TARJETA AMARILLA

Los machetes relucen en el suelo del almacén, reflejando una roja conflagración de yute, tamarindo y muelles percutores. Ya están por todas partes. Los hombres con sus pañuelos verdes en la cabeza, sus consignas y sus hojas chorreantes. Sus voces resuenan en el almacén y en la calle. El hijo número uno ya ha desaparecido. A Flor de Jade no consigue encontrarla, da igual cuántas veces pedalee su número de teléfono. Los rostros de sus hijas se han partido por la mitad, como durios afectados por la roya.

Más llamaradas. La negra humareda se enrosca a su alrededor. Atraviesa las oficinas del almacén a la carrera, dejando atrás las carcasas de madera de teca y los pedales de hierro de los ordenadores, los montones de ceniza que señalan el lugar donde sus empleados se han pasado la noche quemando documentos, eliminando los nombres de las personas que han ayudado a las Tres Velas.

Corre, asfixiado por el calor y el humo. Una vez en su elegante despacho, se abalanza sobre los postigos de la ventana y forcejea con los pestillos de bronce. Embiste con el hombro contra la madera pintada de azul mientras el almacén arde y los hombres de piel tostada irrumpen como una marabunta, blandiendo sus viscosos cuchillos escarlatas…

Tranh se despierta, sin aliento.

Unos afilados cantos de cemento se clavan en las protuberancias de su espinazo. Un asfixiante muslo salobre le cubre la cara. Aparta de un empujón la pierna del desconocido. En la penumbra resplandecen pieles barnizadas de sudor, marcadores impresionistas que señalan la posición de los cuerpos que fluctúan y se agolpan a su alrededor. Ventosidades, gemidos y vuelcos, carne contra carne, hueso contra hueso, los vivos y los muertos a causa del calor, todos juntos.

Un hombre tose. Pulmones húmedos y gotitas de saliva que surcan el aire hasta el rostro de Tranh, que tiene la espalda y el vientre pegados a las sudorosas pieles desnudas de los desconocidos que lo rodean. La claustrofobia se revuelve en su cubil. Se obliga a contenerla. Se obliga a yacer inmóvil, a respirar de forma acompasada, hondamente, a pesar del calor. A paladear las sofocantes tinieblas con toda la paranoia de su mente de superviviente. Se mantiene despierto mientras los demás duermen. Conserva la vida cuando otros hace ya mucho que la perdieron. Se obliga a permanecer inmóvil, y a escuchar.

Suenan timbres de bicicleta. Abajo, a lo lejos, a diez mil cuerpos de distancia, a toda una vida de distancia, suenan timbres de bicicleta. Se desenreda de la madeja humana, arrastrando tras él el saco de cáñamo que contiene sus pertenencias. Llega tarde. De todos los días en los que podría demorarse, este es el peor. Se cuelga la bolsa de un hombro huesudo y baja las escaleras a tientas, pisando con cuidado entre el alud de carne dormida. Sus sandalias se deslizan entre familias enteras, amantes y hambrientos fantasmas al acecho, rezando para no resbalar y partirle el cuello a algún anciano. Paso, tanteo, paso, tanteo.

Una maldición se eleva de entre la masa. Los cuerpos ruedan y se sacuden. Recupera el equilibrio en un rellano, entre los privilegiados que yacen horizontalmente, y continúa anadeando. Abajo, siempre hacia abajo, doblando más recodos en la escalera, pisando con cuidado en el manto que forman sus compatriotas. Paso. Tanteo. Paso. Tanteo. Otro recodo. Un destello de luz grisácea se insinúa a lo lejos. Un soplo de aire fresco le besa la cara, le acaricia el cuerpo. La catarata de carne anónima se materializa en individuos, hombres y mujeres amontonados unos encima de otros, con el cemento por almohada, apoyados en la pendiente de la escalera sin ventanas. La luz gris se torna dorada. El tintineo de los timbres suena ya con más fuerza, tan claro como el repicar de las alarmas de cibiscosis.

Tranh sale de la torre de pisos y se zambulle en la marea de vendedores de congee, tejedores de cáñamo y carros de patatas. Apoya las manos en las rodillas y jadea, llenándose los pulmones de remolinos de polvo y estiércol pisoteado, agradeciendo cada bocanada de aire mientras el sudor mana a chorros de su cuerpo. De la punta de su nariz caen perlas salobres cuya humedad salpica el empedrado rojo de la acera. El calor mata a las personas. Mata a los ancianos. Pero él ha salido del horno; no ha perecido asado, pese al ardor de la estación seca.

Las bicicletas y sus timbres pasan por su lado como bancos de carpas, camino de los respectivos puestos de trabajo de sus dueños. La torre de pisos se cierne a su espalda, cuarenta alturas de calor, enredaderas y hongos. Una ruina vertical de ventanas rotas y apartamentos saqueados. Un residuo del esplendor de la antigua Expansión energética, devenida ahora en recalentado ataúd tropical, sin aire acondicionado ni electricidad que lo protejan del implacable sol ecuatorial. Bangkok mantiene a sus refugiados encerrados en el pálido firmamento azul, con la esperanza de que no salgan de allí. Y sin embargo él ha emergido con vida, pese al Señor del Estiércol, pese a los camisas blancas, pese a los años; una vez más, ha bajado de los cielos abriéndose paso con uñas y dientes.

Tranh endereza los hombros. La gente remueve woks repletos de fideos y extrae humeantes bolas de baozi estofado de sus ollas de bambú. El engrudo gris de arroz U-Tex rico en proteínas inunda el aire con la pestilencia del pescado podrido y los aceites ácidos saturados. El estómago de Tranh se encoje de hambre y una película de saliva pastosa le reviste la boca, todo cuanto consigue invocar su cuerpo deshidratado ante el olor a comida. Los gatos demonio rondan las piernas de los vendedores ambulantes como tiburones, aguardando a que caiga algún bocado, atentos a la menor ocasión de latrocinio. Sus relucientes formas camaleónicas centellean parpadeantes, revelando indicios de pelajes manchados, siameses y anaranjados antes de confundirse con el telón de fondo de las paredes de cemento y las hordas hambrientas contra las que se rozan. Los woks arden con fuerza, resplandecientes de metano teñido de verde, emitiendo nuevos aromas conforme los fideos de arroz chapotean en el aceite caliente. Tranh se obliga a girar sobre los talones.

Se abre paso a empujones entre el gentío, arrastrando la bolsa de cáñamo con él, ignorando a quién golpea y quién lo impreca a su espalda. Las víctimas del Incidente ocupan los portales, agitando las extremidades amputadas y mendigando a aquellos que tienen un poco más que ellas. Acuclillados en taburetes para el té, algunos ven cómo se acumula el bochorno de la jornada mientras fuman diminutos cigarrillos de tabaco de hoja dorada de contrabando liados a mano que saltan de boca en boca. Las mujeres conversan en corrillos, manoseando nerviosas sus tarjetas amarillas mientras esperan a que los camisas blancas aparezcan y les renueven los sellos.

Los tarjetas amarillas se extienden hasta donde alcanza la vista: un pueblo entero, refugiados en el gran reino de Tailandia tras huir de Malaca, donde de repente habían dejado de ser bienvenidos. Un denso coágulo de desplazados sometidos a la autoridad de los camisas blancas del Ministerio de Medio Ambiente, como si no fueran más que otra especie invasora que contener, como la cibiscosis, la roya y el gorgojo pirata. Tarjetas amarillas, personas amarillas. Huang ren por todas partes, y Tranh llega tarde a la única oportunidad de escapar de su presa. Una sola oportunidad en todos sus meses como refugiado chino tarjeta amarilla. Y llega tarde. Se abre camino junto a un vendedor de ratas, traga otro torrente de saliva ante el olor de la carne asada y se adentra corriendo en un callejón, en dirección a la bomba de agua. Frena en seco.

Otras diez personas hacen cola delante de él: ancianos, jóvenes, madres, chiquillos.

Se le hunden los hombros. Le gustaría indignarse ante semejante revés. Si tuviera energías para ello… si hubiera comido bien ayer, o anteayer, o incluso el día anterior, gritaría, tiraría la bolsa de cáñamo al suelo y la pisotearía hasta reducirla a polvo… pero sus calorías están demasiado bajas. No es más que otra oportunidad malograda gracias a la mala suerte de los huecos de la escalera. Debería haber dado sus últimos baht al Señor del Estiércol para alquilar un espacio en algún apartamento cuyas ventanas dieran al este a fin de ver el sol en cuanto despuntara y levantarse temprano.

Pero optó por racanear. Con su dinero. Con su futuro. ¿Cuántas veces les había dicho a sus hijos que gastar dinero para ganar más dinero era perfectamente aceptable? Pero el tímido refugiado tarjeta amarilla en que se ha convertido le aconsejó que reservara los baht. Como un ignorante ratón de campo, eligió aferrarse a su dinero y dormir en huecos de escalera negros como la brea. Debería haberse alzado como un tigre y haber hecho frente al toque de queda y a las porras de los camisas blancas del ministerio. Ahora llega tarde, apesta a hacinamiento y debe hacer cola detrás de otros diez, todos los cuales deben beber y llenar un cubo y cepillarse los dientes con el agua marrón del río Chao Phraya.

Hubo una época en que exigía puntualidad a sus empleados, a su esposa, a sus hijos y a sus concubinas, pero eso era cuando poseía un reloj de pulsera de cuerda y podía contemplar el lento desgranar de los minutos y las horas. De vez en cuando daba vueltas al muelle diminuto, escuchaba su tictac y azotaba a sus vástagos por su actitud indolente. Se ha vuelto viejo, lento y estúpido, de lo contrario habría previsto esta situación. Como debería haber previsto la creciente beligerancia de los Pañuelos Verdes. ¿Cuándo se embotó tanto su mente?

Uno por uno, los demás refugiados terminan con sus abluciones. Una madre con la dentadura mellada y brotes grises de fa’ gan tras las orejas llena su cubo, y Tranh avanza.

Él no tiene ningún cubo. Tan solo la bolsa. La preciada bolsa. La cuelga junto a la bomba y se ciñe el sarong en torno a las caderas enjutas antes de acuclillarse debajo del caño. Tira de la palanca de la bomba con un brazo esquelético. Lo baña un chorro caliente de agua marrón. La bendición del río. La piel se descuelga de su cuerpo con el peso del agua, tan flácida como la de un gato afeitado. Abre la boca y bebe el líquido arenoso, se frota los dientes con un dedo, preguntándose qué protozoos podría estar engullendo. No importa. Ahora confía en la suerte. Es lo único que le queda.

Los niños observan cómo se baña el cuerpo arrugado mientras sus madres rebuscan entre las pieles de mango de PurCal y las cáscaras de tamarindo de Red Star con la esperanza de encontrar algún pedazo de fruta sin contaminar por la cibiscosis.111mt.6… ¿O es 111mt.7? ¿O mt.8? Antes conocía todas las plagas biológicas de diseño que las afectaban. Sabía cuándo estaba a punto de malograrse una cosecha, y si los nuevos bancos de semillas estaban pirateados. Se beneficiaba de esos conocimientos llenando sus clíperes con las semillas y las hortalizas adecuadas. Pero de eso hace toda una vida.

Le tiemblan las manos cuando abre la bolsa y saca su ropa. ¿Es la edad o la emoción lo que le hace estremecer? Ropa limpia. De calidad. El traje de lino blanco de un hombre adinerado.

El atuendo no era suyo, pero ahora sí, y lo ha mantenido a salvo. A salvo para esta ocasión, aun cuando necesitaba desesperadamente venderlo a cambio de dinero en efectivo o ponérselo mientras el resto de sus ropas se convertían en harapos. Arrastra los pantalones por sus piernas huesudas, quitándose las sandalias y haciendo equilibrios sobre cada pie. Comienza a abotonarse la camisa, obligando a sus dedos a apresurarse mientras una vocecita en su cabeza le recuerda que el tiempo apremia.

—¿Piensas vender esas ropas? ¿O vas a pasearlas por ahí hasta que te las arrebate alguien con carne en los huesos?

Tranh mira de reojo a pesar de que no debería ser necesario, debería reconocer esa voz, y sin embargo mira de todas maneras. No puede evitarlo. Antes era un tigre. Ahora no es nada más que un ratoncito asustado que salta y se estremece a la menor insinuación de peligro. Y allí está: Ma. De pie ante él, sonriente. Gordo y exultante. Tan vital como un lobo.

Ma sonríe de oreja a oreja.

—Pareces uno de esos maniquís de alambres de la plaza Palawan.

