EL PASHO

El viento seco transportaba con facilidad el olor acre del estiércol quemado. Raphel Ka’ Korum respiró hondo, saboreando los recuerdos, antes de ajustarse la bufanda electrostática sobre el rostro y girarse para recoger el equipaje de manos de los pasajeros que permanecían en el interior de la noria rodante.

El viento soplaba con fuerza a su alrededor. Las bufandas se aflojaban y ondeaban descontroladas a merced de las corrientes de aire, y las manos morenas debían apresar al vuelo los banderines raídos para volver a encajarlos en su sitio, chisporroteando y crepitando, sobre las narices y los labios cubiertos de polvo. Un hombre, kai a juzgar por su crucifijo, keli por su camisa de seda, entregó a Raphel su bolsa de cuero, juntó las palmas de las manos e inclinó la cabeza en un estéril saludo ritual. Raphel hizo lo propio. Los demás pasajeros, una abigarrada conglomeración de habitantes de las cuencas apelotonados en el fondo de la noria rodante, le dedicaron gestos de despedida a su vez, diplomáticamente atentos a sus hábitos de pasho y sus marcas de logros.

La noria rodante reemprendió la marcha, despacio. Sus bulbosos neumáticos de goma crujían contra las lajas de la Cuenca Seca. Raphel vio cómo se alejaba el desvencijado vehículo, cuyos pasajeros lo observaban a su vez, con la mirada repleta de preguntas acerca del pasho keli que había desembarcado en medio del desierto. Raphel se giró hacia su aldea.

Los haci redondos de los jai se arracimaban en la cuenca yerma como una banda de refugiados tocados con sombreros cónicos, apiñadas las cabezas puntiagudas, salpicados de blancos dibujos geométricos jai sus mantos de adobe. A su alrededor se extendían unos páramos entreverados de arcilla, labrados y pacientes, azotados por el viento que arrojaba diablos de polvo al aire y los dispersaba danzando por toda la pálida planicie. A lo lejos, los huesos de la antigua ciudad sobresalían de la cuenca formando un amasijo de ruinas de acero y cemento, silenciosas y abandonadas desde hacía más generaciones de las que incluso los jai recordaban.

Raphel se quitó la bufanda y respiró hondo una vez más, aspirando los olores de su hogar, llenándose los pulmones de nostalgia. El polvo, el estiércol quemado y la salvia arrastrada por el viento desde las colinas lejanas se entremezclaban. En algún lugar, en el interior de la aldea, alguien estaba asando carne. Coyote o conejo, seguramente paralizado por una trampa sónica y despellejado antes de que pudiera recuperar el sentido, goteando grasa ahora sobre las ascuas al aire libre. Raphel inhaló de nuevo y se relamió. La aridez comenzaba a agrietarle los labios. Sentía la piel, acostumbrada desde hacía tiempo a la exuberante humedad de Keli, atirantada sobre el rostro, como si llevara puesta una máscara que amenazara con desprenderse de un momento a otro.

Volvió la vista atrás, añorante, a la noria rodante que se alejaba, el juguete de un niño que avanzaba lentamente hacia la distante línea borrosa donde el cielo azul tocaba por fin la arcilla amarilla. Suspirando, Raphel se cargó la mochila al hombro y encaminó sus pasos hacia la aldea.

Los escasos haci diseminados de las afueras no tardaron en agruparse, formando una apretada masa de gruesas paredes y callejuelas claustrofóbicas. Las avenidas zigzagueaban arbitrariamente, invitando a los invasores a introducirse en callejones sin salida y patios de emboscadas. Sobre su cabeza colgaban bombillas sónicas con los picos entreabiertos, ávidas de prorrumpir en alaridos.

Raphel deambulaba entre las defensas de los jai, siguiendo el sendero de los recuerdos de su niñez. Reconoció el haci de Bia’ Giomo y rememoró las rocas de azúcar con que le pagaba la mujer a cambio de que él le llevara el agua del pozo. Reconoció también la recia puerta azul del patio de Evia, y recordó cuando se escondieron juntos debajo de la cama de los padres de ella, conteniendo la risa mientras estos gemían y resoplaban encima del colchón. Su madre le había escrito que Bia’ Giomo había transmigrado y que ahora Evia se llamaba Bia’ Dosero y vivía en la aldea de Fuente Clara.

Raphel dobló otra esquina y reconoció al Viejo Martiz acuclillado frente a su haci. Una olla de judías rojas hervía sobre la hoguera de estiércol del viejo, adquiriendo gradualmente la consistencia de las gachas. Raphel sonrió y empezó a saludar al anciano, pero en cuanto Martiz lo vio, agarró el cazo y retrocedió gateando, desesperado por mantener el cuarén.

Raphel se apresuró a cubrirse el rostro con la bufanda e inclinó la cabeza en actitud de disculpa. Martiz se tranquilizó lo suficiente como para dejar la olla en el suelo y juntar las palmas de las manos. Raphel le devolvió el antiguo gesto. Podría haberle explicado a Martiz cuál era el origen del símbolo del cuarén y cómo se había propagado durante la Purga, pero era poco probable que al anciano le importara eso. Para los jai era una costumbre, y con eso bastaba. Los jai respetaban las tradiciones. En Keli, la gente se estrechaba las manos y apenas si observaban el cuarén en absoluto. Su cultura, basada en el comercio, descartaba con facilidad las precavidas tradiciones nacidas del instinto de supervivencia en el pasado. Los jai tenían buena memoria.

Raphel pasó junto a Martiz a la debida distancia de dos metros de luz y se adentró en la aldea. El callejón se estrechó hasta convertirse en un angosto sendero que discurría entre paredes sofocantes. Se giró de costado para atravesar una ranura de emboscadas, arañándose el pecho y los omóplatos contra sus muros. Al otro lado del pasadizo se detuvo para sacudirse sin éxito el polvo de adobe que se había adherido a sus hábitos blancos.

Resonaron unas risas infantiles. Un grupo de jóvenes jai, brillantes manchas carmesíes sus túnicas contra la pálida arcilla amarilla de los haci, se adentraron en la callejuela corriendo hacia él. Se detuvieron en seco, mirando fijamente sus hábitos blancos de pasho y sus marcas de logros, juntaron las manos morenas e inclinaron la cabeza con una mezcla de precaución y respeto. Un momento después lo dejaron atrás y reanudaron su persecución, cruzando la ranura de emboscadas con la agilidad de los lagartos de la cuenca.

Raphel se giró para observarlos, recordando cuando también él correteaba por el mismo callejón, persiguiendo a sus amigos, fingiendo ser un cruzado con garfio, pretendiendo encabezar personalmente la guerra contra los keli. Parecía que hubiera pasado una eternidad. Las ondeantes túnicas rojas de los muchachos se perdieron de vista al otro lado de la ranura de emboscadas, dejando a Raphel solo en la callejuela.

Carraspeó y tragó saliva varias veces en un intento por paliar la asfixiante sequedad de su garganta. Aspiró de nuevo profundamente, ávido del olor de su tierra natal. Su bufanda crepitó, y Raphel inhaló aire estéril.

Las responsabilidades de un pasho a menudo son complicadas. ¿Cómo se pueden conocer de antemano las consecuencias que acarreará una acción determinada? El pasho tiene el deber de investigar los recovecos de la posibilidad y proceder únicamente con cautela. La lentitud en el cambio es una virtud. Para que una sociedad sobreviva a los vaivenes de la tecnología, sus razas y sus culturas deberán adaptarse. No es suficiente con que unos dedos hábiles aprendan a manejar un arado en cuestión de días, esa cultura también deberá estar preparada para acomodar el aumento de su población, el sesgo hacia la agricultura, las diminutas ondas producidas por la introducción de la tecnología. Sin la debida preparación, tanto moral como filosófica, ¿cómo se puede confiar a ninguna cultura una tecnología tan ociosamente violenta como la de una pistola?

PASHO GILES MARTIN, EM 152

(Reflexiones sobre el cambio moral)

—Debes de sentirte muy orgullosa, Bia’ Pasho. —Bia’ Hanna sonrió en dirección a Raphel mientras hablaba. Un destello dorado relució en su boca, y las patas de gallo que enmarcaban sus ojos del desierto se multiplicaron.

—¿Orgullosa? —La madre de Raphel se rió. Sacó un cazo de té recién hervido del fuego del hogar y se giró para observar a Raphel, sentado a tres metros de ellas, con la cara cubierta por su bufanda electrostática—. ¿Orgullosa de que mi único hijo abandone a su familia durante diez años? ¿Orgullosa de que vuelva la espalda a su familia a favor de Keli y sus mil lagos? —Sacudió la cabeza y sirvió té en la taza de barro de Bia’ Hanna. El espeso líquido negro, cuyas hojas originales se habían secado y fermentado encima de su propia chimenea, emitió una vaharada de fragancias cargadas de humo al chocar con la arcilla vidriada.

