—No tengo ni mami ni papi, soy un pobre desgraciado. ¿Dinero? ¿Me das dinero? —El granujilla ejecutó una voltereta con salto mortal en plena calle, envolviendo su desnudez en un remolino de polvo amarillo.
Lalji se paró a mirar fijamente al mugriento chiquillo rubio que había ido a aterrizar a sus pies. La atención pareció alentar al golfillo, que dio otra voltereta en el aire. En cuclillas, dedicó a Lalji una sonrisa ávida y calculadora, con el rostro surcado de regueros de sudor mezclado con barro.
—¿Dinero? ¿Me das dinero?
A su alrededor, el silencio reinaba casi por completo en la ciudad adormilada por el calor vespertino. Un puñado de campesinos ataviados con petos conducía sus mulís a los cultivos. Los edificios, improvisados a partir de fragmentos de WeatherAll, se apoyaban unos en otros como borrachos, descoloridos por la lluvia y astillados por el sol, pero, como implicaba la marca registrada del material con el que estaban fabricados, resistían contra viento y marea. Al final de la estrecha calzada comenzaba la exuberante extensión de HiGro y SoyPRO, un susurrante manto ondulado que se perdía de vista bajo el techo celeste del horizonte. La aldea era prácticamente idéntica a todas las demás que Lalji había visto en su viaje río arriba, un simple enclave agricultor más que cumplía con sus obligaciones derivadas del uso de la propiedad intelectual ajena y exportaba calorías corriente abajo, a Nueva Orleans.
El muchacho se acercó gateando, sonriendo conciliador y asintiendo con la cabeza como una serpiente en actitud intimidatoria.
—¿Dinero? ¿Dinero?
Lalji metió las manos en los bolsillos por si acaso el pequeño pordiosero tenía amigos y concentró toda su atención en el chico.
—¿Y por qué tendría que darte a ti nada?
El niño se lo quedó mirando fijamente, desconcertado. Abrió la boca y volvió a cerrarla sin emitir ningún sonido. Al cabo, retomó aquella parte de su retahíla con la que estaba más familiarizado.
—¿Ni mami ni papi? —Pero su tono ahora era dubitativo y carecía de convicción.
Lalji compuso un rictus de desagrado y amagó un puntapié dirigido al chiquillo, que se precipitó a un lado y se cayó de espaldas en su afán por esquivar la patada, lo que proporcionó una efímera satisfacción a Lalji. Por lo menos el mocoso tenía reflejos. Dio media vuelta y prosiguió su camino. A su espalda resonó el desgarrador lamento del granujilla:
—¡Niii maaami niii paaapi!
Lalji sacudió la cabeza, irritado. Aunque el niño imploraba que le diera una limosna, no estaba siguiéndolo. Así que no era un mendigo de verdad, después de todo. Tan solo un oportunista, seguramente la creación accidental de algún forastero dadivoso que había visitado la aldea y no había dudado en sacar la cartera delante de cuantos pordioseros rubios menores de edad le salieron al paso. A los científicos y los terratenientes de AgriGen y Midwest Grower les gustaba hacer ostentación de su generosidad con los campesinos del núcleo de su imperio.
Entre dos chabolas escoradas, Lalji atisbó otra estampa de las frondosas olas de HiGro y SoyPRO. El espectacular despliegue de calorías suscitaba estimulantes fantasías de barcazas llenas a rebosar cruzando las compuertas de San Luis o Nueva Orleans y depositando su carga en las expectantes trompas de los megodontes. Era imposible, pero el espectáculo de aquellos campos esmeraldas garantizaba que ningún chiquillo pudiera mendigar de forma convincente aquí. No rodeado de SoyPRO. Lalji sacudió la cabeza de nuevo, irritado, y se adentró en un callejón que discurría entre dos casas.
El tufo acre de los aceites de WeatherAll excretados congestionaba el umbrío pasaje. Una pareja de cheshires confiados en lo poco transitado de su cobijo se desbandaron y parpadearon delante de él, desmaterializándose a plena luz del sol. Justo detrás, un taller cinético se reclinaba en sus decrépitos vecinos, añadiendo los efluvios del estiércol y el sudor animal a la pestilencia del WeatherAll. Lalji empujó la plancha que hacía las veces de puerta y entró en la tienda.
Lánguidas saetas de luz dorada rasgaban la hedionda penumbra dulzona. Un par de pósters pintados a mano se adherían como pústulas a una de las paredes, raídos pero legibles aún. Uno de ellos rezaba: «Las calorías sin certificado no alimentan a nuestras familias. Solo aceptamos recibos reales y sellos de PI». Un campesino y su prole se erguían con la mirada vacía bajo las aleccionadoras palabras. El patrocinador era PurCal. El otro anuncio mostraba el emblemático collage de AgriGen, consistente en muelles percutores, verdes hileras de SoyPRO bañadas por el sol y niños risueños, todo ello aderezado con las palabras: «Proveemos de energía al mundo entero». Lalji estudió los carteles con expresión agria.
