RESPUESTA EVOLUTIVA

El familiar hedor a cuerpos sin asear, comida y excrementos me baña como una ola cuando atravieso la puerta. Las luces de los coches patrulla atraviesan las persianas parpadeando, rutilantes bajo la lluvia, iluminando el escenario del crimen con estroboscópicos fogonazos rojos y azules. Una cocina. Un caos de humedad. Una mujer fornida acurrucada en una esquina, aferrada a su camisón para impedir que se abra. La seda pugna por contener sus muslos regordetes y sus pechos bamboleantes. Los miembros de la brigada la rodean, la zarandean, la obligan a sentarse, acobardada. Otra mujer, joven y bonita, embarazada y de cabellos morenos, yace despatarrada contra la pared opuesta, con la blusa salpicada de restos de espaguetis. Gritos en la habitación de al lado: niños.

Me pellizco la nariz para taponarla y respiro por la boca, combatiendo las náuseas mientras aparece Pentle, enfundando su Grange. Me ve y me lanza una cápsula de sales. Rompo la ampolla y aspiro la fragancia a lavanda hasta que la pestilencia empieza a disiparse. Los niños llegan correteando detrás de Pentle, una camada de tres que se enredan entre sus rodillas: los llorones del otro cuarto. Rodean la cocina al galope y vuelven a perderse de vista, sin dejar de gritar, en la salita donde la información que reluce como polvo de hadas en las pantallas de las paredes probablemente constituya su único contacto con el mundo exterior.

—Ésos son todos —anuncia Pentle. Tiene el rostro alargado y enjuto, y unos labios finos y amargados cuyas comisuras siempre apuntan al sur. Es como si llevara unas pesas colgadas en las mejillas. Las cejas pobladas se comban como orugas sobre sus ojos. Pasea la mirada por la cocina; las comisuras de sus labios se hunden un poco más. Toparse con estos escenarios siempre es deprimente—. Estaban todos dentro cuando derribamos la puerta.

Asiento distraídamente mientras me sacudo el agua del monzón del sombrero.

—Estupendo. Gracias. —El suelo se puebla de cuentas líquidas que pasan a engrosar los charcos dejados por la brigada de respuesta evolutiva y los agusanados vestigios de los espaguetis de la cena. Vuelvo a calarme el sombrero. A pesar de todos mis esfuerzos, el agua consigue descolgarse del ala y colarse por el cuello de mi camisa, un viscoso reguero de incomodidad. Alguien cierra la puerta de la calle. El olor a mierda se intensifica, una mezcla de huevos podridos y humedad. Las sales lo mantienen a raya a duras penas. Bajo mis pies crujen guisantes revenidos y migas de cereales que van a mezclarse con los espaguetis, los estratos geológicos de antiguos yantares. El programa de limpieza automática de la cocina lleva años sin activarse.

La mayor de las dos mujeres carraspea mientras se ajusta el camisón que le ciñe la celulitis y me pregunto, como hago siempre en este tipo de situaciones, qué la habrá llevado a elegir esta repugnante vida furtiva de basura putrefacta y fugaces incursiones ilícitas a la luz del día. La muchacha embarazada parece haberse refugiado aún más en sí misma desde nuestra llegada. Tiene la mirada perdida en el vacío. Habría que comprobar su pulso para saber si está viva. Me fascina que las mujeres puedan acabar así, tan seducidas por la vida en las cloacas que llegan a esto, fugitivas de todos aquellos que habrían podido mantenerlas, apoyarlas, quererlas y permitirles ver el mundo exterior.

Los niños regresan corriendo de la sala de estar, persiguiéndose: uno rubio, de no más de cinco años; otra, más pequeña y con trenzas castañas, desnuda de cintura para arriba y con un pañal improvisado, de menos de tres; y un bebé que gatea a la altura de nuestras rodillas, con el pañal de baratillo enroscado alrededor de unos muslitos regordetes, luciendo una camiseta con manchas de salsa de tomate que reza: «¿Quién es el más mono?». La camiseta valdría algo en los mercados de antigüedades si no estuviera tan sucia.

—¿Necesitas algo más? —pregunta Pentle. Una nueva vaharada apestosa procedente de los chiquillos le hace arrugar la nariz.

—¿Tienes las fotos para la fiscalía?

—Las tengo. —Pentle saca una cámara digital y me enseña las imágenes de las damas y los tres niños, todos ellos con los ojos abiertos como platos en la pantalla, como muñequitos mugrientos—. ¿Quieres que me las lleve ya?

Echo un vistazo a las mujeres. Los críos han vuelto a esfumarse. Sus aullidos resuenan en la habitación adyacente mientras continúan persiguiéndose. Los alaridos son ensordecedores. Incluso a pesar de la distancia, me provocan dolor de cabeza.

—Sí. Yo me encargo de los niños.

Pentle levanta a las mujeres del suelo y sale arrastrando los pies, dejándome solo en medio de la cocina. Qué familiar me resulta todo: la típica distribución del espacio de Builders United. Las mismas luces empotradas en los armarios de siempre, baldosas negras reflectantes en el suelo, ingeniosas espitas de limpieza automática ocultas tras rodapiés decorativos, todo ello tan parecido a las cosas que tenemos Alice y yo que prácticamente podría olvidar dónde estoy. Es el negativo de la cocina de nuestro apartamento: luz contra oscuridad, limpieza contra suciedad, silencio contra alboroto. La misma planta, todo es igual, y sin embargo, nada lo es. Es algo arqueológico. Puedo mirar las capas de porquería, mugre y ruido y ver lo que debía de haber antes debajo… cuando estas personas todavía se preocupaban por las combinaciones cromáticas y los electrodomésticos elegantes.

Abro el frigorífico (de níquel antiadherente, qué práctico). El nuestro contiene piñas, aguacates, endivias, maíz, café y nueces amazónicas de los jardines colgantes de Angel Spire. Éste alberga una balda atestada de barras de microproteínas molidas y montones de bolsitas de suplementos nutritivos como las que reparte el gobierno en las clínicas de lozanol. Aparte de un paquete de lechuga pringosa, en el frigorífico no hay absolutamente nada que no esté procesado. Las únicas verduras se encuentran en tarros de concentrados en polvo, y lo mismo ocurre con la fruta. Una pila de bandejas de calentado automático con arroz frito, laap y espaguetis como los que todavía yacen en la mesa de la cocina en medio de un charco formado por su propia salsa, y eso es todo.

Cierro la nevera y enderezo la espalda. Hay algo aquí, en medio del desorden, los chillidos de la habitación de al lado y el tufo que desprende el pañal de uno de los mocosos, pero no logro precisar de qué se trata. Podrían haber disfrutado del sol y del aire. En vez de eso, se ocultaban en la oscuridad y la humedad, entre la maleza selvática, palideciendo y sacrificando sus vidas.

Los niños vuelven a aparecer a la carrera, persiguiéndose en cadeneta, riendo y vociferando. Se detienen y miran a su alrededor, sorprendidos, quizá, por la ausencia de sus mamis. El más pequeño de todos arrastra un dinosaurio al que agarra por la nariz. Tiene el cuello largo y verde, y el cuerpo abombado. Un brontosaurio, me parece, con grandes ojos de dibujo animado y negras pestañas de fieltro. Tiene gracia lo del dinosaurio, porque se extinguieron hace mucho, pero aquí hay uno, reencarnado en un peluche. También tiene gracia porque, si te paras a pensarlo, un dinosaurio de juguete en realidad es como si estuviera extinto por partida doble.

—Lo siento, chicos. Mamá se ha ido.

Desenfundo la Grange. Sus cabezas rebotan hacia atrás en espasmos sucesivos, bang bang bang, uno detrás de otro, mientras los orificios se materializan en sus frentes como manchas de pintura y una lluvia de sesos se esparce a sus espaldas. Sus cuerpos se desploman y resbalan en el suelo de negras baldosas reflectantes. Aterrizan en un amasijo de extremidades descoyuntadas. Por un segundo, el olor a pólvora hace que el hedor resulte más tolerable.

Salgo de la jungla como un murciélago escapado del infierno, desciendo del reducto suburbano del supercomplejo de Rhinehurst y asciendo sobre el techo selvático. Surco la carretera elevada en dirección a Angel Spire y el mar. Los monos abandonan el carril brincando como saltamontes, arrojándose al vacío ante el coche patrulla y perdiéndose de vista entre los mangles, los kudzus, los caobos y las tecas, adentrándose en las húmedas entrañas del laberinto de fronda. Dejo el coche patrulla en la central, sin tiempo para ducharme; de todas formas, no me hace falta. Guardo el sombrero, la gabardina y el resto de mi atuendo en las bolsas precintadas de los residuos tóxicos, salgo de nuevo a la calle por el otro lado y me apresuro a ponerme el esmoquin antes de montar en el megaascensor que habrá de llevarme 188 plantas más arriba, hasta las límpidas alturas que señorean sobre el manto selvático del proyecto N22 de captura de carbono.