—Aun así, un pasho… un pasho jai. —Las pulseras de casada de Bia’ Hanna tintinearon cuando su mano apergaminada se extendió hacia la taza humeante. Ella y todas sus amigas estaban sentadas en el hogar de la familia de Raphel, arracimadas alrededor de su madre, una brillante masa efervescente de sonrientes mujeres casadas vestidas de azul, todas ellas felices y emocionadas por haber sido invitadas con ocasión de la reunión familiar.

Los dientes de oro de Bia’ Hanna volvieron a destellar en dirección a Raphel. Se vanagloriaba de la operación a la que se había sometido en la frontera con Keli y sonreía constantemente de oreja a oreja.

—Sí, debes de estar muy orgullosa. Tu hijo ha vuelto contigo y ya es un pasho, a su edad. —Probó el té y asintió con admiración—. Preparas el mejor té ahumado, Bia’ Pasho.

—Ya está bien de esa tontería de «Bia’ Pasho». Antes era Bia’ Raphel. Sigo siendo Bia’ Raphel, da igual lo que haya hecho el memo de mi hijo. —La madre de Raphel se giró para llenar la taza de otra de las mujeres, sosteniendo diestramente el ennegrecido cazo de acero con una mano mientras con la otra sostenía los pliegues enrollados de sus faldas azules, impidiendo que barrieran el suelo.

Bia’ Hanna se rió.

—Qué modesta. Pero mira lo guapo que está con sus marcas de logros. —Señaló a Raphel—. Fijaos en sus manos, jai bia’. Las escrituras de su cara, cuántos conocimientos hay en su piel, y eso solo es una diminuta porción de lo que bulle en su testa afeitada.

Raphel agachó la cabeza y clavó la mirada en las manos, vagamente cohibido por la inesperada atención de las mujeres. En el dorso de la mano izquierda lucía sus primeras marcas de logros: el antiguo alfabeto representado en caracteres diminutos. Desde allí, unas letras del color de la sangre seca desfilaban por sus brazos hasta perderse de vista bajo los hábitos. Denotaciones de rango en orden ascendente, aplicadas de forma ritual a lo largo de los años, los instrumentos mnemónicos de las diez mil estrofas melódicas, anclas hundidas en las profundidades del saber de los pasho, cada una de ellas una ayuda a la memoria y una señal de progreso. Recubrían su cuerpo con la puntiaguda caligrafía de los antiguos, a veces un mero símbolo remitía a todo un tomo encuadernado repleto de conocimientos, algo para el recuerdo, y garantizaban que todos los pasho adiestrados después que él tuvieran acceso a la misma fuente inmutable de sabiduría.

Raphel levantó la cabeza a tiempo de atisbar la sombra de una sonrisa en los labios de su madre. Bia’ Hanna, que también había detectado su muestra de satisfacción rápidamente disimulada, dio una palmada en la cadera a su madre cuando esta se giró para servir una taza de té a otra mujer.

—¡Ja, lo sabía! ¿Habéis visto eso, jai bia’? ¿Veis cómo se sonroja de orgullo la madre ante los logros del hijo? Esperad, estará buscándole esposa antes de que el sol toque el borde de la cuenca. —Soltó una carcajada; sus dientes de oro resplandecieron a la tenue luz del haci familiar—. ¡Encerrad a vuestras hijas, jai bia’, que pronto querrá llevárselas a todas para su hijo tatuado!

Las demás mujeres se rieron y sumaron a las bromas, celebrando la buena suerte de Bia’ Pasho. Lanzaban sonrisas y miraditas calculadoras en dirección a Raphel. Su madre reía y aceptaba las bromas y la adulación: ya no era Bia’ Raphel, sino Bia’ Pasho. La Madre del Pasho. Un gran honor.

—¡Mira! ¡Se muere de sed! —exclamó Bia’ Hanna, y señaló la taza vacía de Raphel—. ¡Ignoras a nuestro nuevo pasho!

Raphel sonrió.

—No, Bia’, tan solo espero a que cesen tus exabruptos para hablar.

—Pasho deslenguado. Si no respetáramos el cuarén, te pondría el trasero colorado. No olvides que fui yo la que te pilló arrancando judías de raíz cuando no me llegabas ni a la cadera.

Las mujeres se rieron. Animada por su público, Bia’ Hanna hizo aspavientos con los brazos, fingiéndose indignada.

—Decía que solo quería ayudar…

—¡Es verdad!

—¿Y qué quedó al final? ¡Nada más que brotes tronchados! Como si los diablos de polvo hubiesen atravesado el sembrado. Menos mal que ha encontrado otra vocación, Bia’ Pasho. De lo contrario, tus cultivos jamás sobrevivirían a su regreso.

Las mujeres jai se carcajearon mientras Bia’ Hanna continuaba relatando las tropelías infantiles de Raphel: rocas de azúcar que desaparecían en un abrir y cerrar de ojos, máscaras electrostáticas vueltas del revés, cabras con la cola en llamas; las historias brotaban de su boca dorada en un torrente incesante. Al cabo, aparentemente agotada su reserva de anécdotas, hizo una pausa y miró a Raphel.

—Dime, venerable pasho, ¿es cierto que los keli comen pescado? ¿Directamente de sus lagos?

Raphel se rió.

—Ellos se preguntan si realmente comemos coyote.

—Sí, sí. Pero la costumbre, Raphel… No habrás comido pescado, ¿verdad?

Las mujeres enmudecieron, atentas a él, conteniendo el aliento sin darse cuenta mientras aguardaban la respuesta.

Raphel esbozó una leve sonrisa.

—No. Por supuesto que no.

Bia’ Hanna soltó una carcajada.

—Ahí lo tenéis. ¿Lo veis, jia bia’? La sangre se nota. Se puede llevar el jai a los keli, pero la sangre se nota. La sangre siempre se nota.

Las mujeres asintieron con complicidad, fingiéndose satisfechas, pero sus ojos traicionaban el alivio que les producía el que Raphel no hubiera incumplido la tradición jai. Un jai moriría antes que comer carne corrupta. Los jai respetaban las tradiciones.

La conversación de las mujeres se reanudó. Las especulaciones sobre la fecha en que llegarían las lluvias relegaron a Raphel al olvido, así como los rumores según los cuales la hija de Bia’ Renado había sido vista demasiado a menudo en compañía de un garfio casado.

Raphel miró de soslayo en dirección al portal. Al otro lado, el sol refulgía en el patio. Con el calor y la luz llegaban filtradas voces masculinas: su padre y sus amigos garfios. Pronto se reuniría con ellos. Empujarían hacia él la taza de mez que dictaba el ritual y después retrocederían con cuidado, respetando el cuarén. Diez latidos más tarde, Raphel levantaría la taza de las piedras del patio y brindarían por el cielo azul, derramarían un chorro en el polvo y beberían hasta que el licor abrasador se evaporara de la tierra cocida. Repetirían el ritual una y otra vez, sirviendo y bebiendo, emborrachándose cada vez más, hasta que el sol tocara el horizonte y los huesos de la antigua ciudad se tiñeran de rojo con el ocaso.

Si Raphel aguzaba el oído, podía distinguir la conversación de los hombres. La voz de su padre, risueña:

—Las luces no las ha heredado de mí. Habrá sido de su abuelo.

Todos los garfios rieron mientras recordaban al Viejo Gawar, un hombre cuyos cuchillos curvos volaban como tornados y que había escupido sobre las tumbas de los pasho que había abatido durante la cruzada de Keli. Proezas legendarias pertenecientes a una época no menos legendaria. Ahora, las norias rodantes de Keli recorrían la Cuenca Seca con impunidad, los niños jai usaban auriculares repletos de emisoras keli y hablaban en la jerga keli, y el nieto del Viejo Gawar estaba cubierto de pies a cabeza con los secretos de los pasho de Keli.

Raphel recordaba a su abuelo: un hombre flaco y arrugado que llevaba sus hábitos rojos abiertos para exhibir la viril pelambre blanca de su pecho huesudo a la vista de todos. Un hombre entre hombres. Un jai importante, aun a su siglo y medio de edad. Raphel recordaba los rapaces ojos negros del anciano, penetrantes, mientras atraía a Raphel hacia sí para susurrarle prodigiosos baños de sangre, enseñándole la filosofía vital de los jai, vertiendo tinieblas musitadas en los oídos de Raphel hasta que su madre los descubrió y se llevó a rastras al muchacho, regañando al Viejo Gawar por asustar a Raphel, y Gawar, paralizado en su silla, observando y sonriendo satisfecho, sin apartar de su descendiente los ojos negros inyectados de sangre.