—¿Ya has vuelto? —El dueño apareció procedente de la sala de bobinado, limpiándose las manos en los pantalones y sacudiéndose el barro y las briznas de heno de las botas. Observó a Lalji—. Había poco acumulado en los muelles. He tenido que cebar más a los mulís para conseguirte los julios que querías.
Lalji se encogió de hombros. Este regateo en el último momento no lo pillaba por sorpresa. Era algo tan propio de Shriram que ni siquiera logró reunir el interés necesario para sentirse ofendido.
—¿Sí? ¿Cuánto?
El hombre miró a Lalji con los párpados entornados y agachó la cabeza, a la defensiva.
—Q-quinientos. —Ni siquiera fue capaz de pronunciar la cifra sin tartamudear, como si a él mismo le sorprendiera la magnitud de la codicia que pugnaba por escapar de su garganta.
Lalji frunció el ceño y se atusó el bigote. Era un escándalo. Ni siquiera había tenido que importar las calorías. La aldea rebosaba de energía. Y a pesar de lo que predicaran los carteles del hombre, era dudoso que las calorías que alimentaban su taller cinético fueran igual de virtuosas. No con aquellos tentadores campos verdes que se mecían a escasos metros del establecimiento. Shriram decía a menudo que emplear calorías con certificado era como tirar el dinero a un pozo de fermentación de metano.
Lalji volvió a atusarse el bigote mientras se preguntaba cuánto podía pagar por los julios sin hacerse notar en exceso. La aldea debía de estar acostumbrada a la visita de personas adineradas para que el técnico cinético fuera tan ambicioso. Fabricantes de calorías, lo más probable. No tendría nada de extraño. La ciudad se encontraba cerca del centro. Quizá incluso esta aldea estuviera implicada en el cultivo de las joyas de la corona de los monopolios energéticos de AgriGen. Aun así, no todo el mundo que pasara por aquí podía tener tanto dinero.
—Doscientos.
El técnico cinético exhibió una sonrisa de alivio cuajada de amarillentos dientes torcidos, visiblemente aliviado su sentimiento de culpa por la contraoferta de Lalji.
—Cuatro.
—Dos. Puedo atracar en el río y dejar que mis tensadores se encarguen del trabajo.
El hombre soltó un bufido.
—Tardarían semanas.
Lalji encogió los hombros.
—No me corre prisa. Vuelve a verter los julios en tus muelles. Lo haré yo mismo.
—Tengo bocas que alimentar. ¿Tres?
—Vives al lado de más calorías que algunas de las familias más acaudaladas de San Luis. Dos.
El hombre meneó la cabeza, contrariado, pero condujo a Lalji a la sala de bobinado, donde el olor a estiércol flotaba con más intensidad en el ambiente. En un rincón ensombrecido se erguían grandes tambores cinéticos, dos veces más altos que una persona. El barro y los excrementos chapaleaban alrededor de sus muelles percutores de precisión de gran capacidad. El sol se colaba por los resquicios del techo allí donde habían volado las tejas. Motas de estiércol flotaban arremolinándose lánguidamente en el aire.
Media docena de mulís hiperdesarrollados se encorvaban sobre sus cintas transportadoras, bombeando el aire despacio con sus huesudas cajas torácicas, veteados sus flancos de salobres regueros de sudor exprimido por el esfuerzo de accionar los muelles de la embarcación de Lalji. Resoplaron con las ventanas de la nariz dilatadas, enervados por el inesperado rastro de Lalji, y flexionaron las piernas regordetas bajo el cuerpo. Unos músculos como rocas rodaron bajo sus pellejos tirantes cuando se pusieron de pie. Observaron a Lalji con la mirada cargada de resentimiento y algo parecido a la inteligencia. Uno de ellos enseñó unos grandes dientes amarillos a juego con los de su dueño.
Lalji hizo una mueca de asco.
—Dales de comer.
—Ya lo he hecho.
—Se les marcan los huesos. Ponles más comida si quieres ver mi dinero.
El hombre arrugó el entrecejo.
—Qué más dará que no estén lustrosos mientras tensen los puñeteros muelles. —Pero echó dos puñados de SoyPRO en los baldes que hacían las veces de comederos.
