Jonathan Lilly se sentó en el agua caliente, dejando que esta lo cubriera hasta el cuello, y contempló a su difunta esposa. La mujer flotaba en la otra punta de la bañera, con las facciones nórdicas ribeteadas de pompas de jabón. Sus cabellos rubios se adherían a la piel exangüe. Sus ojos entrecerrados contemplaban fijamente el techo. Jonathan cambió de postura, empujando las piernas enredadas de Pia a un lado para hacerse más sitio, y se preguntó si este momento de paz entre el delito y la confesión influiría de algún modo en el veredicto.
Sabía que debería entregarse. Que alguien supiera que el día se había torcido en el vecindario del parque del Congreso de Denver. Quizá no fuera para tanto. Quizá ni siquiera tuviese que pasar mucho tiempo entre rejas. En alguna parte había leído que quienes cultivaban marihuana recibían penas más largas que los asesinos, y recordaba vagamente que la ley podía llegar a proporcionar atenuantes en casos de muerte no premeditada como éste. ¿Era homicidio? ¿Asesinato en segundo grado? Agitó la espuma jabonosa, pensativo.
Tendría que mirarlo en Google.
Cuando aplastó la almohada contra la cara de Pia, esta ni siquiera se debatió. Puede que se riera, incluso. Puede que farfullara algo ininteligible tras el muro de algodón: «Para», tal vez, o «Déjalo ya». O puede que le dijera que así no iba a librarse de lavar los platos. Ésa era la discusión que habían tenido: los platos en el fregadero de la noche anterior.
Pia rodó de costado y dijo: «Anoche te olvidaste de fregar los platos», y le propinó un golpecito con el codo. Un empujoncito para que se pusiera en marcha. Las palabras. El codo. Le cubrió la cara con la almohada y ella levantó las manos y empujó con suavidad contra él, animándole a dejarla en paz, como si todo fuera una broma.
Incluso él lo pensaba.
Su intención era levantar la almohada, reírse e ir a lavar platos. Y por un frágil momento de cristal le había parecido posible. La fragancia de las lilas se colaba por las ventanas entreabiertas, las abejas zumbaban en el exterior y los listones de las persianas filtraban los rayos de sol de una plácida mañana de domingo. Vivieron vidas enteras dentro de ese momento. Se rieron del incidente y salieron a desayunar huevos benedictinos en Le Central; se divorciaron tras otros quince años de matrimonio; tuvieron cuatro hijos y discutieron sobre si Milo era mejor nombre de bebé que Alistair; Pia resultó ser lesbiana, pero lo arreglaron; él tuvo una amante, pero lo arreglaron; ella plantó girasoles, tomates y calabacines en el huerto de detrás de la casa, y él fue a trabajar el lunes y obtuvo un ascenso.
Tenía toda la intención de levantar la almohada de su cara.
Pero entonces Pia comenzó a forcejar, a gritar y a aporrearle con los puños, y los niños, los tomates, Le Central y cien futuros más se dispersaron como semillas de dientes de león al viento, y de repente Jonathan ya no pudo soportar la idea de soltarla. No podía soportar ver el dolor y el horror en sus ojos grises cuando levantara la almohada, la rancia versión de sí mismo que sabía que encontraría reflejada en ellos, de modo que cargó todo el peso contra su cuerpo forcejeante, aplastó la almohada con fuerza contra su cara y empujó como si pretendiera hundirla en el infierno.
Pia se contoneó y manoteó. Le arañó la mejilla con las uñas. Su cuerpo se corcoveó. A punto estuvo de escabullirse de él, retorciéndose como una anguila, pero Jonathan volvió a inmovilizarla y enterró sus gritos en la almohada mientras las manos de Pia buscaban sus ojos. Torció la cabeza y dejó que le arañara el cuello. Pia brincaba como un pez fuera del agua, pero no podía sacudírselo de encima, y de repente Jonathan sintió deseos de reír. Estaba ganando. Por primera vez en su vida estaba ganando de veras.
Las manos de Pia saltaban de su rostro a la almohada y otra vez a su rostro, los movimientos irracionales de un animal aterrado. El plumón filtraba sus toses entrecortadas. Su pecho bombeaba convulso, pugnando por aspirar el aire a través de la almohada. Sus uñas le rasguñaron la oreja. Estaba perdiendo la coordinación. Había dejado de arquearse. Su cuerpo aún se contoneaba, pero ahora era fácil mantenerla atrapada. No eran más que los recuerdos musculares de su anterior resistencia. Jonathan empujó contra la almohada con más fuerza, consagrando todo su peso al acto de asesinarla.
