—¡Movimiento hostil! ¡Dentro del perímetro! ¡Muy adentro!
Me quité las gafas de Respuesta Sumersiva mientras la adrenalina bombeaba en mi interior. El paisaje urbano virtual que había estado a punto de arrasar desapareció, remplazado por las múltiples vistas de las operaciones de explotación minera de SesCo que ofrecía nuestra sala de observación. En una de las pantallas, el rastro rojo fosforescente de un intruso se deslizaba por un mapa del terreno, un punto de calor intermitente parecido a una gota de sangre que se escurría hacia el Pozo 8.
Jaak había salido ya de la sala de observación. Me apresuré a recoger mi equipo.
Alcancé a Jaak en la sala de equipamiento, mientras cogía un TS-101 y unas cuantas granadas de dardos antes de embutir su cuerpo tatuado en el exoesqueleto de impacto. Se cargó unas bandoleras de baterías portátiles a los hombros inmensos y corrió en dirección a las escotillas del exterior. Me coloqué el exoesqueleto, cogí mi 101 de la armería, comprobé que estuviera cargado y lo seguí.
Lisa había llegado ya al vehículo híbrido, cuyas turbohélices aullaron como banshees cuando se dilató la compuerta. Los centauros centinelas me apuntaron con sus 101 antes de volver a relajarse cuando la información de amigo-enemigo se derramó sobre las pantallas de sus visores. Crucé el asfalto a toda velocidad, con la piel azotada por las glaciales ráfagas de viento de Montana y las corrientes a presión de los motores Hentasa Mark V. Sobre mi cabeza, las nubes refulgían anaranjadas por la luz de los robots mineros de SesCo.
—¡Rápido, Chen! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!
Me zambullí en el cazador. La nave se elevó por los aires. Se ladeó, arrojándome contra un mamparo, antes de que el ciclo de los Hentasas se completara y el cazador saliera disparado hacia delante. La compuerta deslizante del híbrido se cerró. Los bramidos del viento enmudecieron.
Avancé con esfuerzo hasta la cabina de pilotaje y miré por encima de los hombros de Jaak y Lisa para escudriñar el paisaje que se extendía ante nosotros.
—¿Te ha ido bien la partida? —preguntó Lisa.
Fruncí el ceño.
—Estaba a punto de ganar. Llegué hasta París.
Surcamos los bancos de bruma que cubrían las cuencas hidrográficas, sobrevolándolas a meros palmos del agua, y tocamos la orilla lejana. El cazador se encabritó cuando el software anticolisión nos apartó del terreno, cada vez más abrupto. Lisa anuló la orden de las computadoras y obligó a la nave a apuntar de nuevo hacia el suelo, llevándonos tan abajo que podría haber sacado los brazos y rastrillado el pedregal con los dedos mientras nos deslizábamos sobre él envueltos en el alarido de las turbinas.
Se dispararon las alarmas, ensordecedoras. Jaak las desconectó mientras Lisa continuaba guiando el cazador hacia abajo. Frente a nosotros se alzaba una cresta de relaves. Ascendimos por la ladera como una exhalación y nos precipitamos vertiginosamente hacia el fondo del siguiente valle. Los Hentasas se estremecieron cuando Lisa los llevó al límite de la amortiguación para la que estaban diseñados. Coronamos y rebasamos otra cresta. Al frente, el escarpado montón de recortes que formaban las montañas horadadas se extendía hasta el horizonte. Caímos de nuevo, zambulléndonos en la niebla, y sobrevolamos a baja altura otra cuenca hidrográfica, en cuyas espesas aguas doradas dibujamos una estela encrespada.
Jaak estudió los escáneres del cazador.
—Ya lo tengo. —Sonrió de oreja a oreja—. Se mueve, pero despacio.
—Estableceremos contacto dentro de un minuto —anunció Lisa—. No ha lanzado ninguna contramedida.
Observé al intruso en los monitores de rastreo donde se desplegaba la información en tiempo real que nos proporcionaban los satélites de SesCo.
—Ni siquiera es un blanco enmascarado. Podríamos haberle lanzado una mini desde la base si hubiéramos sabido que no pensaba jugar al escondite.
—Podrías haber terminado la partida —dijo Lisa.
—Todavía estamos a tiempo de atomizarlo —sugirió Jaak.
Sacudí la cabeza.
—No, echemos un vistazo antes. Si lo vaporizamos nos quedaremos con las manos vacías, y Bunbaum querrá saber para qué hemos sacado el cazador.
—Treinta segundos.
—Le daría igual si alguien no se hubiera llevado el cazador de paseo a Cancún.
Lisa se encogió de hombros.
—Me apetecía nadar. Era eso o volaros las rótulas.
El cazador encaró otra serie de crestas.
Jaak observó el monitor.
—El objetivo se aleja. Sigue yendo despacio. Le daremos alcance.
—Quince segundos para saltar —anunció Lisa. Se desabrochó las correas y activó el software del cazador. Todos corrimos a la escotilla mientras el híbrido se espoleaba por sí solo hacia el cielo, desesperado su piloto automático por alejarse del flagrante peligro de las rocas que amenazaban con desgarrarle el vientre.
Saltamos de la escotilla a la de uno, dos, tres, arrojándonos al vacío como Ícaro. Golpeamos el suelo a cientos de kilómetros por hora. Los exoesqueletos se hicieron añicos como si fueran de cristal, arrojando fragmentos a las alturas. Los pedazos cayeron revoloteando a nuestro alrededor, negros pétalos metálicos diseñados para absorber el radar y los detectores de calor del enemigo mientras rodábamos hasta detenernos, vulnerables, en medio del talud enfangado.
El cazador rebasó la cresta envuelto en los alaridos de los Hentasas, un blanco llameante. Me incorporé arrastrándome y corrí en dirección a la cresta, apisonando con los pies fangales de relaves amarillos y parches de nieve ictérica. A mi espalda, Jaak había caído con los brazos destrozados. Las hojas de su exoesqueleto marcaban la dirección en la que había rodado, un largo rastro de reluciente metal negro. Lisa yacía postrada a cien metros de distancia, con el fémur sobresaliendo de su muslo como un brillante signo de exclamación blanco.
Llegué a lo alto de la cresta y escudriñé el valle.
Nada.
Activé el aumento del casco. A mis pies se extendían, monótonos, más taludes pedregosos. Los peñascos, algunos tan grandes como nuestro vehículo híbrido, algunos partidos y fragmentados por explosivos de gran potencia, compartían las laderas con los inestables esquistos amarillos y la fina grava de los desechos de las operaciones de SesCo.