—Ni idea. No puedo permitirme el lujo de comprar allí. —Tranh continúa vistiéndose.

—Ese traje es tan elegante que podría haber salido de Palawan. ¿Cómo lo has conseguido?

Tranh guarda silencio.

—¿A quién quieres engañar? Esas ropas se diseñaron para alguien mil veces más grande que tú.

—No todos podemos ser igual de gordos y afortunados. —La voz de Tranh es un susurro. ¿Desde cuándo susurra así? ¿Ha sido siempre un montón de huesos traqueteante que susurra y suspira ante cada nueva amenaza? Lo duda. Pero le cuesta recordar cómo debería sonar un tigre. Lo intenta otra vez, templando la voz—. No todos podemos ser tan afortunados como Ma Ping, que vive en los pisos más altos con el Señor del Estiércol en persona. —A pesar de todo, sus palabras suenan como juncos barriendo el cemento.

—¿Afortunado? —Ma suelta una carcajada. Tan joven. Tan pagado de sí mismo—. Me gano mi destino. ¿No es eso lo que solías decirme siempre? ¿Que la suerte no tiene nada que ver con el éxito? ¿Que todas las personas se forjan su propia fortuna? —Vuelve a reírse—. Mírate ahora.

Tranh rechina los dientes.

—Hombres mejores que tú han caído. —Otra vez ese espantoso susurro cohibido.

—Y hombres mejores que tú se alzarán. —Los dedos de Ma se posan en su muñeca. Acarician un reloj de pulsera, un elegante cronógrafo antiguo de oro y diamantes: Rolex. De otra época. De otro lugar. De otro mundo. Tranh se queda mirándolo fijamente, embobado, como una serpiente hipnotizada. No logra apartar la vista de él.

Una sonrisa lánguida se dibuja en los labios de Ma.

—¿Te gusta? Lo encontré en una tienda de antigüedades, cerca de Wat Rajapradit. Me pareció familiar.

La rabia de Tranh se incrementa. Empieza a replicar, después sacude la cabeza y no dice nada. Pasa el tiempo. Abrocha los últimos botones, se pone la chaqueta y se peina los últimos mechones de su lacio cabello gris con los dedos. Si tuviera un peine… Hace una mueca. Es un deseo estúpido. La ropa es suficiente. Tiene que serlo.

Ma se ríe.

—Ahora pareces un pez gordo.

No le hagas caso, dice la voz en la cabeza de Tranh. Saca los últimos baht arrugados de la bolsa de cáñamo —el dinero que ha ahorrado durmiendo en los huecos de las escaleras, el responsable de que ahora llegue tarde— y se los guarda en los bolsillos.

—Cuántas prisas. ¿Tienes una cita en alguna parte?

Tranh se abre paso a empujones, procurando no encogerse mientras aparta el corpachón de Ma.

—¿Adónde vas, míster Pez Gordo? —se ríe Ma a su espalda—. ¡Mister Tres Prosperidades! ¿Tienes algo de información que te gustaría compartir con el resto de nosotros?

Otros levantan la cabeza ante sus gritos: tarjetas amarillas de rostros famélicos y bocas hambrientas. Los tarjetas amarillas se extienden hasta donde alcanza la vista, y todos ellos están mirándolo ahora. Supervivientes del Incidente. Hombres. Mujeres. Niños. Ahora saben quién es. Reconocen su leyenda. Con un cambio de atuendo y un simple grito ha salido del anonimato. Sus burlas lo bañan como un diluvio monzónico:

Wei! ¡Mister Tres Prosperidades! ¡Bonita camisa!

—¡Comparta un cigarrillo, mister Pez Gordo!

—¿Adónde vas tan deprisa, tan arreglado?

—¿Te vas a casar?

—¿Has encontrado una décima esposa?

—¿Has encontrado un empleo?

—¡Mister Pez Gordo! ¿Tienes trabajo para mí?

—¿Adónde vas? ¡Quizá deberíamos seguir todos al antiguo empresario!

A Tranh se le eriza el vello sobre la nuca. Se sacude el miedo de encima. Aunque lo siguieran, sería demasiado tarde para que pudieran aprovecharse. Por primera vez en seis meses, la ventaja de la habilidad y la información está de su parte. Ahora todo depende del tiempo.

Trota en medio de la aglomeración matinal de Bangkok, cruzándose con bicicletas, rickshaws y escúteres de cuerda. Está cubierto de sudor. Tiene la camisa empapada, incluso la chaqueta se ha humedecido. Se la quita y se la cuelga en el brazo. Su cabello gris se adhiere al cuero cabelludo liso como una cáscara de huevo, salpicado de vitíligo, chorreante de agua. Se detiene cada pocas manzanas para caminar y recuperar el aliento mientras las espinillas empiezan a dolerle, su respiración se entrecorta y su corazón de anciano martillea en su pecho.

Debería invertir los baht en un viaje en rickshaw, pero no logra animarse a hacerlo. Llega tarde. ¿Demasiado tarde, quizá? Si es demasiado tarde, habrá dilapidado los baht y pasará hambre esta noche. Por otra parte, ¿de qué sirve un traje empapado de sudor?

El hábito hace al monje, les decía a sus hijos; la primera impresión es la que cuenta. Empezad con buen pie y empezaréis con ventaja. Por supuesto que se puede conquistar a alguien con talento e información, pero las personas son ante todo animales. Cuida tu aspecto. Huele bien. Satisface sus sentidos primarios. Después, cuando se sientan bien dispuestos hacia ti, formula tu propuesta.

¿No fue ese el motivo de que propinara una paliza a su segundo hijo cuando este se presentó en casa con un tigre rojo tatuado en el hombro, como si fuese un gángster de calorías cualquiera? ¿No fue ese el motivo de que pagara a un dentista para que retorciese los dientes de su propia hija con bambú cultivado y curvas de goma importadas de Singapur hasta dejárselos rectos como cuchillas?

¿Y no es ese el motivo de que los Pañuelos Verdes de Malaca odiaran a los chinos? ¿Por nuestro buen aspecto? ¿Por parecer tan acaudalados? ¿Por hablar tan bien y trabajar con tanto ahínco cuando ellos ganduleaban y nosotros sudábamos de sol a sol?

Tranh ve pasar una manada de escúteres de cuerda, todos ellos de manufactura chino-tailandesa. Qué artefactos tan ingeniosos y veloces: un muelle percutor de un megajulio y un volante, pedales y frenos de fricción para reutilizar la energía cinética. Y todas sus fábricas pertenecían al ciento por ciento a los chinos chiu chow, a pesar de lo cual, la sangre de los chiu chow no corre por las cunetas de este país. Los chinos chiu chow son queridos, pese al hecho de que llegaron al reino thai como farang.

Si nos hubiéramos integrado en Malaca como hicieron aquí los chiu chow, ¿habríamos sobrevivido?

Tranh sacude la cabeza para apartar de sí esa idea. Habría sido imposible. Su clan habría tenido que convertirse también al islam y renegar de todos sus antepasados en el infierno. Habría sido imposible. Quizá fuera ese el karma de su pueblo, la destrucción. Controlar y dominar brevemente las ciudades de Penang y Malaca, además de toda la costa oeste de la península malaya, y extinguirse después.

El hábito hace al monje. O lo mata. Tranh por fin ha aprendido esta lección. Un traje blanco a medida de los Hermanos Hwang es lo más parecido a una diana. Una antigualla mecánica de oro oscilando en tu muñeca no es más que un cebo. Tranh se pregunta si los dientes perfectos de sus hijos yacerán aún entre las cenizas de los almacenes de Tres Prosperidades, si sus preciosos relojes atraerán ahora a los tiburones y los cangrejos en las bodegas de sus clíperes barrenados.

Debería haberlo sabido. Debería haber visto cómo subía la marea de sectas sedientas de sangre y nacionalismo exacerbado. Del mismo modo que el hombre al que siguió hace dos meses debería haber sabido que un atuendo elegante no es ninguna armadura. Un hombre trajeado, tarjeta amarilla para colmo de males, debería haber sabido que no era más que un pedazo de cebo ensangrentado ante un dragón de Komodo. Por lo menos el muy mentecato no manchó sus elegantes ropas de sangre cuando los camisas blancas acabaron con él. Ése no tenía espíritu de superviviente. Había olvidado que ya no era un pez gordo.

Pero Tranh está aprendiendo. Igual que aprendió una vez a leer los informes de las mareas y los mapas de profundidad, el movimiento de los mercados y las plagas biológicas de diseño, ahora aprende de los gatos demonio que parpadean y se ocultan a la vista, que huyen de sus cazadores al primer indicio de peligro. Aprende de los cuervos y los milanos que prosperan con la carroña. Éstos son los animales a los que debe emular. Debe descartar los reflejos del tigre. Ya no quedan tigres, salvo en los zoológicos. El destino de un tigre es ser cazado y abatido. Pero un animal de pequeño tamaño, un carroñero, tiene la oportunidad de roer los huesos del tigre y huir con el último traje de los Hermanos Hwang que habrá de cruzar jamás la frontera de Malaca. Con el clan de los Hwang exterminado y todos sus diseños reducidos a cenizas, no queda nada salvo recuerdos y antigüedades, y un anciano carroñero que conoce el poder y los peligros de una fachada elegante.

Un rickshaw vacío pasa ociosamente por su lado. El conductor mira a Tranh por encima del hombro, inquisitivos los ojos, intrigado por la tela de los Hermanos Hwang que ondea sobre el magro armazón de Tranh. Dubitativo, Tranh levanta una mano. El rickshaw aminora.

¿Es prudente arriesgarse? ¿Dilapidar con tanta frivolidad su última medida de seguridad?

Hubo una época en que enviaba clíperes al otro lado del océano, a Chennai, con las bodegas repletas de durios pestilentes con el presentimiento de que los indios no habrían tenido tiempo de sembrar variedades resistentes antes de que se les echaran encima las nuevas mutaciones de la roya. Una época en que compraba té negro y madera de sándalo en los mercados fluviales con la esperanza de poder revenderlos en el sur. Ahora no es capaz de decidir si debería montar en el rickshaw o seguir caminando. ¡Qué personaje tan gris se ha vuelto! A veces se pregunta si no será en realidad un fantasma voraz, atrapado entre dos mundos sin poder escapar hacia ninguno de los dos.

El rickshaw rueda despacio ante él; el jersey azul del conductor reluce bajo el sol tropical, aguardando una decisión. Por señas, Tranh le indica que siga su camino. El conductor del rickshaw se pone de pie sobre los pedales, sus sandalias aletean contra los talones encallecidos, y acelera.

El pánico se apodera de Tranh. Levanta la mano otra vez, corre detrás del rickshaw.

—¡Espera! —Su voz no es más que un susurro.

El rickshaw se incorpora al tráfico, uniéndose a las bicicletas y las gigantescas formas bamboleantes de los megodontes elefantinos. Tranh deja caer la mano, alegrándose secretamente de que el conductor no lo haya oído, de que la decisión de gastar sus últimos baht haya recaído sobre una fuerza más grande que él.

Las aglomeraciones de la mañana fluyen a su alrededor. Cientos de niños con sus uniformes de marineros cruzan en columnas las puertas de las escuelas. Monjes con hábitos azafranados pasean a la sombra de grandes paraguas negros. Un hombre con un sombrero cónico de bambú se fija en él y murmura algo para su amigo. Ambos lo estudian. Un reguero de temor recorre la espalda de Tranh.

Lo rodean por completo, igual que en Malaca. Para sus adentros, los llama extranjeros, farang. Y sin embargo aquí es él el forastero. La criatura que no encaja. Y lo saben. Las mujeres que cuelgan sarongs en los alambres de sus balcones, los hombres sentados descalzos mientras beben café con azúcar. Los pescaderos y los vendedores de curri. Todos lo saben, y Tranh a duras penas consigue dominar el terror.

Bangkok no es Malaca, se dice. Bangkok no es Penang. Ya no tenemos esposas ni relojes de oro y diamantes que puedan robarnos. Pregunta a los cabezas de serpiente que me abandonaron en la jungla infestada de sanguijuelas de la frontera. Ellos tienen toda mi riqueza. Yo no tengo nada. No soy ningún tigre. Estoy a salvo.

Durante unos segundos, lo cree de veras. Pero, de repente, un muchacho con la piel oscura como la teca rebana la tapa de un coco con un machete oxidado y se lo ofrece con una sonrisa, y Tranh debe recurrir a toda su fuerza de voluntad para no proferir un alarido y huir despavorido.

