de los martes por la noche, un pequeño restaurante elegante e ilegal con una descuidada fachada que anunciaba a los no socios la presencia allí de una cadena de centros de cirugía estética mediante silicona. El gobierno racionaba la carne y gran parte de otros productos no derivados de la soja desde hacía más de una década, pero hombres y mujeres de recursos no tardaron en encontrar empresarios para satisfacer sus gustos y apetitos, y los comodibares habían llegado a ser pilares muy voluminosos de la inmensa economía clandestina.

Moore dejó al guardaespaldas en la entrada y su paraguas en la puerta (nunca llovía en la cubierta zona central de la ciudad, pero él llevaba devotamente ese objeto) y fue acompañado a una mesita de la parte trasera, donde gozó de una cena criminal compuesta de chuletas de auténtica ternera y puré de patata. Como postre pidió pastel de arándano (seis meses por venderlo, mil dólares por comerlo, cortesía de la Administración Alimentaria de los Estados Unidos), coronó la cena con una taza de genuino café y pagó la cuenta normal de seiscientos dólares. Saciado ya, cogió su paraguas y, acompañado por el guardaespaldas, regresó al mundo de los derivados de la soja y el agua sazonada.

Acarició la idea de volver al Espectáculo de Emociones Fuertes, localizar al falso ciego que le había embaucado el día anterior y ofrecerle un empleo en la organización, pero decidió que aquel joven era lo bastante astuto para emplear un truco distinto todas las noches de la semana y que por tanto sería imposible localizarlo.

Resolvió volver a casa para pasar la noche. Al acercarse a la estación del monorraíl metió la mano en el bolsillo en busca de una ficha y notó que sus dedos entraban en contacto con un trozo de papel. Lo sacó y vio que era una tarjeta de visita:

BAZAR DE LA RAREZA

Especialistas en lo insólito

calle LaSalle Norte, 461, 5ª planta

Garabateadas al dorso, en caligrafía casi ilegible, aparecían las palabras: «Venga solo».

Podía ser una trampa, por supuesto. Al fin y al cabo, suponiendo que su vida no estuviera en continuo peligro, Moore no habría necesitado guardaespaldas. Sin embargo, gran parte de sus mejores negocios se consumaba de esa forma: un político que no podía ser visto se presentaba en el despacho de Moore, o el subalterno de un rival con información en venta, o un amante abandonado dispuesto a volverse contra un hombre o una mujer que Moore deseaba arruinar. Tras unos momentos de debate interno, Moore despidió al guardaespaldas y subió por la escalera mecánica hasta la quinta planta de la calle Wabash. Después fue por la acera deslizante hasta la calle Randolph, pasó a otra que avanzaba hacia el norte, bajó en LaSalle y siguió a pie con el mismo rumbo por una rampa inmóvil.

Al pasar sobre el lecho seco desde hacía años del río Chicago, que albergaba un parque y un enorme complejo deportivo, Moore percibió un sutil cambio en tiendas y almacenes. Habían desaparecido los inmensos almacenes de brillante iluminación, las elegantes joyerías con paredes de terciopelo, las tiendas de modas, los bazares y demás establecimientos especializados de alta calidad. En su lugar había anticuarios mugrientos e insignificantes, librerías de viejo ahogadas en interminables montones de tomos polvorientos y mohosos, bares, burdeles y almacenes de mercancías.

Finalmente, Moore llegó a la dirección buscada. Parecía un cuchitril, con una fachada salida de una ciudad fantasma del Lejano Oeste. Las ventanas estaban cubiertas de sombras oscuras y opacas, ningún cartel anunciaba el nombre del establecimiento o lo que se vendía en él y un claro olor a incienso emanaba de la puerta entreabierta.

Moore miró alrededor por última vez para asegurarse de que nadie le seguía y entró en la tienda. Se encontró en un laberinto débilmente iluminado con las paredes ennegrecidas hasta el techo, y lo siguió cautelosamente. Tras un recoveco de ciento ochenta grados, Moore salió a una habitación alargada y estrecha iluminada por algunas bombillas rojas.