Jaak se situó a mi lado, seguido instantes después de Lisa, con la pernera de su traje de piloto desgarrada y empapada de sangre. Se enjugó la arcilla ocre que le cubría el rostro y se la comió mientras estudiaba el valle que se abría a nuestros pies.
—¿Algo?
Sacudí la cabeza.
—Todavía nada. ¿Estás bien?
—Era una fractura limpia.
Jaak apuntó con un dedo.
—¡Allí!
En el fondo del valle corría algo, hostigado por el cazador. Avanzaba por la orilla de un arroyo poco profundo, viscoso a causa del ácido de los relaves. La nave lo conducía hacia nosotros. Nada. Ni fuego de misiles. Ni escoria. Tan solo la criatura huidiza. Una masa de pelo enredado. Cuadrúpeda. Cubierta de barro.
—¿Será algún tipo de bioproducto? —pregunté.
—No tiene manos —murmuró Lisa.
—Ni equipo.
—¿Qué clase de sádico hijo de puta diseñaría un bioproducto sin manos? —musitó Jaak.
Escudriñé el cerco de crestas que nos rodeaba.
—¿Un señuelo, tal vez?
Jaak consultó la información de su escáner, enviada por los instrumentos más agresivos del cazador.
—Lo dudo. ¿Podemos elevar el cazador un poco más? Quiero ver los alrededores.
A una orden de Lisa, el cazador ascendió, posibilitando así que sus sensores realizaran una búsqueda más exhaustiva. El aullido de sus turbohélices amainó conforme ganaba altitud.
Jaak esperó mientras la información añadida salpicaba la pantalla de su visor.
—Pues no, nada. Y en las estaciones del perímetro tampoco ha saltado ninguna alarma. Estamos solos.
Lisa sacudió la cabeza.
—Tendríamos que haberle lanzado una mini desde la base.
Abajo, en el valle, la carrera desbocada del bioproducto se redujo a un simple trote. Parecía ajeno a nuestra presencia. Ya más de cerca, pudimos distinguir su forma: un cuadrúpedo desgreñado, con cola. De sus patas colgaban guedejas enmarañadas como ornamentos, tachonadas de pegotes de barro. Tenía las extremidades teñidas por los ácidos de las cuencas hidrográficas, como si hubiera estado vadeando arroyos de orines.
—Qué bioproducto más feo —dije.
Lisa se apoyó la culata del 101 en el hombro.
—Biofundido cuando acabe con él.
—¡Espera! —exclamó Jaak—. ¡No lo fundas!
Lisa lo miró de reojo, irritada.
—¿Y ahora qué pasa?
—Eso no es ningún bioproducto —susurró Jaak—. Es un perro.
Se levantó de repente y se lanzó a la pendiente de un salto, corriendo pedregal abajo en dirección al animal.
—¡Espera! —lo llamó Lisa, pero Jaak ya se había expuesto por completo, convertido en una mancha borrosa al alcanzar su velocidad punta.
El animal echó un vistazo a Jaak, que vociferaba y gesticulaba mientras descendía como un alud atronador, se dio la vuelta y empezó a correr. No era rival para Jaak, que adelantó al animal medio minuto después.
Lisa y yo cruzamos las miradas.
—En fin —dijo—, si se trata de un bioproducto es espantosamente lento. He visto centauros que caminan más deprisa.
Cuando llegamos a la altura del animal y Jaak, este lo había acorralado en un barranco en penumbra. El animal se encontraba en el centro de un reguero de aguas viscosas, temblando, gruñendo y enseñándonos los dientes mientras lo cercábamos. Intentó huir rodeándonos, pero Jaak lo volvió a arrinconar sin esfuerzo.
De cerca, el animal ofrecía un aspecto aún más patético que de lejos, unos treinta kilos de gruñidos sarnosos. Tenía las patas llenas de cortes, ensangrentadas, y había zonas donde el pelaje había desaparecido, arrancado por completo, revelando las quemaduras químicas infectadas de debajo.
—No me fastidies —susurré observando fijamente al animal—. Pero si parece un perro de verdad.
Jaak sonrió.
—Es como encontrar un puñetero dinosaurio.
—¿Cómo puede sobrevivir aquí fuera? —Lisa trazó un arco con el brazo, abarcando el horizonte—. No hay nada de lo que alimentarse. Deben de haberlo modificado. —Tras estudiarlo con atención, miró a Jaak de reojo—. ¿Seguro que no se acerca nada al perímetro? ¿Que no se trata de algún tipo de señuelo?
Jaak sacudió la cabeza.
—Nada. Ni un parpadeo.
Me incliné hacia la criatura. Dejó los dientes al descubierto en un rictus cargado de odio.
—Está bastante maltrecho. A lo mejor es de verdad.
—Sí, ya lo creo —dijo Jaak—, y tanto que es de verdad. Una vez vi uno en un zoo. Hacedme caso, se trata de un perro.
Lisa meneó la cabeza.
—Imposible. Si fuera un perro de verdad, ya estaría muerto.
Jaak se limitó a sonreír y sacudió la cabeza.
—Qué va. Fijaos. —Alargó una mano y apartó el pelo de la cara del animal para que todos pudieran verle el hocico.
El perro se abalanzó sobre él y le clavó los dientes en el brazo. Lo zarandeó violentamente, gruñendo mientras Jaak observaba sin pestañear a la criatura adherida a su carne. El animal sacudió la cabeza adelante y atrás, intentando arrancarle el brazo. Alrededor de su morro brotaron surtidores de sangre cuando los colmillos encontraron las arterias de Jaak.
Jaak se rió. Las hemorragias cesaron.
—Será cabrón. ¿Habéis visto eso? —Levantó el brazo hasta que el animal colgó completamente fuera del arroyo, chorreando—. Ya tengo mascota.
El perro se mecía, sujeto al grueso tronco del brazo de Jaak. Intentó zarandeárselo otra vez, pero sus movimientos no surtieron ningún efecto ahora que colgaba lejos del suelo. Incluso Lisa sonrió.
—Tiene que ser un palo despertar y descubrir que has llegado al final de tu curva evolutiva.
El perro gruñó, decidido a no soltar a su presa.
Jaak se rió y desenfundó el cuchillo monomolecular.
—Ahí tienes, perrito. —Se cercenó el brazo, dejándolo entre las fauces del desconcertado animal.
Lisa ladeó la cabeza.
—¿Crees que podríamos sacar algo de dinero con esto?
Jaak vio cómo el perro devoraba su brazo amputado.
—Leí en alguna parte que antes se comían a los perros. Me pregunto a qué sabe.
Consulté la hora en la pantalla del visor. Ya habíamos quemado una hora con un ejercicio que no iba a reportarnos ninguna bonificación.