Bangkok no es Malaca. No van a incendiar tus almacenes ni a cortar a tus trabajadores en pedazos que emplear como cebo para los tiburones. Se enjuga el sudor de la cara. Quizá debería haber esperado antes de ponerse el traje. Llama demasiado la atención. Hay demasiadas personas que lo observan. Sería mejor mimetizarse como un gato demonio y cruzar la ciudad al amparo del anonimato en vez de pasearse por ahí como un pavo real.

Poco a poco, los bulevares ribeteados de palmeras dan paso al páramo descubierto del nuevo barrio extranjero. Tranh aprieta el paso camino del río, adentrándose en el imperio manufacturero de los farang blancos.

Gweilo, yang guizi, farang. Cuántas palabras en cuántos idiomas para estos simios sudorosos de piel translúcida. Hace dos generaciones, cuando se agotó el petróleo y se clausuraron las fábricas gweilo, todo el mundo dio por sentado que estaban verdaderamente acabados. Pero ahora han vuelto. Los monstruos del pasado han regresado con nuevos juguetes y nuevas tecnologías. Las pesadillas con que lo amenazaba su madre invaden las costas asiáticas. Auténticos demonios, inmortales.

Y él se dispone a rendirles pleitesía: los secuaces de AgriGen y PurCal, con sus monopolios de arroz U-Tex y trigo TotalNutrient; los hermanos de sangre de los ingenieros biológicos que piratearon gatos demonio inspirándose en un libro y los dejaron en libertad para que procrearan a sus anchas; los patrocinadores de la misma Policía de Propiedad Intelectual que abordaba sus flotas de clíperes en busca de infracciones, husmeando como lobos tras el rastro de calorías sin sello y cereales pirateados, como si sus plagas de cibiscosis y roya de diseño no bastaran para garantizarles los mayores beneficios…

Ve un corro de gente ante él. Tranh frunce el ceño. Empieza a correr, pero se obliga a seguir caminando. Será mejor no dilapidar calorías ahora. Ya se ha formado una fila enfrente de la fábrica de los Hermanos Tennyson, esos diablos extranjeros. Se extiende a lo largo de casi toda una li, dobla la esquina, pasa por delante del logotipo de equipamiento para ciclistas que adorna la reja de hierro forjado de la Corporación de Investigación Sukhumvit, por delante de los dragones entrelazados de la División del Este Asiático de PurCal, y por delante de Mishimoto & Cía., la ingeniosa empresa japonesa de dinámica de fluidos a la que Tranh solía encargar el diseño de sus clíperes.

Se rumorea que Mishimoto está repleta de mano de obra mecánica importada. Repleta de neoseres ilegales modificados biológicamente que caminan, hablan y se mueven a trompicones… y que roban el arroz de los cuencos de personas reales. Criaturas de hasta ocho brazos, como los dioses hindúes, criaturas sin piernas para que no puedan fugarse, criaturas con ojos tan grandes como tazas que, aunque solo pueden ver a unos pocos palmos de distancia, lo inspeccionan todo con su tremenda curiosidad aumentada. Nadie puede ver lo que hay dentro, no obstante, y si los camisas blancas del Ministerio de Medio Ambiente saben algo, los astutos japoneses deben de pagarles bien para que hagan la vista gorda ante sus afrentas contra la biología y la religión. Se trata tal vez de lo único en lo que podrían estar de acuerdo un budista, un musulmán e incluso los cristianos grahamitas farang: los neoseres carecen de alma.

Cuando Tranh compraba sus clíperes a Mishimoto, hace tanto tiempo, eso le traía sin cuidado. Ahora se pregunta si, tras sus altas puertas, no habrá unas monstruosidades mecánicas que trabajan mientras los tarjetas amarillas deben quedarse fuera, implorando.

Tranh avanza lentamente por la fila. Unos agentes de policía armados con porras y pistolas de muelles vigilan a los aspirantes, bromeando acerca de los farang que mendigan trabajo a otros farang. El sol cae a plomo, implacable con las personas alineadas ante la puerta.

Wah! Pareces un pajarito de adorno con esa ropa.

Tranh da un respingo. Li Shen, Hu Laoshi y Lao Xia lo observan desde la fila, arracimados. Un trío de ancianos tan patéticos como él mismo. Hu agita un cigarrillo recién enrollado a modo de invitación, indicándole que se reúna con ellos. Tranh prácticamente se estremece al ver el tabaco, pero se obliga a rechazar la oferta. Hu insiste tres veces, y al final Tranh se permite aceptar, agradeciendo su sinceridad a Hu mientras se pregunta dónde habrá encontrado este su inesperado tesoro. Por otra parte, Hu es ligeramente más fornido que el resto. Un carretero ganará más si trabaja tan deprisa como Hu.

Tranh se enjuga el sudor de la frente.

—Cuántos aspirantes.

Todos se ríen de la desesperación de Tranh.

Hu le enciende el cigarro.

—¿Te creías que conocías un secreto, a lo mejor?

Tranh se encoge de hombros y aspira hondamente antes de pasarle el cigarrillo a Lao Xia.

—Un rumor. El Dios de las Patatas me contó que el hijo de su hermano mayor había recibido un ascenso. Me imaginé que habría quedado un hueco libre en el escalafón, el que antes ocupaba su sobrino.

Hu sonríe.

—Yo también me enteré así. «Eee. Se hará rico. Quince oficinistas a su cargo. ¡Eee! Se hará rico». Pensé que yo podría ser uno de esos quince.

—Al menos el rumor era fundado —dice Lao Xia—. Además, el sobrino del Dios de las Patatas tampoco es el único que ha recibido un ascenso. —Se rasca la nuca con un movimiento convulsivo, como un perro infestado de pulgas. Los mismos flecos cenicientos de fa’ gan que luce en la cara interior de los codos sobresalen de unas bolsas sudorosas tras sus orejas, allí donde el cabello ha desaparecido. A veces bromea al respecto: nada que no se pueda arreglar con un poco de dinero. El chiste es bueno. Pero hoy no deja de rascarse y tiene la piel agrietada y enrojecida detrás de las orejas. Se da cuenta de que todos lo observan y baja la mano de golpe. Con una mueca, pasa el cigarrillo a Li Shen.

—¿Cuántos puestos? —pregunta Tranh.

—Tres. Tres oficinistas.

Tranh tuerce el gesto.

—Mi número de la suerte.

Li Shen contempla la cola tras sus gafas de culo de botella.

—Me parece que seríamos demasiados aunque tu número de la suerte fuera el 555.

Lao Xia se ríe.

—Entre nosotros cuatro somos ya demasiados. —Da un golpecito en el hombro al tipo que espera en la fila justo delante de ellos—. Tío, ¿a qué te dedicabas antes?

El desconocido lo mira por encima del hombro, sorprendido. Fue un caballero distinguido una vez, como denotan su cuello de estudioso y sus elegantes zapatos de cuero, ahora cubiertos de arañazos y ennegrecidos por el carbón recogido en la basura.

—Enseñaba física.

Lao Xia asiente con la cabeza.

—¿Lo ves? Todos estamos más preparados de lo exigido. Yo dirigía una plantación de caucho. Nuestro profesor es un experto en dinámica de fluidos y diseño de materiales. Hu era un médico excelente. Y luego está nuestro amigo, el de las Tres Prosperidades. No era una empresa cualquiera, sino prácticamente una multinacional. —Paladea las palabras. Las repite—: Multi. Nacional. —El sonido resulta extrañamente poderoso y seductor.

Tranh agacha la cabeza, azorado.

—Eres demasiado amable.

Fang pi. —Hu le da una calada al cigarrillo antes de volver a pasarlo—. Tenías más dinero que todos los demás juntos. Y aquí estás ahora, rodeado de ancianos como tú que pretenden conseguir el trabajo de un joven. Hasta el último de nosotros está diez mil veces más cualificado de lo necesario.

El hombre que tienen detrás declara de repente:

—Yo era asesor legal en Standard & Commerce.

Lao Xia hace una mueca.

—¿Y eso a quién le importa, follaperros? Ahora no eres nada.

El abogado financiero se da la vuelta, ofendido. Lao Xia sonríe, chupa con fuerza el cigarrillo liado a mano y se lo pasa otra vez a Tranh. Cuando este se dispone a darle una calada, Hu le da un golpecito en el codo.

—¡Fíjate! Por ahí va el viejo Ma.

Tranh mira en la dirección indicada mientras aspira con fuerza. Por un momento le asalta la sospecha de que Ma lo ha seguido hasta aquí, pero no. Es simple coincidencia. Se encuentran en el distrito industrial farang. Ma trabaja para los diablos extranjeros, les lleva la contabilidad. Una empresa de muelles percutores. Springlife. Sí, Springlife. Es natural que Ma esté aquí, acudiendo con comodidad al trabajo en un rickshaw cuyo conductor suda profusamente.

—Ma Ping —dice Li Shen—. He oído que ahora vive en el piso de arriba. En lo más alto, con el mismísimo Señor del Estiércol.

Tranh frunce el ceño.

—Lo despedí una vez. Hace mil años. Un gandul malversador.

—Qué gordo está.

—He visto a su esposa —dice Hu—. Y a sus hijos. Todos están rollizos. Comen carne todas las noches. Los chicos están más gordos que gordos. Rebosantes de proteínas U-Tex.

—Exageras.

—Más gordos que nosotros.

Lao Xia se rasca una costilla.

—Las cañas de bambú están más gordas que tú.

Tranh ve cómo Ma Ping abre la puerta de una fábrica y se cuela en su interior. El pasado, pasado está. Vivir en el pasado es una locura. Allí no hay nada para él. Ni relojes de pulsera, ni concubinas, ni pipas de opio, ni esculturas de jade con la misericordiosa efigie de Quan Yin. Ningún clíper estilizado va a surcar las aguas del puerto con las bodegas repletas de fortunas. Sacude la cabeza y le ofrece la colilla a Hu para que este recupere el tabaco y pueda volver a utilizarlo más tarde. En el pasado no hay nada para él. Ma pertenece al pasado. La empresa de distribución Tres Prosperidades pertenece al pasado. Cuanto antes se grabe esto en la memoria, antes saldrá de este espantoso agujero.

Wei! —exclama un hombre a su espalda—. ¡Calvorota! ¿Cuándo te has saltado la fila? ¡Vuelve atrás! ¡Haz cola como todos los demás!

—¿Que haga cola? —replica Lao Xia—. ¡No seas cretino! —Hace un gesto en dirección a la columna que se extiende ante ellos—. ¿Cuántos cientos de aspirantes tenemos delante? Que se ponga aquí o allá no cambiará nada.

Otros empiezan a responder a las quejas del hombre. Se suman a ellas.

—¡A tu sitio! Pai dui! Pai dui! —Ante el creciente alboroto, los agentes de policía comienzan a recorrer la columna, haciendo girar sus porras con indolencia. No son camisas blancas, pero tampoco sienten el menor cariño por los famélicos tarjetas amarillas.

Mediante gestos Tranh intenta apaciguar a la multitud y a Lao Xia.

—Sí. Por supuesto. Ya vuelvo a mi sitio. No tiene mayor importancia. —Se despide de sus camaradas y empieza a abrirse camino por la sinuosa serpiente de tarjetas amarillas, buscando la cola lejana.

Mucho antes de que Tranh regrese a su puesto, todos los aspirantes reciben la orden de dispersarse.

Noche de rapiña. Noche de hambre. Tranh merodea por los callejones a oscuras, evitando el calor acumulado en la prisión vertical de las torres. Los gatos demonio se encrespan y se desbandan a su paso en oleadas ondulantes. Las luces de las lámparas de metano parpadean, se consumen y se apagan, ennegreciendo la ciudad. Las sofocantes tinieblas de terciopelo, impregnadas de la fetidez de la fruta podrida, lo envuelven. El aire cargado de humedad pesa sobre sus hombros. Oscuridad muda, asfixiante. Tenderetes vacíos. En una esquina, una comparsa callejera ensaya estilizadas cadencias al compás de las historias de Ravana. En una de las vías principales, los megodontes avanzan pesadamente, bamboleándose como montañas cenicientas, capitaneadas sus sombras amasadas por el destello de las cintas doradas de los cuidadores del sindicato.

En los callejones, niños armados con brillantes cuchillos de plata dan caza a tarjetas amarillas desprevenidos y thais borrachos, pero Tranh conoce sus ferales costumbres. Hace un año no los habría visto, pero ahora ha desarrollado el paranoico don de la supervivencia. Esas criaturas son como los tiburones: predecibles, fáciles de evitar. No son estos depredadores visiblemente salvajes los que atenazan de miedo las entrañas de Tranh; quienes lo aterran son los camaleones, las personas corrientes que trabajan, compran, sonríen y saludan con wais corteses antes de enfurecerse sin previo aviso.