Mma Telogo ha organizado un nuevo concierto. Alice es su viola estrella, su trofeo, y Hua Chiang y Telogo han estado dando vueltas a su alrededor como cuervos, desmenuzando la actuación sin apartar sus córvidos ojos de ella, ávidos y atentos al menor desliz, pero ahora la consideran preparada. Preparada para disputarle el trono a Banini. Preparada para aspirar a hacerse un hueco en el canon inmortal de la música clásica. Y yo llego tarde. Atrapado en un megaascensor en el nivel 55, oprimido por el aliento y el calor de los comensales de la terraza y los domingueros que escalan la aguja mientras se desgranan los segundos, escuchando cómo zumban y chirrían los ventiladores mientras todos sudamos y nos marchitamos, aguardando a que se resuelva algún problema en la línea.

Por fin reanudamos el ascenso, nuestros estómagos se desploman contra nuestros zapatos, nos pitan los oídos mientras nos elevamos hacia el firmamento en alas de la aceleración magnética… y aminoramos de pronto, tan deprisa que a punto estamos de atravesar el suelo. Nuestros estómagos regresan a su sitio. Me abro paso a empujones entre cientos de personas, enseñando la placa de policía en cuanto alguien protesta, y cruzo corriendo el arco de cristal del Centro Ki de Artes Escénicas. Me zambullo entre los monolitos de las puertas de recepción antes de que terminen de cerrarse.

Las barras automáticas encajan en sus ranuras con un golpe sordo, sellando el auditorio. Resulta reconfortante. Estoy dentro, envuelto por la sinfonía, como si sus manos se hubieran ahuecado a mi alrededor para atraerme hacia una cámara de concentración absoluta. Las luces se atenúan. El murmullo de las conversaciones se apaga. Encuentro mi asiento gracias al tacto más que a la vista. Los hombres con sombreros de topacio y las mujeres con antiparras intentan fulminarme con la mirada mientras me escurro entre las butacas. Es una vulgaridad, lo sé. Llegar absurdamente tarde a un acontecimiento que solo se celebra una vez cada diez años. Me siento de golpe justo cuando Hua Chiang sube al podio.

Despliega los brazos como alas de grulla. Un destello señala el movimiento de los arcos, las trompas y las flautas, y entonces comienza la música, una insinuación al principio, como bruma incipiente, antes de intensificarse y enhebrarse en una serie de estrofas repetidas que habré oído tocar a Alice en diez mil ocasiones. Las notas que oyera por primera vez hace ya tanto tiempo, titubeantes y agónicas, fluyen ahora como el agua y eclosionan como flores de hielo. La música se apacigua, de nuevo el pianísimo, los adorables y delicados motivos que conozco gracias a los ensayos de Alice. Una mera introducción, me ha contado, con la intención de limar de la mente del público los últimos pensamientos del mundo exterior, estrofas que se repiten hasta que Hua Chiang acepta que el público es completamente suyo y da rienda suelta a la viola de Alice, respaldada por el resto de la orquesta, quince años de práctica dando sus frutos.

Bajo la mirada a mis manos, abrumado. En la sala de conciertos es distinto. Distinto de todos los días que Alice se había pasado maldiciendo, ensayando e insultando a Telogo, jurando que su obra era imposible de interpretar. Distinto incluso de las ocasiones en que terminaba los ensayos temprano, risueña, con las manos cubiertas de nuevas formaciones de callos, sofocada, ansiosa por compartir un refrescante vino blanco conmigo en el balcón a la luz del ocaso y contemplar el cielo mientras las nubes del monzón se separaban y las estrellas iluminaban nuestra velada. Esta noche, su parte se funde con el resto de la sinfonía y la belleza del conjunto me deja sin habla, incapaz de pensar.

Más tarde, oiré si Telogo ha superado a Banini en audacia. Oiré cómo los expertos comparan los recuerdos vivos de antiguas representaciones y veré cómo la opinión de la crítica fluctúa para encajar esta nueva obra en un canon que se remonta más de un siglo en el pasado y flota como un fantasma sobre todo lo que Alice y su director, Hua Chiang, anhelan: una actuación que destrone a Banini y tal vez lo deprima lo suficiente como para renunciar al lozanol y llevarlo a la tumba. Para mí, competir con toda esa historia supondría un lastre demasiado pesado. Me alegra tener un trabajo en el que olvidar sea la parte más importante. Formar parte de la brigada de respuesta evolutiva conlleva que tu cerebro se tome unas vacaciones y tus manos hagan todo el trabajo. Y que, cuando termines, puedas marcharte sin mirar atrás.

Solo que ahora, mientras me observo las manos, me sorprende encontrarlas salpicadas de gotitas de sangre como cabezas de alfiler. Una fina película. El rocío de los restos del pequeño del dinosaurio. Los dedos me huelen a herrumbre.

El tempo acelera. Alice vuelve a tocar. Las notas se imbrican con tanta fluidez que parece imposible que no estén generadas por medios electrónicos, y sin embargo la calidez y la modulación son suyas, dolorosamente suyas, lo he oído por la mañana, cuando ensayaba en el balcón, poniéndose a prueba, embistiendo una y otra vez contra sus propias limitaciones. Disciplinando sus dedos y sus manos, obligándoles a aceptar las exigencias de Telogo, las que hacía años calificaba de imposibles y ahora discurren limpiamente entre el público.

Tengo las manos cubiertas de sangre. La pellizco, la arranco en copos resecos. Tuvo que ser el niño del dinosaurio. Era el que estaba más cerca cuando recibió el balazo. Una parte de sus residuos se niegan a desaparecer, aferrados a mi piel. No debería haberme saltado la ducha.

Me rasco.

El hombre que tengo sentado a mi lado, de rostro bronceado y carmín en los labios, frunce el ceño. Estoy estropeándole un momento histórico, algo que llevaba años esperando escuchar.

Me rasco con más cuidado. Sin hacer ruido. La sangre se descascarilla. Desgraciado chiquillo con su desgraciado dinosaurio que a punto estuvo de conseguir que me perdiera la función.

Los del equipo de limpieza también se fijaron en el dinosaurio. Supieron captar la ironía. Bromearon, sacaron las cápsulas de sales y empezaron a guardar los cadáveres en bolsas para reciclarlos en fertilizante. Me entretuvieron. Estúpido dinosaurio.

La cascada de música enmudece. Hua Chiang baja las manos. Aplausos. Alice se pone en pie a petición de Chiang, y la ovación se intensifica. Estiro el cuello para verla, sonrosadas sus mejillas de diecinueve años, radiante y triunfal su sonrisa, arropada por nuestra adulación.

Terminamos en una fiesta organizada por Maria Illoni, una de las principales benefactoras de la sinfonía. Amasó su fortuna gracias a los proyectos de mitigación del calentamiento global para la ciudad de Nueva York, antes de que esta se fuera al garete. Su ático se encuentra en la Curva de Playa, arqueándose atrevidamente sobre los rompeolas y los farallones, una metafórica higa al océano que derrotó sus cálculos de las sobretensiones debidas a las tormentas. Una sedosa enredadera plateada en suspensión sobre las aguas oscuras y las comunidades flotantes que se mecen mar adentro. Huelga decir que Nueva York jamás recuperó el dinero: el patio exterior de Illoni se extiende a lo largo de toda la planta superior de la Curva y sirve de plataforma para los pétalos adicionales de fibra de carbono ahuecada que se extienden sobre el vacío.

Desde la otra punta de la Curva, la vista alcanza hasta más allá de los racimos incandescentes de los núcleos superpoblados de la antigua urbe, a oscuras salvo en los ejes de los que irradian las líneas magnéticas. Un extraño amasijo de escombros, ruinas y desperfectos. De día parece una especie de formación fúngica escarlata que se hubiera desplomado sobre sí misma, un entramado de dosel selvático y antiguo monte bajo suburbano, pero por la noche todo cuanto resulta visible es el esqueleto de la fosforescente infraestructura, flores radiales que brillan en la oscuridad, y aspiro profundamente, disfrutando del frescor y del aire libre ausentes en los claustrofóbicos escondrijos que me dedico a registrar con la brigada.

Alice resplandece con el calor, perfectamente cimbreña, proporcionadas sus curvas: una muchacha preciosa de la cabeza a los pies. La temperatura otoñal no llega a los treinta y tres grados, la sensación es placentera, y me siento infinitamente cariñoso con ella. La atraigo hacia mí. Nos adentramos en un bosque de bonsáis centenarios esculpidos por el marido de Maria. Alice murmura que el hombre se pasa todo el rato aquí arriba, en el tejado, contemplando fijamente las ramas, estudiando sus curvas, y ocasionalmente, cada pocos años tal vez, desvía una de ellas y la guía en una nueva dirección. Nos besamos a la sombra que proporcionan; Alice es hermosa, todo es perfecto.

Pero no logro concentrarme.