Raphel sacudió la cabeza para disipar el recuerdo. Incluso en la lejana Keli, el anciano había poblado sus sueños de derramamientos de sangre susurrados. Un tipo duro difícil de olvidar. Más aún en Keli, donde abundaban los vestigios de su presencia: monumentos a los keli abatidos, lagos envenenados por residuos ácidos, estatuas de mármol desportilladas por cuchillos curvos, ruinas esqueléticas de edificios arrasados que jamás habían vuelto a reconstruirse. Cuando Raphel soñaba con su abuelo, los keli tenían pesadillas.

Raphel se puso de pie con cuidado y arregló los hábitos a su alrededor. Las mujeres se inclinaron hacia atrás, manteniendo instintivamente el cuarén, tres metros bajo techo, dos metros a cielo descubierto; así sería durante diez días, o hasta su muerte. Tradición. En Keli, ya nadie respetaba las antiguas costumbres. Aquí, de nada serviría explicar que la purga había terminado hacía tiempo. La costumbre estaba demasiado arraigada y se respetaba tan estrictamente como el lavarse las manos antes de comer o sembrar los cultivos antes de que llegaran las lluvias.

Raphel se introdujo en el horno que era el patio. Su padre y los demás garfios lo llamaron. Raphel saludó con la mano, pero no se sumó a la celebración. Pronto se reuniría con ellos y bebería mez hasta perder el conocimiento, pero no antes de completar su peregrinaje.

Es sabido que el mez resulta nocivo en grandes dosis, e incluso en pequeñas cantidades; las toxinas que se acumulan con el paso del tiempo incapacitan a un desproporcionado porcentaje de la población masculina.

El ritual de destilación que practican los jai minimiza la potencia de las toxinas de esta planta del desierto, pero la costumbre dicta que se conserve un porcentaje determinado. Los primeros intentos por reformar la elaboración del mez se recibieron con hostilidad. Si un pasho se propusiera encauzar esta práctica, sería recomendable que procediera del seno de la comunidad, pues los jai desconfían demasiado de las influencias externas.

PASHO EDUARD, EM 1404

(Documento recuperado, Circuito de la Cuenca Seca, XI 333)

El haci era antiguo, más que la mayoría, y se alzaba cerca del centro de la aldea, en la confluencia de tres callejuelas. Proporcionaba una buena vista de emboscada del nexo y sus muros eran gruesos, construidos para una época en que las balas eran algo más que mitos y la sangre corría por las calles varias veces cada generación.

De cerca, el haci acusaba su edad. Las paredes de arcilla estaban cubiertas de grietas de asentamiento. Como enredaderas, las largas fisuras serpenteaban por su fachada, sembrando la ruina por toda su estructura. Las gruesas puertas de madera estaban abiertas de par en par, exponiendo la desportillada pintura azul celeste y las astillas plateadas. Una raída cortina electrostática se mecía en el zaguán, entretejida de negro y rojo, según el estilo tradicional jai.

Ante el portal del haci, Raphel intentó asomarse a la oscuridad. Del interior provenían unos rítmicos chasquidos metálicos. Era un sonido reconfortante. Un sonido jai. Había crecido oyendo ese chirrido familiar, sentado en el suelo al lado de su abuelo, escuchando las historias del anciano. El metal continuó rechinando. En su mente, Raphel volvía a tener ocho años, chupaba rocas de azúcar y se acuclillaba junto a su abuelo mientras éste, en susurros, rememoraba baños de sangre.

—Quemé Keli hasta los cimientos —le había dicho una vez el anciano, y sus ojos llamearon como si aún pudiera ver el saqueo—. Quemé Heli, Seli y Keli. Dejé Keli para el final. Sus canales no constituían ninguna defensa. Sus verdes jardines ardieron con nuestros baños de napalm. Las mujeres de Keli huían ante nosotros, muchachitas ridículas de largas trenzas negras y cinturones de plata. Incendiamos aquella ciudad y enseñamos a aquellas blandas gentes del agua cómo es el gobierno de Jai. No nos dejamos mangonear por burócratas. Los jai somos dueños de nuestro destino. No somos como los sucios kai, que han elegido la esclavitud y no tienen palabras. Nos bañamos todas las mañanas, recargamos las trampas sónicas por la tarde y escribimos epitafios para nuestros enemigos en el polvo, bajo las estrellas. —Soltó una carcajada—. Quemamos Keli. La quemamos hasta los cimientos.

Raphel escudriñó la penumbra del haci.

—¿Abuelo?

Los chirridos metálicos cesaron. Se reanudaron. En lo alto de un muro cercano, unos niños jugaban con piedras, arrojándolas en un intento por alejar las de los demás de una estaca central. Sus gritos de entusiasmo y desilusión resonaban en medio del calor.

—¿Abuelo? —llamó Raphel de nuevo.

Los chirridos metálicos cesaron. Raphel se acercó a la cortina del portal. El viento revoloteaba por el patio, una brisa caliente que provocaba que la cortina oscilara con delicadeza. Raphel aguzó el oído. Del interior surgió un prolongado suspiro. Por fin, una voz ronca dijo:

—De modo que has vuelto.

—Sí, abuelo.

—Deja que te vea.

Raphel apartó la cortina y entró en el haci; la estática de la cortina le hizo cosquillas en los dedos. En el interior, el aire era fresco. Se ajustó la bufanda, ciñéndosela al rostro mientras esperaba a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Las formas comenzaron a definirse gradualmente. Su abuelo estaba sentado junto a la chimenea, una sombra encorvada. En sus manos relucían un cuchillo curvo y una piedra de amolar. La chimenea estaba fría y apagada. A un lado de la estancia, el catre del hombre yacía en el suelo, revueltas y arrugadas las sábanas. Sus ropas estaban desperdigadas de cualquier manera. Tan solo los cuchillos curvos que adornaban las paredes parecían estar bien atendidos. Sus filos resplandecían a la tenue claridad, trofeos de hombres enviados al más allá.

La silueta del anciano se movió. El cuchillo curvo destelló en su mano.

—Un pasho. Un pasho keli.

—Sí, abuelo.

—Tu madre se habrá puesto contenta.

—Sí.

Un ataque de tos truncó las risas del anciano.

—Descerebrada. Se retuerce tanto las manos que sus pulseras no dejan de tintinear. Seguro que ya ha empezado a buscarte partido. —Se volvió a reír—. Supongo que te creerás muy importante ahora que has memorizado las diez mil estrofas.

—No.

El anciano inclinó la cabeza hacia una imagen colgada en la pared.

—¿Por qué no? Tu efigie te precede.

Raphel se giró para examinar la fotografía, un retrato suyo con hábitos de pasho, erguido y risueño junto al director de los pasho keli. Sus tatuajes, recién inscritos, se veían aún nítidos y oscuros contra su piel. Los del hombre se confundían con los pliegues de su piel, como si los conocimientos inscritos se hubieran asentado profundamente en el mismo ser del veterano pasho.

—No le pido a nadie que me venere —dijo Raphel.

—Y sin embargo, lo hacen. Ah, por supuesto que sí. Los pasho se encargan de ello. Tus perros te preceden, repartiendo tus fotos, contando historias sobre tu sabiduría. —El anciano se rió—. Todo el mundo cree a un pasho cuando habla. El omnisciente y benévolo pasho. ¿Quién pediría consejo a un jai cuando hay un pasho sentado entre ellos?

—Soy jai y pasho. No son incompatibles.

—¿Eso crees? —La negra sombra del anciano expectoró una carcajada, una brusca explosión de risas que lo dejó sin resuello. El cuchillo curvo se movió con un destello; el hombre continuó afilándolo. El haci se inundó con el estridente chirrido del metal contra la piedra—. Quemé Keli hasta los cimientos —declaró con voz ronca—. ¿Harías tú lo mismo? Tus amigos pasho están allí. Las muchachas keli están allí. Los maté a todos. Eso es ser jai.

Raphel se acuclilló en la tierra prensada del haci, a tres metros de su abuelo. Recogió los hábitos a su alrededor y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas.

—Incendiar una ciudad con tanta agua no es tarea sencilla.

El anciano lo observó de reojo, taimado, antes de continuar afilando el cuchillo.

—Incluso el agua puede arder.

—Napalm. Esa arma debería haber caído en el olvido.