Rebusca entre los montones de basura, peleándose con los gatos demonio por cualquier resto de comida, deseando ser lo bastante rápido como para capturar y matar a uno de esos felinos prácticamente invisibles. Recoge mangos descartados, los estudia atentamente con sus ojos de anciano, los observa de cerca y de lejos, los olfatea, palpa las pieles cubiertas de roya y los tira lejos de sí cuando sus entrañas revelan la delatora pigmentación rojiza. Algunos de ellos todavía huelen bien, pero ni siquiera los cuervos aceptarían semejante lacra. Estarían encantados de picotear un cadáver agusanado, pero jamás se alimentarían de roya.

Calle abajo, los esbirros del Señor del Estiércol usan sus palas para guardar las heces animales acumuladas durante la jornada en sacos que después cargan en carros tirados por triciclos: la cosecha nocturna. Lo observan con suspicacia. Tranh rehúye su mirada, evitando cualquier conflicto, y prosigue su camino arrastrando los pies. De todas formas, no tendría nada que cocinar en una fogata ilegal de excrementos robados, ni la menor oportunidad de vender el fertilizante en el mercado negro. El monopolio del Señor del Estiércol es demasiado fuerte. Tranh se pregunta cómo sería encontrar un lugar en el sindicato de los recogedores de estiércol, saber que su supervivencia depende de seguir alimentando los hornos de las fábricas de reciclaje de metano de Bangkok. Pero es el sueño de un fumador de opio; ningún tarjeta amarilla puede ingresar en ese club exclusivo.

Tranh coge otro mango y se queda petrificado. Se agacha, entornando los ojos. Aparta una pila de pasquines de protesta contra el Ministerio de Medio Ambiente y de folletos que reclaman un nuevo río Wat cubierto de oro. Aparta un montón de viscosas pieles de plátano ennegrecidas y hurga en la basura. Debajo de todo ello, cubierta de manchas y rota pero todavía legible, encuentra una porción de lo que en su día era un enorme cartel publicitario que quizá presidía esta plaza: …ogística. Transportes. Comerc… Y tras esas palabras, la gloriosa silueta del Lucero del alba, una parte del logotipo del clíper de tres velas de las Tres Prosperidades, empujado por el viento, estilizado y veloz como un tiburón: un prodigio de tecnología punta compuesto de polímeros de aceite de palma, dotado de unas velas tan blancas y afiladas como las alas de una gaviota.

Tranh aparta la mirada, abrumado por la emoción. Es como profanar una tumba y descubrirse a sí mismo dentro del ataúd. Su orgullo. Su ceguera. El fantasma de una época en que creía que podría competir con los diablos extranjeros y convertirse en un magnate mercantil. Un Li Ka Shing, o un Richard Kuok renacido para la Nueva Expansión. Él solo iba a devolver su prestigio a las dotes para el comercio y el transporte de los chinos nanyang. Y aquí, como una bofetada en la cara, una porción de su ego, sepultada bajo la podredumbre, la roya y los orines de gato.

Mira a su alrededor, rebuscando en pos de más porciones del cartel, preguntándose si alguien seguirá pedaleando llamadas a ese antiguo número de teléfono, si la secretaria cuyo sueldo antes dependía de él seguirá en el despacho, trabajando para un nuevo jefe, un nativo malayo quizá, de pedigrí y religión irreprochables. Preguntándose si los pocos clíperes que no consiguió barrenar seguirán surcando los mares y visitando las islas del archipiélago. Se obliga a interrumpir su búsqueda. Aunque dispusiera del dinero necesario, jamás pedalearía ese número. No malgastaría calorías. No podría soportar la pérdida otra vez.

Los gatos demonio que se han ido acercando sigilosamente huyen en desbandada cuando Tranh se endereza. En esta plaza no hay nada, salvo mondaduras y estiércol sin recoger. Ha vuelto a desperdiciar sus calorías. Incluso las cucarachas y los escarabajos necrófagos han sido devorados ya. Aunque se pasara doce horas buscando, seguiría sin encontrar nada. Son demasiadas las personas que han pasado por aquí antes que él, estos huesos ya han quedado limpios.

En tres ocasiones se esconde de los camisas blancas camino de casa, en tres ocasiones se refugia en las sombras mientras pasan de largo, pavoneándose. Encogiéndose cuando se acercan, maldiciendo el traje de lino blanco que lo delata en la oscuridad. A la tercera, un temor supersticioso corre abrasador por sus venas. Es como si su atuendo de hombre rico atrajera a las patrullas del Ministerio de Medio Ambiente, como si conspirase para acarrear la muerte a su portador. Unas manos indolentes hacen girar las porras negras a escasos centímetros de su cara. Las pistolas de muelles relucen plateadas en la oscuridad. Sus cazadores están tan cerca que Tranh puede contar las afiladas cuchillas circulares guardadas en sus bandoleras de yute. Uno de los camisas blancas se para a orinar en el callejón que le sirve de refugio, y si no consigue verlo es tan solo porque su socio, en la calle, detiene a unos recolectores de estiércol para pedirles los permisos.

En cada ocasión, Tranh reprime el aterrado impulso de deshacerse de su ostentoso atuendo y hundirse en la seguridad del anonimato. Que los camisas blancas lo capturen es simplemente cuestión de tiempo. Que empuñen las porras negras y reduzcan su cráneo chino a un amasijo de huesos rotos y pulpa sanguinolenta. Correr desnudo al amparo de la noche sofocante es preferible a pasearse como un pavo real y morir. Sin embargo, no se decide a abandonar el traje maldito. ¿Se trata de orgullo? ¿De estupidez? Se lo queda, en cualquier caso, aunque su corte arrogante amenace con licuarle las atemorizadas entrañas.

Cuando llega a su hogar, incluso las luces de gas de las grandes avenidas de Sukhumvit y Rama IV se han apagado ya. Frente a la torre del Señor del Estiércol, los puestos callejeros continúan calentando woks para los escasos trabajadores que tienen la suerte de hacer el turno de noche y gozan de permiso para saltarse el toque de queda. Velas de sebo de cerdo chisporrotean en las mesas. Los fideos se zambullen con un siseo en el aceite caliente. Los camisas blancas deambulan con indolencia de un lado para otro, sin perder de vista a los tarjetas amarillas sentados, cerciorándose de que ningún extranjero tenga la osadía de dormir al aire libre y ensuciar las aceras con su presencia y sus ronquidos.

Tranh se sumerge en la protectora sombra de las torres, amparándose en la seguridad extraterritorial de la influencia del Señor del Estiércol. Tambaleándose, encamina sus pasos a los portales y el bochorno de la torre de pisos, preguntándose hasta dónde tendrá que subir esta vez antes de encontrar un rincón libre en los huecos de las escaleras.

—No conseguiste el trabajo, ¿verdad?

Tranh hace una mueca al oír esa voz. De nuevo Ma Ping, sentado en una mesa en la acera, con una botella de whisky de Mekong a su lado. El alcohol tiñe de rojo sus facciones, tan resplandecientes como un farolillo de papel. Alrededor de su mesa yacen varias bandejas de comida a medio degustar. Suficiente para alimentar a otras cinco personas sin problemas.

En la cabeza de Tranh batallan distintas imágenes de Ma: el joven oficinista al que despidió una vez por pasarse de listo con el ábaco, el hombre cuyo hijo está gordo, el hombre que siempre salía antes de tiempo, el hombre que imploró que lo readmitieran en las Tres Prosperidades, el hombre que ahora se pavonea por toda Bangkok con la última posesión de valor de Tranh en la muñeca, lo único que ni siquiera los cabezas de serpiente pudieron robarle. Tranh piensa que el destino debe de ser verdaderamente cruel para rebajarlo a la altura de un hombre al que siempre había considerado inferior.

Pese a poner todo su empeño para aparentar bravuconería, las palabras de Tranh escapan de sus labios como ratones asustados.

—¿Y a ti qué te importa?

Ma encoge los hombros mientras se sirve un trago de whisky.

—No te habría visto en la cola de no ser por ese traje. —Inclina la cabeza en dirección a las ropas empapadas de sudor de Tranh—. Buena idea, arreglarse. Demasiado atrás en la fila, no obstante.

A Tranh le gustaría alejarse, ignorar al cachorro arrogante, pero las sobras de Ma, róbalo y laap al vapor con fideos de arroz U-Tex, yacen tentadoramente cerca. No puede evitar que la boca se le haga agua cuando cree percibir un olor a carne de cerdo. Le duelen las encías ante la posibilidad de volver a masticar algo tan sólido, y se pregunta si sus dientes estarían a la altura de tan exagerado lujo…

De pronto, Tranh se percata de que lleva un rato sin parpadear. Lleva un rato sin apartar la mirada de los restos de la cena de Ma. Y Ma se ha dado cuenta. Tranh se ruboriza y empieza a alejarse.

—¿Sabes? —dice Ma—, no compré el reloj para vengarme de ti.

Tranh se detiene en seco.

—Entonces ¿por qué?

Ma acaricia la chuchería de oro y diamantes, y después parece arrepentirse. Coge el vaso de whisky.

—Quería un recuerdo. —Le da un trago al licor y vuelve a posar el vaso entre los montones de platos, con el cuidado exagerado de los borrachos. Sonríe tímidamente. Sus dedos vuelven a acariciar el reloj, un movimiento furtivo, culpable—. Una advertencia. Contra el ego.

Fang pi —escupe Tranh.

Ma sacude vigorosamente la cabeza.

—¡No! Es verdad. —Hace una pausa—. Cualquiera puede caer. Si las Tres Prosperidades pueden, yo también. Quería recordar esa lección. —Bebe otro sorbo de whisky—. Hiciste bien al despedirme.

—Entonces no pensabas lo mismo —resopla Tranh.

—Estaba enfadado. Entonces no sabía que me estabas salvando la vida. —Ma se encoge de hombros—. Jamás habría abandonado Malaca si no me hubieras despedido. Jamás hubiera visto venir el Incidente. Habría estado demasiado ocupado con el día a día. —De improviso, endereza los hombros e indica a Tranh que se siente con él—. Ven. Bebe algo. Come. Te lo debo. Me salvaste la vida. No he sabido agradecértelo. Siéntate.

Tranh se da la vuelta.

—No me tengo en tan baja estima.

—¿Tan orgulloso eres que no puedes aceptar la comida de otro? No seas engreído. Me da igual que me odies, pero acepta mi comida. Podrás maldecirme más tarde, con la tripa llena.

Tranh intenta controlar el hambre, obligarse a seguir caminando, pero no puede. Conoce algunas personas a las que el orgullo las obligaría a morir de inanición antes de aceptar las sobras de Ma, pero él no es una de ellas. Hace una eternidad, podría haberlo sido. Pero las humillaciones de su nueva vida le han enseñado muchas cosas sobre quién es realmente. Ya no se hace ilusiones. Se sienta. Ma sonríe de oreja a oreja y empuja en su dirección los platos a medio degustar.

Tranh piensa que debe de haber hecho algo espantoso en una vida anterior para merecerse esta humillación, pero aun así debe contenerse para no enterrar las manos en la comida pringosa y prescindir de los cubiertos. Al cabo, el propietario del puesto ambulante le trae un par de palillos para los fideos, y un tenedor y una cuchara para el resto. Los fideos y el cerdo picado se deslizan por su garganta como si esta fuera un tobogán. Se esfuerza por masticar, pero engulle los alimentos en cuanto estos tocan su lengua. La comida sigue llegando. Se acerca un plato a los labios, devorando las últimas sobras de Ma. Pescado, lacias hebras de cilantro y aceite viscoso y picante, verdaderas delicias.

—Bueno. Bueno. —Ma hace una seña al encargado del puesto nocturno, que se apresura a enjuagar y entregarle un vaso de whisky.

La penetrante fragancia del licor envuelve a Ma como un aura mientras llena los vasos. El olor hace que Tranh sienta una opresión en el pecho. Tiene la barbilla embadurnada de aceite, fruto de su precipitación. Se limpia los labios con el brazo mientras ve cómo el líquido ambarino chapotea contra el cristal.