Cuando disparé a los críos con la Grange, el más pequeño de todos —el que sujetaba aquel estúpido dinosaurio— dio una voltereta de espaldas. La Grange está pensada para los piojosos, no para unos mequetrefes tan pequeños, de modo que el proyectil embistió al pequeño, levantándolo del suelo, y su dinosaurio salió volando por los aires. Literalmente. Y ahora no puedo dejar de pensar en él, en ese dinosaurio volante. Que después golpeó la pared y rebotó en el suelo de negras baldosas reflectantes. Tan deprisa y tan despacio. Bang bang bang, uno detrás de otro… y después, el dinosaurio por los aires.

Como si percibiera mi falta de atención, Alice se aparta. Enderezo los hombros. Procuro concentrarme en ella.

—Pensé que no llegabas —dice—. Mientras afinábamos me asomé y vi que tu asiento estaba vacío.

Me obligo a sonreír.

—Pero al final llegué. Lo conseguí.

Por los pelos. Me demoré demasiado con los chicos de limpieza mientras el dinosaurio yacía en un charco y empapaba la sangre del crío. Extintos por partida doble. Tanto el niño como el dinosaurio. Muertos una vez, y después muertos de nuevo. Hay una perversa simetría ahí, en alguna parte.

Alice ladea la cabeza, estudiándome.

—¿Tan malo ha sido?

—¿Qué? —¿El brontosaurio?—. ¿El encargo? —Me encojo de hombros—. Un par de chifladas, nada más. No iban armadas ni nada. Pan comido.

—No me entra en la cabeza. Renunciar al lozanol así porque sí. —Suspira y estira un brazo para acariciar uno de los bonsáis, guiado a la perfección a lo largo de las décadas por el mapa que únicamente Michael Illoni es capaz de ver o entender—. ¿Por qué renunciar a todo esto?

Desconozco la respuesta. Rebobino el escenario del crimen en mi cabeza. Me asalta la misma sensación que experimenté al pisar los espaguetis agusanados y registrar la nevera. Hay algo ahí, en el hedor, el ruido y la oscuridad, algo cálido, obsesivo y maduro. Pero no sé lo que es.

—Las señoras parecían mayores —digo—. Como globos al cabo de una semana, abotargadas y arrugadas.

Alice compone una mueca de repugnancia.

—¿Te imaginas intentar interpretar a Telogo sin ayuda del lozanol? No nos daría tiempo. La mitad de nosotros habríamos dejado atrás nuestro mejor momento, necesitaríamos aprendices, y luego estos necesitarían más aprendices. Quince años. Y esas mujeres lo tiran todo por la borda. ¿Cómo pueden renunciar a algo tan bello como Telogo?

—¿Estás pensando en Kara?

—Habría interpretado a Telogo dos veces mejor que yo.

—No me lo creo.

—Pues créetelo. Era la mejor. Antes de que le entrara la niñitis. —Suspira—. La echo de menos.

—Podrías ir a visitarla. Todavía no está muerta.

—Como si lo estuviera. Ya era veinte años mayor que nosotros cuando la conocimos. —Sacude la cabeza—. No. Prefiero recordarla en la flor de la vida, no como la interna en un campo de trabajo que es ahora, entregada al cultivo de hortalizas y privada de la mitad de su talento. Ahora no soportaría escuchar cómo toca. —Se gira de repente—. A propósito, la inyección de lozanol me toca mañana. ¿Puedes llevarme?

—¿Mañana? —Titubeo. Mañana debería estar de servicio, exterminando mocosos—. Podrías haberme avisado con más antelación.

—Lo sé. Quería pedírtelo antes, pero con la inminencia del concierto se me olvidó. —Alice se encoge de hombros—. No tiene tanta importancia. Puedo acercarme sola. —Me mira de reojo—. Pero sería más agradable si me acompañaras.

Qué diablos. De todas formas, no me seduce la idea de volver tan pronto al trabajo.

—Vale, de acuerdo. Le pediré a Pentle que me cubra. —Que se las vea él con los dinosaurios.

—¿En serio?

Me encojo de hombros.

—¿Qué puedo decir? Soy así de encantador.

Alice sonríe y se pone de puntillas para darme un beso.

—Si no fuéramos a vivir eternamente, me casaría contigo.

Suelto una carcajada.

—Si no fuéramos a vivir eternamente, te dejaría embarazada.

Nos sostenemos la mirada. Alice suelta una risita nerviosa y decide tomárselo a broma.

—No seas zafio.

Antes de que podamos decir algo más, Illoni sale de detrás de un bonsái y agarra a Alice del brazo.

—¡Conque aquí te habías metido! Te estaba buscando por todas partes. No puedes esconderte así. Eres la mujer del momento.

Se lleva a Alice con el mismo aplomo que debió de convencer a los neoyorquinos de que realmente podría salvarlos. Apenas si se digna echarme un vistazo antes de alejarse. Alice esboza una sonrisa tolerante y me indica por señas que las siga. A continuación, Maria convoca a todo el mundo y hace que nos agolpemos mientras ella se encarama al borde de una fuente y atrae a Alice junto a ella. Empieza a perorar sobre el arte, el sacrificio, la disciplina y la belleza.

Desconecto. La cantidad de autocomplacencia que soy capaz de soportar tiene un límite. Es evidente que Alice es una de las mejores violas del mundo. Disertar al respecto solo sirve para trivializar ese hecho. Pero los mecenas necesitan sentir que forman parte del momento, de modo que todos quieren apretujar a Alice entre sus brazos para hacerla un poco más suya, y hablar, hablar, hablar sin cesar.

—… no estaríamos aquí, felicitándonos —dice Maria—, de no ser por nuestra encantadora Alice. Hua Chiang y Telogo cumplieron con su cometido, pero a la hora de la verdad fue la ejecución de la ambiciosa obra de Telogo por parte de Alice lo que ha conseguido suscitar una opinión tan favorable entre los críticos. Debemos darle las gracias por la impecabilidad de su actuación.

Todo el mundo rompe a aplaudir y un rubor adorable tiñe las mejillas de Alice, poco acostumbrada a la adulación de sus colegas y sus competidores. Maria levanta la voz para imponerse al clamor:

—He intentado llamar varias veces a Banini, y es más que evidente que se niega a responder a nuestro desafío, por lo que espero que los próximos ochenta años sean nuestros. ¡Y de Alice! —La intensidad de los aplausos es ensordecedora.

Cuando Maria agita los brazos para reclamar de nuevo la atención, las ovaciones se reducen a unos cuantos silbidos y gritos dispersos que finalmente decrecen lo suficiente como para permitir que Maria continúe.

—Para conmemorar el fin de la era de Banini y el comienzo de una nueva, me gustaría ofrecerle a Alice una pequeña muestra de afecto. —Dicho lo cual, se agacha y recoge una bolsa de yute trenzado con motivos dorados—. A todas las mujeres nos gustan el oro y las joyas, por supuesto, y cuerdas para nuestras violas, pero me pareció que este sería un obsequio especialmente adecuado para la ocasión…

Me apoyo en la mujer que tengo al lado, intentando ver algo, mientras Maria levanta la bolsa sobre su cabeza con gesto teatral y anuncia al gentío:

—¡Para Alice, nuestra matadora de dinosaurios! —Extrae un brontosaurio verde de la bolsa.

Es idéntico al que tenía el mocoso.

Sus enormes ojos me miran directamente. Por un segundo es como si sus grandes pestañas negras estuvieran batiendo en mi dirección. La multitud prorrumpe en carcajadas y aplausos cuando todos captan la broma. Banini = dinosaurio. Ja, ja.

Alice coge el dinosaurio, lo agarra por el pescuezo y lo alza por encima de su cabeza. Las carcajadas se redoblan, pero yo ya no puedo ver nada porque estoy tirado en el suelo, atrapado en una maraña selvática de piernas, sin poder respirar.

—¿Seguro que te encuentras bien?

—Seguro. No me pasa nada. Ya te lo he dicho. Estoy bien.

Supongo que es cierto. Sentado junto a Alice en la sala de espera, no me siento mareado ni nada, solo un poco cansado. Anoche, Alice colocó el dinosaurio encima de la mesilla, al lado de su colección de cajitas de música enjoyadas, y el puñetero bicho se pasó toda la noche sin quitarme ojo. Al final, a las cuatro de la madrugada, no pude seguir soportándolo y lo tiré debajo de la cama. Pero por la mañana, Alice lo encontró y volvió a colocarlo en su sitio, y desde entonces no ha dejado de observarme.

Alice me aprieta la mano. La clínica de lozanol es pequeña, privada, estudiadamente decorada con ventanas holográficas de veleros sobre el Atlántico para ofrecer un aspecto abierto y espacioso a pesar de que la claridad del sol que llega a su interior lo hace canalizada por un sistema de espejos. No tiene nada que ver con las grandes monstruosidades públicas que proliferaron en los núcleos superpoblados cuando expiraron las patentes de la fórmula del lozanol. Hay que pagar un poco más que por los genéricos de Medicaid, pero no tienes que codearte con un puñado de ludópatas muertos de hambre, piojosos y alcohólicos que siguen deseando rejuvenecer pese a tirar por la borda cada día de sus interminables vidas.