Había dos grandes vitrinas a ambos lados de la sala. En ellas se hallaban expuestos grotescos artefactos de tortura: collares con púas, ligaduras linguales, exóticos hierros para marcar, cinturones de castidad afilados como cuchillas, instrumentos para perforar o arrancar miembros u órganos no esenciales para la mínima conservación de la vida… Colgados en las paredes (o clavados en ellas, Moore no logró aclarar el detalle) se veían dedos, cabezas, manos, piernas, genitales, narices, orejas y ojos humanos. En un rincón estaban pulcramente amontonadas decenas de lanzas, clavos y aguijones.

—¿Puedo servirle en algo? —sonó una ronca voz detrás de Moore.

Se volvió y se encontró ante un hombrecillo con un parche de satén en un ojo. El desconocido extendió una mano, en la que faltaban dos dedos y parte del pulgar, y Moore la estrechó mecánicamente.

—Bienvenido al Bazar de la Rareza —dijo el hombrecillo—. Me llamo Krebbs. Si hay algo que no ve, pídalo. Tenemos muchas habitaciones, todas dedicadas a un tema concreto.

—No soy un cliente —replicó Moore, y mostró la tarjeta a Krebbs.

—Ah, bien —dijo el hombre, suspirando—, no hago ningún daño ofreciendo. Uno debe intentar ganarse la vida. —Sonrió—. Usted, más que nadie, puede reconocerlo.

—Parece como si me conociera.

—He oído hablar de usted, señor Moore —dijo Krebbs—. Es usted uno de mis ídolos, a decir verdad. ¡Ah, ejercer tanto poder, mutilar, matar y destruir! ¡Debe ser el mismo paraíso!

—Debe confundirme con otra persona —dijo Moore en tono fino y sereno—. Soy un simple hombre de negocios.

—Lo que usted diga, señor Moore —contestó Krebbs, risueño.

Eso es lo que digo. Bien, ¿por qué me ha pedido que viniera?

—Oh, pero si no he hecho tal cosa —dijo Krebbs—. Le aseguro, señor Moore, que me conformo con adorarle desde lejos.

—En ese caso, ¿quién ha sido?

—Puedo llevarle ante ella, si quiere —se ofreció Krebbs.

—¿Ante quién?

—Caramba, ante la señorita que usted desea ver.

—¿Cómo se llama ella? —preguntó Moore.

—No sea reservado conmigo, señor Moore —dijo Krebbs—. Ya se lo he dicho, estoy de su parte. Si desea atender sus relaciones en mi establecimiento, estaré simplemente encantado de servirle.

—¿Dónde está ella? —inquirió Moore, tras decidir que nuevas preguntas serían infructuosas.

—Ella no estaba muy segura de cuándo vendría usted —replicó Krebbs— y le dije que aguardara en nuestra Boutique Original. Estoy convencido de que allí habrá encontrado ropa apropiada, y hay una cama enorme al otro lado del pasillo. —Hizo un tímido guiño a Moore con su único ojo, lo cogió por el brazo y lo condujo hacia una cortina de cuentas colgantes—. Quinta habitación a la derecha.

Moore se desasió bruscamente y avanzó por el corredor hasta la quinta, y última, puerta de la derecha. La abrió silenciosamente y entró. La habitación estaba débilmente iluminada igual que el resto del bazar, y parecía estar ocupada sólo por perchas para ropa y espejos. En realidad era muy pequeña, pero los espejos, que tapaban paredes, suelo y techo, le conferían la apariencia de extenderse hasta el infinito en todas direcciones.

Una rubia se hallaba en el extremo opuesto de la habitación, a cinco metros de Moore. Vestía botas de cuero que le llegaban a las caderas, finísimos tacones, guantes de piel hasta los hombros, un ceñidor negro y nada más. En la mano izquierda sostenía un pequeño látigo de nueve ramales con brillantes púas metálicas en las puntas. Su rostro quedaba oculto por una máscara gatuna, repleta de bigotes plateados.