Antes Tranh bebía coñac: XO. Importado en sus propios clíperes. Un producto extraordinariamente caro a causa de los costes derivados del transporte. Una delicia de los diablos extranjeros, anterior a la Contracción. El fantasma de una utopía histórica, reforzado por la nueva Expansión y por su comprensión de que el mundo estaba volviéndose más pequeño una vez más. Con los nuevos diseños de los cascos y los avances en la producción de polímeros, sus clíperes surcaban el globo y regresaban con las bodegas repletas de mercancías de ensueño. Y sus clientes malayos estaban encantados de comprárselas, con independencia de su religión. Cómo se había enriquecido. Se obliga a apartar de sí esos pensamientos mientras Ma empuja un vaso en su dirección y levanta el suyo a modo de brindis. Eso pertenece al pasado. Todo pertenece al pasado.

Beben. El whisky arde placenteramente en el estómago de Tranh, mezclándose con las guindillas, el pescado, la carne de cerdo y el aceite caliente de los fideos fritos.

—Es una verdadera lástima que no consiguieras ese trabajo.

Tranh hace una mueca.

—No te regodees. El destino siempre encuentra la manera de equilibrar la balanza. He aprendido esa lección.

Ma agita una mano.

—No me burlo. Somos demasiados, esa es la verdad. Estabas diez mil veces más cualificado de lo necesario para ese puesto. Para cualquier puesto. —Bebe un sorbo de whisky y observa a Tranh por encima del borde del vaso—. ¿Recuerdas cuando me llamabas sabandija holgazana?

Tranh se encoge de hombros, no logra apartar la mirada de la botella de whisky.

—Te llamaba cosas peores. —Espera a ver si Ma vuelve a llenarle el vaso. Preguntándose cuánto dinero tiene y cuál es el límite de su generosidad. Odiándose por tener que representar el papel de mendigo ante un mocoso al que en su día rehusó mantener como oficinista y que ahora se cree mejor que él… y que ahora, en un alarde de orgullo, llena el vaso de Tranh hasta arriba de whisky, dejando que rebose en una cascada ambarina a la oscilante luz de las velas.

Cuando termina de servir, Ma contempla fijamente el charco que se ha formado.

—El mundo se ha vuelto del revés, sin duda. Los jóvenes gobiernan a los viejos. Los malayos pisotean a los chinos. Y los diablos extranjeros regresan a nuestras costas como peces abotargados tras una epidemia de ku-shui. —Ma esboza una sonrisa—. Hay que mantener los ojos abiertos y estar atento a la menor oportunidad. No como todos esos ancianos que hacen cola en la acera, esperando a que alguien les ofrezca un trabajo penoso. Hay que encontrar un nicho nuevo. Y eso fue lo que hice. Así conseguí el empleo que tengo ahora.

Tranh hace una mueca.

—Llegaste en un momento más propicio —protesta envalentonado por la tripa llena y el licor que le caldea las mejillas y las extremidades—. De todas formas no deberías vanagloriarte tanto. Por lo que a mí respecta, todavía apestas a la leche de tu madre, viviendo en la torre del Señor del Estiércol. Tú solo eres el Señor de los Tarjetas Amarillas. ¿Y qué significa eso realmente? Todavía no me llegas a la suela de los zapatos, mister pez gordo.

Ma abre los ojos de par en par. Suelta una carcajada.

—No. Por supuesto que no. Algún día, quizá. Pero procuro aprender de ti. —Sonríe ligeramente e inclina la cabeza en dirección al decrépito aspecto de Tranh—. No quiero que este sea mi epílogo.

—¿Es cierto que tienen ventiladores de manivela en los pisos más altos? ¿Que se está fresco allí arriba?

Ma contempla de reojo la torre de apartamentos que se cierne sobre ellos.

—Sí. Por supuesto. Y hombres con las calorías necesarias para accionarlos. Acarrean agua para nosotros, y algunos ejercen de contrapeso para el montacargas… se pasan el día subiendo y bajando… haciéndole favores al Señor del Estiércol. —Se ríe, le sirve más whisky e indica a Tranh que beba—. Pero tienes razón. En realidad no es nada. Como palacio resulta muy triste.

»Pero eso ya no tiene importancia. Mi familia se traslada mañana. Hemos obtenido los permisos de residencia. Mañana, cuando vuelva a cobrar, nos mudaremos de aquí. Se acabaron los tarjetas amarillas. Se acabaron los sobornos a los esbirros del Señor del Estiércol. Se acabaron los problemas con los camisas blancas. Lo hemos arreglado todo con el Ministerio de Medio Ambiente. Depondremos nuestras tarjetas amarillas y nos convertiremos en thais. Seremos inmigrantes, en vez de una simple especie invasora. —Levanta el vaso—. Por eso estoy de celebración.

Tranh frunce el ceño.

—Estarás satisfecho. —Apura la bebida y suelta el vaso encima de la mesa, con fuerza—. Pero no olvides que el clavo que más sobresale es el que antes recibe los martillazos.

Ma sacude la cabeza y sonríe, con la mirada iluminada por el whisky.

—Bangkok no es Malaca.

—Ni Malaca era Bali. Pero eso no impidió que aparecieran con sus machetes y sus pistolas de muelles, que amontonaran nuestras cabezas en las cunetas y enviaran nuestros cadáveres y nuestra sangre río abajo hasta Singapur.

Ma se encoge de hombros.

—Agua pasada. —Por señas, pide más comida al encargado del wok—. Ahora tenemos que fundar un nuevo hogar aquí.

—¿Crees que es posible? ¿No temes que algún camisa blanca decida clavar tu piel en su puerta? No puedes obligarles a querernos. Aquí tenemos la suerte en contra.

—¿La suerte? ¿Desde cuándo es tan supersticioso mister Tres Prosperidades?

Llega el plato de Ma, diminutos camarones fritos, con sal y aceite picante para que Ma y Tranh los cojan con los palillos y los trituren entre los dientes, ninguno de ellos mayor que la punta del dedo meñique de Tranh. Ma selecciona uno y lo muerde con un crujido.

—¿Desde cuándo es tan débil mister Tres Prosperidades? Cuando me despediste, dijiste que mi suerte dependía de mí mismo. ¿Y ahora insinúas que se te ha agotado? —Escupe en la acera—. He visto neoseres con más voluntad de vivir que tú.

—Fang pi.

—¡No! ¡Es verdad! Hay una chica mecánica japonesa en los bares a los que acude mi jefe. —Ma se inclina hacia delante—. Parece una mujer de verdad. Y hace cosas repugnantes. —Sonríe—. Te pone la polla dura. Pero nunca se queja de su suerte. Todos los camisas blancas de la ciudad pagarían por arrojarla a los hornos de metano, y ella sigue estando allí, en la torre de pisos, bailando cada noche a la vista de todos. Exhibiendo todo su cuerpo carente de alma.

—No es posible.

Ma se encoge de hombros.

—Di lo que quieras. Pero yo la he visto. Y no está en los huesos. Acepta los salivazos y las limosnas que le tira el destino y sobrevive. No le importan los camisas blancas, ni los edictos del reino, ni los detractores de Japón, ni los fanáticos religiosos. Lleva meses bailando.

—¿Cómo puede sobrevivir?

—¿Sobornos? ¿Quizá a algún farang perverso le gusta revolcarse en su porquería? ¿Quién sabe? Ninguna muchacha de carne y hueso haría las cosas que hace ella. Se te para el corazón en el pecho. Uno olvida que es un neoser cuando hace esas cosas. —Suelta una carcajada, antes de mirar a Tranh de soslayo—. No me hables de la suerte. Ni en todo el reino hay suerte suficiente para mantenerla con vida durante tanto tiempo. Y sabemos que tampoco sobrevive gracias al karma. No tiene ninguno.

Tranh se encoge diplomáticamente de hombros y engulle otro bocado de camarones.

Ma sonríe.

—Sabes que tengo razón. —Apura el vaso de whisky y lo deja de golpe encima de la mesa—. ¡Nos forjamos nuestra propia suerte! Nuestro propio destino. ¡Un neoser baila en un bar público y yo trabajo para un farang podrido de dinero que no sería capaz ni de encontrarse el culo sin mi ayuda! ¡Por supuesto que tengo razón! —Sirve más licor—. Deja de compadecerte de ti mismo y sal de tu agujero. A los diablos extranjeros les traen sin cuidado tu suerte y tu destino, y mira cómo han vuelto, como un virus recién diseñado. Ni siquiera la Contracción los detuvo. Son como otra invasión de gatos demonio. Pero se fabrican su propia suerte. Ni siquiera estoy seguro de que exista el karma para ellos. Si unos necios como estos farang pueden salir adelante, los chinos no permaneceremos sometidos mucho más tiempo. Cada cual se fabrica su propia suerte, eso fue lo que me dijiste al despedirme. Dijiste que yo mismo me había buscado mi mala suerte, que solo yo era el culpable.

Tranh eleva la mirada hacia Ma.

—A lo mejor podría trabajar en tu empresa. —Sonríe en un intento por disimular su desesperación—. Podría ganar dinero para el gandul de tu jefe.

Ma entorna los párpados.

—Ah. Eso es complicado. No sabría decirte.

Tranh sabe que debería aceptar la educada negativa, que debería cerrar el pico. Pero aunque una parte de él hace una mueca, sus labios se abren de nuevo, insistiendo, implorando.

—¿Quizá necesites un ayudante? ¿Para llevar los libros? Hablo su diabólico idioma. Lo aprendí por mi cuenta cuando negociaba con ellos. Podría resultar útil.

—Apenas si hay trabajo suficiente para mí.

—Pero si es tan estúpido como aseguras…

—Estúpido, sí. Pero no es tan zoquete como para no darse cuenta de que hay otro cuerpo en su despacho. Nuestras mesas no están tan lejos la una de la otra. —Hace un movimiento con las manos—. ¿Crees que no se fijaría en un culí esquelético acuclillado junto al pedal de su ordenador?

—¿En su fábrica, entonces?

Pero Ma ya ha empezado a negar con la cabeza.

—Te ayudaría si pudiera. Pero los sindicatos de megodontes ostentan todo el poder, y los sindicatos de inspectores de línea están vetados a los farang, no te ofendas, y nadie se va a creer que eres un experto en materiales. —Sacude la cabeza de nuevo—. No. De ninguna manera.

—Cualquier cosa. Aunque sea de recogedor de estiércol.

Pero Ma ya ha empezado a menear la cabeza más vigorosamente, y Tranh por fin consigue dominar la lengua, taponar esta diarrea de ruegos.

—No importa. Da igual. —Esboza una sonrisa forzada—. Estoy seguro de que ya saldrá algo. No me preocupa. —Coge la botella de whisky del Mekong y rellena el vaso de Ma, poniendo la botella boca abajo y vaciándola pese a las protestas de Ma.

Tranh levanta el vaso medio vacío y brinda con el joven que lo ha superado en todos los sentidos, antes de apurar el resto del alcohol de un solo trago. Bajo la mesa, unos gatos demonio prácticamente invisibles le rozan las piernas huesudas, aguardando a que se marche, con la esperanza de que sea lo suficientemente iluso como para dejar atrás alguna sobra.

Amanece. Tranh recorre las calles en busca de un desayuno que no se puede permitir. Registra callejones en los que perdura el tufo del pescado, el lacio cilantro verde y los brillantes tallos de limoncillo. Los durios se amontonan en pilas pestilentes, cubiertas de las vesículas rojas de la roya sus pieles espinosas. Se pregunta si podrá robar uno. Aunque la superficie amarilla esté blanda y sucia, la pulpa sigue siendo nutritiva. Se pregunta cuánta roya puede consumir una persona antes de caer en coma.

—¿Quieres? Trato especial. Cinco por cinco baht. Bien, ¿sí?

La mujer que lo llama con voz chillona no tiene dientes, sonríe con las encías y repite:

—Cinco por cinco baht. —Se dirige a él en mandarín reconociendo la herencia que comparten, aunque ella tuvo la suerte de nacer en el reino y él la desgracia de criarse en Malaca. Una china chiu chow, dichosamente protegida por su clan y su reino. Tranh reprime una punzada de envidia.

—Cuatro por cuatro, más bien. —Forma un juego de palabras con los homónimos. Sz por sz. Cuatro por morir—. Tienen la roya.

La mujer agita una mano, airada.

—Cinco por cinco. Todavía están buenos. Mejor que buenos. Recién recogidos. —Empuña un machete afilado y parte el durio por la mitad, revelando la limpia pulpa amarilla del interior con sus gordas pepitas relucientes. La mareante fragancia dulzona del durio fresco impregna el aire y los envuelve—. ¡Mira! Dentro está bueno. Recogido justo a tiempo. Todavía es seguro.

