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Igual que gran parte de la multitud, el joven se sintió atraído por los enormes letreros luminosos y órganos eléctricos. Los otros acudían por diversión, él por trabajo, pero todos se sentían atraídos como mariposillas suicidas por la llama artificial.

Una inmensa bandera luminiscente que flotaba con suavidad bajo la fría brisa proclamaba a todos sin excepción que aquél era el

ESPECTÁCULO DE EMOCIONES FUERTES

Y CIRCO AMBULANTE INTERNACIONAL

NIGHTSPORE & THRUSH

Llegado directamente de Viena, como los circos antiguos solían anunciar, aunque éste era menos circo que espectáculo de emociones fuertes, y más bien acababa de llegar de Cleveland que no de Viena. Era enorme, como debía ser, porque la gente acudía procedente de Chicago y sus alrededores por decenas de millares, agitada y ansiosa mientras mantenía el ritmo frenético de su eterna búsqueda de diversión y excitación.

Pregoneros, timadores, busconas, forzudos…, todos se habían reunido allí para enfrentarse al desafío.

—¡Pasen, señores, pasen! —gritaban los pregoneros—. ¡Vengan a ver a Madam Adam! ¿Es un hombre? ¿Es una mujer? ¡Acérquense, pasen, que no decaiga el espectáculo! ¡El único hermafrodita reconocido del mundo, el compendio de todo cuanto hay de excitante en el hombre y en la mujer está ya en el escenario a la espera de…!

—¡Tres tiradas por veinte dólares, tres por sólo veinte dólares!

¿Daño? ¡Claro que les hace daño, caballero! ¡Pregunte a su amiga si le gustaría que le clavaran un dardo en su vibrante carne desnuda! ¡Oigan los chillidos, vean cómo se retuercen! ¡Tres tiradas por…!

El joven se detuvo un momento ante los Blancos Vivos y prosiguió su paseo por las hileras aparentemente interminables de barracones, juegos y espectáculos.

—¡Míster Ampolla, así lo llamamos! ¡Míster Ampolla! ¡No, él no hace trucos infantiles como comer fuego o caminar sobre ascuas! ¡No, caballeros, Míster Ampolla no! ¡Fíjense bien, amigos! ¿Ven este soplete que tengo en la mano? ¡Pues bien, acérquense un poco más y…!

—¡Por primera vez en un escenario: una producción de gran envergadura de Leda y el Cisne! ¡Sí, sé que hay incrédulos por aquí, sé que hay escépticos! ¡Pero oigan lo que pienso hacer! ¡Si alguno de ustedes se considera engañado después de la actuación, si alguien puede afirmar sinceramente que no cumplimos, devolveré no sólo el dinero de usted, sino el de todos y cada uno…!

El joven se adentró en otro pasillo, pasó junto a la Cámara de los 1.000 Dolores, oyó los aullidos y gemidos que brotaban con fuerza y claridad de dos altavoces exteriores, pasó junto a los todavía más exóticos palacios del dolor placentero…

Iba a ser una buena noche, él estaba totalmente convencido. El gentío era inmenso, como debía ser. Había contados Templos del Pecado, Madam Adam y Palacios de Perversión en el mundo, y cuando los espectáculos de emociones fuertes hacían su rara aparición el dinero corría como el agua… y no había razón alguna para que el joven no pudiera absorber una parte para él.

El joven continuó su paseo junto a los llamativos y exóticos puestos, pugnando por abrirse paso entre la multitud. Por fin llegó a un espacio reducido y desocupado situado a cuatrocientos metros de un edificio administrativo sin ventanas, se quitó la mochila, sacó unas gafas muy oscuras y un bastón blanco y se puso a trabajar.

También alguien trabajaba en el interior del edificio administrativo… como los señores Nightspore y Thrush estaban averiguando. Un hombre alto y delgado, inmaculada aunque arcaicamente ataviado a la moda de hacía más de un siglo, se hallaba sentado con los pies apoyados en el escritorio del señor Thrush. Sus dedos, finos y largos, estaban ocultos en guantes blancos, vestía un traje a rayas color azul marino con chaqueta cruzada y sus zapatos de cuero negro estaban cubiertos por relucientes polainas blancas. Extrajo un largo puro del bolsillo de su solapa y se lo llevó a la boca; lo encendió de inmediato uno de los cuatro fornidos hombres que se encontraban de pie detrás del desconocido.

—Ya lo ven, caballeros —dijo tranquilamente mientras fumaba el puro con aire pensativo—, no es que yo tenga aversión a su empresa, ni deseo que desalojen el lugar y monten el negocio en otra parte. Chicago es una ciudad muy grande, lo bastante grande para todos nosotros.

—En este caso, ¿por qué ha entrado por la fuerza? —inquirió el señor Nightspore.