Los mulís hundieron la cabeza en los cubos, babeando y gruñendo de ansiedad. En su afán, uno de ellos adelantó un pie en la cinta transportadora, enviando así energía a los agotados muelles de almacenaje del taller cinético antes de darse cuenta de que nadie requería sus servicios y podía comer sin ser molestado.
—Pero si ni siquiera están diseñados para engordar —refunfuñó el técnico.
Lalji sonrió ligeramente mientras contaba su fajo de billetes azules y entregaba el dinero al dueño del taller, que desinstaló los muelles percutores de las cintas transportadoras y los amontonó junto a los sufridos mulís. Lalji levantó uno de los muelles con un gruñido de esfuerzo. Su masa era la misma que tenía cuando lo trajo al taller de tensado, pero ahora era como si vibrara con la energía condensada por los mulís.
—¿Quieres que te eche una mano con eso? —El tipo no se movió. Su mirada se posó por un instante en los comederos de los mulís, sopesando aún la posibilidad de interrumpir su festín.
Lalji tardó en contestar mientras observaba cómo los mulís apuraban hasta la última migaja de calorías.
—No. —Volvió a levantar el muelle, afianzando mejor su presa esta vez—. Mi ayudante vendrá a por los demás.
Mientras se dirigía a la puerta oyó cómo el hombre alejaba los baldes a rastras entre los resoplidos de protesta de los mulís. No por primera vez, Lalji se arrepintió de haber accedido a realizar este viaje.
Fue Shriram el que propuso la idea. Estaban sentados bajo el toldo del porche de Lalji en Nueva Orleans, escupiendo salivazos teñidos de areca a las cunetas del callejón y viendo caer la lluvia mientras jugaban al ajedrez. Al fondo del pasaje, los rickshaws y las bicicletas circulaban envueltos en el gris de la media mañana, emitiendo destellos verdes, rojos y azules al cruzar la boca del callejón bajo ponchos de polímero de maíz abrillantados por el agua.
La partida de ajedrez era una tradición que databa de varios años atrás, un ritual que había surgido cuando Lalji vivía en la ciudad y Shriram disponía de tiempo libre lejos de la modesta fábrica cinética donde tensaba muelles domésticos y navales. Su amistad era sincera, y también fructífera cuando Lalji tenía calorías sin certificado que debían desaparecer sin dejar rastro en las fauces de algún megodonte voraz.
A ninguno de los dos se les daba bien el ajedrez, por lo que sus partidas a menudo degeneraban en una serie de capturas que se sucedían a velocidad de vértigo; una cascada de destrucción que convertía el tablero previamente tan esmerado en un campo de batalla sin orden ni concierto, con ambos oponentes parpadeando sorprendidos, intentando calcular si había merecido la pena que el combate se saldara con aquella carnicería. Fue después de uno de estos devastadores tira y afloja cuando Shriram le preguntó a Lalji si no le importaría remontar el río. Más allá de los estados del sur.
Lalji sacudió la cabeza y lanzó un escupitajo bermellón a la desbordada cuneta.
—No. Allí arriba no hay beneficios que obtener. Hacen falta demasiados julios para llegar. Es mejor dejar que las calorías bajen flotando hasta mí. —Le extrañó descubrir que todavía conservaba la reina. La usó para capturar un peón.
—¿Y si se pudieran sufragar los costes energéticos?
Lalji se rió mientras esperaba a que Shriram realizara su movimiento.
—¿Quién iba a subvencionar algo así? ¿AgriGen? ¿Los tipos de PI? Solo sus barcos realizan recorridos tan largos. —Frunció el ceño al percatarse de que el único caballo que le quedaba a Shriram amenazaba ahora a su reina.
Shriram se quedó callado, sin tocar las fichas. Lalji levantó la mirada del tablero y se sorprendió al ver que Shriram se había puesto serio.
—Estaría dispuesto a pagar. Yo y otros. Hay un tipo que a algunos de nosotros nos gustaría que viniera al sur. Una persona muy especial.
—¿Y por qué no lo traéis en un bote de remos? Remontar el río es muy caro. ¿Cuántos gigajulios se necesitan? Tendría que cambiar los muelles del barco, ¿y qué dirían después las patrullas de PI? «¿Adónde vas, indio desconocido, con tu barquito cargado de muelles? ¿Muy lejos? ¿Con qué intención?». —Lalji sacudió la cabeza—. Que venga en ferry, o en alguna barcaza. ¿No saldría más barato? —Indicó el tablero con un ademán—. Te toca mover. Deberías comerte mi reina.
Shriram movió la cabeza de un lado a otro, contemplativo, pero no acercó la mano al tablero.
—Más barato, sí…
—¿Pero?
Shriram se encogió de hombros.
—Un barco rápido y discreto llamaría menos la atención.
—¿De quién estamos hablando?