—Según los pasho. Pero los jai tienen buena memoria. Llevamos nuestros propios registros y tenemos muy buena memoria, ¿no es así, nieto?

—Los keli también. Allí todavía recuerdan tu nombre.

—¿De veras?

—Escupen cuando hablan de ti.

El anciano soltó una carcajada jadeante.

—Eso está bien. —Dejó de afilar el cuchillo y miró a Raphel con suspicacia, entornando los párpados—. Y tú, ¿escupes con ellos?

—¿Tú qué crees?

El anciano apuntó a Raphel con el cuchillo curvo.

—Creo que tu piel añora los estanques cristalinos de Keli, y que tus dedos anhelan acariciar la trenza sedosa de una keli. Eso es lo que creo. —Continuó afilando el cuchillo—. Creo que tu nariz suspira por el perfume de las lilas que flota sobre los mil lagos.

—Aunque haya estudiado en Keli, abuelo, sigo siendo jai.

—Si tú lo dices —masculló el anciano. Dejó el cuchillo y la piedra de amolar y se giró hacia la estantería que tenía al lado. Sus estilizados dedos encontraron una gruesa botella de vidrio—. ¿Bebes?

Raphel se recogió los hábitos apresuradamente e hizo ademán de levantarse.

—Debería servirlo yo.

El anciano se rió y se echó para atrás.

—¿Y quebrantar el cuarén? —Sacudió la cabeza—. Has pasado demasiado tiempo en Keli. Mantén la distancia, nieto. —Descorchó la botella y llenó de mez dos copas de barro. La fragancia del licor, brillante y cosquilleante, inundó la estancia en penumbra.

El anciano se estiró con cuidado sobre el suelo y empujó una de las copas hasta dejarla a medio camino entre él y su nieto antes de arrastrar su cuerpo tullido de regreso a las sombras y erguir la espalda hasta apoyarla en la chimenea. Raphel aguardó los diez latidos de rigor, se inclinó hacia delante y atrajo la copa hacia él.

—Por nuestros antepasados. —El anciano elevó la copa a los cielos y derramó un chorrito en el suelo—. Porque no han abandonado a sus descendientes.

—Por que siempre los honremos. —Raphel imitó los gestos de su abuelo y vertió un poco de licor en el suelo. Las gotas se condensaron como ópalos en la tierra. La incandescencia de la bebida le quemó el pecho cuando probó un trago.

Su abuelo observó cómo se lo tomaba.

—No es tan suave como el vino de arroz de Keli, ¿verdad?

—No.

—Bueno, pues estás de suerte. Ahora los keli venden su vino aquí. Muchos lo beben.

—Lo he visto.

El anciano se inclinó hacia delante.

—¿Por qué mercadean con su vino en la Cuenca Seca, nieto? ¿No ven que somos jai? ¿No entienden que aquí no pintan nada?

—Si tanto te molesta, podrías venderles mez a los keli.

—El mez es para los jai. El baji es para los keli.

Raphel suspiró.

—¿Acaso uno se vuelve menos jai por beber su vino de arroz? ¿Se infiltra dentro de uno y lo cambia de un día para otro? —Probó otro trago del mez abrasador—. Incluso tú has probado el vino de arroz.

El anciano agitó una mano con desdén.

—Solo cuando saqueé su ciudad acuática.

—Aun así, tocó tu lengua del desierto. —Raphel sonrió—. ¿Te convirtió en keli?

El Viejo Gawar esbozó una sonrisa cruel.

—Pregunta a los keli.

—En mi caso es lo mismo.

—¿Tú? Tú eres una mascota encadenada. Seguro que a los keli les gusta tu desdentado mordisco del desierto. No eres jai. Ahora eres uno de ellos.

—No es cierto. Los keli se dan cuenta enseguida de que soy jai: mi acento, mis ojos, mi cuchillo curvo, mi risa, mi respeto por las antiguas costumbres. Da igual cuánto haga que paseo por los puentes de Keli o que nado en sus mil lagos, jamás seré un keli.

La irritación se plasmó en las facciones del anciano.

—Y como los keli te repudian, te crees que eres jai.

Raphel levantó la copa de mez en dirección a su abuelo.

—No lo creo, lo sé.

—¡No! —El anciano descargó su copa contra el suelo. Al romperse, provocó una lluvia de licor y fragmentos de arcilla. El Viejo Gawar barrió los restos con la mano, sin temor a las afiladas aristas—. ¡No eres jai! Si lo fueras, no estarías aquí sentado, hablando. Desenfundarías el garfio y me ejecutarías por haberte insultado.

—Los jai no son así. Solo tú, abuelo.

El anciano se agarró al canto de la chimenea y se incorporó con esfuerzo, una rapaz esquelética y tullida, iluminados los ojos por las llamas de antiguos baños de sangre. Su voz, cargada de convicción, retumbó ronca mientras se aferraba a la chimenea del hogar para sostenerse en pie.

—Hago lo que hacen los jai. Soy jai. —Enderezó los hombros—. Los pasho queréis que los jai depongamos los garfios y enterremos nuestras trampas sónicas para que nadie oiga sus aullidos. Nos denegáis el acceso a la misma tecnología que regaláis a los keli. No podéis contradecir a la historia. Los jai guardamos cartas, llevamos nuestros propios registros del pasado. Conocemos la fraudulencia de los pasho. Cuando incendié Keli, los pasho cayeron como espigas ante mi garfio. Teñí de rojo sus túnicas blancas. Dime que me han olvidado. ¡Dime que no aspiran a enterrar a los jai!

Raphel extendió las manos en un gesto conciliador, invitando a su abuelo a retomar su asiento.

—Esa época ya quedó atrás. Los jai ya no estamos en guerra con Keli, ni con los pasho que viven allí.

El Viejo Gawar sonrió sin despegar los labios mientras se masajeaba la pierna tullida.

—La guerra no se acaba nunca. Yo mismo te lo enseñé.

—Todavía pueblas las pesadillas de los keli.

—Lástima que no hayan aprendido la lección y se queden en su lado de las montañas. —Con una carcajada, el Viejo Gawar volvió a sentarse en el suelo—. La próxima vez que arrasemos Keli, no tendremos piedad. El acento de los keli no volverá a emponzoñar los oídos de nuestros hijos.

—No podréis mantener al mundo exterior alejado de la Cuenca Seca eternamente.

—Palabras de pasho. Mi propio nieto ha venido a traicionarnos.

—El conocimiento es tan patrimonio de los jai como de los keli.

—No intentes venderme esa carroña. Te comportas como todos los pasho, ofreciendo conocimientos con una mano mientras esperas amasar influencia con la otra. Os sentáis con las piernas cruzadas, meditando como los sabios de la antigüedad, y aconsejáis a nuestro pueblo que excave vías de agua, que se rinda a vuestros proyectos de carreteras y fábricas, pero yo sé cuál es vuestro verdadero objetivo.

—Estamos construyendo una civilización, abuelo.

—Seréis nuestra muerte.

—¿Porque los pozos de Jai estarán repletos, aunque la duración de la estación seca se duplique?

—¿Ésa es vuestra oferta? —El anciano se rió con amargura—. ¿Pozos siempre llenos de agua? ¿Una variedad mejor de la planta de judías rojas? ¿Algo para hacernos la vida más fácil? ¿Para que nuestros hijos vivan más tiempo? —Sacudió la cabeza—. Llevo tiempo observando a la secta del Ojo Abierto y sé qué es lo que quieren los pasho. Ni siquiera los keli que tanto os adoran consiguieron arrancaros la salvación de vuestros puños tatuados cuando atacamos. Los jai masacramos a esos pusilánimes acuáticos como si fueran cabras. No eres ningún salvador. Eres nuestra muerte. Largo de aquí, nieto. Sal de mi casa. Seas lo que seas, ya no eres jai.

La clave de la supervivencia reside en la escritura. Aquella cultura que sepa escribir podrá recordar y compartir sus conocimientos en masa. La marca del Primer Logro debe ser siempre el alfabeto, la antesala del resto de la sabiduría. Gracias al alfabeto, lo que yo escriba hoy podría estudiarse dentro de mil años, y quizá llegue hasta un joven alumno que jamás sabrá nada de mí más que aquello que plasme mi mano sobre el papel. Cuando todos nos hayamos convertido en polvo, nuestros conocimientos sobrevivirán, y esperamos que, con el tiempo, la civilización prospere de nuevo.

PASHO MIRRIAM MILLINER, EM 13

(Sobre la supervivencia)

Lo despertó el agudo chasquido de la lengua de su madre, un delicado repiqueteo procedente de los aledaños de su portal.