—Coge a tu perro, Jaak, y mételo en el cazador. No nos lo vamos a comer antes de llamar a Bunbaum.
—Lo más probable es que lo reclame como propiedad de la empresa —refunfuñó Jaak.
—Ya, la misma historia de siempre. Pero tenemos que dar parte de todas formas. No nos cuesta nada presentar las pruebas, ya que no las hemos desintegrado.
Comimos arena para cenar. Fuera del búnker de seguridad, los robots mineros deambulaban con estruendo de un lado a otro, horadando la tierra, transformándola en una papilla de relaves y ácido rocoso que dejaban en estanques expuestos cuando llegaban a la capa freática, o amontonada en cordilleras de residuos minerales de varios cientos de metros de altura. Era reconfortante oír cómo aquellas máquinas retumbaban yendo de un lado para otro a todas horas. Los robots, las ganancias y tú, y si no te pillaba ningún bombardeo de guardia, siempre había una suculenta bonificación aguardándote.
Después de cenar nos sentamos y afilamos la piel de Lisa, implantando cuchillas a lo largo de sus brazos y piernas para que fuese como una navaja desde todos los ángulos. Se había planteado la posibilidad de acoplarse hojas monomoleculares, pero era demasiado fácil amputarse un miembro por accidente, y ya perdíamos suficientes partes del cuerpo sin necesidad de contribuir a aumentar las mutilaciones personalmente. Ese tipo de basura era para la gente que no tenía que trabajar: los estetas de la ciudad de Nueva York y California.
Lisa tenía un kit de DermDecora para la operación. Lo había comprado la última vez que disfrutamos de unas vacaciones, sin escatimar en gastos, en lugar de adquirir cualquiera de las imitaciones baratas que se habían puesto tan de moda. Empezamos a perforar su piel hasta el hueso y montamos las cuchillas. Teníamos un amigo en Los Ángeles que contaba que solía celebrar fiestas de DermDecora tan solo para que todo el mundo pudiera hacerse las modificaciones que quisiera y ayudar en los confines más inaccesibles.
Lisa era la autora de mi espinazo fosforescente, un espectacular entramado de luces de aterrizaje verde lima que se extendía desde mi coxis hasta la base de mi cráneo, de modo que no tenía inconveniente en echarle una mano, pero a Jaak, que se practicaba todas las modificaciones en una antigua tienda de tatuajes y escarificaciones de Hawái, no le hacía tanta gracia. El proceso resultaba un poco frustrante porque su carne no dejaba de intentar cerrarse antes de que nos diera tiempo a encajar las cuchillas, pero al final le pillamos el tranquillo y, una hora más tarde, Lisa empezó a tener buen aspecto.
Cuando terminamos con los injertos delanteros de Lisa, nos sentamos a su alrededor y la alimentamos. Tenía un tazón de fango de relaves que empecé a desmigar en su boca para acelerar el proceso de integración. Cuando no estábamos dándole de comer, nos dedicábamos a observar al perro. Jaak lo había metido en una jaula improvisada en una esquina de la sala de juntas. Yacía allí dentro como si estuviera muerto.
—He comprobado su ADN —dijo Lisa—. Es un perro de verdad.
—¿Bunbaum te ha creído?
Me fulminó con la mirada.
—¿Tú qué crees?
Me reí. En SesCo, se esperaba de los agentes de defensa estratégica que fueran rápidos, flexibles y letales, pero a la hora de la verdad nuestro procedimiento operativo estándar siempre era el mismo: eliminar a los intrusos con bombas atómicas, fundir los restos hasta reducirlos a un montón de escoria para que no pudieran regenerarse, largarse de vacaciones a la playa. Gozábamos de independencia y confianza por lo que a las decisiones tácticas respectaba, pero ni locos se iban a creer los de SesCo que sus soldados de escoria hubieran encontrado un perro en sus montañas de relaves.
Lisa asintió con la cabeza.
—Quería saber cómo diablos había podido sobrevivir un perro ahí fuera. Después quería saber por qué no lo habíamos capturado antes. También quería saber para qué nos paga. —Se apartó un mechón corto de cabello rubio de la cara y miró al animal de reojo—. Deberíamos haberlo fundido.
—¿Qué quiere que hagamos?
—El manual no dice nada. Volverá a llamar.
Estudié al animal renqueante.
—Yo también quiero saber cómo ha sobrevivido. Los perros son carnívoros, ¿no?
—Puede que alguno de los ingenieros estuviera proporcionándole carne. Como hizo Jaak.
El aludido sacudió la cabeza.
—Lo dudo. El muy mamón vomitó mi brazo casi inmediatamente después de tragárselo. —Agitó el muñón, que ya había empezado a regenerarse rápidamente—. No creo que seamos compatibles con él.
—Pero nosotros sí podríamos comérnoslo, ¿no?
Lisa se rió y engulló una cucharada de relaves.
—Podríamos comer cualquier cosa. Estamos en lo alto de la cadena alimenticia.
—Qué raro que no pueda comernos.
—Probablemente tu sangre contenga más plomo y mercurio de los que pudiera soportar ningún animal anterior a la tecnocriba.
—¿Eso es malo?
—Antes se consideraba veneno.
—Qué raro.
—Me parece que se rompió una pata cuando lo metí en la jaula —dijo Jaak. Estudió al animal con gesto serio—. Ya no se mueve como antes. Y oí un crujido cuando lo lancé ahí dentro.
—¿Y qué?
Jaak se encogió de hombros.
—No tiene pinta de estar curándose.
Lo cierto es que el perro no tenía buen aspecto. Se limitaba a yacer tendido en el suelo, con los costados subiendo y bajando como un fuelle. Aunque tenía los ojos entreabiertos, no daba muestras de estar fijándose en ninguno de nosotros. Ante un movimiento brusco de Jaak, se estremeció por un segundo, pero no se levantó. Ni siquiera gruñó.
—No sabía que un animal pudiera ser tan frágil —dijo Jaak.
—Tú también lo eres. Menuda sorpresa.
—Ya, pero solo le he roto un par de huesos, y míralo ahora. No hace más que quedarse ahí tumbado, jadeando.
Lisa frunció el ceño, pensativa.
—No se cura. —Con esfuerzo, se puso de pie y fue a asomarse a la jaula. Con un timbre de emoción, añadió—: Es un perro de verdad. Como éramos antes nosotros. Podría tardar semanas en recuperarse. Un hueso roto, y se acabó.
Introdujo una mano cubierta de cuchillas en la jaula y practicó un fino corte en una de las patas del animal. La sangre empezó a manar, y continuó manando. Tardó varios minutos en comenzar a coagularse. El perro jadeaba, tumbado, visiblemente acabado.