—Tenía un rato disponible —dijo la mujer en voz baja, susurrante— y he decidido probar parte de las mercancías. —Se dio la vuelta graciosamente—. ¿Te gusta?

—No compro estas porquerías —dijo Moore, disgustado—. ¿Se supone que te conozco?

—¿Te gustaría conocerme?

—No en especial —replicó él—. ¿Pusiste tú la tarjeta en mi bolsillo?

—No.

—Pero ordenaste que la pusieran.

—Sí. —Se acercó a Moore, y con un ligero movimiento de su muñeca hizo ondular rítmicamente las puntas del látigo.

—¿Por qué?

—Tengo algo que darte.

—¿Qué?

¡Esto! —musitó, y de pronto atacó con el látigo la cara del hombre.

Moore extendió el brazo instintivamente y paró buena parte de la fuerza del golpe con la porción carnosa de su bíceps. Retrocedió, sorprendido, y la chica fue tras él.

—¿Quién te ha enviado? —inquirió Moore mientras paraba otro latigazo—. ¿Qué demonios está pasando aquí?

No hubo respuesta por parte de la rubia, aparte de sus renovados esfuerzos por despedazarle la cara con el látigo. Moore comprendió que no podía seguir usando el brazo como escudo. Dio media vuelta y echó a correr por el estrecho pasillo en dirección a la sala en la que había encontrado a Krebbs. Una vez allí, buscó al tuerto propietario, pero la habitación estaba desocupada. Corrió hacia las armas apiladas y sacó una lanza con la punta en forma de gancho de la parte superior del montón.

—Muy bien —dijo. Situó el arma entre los pechos de la chica en el momento en que ésta entraba en la habitación—. ¿Estás dispuesta a explicarme qué pasa?

La mujer gritó una obscenidad y asestó un nuevo latigazo. Moore se agachó y pinchó el hombro de la rubia con la lanza. Apareció un pequeño reguero de sangre, pero la chica no pareció advertirlo. Sin preocuparse por la lanza, continuó acosando a Moore por toda la sala. Finalmente, Moore decidió que no tenía más opción que defenderse seriamente, e hirió dos veces en el brazo a la mujer, la segunda vez profundamente. La rubia siguió luchando como una bestia arrinconada, desentendiéndose por completo de las heridas. Moore casi le partió una oreja con el siguiente tajo, de nuevo sin efecto alguno.

—¡Claro! —dijo de pronto—. ¡Eres uno de los Tableros Vivientes! —Moore se agachó, ya que la chica había cogido un jarrón de vidrio del mostrador y lo lanzó contra él—. ¿Quién te ofreció este trabajito? ¿Nightspore o Thrush? ¿O fueron los dos?

La única respuesta de ella fue darle una patada con la bota, intentando apuñalarle con aquel tacón alargado y criminalmente afilado. Moore se aparto, le cogió la pierna y la retorció. La rubia cayo pesadamente al suelo, y él saltó sobre la mujer, la obligó a apoyarse sobre el estomago y la inmovilizó. Fueron precisos seis golpes contundentes en la base del cráneo para que Moore lograra por fin dejarla sin sentido.

La arrastro hacia una de las bombillas rojas y le examinó con sumo cuidado la espalda y el cuello. Sí, allí estaban las cicatrices, minúsculas, casi invisibles, producto de la operación para seccionar nervios que había dejado a la mujer insensible al dolor.

Moore rechazó su deseo de interrogarla en cuanto despertara.

Al fin y al cabo, si ella no quería hablar, nada que hiciera él la haría cambiar de opinión… y por lo que él sabía, Krebbs podía estar al acecho en alguna parte, con la intención de meterle una bala en la espalda. Acarició la idea de tapar a la chica con una manta, echársela a la espalda y llevársela, pero sabía que sería incapaz de dominarla si recobraba el conocimiento, por lo que decidió abandonarla a los tiernos favores de una de sus brigadas de seguridad. Todavía preocupado por Krebbs, Moore salió del edificio, buscó un teléfono y llamó a Pryor.