Había soñado con Keli. Soñó que se encontraba una vez más ante las bibliotecas de los pasho, contemplando la estatua de Milliner. Soñó que deslizaba los dedos por las marcas que habían dejado los garfios en su base, que elevaba la mirada al fundador de la orden de Pasho, esculpida en mármol en actitud de fuga. Milliner huía con una mano extendida ante sí, con el ojo de Pasho abierto en su palma. Con el otro brazo aferraba una pila de hojas raídas, algunas de las cuales caían a sus pies. Tenía la cabeza vuelta hacia atrás, los ojos fijos en la devastación de la que escapaba.

La madre de Raphel chasqueó la lengua de nuevo. Raphel abrió los ojos a tiempo de ver cómo se retiraba tras la cortina de lana. Sus pulseras de casada tintinearon en sus muñecas cuando dejó caer la cortina, sumiendo la habitación en la penumbra una vez más. Despierto ya por completo, Raphel reparó en otros sonidos propios de la mañana: el viril canto de los gallos que se desafiaban de una punta a otra del poblado, los niños que vociferaban tras las altas arpilleras de las paredes del haci. La claridad del exterior penetraba en la estancia en forma de lanzas diminutas, iluminando las motas de polvo levantadas por la presencia de su madre.

En las torres de los pasho se despertaba todos los días con los primeros rayos de sol. Su celda daba al este y se inundaba de luz estéril a primera hora. Se levantaba, se acercaba a la ventana y contemplaba fijamente el radiante amanecer, dejando que lo bañara mientras rutilaba en el espejo sereno de los mil lagos. La luz, intensa e implacable, se reflejaba como pinceladas de mica y licuaba la tierra hasta donde alcanzaba la vista, deslumbrándolo y eclipsando los verdes puentes de Keli.

Poco después llamaba a la puerta su maestro, un keli rollizo, bien alimentado con el pescado de los lagos de Keli, cómodamente asentados sus tatuajes entre los pliegues de su piel.

—Venga, pasho del desierto —decía riendo—. A ver qué destrucción nos depara el nieto de Gawar esta mañana. ¿Con cuántos libros piensas acabar? —Para él, todos los hombres eran iguales. Jai o keli, le daba lo mismo. El estudio era lo único que importaba.

—¿Raphel? —susurró su madre—. ¿Pasho? —Chasqueó la lengua de nuevo detrás de la cortina, sondeando con delicadeza el silencio de la habitación.

Raphel se sentó muy despacio.

—No hace falta que me llames «pasho», madre. Sigo siendo tu hijo.

—Es posible. —La respuesta sonó amortiguada—. Pero llevas la piel cubierta de conocimientos y todo el mundo me llama Bia’ Pasho.

—Sigo siendo el mismo de siempre.

Esta vez, su madre no respondió.

Raphel apartó las mantas con los pies y se rascó la piel seca, que comenzaba a pelarse a causa de la aridez. Se estremeció. La noche había sido fría. Se le había olvidado esa peculiaridad de la cuenca, que la temperatura pudiera descender tanto por las noches, aun durante la estación seca. En Keli las noches eran cálidas, incluso después de la puesta de sol. La humedad lo saturaba todo. A veces se quedaba tendido en la cama y pensaba que, si apretara los puños con fuerza, sería capaz de exprimir el aire y empaparse los brazos con regueros de agua caliente. Se rascó de nuevo, extrañando la tersura de una piel acariciada siempre por la fluida tibieza. Parecía que el aire de la cuenca fuera un enemigo, tan hostil como se había mostrado su abuelo el día anterior.

Raphel comenzó a ponerse los hábitos, cubriendo los caracteres de sus marcas de logros, afilados como cuchillos. Se trataba de un idioma muy antiguo, más básico que el jai, más directo en sus instintos, menos diplomático, una lengua impaciente para un pueblo temperamental e impulsivo. Empezó a abrochar los corsés de su atuendo, ocultando rápidamente los puntales de aprendizaje que recubrían su cuerpo: los cien libros, los rituales de la llegada y la despedida, los principios científicos, los rituales de purificación, las esencias del cuerpo, la bio-lógica, los rituales del cuarén, los conocimientos químicos, la observación de las plantas y los animales, la mática, la mática física, los principios de la construcción, los estudios de la Tierra; tecnología fundamental: el papel, la tinta, el acero, el plástico, la plaga, la cadena de producción, los proyectiles, el fertilizante, el jabón… diez mil estrofas melódicas entrelazadas y vinculadas a rimas simbólicas que potenciaban su estabilidad. Saberes encerrados en versos que databan de una época en la que los libros eran caros de elaborar y aún más de proteger, una época en la que los pasho deambulaban como semillas de diente de león de una aldea remota a otra, levantando las palmas de las manos a modo de saludo para mostrar el Ojo Abierto e implorar libertad de movimientos, dispensando el germen de sus conocimientos hasta el límite de las mentes que los transportaban con la esperanza de arraigar y fundar escuelas desde la que enviar nuevos pasho a confines inexplorados.

—¿Raphel?

La voz de su madre interrumpió sus cavilaciones. Raphel se apresuró a terminar de vestirse y apartó la cortina.

A su madre se le escapó un gritito.

—¡Raphel! ¡La bufanda! —Retrocedió trastabillando, desesperada por respetar el cuarén.

Raphel regresó a su habitación. Encontró la bufanda electrostática y se envolvió el rostro con ella. Cuando volvió a salir, vio a su madre en el extremo más alejado de la sala común. La mujer señaló una taza de té ahumado colocada a tres metros de la chimenea. La distancia segura. Raphel rodeó la chimenea y se acuclilló con el té, junto al que lo aguardaba un tazón de gachas de judías endulzadas. Los rescoldos del fuego flotaban ya en un cubo de agua gris, negros y fríos.

—¿Cuánto llevas despierta?

—Horas. Has dormido mucho. Debías de estar agotado.

Raphel probó el refrescante té ahumado.

—La habitación es muy oscura. Estoy acostumbrado a que me despierte el sol.

Su madre empezó a barrer el suelo de tierra prensada con una escoba de paja, con cuidado de no acercarse demasiado. Raphel observó sus movimientos. Nueve días más de aislamiento ritual.

Cuando su abuelo incendió Keli, él y su ejército habían acampado en las afueras del poblado para guardar el cuarén. Entonaron cantos de sangre y fuego que salvaban la distancia que los separaba, pero no entraron en la aldea antes de que terminara el cuarén. Los jai respetaban las tradiciones. Era absurdo pensar que el anciano lo recibiría con los brazos abiertos.

Su madre terminó de barrer el polvo del suelo y se giró. Chasqueó la lengua, dubitativa. Al cabo, dijo:

—Me gustaría que conocieras a una chica. Es de muy buena familia.

Raphel sonrió y tomó un sorbo de té.

—¿Ya me estás buscando partido?

—La muchacha está visitando a Bia’ Hardez, su tía. Es una jai decente.

—¿Qué más da? Falta más de una semana para que complete el cuarén.

—Mala volverá a la Caldera de Piedra para reunirse con su familia. Si quisieras verla entonces tendrías que desplazarte hasta allí y volver a pasar el cuarén, esta vez en una aldea extraña. Mala está de acuerdo. Os veréis en la calle, separados por la luz del sol.

Raphel reprimió una sonrisa burlona.

—¿Vas a darle la espalda a las viejas costumbres?

—Reunirse a pleno sol no tiene nada de malo. No le das miedo. Has llegado aquí desde Keli. Si no has muerto aún, nunca lo harás.

—El abuelo no lo aprobaría.

—Ningún escorpión pica a menos que uno lo pise.

—Y pensar que siempre fuiste una señora jai modélica.

Su madre chasqueó la lengua.

—Mi garfio sigue siendo igual de afilado. —Inclinó la cabeza en dirección a los posos de té—. Tira la taza y asegúrate de que se rompa bajo los rayos del sol. Ahora nadie podrá usarla otra vez.

Ni las piedras sirven como almohada, ni los keli como amigos.

Proverbio jai. Registrado en la EM 1404

por el pasho Eduard

(Documento recuperado,

Circuito de la Cuenca Seca, XI 333)

Tras cinco días de cuarén, Raphel y su partido en potencia se reunieron al filo del poblado, separados por dos metros de luz estéril. Los negros tirabuzones del cabello de Mala resplandecían al sol, y las rayas de pigmento negro que tanto gustaban a las muchachas de Keli dotaban de profundidad a sus ojos. Su falda y su blusa lucían las clásicas líneas jai, rombos rojos y negros entretejidos, veteados de hilos de oro. Sus brazos, desprovistos de pulseras, eran una invitación a desposarla y vestirla de azul.