Lisa se rió.
—Me cuesta creer que sobreviviéramos el tiempo suficiente para evolucionar a partir de algo así. Si le amputamos las patas, no volverán a crecer. —Ladeó la cabeza, fascinada—. Es frágil como una roca. Si se rompe, nunca se recompondrá otra vez. —Alargó un brazo para acariciar el pelo apelmazado del animal—. Es tan fácil de matar como el cazador.
Sonó el intercomunicador. Jaak fue a atender la llamada.
Lisa y yo nos quedamos mirando fijamente al perro, nuestra ventana particular a la prehistoria.
Jaak volvió a entrar en el cuarto.
—Bunbaum ha mandado un biólogo para que lo examine.
—Querrás decir un bioingeniero —lo corregí.
—Pues no. Un biólogo. Según Bunbaum, se dedican a estudiar animales.
Lisa se sentó. Comprobé que no se le hubiera soltado ninguna cuchilla.
—Hablando de carreras sin futuro.
—Supongo que los fabrican a partir de ADN. Estudian lo que hacen. Su conducta y chorradas por el estilo.
—¿Quién los contrata?
Jaak se encogió de hombros.
—La Fundación Pau tiene a tres de ellos en nómina. De los que investigan el origen de la vida. De ahí sale el que viene hacia aquí. Mushi-no sé qué más. No me he quedado con el nombre.
—¿El origen de la vida?
—Sí, ya sabes, lo que nos mueve. Lo que nos hace estar vivos. Cosas así.
Desmigué un puñado de fango de relaves en la boca de Lisa. Lo engulló con satisfacción.
—Lo que nos mueve es el barro —dije.
Jaak inclinó la cabeza en dirección al perro.
—A él no.
Todos miramos al perro.
—Es difícil saber qué lo mueve.
Lin Musharraf era un tipo bajito, con el pelo moreno y el rostro dominado por una nariz aguileña. Se había labrado la piel con remolinos de implantes fosforescentes, espirales de cobalto que brillaban en la oscuridad cuando bajó de un salto del híbrido fletado por la empresa.
Los centauros enloquecieron ante la llegada del visitante sin autorización, al que acorralaron contra la nave. Se abalanzaron sobre él y su kit de ADN, olisqueándolo, barriendo su maletín con los escáneres, apuntando los 101 contra su cara resplandeciente y gruñendo.
Dejé que se pasara un minuto temblando antes de llamar a los centauros. Retrocedieron entre maldiciones, dando vueltas a su alrededor, pero no lo fundieron. Musharraf parecía sobrecogido. No lo culpaba. Eran unos monstruos aterradores: más grandes y rápidos que cualquier persona. Sus parches de conducta los vuelven despiadados, sus mejoras sensoriales les confieren la inteligencia necesaria para manejar equipos militares, y su respuesta básica de lucha o huida es tan limitada que solo saben atacar si se sienten amenazados. He visto cómo un centauro medio derretido descuartizaba a un hombre con las manos desnudas antes de sumarse al asalto contra las fortificaciones montañosas del enemigo, impulsando todo su cuerpo fundido con la sola ayuda de sus brazos. Cuando la escoria se dispara, resulta muy útil tener a estos bichos guardándote las espaldas.
Saqué a Musharraf de la melé. Un equipo completo de ampliaciones de memoria destellaba intermitentemente en su nuca: un grueso manojo de sensores canalizados directamente al cerebro, sin carcasa de protección. Los centauros podrían haberlo desconectado con un simple pescozón. Aunque su córtex se regenerara, jamás volvería a ser el mismo. Bastaba con ver aquel parpadeante triplete de aletas cognitivas que le envolvían la nuca para saber que era la típica rata de laboratorio. Todo cerebro, cero instinto de supervivencia. Ni siquiera a cambio de tres bonificaciones dejaría yo que me metieran ampliaciones de memoria en la cabeza.
—¿Tenéis un perro? —preguntó Musharraf cuando nos hubimos alejado a una distancia segura de los centauros.
—Eso creemos. —Lo conduje hasta el búnker, pasando por las armerías y las salas de pesas hasta la sala de juntas en la que habíamos encerrado al perro. El animal levantó la cabeza cuando llegamos, el mayor movimiento que había hecho desde que Jaak lo guardó en la jaula.
Musharraf se detuvo en seco y se lo quedó mirando fijamente.
—Asombroso.
Se arrodilló ante la jaula del animal y abrió la puerta. Extendió una mano llena de bolitas. El perro se irguió con esfuerzo. Musharraf retrocedió, haciéndole sitio, y el perro lo siguió con movimientos rígidos, cauteloso, husmeando las golosinas. Enterró el hocico en la mano morena, resoplando, y empezó a engullir las bolitas.
Musharraf levantó la cabeza.
—¿Y lo encontrasteis en los pozos de relaves?
—Correcto.
—Asombroso.
El perro se acabó las bolitas y olisqueó la mano en busca de más. Musharraf se rió y se puso de pie.
—Ya no hay más. Ahora no. —Abrió el kit de ADN, sacó una jeringuilla de muestras y pinchó al perro. El tubo de la jeringuilla comenzó a llenarse de sangre.
Lisa, que lo observaba con atención, preguntó:
—¿Hablas con él?
Musharraf se encogió de hombros.
—Es una costumbre.
—Pero si no es inteligente.
—Bueno, no, pero le gusta oír voces. —El tubo terminó de llenarse. Musharraf retiró la aguja, desacopló el cilindro repleto y lo introdujo en el kit. El software de análisis cobró vida con un parpadeo y la sangre desapareció en el corazón del equipo con un suave siseo hermético.
—¿Cómo lo sabes?
Musharraf volvió a encogerse de hombros.
—Es un perro. Los perros son así.
Todos fruncimos el ceño. Musharraf empezó a analizar la sangre, tarareando desafinadamente mientras trabajaba. El kit de ADN pitaba y chirriaba. Lisa se quedó mirando cómo realizaba los análisis, sin disimular el cabreo que le producía que SesCo hubiera enviado una rata de laboratorio a repetir las pruebas que ya había hecho ella. Su irritación era comprensible. Hasta un centauro podría haber realizado aquellos análisis de ADN.
—Es asombroso que encontrarais un perro en los pozos —musitó Musharraf.
—Queríamos fundirlo —dijo Lisa—, pero Bunbaum nos lo impidió.
Musharraf la observó de reojo.
—Qué considerados.
Lisa se encogió de hombros.
—Órdenes.