Las enfermeras son rápidas y eficientes. Alice no tarda en verse tendida de espaldas, conectada a un gotero, conmigo sentado junto a su cama contemplando cómo el lozanol entra en sus venas.

No es más que un líquido transparente. Puesto que sirve para hacer crecer cosas, siempre me lo había imaginado verde y chispeante. Bueno, verde puede que no, pero chispeante sin lugar a dudas. Cuando entra en el cuerpo, es como si te metieran burbujas.

Alice jadea y alarga un brazo hacia mí. Sus dedos, finos y pálidos, me rozan el muslo.

—Dame la mano.

El elixir de la vida entra en ella palpitando, inundándola, vigorizándola. Respira entrecortadamente. Se le dilatan las pupilas. Ha dejado de verme. Se encuentra en algún rincón de su interior, reclamando lo que le han arrebatado los últimos dieciocho meses. Da igual cuántas veces pase por esto, no dejo de sorprenderme cuando observo cómo posee a alguien, cómo parece engullirlos antes de que resurjan más vivos y enteros que antes de empezar.

La mirada de Alice me enfoca de nuevo. Sonríe.

—Ay, Dios. No consigo acostumbrarme a eso.

Intenta ponerse de pie, pero la retengo y llamo a la enfermera. Cuando terminan de quitarle las sondas, la acompaño hasta el coche. Se apoya pesadamente en mí, trastabillando mientras me acaricia. Casi puedo sentir el chisporroteo y el cosquilleo que recorren su piel. Se sienta en el coche. Cuando termino de montar a mi vez, mira en mi dirección y se ríe.

—Es increíble, qué maravilla de sensación.

—No hay nada como atrasar el reloj.

Oprimo el botón de encendido del coche y abandonamos la plaza de aparcamiento con una maniobra fluida. Nos incorporamos al carril magnético que sale de Center Spire. Alice contempla la ciudad que se desliza al otro lado de las ventanillas. Dejamos atrás a las personas cargadas con bolsas de compras, a los hombres de negocios, los mártires y los fantasmas, y salimos al cielo descubierto, cabalgando el raíl elevado que cruza la jungla, acelerando de nuevo hacia el norte, con rumbo a Angel Spire.

—Es maravilloso estar viva —dice Alice—. Es una completa locura.

—¿El qué?

—Renunciar al lozanol.

—Si la gente no estuviera loca, no tendríamos tantos psicólogos. —Ni compraríamos dinosaurios de juguete para unos chiquillos que de todas formas nunca tuvieron la menor oportunidad. Rechino los dientes. Una completa locura. Estúpidas madres.

Alice suspira y desliza las manos por sus muslos, masajeándose, recogiéndose la falda y clavándose los dedos en la piel.

—Sigo sin poder explicármelo. Es una sensación maravillosa. Habría que estar chiflado para renunciar al lozanol.

—Y lo están. Se matan ellas solas, tienen bebés a los que no saben cuidar, viven a oscuras en apartamentos mugrientos, no salen nunca a la calle, huelen mal, tienen un aspecto horrible, jamás vuelven a experimentar nada positivo… —Estoy empezando a gritar. Cierro la boca.

Alice me mira.

—¿Estás bien?

—Sí.

No. Estoy furioso. Furioso con las mujeres que se dedican a comprar juguetes estúpidos. Me cabrea que esas estúpidas mujeres se burlen así de sus estúpidos mocosos terminales, que los traten como si no fueran a terminar convertidos en fertilizante.

—Preferiría no hablar del trabajo ahora mismo. Vayamos a casa. —Me obligo a sonreír—. Ya que me he pedido el día libre, deberíamos aprovecharlo.

Alice continúa observándome. Puedo ver la pregunta que anida en sus ojos. Si no estuviera en la cresta de la ola de un subidón de lozanol, insistiría, pero el hormigueo de su cuerpo reconstruido la envuelve de tal manera que lo deja correr. Se ríe, me acaricia la pierna con los dedos y empieza a jugar conmigo. Utilizo mis códigos de policía para anular las medidas de seguridad del carril magnético y surcamos la autopista hacia Angel Spire con el sol sobre el océano, Alice sonriendo y carcajeándose, y el aire radiante arremolinándose a nuestro alrededor.

Las tres de la madrugada. Otro caso, las ventanillas bajadas, aullando a través de la humedad y el bochorno de Nueva Tierra Descubierta. Alice quiere que vaya a casa, que vuelva, que me relaje, pero no puedo. No me apetece. No sé bien qué es lo que quiero, pero no es almorzar con gofres belgas ni follar en el suelo del salón ni ir al cine ni… ni nada, en realidad.

De todas formas, no puedo. Llegamos a casa y no fui capaz. Me sentía incómodo. Alice dijo que no tenía importancia, que quería ensayar.

Y ahora llevo más de una jornada sin verla.

He estado de servicio, poniéndome al día con los casos atrasados. Llevo trabajando veinticuatro horas seguidas, sin pausa, impulsado por pastillitas para maderos y café en vena, y tengo el sombrero, la gabardina y las manos salpicadas de finos restos del trabajo.

El mar, encrespado y abrasador, arremete contra los rompeolas a lo largo de toda la costa. Luces al frente, el fulgor de las fundiciones y las fábricas de gas. El aviso me lleva a la rutilante fachada del Núcleo de Palomino. Bonito edificio. Cojo el megaascensor y derribo una puerta con Pentle cubriéndome las espaldas, sabiendo con qué nos vamos a encontrar pero sin estar seguros de cuánta resistencia opondrán esta vez.

El caos. Una mujer, una morena preciosa que podría haber tenido una vida extraordinaria si no hubiera decidido que necesitaba un bebé, y un crío tirado en una esquina, dentro de una caja, desgañitándose sin parar. La chica está gritando también, profiriendo alaridos como el crío de la caja, como si le faltara un tornillo.

Empieza a gritarnos en cuanto cruzamos la puerta. El niño sigue chillando. La mujer chilla más todavía. Es como tener un puñado de destornilladores incrustados en los oídos; el escándalo no cesa. Pentle agarra a la chica y procura reducirla, pero el crío y ella continúan desgañitándose y, de repente, me falta el aire. Me cuesta mantenerme en pie. El niño chilla, chilla y chilla sin parar: destornilladores, cristales y picahielos en mi cabeza.

De modo que le pego un tiro. Desenfundo la Grange y descerrajo un balazo al mocoso. Una lluvia de jirones de cartón y bebé surca el aire.

Yo nunca hago eso, por lo general; va en contra del procedimiento habitual cargarse al chiquillo delante de la madre.

Pero ahí estamos todos, contemplando fijamente el cadáver, con gotitas de sangre y restos de pólvora salpicándolo todo. Me pitan los oídos a causa de la detonación y, por un segundo prístino, cristalino, reina el silencio.

De pronto la mujer empieza a gritarme otra vez, y Pentle también porque me he cargado las pruebas antes de que pudiéramos sacar ninguna foto, y a continuación la chica se abalanza sobre mí, intentando sacarme los ojos con las uñas. Pentle me la quita de encima y se la lleva a rastras mientras ella no deja de llamarme hijo de puta, asesino, hijo de puta, sicario, madero de mierda, ojos de muerto.

Y eso es lo que me saca de mi estupor: que me diga que tengo los ojos de un muerto. Esta muchacha se tambalea al borde de un colapso de lozanol, no durará otros veinte años y pasará el resto de sus días en un campo de trabajo para mujeres. Es joven, se parece mucho a Alice, quizá la última de ellas en cruzar la línea del lozanol, justo al alcanzar la mayoría de edad —no un viejo caballo de tiro como yo, que ya contaba los cuarenta cuando se volvió genérico— y ahora habrá muerto en un abrir y cerrar de ojos. Pero el que tiene ojos de muerto soy yo.

Empuño la Grange y se la clavo en la frente.

—¿Tú también quieres morir?

—¡Adelante! ¡Hazlo! ¡Hazlo! —No se calla ni un solo segundo, aúlla y escupe sin cesar—. ¡Puto cabrón! ¡Puto cabrón hijoputa de mierda! ¡Hazlo! ¡Hazlo! —Está llorando.

Aunque nada me gustaría más que ver sus sesos desparramados sobre su nuca, me falta corazón para ello. Habrá muerto enseguida. Veinte años más y estará acabada. El papeleo no merece la pena.

Pentle le coloca las esposas mientras la mujer balbucea hacia el bebé de la caja, reducido ahora a un simple montón de sangre y partes de muñeca inertes.

—Mi bebé mi pobre bebé no lo sabía lo siento mi bebé mi pobre bebé lo siento… —Pentle se la lleva a rastras al coche.