A la vista, pero lejos del alcance del oído, la madre de Raphel y Bia’ Hardez esperaban sentadas en la llanura amarilla, un par de ondeantes matronas azules. Sus pulseras doradas relucían intensamente al sol. A lo lejos, la antigua ciudad se erguía en silencio, un esqueleto ennegrecido contra el firmamento. Raphel recordaba sus exploraciones del entramado de ruinas, donde anidaban los halcones y los coyotes trotaban arrogantes por calles dos veces más amplias que las mayores avenidas de Keli. Recordaba los casquillos que había recogido en la ciudad mutilada, trofeos de las encarnizadas e interminables guerras que habían arrasado el lugar.

El viento soplaba en ráfagas. Las carabinas se arrebujaron en sus faldas azules. Mala se quitó la bufanda electrostática. Raphel comprobó que era de Keli. El reflector solar provenía sin lugar a dudas del otro lado de las montañas, aunque el diseño de su estampado fuera jai. Apartó de sí esos pensamientos y estudió los tersos contornos de la piel tostada de la muchacha. Era como un ave, de rostro grácil y esbelto. Tenía los pómulos pronunciados, pero era hermosa. Ante la pregunta muda de su mirada, Raphel se quitó la bufanda. Se quedaron observándose mutuamente.

Ella fue la primera en hablar.

—Eres mucho más apuesto que en las fotos. Incluso con todos esos tatuajes.

—¿Te esperabas algo peor?

Mala se rió. Se apartó de la cara el cabello alborotado por el viento, revelando así la curva engarfiada de su garganta y su mentón.

—Pensaba que serías mayor. Eres muy joven para tratarse de un pasho. Creía que mi tía exageraba.

Raphel miró de reojo por encima del hombro a la pareja de mujeres vestidas con el azul de las casadas, que cuchicheaban atentas al menor indicio de compatibilidad.

—No. Bia’ Hardez es franca en estos asuntos. Emparejó a mi primo.

—Nunca había visto un pasho tan joven.

—Mis maestros eran muy abnegados.

—¿Cuánto tiempo pasaste en Keli?

—Diez años.

Mala sacudió la cabeza.

—Yo no hubiera durado ni una semana. Toda esa agua. Mi abuelo me contó que allí llueve durante meses seguidos.

—Es muy bonito. Al tocar los lagos, la lluvia forma anillos, miles y miles de ondas que los cubren por completo. Puedes acudir a los puentes de mármol y dejarte acariciar por las gotas de lluvia, tan delicadas como plumas.

La muchacha volvió la mirada hacia la antigua ciudad.

—Jamás podría vivir con tanta lluvia. —Sus ojos se mantuvieron fijos en las ruinas ennegrecidas—. Dicen que los keli se saludan estrechando la mano. Que lo hacen incluso con los desconocidos. Y que comen pescado.

Raphel asintió.

—Es cierto. Lo he visto.

Mala envolvió los brazos a su alrededor y se estremeció.

—Qué asco. Bia’ Hardez me ha contado que tu abuelo preferiría verte muerto antes que consentir tu regreso.

Raphel se encogió de hombros.

—Es muy tradicional. No le gusta que haya ido a Keli.

—Muchas familias se alegrarían de acoger a un pasho en su seno.

—Habrás oído hablar de mi abuelo.

—Sí, claro. Uno de los míos pereció en Keli durante su cruzada. Cuando incendiaron la ciudad.

Raphel pensó en las muescas de la estatua de Milliner y se preguntó si el abuelo de Mala habría sido uno de los garfios que intentó derribarla. O si habría recorrido las bibliotecas de los pasho como un huracán, quemándolo todo y colocando las cabezas de los pasho decapitados junto a los bustos de Platón y Einstein. Apartó de sí esos pensamientos.

—¿Entonan canciones por él en la Caldera de Piedra?

—Por supuesto. Es bien recordado.

—Me alegro.

Mala se giró de nuevo hacia él, calculadores sus ojos perfilados de negro.

—Mi tía opina que un pasho sería un buen partido para mí. —Se interrumpió y se apartó el pelo del rostro. Volvió a contemplar las ruinas de la ciudad, a lo lejos, antes de mirarlo a él otra vez. Se encogió ligeramente de hombros.

Al cabo, Raphel dijo:

—Pero tú no opinas lo mismo.

—Una mujer debería desposarse con alguien de su tierra natal.

—La Cuenca todavía es mi hogar.

—Pero tu abuelo te repudia. Mi familia es muy tradicional.

—Tu tía no ve ningún problema.

—Ella no vive en la Caldera de Piedra. Debo responder ante mi familia. —Sacudió la cabeza estudiándolo—. Hay algo en ti que no encaja. Algo que no es jai.

Raphel frunció el ceño.

—¿Y de qué crees que se trata?

Mala ladeó la cabeza, examinándolo.

—No sabría decirlo. Quizá Keli haya dejado su huella en tu interior. Quizá alguna rosa acuática haya capturado tu corazón, alguna muchacha de trenzas negras y caderas ceñidas por un cinturón dorado. Tengo entendido que esas muchachas keli son blandas. No como las jai. No como las chicas del desierto. Nosotras somos rapaces. Ellas, delicados gorriones. —Se rió—. No. No creo que seas el hombre indicado para mí. Soy una muchacha tradicional.

Raphel se rió a su vez.

—¿Crees que eres tradicional? Llevas puesta una bufanda keli, te pintas los ojos como las muchachas de Keli, ¿y aun así te consideras jai?

Mala se encogió de hombros.

—No esperaba que lo entendieras.

—Soy jai. Mi garfio conserva su filo.

—Si tú lo dices. —Mala sacudió la cabeza—. Vuelve a Keli, Raphel. Busca una blanda muchacha acuática que te ame a pesar de las asperezas del desierto que aún queden en ti. Tu abuelo tiene razón. Éste no es tu hogar. —Se cubrió el rostro con la bufanda.

Raphel la vio alejarse de él, moldeadas sus faldas sobre sus caderas acariciadas por el viento. Por un momento se imaginó que la seguía, pero se obligó a permanecer en su sitio. Perseguirla solo le reportaría más humillación. Giró sobre los talones y se marchó antes de que las vigilantes carabinas pudieran darse cuenta de que había sido rechazado.

La senda del pasho no se limita a la simple lectura. El conocimiento entraña sus riesgos. Esto es algo que sabemos desde la Primera Edad, cuando la gente estudiaba cada vez más y más deprisa, como hormiguitas. Lo sabemos porque ha perdurado muy poco de todo lo que construyeron. El conocimiento es un arma de doble filo. Cada ventaja conlleva un inconveniente. Cada bondad, un mal. Los descuidos y las soluciones complacientes conducen al caos.

A ningún pasho le corresponde sin más el saber acumulado, sino que debe ganárselo. Nuestras bibliotecas están cerradas con llave y los conceptos de su interior se dividen en niveles de logro. No guardamos estos saberes con tanto celo porque estemos ávidos de poder, como a menudo nos acusan desde el exterior. Los guardamos porque los tememos.

El proceso de transformación en pasho no es un proceso de estudio, sino de sabiduría. Milliner sabía que los conocimientos debían distribuirse de nuevo, pero esta vez sin la destrucción que antes los acompañaba. El saber y la tecnología no son herramientas que puedan proporcionarse al primero que las solicite. Esa senda solo conduce al desastre. Lo vimos en la Primera Edad. Avanzamos demasiado rápido y fuimos castigados por ello. Esta vez avanzaremos más despacio, como tortugas, y rogaremos para que no se produzca una Segunda Purga.

PASHO CHO GAN, EM 580

(La sabiduría de los pasho, vol. XX)

—Ayer acudí a una cita de emparejamiento.

El Viejo Gawar estaba sentado ante la puerta de su haci, rodeado de guindillas rojas puestas a secar. Raphel tosió al aspirar el aire saturado con el aroma de las especias. El anciano esbozó una sonrisa torcida mientras cogía un puñado de guindillas de pilas distintas y las giraba con gesto especulador entre los dedos sarmentosos, antes de meterlas en el mortero y molerlas hasta obtener un polvo rojo que vertió en una urna de arcilla.

—Así que mi nieto viene a verme de nuevo, ¿eh?

—¿Qué le has contado a Bia’ Hardez?

El anciano se rió.