—¿Ben? Aquí Moore. Al parecer uno de nuestros nuevos socios sufre delirios de grandeza. Es posible que los dos… Sí. Muy bien… No me creerás… Una rubia desnuda con un látigo, si quieres saberlo. —Hizo una mueca al escuchar la réplica de Pryor—. Te he dicho que no me creerías. En fin, quiero que reúnas a los muchachos y averigües quién ha intentado eliminarme. Y mientras luces eso, envía una brigada a un garito de la calle LaSalle Norte, primera planta del número 461, que se llama Bazar de la Rareza. Haced un buen trabajo. Encontrarás allí a la chica. Creo que tiene un cómplice… un tipo con una mano mutilada. Cogedlo si lo encontráis merodeando por allí… No, estoy bien. Nos veremos por la mañana.

Colgó, fue a la parada del monorraíl más cercana y al cabo de diez minutos estuvo cerca de la entrada de su apartamento, parte de un complejo residencial particular situado en el extremo sur de la cúpula que cubría la ciudad interior. Saludó a los agentes de seguridad, entró en la vivienda y cerró la puerta con llave. Acto seguido, puesto que era un hombre concienzudo, inició un metódico registro para asegurarse por partida doble de que nada había sido robado o manipulado. Cuando por fin quedó satisfecho de que todo estaba en orden, Moore se sentó en un sillón antiguo hecho de cuero, apoyó los pies en un armadillo disecado que usaba como almohadón y repasó mentalmente lo sucedido esa noche.

Su conclusión fue que los hechos eran ilógicos. Cualquier necio sabía que él, tarde o temprano, acabaría descubriendo que la rubia procedía del Espectáculo de Emociones Fuertes… Y Nightspore y Thrush, si bien eran ciertamente maleables, no le parecían necios.

Repentinamente inquieto, Moore se levantó y recorrió el piso. Igual que su despacho, su residencia privada estaba modestamente amueblada y desconectada del mundo externo si se exceptuaban dos teléfonos, cuyos números no aparecían en el listín. Mantenerse apartado de las masas que eran sus víctimas había llegado a ser casi un fetiche para él, y no se permitía ninguno de los vicios públicos por temor a que las debilidades que los acompañaban pudieran roerle. En cierta ocasión, como sorpresa, algunos de sus guardaespaldas introdujeron en el apartamento dos mujeres y las escondieron en el dormitorio antes de que él llegara; Moore corrió al teléfono y despidió en el acto a los culpables, y ordenó a Pryor que viniera y se llevara a las mujeres. El sexo, en especial la clase de sexo que las rameras le prometieron en voz baja y voluptuosa, difícilmente podía ser aburrido, pero Moore se dedicaba (entre otras cosas) a venderlo, y los camareros no beben en horas de trabajo. Durante una semana cada tres meses Moore hacía el equipaje y dejaba todo al cuidado de Pryor. Jamás decía adónde iba o qué hacía en esos viajes trimestrales, y nadie se lo preguntaba, aunque en la oficina se apostaba a que el camarero iba de parranda cuatro veces anuales.

En el apartamento no había drogas, ni alcohol, ni nada que pudiera interpretarse como medio para huir de la realidad. Cuando se dedicaba a la venta de fantasías, Moore practicaba la austeridad más absoluta: no se entregaba a ninguna clase de relación sexual, estimulante, afición o trabajo manual. Tenía dos caprichos: el primero la buena comida, el segundo su biblioteca. Desde el suelo hasta el techo todas las paredes estaban forradas de libros, algunos nuevos, otros increíblemente antiguos. No estaban limpios ni ordenados, pero él sabía dónde se hallaba hasta el último tomo, que conocimiento o emoción podía transmitirle un autor concreto. Había poetas y dramaturgos, filósofos y biógrafos, literatura moderna mezclada con realidad pasada y futura, e incluso un viejo y apolillado ejemplar de la Biblia.