Durante unos instantes, todavía puedo oírla en el pasillo. «Mi bebé mi pobre bebé mi pobre bebé…». Después el ascensor se la lleva y es un alivio el mero hecho de estar allí de pie, con los olores húmedos del apartamento y el cadáver.

Estaba usando el cajón de un tocador a modo de cuna.

Deslizo los dedos por el canto astillado, acaricio las manillas de bronce. Estas mujeres tienen recursos, cuando menos, se las apañan para improvisar las cosas que ya no se pueden comprar. Si cierro los ojos, casi soy capaz de recordar toda una industria que giraba en torno a estos enanos. Vestiditos. Sillitas. Camitas. Todo minúsculo.

Dinosaurios en miniatura.

—No lograba que se callase.

Aparto las manos de golpe de la caja del bebé, sobresaltado. Pentle ha reaparecido a mi espalda.

—¿Eh?

—No conseguía que dejara de llorar. No sabía qué hacer con él. No sabía cómo tranquilizarlo. Por eso lo oyeron los vecinos.

—Imbécil.

—Pues sí. Ni siquiera tenía un lector de etiquetas. ¿Cómo diablos pretendía comprar comestibles?

Saca la cámara y le hace un par de fotos de prueba al bebé. No queda gran cosa que ver. Una Grange de 12 mm está pensada para drogatas, piojosos chiflados, bots asesinos. Emplearla contra una cosita sin blindaje como esta es una exageración. Cuando salieron los nuevos modelos, Grange llenó de publicidad los laterales de nuestros coches patrulla. «Grange: Imparable». O algo por el estilo. Había un anuncio que rezaba: «Grange a quemarropa», con la foto de un piojoso completamente triturado. Todos teníamos uno en la taquilla.

Pentle intenta enfocar el cajón desde otro ángulo, buscando un perfil, procurando sacarle el mejor partido a una situación deplorable.

—Me gusta cómo usaba el cajón —dice.

—Sí. Tenía recursos.

—Vi uno una vez donde la señora había construido un juego completo de mesa y silla para su crío. Todo a mano. Era increíble la energía que había invertido en ello. —Hace formas con las manos—. Cantos ondulados, figuritas pintadas encima: cuadrados, triángulos y cosas.

—Si vas a morir haciendo algo, supongo que querrás hacerlo lo mejor posible.

—Antes preferiría hacer parapente. O ir a un concierto. He oído que Alice estuvo sensacional la otra noche.

—Sí. Fue estupendo. —Estudio el cadáver del bebé mientras Pentle saca unas cuantas fotos más—. Llegado el caso, ¿cómo crees tú que lo harías para tranquilizar a uno de éstos?

Pentle asiente con la cabeza en dirección a mi Grange.

—Le diría que cerrara el pico.

Hago una mueca y enfundo la pistola.

—Perdona. Ha sido una semana accidentada. Llevo demasiadas horas al pie del cañón. No he pegado ojo. —Demasiados dinosaurios observándome.

Pentle se encoge de hombros.

—Lo que tú digas. Lo mejor habría sido obtener una imagen intacta. —Saca otra foto—. Pero aunque se salve esta vez, cabe suponer que estaremos aporreando su puerta otra vez dentro de uno o dos años. Estas chicas son condenadamente reincidentes. —Saca otra foto.

Me acerco a una ventana y la abro. La brisa cargada de salitre entra en la estancia como un soplo de vida renovada, purificando el hedor a mierda líquida y sudor. Probablemente se trate del primer cambio de aires que se produce en el apartamento desde que nació el bebé. Hay que mantener las ventanas cerradas para que los vecinos no oigan nada. Hay que dejar las llaves echadas. Me pregunto si tendrá novio, algún insumiso del lozanol que podría aparecer de un momento a otro con la compra para descubrir que se ha ido. Probablemente valga la pena vigilar el apartamento, por si acaso. Hay que evitar que las feministas se nos abalancen encima por enchironar solo a las madres. Aspiro una honda bocanada de brisa marina para llenarme los pulmones de aire fresco, enciendo un cigarrillo y vuelvo a contemplar la habitación, pestilente y desordenada.

Reincidentes. Bonita palabra para las víctimas de una compulsión. Como los piojosos o los cocainómanos, pero más extrañas, más autodestructivas. Por lo menos estar enganchado a las drogas es divertido. ¿Quién diablos elige voluntariamente vivir en un apartamento a oscuras sin más compañía que pañales cagados y comida instantánea, sin poder conciliar el sueño durante años? Todo el tema de la reproducción es un anacronismo, una innecesaria tortura ritual escapada del siglo XXI. Pero estas chicas no dejan de intentar atrasar el reloj y siguen pariendo cachorros, impulsadas por sus cerebros de lagartija a perpetuar algún vestigio de ADN. Todos los años surge una nueva remesa, grupúsculos de camadas diseminados por aquí y por allá, las convulsiones de una especie que procura reiniciarse y volver a poner en marcha la evolución, como si no saltara a la vista que ya hemos ganado.

De nuevo en el coche patrulla, examino el directorio de comercios, peleándome con los anuncios publicitarios, las palabras clave y las preferencias de búsqueda, en mi empeño por encontrar algo que no aparece por mucho que me esfuerce.

Dinosaurio.

Juguetes.

Peluches.

Nada. Nadie vende nada parecido a ese dinosaurio. Pero ya me he tropezado con dos de ellos.

Los monos corretean por el techo del vehículo. Uno de ellos aterriza en los raíles de impacto delanteros y me observa sin pestañear, con los ojos amarillos abiertos de par en par, antes de que otro le caiga encima y ambos se precipiten al vacío desde el pétalo de carbono donde he aparcado. Abajo, en alguna parte, las ruinas suburbanas albergan pequeñas manadas de ellos. Recuerdo cuando toda esta zona era tundra. Hace mucho. Conozco técnicos de la industria de reducción del carbono que hablan de darle la vuelta al clima y crear un casquete polar, pero se trata de un proceso muy lento, una acreción que probablemente llevaría siglos. Lo verán mis ojos, siempre y cuando alguna mamá chiflada o algún piojoso no me pegue antes un tiro. Pero de momento, monos y selva, eso es lo que hay.

Cuarenta y ocho horas de servicio y dos encargos de limpieza después, Alice quiere que me pida el fin de semana libre para jugar, pero no puedo. Vivo a base de estimulantes. Se siente satisfecha con su trabajo y me quiere para ella sola todo el día. Lo hemos hecho antes. Quedarnos en la cama, disfrutando del silencio y de nuestra mutua compañía, el placer de estar juntos sin nada que hacer. Es maravillosa esa paz, el silencio y el ondear de las cortinas del balcón mecidas por la brisa marina.

Debería irme a casa. Puede que dentro de una semana regresen las preocupaciones, las dudas, el afán por esforzarse más todavía, por ensayar más horas, por escuchar, sentir y habitar una música tan compleja como las matemáticas del caos para cualquiera que no sea ella. Pero en realidad, tiene tiempo. Todo el tiempo del mundo, y me alegra que lo tenga, que quince años no sean demasiados para prepararse para algo tan demoledoramente hermoso como lo que hizo con Telogo.

Me gustaría compartir este momento con ella, disfrutar de su entusiasmo. Pero no quiero volver y dormir con ese dinosaurio. No puedo.

La llamo desde el coche patrulla.

—¿Alice?

Me mira desde el salpicadero.

—¿Vas a venir a casa? Podríamos almorzar juntos.

—¿Sabes dónde consiguió Maria ese dinosaurio de juguete?

Se encoge de hombros.

—¿De alguna de las tiendas del Tramo, tal vez? ¿Por qué?

—Curiosidad, eso es todo. —Hago una pausa—. ¿Podrías averiguarme el nombre?

—¿Por qué? ¿Por qué no podemos hacer algo divertido? Tengo vacaciones. Acaban de darme el lozanol. Me siento de maravilla. Si quieres ver mi dinosaurio, ¿por qué no vienes a casa y lo coges?

—Alice, por favor.

Frunce el ceño y desaparece del encuadre. Regresa a los pocos minutos, sosteniéndolo contra la pantalla, restregándomelo por la cara. Siento cómo se me acelera el pulso. A pesar del frío que hace en el coche patrulla, empiezo a sudar cuando veo el dinosaurio en la imagen. Carraspeo.

—¿Qué pone en la etiqueta?

Arrugando el entrecejo, le da la vuelta al peluche y lo peina con los dedos. Enseña la etiqueta a la cámara. Aparece borrosa antes de que la cámara la enfoque, y a continuación está ahí, limpia y nítida. Coleccionables Ipswitch.

Por supuesto. Eso no es ningún juguete.

La mujer que regenta Ipswitch es vieja, la consumidora de lozanol más anciana que haya visto en mi vida. Las arrugas de su rostro se parecen tanto al plástico que cuesta distinguir qué es real y qué podría ser una máscara. Sus ojos son dos diminutas ascuas azules hundidas, y tiene el cabello tan blanco que me evoca imágenes de bodas y sedas. Debía de contar noventa años de edad cuando irrumpió el lozanol.