—Aun así, seguro que tu arma de descargas térmicas presentaba una tentación irresistible. Muy amable por tu parte el no fundir a un bicho famélico.
Lisa arrugó el entrecejo con suspicacia. Empezó a preocuparme la posibilidad de que descuartizara a Musharraf. Ya estaba lo bastante loca sin necesidad de que nadie le tomara el pelo. Las ampliaciones de memoria que llevaba el biólogo en la nuca constituían un blanco tremendamente tentador: un manotazo y adiós, rata de laboratorio. Me pregunté si alguien notaría su ausencia si lo tirábamos a una de las cuencas hidrográficas. Un biólogo, por los clavos de Cristo.
Musharraf volvió a concentrarse en el kit de ADN, aparentemente ajeno al peligro que corría.
—¿Sabíais que, en el pasado, la gente creía que deberíamos mostrar compasión con todas las cosas que hay en la Tierra? No solo por nosotros mismos, sino por todos los seres vivos.
—¿Y qué?
—Que espero que hoy seáis compasivos con este humilde científico y no me hagáis pedazos.
Lisa se rió. Me relajé. Alentado, Musharraf continuó:
—Es verdaderamente asombroso que encontrarais semejante espécimen en las excavaciones. Hace diez o quince años que no tenía noticias de ningún ejemplar con vida.
—Una vez vi uno en un zoo —dijo Jaak.
—Ya, bueno, el zoológico es el único lugar que les queda. Y los laboratorios, naturalmente. La información genética que nos proporcionan sigue siendo muy valiosa. —Estaba estudiando los resultados de las pruebas, asintiendo con la cabeza mientras los datos se deslizaban por la pantalla del equipo.
Jaak sonrió.
—¿Quién necesita animales si puede comer piedras?
Musharraf empezó a recoger el kit de ADN.
—La tecnocriba. Exacto. Hemos trascendido el reino animal. —Cerró el maletín e inclinó la cabeza en nuestra dirección—. Bueno, ha sido muy enriquecedor. Gracias por enseñarme vuestro espécimen.
—¿No te lo vas a llevar?
Musharraf hizo una pausa, sorprendido.
—No, no. De ninguna manera.
—Entonces ¿no se trata de un perro?
—Sí, es un perro de verdad, sin lugar a dudas. Pero ¿qué diablos haría con él? —Levantó una ampolla de sangre—. Ya tenemos su ADN. No vale la pena conservarlo vivo. Son caros de mantener, ya sabéis. Manufacturar los alimentos que necesita un organismo básico es bastante complejo. Habitáculos limpios, filtros de aire, iluminación especial… Recrear el entramado de la vida no es tarea sencilla. Lo más fácil es librarse de él por completo en vez de procurar recrearlo. —Miró al perro de soslayo—. Lamentablemente, nuestro peludo amiguito jamás sobreviviría a la tecnocriba. Los gusanos lo devorarían tan deprisa como se comen todo lo demás. No, habría que manufacturar al animal desde cero. Y, la verdad, ¿qué sentido tendría? ¿Un bioproducto sin manos? —Se rió y se encaminó hacia el vehículo híbrido que lo estaba esperando.
Los tres nos miramos. Salí corriendo detrás del científico y le di alcance ante la escotilla que daba al asfalto. Se encontraba a punto de abrirla.
—¿Me reconocerán vuestros centauros? —preguntó.
—Claro, no pasa nada.
—Bien. —Dilató la escotilla y salió a la intemperie con paso vivo.
Lo seguí.
—¡Espera! ¿Qué vamos a hacer con él?
—¿Con el perro? —El científico montó en el híbrido y empezó a abrochar las correas. El viento que nos azotaba transportaba la afilada grava de las montañas de relaves—. Devolvedlo a los pozos. También podríais coméroslo, supongo. Tengo entendido que era un auténtico manjar. Existen recetas para cocinar animales. Llevan su tiempo, pero arrojan unos resultados extraordinarios.
El piloto de Musharraf puso en marcha las turbohélices.
—¿Me tomas el pelo?
Musharraf se encogió de hombros y levantó la voz para imponerse al creciente rugido de los motores.
—¡Deberíais probarlo! ¡Solo es otra parte de nuestro legado que se ha atrofiado con la tecnocriba!
Bajó la puerta de un tirón y se encerró herméticamente en el interior de la vaina voladora. Las turbohélices aceleraron y el piloto me indicó que me apartara de la corriente mientras el híbrido se elevaba lentamente por los aires.
Lisa y Jaak no se ponían de acuerdo sobre lo que debíamos hacer con el perro. Disponíamos de protocolos para resolver los conflictos. Como la tribu de asesinos que éramos, los necesitábamos. Por lo general se imponía el consenso de la mayoría, pero de vez en cuando nos obcecábamos y nos atrincherábamos en nuestras posturas, tras lo cual no podía hacerse gran cosa sin que alguien terminara descuartizado. Ni Lisa ni Jaak daban el brazo a torcer, y tras un par de días de tira y afloja, cuando Lisa amenazaba ya con cocinar al bicho en plena noche mientras Jaak no estuviera mirando, y Jaak amenazaba con cocinarla a ella como se le ocurriera, acordamos someterlo a votación. El desempate estaba en mis manos.
—Yo digo que nos lo zampemos —declaró Lisa.
Estábamos sentados en la sala de vigilancia, contemplando las fotografías de las montañas de relaves que sacaban los satélites y las manchas infrarrojas de los robots mineros que perforaban la tierra. En un rincón, el motivo de nuestra discusión yacía en su jaula, que Jaak había arrastrado hasta allí en un intento por inclinar la balanza a su favor. Giró la silla de observación y dio la espalda a los mapas del terreno.
—Creo que deberíamos quedárnoslo. Me mola. Tiene el encanto de las cosas antiguas, ¿sabéis? Quiero decir, ¿conocéis a alguien que tenga un puñetero perro de verdad?
—¿Quién diablos quiere esa carga? —replicó Lisa—. Yo digo que probemos cómo sabe la carne de verdad. —Se practicó un corte en el antebrazo con las cuchillas. Deslizó un dedo por las gotas de sangre resultantes y las paladeó mientras se cerraba la herida.
Los dos me miraron. Yo miré al techo.
—¿Seguro que no podéis tomar esta decisión sin mí?
Lisa esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Venga, Chen, tú eliges. Lo descubrimos juntos. Jaak no hará pucheros, ¿a que no?
Jaak le lanzó una mirada asesina.
—No quiero que el coste de su alimentación salga de las bonificaciones del grupo —dije dirigiéndome a Jaak—. Acordamos destinar una parte a la nueva Respuesta Sumersiva. Estoy harto de la vieja.