Los dedos de Pia dejaron de intentar arañarlo. Regresaron a la almohada asfixiante y la acariciaron. Un gesto inquisitivo. Como si fueran un par de criaturas completamente independientes de ella, pálidas mariposas que se esforzaran por averiguar la causa de la angustia de su dueña. Dos insectos sin cerebro desconcertados por la naturaleza de la obstrucción de sus vías respiratorias.
En la calle, un cortacésped cobró vida con un ronroneo sobre el verde manto de hierba primaveral. Sonó el canto de una alondra silvestre. El cuerpo de Pia se quedó flojo, y sus manos cayeron a los costados. La brillante luz solar se imbricaba lánguidamente en sus rubios cabellos, enredados en la almohada y desplegados sobre las sábanas. Jonathan percibió lentamente una humedad, la calidez de la vejiga liberada de Pia.
Otro cortacésped entonó su zumbido.
Los blancos islotes de espuma se arremolinaban, revelando uno de los pezones rosados de Pia. Jonathan cogió un montón de burbujas crepitantes y lo depositó con delicadeza encima del pecho, volviendo a cubrirla. Había empleado media botella de gel hidratante, pero las burbujas no dejaban de esfumarse, exhibiendo el cuerpo de Pia y su creciente palidez a medida que la sangre se asentaba cada vez a más profundidad en sus extremidades. Sus ojos contemplaban sin parpadear el techo a lo lejos, fijos en lo que fuera que viesen los muertos.
Ojos grises. Cuando la conoció, Jonathan pensó que le daban repelús. Para cuando se casó con ella, le gustaban. Y ahora volvían a darle repelús, entreabiertos, mirando sin ver. Lo asaltó el deseo de estirarse y cerrárselos, pero detestaba la idea de que el rígor mortis pudiera volver a abrirlos de golpe. De que pudiera encontrarla observándolo fijamente, tras habérselos cerrado. Se estremeció. Sabía que compartir la bañera con su difunta esposa era morboso, pero se resistía a abandonarla. Anhelaba aún su proximidad. Estaba lavando su cuerpo ensuciado por la muerte cuando de improviso le pareció tan correcto, tan apropiado, meterse en la bañera con ella. Musitar una disculpa, sumergirse en la bañera rebosante de agua y darse un último chapuzón con ella. De modo que aquí estaba, en una bañera cada vez más helada con un cadáver cada vez más helado, y con todas las consecuencias de su rabia reprimida instalándose pesadamente sobre él.
La culpa era del sol primaveral.
Si el día hubiera estado nublado, ahora Pia estaría elaborando listas de la compra en vez de apretujada en una bañera con el asesino de su marido, empujadas a un lado sus piernas rígidas.
Nunca le había gustado bañarse con él. No le gustaba que invadieran su espacio. Era su momento de calma. Un instante para olvidar las irritaciones de un departamento de compras cuyas prioridades de abastecimiento eran un continuo desbarajuste. Un momento para cerrar los ojos y relajarse totalmente. Jonathan lo respetaba. Del mismo modo que respetaba su predilección por las colchas amish en la cama, su afición a las fotos de fauna salvaje en las paredes y su aversión patológica al aguacate. Pero aquí estaban ambos ahora, compartiendo una bañera que a Pia nunca le había gustado compartir, con la sangre sedimentándose en sus nalgas y su rostro resbalándose bajo el agua de vez en cuando, obligándole a incorporarla de nuevo, a levantarla entre los islotes de espuma como una ballena rompiendo la superficie; cada vez que sus facciones emergían del agua, Jonathan esperaba que Pia aspirara una bocanada de aire jadeante y le preguntara qué cojones se proponía, manteniéndola sumergida tanto tiempo.
El sol. Después de tantos meses de gris invernal y lloviznas primaverales, por fin había llegado el calor de repente. Ésa era la causa. Los olmos se habían cuajado de brotes verdes, las lilas habían florecido, purpúreas, y tras años de apretar los dientes y atender servicialmente a las responsabilidades laborales y conyugales, de efectuar reparaciones en la casa y cambiarle el aceite al coche, Jonathan había despertado a una mañana impregnada de posibilidades vivificantes. Había despertado con una sonrisa.