—Podría comprar uno. —No puede permitírselo. No puede evitar responder. Es demasiado agradable que lo vean como a un posible comprador. Se da cuenta de que se trata del traje. Los Hermanos Hwang lo enaltecen a los ojos de esta mujer. Jamás le habría dirigido la palabra de no ser por el traje. Ni siquiera estarían teniendo esta conversación.

—¡Compra más! A más compras, más ahorras.

Tranh se obliga a sonreír, preguntándose cómo escapar de un regateo que nunca debería haber empezado.

—Soy un simple anciano. No necesito tantos.

—Un anciano flacucho. Come más. ¡Ponte gordo!

Los dos se ríen ante estas palabras. Tranh busca una réplica, algo con lo que mantener viva su cordial interacción, pero le falla la lengua. La mujer ve la impotencia en sus ojos. Sacude la cabeza.

—Ah, abuelo. Corren tiempos difíciles para todos. Demasiados de vosotros a la vez. Nadie se imaginaba que la situación aquí sería tan mala.

Tranh agacha la cabeza, azorado.

—Te he molestado. Debería irme.

—Espera. Toma. —La mujer le ofrece la mitad del durio—. Llévatelo.

—No puedo pagarlo.

La mujer muestra su impaciencia con un ademán.

—Llévatelo. Tengo suerte de ayudar a alguien de la vieja tierra. —Sonríe—. Y la roya tiene tan mala pinta que no puedo vendérselo a otro.

—Eres muy amable. Que Buda te sonría. —Pero mientras acepta el obsequio vuelve a fijarse en la enorme montaña de durios que se alza detrás de ella. Todos pulcramente apilados, con sus cardenales y sus sanguinolentas vejigas de roya. Como las cabezas chinas apiladas en Malaca: su mujer y su hija observándolo boquiabiertas, con gesto acusador. Suelta el durio y le propina una patada, limpiándose las manos frenéticamente en la chaqueta, intentando quitarse la sangre que le tiñe las palmas.

—¡Ay! ¡Qué desperdicio!

Tranh apenas si oye los gritos de la mujer. Tambaleándose, retrocede ante el durio caído, sin poder apartar la vista de su superficie rugosa. Las entrañas desparramadas. Mira a su alrededor, desesperado. Tiene que alejarse de la multitud. Tiene que alejarse del hervidero de cuerpos y del hedor a durio que lo impregna todo, agolpándose en su garganta, estrangulándolo. Se tapa la boca con una mano y empieza a correr, apartando a empujones a los demás compradores, abriéndose paso a través del gentío.

—¿Adónde vas? ¡Vuelve! Huilai! —Pero las palabras de la mujer no consiguen imponerse al bullicio. Tranh atraviesa la multitud a empujones, apartando a los lados a mujeres cargadas con cestos repletos de raíces de loto blanco y berenjenas moradas, esquivando a los agricultores con sus traqueteantes carretillas de bambú, soslayando barreños de calamares y peces con cabeza de serpiente. Corre por el callejón del mercado como un ladrón identificado, trastabillando y contoneándose, avanzando sin pensar ni saber adónde se dirige, sencillamente huyendo, desesperado por escapar de las cabezas amontonadas de sus familiares y sus compatriotas.

Corre y corre sin cesar.

E irrumpe en la amplia avenida de la carretera de Charoen Krung. Lo baña una ola de polvo de estiércol y sol abrasador. Los rickshaws circulan traqueteando por la calzada. Las palmeras y los bananeros achaparrados relucen exuberantes a cielo descubierto.

Tan violentamente como le sobrevino, el pánico lo abandona. Se detiene en seco, con las manos en las rodillas, maldiciéndose mientras intenta recuperar el aliento. Imbécil. Estúpido. Morirás si no comes. Endereza la espalda y prueba a darse la vuelta, pero los durios amontonados centellean en su mente y se aleja del callejón tambaleándose, conteniendo las arcadas. No puede regresar. No puede enfrentarse a esas pilas ensangrentadas. Se dobla por la cintura y su estómago se contrae, pero sus tripas vacías solo consiguen conjurar unos hilachos de saliva.

Al cabo, se limpia la boca en una manga de los Hermanos Hwang, se obliga a erguirse y se enfrenta a los rostros extranjeros que lo rodean. El mar de forasteros entre los que debe aprender a nadar, todos los cuales lo tildan de farang. La mera idea lo repele. Y pensar que en Malaca, con veinte generaciones de su familia y su clan arraigadas en la ciudad, también era un intruso. Que la noble historia de su clan no es más que la nota a pie de página de una expansión china que ha resultado ser tan transitoria como el frescor de la noche. Que su pueblo no era más que un puñado de granos de arroz derramados por accidente sobre un mapa, recogidos y eliminados ya mucho más minuciosamente de lo que jamás lograron esparcirse.

Tranh descarga fardos de las marcas RedSilk y U-Tex al amparo de la noche, ofrendas para el Dios de las Patatas. Un trabajo afortunado. Un momento de suerte, aunque le tiemblen las rodillas nudosas y amenacen con ceder bajo su peso en cualquier momento. Un trabajo afortunado, aunque tenga los brazos entumecidos de tanto acarrear los pesados sacos que le lanzan desde los megodontes. Esta noche, se esfuerza no solo por la paga sino también por la oportunidad de sustraer algo de la cosecha. Aunque las patatas RedSilk sean pequeñas y se hayan recogido antes de tiempo para evitar un nuevo brote de escabiosa —la cuarta variedad genética en lo que va de año— siguen estando buenas. Y lo reducido de su tamaño supone que sus nutrientes mejorados le caben sin problemas en los bolsillos.

En cuclillas sobre su cabeza, Hu le tiende las patatas. Mientras los colosales megodontes elefantinos se agitan y gruñen, esperando a que las grandes carretas terminen de vaciarse, Tranh sujeta las ofrendas de Hu con un garfio en cada mano y baja los sacos al suelo, el último paso. Enganchar, sujetar, girar y bajar. Una vez, y otra, y otra.

No trabaja solo. Las mujeres de los suburbios de la torre se agolpan alrededor de su escalera. Extienden los brazos y acarician cada uno de los sacos mientras Tranh los deja en el suelo. Sus dedos tantean el cáñamo y la arpillera en busca de agujeros, pequeños desgarrones, golpes de suerte. En mil ocasiones acarician los fardos, comprobando reverentemente las costuras, retirándose tan solo cuando los culís se abren paso entre ellas para recoger los sacos y llevárselos al Dios de las Patatas.

Tras una hora de trabajo, a Tranh le tiemblan los brazos. Después de tres, apenas si puede mantenerse en pie. Se tambalea en la escalerilla decrépita con cada nuevo saco que deja en el suelo, y jadea y sacude la cabeza para quitarse el sudor de los ojos mientras espera a que llegue el siguiente.

Hu lo observa desde lo alto.

—¿Estás bien?

Con cautela, Tranh mira de reojo por encima del hombro. El Dios de las Patatas monta guardia, contando los sacos que están siendo transportados al almacén. Su mirada vaga ocasionalmente hasta los carros y se desliza por encima de Tranh. Detrás de él, cincuenta hombres sin suerte observan en silencio desde las sombras, hasta el último de ellos más perspicaz de lo que el Dios de las Patatas será jamás. Tranh endereza los hombros y estira los brazos para recoger el próximo saco, sin pensar en los ojos que lo escudriñan. Cuán diplomáticamente aguardan su turno. Cuán silenciosos. Cuán voraces.

—Estoy bien. Perfectamente.

Hu se encoge de hombros y levanta el siguiente fardo de arpillera por encima del borde del carro. Aunque el puesto de Hu sea mejor, Tranh no puede tenérselo en cuenta. Uno de los dos debe sufrir. Y Hu encontró el trabajo. Hu tiene derecho a ocupar su lugar de privilegio. A descansar un momento antes de que el siguiente saco se ponga en marcha. Después de todo, Hu eligió a Tranh para este trabajo cuando debería haber pasado hambre esta noche. Es justo.

Tranh coge el saco y lo baja al bosque de expectantes manos femeninas, suelta los garfios con sendos giros de muñeca y deja caer el bulto al suelo. Siente las articulaciones flojas y resbaladizas, como si el fémur y la tibia amenazaran con salirse de su sitio en cualquier momento. Pese al mareo que le produce el calor, no se atreve a pedir que aminoren el ritmo.

Desciende otro saco de patatas. Las manos de las mujeres se elevan como marañas de algas, tanteando, palpando, hambrientas. No puede obligarlas a retroceder. Aunque grite para ahuyentarlas, regresarán. Son como los gatos demonio, no pueden evitarlo. Deja que el saco caiga los últimos palmos que lo separan del suelo y extiende los garfios hacia el siguiente que asoma por el borde del carro.

Cuando engancha el saco, la escalera emite un crujido y resbala de repente. Cae por el costado del carro, deslizándose con estrépito, antes de detenerse de golpe. Tranh se tambalea, haciendo malabarismos con el saco de patatas, intentando recuperar el centro de gravedad. Las manos lo rodean por completo, tirando de la bolsa, sacudiendo, empujando.

—Cuidado…

La escalera resbala de nuevo. Se desploma como una piedra. Las mujeres se desbandan mientras Tranh se precipita al vacío. Siente un estallido de dolor al golpear el suelo. El saco de patatas revienta. Por un momento le preocupa lo que va a decir el Dios de las Patatas, pero entonces oye gritos procedentes de todas direcciones. Se gira hasta quedar tendido de espaldas. Sobre su cabeza, el carro se tambalea, estremeciéndose. Por todas partes hay chillidos y carreras. El megodonte da un paso adelante y el carro tiembla. Las escaleras de bambú caen como gotas de lluvia, abofeteando el suelo con unos chasquidos secos como detonaciones de petardos. La bestia se gira y el carro pasa volando ante los ojos de Tranh, reduciendo las escaleras a astillas. Es imposiblemente veloz, aun lastrado por el peso del carro. De improviso, el megodonte abre sus fauces inmensas y profiere un vagido, un sonido tan estridente y aterrado como el de una persona.

A su alrededor, los demás megodontes responden a coro. Su cacofonía inunda la calle. El megodonte se yergue sobre las patas traseras, una explosión de musculatura y velocidad que destroza las correas del carro y lo arroja por los aires como si de un juguete se tratara. Los hombres salen rodando en todas direcciones, flores de cerezo sacudidas del árbol. Enfurecida, la bestia se encabrita otra vez y patea el carro, que patina por el suelo de costado. Pasa junto a Tranh como una exhalación, a escasos centímetros.

Tranh prueba a incorporarse, pero una de sus piernas no responde. El carro se estrella contra una pared. El bambú y la teca crujen y explotan, el carro se desintegra mientras el megodonte lo arrastra y lo pisotea, intentando liberarse por completo. Tranh se aleja a rastras del carro volante, mano a mano, remolcando la pierna inútil tras él. A su alrededor, los hombres se desgañitan impartiendo instrucciones, procurando controlar a la bestia, pero Tranh no mira atrás. Se concentra en los adoquines que se extienden ante él, en poner tierra de por medio. Su pierna no reacciona. Se niega a obedecerlo. Es como si lo odiara.

Por fin alcanza el refugio de una pared protectora. Se incorpora con esfuerzo.

—Estoy bien —se dice—. Estoy bien. —Pone a prueba la pierna con cuidado, cargando algo de peso sobre ella. La nota temblorosa, pero el dolor no es exagerado, ya no—. Mei wenti. Mei wenti —susurra—. No ha pasado nada. Se me torció, eso es todo. No ha pasado nada.

Los hombres continúan gritando y el megodonte sigue bramando, pero Tranh solo tiene ojos para su frágil rodilla huesuda. Se aparta de la pared. Da un paso, poniendo a prueba su resistencia, y se desploma como un títere al que le hubieran cortado los hilos.

Rechinando los dientes, vuelve a levantarse de los adoquines. Se apoya en la pared mientras se masajea la rodilla y contempla el caos. Los hombres están lanzando cuerdas sobre el lomo del megodonte rebelde, obligándole a agacharse e inmovilizándolo. Más de una veintena de personas se esfuerzan por controlarlo.

El armazón del carro ha quedado destrozado por completo, y las patatas yacen desperdigadas por todas partes. Una gruesa capa de puré cubre el suelo. Las mujeres gatean arrodilladas, hundiendo las manos en el estropicio, peleándose por amasar los tubérculos aplastados. Recogen los restos de la calzada. Algunos están teñidos de rojo, pero a nadie parece importarle. Continúan riñendo. La mancha roja se extiende. En el centro de la misma, los pantalones de un hombre asoman entre las patatas trituradas.