—Por favor, no me interrumpa —dijo el desconocido, con una sonrisa que empezaba y acababa en las comisuras de sus labios—. Como iba diciendo, aquí hay dinero suficiente para todos: dinero para ustedes, dinero para sus empleados y dinero para mí. Con franqueza, no comprendo qué problema tienen. Si alguien va a sufrir por culpa de la presencia de ustedes aquí, ese alguien soy yo. Al fin y al cabo, hoy no hay más dinero para gastar que el que había ayer, pero ahora tenemos dos manos más que lo buscan: las de ustedes. He estudiado su negocio, y mi opinión más moderada es que ustedes van a ganar unos nueve millones de dólares semanales. —Hizo una pausa, miró fríamente a los otros dos hombres—. Son, caballeros, nueve millones de dólares que yo no ganaré. ¿Empiezan a comprender mi preocupación?

El señor Nightspore se dispuso a replicar, pero lo pensó mejor y se limitó a mover afirmativamente la cabeza.

—Bien —prosiguió el desconocido, con otra sonrisa que no era tal—, me complace comprobar que nos entendemos. Al fin y al cabo, no somos enemigos: estamos en el mismo lado de la valla. La gente que está afuera —agitó la mano en la dirección aproximada de la avenida central de la feria—, ésa es nuestra oposición. Poseen algo que nosotros queremos, y es absurdo actuar cada cual por su cuenta para conseguirlo. Los tres actuamos de acuerdo con la misma premisa básica: si Dios no hubiera querido que desplumáramos a los incautos, no los habría hecho incautos. —Bajó los pies al suelo y se apoyó en el escritorio—. Bien, ¿pasamos a considerar el trato?

—¿Cuánto quiere? —preguntó con recelo el señor Thrush.

—Lo dice como si fuera un regalo —replicó el desconocido—. Me apresuro a asegurarles que Salomón Moody Moore no acepta caridad de nadie. No, caballeros, todavía no me entienden. Mi organización se ocupará de ciertos servicios necesarios, de acuerdo con el contrato que redactaremos, simplemente a cambio de un pago justo y razonable.

—¿Qué servicios? —inquirió el señor Thrush.

—Muy buena pregunta —dijo Moore—. En primer lugar, mis representantes vigilarán las instalaciones día y noche, actuando como lo que podríamos denominar una combinación de celadores y agentes de seguridad. Tienen ustedes gran cantidad de material valioso, caballeros —agregó significativamente—. Cualquier vándalo podría causar daños increíbles en cuestión de minutos.

Hizo una pausa y siguió fumando el puro.

—Además —continuó—, he visto bastantes juegos de azar mientras recorría el circo. Más de ochenta, diría yo. Casi todos construidos para proporcionar a la casa un beneficio de entre el diez y el quince por ciento. Ustedes los han amañado para conseguir el cuarenta, lógicamente, pero un puñado de torpes aficionados está embaucándoles. Les están robando sin que se enteren, y los incautos apenas tienen oportunidad de ganar. Mis hombres, sin ningún recargo, arreglarán los juegos para obtener un beneficio del cincuenta por ciento y los dirigirán ellos mismos.

—Si todo esto es gratis, ¿qué factura tendremos que pagar en definitiva? —preguntó recelosamente el señor Nightspore.

—La tercera parte —dijo Moore.

—¿La tercera parte de qué?

—Del total. —El puro se había apagado, y Moore aguardó pacientemente a que uno de sus hombres lo encendiera—. Considérenlo una inversión que proporcionará grandes dividendos. Duplicaré sus ingresos a finales de semana, de modo que el contrato no les costará prácticamente nada, y cuando abandonen la ciudad todas mis mejoras se irán con ustedes.

—¿Y en ese momento concluirá nuestra asociación?

Moore sonrió.

—Oh, no. Eso, como los diamantes, es para siempre. —Alzó una mano para acallar las protestas—. Créanme, caballeros, si averiguamos que ustedes no ganan más dinero que antes, siempre podemos renegociar el contrato. —Inhaló más tabaco y dejó el puro en un cenicero—. Pasemos a los detalles. ¿Cuántos bazares de drogas tienen aquí?

—¡Ninguno! —dijo categóricamente el señor Nightspore.

—Preferiría un poco más de sinceridad ya que vamos a ser socios —replicó tranquilamente Moore—. Yo he contado seis, aunque he podido pasar por alto un par. Repito, ¿cuántos hay?

—Siete —dijo el señor Nightspore, suspirando.

—Eso está mejor —contestó Moore—. Nada como la franqueza entre amigos. Aceptaré su palabra de que hay siete. Si encontramos más, supondremos que no se hallan bajo los auspicios de ustedes y nos apropiaremos del material. Bien, ¿hasta qué punto adulteran alucinógenos y drogas duras?

—¡No adulteramos nada! —espetó el señor Thrush.