La última vez que recordaba haberse sentido tan vivo había sido en quinto grado, con una cochambrosa BMX azul que conducía a toda velocidad por las calles del suburbio —saltando por encima de los bordillos y robando embellecedores de cromo por todo el camino— para luego fundirse toda la paga en barritas de chocolate Three Musketeers, Nerds, Bubblicious y demás golosinas del 7-Eleven.
Pero entonces Pia se dio la vuelta, le propinó un codazo y le recordó que se había olvidado de fregar los platos.
Jonathan removió el agua de la bañera. Sus cuerpos desnudos ondularon bajo los menguantes islotes de espuma: el suyo, sonrosado; el de ella, cada vez más pálido. Asomó el cuerpo fuera de la bañera, empujando el cuerpo de Pia en el proceso y sumergiéndola casi por completo antes de agarrar el bote de gel. Lo sostuvo en alto y dejó que el jabón se derramara en el agua, una viscosa maraña esmeralda que se extendió por las piernas de Pia. Jonathan volcó el bote por completo. Esencia de té verde: revitaliza la piel. Agave, pepino y extractos de té verde. Absorbe la tensión como una esponja, suaviza e hidrata la piel, revitaliza el espíritu. Lanzó el recipiente vacío al suelo y abrió el grifo de nuevo. Un calor abrasador se derramó por sus hombros, llenando la bañera y escurriéndose borbotando por el canalón desbordado. Jonathan se reclinó y cerró los ojos.
Supuso que esto debía de encajar con alguna pauta de violencia doméstica tipificada, algún mapa estadístico de la conducta humana. Al FBI le gustaban las estadísticas: un asesinato cada veinte minutos, una violación cada quince, un atraco cada treinta segundos. Alguien tenía que matar a su esposa cada equis tiempo para validar las estadísticas. Resulta que le había tocado a él, eso era todo. Responsabilidad estadística. En su trabajo, cabía esperar cierto nivel de inestabilidad en los servidores, en el hardware y en el software donde se alojaban las aplicaciones que él programaba. Se lo esperaba. Igual que el FBI. Estas cosas pasan. Mientras sus amigos aprovechaban las últimas nieves de la estación para esquiar en Colorado, o visitaban Home Depot con algún proyecto de restauración doméstica en mente, él se dedicaba a satisfacer requisitos estadísticos.
Desde donde yacía tumbado se acertaba a entrever el cielo azul por la ventana elevada del cuarto de baño. Un azul optimista, impregnado de chillona luz solar desenfrenada. Lo único que quería era aprovechar ese sol. Salir a correr. O a montar en bici. O a desayunar leyendo el periódico. Hasta que Pia le dijo que quedaban platos por fregar y Jonathan ya no pudo pensar en nada más: la fuente de lasaña encostrada, los cazos mugrientos, las copas con posos de vino, las migas de la tabla para el pan y el lavavajillas que también se le había olvidado poner en marcha, por lo que tendría que lavar más platos a mano. De la vajilla pasó a pensar en la declaración de la renta, el 15 de abril se abalanzaba sobre él como un tanque. Debería haber hablado con su asesor de inversiones acerca de su plan 401(k), pero hoy era domingo y ya no podía hacer nada al respecto, y el lunes probablemente se le volvería a olvidar. Lo cual entroncó con las facturas de la electricidad y el teléfono que se había olvidado de echar al correo y cuyo ingreso a cuenta debería organizar, pero se empeñaba en postergarlo y ahora lo más seguro era que tuviese que pagar un recargo por el servicio, sin olvidar que su portátil yacía en el suelo de la sala de estar, donde lo había tirado, un cepo de horas facturables que aguardaba a atraparle la pierna entre sus fauces. El proyecto de Astai Networks se negaba a compilarse, la demo estaba programada para el lunes a las once y Jonathan no entendía cómo era posible que el programa se hubiese fastidiado hasta tal punto en tan poco tiempo.
Últimamente le había dado por fijarse en los camareros del Starbucks y envidiar su trabajo. Alto, grande, latte, cappuccino, con leche desnatada, lo que fuera. El grado de complejidad no era exagerado. Y cuando salías del trabajo al final de la jornada no tenías que devanarte los putos sesos. ¿Qué más daba que ganaran una mierda? Por lo menos tampoco tendrían que pagar tantos impuestos.