Tranh frunce el ceño. Vuelve a enderezarse con dificultad y, a la pata coja, se dirige al carro destrozado. Se apoya en el amasijo de astillas, con la mirada fija. El cuerpo de Hu es una ruina arrasada en medio del estiércol de megodonte y el puré de patata. Ahora que Tranh se ha acercado puede ver que las vísceras de su amigo salpican las inmensas patas grises del megodonte desbocado. Alguien pide que llamen a un médico, pero sin convicción, la costumbre de una época en que no eran tarjetas amarillas.

Tranh vuelve a poner a prueba la pierna, pero su rodilla se ha convertido en una articulación frustrante e inútil. Se apoya en las tablas astilladas del carro para incorporarse de nuevo. Mueve la pierna, intentando comprender por qué no lo sostiene. La rodilla se dobla, ni siquiera le duele particularmente, pero se niega a aguantar su peso. El resultado es el mismo cuando la pone a prueba otra vez.

Dominado ya el megodonte, se restaura el orden en la zona de descarga. Arrastran a un lado el cadáver de Hu. Los gatos demonios se congregan junto al charco de sangre, destellos felinos bajo el fulgor del metano. Sus huellas perforan el puré de patata cada vez en mayor número. La papilla no deja de cubrirse de impresiones que, procedentes de todas direcciones, convergen en el cuerpo descartado de Hu.

Tranh exhala un suspiro. Así terminamos todos, piensa. Todos morimos. Incluso aquellos que tomábamos nuestros tratamientos antienvejecimiento y nuestros penes de tigre y nos manteníamos en forma estamos sujetos al viaje al infierno. Promete quemar dinero por Hu, para facilitar su viaje al más allá, pero se lo piensa mejor y se recuerda que ya no es la misma persona de antes. Que incluso el dinero del infierno de papel está por encima de sus posibilidades.

El Dios de las Patatas, con la ropa arrugada y furioso, se acerca y lo estudia. Frunce el ceño con suspicacia.

—¿Todavía puedes trabajar?

—Sí. —Tranh intenta caminar, pero se tambalea de nuevo y debe apoyarse en el armazón destrozado del carro.

El Dios de las Patatas sacude la cabeza.

—Te pagaré las horas que has trabajado. —Llama por señas a un joven, risueño y lozano tras inmovilizar al megodonte—. ¡Tú! Eres rápido. Mete el resto de estos sacos en el almacén.

Cada vez son más los trabajadores que forman una cadena y extraen la mercancía del interior del carro machacado. Cuando el recién incorporado coge su primer saco, sus ojos se posan en Tranh antes de alejarse enseguida, disimulando su alivio ante la incapacidad del anciano.

El Dios de las Patatas observa con satisfacción y regresa al almacén.

—Paga doble —dice Tranh a la espalda del Dios de las Patatas—. Págame el doble. He perdido una pierna por ti.

El capataz mira a Tranh con pesar, observa el cuerpo de Hu de reojo y se encoge de hombros. No le cuesta nada acceder. Hu no va a exigir ninguna compensación.

Vale más morir sin previo aviso que sentir cada hambrienta pulgada del colapso; Tranh guarda el dinero de su pierna maltrecha en una botella de whisky del Mekong. Es viejo. Es un tullido. Es el último de su estirpe. Sus hijos han muerto. Las bocas de su hija desaparecieron hace mucho. Sus ancestros vivirán desatendidos en el inframundo, sin nadie que queme incienso u ofrezca arroz dulce por ellos.

Cómo deben de maldecirlo.

Renquea, se tambalea y se arrastra por las calles al amparo de la noche asfixiante, aferrando la botella abierta con una mano mientras la otra araña puertas, paredes y farolas de metano para mantenerlo erguido. A veces le funciona la rodilla; a veces lo abandona por completo. Ha besado las calles docenas de veces.

Se dice que está rapiñando, buscando cualquier posible sustento. Pero Bangkok es una ciudad de rapiñadores, y los cuervos, los gatos demonio y los niños ya estaban allí antes que él. Si la suerte le sonríe de veras, se tropezará con los camisas blancas y estos lo enviarán a porrazos al olvido sanguinolento, quizá lo manden a reunirse con el anterior propietario de este elegante traje de los Hermanos Hwang que ahora ondea andrajoso en torno a sus espinillas. Le seduce la idea.

Un océano de whisky se encrespa en su estómago vacío, y se siente abrigado, feliz y sin preocupaciones por primera vez desde el Incidente. Se ríe, bebe y llama a gritos a los camisas blancas, tachándolos de tigres de papel, de follaperros. Intenta atraerlos a voces. Arroja sus palabras al aire como cebo para que cualquiera que las oiga las encuentre irresistibles. Pero esta noche las patrullas del Ministerio de Medio Ambiente deben de tener otros tarjetas amarillas que humillar, pues Tranh deambula en solitario por las calles teñidas de verde de Bangkok.

No importa. Da igual. Si no hay ningún camisa blanca dispuesto a hacer el trabajo, se ahogará él solo. Irá al río y se lanzará a sus aguas pestilentes. Le agrada la idea de flotar hasta el mar transportado por las corrientes fluviales. Terminará en el océano, como sus clíperes barrenados y el último de sus herederos. Bebe un trago de whisky, pierde el equilibrio y acaba en el suelo de nuevo, sollozando y maldiciendo a los camisas blancas, los pañuelos verdes y los machetes mojados.

Al cabo, se arrastra hasta un portal para descansar, sosteniendo la botella de whisky, milagrosamente intacta, con una mano debilitada. La abraza contra sí como si fuera la última piedra de jade del mundo, sonriendo y alegrándose de que no se haya roto. No le gustaría que fuesen los adoquines los que se bebieran sus últimos ahorros.

Bebe otro trago. Contempla fijamente las lámparas de metano que parpadean sobre su cabeza. La desesperación tiene el color del metano de combustión aprobada, verde y gaseoso, vinoso en la oscuridad. Antes el verde simbolizaba cosas como el cilantro, la seda y el jade, pero ahora lo único que significa para él es hombres sedientos de sangre con pañuelos patrióticos en la cabeza y noches de hambre rebuscando en la basura. Las lámparas parpadean. Toda una ciudad teñida de verde. Toda una ciudad teñida de desesperación.

Una figura se mueve sigilosamente al otro lado de la calle, ateniéndose a las sombras. Tranh se inclina hacia delante, entornados los ojos. Al principio la toma por un camisa blanca. Pero no. Es demasiado furtiva. Una mujer. Una chica. Una criatura preciosa, maquillada. Una tentación que se mueve con los movimientos sincopados de…

Una chica mecánica.

Tranh sonríe de oreja a oreja, un sorprendido rictus cadavérico de alegría ante el espectáculo de esta criatura antinatural que recorre la noche a hurtadillas. Una chica mecánica. La chica mecánica de Ma Ping. Lo imposible hecho carne.

Se desliza de una sombra a otra, una criatura aún más aterrada de los camisas blancas que un tarjeta amarilla geriátrico. Una evanescente niña espectral arrancada de su hábitat natural y abandonada en una ciudad que desprecia todo cuanto representa: su herencia genética, sus fabricantes, su competencia antinatural… su fantasmagórica ausencia de alma. Estaba aquí todas las noches mientras él escarbaba entre las cáscaras de melón descartadas. Estaba aquí, deambulando por las tinieblas sofocantes, mientras él esquivaba las patrullas de camisas blancas. Y a pesar de todo, sobrevive.

Tranh se obliga a ponerse de pie. Se tambalea, ebrio y mareado, y sigue a la figura con la botella de whisky aferrada en una mano y la otra tanteando las paredes, sujetándose cuando le falla la rodilla lastimada. Es una estupidez, un capricho, pero la chica mecánica ha disparado su imaginación alcoholizada. Quiere seguir a esta improbable criatura japonesa, esta intrusa en suelo extranjero, más despreciada incluso que él. Quiere seguirla. Quizá incluso robarle algún beso. Tal vez protegerla de los peligros de la noche. Fingir cuando menos que no es este caricaturesco espantapájaros borracho, que todavía es un tigre.

La chica mecánica se mueve por las sombras más cerradas de los callejones, al amparo de la oscuridad, oculta de los camisas blancas que la detendrían y la fundirían antes de darle tiempo siquiera a protestar. Los gatos demonio maúllan a su paso, presintiendo algo tan cínicamente diseñado como ellos mismos. El reino está infestado de plagas y bestias, asediado por más monstruos diseñados genéticamente de los que puede contener. Acuden en masa, tan pequeños como los brotes grises de fa’ gan y tan grandes como los megodontes. Y mientras el reino pugna por adaptarse, Tranh sigue sigilosamente a una chica mecánica, ambos igual de invasivos que la roya de un durio, e igual de bien recibidos.

Pese a sus movimientos irregulares, la chica mecánica avanza deprisa. A Tranh le cuesta mantener su ritmo. Su rodilla cruje y rechina, y el dolor le obliga a apretar los dientes. A veces se cae con un gruñido apagado, pero persiste. Ante él, la chica mecánica se adentra en un nuevo bloque de sombras, un suspiro de movimientos titubeantes. Su paso sincopado la delata como la criatura inhumana que es, con independencia de lo bella que pueda llegar a ser. Por inteligente que sea, por mucha fuerza que tenga, por tersa que resulte al tacto su piel, no deja de ser un neoser diseñado para servir, señalado como tal por una especificación genética que la traiciona a cada paso antinatural.

Por fin, cuando Tranh comienza a temer que sus piernas le fallen por última vez y ya no pueda continuar, la chica mecánica se detiene. Se encuentra ante la negra boca de una torre de pisos decrépita, tan alta y maltrecha como la de Tranh, otro cadáver de la antigua Expansión. Desde las alturas se filtran música y risas. Unas siluetas flotan en las ventanas de la planta más alta de la torre, ribeteadas de rojo, mujeres que bailan a contraluz. Voces masculinas y el pulsar de tambores. La chica mecánica desaparece en el interior.

¿Cómo sería entrar en un sitio así? ¿Gastar baht como si fuera agua mientras las mujeres danzan y entonan cantos de pasión? Tranh lamenta de repente haber empleado sus últimos ahorros para comprar el whisky. Aquí es donde debería morir. Rodeado de placeres carnales que no ha vuelto a experimentar desde que perdiera su país y su vida. Frunce los labios, contemplativo. Tal vez consiga entrar de farol. Todavía lleva puesto el traje de los Hermanos Hwang. Todavía parece un caballero, quizá. Sí. Lo intentará, y si descarga la vergüenza del rechazo sobre su cabeza, si vuelve a quedar en ridículo una vez más, ¿qué más da? Pronto estará muerto en algún río de todos modos, flotando hacia el mar para reunirse con sus hijos.

Tranh empieza a cruzar la calle, pero la rodilla lo abandona y se desploma de bruces. Consigue salvar la botella de whisky, más por suerte que gracias a su destreza. La luz de metano arranca destellos a los restos del líquido ambarino. Tranh hace una mueca y se sienta con esfuerzo antes de arrastrarse hasta un portal. Primero debe reunir fuerzas. Y terminar la botella. La chica mecánica estará ahí dentro un buen rato, seguramente. Le dará tiempo a reponerse. Y si vuelve a caerse, al menos no habrá desperdiciado el licor. Empina la botella contra sus labios y deja que su agotada cabeza repose contra el edificio. Antes debe recuperar el aliento.

Un torrente de carcajadas escapa de la torre de pisos. Tranh se despierta de golpe. Un hombre sale de entre las sombras del portal dando tumbos: borracho, riéndose. Más hombres lo siguen en tropel. Intercambian bromas y empujones. Las mujeres que los acompañan se ríen tontamente. Llaman por señas a los rickshaws que aguardan en los callejones, a la espera de clientes ebrios y fáciles. Poco a poco, se dispersan. Tranh empina la botella de whisky. Descubre que está vacía.

Otro par de hombres emerge de las fauces de la torre de pisos. Uno de ellos es Ma Ping. El otro, un farang que solo puede ser el jefe de Ma. El farang indica al conductor de un rickshaw que se acerque. Monta y se despide con la mano. Cuando Ma imita su gesto, el reloj de oro y diamantes rutila a la luz de metano. El reloj de Tranh. La historia de Tranh. La herencia de Tranh, resplandeciendo en la oscuridad. Tranh frunce el ceño. Nada le gustaría más que arrancar ese reloj de la muñeca de Ma.