Como sea que quiera llamarse, Coleccionables Ipswitch está repleto de juguetes: muñecas que observan sin pestañear desde sus baldas, distintas caras, formas y colores de cabello, blandas algunas de ellas, otras hechas de brillantes plásticos endurecidos; trenes diminutos que corren en círculos por raíles en miniatura y escupen penachos de vapor por sus chimeneas del tamaño de meñiques; figuritas de películas antiguas y cómics en poses dinámicas: Superman, Dolphina, Rex Mutinous. Y allí, debajo de una estantería de coches de madera tallados a mano, una caja llena de dinosaurios de peluche verdes, azules y rojos. Un tiranosaurio. Un pterodáctilo. El brontosaurio.

—Tengo unos cuantos estegosaurios en la trastienda.

Levanto la cabeza de golpe, sobresaltado. La anciana me observa desde detrás del mostrador, un extraño buitre apergaminado, estudiándome con esos penetrantes ojos azules, examinándome como si fuera un montón de carroña.

Agarro el brontosaurio por el pescuezo y lo saco de la caja.

—No. Éste está bien.

Suena una campanilla. Las puertas correderas de la tienda se abren automáticamente. Una mujer entra procedente de la calle, titubeante. Lleva el pelo recogido en una coleta y las facciones libres de maquillaje; antes incluso de que termine de trasponer el umbral sé que es una de ellas: una mamá.

No hace mucho que dejó el lozanol; su apariencia se conserva joven y fresca, pese a las inevitables redondeces que vienen con los niños. Todavía es atractiva. Pero aun sin las marcas delatoras del colapso de lozanol se nota a la legua lo que se ha hecho a sí misma. La envuelve el halo de cansancio propio de quienes están en guerra con el mundo. Ninguno de nosotros ofrece ese aspecto. Ninguno de nosotros tiene motivos para ello. Ni siquiera los piojosos parecen tan asediados. Intenta comportarse como la persona que era antes, como la actriz, la asesora financiera, la ingeniera informática, la bióloga, la camarera o lo que sea, vestida con ropas de su vida anterior, un atuendo que antes le sentaba como un guante y ahora no, obligándose a conducirse sin temor al aire libre, algo que ya empieza a olvidar cómo se hace.

Mientras deambula por los pasillos diviso una mancha en su hombro. Es pequeña pero llamativa si uno sabe lo que busca, una sutil franja verde en la blusa beige. El tipo de cosa que nunca le ocurre a nadie salvo a las mujeres con hijos. Da igual cuánto se esfuerce, ya no encaja aquí. Con nosotros.

Coleccionables Ipswitch, como tantos otros establecimientos de su calaña, es una especie de trampilla, la boca de una madriguera de conejos que comunica con el país de las maternidades ilícitas: el reino de las manchas de puré de guisantes, las paredes insonorizadas y las excursiones furtivas al exterior en busca de suministros y víveres. Si me quedo aquí el tiempo suficiente, sujetando mi brontosaurio mágico por el cuello, cruzaré al otro lado y veré su mundo superpuesto al mío, lo percibiré con el extraño doble sentido de estas mujeres que han aprendido a convertir los cajones en cunas, a hacer pañales con una camiseta vieja y un puñado de imperdibles, a reconocer que donde pone «coleccionables» en realidad quiere decir «juguetes».

La mujer se aleja en dirección a los juegos de trenes. Elije uno y lo coloca encima del mostrador. Es de madera, brillante, todos los vagones son de colores distintos, unidos entre sí por medio de imanes.

La anciana coge el tren y dice:

—Ay, sí, qué bonito. Mis nietos jugaban con trenes como este cuando tenían poco más de un año.

La madre no dice nada, se limita a extender la muñeca esperando el cambio, sin apartar la mirada del tren. Acaricia la locomotora azul y amarilla con dedos nerviosos.

Me acerco al mostrador.

—Seguro que vende un montón de ellos.

La madre da un respingo. Por un segundo parece que vaya a salir corriendo, pero se domina. Los ojos de la anciana se clavan en mí. Oscuros núcleos azules hundidos, infinitamente sabios.

—No muchos. Ya no. No quedan muchos coleccionistas interesados en este tipo de cosas. Ya no.

Una vez completada la transacción, la mujer sale apresuradamente de la tienda, sin mirar atrás. La veo alejarse.

—Ese dinosaurio cuesta cuarenta y siete, si lo quiere —dice la anciana. El tono de su voz denota que ya sabe que no voy a comprar nada.

No tengo pinta de coleccionista.

Turno de noche. Más encuentros de madrugada con maternidades ilícitas. Hay bebés por todas partes, proliferan como los hongos venenosos después de la lluvia. No puedo seguirles el ritmo. Me veo obligado a abandonar el escenario de mi último encargo antes de que llegue el equipo de limpieza. Rompí la cadena de pruebas, pero ¿qué podía hacer? Adondequiera que voy, el mundo de los bebés se abre de par en par a mi alrededor, melones, vainas y úteros fértiles que se desgajan y vomitan bebés en el suelo. Nos ahogamos en un mar de bebés. Es como si la selva estuviera infestada de ellos, las mujeres ocultas en los suburbios están en ebullición, y mientras surco los raíles magnéticos a gran velocidad con rumbo a mis sangrientos cometidos, los zarcillos de la jungla se desenroscan a mi alrededor, extendiéndose hacia mí.

Tengo la dirección de la mamá en el coche patrulla. Se ha escondido. Ha vuelto a la madriguera de conejo. Ha cerrado la tapa con fuerza sobre su cabeza. Procura pasar desapercibida con su prole, reconectada con el inframundo de mujeres que, como ella, han decidido sacrificarse con tal de seguir pariendo cachorros. Regreso al hervidero de puertas cerradas con llave y pañales cagados entre la hermandad que regala juegos de trenes a criaturitas que realmente pueden jugar con ellos en vez de colocarlos encima de una mesa auxiliar y obligarte a mirarlos todo el puñetero día…

La mujer. La «coleccionista». He postergado mi encuentro con ella. No me parece justo. Me da la impresión de que debería aguardar a que cometa un error antes de exterminar a sus niños. Pero saber que está ahí fuera me reconcome la conciencia. Una y otra vez, me descubro intentando introducir las coordenadas de su hogar.

Pero siempre recibo otro aviso, otra operación de limpieza, y me permito fingir que no sé nada de ella, que no he perforado la puerta de su escondrijo y ahora puedo espiarla siempre que quiera. La mujer sobre la que no sabemos nada… todavía. La que no ha cometido ningún error… todavía. Lo que hago en cambio es surcar los raíles como una exhalación en respuesta a otra llamada, devorando la distancia con rumbo al destino de otra mujer que ha tenido menos suerte y ha sido menos precavida que la aficionada a los coleccionables. Todas estas mujeres me entretienen durante algún tiempo. Pero al final, aparcado a orillas del mar, con los monos chillando en la jungla y la lluvia salpicando el parabrisas, introduzco la dirección de la coleccionista.

Daré una vuelta de reconocimiento, nada más.

Podría haber sido una casa lujosa antes de los proyectos de captura de carbono. Antes de que todos nos encaramáramos a las alturas de las agujas y los núcleos superpoblados en busca de aire limpio. Pero ahora subsiste al filo mismo de lo que queda de los suburbios. Me sorprende que disponga de electricidad o cualquier otro servicio. La selva la rodea, la envuelve. La carretera que conduce hasta ella, lejos de los raíles magnéticos y de las rutas de mantenimiento, está cubierta de baches y grietas, jalonada de árboles al acecho. Es astuta. Está tan cerca de la espesura como resulta posible vivir. Más allá solo hay sombras enmarañadas y tinieblas verdosas. Los monos huyen en desbandada ante el abanico de los faros. Las casas de los alrededores ya han sido abandonadas. Cualquier día de éstos, dejarán de abastecer de servicios completamente esta zona. Dentro de un par de años, la selva lo habrá invadido todo. Cortaremos los suministros, la última de las agujas entrará en funcionamiento y la jungla devorará este lugar por completo.

Me quedo un rato sentado frente a la casa, observándola. Qué lista es. Vive aislada. Sin vecinos que oigan los llantos. Pero, puestos a pensar en ello, lo más inteligente habría sido mudarse directamente a la selva y convivir con el resto de simios que no son capaces de contener su afán reproductor. Supongo que, en el fondo, incluso estas chifladas siguen siendo humanas. No pueden dejar totalmente atrás la civilización. O no saben cómo, en cualquier caso.

Bajo del coche, desenfundo la Grange y embisto contra la puerta.

Mientras la derribo la mujer levanta la cabeza desde su silla, junto a la mesa de la cocina. Ni siquiera parece sorprendida. Es como si una minúscula porción de su ser se desinflara, y eso es todo. Como si supiera desde el principio lo que iba a pasar. Lo dicho: es lista.