Impuestos. ¿Estaban obligados a hacer la declaración los asesinos? ¿Qué pensaba hacer Hacienda? ¿Detenerlo otra vez?
Jonathan frunció el ceño ante la idea del arresto. Debería llamar a la policía. O a la madre de Pia, cuando menos. ¿Al 911, tal vez? Pero eso era para emergencias. Y si bien el asesinato se podría haber calificado como tal, este placentero baño de espuma no. Contempló fijamente el cadáver de Pia. Debería llorar. Debería lamentarlo por ella. O por él mismo, al menos. Apretó los puños mojados, se los llevó a los ojos y esperó a que brotaran las lágrimas, pero no lo hicieron.
¿Por qué no puedo llorar?
Está muerta. Más tiesa que la mojama. Has matado a Pia. Todo lo relacionado con ella ya no existe. No volverá a ponerse la falda hippie roja y azul que le compraste en San Francisco. No volverá a pedir que le regales un cachorro de pastor alemán. No volverá a llamar a su madre y pasarse tres horas al teléfono para decidir qué plantar en el huerto, si calabazas o calabacines.
Jonathan continuó enumerando cosas que Pia no volvería a hacer nunca: se acabaron los sermones sobre el hilo dental, se acabó el salir del cine cogidos de la mano, se acabaron las gominolas y el leer en la cama… pero la lista parecía una farsa, igual que las lágrimas. Un poco de teatro, por si acaso Dios estaba mirando.
Se quitó los nudillos de los ojos y fijó la mirada en el techo. Fue un accidente. Cerró los ojos y se concentró en Dios, comoquiera que fuese su aspecto: un hombre de barba blanca, una mujer regordeta como la Gaia de los libros de Pia, el buda rechoncho que la había acompañado durante su pasajera afición a la meditación.
No pretendía matarla. En serio. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad? No quería matarla. Perdóname, Padre, porque he pecado…
Lo dejó por imposible. Se sentía igual que cuando lo pillaron después de robar golosinas del 7-Eleven cuando se le acabó el dinero de la paga. Llorando de mentirijillas. Actuando como si le importara, incapaz de conjurar la sinceridad necesaria. Deseando, sobre todo, que nadie se hubiera fijado en la bandolera de Pez que colgaba de su bolsillo. Sabía que debería importarle. Le importaba, maldita sea. No creía que Pia mereciera morir con una almohada en la cara y las bragas cagadas. Le gustaría culpar a sus constantes regañinas, aunque lo cierto es que el único culpable era él. Principalmente, sin embargo, se sentía… ¿cómo?
¿Furioso?
¿Contrariado?
¿Atrapado?
¿Perdido y sin posibilidad de redención?
Se rió para sus adentros. Eso último sonaba demasiado manido.
Se sentía sorprendido, más que nada. Asombrado por la absoluta realineación de su mundo: una vida sin esposa, ni impuestos, ni fechas tope para el lunes por la mañana. Soy un asesino.
Probó a pensarlo de nuevo, diciéndolo en voz alta esta vez:
—Soy un asesino. —Intentando que significara algo para él, aparte de que a partir de ese momento no tendría que volver a preocuparse por los platos de la cena.
Alguien llamó con los nudillos a la puerta principal.
Jonathan regresó al mundo que lo rodeaba con un parpadeo: el cadáver de su esposa frotándose contra su cadera, el agua que empezaba a enfriarse. El baño le había dejado las manos arrugadas. ¿Cuánto tiempo llevaba a remojo? Llamaron de nuevo. Más fuerte. Un golpeteo insistente y autoritario. Así llamaba la policía a las puertas.
Jonathan salió de la bañera de un salto y corrió chorreando por el suelo de madera para espiar entre las persianas. Esperaba ver coches patrulla, estroboscópicas luces rojas y azules, vecinos apostados en sus porches, espectadores del drama que se representaba en su tranquila calle ribeteada de árboles. Un asesino en los suburbios de Denver. En vez de eso, solo vio a su vecina, Gabrielle Roberts. Gabby. La clase de chica hiperactiva y obsesionada con el orden que Jonathan no se cansaba de esperar que terminara aplastada por las desilusiones de la vida diaria.