El rickshaw del farang se pone en marcha con un rechinar de cadenas sin engrasar y carcajadas ebrias, dejando a Ma Ping solo en medio de la calzada. Ma se ríe para sí mismo, parece contemplar la posibilidad de regresar a los bares, se vuelve a reír y gira sobre los talones, cruzando la calle en dirección a Tranh.

Tranh se refugia en las sombras, reacio a permitir que Ma lo vea en este estado. Reacio a soportar más humillaciones. Se agazapa en el interior del portal mientras Ma recorre la calle con paso tambaleante en busca de algún rickshaw. Pero todos los rickshaws están de servicio en estos momentos. Se acabó el acechar bajo los bares.

La cadena de oro del reloj de Ma reluce otra vez a la luz de metano.

Unas figuras pálidas barnizadas de verde se materializan en la calle, tres hombres caminando, prácticamente negras en la oscuridad sus pieles de caoba, en pronunciado contraste con el blanco impoluto de sus uniformes. Sus porras negras giran ociosas alrededor de sus muñecas. Ma no parece percatarse de su presencia al principio. Los camisas blancas convergen sobre él con naturalidad. Sus voces se oyen perfectamente en el silencio nocturno.

—Es muy tarde para pasear.

Ma se encoge de hombros, esboza una sonrisa nerviosa.

—En realidad no. No es tan tarde.

Los tres camisas blancas estrechan el cerco.

—Es tarde para un tarjeta amarilla. Ya deberías estar en casa. Trae mala suerte andar por la calle tras el toque de queda para los tarjetas amarillas. Sobre todo con todo ese oro en la muñeca.

Ma levanta las manos en actitud defensiva.

—No soy ningún tarjeta amarilla.

—Tu acento dice lo contrario.

Ma hunde las manos en los bolsillos, rebusca en su interior.

—En serio. Ya lo veréis. Mirad.

Uno de los camisas blancas da un paso al frente.

—¿Quién te ha dado permiso para moverte?

—Mis papeles. Mirad…

—¡Saca las manos de los bolsillos!

—¡Mirad mis sellos!

—¡Que las saques! —Una porra negra centellea. Ma suelta un gañido, se agarra el codo. La lluvia de golpes continúa. Ma se encoge en un intento por resguardarse. Maldice—: Nimade bi!

Los camisas blancas se ríen.

—Así hablan los tarjetas amarillas. —Uno de ellos descarga un porrazo, rápido y bajo, y Ma se desploma con un chillido, encogiéndose alrededor de la pierna lastimada. Los camisas blancas se acercan. Uno de ellos le clava la punta de la porra en la cara, obligándole a estirarse, y desliza el arma por el pecho de Ma, dejando una estela de sangre.

—Va mejor vestido que tú, Thongchai.

—Seguro que cruzó la frontera con el culo lleno de jade.

Uno de ellos se pone en cuclillas, estudia las facciones de Ma.

—¿Es eso cierto? ¿Puedes cagar jade?

Ma sacude desesperadamente la cabeza. Rueda boca abajo y empieza a alejarse a gatas. Un reguero negro de sangre escapa de sus labios. Arrastra una pierna tras él, inutilizada. Uno de los camisas blancas lo sigue, le da la vuelta con la punta del zapato y le planta la suela en la cara. Los otros dos contienen el aliento y dan un paso atrás, consternados. Una cosa es darle una paliza a alguien…

—Suttipong, no.

El llamado Suttipong mira con el rabillo del ojo a sus compañeros.

—No es nada. Estos tarjetas amarillas son peores que la roya. Esto no tiene importancia. Todos vienen a mendigar, a robarnos la comida cuando apenas si tenemos bastante para los nuestros, y mirad. —Patea la muñeca de Ma—. Oro.

Ma jadea, intenta quitarse la cadena de la muñeca.

—Quédate con él. Toma. Por favor. Quédatelo.

—No puedes darme lo que no te pertenece, tarjeta amarilla.

—No soy… tarjeta amarilla —jadea Ma—. Por favor. Vuestro ministerio no. —Sus manos escarban desesperadamente en sus bolsillos ante la mirada impasible del camisa blanca. Saca sus documentos y los agita en el cálido aire nocturno.

Suttipong coge los papeles, los mira por encima. Se agacha.

—¿Crees que nuestros compatriotas no nos temen también?

Tira los papeles al suelo y ataca con la celeridad de una cobra. Uno, dos, tres, los golpes llueven sobre Ma. El camisa blanca es muy rápido. Muy metódico. Ma se encoge formando un ovillo, procurando resguardarse del asalto. Suttipong da un paso atrás, resoplando. Hace una seña a los otros dos.

—Enseñadle lo que es el respeto. —Sus compañeros se miran, dubitativos, pero ante la insistencia de Suttipong, no tardan en comenzar a golpear a Ma, alentándose mutuamente a gritos.

Unos pocos hombres salen de los locales de ocio y llegan a la calle tambaleándose, pero corren a refugiarse de nuevo al interior cuando ven los uniformes blancos. Los camisas blancas están solos. Si hay alguien más observándolos, no se muestra. Al cabo, Suttipong parece darse por satisfecho. Se arrodilla y retira el antiguo Rolex de la muñeca de Ma, le escupe en la cara y llama a sus compañeros por señas. Mientras se alejan pasan junto al escondite de Tranh.

El llamado Thongchai mira atrás por encima del hombro.

—Podría presentar una queja.

Suttipong sacude la cabeza sin apartar la vista del Rolex que lleva en la mano.

—Ha aprendido la lección.

Sus pasos se pierden en la oscuridad. La música se filtra procedente de los clubes de la torre de pisos. En la calle reina el silencio. Tranh permanece vigilante durante largo rato, atento a otros cazadores. No se mueve nada. Es como si la ciudad entera hubiera dado la espalda al vapuleado chino malayo que yace tendido en la calle. Por fin, Tranh sale renqueando de las sombras y se acerca a Ma Ping.

Al verlo, Ma levanta una mano sin fuerzas.

—Ayuda. —Lo repite en thai, después en el inglés de los farang, y por último en malayo, como si hubiera regresado a su infancia. Entonces parece reconocer a Tranh. Abre los ojos de par en par. Sonríe débilmente, con los labios ensangrentados y abiertos—. Lao pengyou —dice en mandarín, la lengua comercial que los hermana—. ¿Qué haces aquí?

Tranh se acuclilla a su lado, estudiando el rostro lacerado.

—He visto a tu chica mecánica.

Ma cierra los ojos, prueba a sonreír.

—¿Me crees, entonces? —La hinchazón le oculta los ojos prácticamente por completo, la sangre mana sin cesar de un corte que tiene en la frente, fluyendo libremente.

—Sí.

—Creo que me han roto una pierna. —Ma procura levantarse, suelta un jadeo y se derrumba. Se tantea las costillas, desliza la mano hasta su espinilla—. No puedo caminar. —Aspira una bocanada de aire entre los dientes mientras se palpa otro hueso roto—. Tenías razón acerca de los camisas blancas.

—El clavo que sobresale recibe todos los martillazos.

Algo en el tono de Tranh hace que Ma levante la cabeza. Estudia la cara de Tranh.

—Por favor. Te di de comer. Llama a un rickshaw. —Una mano vaga hasta su muñeca, buscando el reloj que ya no está allí, intentando ofrecérselo a Tranh. Intentando negociar.

¿Es esto el destino?, piensa Tranh. ¿La suerte? Tranh frunce los labios, pensativo. ¿Quiso el destino que su propio reloj reluciente atrajera a los camisas blancas y sus despiadadas porras negras? ¿Quiso la suerte que llegara a tiempo de ver caer a Ma? ¿Tienen todavía Ma Ping y él algún asunto kármico pendiente?

Tranh ve implorar a Ma y recuerda cómo despidió a un joven oficinista hace más de una vida, cómo lo puso de patitas en la calle con una reprimenda y la advertencia de no regresar jamás. Pero eso fue cuando él era alguien importante. Y ahora no es nadie. Tan insignificante como el empleado al que amonestó hace tanto tiempo. Quizá más. Desliza las manos bajo las axilas de Ma y tira hacia arriba.

—Gracias —jadea Ma—. Gracias.

Tranh desliza los dedos en los bolsillos de Ma, registrándolos metódicamente, buscando los baht que los camisas blancas hayan podido olvidar. Ma gime, masculla una maldición mientras Tranh lo cachea. Tranh cuenta el fruto de su rapiña, las heces de los bolsillos de Ma que para él siguen siendo un tesoro. Se guarda las monedas en el bolsillo.

El aliento de Ma escapa de sus labios en jadeos entrecortados.

—Por favor. Un rickshaw. Eso es todo. —A duras penas consigue exhalar las palabras.

Tranh ladea la cabeza, pensativo, mientras sus instintos batallan entre sí. Suspira y sacude la cabeza.

—Todos nos forjamos nuestra propia suerte, ¿no fue eso lo que me dijiste? —Sonríe sin despegar los labios—. Mis propias palabras arrogantes en labios de un joven engreído.

Menea la cabeza otra vez, asombrado por la magnitud de su ego anterior, y rompe la botella de whisky contra los adoquines. El cristal salta en todas direcciones. Las esquirlas resplandecen verdosas a la luz de metano.

—Si todavía fuera alguien importante… —Tranh hace una mueca—. Por otra parte, supongo que los dos hemos dejado atrás ese tipo de ilusiones. Lamento tener que hacer esto. —Tras echar un último vistazo a la calle en penumbra, hunde el gollete roto en la garganta de su antiguo empleado. Ma sufre un espasmo y la sangre se derrama alrededor de la mano de Tranh, que retrocede para evitar que este nuevo manantial empape la tela de los Hermanos Hwang. Los pulmones de Ma borbotean, sus manos tantean en busca de la botella incrustada en su cuello y se desploman. Sus jadeos húmedos cesan.

Tranh está temblando. Sus manos son víctimas de espasmos eléctricos. Ha sido testigo de muchas muertes, pero artífice de muy pocas. Y ahora Ma yace ante él, otro chino malayo muerto, con él como único responsable. Otra vez. Reprime una arcada.

Se gira, se arrastra hasta las sombras protectoras del callejón y se yergue. Pone a prueba la pierna debilitada. Parece capaz de aguantarlo. Más allá de las sombras, la calle está en silencio. El cadáver de Ma yace como un montón de basura en el centro. No se mueve nada.

Tranh da media vuelta y se aleja renqueando por la calle, sin separarse de las paredes, apoyándose cuando la pierna amenaza con fallarle. Al cabo de unas pocas manzanas, las lámparas de metano comienzan a apagarse. Una por una, como si una mano gigantesca recorriera la calle extinguiéndolas, chisporrotean y enmudecen cuando el Ministerio de Obras Públicas corta el suministro de gas. La calle se sume en la más completa oscuridad.

Cuando Tranh llega por fin a la carretera de Surawong, la amplia avenida negra se encuentra prácticamente desierta. Un par de viejos búfalos de agua tiran plácidamente de un carro con ruedas de goma a la luz de las estrellas. La sombra de un campesino viaja sentada tras ellos, musitando en voz baja. Los maullidos de los gatos demonio en celo rasgan el sofocante aire nocturno, pero eso es todo.

De repente, a su espalda, el chirrido de una cadena de bicicleta. El tamborileo de unas ruedas sobre los adoquines. Tranh se gira, medio esperando ver a unos camisas blancas sedientos de venganza, pero solo es un rickshaw que recorre traqueteando la calle en penumbra. Tranh levanta una mano, mostrando sus baht recién encontrados. El rickshaw aminora. Las nervudas extremidades del conductor relucen de sudor a la luz de la luna. Unos pendientes gemelos le decoran los lóbulos de las orejas, pegotes de plata en la noche.

—¿Adónde vas?

Tranh escudriña las amplias facciones del conductor del rickshaw en busca de indicios de traición, indicios de que se trate de un cazador, pero el hombre solo tiene ojos para los baht que Tranh sostiene en la mano. Tranh aparta de sí sus paranoicos temores y monta en el asiento del rickshaw.

—A las fábricas farang. Junto al río.

El conductor del rickshaw mira atrás por encima del hombro, sorprendido.

—Todas las fábricas estarán cerradas. Cuesta demasiada energía mantenerlas en activo durante la noche. Ahí abajo será noche cerrada.

—No importa. Ha quedado libre una vacante. Harán entrevistas.

El hombre se pone de pie en los pedales.

—¿Esta noche?

—Mañana. —Tranh se acomoda en el asiento—. No quiero llegar tarde.