Jaak se encogió de hombros.
—Por mí vale. Puedo pagarlo de mi bolsillo. Renunciaré a seguir haciéndome tatuajes y ya está.
Me recliné en la silla, sorprendido, y miré a Lisa.
—Bueno, si Jaak está dispuesto a pagar, creo que deberíamos quedarnos con él.
Lisa se me quedó mirando fijamente, con cara de incredulidad.
—¡Pero podríamos cocinarlo!
Miré de reojo al perro, que yacía jadeando en su jaula.
—Es como si tuviéramos nuestro propio zoológico. Me gusta.
Musharraf y la Fundación Pau nos suministraron un cargamento de bolitas alimenticias para el perro, y Jaak consultó una antigua base de datos para averiguar la manera de entablillarle los huesos rotos. Compró un filtro de agua para que pudiera beber.
Pensaba que había tomado la decisión adecuada al encasquetarle los gastos a Jaak, pero lo cierto era que no había previsto las complicaciones inherentes a tener un organismo no modificado en el búnker. El bicho se cagaba por todas partes, a veces se negaba a comer, enfermaba sin motivo y tardaba un montón en recuperarse, así que todos acabábamos haciendo de enfermeras para el animal mientras este se quedaba tumbado en su jaula. Esperaba que Lisa le partiera el cuello cualquier noche, pero aunque no dejaba de refunfuñar, tampoco lo asesinó.
Jaak procuraba imitar a Musharraf. Hablaba con el perro. Se conectaba a las bibliotecas y leía todo cuanto encontraba acerca de los perros de la antigüedad. Cómo corrían en manadas. Cómo la gente solía criarlos.
Intentamos averiguar de qué clase de perro se trataba, pero no logramos afinar la búsqueda; al final, Jaak descubrió que todos los perros podían aparearse entre sí, así que no nos quedó más remedio que suponer que era algún tipo de perro pastor de gran tamaño, posiblemente con la cabeza de un rottweiler más los rasgos de cualquier otra variedad, como un lobo, un coyote o algo por el estilo.
Jaak opinaba que debía de tener sangre de coyote porque supuestamente estos eran muy adaptables, y fuera lo que fuese nuestro perro, tenía que haberse adaptado de narices para salir indemne de los pozos de relaves. Aunque sin los aumentos que teníamos nosotros, había sobrevivido a los ácidos rocosos. Incluso Lisa se sentía impresionada por ello.
Me encontraba bombardeando recesionistas antárticos, volando bajo, expulsando a aquellos payasos cada vez más lejos por el témpano de hielo. Con suerte, empujaría a toda la aldea hasta alguna cornisa y los hundiría antes de que se dieran cuenta de nada. Realicé un nuevo picado, hostigándolos, y viré para alejarme de su contrataque.
Era divertido, pero no dejaba de ser una manera de matar el tiempo a la espera de realizar un bombardeo de verdad. Se suponía que la nueva Respuesta Sumersiva era tan buena como las consolas, ofrecía una inmersión y una respuesta integrales, y además era portátil. La gente perdía la noción del tiempo hasta el punto de necesitar que los alimentaran por vía intravenosa si no querían consumirse antes de salir.
Me disponía a hundir todo un cargamento de refugiados cuando Jaak exclamó:
—¡Venid aquí! ¡Tenéis que ver esto!
Me quité las gafas y corrí a la sala de vigilancia, cargado de adrenalina. Cuando llegué, Jaak estaba de pie en el centro de la habitación con el perro, sonriendo.
Lisa llegó como una exhalación un segundo después.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —Paseó la mirada por los mapas del terreno, sedienta de sangre.
Jaak sonrió.
—Fijaos. —Se giró hacia el perro y le tendió la mano—. Chócala.
El perro se sentó sobre los cuartos traseros y le ofreció la pata con gesto solemne. Sin dejar de sonreír, Jaak se la estrechó y le lanzó una bolita de comida. Se giró hacia nosotros e hizo una reverencia.
Lisa frunció el ceño.
—Hazlo otra vez.
Jaak se encogió de hombros y repitió la actuación.
—¿Piensa? —preguntó Lisa.
Jaak volvió a encogerse de hombros.
—Me has pillado. Puedes conseguir que haga muchas cosas. Las bibliotecas están repletas de información al respecto. Son domesticables. No como los centauros ni nada por el estilo, pero puedes enseñarles trucos sencillos, y en el caso de algunas razas, también pueden aprender cosas especiales.
—¿Como cuáles?
—Algunos estaban adiestrados para atacar. O para encontrar explosivos.
Lisa parecía impresionada.
—¿Como bombas nucleares y así?
Jaak se encogió de hombros.
—Supongo que sí.
—¿Puedo probar? —pregunté.
Jaak asintió con la cabeza.
—Adelante.
Me acerqué al perro y le tendí la mano.
—Chócala.
Me ofreció la pata. Se me puso el vello de punta. Era como enviar señales a los alienígenas. Quiero decir, es de esperar que un bioproducto o un robot hagan lo que les ordenes. Centauro, ve a que te hagan saltar por los aires. Busca el destacamento de operaciones especiales. Solicita refuerzos. El híbrido también era así. Podía hacer cualquier cosa. Pero estaba diseñado para ello.
—Dale de comer —dijo Jaak entregándome una bolita de comida—. Hay que darle de comer cuando lo hace bien.
Le ofrecí la bolita. La lengua del perro, larga y rosa, me acarició la mano.
Repetí el gesto de antes.
—Chócala —dije. Extendió la pata. Nos dimos la mano. Sus ojos ambarinos me observaban sin pestañear, solemnes.
—Esto es raro de cojones —comentó Lisa. Me estremecí, asintiendo con la cabeza, y retrocedí. El perro se quedó viendo cómo me alejaba.
Esa noche estaba tumbado en el catre, leyendo. Había apagado las luces y solo brillaba la superficie del libro, iluminando el dormitorio comunitario con una suave aura verde. Algunos de los objetos de arte adquiridos por Lisa relucían tenuemente en las paredes: un colgante de bronce con un fénix echando a volar, rodeado de brillantes llamas estilizadas; un estampado japonés del monte Fuji y otro de una aldea enterrada bajo gruesos mantos de nieve; una foto de los tres en Siberia, al término de la campaña de la península, sonriendo y con vida entre la escoria.
Lisa entró en la habitación. Sus navajas refulgieron a la luz mortecina de mi libro, destellos de chispas verdes que silueteaban sus extremidades cuando se movía.
—¿Qué estás leyendo? —Se desnudó y se apretujó contra mí en la cama.
Levanté el libro y leí en voz alta:
Córtame, que no sangro. Envenena el aire, que no respiro.