Lo mortificaba con sus excursiones en bicicleta de montaña en verano, con sus fines de semana de snowboard en invierno, con su inagotable torrente de proyectos destinados a reacondicionar su casa y el aparente placer que le producía un empleo relacionado con la atención a los clientes de determinado medio de telecomunicación, la clase de trabajo que parecía perfecto para embotar el alma y que ella, a pesar de todo, aparentemente adoraba.
Gabby estaba en el porche meneando la coleta negra, arrugando el entrecejo mientras se inclinaba y volvía a aporrear la puerta. Dando saltitos de un pie a otro, moviéndose al son de algún ritmo techno interno que solamente ella podía escuchar. Llevaba puestos unos pantalones cortos y una camiseta sudada en la que se podía leer «Los corredores de maratón llegan más lejos», además de unos sucios guantes de cuero.
Jonathan hizo una mueca. Así que se trataba de otro proyecto de reacondicionamiento doméstico. La había ayudado a llevar unas baldosas al patio un caluroso día de verano hacía unos años, y a punto había estado de destrozarlo en el proceso. Pia le había dado un masaje en la espalda cuando acabó y le había recordado que no tenía por qué hacer todo lo que le pidiera la gente, pero cuando Gabby se presentó en su puerta no supo cómo decirle que no. Y ahora aquí estaba de nuevo.
¿No podía parar y pasarse un día entero sin hacer nada? ¿Y por qué ahora, con el cadáver de Pia flotando en la bañera a cinco metros de distancia? ¿Cómo iba a silenciar a Gabby? ¿Tendría que matarla también a ella? ¿Cómo lo haría? Con una almohada no, eso seguro. Gabby estaba cachas. Diablos, probablemente fuera más fuerte que él. ¿Un cuchillo de cocina, quizá? Si consiguiera conducirla a la cocina antes de que viera a Pia en la bañera, podría rebanarle el pescuezo. No se esperaría algo así…
Apartó la idea de su cabeza. No quería asesinar a Gabby. No quería ninguna montaña de cuerpos y sangre apilándose a su alrededor. Quería que esto acabara. Le contaría a Gabby lo ocurrido, sin más, se iría corriendo a llamar a la policía, y él podría esperar en el porche de la entrada hasta que llegaran. Problema resuelto. Lo encontrarían sentado en albornoz, con su esposa macerando en la bañera, e ingresaría en prisión por homicidio en primer grado, o segundo, tercero, cuarto o lo que fuese, y los vecinos obtendrían su espectáculo.
Parecían la pareja perfecta.
Con lo simpáticos que eran los dos.
Dejamos los gatos a su cuidado cuando nos fuimos a Belice el año pasado.
Bueno. La hora del baño se había acabado. La vida real se reanudaba. Hora de afrontar las consecuencias. Fue a buscar un albornoz y regresó justo cuando Gabby empezaba a aporrear la puerta de nuevo.
—¡Hey! ¡Jon! —Gabby sonrió de oreja a oreja cuando Jonathan abrió la puerta—. No quería despertarte. ¿Domingo de relax?
—Acabo de matar a mi esposa.
—¿Me prestas tu pala? La mía se ha roto.
Jonathan se la quedó mirando fijamente. Gabby empezó a dar saltitos, expectante.
¿Había confesado o no? Pensaba que sí. Pero Gabby no estaba corriendo ni llamando a la policía. Estaba saltándose el guión por completo. Brincaba de un talón a otro y lo observaba como un golden retriever. Repasó la conversación para sus adentros. ¿Sería que Gabby no lo había oído? ¿O que él no había dicho nada?
—Tienes cara de resacón —dijo Gabby—. ¿Mucha fiesta anoche?
Jonathan quiso repetir la confesión, pero se le atragantaron las palabras en la garganta. Puede que no hubiera dicho nada la primera vez. Puede que solo se lo hubiera imaginado. Se frotó los ojos.
—¿Qué has dicho que querías?
—He roto la pala. ¿Me prestas la tuya?
—¿La has roto?
—Fue sin querer. Estaba intentando sacar una roca del patio y el mango se partió.
He matado a mi mujer. En estos momentos está en la bañera, a remojo. ¿Podrías llamar a la policía por mí? No logro decidir si marcar el 911 o el número principal de la comisaría. A lo mejor debería esperar hasta el lunes y hablar antes con un abogado. ¿Tú qué opinas?