Un crío entra corriendo procedente de la habitación contigua, atraído por el estruendo de la puerta destrozada. Un año y medio, quizá dos. Se detiene en seco y se me queda mirando fijamente, una cosita cabezona cuyos mechones empiezan a ser demasiado largos, como los de ella. Nos sostenemos la mirada. A continuación, gira sobre los talones y se encarama al regazo de su madre.

La mujer cierra los ojos.

—Venga, adelante. Hazlo.

Levanto la Grange, mi cañón portátil de 12 mm. Apunto al mocoso. La mujer lo envuelve con los brazos. No será un disparo limpio. Lo atravesará de parte a parte y matará a la mamá. Apunto mejor, buscando el ángulo idóneo. Nada.

La mujer abre los ojos.

—¿A qué esperas?

Nos miramos.

—Te vi en la juguetería. Hace un par de días.

Cierra los ojos otra vez, apesadumbrada, comprendiendo su error. No suelta al chiquillo. Podría quitárselo de los brazos, tirarlo al suelo y cargármelo. Pero no lo hago. La mujer sigue sin abrir los ojos.

—¿Por qué lo hacéis? —pregunto.

Abre los ojos de nuevo. Está desconcertada. Me he saltado el guión. Ha ensayado mentalmente esta misma situación. Mil veces, lo más probable. No le quedaba otro remedio. Sabía que llegaría este día. Pero heme aquí, solo, y su crío todavía respira. Y yo no dejo de hacerle preguntas.

—¿Por qué seguís teniendo estos niños?

Me observa sin pestañear, en silencio. El chiquillo se revuelve en su regazo e intenta empezar a mamar. La mujer se levanta la blusa y el crío se cuela debajo. Puedo ver las bolsas grávidas que son los pechos de la mujer, sus pesadas ubres oscilantes, mucho más grandes de lo que recuerdo haber visto en la tienda, disimuladas por el sostén y la blusa. Penden sin fuerza mientras el niño se cuelga de ellas. La mujer continúa mirándome fijamente. Es como si se le hubiera encendido el piloto automático, amamantando al chiquillo. La última cena.

Me quito el sombrero, lo dejo encima de la mesa y me siento. También suelto la Grange. No me parece correcto volarle los sesos al mocoso mientras está tomando el pecho. Saco un cigarrillo y lo enciendo. Le doy una calada. La mujer me observa del mismo modo que cualquiera observaría a un depredador. Le doy otra calada al cigarro y se lo ofrezco.

—¿Fumas?

—No. —Inclina la cabeza en dirección al niño.

Asiento con la cabeza.

—Ah. Claro. Es malo para los pulmones jóvenes. Lo oí una vez. No recuerdo dónde. —Sonrío—. No recuerdo cuándo.

Me mira fijamente.

—¿A qué esperas?

Contemplo la pistola, tendida en la mesa. El pesado mecanismo de cartuchos y acero, un arma monstruosa. El cañón portátil sin retroceso Grange 12 mm. Modelo oficial. Capaz de parar en seco a un piojoso. Capaz de arrancarle el puñetero corazón del pecho si apuntas con cuidado. De pulverizar un bebé.

—Tuviste que dejar de tomar el lozanol para tener el niño, ¿verdad?

Se encoge de hombros.

—Es un simple añadido. No hay motivo para que fabriquen el lozanol de esa manera.

—Pero, de lo contrario, tendríamos un problema de superpoblación de tres pares de narices, ¿no?

Vuelve a encogerse de hombros.

La pistola espera en la mesa, entre nosotros. Sus ojos saltan sobre ella, sobre mí, sobre el arma de nuevo. Aspiro el humo del cigarrillo. Sé lo que está pensando mientras contempla la enorme pistola de acero que reposa encima de su mesa. Demasiado lejos de su alcance, pero está desesperada, de modo que podría parecerle que está mucho más cerca, casi lo suficiente. Casi.

Su mirada vuelve a concentrarse en mí.

—¿Por qué no lo haces y terminas de una vez?

Me toca a mí encogerme de hombros. En realidad desconozco la respuesta. Debería estar sacando fotos y encerrándola en el coche, liquidando al chiquillo y llamando al equipo de limpieza, pero aquí estamos, sentados. Se le anegan los ojos en lágrimas. Veo cómo llora. Mamas, redondeces y una aterradora especie de sabiduría, fruto tal vez de saber que no va a vivir eternamente. Todo lo contrario que Alice, con su piel tersa, muy tersa, y sus pechos firmes, muy firmes. Esta mujer es fecunda. Fértiles las caderas, los senos y el vientre, rodeada del caos que reina en su cocina, la selva. La tierra de la vida. Parece cómodamente instalada en todo esto, una húmeda criatura de Gaia.

Un dinosaurio.

Debería estar colocándole las esposas. La he descubierto con el niño. Debería estar disparando al chiquillo. Pero no lo hago. En vez de eso, tengo una erección. No es exactamente guapa, pero tengo una erección. Es fofa, es oronda, es tetuda, caderona y descuidada; me cuesta permanecer sentado, los pantalones me oprimen. Me esfuerzo por no mirar al lactante. Los pechos expuestos. Le doy otra calada al cigarro.

—¿Sabes?, hace mucho que me dedico a esto.

Me observa sin pestañear, embotada, en silencio.

—Siempre he querido saber por qué hacéis esto las mujeres. —Inclino la cabeza en dirección al pequeño. Se ha desenganchado del pecho, y ahora todo él está expuesto, esta cosa grávida, inmensa, con su pesado pezón. La mujer no se tapa. Cuando levanto la cabeza, la encuentro estudiándome, consciente de mi fascinación por su seno. El niño baja al suelo y me observa a su vez, con ojos solemnes. Me pregunto si podrá sentir la tensión que impera en la estancia. Si sabe lo que se avecina—. ¿Por qué el niño? En serio. ¿Por qué?

Frunce los labios. Me parece vislumbrar un destello de enfado en sus ojos entrecerrados, llorosos, le da rabia que esté jugando con ella. Que esté aquí sentado, hablando con ella, con mi Grange encima de su mesa mugrienta; su mirada se posa en el arma y prácticamente puedo ver cómo giran los engranajes de su cabeza. Los cálculos. La loba se dispone a saltar.

Suspira y arrastra la silla hacia delante.

—Siempre quise uno. Desde que era pequeña.

—¿Jugabas con muñecas, todo eso? ¿Con «coleccionables»?

Se encoge de hombros.

—Supongo. —Hace una pausa. Sus ojos vuelven a la pistola—. Sí. Supongo que sí. Tenía una muñequita de plástico y solía vestirla. Jugaba a las meriendas con ella. Ya sabes, preparábamos té y después yo le derramaba un poco por la cara, para que bebiera. No era gran cosa. Tenía voz, pero su repertorio era limitado. Mis padres no nadaban en la abundancia. «Vamos de compras». «Vale, ¿qué vamos a comprar?» «Relojes». «Me encantan los relojes». Cosas así. Era muy simple. Pero me gustaba. Y entonces, un buen día, me dio por llamarla «mi bebé». No sé por qué. El caso es que lo hice, y la muñeca respondió: «Te quiero, mami».

Se le empañan los ojos mientras continúa hablando.

—Entonces supe que quería tener un bebé. Jugaba con ella a todas horas, fingía que era mi hija, hasta que mi madre me pilló y me dijo que era una estúpida, que no debería hablar así, que las chicas ya no tenían bebés, y se llevó la muñeca.

El niño está tumbado en el suelo, empujando unos cubos debajo de la mesa. Apilándolos y derribándolos. Se fija en mí. Tiene los ojos azules y sonríe con timidez. Lo vuelvo a asustar, se levanta del suelo y gatea hasta su madre para ocultar la cara entre sus pechos, escondiéndose. Me espía con el rabillo del ojo, suelta una risita y vuelve a ocultarse.

Apunto al crío con la barbilla.

—¿Quién es el padre?

La mujer se mantiene impertérrita.

—No lo sé. Un tipo que conocí en la red me envió una muestra. No queríamos quedar en persona. Borré todo lo relacionado con él en cuanto recibí el paquete.

—Lástima. Las cosas serían más fáciles si hubierais mantenido el contacto.

—Más fáciles para ti.

—A eso me refería. —Me doy cuenta de que la punta de mi cigarrillo se ha convertido en un largo pene ceniciento que cuelga flácido al extremo de la boquilla. Le doy una sacudida y se cae—. Sigo sin entender lo del lozanol.

Inexplicablemente, se ríe. Se anima, incluso.

—¿Por qué? ¿Porque no estoy tan pagada de mí misma como para aspirar a vivir por siempre jamás?

—¿Qué pensabas hacer? ¿Dejarlo encerrado en casa hasta que…?

—Dejarla —me interrumpe de improviso—. Dejarla encerrada en casa. Es una niña y se llama Melanie.