Moore lo miró con extrañeza un instante.

—Mire, creo que es usted lo bastante estúpido para estar diciendo la verdad. También en este detalle podemos serles útiles. Siguiente punto: ¿cuántas personas mueren aquí semanalmente?

—Estamos protegidos contra ese riesgo —dijo en tono defensiva el señor Nightspore—. Nadie entra en los entoldados de los espectáculos de horror o sadismo sin firmar un descargo riguroso. Fuimos a juicio cuatro veces en los dos últimos años y ganamos los cuatro casos.

—No ha contestado mi pregunta: ¿cuántas personas mueren en su circo semanalmente?

—Diez, por término medio.

—No es suficiente.

—¿Qué? —chillaron al mismo tiempo ambos socios.

—No es suficiente —repitió Moore—. A la gente le gusta la sangre más incluso que lo grotesco. Nadie viene aquí a ver el Bebé Cuadricéfalo o el Cadáver de Vaselina. Los visitantes quieren muertos. Cuántos más les den, tanto más hablarán del circo y volverán a verlo. Hablemos de la función de Ruleta Rusa. Ustedes tienen una pistola de nueve cilindros con una sola bala cargada, y ofrecen mil birriosos dólares al hombre que quiera jugar. A partir de mañana pondrán tres balas en un revólver de seis cilindros, ofrecerán un premio de diez de los grandes y triplicarán el precio de la entrada. Y lo mismo en los palacios de perversiones y el resto de tonterías como ésas. ¿De acuerdo?

Los dos socios accedieron a regañadientes.

—En cuanto a mujeres, consigan más. Más guapas, además. Y este sitio apesta a caucasianas. Quiero ver negras, morenas, pelirrojas, rubias, albinas, chicas con lunares en el pelo… Si no pueden conseguirlas, informen a mis muchachos y nosotros las buscaremos. Si no conocen el significado de la palabra «normal», tanto mejor. Y también deseo que inauguren dos espectáculos exclusivos para mujeres. Yo facilitaré lo preciso. ¿Es posible?

—Bien, no sé si… quiero decir que yo no… —balbuceó el señor Nightspore.

—¿Es posible? —repitió Moore con frialdad.

El señor Nightspore movió afirmativamente la cabeza.

—Excelente —dijo Moore—. Todos los miembros de mi organización llevarán brazaletes rojos con el distintivo del circo impreso. —Hizo una pausa—. Nadie debe entrometerse en su trabajo. ¿Queda absolutamente claro este punto?

Los socios le aseguraron que sí.

—Mis hombres irán armados para protegerles —continuó Moore—. Creo que sería preferible que nadie más llevara ninguna clase de armas, y eso concierne a cualquier agente de seguridad que actualmente tengan ustedes en nómina. Con esto evitaremos desagradables malentendidos. Si algún miembro de mi organización abusa de su hospitalidad, o si no se justifica hasta el último centavo, espero que me informen de ello.

Moore se levantó y se desperezó.

—Y ahora, si tienen la bondad de excusarme, caballeros, me gustaría dar otro paseo por el circo. Mis colaboradores les facilitarán los contratos adecuados. Tenía la impresión de que llegaríamos a un acuerdo equitativo y por eso me tomé la libertad de redactar los contratos antes de salir de mi despacho. Mis hombres —añadió significativamente— seguirán en compañía de ustedes hasta que los contratos estén firmados. Puesto que no van a necesitarme durante los siguientes minutos, creo que voy a despedirme. Estas entrevistas me resultan personalmente desagradables.

Se puso el bombín, otro anacronismo, y abandonó el edificio.

No era, reflexionó mientras se confundía con el gentío, una mala noche. Nightspore y Thrush dirigían el mismo tipo de espectáculo que cualquier otro profesional: montado para ofrecer miedo, lujuria y codicia, con una buena dosis de excursiones secundarias a lo extravagante. Y además sumamente bien dotado, detalle que lo convertía en caza no vedada para Moore.

Contempló a una eurasiática que exhibía con orgullo sus cuatro pezones a modo de señuelo para el Espectáculo de Monstruosidades. Sí, reflexionó Moore, la gente se desharía de cualquier clase de moneda simplemente para ver algo distinto, para huir de la rutina y rendir culto ante otro altar que no fuera el de la Monotonía. Y mientras hombres como Nightspore y Thrush ansiaran embaucar a los espectadores, él, Moore, seguiría siendo solvente embaucando a los embaucadores.

