No era la mejor de las épocas. No era la peor de las épocas. Era la más aburrida de las épocas.
En justicia, no debería haber sido así. La primera mitad del siglo veintiuno era una época de rutilantes ciudades de fantasía extendidas cual cánceres progresivos por la superficie del planeta. Era una época de atrevidas formas de arte, placeres obscuros y caprichos extravagantes. Todos los días se descubría una perversión, todos los meses se inventaba un deporte de masas, todos los años había formas nuevas y espléndidas de diversión. La responsabilidad de que perversiones, deportes y entretenimientos fueran cada vez menos novedosos, tan sólo reciclajes de antiguas diversiones mundanas, difícilmente podía achacarse a la sociedad, que proseguía su búsqueda de lo nuevo y lo original con irrefrenable vigor, mientras sus miembros, individual y colectivamente, iban comprendiendo con pesar que un exceso de ocio no era el Valhala previsto.
En los últimos tiempos la religión estaba sumamente rehabilitada. Igual que la filosofía. Igual que cualquier cosa que consumiera tiempo. Todas las ciudades disponían de equipos de béisbol, fútbol, hockey, rugby, baloncesto y lacrosse, así como infinidad de golfistas, jugadores de bolos, luchadores, tenistas y expertos en artes marciales, profesionales y aficionados. Los trabajos manuales gozaban de una popularidad increíble… y cuanto más complicados fueran y más tiempo exigiesen, tanto mejor. Acuarelas y colores acrílicos habían desaparecido ante el resurgimiento del interés en los óleos por parte de los pintores aficionados. El origami hacía furor en la nación entera. Los jardines interiores, en especial los que requerían atención constante y condiciones anormales, estaban a la orden del día.
Sólo los ricos podían tener ropa de lana, algodón u otras fibras naturales. Pero incluso los ricos diseñaban y cosían todas sus prendas, en general eligiendo las modas más llamativas de épocas pasadas.
Una casa raramente carecía de animales domésticos. Los gatos eran los más populares, puesto que se adaptaban con facilidad a los altísimos nichos de un millón de ventanas que formaban las superciudades, pero seguían existiendo en cierta cantidad algunas razas de perros (keeshond, shih tzu, lhasa apso y otras). Los perros, igual que los gatos, ratas, ratones, peces, pájaros, grillos y cualquier otra forma animal, eran criados, cruzados de diversos modos, exhibidos, entrenados y mimados.
Naturalmente, esa época y esos tiempos no eran nada muy especial para la gente que los vivía. Aceptaban lo que venía, como las personas han hecho siempre, esperando lo mejor y temiendo lo peor. Nadie pasaba hambre, pocos estaban oprimidos, muchísimos se hallaban empleados mínimamente al menos y todos experimentaban aburrimiento.
No iban a estar aburridos mucho tiempo.
El 11 de diciembre de 2047 no parecía un día mejor o peor, más o menos interesante que cualquier otro día de cosecha reciente. Los dos hombres que iban a alterar la faz de su mundo parecían ciertamente bastante ordinarios a primera vista: uno de ellos era un criminal, el otro un pordiosero. Sin embargo, aunque nadie lo advirtiera (y menos que nadie los dos actores principales), ese día fue el principio de un tapiz de hechos que no tardaría en arrancar a los infelices y apáticos millones de terrestres de su letargia, una letargia que jamás reaparecería.
Todo empezó, de forma muy conveniente, en un circo…