Apuñálame, dispárame, azótame, aplástame,
que he devorado la ciencia
y ahora soy Dios.
Solo yo.
El resplandor del libro murió cuando lo cerré. En la oscuridad, Lisa se revolvió bajo las sábanas.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, vi que estaba mirándome fijamente.
—Hombre muerto, ¿verdad?
—Por el perro —dije.
—Qué lectura tan siniestra. —Me tocó el hombro con una mano cálida, erizada de cuchillas que se clavaron ligeramente en mi piel.
—Antes éramos como ese perro.
—Patético.
—Aterrador.
Guardamos silencio por unos instantes.
—¿No te has preguntado nunca qué sería de nosotros sin la ciencia? —dije, al cabo—. Sin nuestros grandes cerebros, ni la tecnocriba, ni los estimuladores celulares, ni…
—¿Ni nada de lo que hace que la vida merezca la pena? —Se rió—. No. —Me acarició el estómago—. Me gustan todos esos gusanitos que viven en tu estómago. —Empezó a hacerme cosquillas.
En tu barriga pican y rascan,
las tuberías te desatascan.
Se comen lo malo, los microtamices,
para que todos seamos felices.
Me la sacudí de encima, riendo.
—Eso no es de Yearly.
—Tercero de primaria. Biología básica. La señorita Álvarez. Era una entusiasta de la tecnocriba.
Intentó hacerme cosquillas de nuevo, pero se lo impedí.
—Ya, bueno, Yearly solo escribía sobre la inmortalidad. La rechazaba.
Lisa desistió de su empeño y se dejó caer en la cama junto a mí otra vez.
—Blablablá. Rechazaba todas las modificaciones genéticas. Los inhibidores de células cancerígenas. Se moría de cáncer y se negaba a tomar los medicamentos que podrían salvarle la vida. Nuestro último poeta mortal. Mira cómo lloro. ¿Y qué?
—¿No has pensado nunca por qué se negaba?
—Pues claro. Quería ser famoso. El suicidio es una buena manera de llamar la atención.
—No, en serio. Opinaba que ser humano significaba tener animales. Todo el entramado de la vida. He leído acerca de él. Es raro de cojones. No quería vivir sin ellos.
—La señorita Álvarez lo aborrecía. También tenía rimas sobre él. En cualquier caso, ¿qué podíamos hacer? ¿Acomodar la tecnocriba y los parches de ADN a todas las puñeteras especies? ¿Sabes cuánto habría costado eso? —Se arrebujó contra mí—. Si quieres ver animales, vete al zoo. O compra una caja de cubos de construcción y crea algo, si eso te hace feliz. Pero que tenga manos, por el amor de Dios, no como ese perro. —Clavó la mirada en el somier del catre que teníamos encima—. Cocinaría a ese perro en un abrir y cerrar de ojos.
Sacudí la cabeza.
—No sé. Ese perro no es como los bioproductos. Cuando nos mira, hay algo en sus ojos, y no somos nosotros. Quiero decir, fíjate en cualquier bioproducto y verás que básicamente se trata de nosotros mismos con otra forma, pero ese perro no… —Dejé la frase en el aire, sumido en mis pensamientos.
Lisa se carcajeó.
—Te dio la patita, Chen, nada más. Cuando un centauro se pone firme no le das mayor importancia. —Se sentó encima de mí a horcajadas—. Olvídate del perro. Concéntrate en algo más importante. —Su sonrisa y sus cuchillas resplandecieron en la penumbra.
Me despertó un lametón en la cara. Al principio pensé que sería Lisa, pero se había encaramado a su catre. Abrí los ojos y me encontré con el perro.
Me hizo gracia que el animal estuviera lamiéndome, como si quisiera comunicarse, saludar o algo. Me dio otro lametón, y pensé que había mejorado mucho desde que intentara arrancarle el brazo de cuajo a Jaak. Apoyó las patas encima de la cama y, con un solo movimiento pesado, se subió al catre conmigo, con su corpachón ovillado contra mí.
Durmió allí toda la noche. Resultaba extraño tener algo aparte de Lisa tumbado a mi lado, pero era cálido y había algo de afectuoso en ello. No pude reprimir una sonrisa mientras volvía a quedarme dormido.
Volamos hasta Hawái para disfrutar de unas vacaciones en el agua y nos llevamos al perro con nosotros. Era agradable escapar del frío septentrional y refugiarse en el apacible Pacífico. Era agradable detenerse en la playa y dejar que la vista vagara por el interminable horizonte. Era agradable pasear por la arena cogidos de la mano mientras las negras olas rompían contra la orilla.
Lisa era buena nadadora. Surcaba la pátina metálica del océano como una anguila sacada de los libros de historia, y cuando salía a la superficie, su cuerpo desnudo relucía con cientos de iridiscentes gemas oleaginosas.
Cuando el sol empezó a ponerse, Jaak prendió fuego al océano con su 101. Nos sentamos a ver cómo el gran orbe rojo del sol se hundía entre los velos de humo; su luz carmesí se oscurecía por momentos. Las olas llegaban ardiendo a la playa. Jaak sacó la armónica y tocó mientras Lisa y yo hacíamos el amor en la arena.
Habíamos planeado amputarla ese fin de semana, darle a probar lo que ella había hecho conmigo durante las últimas vacaciones. Era lo último en Los Ángeles, un experimento de vulnerabilidad.
Estaba preciosa allí tendida en la playa, resbaladiza y enardecida tras todos nuestros juegos en el agua. Lamí los ópalos viscosos que le tachonaban la piel mientras le cercenaba las extremidades, dejándola tan desvalida como un bebé. Jaak tocaba la armónica y contemplaba la puesta de sol, testigo de cómo yo desnudaba a Lisa hasta la médula.
Después del sexo, nos quedamos tendidos en la arena. El último vestigio del sol continuaba zambulléndose en el agua. Sus rayos arrancaban destellos rojizos a los rescoldos de las olas. El cielo, cargado de humo y partículas, adquirió un matiz más sombrío.
Lisa exhaló un suspiro de satisfacción.
—Deberíamos venir de vacaciones aquí más a menudo.
Tiré de un pedazo de alambre de espino enterrado en la arena. Lo saqué por completo y me lo enrollé en el brazo, una banda ceñida que me mordía la piel. Se lo enseñé a Lisa.
—Me encantaba hacer esto cuando era pequeño. —Sonreí—. Me las daba de tipo duro.
Lisa sonrió.
—Lo eres.