También había, por supuesto, legítimos intereses comerciales que considerar, y él había invertido en muchos de ellos en los últimos tiempos: una fábrica de artículos de cuero en New Hampshire, una planta de ordenadores en Pittsburgh, potros de pura sangre en Kentucky y California, un equipo profesional de baloncesto en Albuquerque. Con cada vez más tiempo que matar, había cada vez más formas de aprovecharse de las necesidades del prójimo. Aunque también los que se aprovechaban, reconoció tristemente Moore, tenían que combatir el aburrimiento. Él mismo poseía más dinero del que podía esperar gastar en toda su vida, y una fama cuya expurgación le costaría varias vidas, y sin embargo seguía en la brecha.

¿Y por qué no? Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer? En cuanto dejara de nutrirse de la humanidad sería un hombre indistinguible de los demás, listo para que otro se nutriera de él. Empezó siendo ladrón de poca monta, aprendió el oficio, formó en torno a él una organización con miembros cuidadosamente seleccionados, siempre tuvo la prudencia de no apresurarse, y puesto que era un poco más listo, un poco más voraz y un poco más rudo que el vecino, se quedó con el territorio de éste, y con el de otro más y así sucesivamente. Tenía tras de él una estructura magnífica y sólida, poblada por los mejores hombres y mujeres que el dinero y la oportunidad de huir del aburrimiento podían comprar. Todos ansiaban el cargo de Moore (éste no tenía sitio para una persona que se conformara de buena gana con un puesto secundario) y en consecuencia tanto ellos como él estaban siempre alerta, una situación saludablemente razonable en esos tiempos.

Había logrado un éxito anormal con la clase de esfuerzo que había elegido. Cuando todo estaba dicho y hecho, los demás echaban a correr lejos del tedio y la monotonía, mientras que él corría hacia sus problemas, moldeaba hombres y situaciones a fin de satisfacer sus diversas necesidades.

Un agudo alarido interrumpió la cadena de sus pensamientos, y al volver la cabeza se encontró ante la Cámara de los 1.000 Dolores. Hizo una mueca. El hecho de que una persona pagara una buena cantidad de billetes para recibir infernales latigazos superaba la capacidad de comprensión de Moore, y tampoco simpatizaba con los cientos de espectadores que renunciaban a más dinero aún para presenciar el espectáculo. Meneó la cabeza, se encogió de hombros y continuó paseando.

Dio la vuelta a todo el espectáculo de emociones fuertes, sintiéndose cada vez más sucio dada la proximidad de los blancos, y finalmente decidió volver al edificio administrativo para recoger los contratos. Al acercarse vio un grupo de gente reunido alrededor de un joven que llevaba gafas oscuras. El hombre sostenía en una mano un sombrero con la copa carcomida por la polilla, y un bastón blanco en la otra, y estaba cantando salmos con una voz de tenor ni mucho menos notable.

Moore se detuvo y observó el interior del sombrero.

—Escasas ganancias —comentó—. Te iría mejor si cantaras baladas verdes.

—Si quiere una, la tendrá —dijo el joven, y entonó uno de los aproximadamente tres millones de versos de «El Ring-Dang-Du».

—¡Ya basta! —dijo Moore al cabo de un momento, riendo, y echó una moneda en el sombrero.

—¿No le gustan las canciones de las masas? —preguntó el joven con una sonrisa.

—No me gusta nada de las masas —replicó Moore—. ¿Te gustaría ganar un buen pellizco?

El joven asintió.

—Quinientos dólares a que no eres ciego.

El joven palpó el interior de su sombrero, tocó las monedas.

—Dieciséis dólares y setenta y tres centavos a que no puede demostrarlo.

Moore encendió una cerilla y la lanzó tranquilamente hacia la cara del joven.

No hubo reacción.

—No está mal —dijo Moore, y de pronto asestó un puñetazo en el estómago del joven.

El aire brotó del interior del mendigo, y éste cayó de rodillas. Parte de las monedas salió del sombrero, y los dedos del joven recorrieron frenéticamente el suelo para intentar recuperar el dinero perdido. Moore se acercó y amagó una patada a la cara, gesto que pasó desapercibido.

Finalmente Moore le ayudó a incorporarse, sacó un fajo de billetes de cinco dólares, contó diez ante la cara del joven y los dejó en el sombrero.

—Gracias, señor —dijo el pordiosero, jadeante.

Moore se detuvo un momento, recogió el dinero, sacó su billetero, contó diez billetes de cincuenta dólares y los dejó caer en la raída copa del sombrero.

—Estaba equivocado —dijo, dio una palmadita en el hombro al joven y se alejó hacia el edificio administrativo.

Pero al llegar a la puerta el joven lo llamó.

—¡Hey, matón! ¿Dónde diablos compraste esas polainas blancas tan espantosas? ¡Pareces un marica asqueroso!

Moore dio media vuelta, pero el joven se había esfumado ya entre el gentío.

Y ése fue el primer encuentro entre Salomón Moody Moore y Jeremías el G.

Muchísimos historiadores habrían renunciado a sus fortunas y a sus cónyuges, y habrían bebido los vientos por estar allí.