—Pia tenía una pala en el cobertizo de atrás —dijo, al cabo—. ¿Quieres que vaya a buscarla?
—Sería estupendo. ¿Dónde está Pia?
—En la bañera.
Gabby pareció fijarse en el albornoz de Jonathan por vez primera. Abrió mucho los ojos.
—Oh. Perdón. No era mi intención…
—No es lo que te imaginas.
Gabby agitó una mano, azorada, y se apartó de la puerta abierta.
—No debería haberme plantado aquí sin avisar. Debería haber llamado. No pretendía interrumpir nada. Puedo coger la pala yo sola si me dices dónde está.
—Hum. Bueno. Puedes dar la vuelta por la reja lateral. Está en el cobertizo, colgada de las perchas que hay junto a la puerta. —¿Por qué no se sinceraba? No dejaba de representar una farsa, fingiendo ser el mismo de hacía unas horas.
—Gracias mil. Perdón por irrumpir de sopetón. —Gabby se giró y bajó los escalones dando saltitos, dejando a Jonathan plantado en el umbral. Cerró la puerta. La coleta de Gabby centelló brevemente al otro lado de la ventana del salón cuando pasó corriendo camino del patio de la parte de atrás. Jonathan regresó al cuarto de baño y se sentó al filo del inodoro. Pia estaba flotando.
—A nadie le importa nada, ¿verdad, tesoro?
Estudió el cadáver rígido antes de abrir el grifo para añadir más agua caliente. Se elevó una nube de vapor. Sacudió la cabeza mientras veía cómo se llenaba la bañera.
—Nadie presta la menor atención.
La gente moría todo el rato. Sin embargo, todo el mundo continuaba con sus quehaceres, iba a la tienda a comprar hortalizas y sacaba piedras de sus huertos. La vida continuaba. El sol todavía brillaba con fuerza en el exterior, la fragancia de las lilas persistía y el día seguía siendo igual de esplendoroso, y Jonathan jamás tendría que volver a hacer la declaración de la renta. Cerró el grifo. Una energía eléctrica cosquilleaba en sus extremidades, un ansia juvenil de sol y movimiento. Hacía un día verdaderamente estupendo para salir a correr.
Lo bueno de tirar toda tu vida por la borda, decidió Jonathan, era que por fin podías disfrutar de ella. Mientras pasaba corriendo por delante de sus vecinos, saludando con la mano y llamándolos por sus nombres, pensó en lo poco que entendían realmente cuán radiante se había vuelto este día primaveral. Era mil veces mejor de lo que sospechaba cuando despertó por la mañana. El último día de libertad era mucho mejor que un millón de jornadas de rutina diaria. Quienes tenían la conciencia limpia no sabían aprovechar los días soleados. Corría envuelto en la cálida brisa primaveral. Se detenía ante todas las señales de STOP, corriendo en el sitio y disfrutando de un mundo que era exactamente igual que siempre, salvo por su lugar en él.
Se sentía casi como si estuviera corriendo por primera vez en su vida. Notaba cada soplo de brisa, olía cada flor resplandeciente, veía a cada persona simpática, todas eran hermosas y a todas las extrañaba tremendamente. Las observaba desde una distancia increíble, pero con una claridad extraordinaria, como si las estuviera viendo a través de un potente telescopio desde la superficie de Marte.
Corría y corría y sudaba y jadeaba y descansaba y seguía corriendo y le encantaba. Se preguntó si sería esto lo que significaba ser budista. Si sería esto lo que buscaba Pia por medio de sus meditaciones. Esta sensación de equilibrio, esta certeza de que todo era transitorio, de que todo era efervescente y susceptible de perderse con suma facilidad. Quizá no lo hubiera experimentado jamás de no ser por este repentino amor nostálgico espoleado por lo cerca que estaba de perderlo todo. Dios, correr era maravilloso. Trabajar todos los músculos y sentir el pavimento contra los pies, ver los árboles con sus hojas de neón recién reverdecidas y sentir por vez primera que estaba prestándole atención a todo.
Esperaba que alguien reparara en su singularidad, que alguien reconociera el hecho de que ahora era un asesino, pero nadie lo hizo. Se detuvo en un 7-Eleven y compró una botella de Gatorade, sonrió al cajero que le entregó el cambio y pensó: Soy un asesino. Esta mañana he asfixiado a mi mujer. Pero el anciano de detrás del mostrador no reparó en la A escarlata de Jonathan.