Al oír su nombre, la mocosa mira en mi dirección. Ve mi sombrero encima de la mesa y lo agarra. Baja del regazo de su madre y me lo trae. Me lo enseña, extendidos por completo los brazos, una ofrenda. Cuando pruebo a coger el sombrero, lo aparta.

—Quiere ponértelo en la cabeza.

Miro a la señora, desconcertado. En sus labios aletea la sombra de una sonrisa, cargada de tristeza.

—Es un juego. Le encanta ponerme cosas en la cabeza.

Miro otra vez a la niña. Está empezando a impacientarse con el sombrero en las manos. Emite una serie de gruñidos, intentando comunicarse, y agita el sombrero de forma incitante. Me agacho. La niña me coloca el sombrero en la cabeza y sonríe de oreja a oreja. Me enderezo en la silla y me lo calo con firmeza.

—Estás sonriendo —dice la mujer.

La miro.

—Es muy graciosa.

—Te gusta, ¿verdad?

Vuelvo a observar a la pequeña, pensativo.

—No estoy seguro. Nunca me he fijado mucho en ellos.

—Embustero.

El cigarrillo está muerto. Lo aplasto sobre la mesa de la cocina. La mujer me observa con el ceño fruncido, cabreada conmigo por ensuciar todavía más su mesa mugrienta, tal vez, pero en ese momento parece acordarse de la pistola. Yo también. Un escalofrío me recorre la espalda. Por un momento, al agacharme ante la niña, se me había olvidado. Ahora mismo podría estar muerto. Tiene gracia cómo olvidamos, recordamos y volvemos a olvidar estas cosas. Los dos. La mujer y yo. Tan pronto estamos conversando plácidamente como esperamos a que comience la carnicería.

Esta mujer da la impresión de ser de esas con las que se puede salir. Tiene chispa. Salta a la vista. Estaba a punto de aflorar cuando se acordó de la pistola. Puedo ver cómo aletea, intermitente. Ora es una persona, ora otra distinta: llena de vitalidad, de ingenio, de recuerdos, y de repente ¡bang!, está sentada en una cocina repleta de platos sucios, con la encimera cubierta de manchas de café y un policía armado con un cañón portátil sentado a la mesa.

Enciendo otro cigarrillo.

—¿No echas de menos el lozanol?

Mira a su hija y le tiende los brazos.

—No. Ni un poco. —La niña vuelve a encaramarse al regazo de su madre.

Dejo que un remolino de humo escape entre mis labios.

—Pero si era imposible que te salieras con la tuya. Es una locura. Tienes que renunciar al lozanol; tienes que encontrar un donante de semen que también esté dispuesto a renunciar a él a su vez, por lo que ya son dos las personas que se sacrifican por un mocoso; tienes que dar a luz sin ayuda de nadie, y después tienes que ocultarlo. Tarde o temprano necesitarías un documento identificativo para comenzar su tratamiento de lozanol, porque nadie va a tratar a un paciente indocumentado, y tendrías que saber desde el principio que todo esto estaba abocado al fracaso. Pero aquí estás.

Frunce el ceño.

—Podría haberlo conseguido.

—Pero no es así.

Bang. Vuelve a estar en la cocina. Se encorva en la silla, abrazando a la pequeña.

—Entonces ¿por qué no te das prisa y lo haces de una vez?

Me encojo de hombros.

—Sentía curiosidad por saber qué pensáis las criadoras, eso es todo.

Me fulmina con la mirada, furiosa.

—¿Quieres saber lo que pienso? Pienso que necesitamos savia nueva. He vivido ciento dieciocho años y pienso que no se trata exclusivamente de mí. Pienso que quiero un bebé, que quiero ver las mismas cosas que ella cuando despierte, cosas nuevas para mí porque será nuevo. Por fin, algo nuevo. Es estupendo ver las cosas a través de sus ojitos y no a través de unos ojos de muerto como los tuyos.

—Yo no tengo ojos de muerto.

—Mírate en el espejo. Todos tenéis ojos de muerto.

—Tengo ciento cincuenta años y me siento tan bien como el día que decidí perpetuarme.

—Me apuesto lo que sea a que ni siquiera te acuerdas. Nadie se acuerda. —Sus ojos vuelven a posarse en la pistola, pero renuncian a ella para clavarse en mí—. Pero yo sí. Ahora. Y es mejor así. Mil veces mejor que vivir eternamente.

Hago una mueca.

—¿Vivir a través de la prole y todo eso?

—Serías incapaz de entenderlo. Como todos los demás.

Aparto la mirada. No sé por qué. Soy yo el que tiene una pistola. Estoy al mando de todo, pero no deja de observarme, y siento una opresión en mi interior ante sus palabras. Si poseyera más imaginación, diría que es el vestigio de un antiguo simio primigenio que intenta arrastrarse fuera del fango y hacerse escuchar. Una sombra de la alimaña que éramos antes. Contemplo al crío… la cría… y descubro que me está mirando. Me pregunto si todos harán ese truco con los sombreros, o si esta es especial de algún modo. Si a todos les gusta poner sombreros en las cabezas de sus verdugos. Sonríe y esconde la cabeza bajo el brazo de su madre. La mujer no pierde de vista mi pistola.

—¿Quieres dispararme? —pregunto.

Levanta la cabeza.

—No.

Sonrío sin despegar los labios.

—Venga ya. Sé franca.

Entorna los párpados.

—Te volaría la tapa de los sesos si pudiera.

Me sobreviene un cansancio insoportable. He perdido el interés. Estoy harto de cocinas mugrientas, de habitaciones en penumbra y de malolientes pañales improvisados. Doy un empujón a la Grange, deslizándola hacia ella.

—Adelante. ¿Quieres acabar con una vida tan antigua como la mía para salvar una que no tiene la menor oportunidad? Yo viviré eternamente, mientras que esa enana no durará más de setenta años si tiene suerte… que no la tendrá… y tú ya estás prácticamente muerta. Aun así, ¿quieres acabar con mi vida? —Me siento como si estuviera al filo de un precipicio. Las posibilidades rugen a mi alrededor—. Dispara.

—¿Qué quieres decir?

—Que dispares. ¿Quieres intentarlo? Ésta es tu oportunidad. —Empujo la Grange un poco más, provocándola. Un cosquilleo me recorre la piel de la cabeza a los pies. La cabeza me da vueltas, me siento casi mareado. La adrenalina corre por mis venas. Le doy otro empujoncito a la Grange, sin saber de repente si pienso disputarle el arma o si permitiré que se quede con ella—. Ésta es tu oportunidad.

No da la menor advertencia.

Se abalanza sobre la mesa. La niña sale disparada de sus brazos. Sus dedos rozan el arma al mismo tiempo que la dejo lejos de su alcance de un manotazo. Vuelve a impulsarse, gateando por encima de la mesa. Derribo la silla al retroceder de un salto. Doy un paso atrás. Se estira hacia la pistola, desplegando los dedos engarfiados, desesperada todavía pese a saber que ya ha perdido. La apunto con la pistola.

Me mira fijamente y apoya la cabeza en la mesa, sollozando.

La niña también ha empezado a llorar. Berrea sentada en el suelo, con la carita roja, congestionada, lamentándose con su madre, quien lo ha apostado todo a ese intento por capturar mi pistola: todas sus esperanzas, los años de dedicación furtiva, la necesidad de proteger a su prole, todo. Y ahora yace despatarrada encima de una mesa mugrienta, llorando mientras su hija se desgañita en el suelo. La cría llora y llora sin cesar.

Apunto la Grange hacia la niña. Ahora está expuesta. Chilla y extiende las manos en dirección a su madre, pero no se levanta. Se limita a estirar los brazos, esperando a que la recoja y la abrace una mujer a la que ya no le queda nada. Ni yo ni la pistola existimos para ella.

Un disparo y habrá dejado de existir, una mancha de pintura en la frente y la pared cubierta de sesos como espaguetis, los llantos habrán terminado, sustituidos por el olor a pólvora y las llamadas a los equipos de limpieza.

Pero el disparo no se produce.

En vez de eso, enfundo la Grange y salgo a la calle, dejándolas con sus lágrimas, su porquería y sus vidas.

Llueve una vez más. Los aleros del tejado escupen gruesos cuajarones de agua que se estrellan contra el suelo. A mi alrededor la jungla hierve con el parloteo de los monos. Me levanto el cuello de la gabardina y me arreglo el sombrero. A mi espalda, los llantos se han vuelto prácticamente inaudibles.

Quizá lo consigan. Todo es posible. Tal vez la niña llegue a cumplir los dieciocho, obtenga algo de lozanol en el mercado negro y viva hasta los ciento cincuenta. Lo más probable es que dentro de seis meses, o un año, o dos años, o diez, algún poli derribe su puerta y se cargue a la chiquilla. Pero no seré yo.

Corro hasta el coche patrulla, salpicando en medio del barro, las enredaderas y la humedad. Y por primera vez en mucho tiempo, la lluvia me parece algo nuevo.