—Mala te ha rechazado, ¿verdad? —Estudió la expresión de enfado de Raphel en busca de una respuesta antes de continuar moliendo las guindillas, sacudiendo la cabeza y sonriendo—. Incluso la descerebrada de tu madre tendría que haber sabido que no debía presentarte a esa muchacha.

—Envenenaste mi nombre para ella.

Su abuelo se rió y redujo a polvo otro puñado de guindillas.

—Eso nunca. —Sus vigorosos movimientos levantaron penachos de polvo rojo mientras hablaba—. Pero no me sorprende. Su abuelo combatió conmigo. Murió como un león del desierto. Cruzamos juntos los puentes de Keli. Asaltamos sus torres. Mala es demasiado orgullosa para aceptar un comedor de pescado por marido. No sé en qué estaba pensando tu madre. Soy valiente, pero jamás enviaría mis garfios a una batalla perdida de antemano. —Vertió más guindillas molidas en la urna—. Deberías visitar a la familia Renali. Tienen una hija.

—¿Los que venden vino de arroz de Keli? —Raphel frunció el ceño—. Me subestimas.

El anciano se carcajeó.

—¿Sí? ¿Mi nieto es jai, después de todo?

—Nunca he sido otra cosa.

—¿Incendiarías Keli?

—No estamos en guerra.

—La guerra nunca termina. Sus mercancías y sus gentes están cada vez más cerca de nosotros. Incluso las muchachas decentes como Mala utilizan bufandas de Keli. ¿Cuánto tardaremos en ser igual que los kai, otra tribu que se comporta, se viste y habla igual que los keli? Las guerras como esta no se acaban nunca. Si quieres demostrar que eres jai, me ayudarás a luchar de nuevo, a poner a Keli en su sitio.

Raphel se rió.

—¿Qué guerra podrías librar tú?

La mirada del Viejo Gawar saltó a Raphel brevemente, antes de volver a clavarse en el mortero. Una sonrisa aleteó en las comisuras de sus labios.

—Mi cuchillo curvo todavía tiene filo. Los poblados de la cuenca aún escuchan mis consejos. Son muchos los que estarían dispuestos a luchar contra Keli. Si eres jai, nos ayudarás.

Raphel sacudió la cabeza.

—Los pasho no fomentan la guerra. Si quieres conseguir más agua para la aldea, te puedo ayudar. Si quieres alimentar mejor a nuestros niños, también eso estaría en mi mano. Pero me pides algo que no puedo darte.

—¿No puedes? ¿O no quieres? —El anciano estudió a Raphel y sonrió, dejando al descubierto sus desgastados dientes amarillos—. El omnisciente y omnipotente saber de los pasho. —Escupió—. Una mano abierta con un ojo, la otra a la espalda con una soga. Fíjate en los sucios kai, sojuzgados ahora por Keli. Ellos aceptaron vuestros conocimientos.

—Antes de nuestra llegada eran analfabetos, carecían de higiene. Se morían de hambre. Ahora están sanos y viven con comodidad.

—Y son indistinguibles de los keli. Los pasho llegaron, les enseñaron a leer y ya no son kai. —Volvió a escupir.

Raphel inclinó la cabeza.

—Dices que mis conocimientos pertenecen a los keli, y sin embargo solo tendrás razón si abandonamos esos conocimientos en sus manos. Si los empleamos por el bien de los jai, serán jai. El saber no entiende de amos. Desprecias las bufandas electrostáticas de los keli, pero te niegas a aprovechar mis conocimientos.

—Los jai no trabajan en fábricas. No somos comerciantes. Sembramos durante la estación de lluvias. Luchamos durante la estación seca. Eso es ser jai.

—Entonces Jai se convertirá en un recuerdo, y Keli prosperará.

El anciano se rió.

—No, Keli arderá, y nosotros escribiremos su epitafio en el fango de ese lugar purulento. Ya he desplegado garfios por todos los rincones de la cuenca. Responderán a mi llamada a miles. No pongas esa cara de sorpresa. Keli intenta abarcar demasiado. Sus norias rodantes, sus bufandas, su licor y sus emisoras de radio lo invaden todo. Si en verdad eres jai, nos ayudarás a arrasar Keli de una vez por todas.

—Los pasho somos neutrales. No fomentamos la guerra.

El anciano agitó una mano en dirección a Raphel, irritado. El residuo de las guindillas molidas la teñía de rojo.

—¿De veras piensas que no fomentáis la guerra? ¿Tan solo porque la sangre no corre por nuestros callejones? ¿Bufandas electrostáticas y cosméticos de Keli un día, auriculares al otro? Los regalos que los pasho le hacéis a Keli nos están matando poco a poco. ¿Cómo terminará esto? ¿Con los jai comiendo pescado? Estamos en guerra, no lo dudes, afirméis lo que afirméis los pasho y vuestros protegidos. —Sus ojos negros se endurecieron mientras miraba a Raphel—. Si eres jai, usarás los conocimientos que llevas grabados en la piel para ayudar a los jai, y lucharás a nuestro lado.

Raphel frunció el ceño.

—¿Qué conocimientos son esos que tanto ambicionas, abuelo? ¿La forma de llenar de radiación los lagos y los peces de Keli, algo que haga enfermar a sus mujeres y esterilice a sus hombres? ¿Un virus que responda a su climatología? ¿Algo que deje sus puentes acuáticos sembrados de cadáveres y nada salvo viento en los mil lagos? —Raphel agitó una mano hacia el límite del poblado—. ¿Qué nos dice la antigua ciudad, si buscamos un poder tan destructivo? Incluso ahora debo sentarme a cinco pasos de ti, gracias a los errores del pasado.

—No me sermonees, mocoso. Aprendí las primeras mil estrofas sin ayuda de nadie.

—Antes de intentar destruir todo cuanto habían construido los pasho. Como un niño frustrado que rompe la arcilla porque no se moldeaba a su antojo.

—¡No! ¡Fui yo el que no se dejó moldear! Su plan maestro conduce a la muerte de los jai. Dentro de mil años, ¿habrá algo que nos distinga de los keli? ¿Lucirán nuestras mujeres cinturones de plata, y las suyas tal vez pulseras de oro en las muñecas? Y entonces ¿qué? ¿Qué será de los jai?

Raphel sacudió la cabeza.

—No puedo darte lo que me pides. Con esos conocimientos, un puñado de hombres podría barrer lo que queda de nosotros de la faz del planeta. Los pasho controlamos el saber ahora. Nuestros antepasados avanzaban rápido, demasiado rápido, impacientes como hormigas. Nosotros ahora avanzamos despacio, con cautela. Sabemos que el conocimiento no es más que un océano temible que debemos surcar, con la esperanza de encontrar la sabiduría al otro lado. No es ningún juguete que podamos someter a nuestros caprichos.

El Viejo Gawar hizo una mueca.

—Elegantes palabras.

—Retórica. Un pasho debe saber expresarse si no quiere perecer en tierras lejanas.

—Habláis bien para encubrir vuestras turbias acciones. Permitís que la fiebre amarilla se lleve a los niños, y que los hombres se desangren a causa de sus heridas de guerra. Solo podemos intuir el conocimiento que ya poseéis. Sabemos que tenéis las llaves de mil cerraduras, y que las repartís frugalmente, según el plan de los pasho. —El anciano cogió una guindilla y la soltó dentro del mortero. Tomó otra y la dejó caer junto a su hermana—. Muy frugalmente.

Miró a Raphel.

—No quiero los conocimientos que los pasho consideran apropiados. Quiero que los jai sobrevivan. Cuando los keli caigan en el olvido y los kai sean recordados como esclavos, quiero que los jai escriban la historia. Los jai beben mez. No nos ponemos ni oro ni plata. Escribimos epitafios de polvo para nuestros enemigos exterminados y vemos cómo los barre el polvo del desierto. Eso es lo que significa ser jai. Los pasho pretenden acabar con todo esto y convertirnos en una raza de lacayos desdentados. No lo consentiré. Hazme caso, nieto, Keli arderá. Y lo mejor de todo es que arderá porque los keli no consiguieron extraer el conocimiento necesario para la guerra de vuestros egoístas puños tatuados. —El anciano sonrió sin despegar los labios—. Sin que sirva de precedente, debo daros gracias a los pasho por vuestra neutralidad. Me viene de perlas. Vuelve a Keli, nieto. Diles que Gawar Ka’ Korum se acerca de nuevo.