De hecho, mientras Jonathan engullía sus electrolitos verdes, pensó de pronto que no se diferenciaba en nada de este tipo tan encantador del mostrador, con su chaleco naranja y su logotipo corporativo en la espalda. Lo asaltó el presentimiento de que podría invitar al anciano arrugado a su casa para sacar de la nevera un par de botellas de cerveza Fat Tire, o si el anciano prefería algo más suave, que fuesen dos Pabst Blue Ribbon, lo que él quisiera, abrirían sus latas de cerveza aguada, irían al patio de la parte de atrás, se tenderían en el césped y se empaparían de sol, y en un momento dado Jonathan mencionaría como si tal cosa que su difunta esposa estaba a remojo en la bañera, y el tipo asentiría con la cabeza y diría: «Ah, sí, yo hice algo por el estilo con la mía. ¿Te importa que eche un vistazo?».
Ambos regresarían adentro y se quedarían en la puerta del cuarto de baño, estudiando el nenúfar de Jonathan, el cajero asentiría pensativamente con la cabeza nevada y sugeriría que Pia probablemente preferiría estar enterrada en el patio trasero, en su jardín.
Después de todo, eso era lo que habría querido su difunta esposa, también aficionada a la horticultura.
El lunes, Jonathan vació sus cuentas bancarias y sus fondos de jubilación y lo convirtió todo en dinero en efectivo: billetes de cincuenta y cien dólares, gruesos fajos de ellos que introdujo a presión en una bolsa de mensajería para salir del banco con 112.398 dólares encima. Los ahorros de toda su vida. Los réditos del pecado. El fruto de una meticulosa planificación financiera. La empleada de la entidad le había preguntado si iba a divorciarse, y Jonathan se ruborizó, asintió y dijo que era algo por el estilo, pero la mujer no le impidió vaciar la cuenta, y más que nada parecía encontrar divertido que fuera a ganar a su esposa por la mano. A punto estuvo de pedirle una cita antes de recordar el motivo por el que estaba amontonando todo ese dinero en el mostrador delante de él.
Cuando llegó a casa, soltó la bolsa en el diván y se llevó el teléfono al cuarto de baño para sentarse con Pia mientras procuraba ganar algo de tiempo. Llamó al trabajo y les contó que su mujer tenía problemas familiares y que él necesitaba tomarse unas vacaciones y pedir unos días de baja por adelantado. Perdón por lo de la demo de Astai. Seguro que Naeem podía encargarse de todo. A un puñado de amigos en común les dijo que a Pia le había surgido una emergencia familiar y que había volado hasta Illinois para echar una mano. Dio parte en el trabajo de Pia, asegurándoles que Pia se pondría en contacto con ellos en cuanto supiera algo más acerca de la naturaleza de la emergencia para acordar cuántos días de permiso iba a necesitar. Charló con los padres de Pia y les explicó que pensaba regalarle a Pia unas vacaciones por sorpresa con motivo de su aniversario, y que las líneas telefónicas en Turquía eran poco de fiar. Cada conversación cerraba la puerta a cualquier posible interrogatorio cordial. Cada conversación prolongaba el tiempo que habría de transcurrir entre las sospechas y el descubrimiento.
Le sorprendió la firmeza de su voz. De alguna manera, resultaba difícil ponerse nervioso cuando lo peor ya había pasado. Compró un par de billetes de avión a Camboya, a su nombre y el de Pia, con un mes de diferencia entre sus respectivas fechas de salida. Desde Vancouver, tan solo para complicar un poco más las cosas. Y cuando acabó, se preparó un gin-tonic y se sentó en el baño de maceración de Pia por última vez. La envolvía ahora un olor, la podredumbre de sus entrañas, los gases de su vientre. Los estragos provocados por el agua caliente en la carne muerta. Pero se bañó con ella de todos modos y se disculpó como mejor pudo por rehacer su vida a través de su cadáver. A continuación, se dirigió a la casa de Gabby y le pidió que le devolviera la pala.