Recurrió precisamente a la biblioteca en busca de solaz y reposo. Cogió un par de obras de Wilde y Austen, crónicas de épocas más civilizadas que no precisaron negocios como el suyo, volvió al enorme sillón de cuero, tomó asiento con un gruñido y se dispuso a leer hasta quedar dormido.

Estaba flotando en el mundo intermedio que separa la claridad del adormecimiento cuando el zumbido del teléfono le despejó por completo.

—Aquí Moore.

—Soy Ben. ¿Cómo se encuentra el violador de Blancos Vivientes?

—Déjate de tonterías y ve al grano.

—El «grano» es que tenemos un par de problemas —dijo Pryor.

—¿Has estado en el Espectáculo de Emociones Fuertes?

—Sí.

—¿Y en el Bazar de la Rareza?

—No existe ese bazar.

—¡Y un cuerno no existe! —espetó Moore—. Está en… —Sacó la tarjeta de su bolsillo—. En el 461 de LaSalle Norte, planta quinta.

—Los cuernos existen —replicó Pryor, no sin una pizca de diversión por la angustia de Moore—. Recorrimos el bloque cuatrocientos entero, los dos lados, y el bazar no está allí.

—¡Estuve hace dos horas!

—¿Seguro que no es LaSalle Sur, o el 461 de otra calle… Clark o Wells, tal vez?

—¡Maldita sea, Ben! ¡Sé dónde estuve y sé qué me pasó!

—Naturalmente que sí —dijo Pryor—. Pero a pesar de todo la tienda no esta allí. Además, todo esto parece una fantasía juvenil. Si no te conociera mejor, diría que estabas borracho.

—Te llevaré allí, a primera hora de la mañana —contestó Moore, disgustado—. ¿Qué me dices de Nightspore y Thrush?

—Sé que esto te parecerá como si viviéramos en dos mundos distintos, pero ellos no sabían nada.

—¡Mierda!

—Es la palabra más fuerte que te oído usar en toda mi vida —dijo Pryor, divertido.

—Tienen que saber algo —insistió Moore, haciendo caso omiso del comentario.

—Hemos sido muy concienzudos.

—¿Hasta qué punto?

—Eres ahora el único socio sobreviviente del Espectáculo de Emociones Fuertes y Circo Ambulante Internacional Nightspore y Thrush.

—Fabuloso —se mofó Moore—. Lo que siempre había deseado. —Suspiró—. ¡Maldición, Ben, te dije que los interrogaras, no que los mataras!

—También me dijiste que uno de los dos estaba detrás de todo esto, de modo que hemos usado la fuerza necesaria para obtener las respuestas precisas. Si eran inocentes, mala suerte. He mandado a nuestros expertos legales al ayuntamiento, para que arreglen las cosas. Creo que saldremos bien parados.

—Especulando con la suposición, seguramente errónea, de que los muchachos no los han matado antes de que pudieran decir la verdad, ¿quién demonios me envió esa chica?

—Lo único que debemos hacer es localizarla y hacerla cantar —replicó Pryor—. Me encantaría intentarlo.

—Muchísima suerte —dijo Moore, conteniendo el impulso de reír—. Tienes un punto de vista notablemente testarudo para resolver los problemas, Ben. —Hizo una pausa—. En cuanto a identificar a la chica, demonios, seguramente yo no la reconocería si lleva las bragas puestas. Investiga en el circo y averigua qué Blanco Viviente ha faltado dos horas a partir de las seis de la tarde. Localízala y tráela al despacho. Después busca otra vez el Bazar de la Rareza, y si realmente no está allí, reúne algunos hombres en mi despacho mañana a las nueve en punto e iremos a encontrarlo. Y otra cosa, Ben.

—¿Sí?

—A menos que desees averiguar qué pasa cuando me disgusto seriamente con alguien, no metas la pata otra vez.

Dejó el auricular en la horquilla, cogió la novela de Jane Austen y de nuevo intentó leer a fin de dormirse.

Esta vez no fue fácil.