—Gracias a la ciencia. —Observé al perro de reojo. Estaba tumbado en la arena, a escasa distancia de nosotros. Parecía taciturno e inseguro en su nuevo entorno, desterrado de la seguridad de los pozos de ácido y las montañas de relaves de su hogar. Jaak, sentado junto a él, seguía tocando. Las orejas del animal se estremecían al compás de la música. Jaak tenía talento. El sonido lastimero de la armónica cruzaba la playa sin dificultad hasta nuestros oídos.
Lisa giró la cabeza, esforzándose por ver al perro.
—Dame la vuelta.
Hice lo que me pedía. Sus extremidades ya habían comenzado a regenerarse. Pequeños muñones que se convertirían en miembros más complejos. Por la mañana estaría entera de nuevo, y famélica. Estudió al perro.
—Esto es lo más cerca de él que estaré nunca —dijo.
—¿Perdona?
—Es vulnerable a todo. No puede nadar en el océano. No puede comer nada. Tienen que traerle alimento por vía aérea. Tenemos que purgarle el agua. El callejón sin salida de una cadena evolutiva. Sin la ciencia, seríamos tan vulnerables como él. —Me miró—. Tan vulnerables como yo ahora. —Sonrió—. Esto es lo más cerca de la muerte que he estado nunca. Sin entrar en combate, al menos.
—Emocionante, ¿verdad?
—Por un día. Me gustaba más cuando era yo la que te lo hacía a ti. Me rugen las tripas.
Le di un puñado de arena oleaginosa mientras contemplaba al perro, que se había puesto de pie en la playa, dubitativo, y olisqueaba suspicazmente un pedazo de chatarra que sobresalía de la arena como una ampliación de memoria gigante. Tocó con la pata un trozo de plástico rojo enlustrado por el océano y lo mordisqueó brevemente antes de volver a soltarlo. Empezó a relamerse. Me pregunté si habría vuelto a intoxicarse.
—Da que pensar, eso seguro —musité. Le di otro puñado de arena a Lisa—. Si alguien viajara hasta aquí desde el pasado y se encontrara con nosotros, aquí y ahora, ¿qué crees que diría? ¿Nos considerarían humanos, siquiera?
Lisa me miró con expresión grave.
—No, nos considerarían dioses.
Jaak se incorporó y se adentró en el agua, hundido hasta las rodillas en la negra espuma humeante. El perro, atraído por algún instinto misterioso, lo siguió, caminando con cautela entre la arena y los escombros.
El perro se enredó en una madeja de alambre de espino durante nuestro último día de estancia en la playa. Lo dejó realmente destrozado: el pelaje lleno de cortes, las patas rotas, prácticamente estrangulado. Se había amputado media pata con los dientes intentando liberarse. Cuando lo encontramos era un amasijo sanguinolento de pelo encrespado y carne expuesta.
Lisa contempló fijamente al animal.
—Dios, Jaak, se suponía que estabas vigilándolo.
—Me apetecía nadar. Uno no puede pasarse todo el rato pendiente de este bicho.
—Arreglar este estropicio nos llevará una eternidad —masculló Lisa.
—Deberíamos encender el cazador —dije—. Será más fácil tratarlo en la base. —Lisa y yo nos arrodillamos para empezar a cortar los alambres. El perro sollozaba y agitaba la cola sin fuerza mientras poníamos manos a la obra.
Jaak permanecía callado.
Lisa le dio una palmada en la pierna.
—Venga ya, Jaak, ponte a ello. Se desangrará como no te des prisa. Ya sabes lo frágil que es.
—Creo que deberíamos comérnoslo —anunció Jaak.
Lisa lo miró, sorprendida.
—¿En serio?
Jaak se encogió de hombros.
—Sí.
Dejé de romper la maraña de alambres que rodeaban el torso del perro y levanté la cabeza.
—Pensaba que querías que fuera tu mascota. Como en el zoo.
Jaak sacudió la cabeza.
—Esas bolitas de comida son caras. Se me va la mitad de la paga en alimento y filtros para el agua, y ahora esta mierda. —Agitó una mano en dirección al perro atrapado—. Hay que estar pendiente de este mamón todo el rato. No vale la pena.
—Pero aun así, es tu amigo. Os disteis la mano.
Jaak se rió.
—Tú eres mi amigo. —Observó al perro, pensativo, arrugando el semblante—. Esto es, es… un animal.
Aunque todos habíamos comentado ociosamente a qué sabría el perro, no dejaba de resultar sorprendente escuchar que estaba decidido a matarlo.
—Quizá deberías consultarlo con la almohada —sugerí—. Podemos llevárnoslo al búnker, repararlo. Espera a que se te pase el cabreo antes de decidir nada.
—No. —Sacó la armónica y tocó unas cuantas notas, una rápida escala de jazz. Retiró el instrumento de sus labios—. Si quieres poner dinero para su alimentación, me lo quedo, supongo, pero de lo contrario… —Se encogió de hombros.
—Creo que no deberíais cocinarlo.
—¿No? —Lisa me miró de reojo—. Podríamos asarlo aquí mismo, en la playa.
Contemplé al perro, una masa de animal jadeante, confiado.
—Sigo pensando que no deberíamos hacerlo.
Jaak me observó con expresión seria.
—¿Quieres comprarle tú la comida?
Suspiré.
—Estoy ahorrando para la nueva Respuesta Sumersiva.
—Ya, en fin, a mí también me gustaría comprar cosas, ¿sabes? —Flexionó los músculos para exhibir sus tatuajes—. Quiero decir, ¿para qué cojones sirve este bicho?
—Te hace sonreír.
—La Respuesta Sumersiva te hace sonreír. Y luego no tienes que andar limpiando mierdas. Venga ya, Chen. Reconócelo. A ti tampoco te apetece hacerte cargo de él. Es un grano en el culo.
Todos nos miramos entre nosotros, primero, y después al perro.
Lisa asó el perro en un espetón, sobre una hoguera de plásticos y petróleo rescatados del océano. No estaba mal, pero al final costaba entender a qué venían tantos elogios. He comido centauro fundido que sabía mejor.
Cuando terminamos, dimos un paseo por la orilla. Las olas opalescentes rompían y rugían contra la arena, dejando regueros rutilantes al retirarse, y el sol se hundía rojo a lo lejos.
Sin el perro, por fin podíamos disfrutar de la playa. No teníamos que preocuparnos por si pisaba un charco de ácido, ni por si se enredaba en un rollo de alambre de espino semienterrado en la arena, ni por si comía algo y se pasaba media noche vomitando.
Aun así, recuerdo cuando el perro me lamió la cara y aupó su peludo corpachón a lo alto de mi cama, como recuerdo también la calidez de su aliento a mi lado, y a veces, lo echo de menos.