A la luz de unas pocas farolas, enterró a Pia en el patio, bajo una parte del huerto. Dejó una nota para la policía, describiendo a grandes rasgos lo ocurrido —disculpa incluida— para cuando lo aprehendieran por fin y necesitara que algún tribunal anónimo le perdonara y le dejara salir en menos tiempo del que exigirían para un cultivador de marihuana. Esparció semillas de girasol, amapola y dondiego por todo el montículo y pensó que el cajero del 7-Eleven le daría el visto bueno.
Esa noche, atravesó las montañas en coche. Se preguntó si habría cruzado por fin la línea que separa el homicidio del asesinato, o el asesinato en primer grado del asesinato en segundo grado, aunque en realidad le traía sin cuidado. Le parecía apropiado viajar un poco. Unas largas vacaciones antes de una estancia aún más larga en prisión. La verdad, no se diferenciaba gran cosa de cambiar de empleo. Todo el mundo se tomaba un descansito antes de empezar en el nuevo trabajo.
Vendió el coche en Las Vegas por otros cinco mil dólares en efectivo, haciéndose pasar por un ludópata convencido de que su suerte estaba a punto de cambiar. A continuación, encaminó sus pasos por la orilla de la carretera, camino de la interestatal y el vasto mundo que se extendía ante él.
Empezó a hacer dedo al llegar a una rampa en el desierto. Se preguntó si seguiría sonriéndole la suerte, primero, y después se preguntó hasta qué punto le importaba realmente. Le maravillaba el hecho de que algo tan trivial como un plan 401(k) pudiera haberle quitado el sueño alguna vez. Estaba en la carretera que conducía a México, con su sol, su arena, sus agradables melodías y… ¿quién sabía? Quizá lo pillaran. O quizá sencillamente desaparecería en el anonimato de su extraña nueva vida.
Jonathan había leído una vez que los samuráis japoneses vivían como si ya hubieran fallecido. Pero dudaba que ni siquiera ellos se imaginaran lo que se sentía realmente. De pie junto a la abrasadora interestatal de Nevada, con su viento arenoso y sus enormes tráileres pasando ante él como exhalaciones, pensó que él comenzaba a hacerse una idea.
Cuando sacó a Pia de la bañera y la enterró, temía que se cayera a pedazos después de tanto tiempo a remojo. Su madre solía decir que, si te quedabas en la bañera demasiado tiempo, te arrugarías hasta desaparecer. Pero Pia se había mantenido completamente íntegra, incluso después de un par de días. Estaba muerta, pero no irreconocible. Él, por su parte, pese a seguir vivito y coleando, había cambiado por completo.
Un RAV4 de aspecto deportivo apareció en la rampa. Pasó ante él como un fogonazo blanco, para luego aminorar de repente y echarse al arcén. Jonathan corrió en su dirección, con la bolsa de mensajería rebotando contra su cadera. De un tirón, abrió la puerta del pequeño vehículo suburbano. Un muchacho con un sombrero de vaquero aplastado lo examinó a través de sus Ray-Ban de espejo.
—¿Adónde vas?
—A San Diego.
—¿Pagas la gasolina?
Jonathan no puedo reprimir una sonrisa.
—Sí. Me parece que puedo aportar algo.
El chico le indicó por señas que montara, arrancó el pequeño motor y aceleró para incorporarse a la autopista.
—¿Qué vas a hacer en San Diego?
—En realidad me dirijo a México. A algún sitio con playas.
—Yo me voy a Cabo a pasar las vacaciones de primavera. Pienso emborracharme, hartarme de ver tetas y mezclarme con los nativos.
—Suena bien.
—Ya te digo, tío. Va a ser genial.
El muchacho subió el volumen del estéreo y llevó el RAV4 al carril de adelantamiento, dejando atrás como una exhalación a camiones de dieciocho ruedas y domingueros rezagados que regresaban a Los Ángeles después de pasar el fin de semana en Las Vegas.
Jonathan bajó la ventanilla, se reclinó en el asiento y cerró los ojos mientras el estéreo palpitaba y el muchacho parloteaba sobre cómo le gustaría salir en un vídeo de skate algún día, a cuántas tías se iba a tirar en México y cómo allí se podía comprar marihuana de primera prácticamente a cambio de nada.
Los kilómetros se sucedían a gran velocidad. Jonathan se permitió relajarse y pensar en Pia otra vez. Al sacarla de la bañera, le sorprendió lo suave que se le había quedado la piel a ella.
La próxima vez que se casara, esperaba que también él pudiera decir lo mismo.