Un pasho siempre debe mostrarse respetuoso con su circuito. Es natural que la gente se resista a la presencia y las ideas de un forastero. En todos los casos, la paciencia y la sutileza serán las mejores herramientas del pasho. Nuestra labor se extiende ya desde hace generaciones, y habrán de transcurrir muchas más antes de completarse. No tenemos prisa. La precipitación fue la ruina de nuestros antepasados. Intuimos, avanzamos despacio, esperamos. Si no somos bien recibidos en un lugar nuevo, deberemos proseguir nuestro camino y aguardar su invitación. Si nos sale al paso algún reto, deberemos soslayarlo. El conocimiento y la influencia son frágiles. La neutralidad, la integridad y la humanidad que cimentan nuestra reputación sustituyen al acero y las trampas sónicas. Los hombres hacen la guerra. Los pasho, jamás.

PASHO NALINA DESAI, EM 955

(Lección 121: Sobre la etiqueta de viaje en los circuitos)

Las lluvias llegaron al noveno día del regreso de Raphel. El horizonte se cubrió de gruesos nubarrones plomizos que se acumularon hasta ocultar el firmamento hacia el sur. Cruzaron la cuenca con los vientres rebosantes de agua. Lentamente se abrieron, y el aire se tiñó con la pintura gris del agua al caer. Las planicies amarillas se oscurecieron cuando el sol desapareció tras las nubes vertiginosas. Las gruesas gotas de agua levantaban penachos de polvo. Minutos después, ese mismo polvo se convirtió en barro mientras el agua se precipitaba en tromba del cielo. Al décimo día del cuarén de Raphel, una fina pátina de hierba brillante, prácticamente fosforescente en su esplendor de recién nacida, tupía los ocres aledaños del poblado mientras se perpetuaba el diluvio.

En el haci familiar, la madre de Raphel preparaba un banquete de celebración doblemente festivo por la llegada del agua. Alrededor de la chimenea proliferaban las fuentes de cordero con especias, yogur frío y espesa sopa de judías rojas. La mujer veía llover con una sonrisa, removía las cazuelas sobre el fuego y no protestaba porque la leña recogida en las colinas lejanas se hubiera humedecido con la inesperada tromba de agua. Extendía la mano a menudo para tocar a Raphel, un gesto prácticamente supersticioso que repetía una y otra vez, cerciorándose de que su hijo volvía a estar de veras en casa.

Por la tarde, le encargó que buscara a su abuelo. Lo mandó con un paraguas que había comprado a un mercader keli, un chisme grande y negro. Cuando Raphel protestó, alegando que no le importaba la lluvia, chasqueó la lengua y lo sacó del haci a empujones, diciendo que si alguien sabía hacer un paraguas eran los keli, y que utilizarlo no suponía ninguna deshonra.

Raphel cruzó el poblado esquivando los callejones inundados y las cortinas de agua que caían de los tejados de los haci. Los relámpagos restallaban sobre su cabeza. Los truenos retumbaban a lo lejos. Una muchacha vestida de rojo y negro corría por la callejuela hacia él, sonriendo al ver su cara descubierta, despojada ya de la máscara electrostática. El paraguas protegía a Raphel de la mayor parte del diluvio, pero la chica estaba empapada y saltaba a la vista que no le importaba. Raphel se giró para observar mientras ella saltaba con premeditación en los charcos y los regueros amarillos, salpicando barro y agua en todas direcciones, riéndose de la humedad.

El patio de su abuelo estaba desierto, llevadas adentro las guindillas rojas. Raphel se quedó fuera, chorreando.

—¿Abuelo?

—¿Todavía estás aquí? —La voz ronca sonó sorprendida.

Raphel apartó la cortina y entró en el haci. Sacudió consideradamente el paraguas al otro lado del portal y lo dejó apoyado en el exterior. Su abuelo estaba sentado junto a la chimenea, trabajando en otro cuchillo curvo. Varios de ellos yacían en torno a sus pies, relucientes de aceite y afilados.

—Bia’ quiere invitarte a cenar.

El anciano soltó un bufido.

—Se niega a vivir en mi haci pero me invita a cenar. —Levantó la cabeza y estudió el rostro descubierto de Raphel—. ¿Ya has completado el cuarén?

—Hoy mismo.

—Llegas y la tierra reverdece. Sospechoso. Y no te has ido a Keli.

Raphel suspiró. Se sentó en el suelo de tierra prensada, a los pies de su abuelo.

—Soy jai, abuelo. Pienses lo que pienses, este es mi hogar. He venido para quedarme.

—Me alegra verte la cara, supongo. A pesar de los tatuajes.

Raphel escurrió el dobladillo empapado de su hábito. Estaba salpicado de barro. El agua se derramó entre sus dedos.

—Por fin me siento como en casa. —Miró a la calle, a la cortina de agua plomiza que caía del tejado del haci—. Es asombroso que antes aborreciera el sonido de la lluvia. En Keli llovía todo el tiempo y a nadie le importaba. O lo odiaban. Para mí, es el sonido más bonito que existe.

—Hablas como un jai. Si empuñaras tu garfio, casi creería que encajas aquí.

Raphel sacudió la cabeza y sonrió.

—Los pasho son neutrales, abuelo.

El anciano soltó una carcajada burlona. Agarró la botella de mez.

—Entonces bebe conmigo, pasho.

Raphel se levantó.

—Esta vez te lo serviré yo a ti. Como debería haber hecho el día en que llegué.

—¿Y quebrantar el cuarén? De ninguna manera.

Raphel tomó la botella de manos de su abuelo y posó las copas de arcilla en el suelo.

—Tienes razón. Deberíamos respetar las antiguas costumbres. Es lo que nos distingue de los keli. Somos fieles a nuestra historia. —Las largas mangas de sus hábitos de pasho envolvieron las tazas gemelas cuando empezó a servir.

—No lo derrames —lo regañó su abuelo.

Raphel sonrió. Apartó las mangas de en medio.

—Todavía no me he acostumbrado a los hábitos. —Terminó de verter el brillante licor cristalino en las tazas y le ofreció una a su abuelo tras cerrar la botella con cuidado.

Elevaron las tazas al cielo, derramaron unas gotas en honor de sus ancestros y bebieron a la vez. Instantes después, la taza de Gawar cayó de su mano insensibilizada. Se hizo añicos. Los fragmentos de arcilla rodaron por la tierra prensada. Las mandíbulas del anciano se bloquearon. El aire silbó entre sus dientes apretados mientras pugnaba por respirar.

—¿Mez? —consiguió susurrar a duras penas.

Raphel inclinó la cabeza en actitud compungida y juntó las palmas de las manos en señal de despedida.

—Sin destilar. Una muerte perfectamente común entre los jai. Tenías razón, abuelo. La guerra nunca se acaba. Tú se lo enseñaste a los pasho. No lo han olvidado. Todavía pueblas sus pesadillas.

Su abuelo hizo una mueca y escupió un puñado de palabras entre los dientes apretados.

—¿Los pasho se han aliado con Keli?

Raphel se encogió de hombros, contrito.

—Debemos proteger el conocimiento. Abuelo… —Se interrumpió cuando el Viejo Gawar sufrió un espasmo. Un reguero de saliva escapó entre sus labios. Raphel se inclinó hacia él y usó la manga de su hábito blanco para enjugar las babas del anciano convulso—. Lo siento, abuelo. Los keli son demasiado blandos como para sobrevivir a la cruzada de los jai. Los masacraríais como a cabras y reduciríais todo el trabajo de los pasho a cenizas: las bibliotecas de Keli, sus hospitales, sus fábricas. Los pasho no podemos permitirnos el lujo de librar una guerra abierta. El mez nos parecía una alternativa más deseable.

Su abuelo lo observaba con los ojos desorbitados, sin habla. Gruñó, intentando formar alguna palabra. Raphel sostuvo la mano del anciano cuando le sobrevino otro espasmo. El anciano pugnaba por decir algo. Raphel se agachó para escuchar sus susurros.

—Nos has traicionado a todos.

Raphel sacudió la cabeza.

—No, abuelo, solo a ti. El saber es patrimonio tanto de los jai como de los keli. Tu despiadada cruzada solo les habría legado cenizas a nuestros hijos. Ahora, en vez de a luchar, enseñaré a nuestro pueblo a excavar vías de agua y a sembrar cultivos capaces de capear los días más abrasadores de la estación seca, y prosperaremos. No temas, abuelo, sigo siendo jai, con independencia de lo que te parezcan mis tatuajes de pasho. Tu garfio se ha embotado, pero el mío conserva su filo.

El cuerpo del Viejo Gawar se crispó. Su cabeza se ladeó sin fuerza. Raphel enjugó la espuma delatora de los labios de su abuelo, el último residuo de su tránsito. Fuera, la lluvia caía incesante, suavizando el aire y empapando el suelo sediento con las fértiles aguas de la estación húmeda.