Shriram miró en rededor, furtivo de repente. Las lámparas de metano ardían como hadas azules tras el cristal perlado de gotas de agua de las ventanas cerradas de los vecinos. De los tejados se desprendían cortinas de lluvia que chapoteaban en el callejón desierto. Un cheshire en celo se desgañitaba en alguna parte, amortiguados sus gritos por el estruendo del diluvio.
—¿Está Creo dentro?
Lalji enarcó las cejas, sorprendido.
—Se ha ido al gimnasio. ¿Por qué? ¿Qué más da?
Shriram encogió los hombros y esbozó una sonrisa azorada.
—Hay cosas que conviene que queden entre viejos amigos. Entre personas estrechamente unidas.
—Creo lleva años conmigo.
Con un gruñido evasivo, Shriram volvió a mirar a su alrededor y se inclinó hacia delante, bajando la voz y obligando a Lalji a agacharse a su vez.
—Hay un hombre al que a los monopolios calóricos les encantaría encontrar. —Se dio unos golpecitos en la cabeza calva—. Un hombre muy listo. Queremos echarle una mano.
Lalji contuvo la respiración.
—¿Un pirata genético?
Shriram rehuyó la mirada de Lalji.
—Algo así. Un fabricante de calorías.
Lalji puso cara de asco.
—Mejor me lo pones para no implicarme. Yo no me relaciono con asesinos.
—No, no. Claro que no. Pero aun así… una vez trajiste aquel letrero tan grande, ¿verdad? Untaste unas cuantas manos, todo muy discreto, entraste flotando en la ciudad y de repente Lakshmi te sonríe, tu fama de salteador de calorías se dispara, y ahora encima eres un anticuario respetado. Fue una jugada maestra.
Lalji se encogió de hombros.
—Tuve suerte. Conocía a la persona adecuada para cruzar las compuertas.
—¿Y? Hazlo otra vez.
—Si las empresas calóricas andan detrás de él, sería peligroso.
—Pero no imposible. Las compuertas no supondrían ningún problema. Mucho más sencillo que transportar cereales sin licencia. O incluso algo tan grande como un letrero. Esta vez sería una persona. Ningún perro lo olisquearía dos veces. Mételo dentro de algún barril. Sería pan comido. Y te pagaría. Todos los julios que necesites y más.
Lalji chupeteó la narcótica baya de areca, escupió un salivazo rojo, después otro, pensativo.
—¿Y qué cree un técnico cinético de segunda como tú que hará este fabricante de calorías? Los piratas genéticos trabajan para los peces gordos, y tú eres de los más pequeños.
Shriram sonrió cándidamente y encogió los hombros con expresión compungida.
—¿No crees que Ganesha Kinetic podría ser importante algún día? ¿La próxima AgriGen, tal vez? —Los dos se carcajearon ante lo absurdo de la idea, y Shriram cambió de tema.
Un guardia de PI y su perro bloquearon el camino de Lalji cuando este regresaba a su barco con el muelle percutor a cuestas. El pelaje de la fiera se encrespó ante la proximidad de Lalji mientras tiraba de la correa, esforzándose por tocarlo con el hocico tembloroso. El hombre de PI hubo de esforzarse por contener a la criatura.
—Tengo que dejar que te olfatee. —Su casco yacía en la hierba, descartado ya, pero aún sudaba oprimido por la recia tela de su uniforme ceniciento y el pesado entramado que componían las bandoleras y su pistola de resortes.
Lalji se quedó quieto. El perro profirió un gruñido gutural y avanzó unos centímetros. Le husmeó la ropa, enseñó los dientes con avidez y olfateó un poco más antes de que su pelaje negro adquiriera una iridiscente tonalidad azulada. Se relajó, meneó la cola rechoncha y se sentó. Una lengua sonrosada se descolgó entre las fauces risueñas. Lalji sonrió a su vez al animal, ceñudo, alegrándose de no llevar encima calorías de contrabando y no tener que hacer la pantomima de mostrarse obsequioso mientras el agente de PI le pedía los permisos del cargamento de cereales e intentaba verificar que hubiera pagado las regalías y las tasas de licencia correspondientes.
Aunque el guardia de PI se tranquilizó ante el cambio de color del animal, no dejó de escudriñar los rasgos de Lalji, esforzándose por reconocer en ellos alguna fotografía memorizada. Lalji esperó sin impacientarse, acostumbrado a los careos. Eran muchos los que intentaban lucrarse a costa de los honrados beneficios de AgriGen y otras empresas similares, pero que Lalji supiera, los defensores de la propiedad intelectual no tenían nada contra él. Era un mero tratante de antigüedades que comerciaba con los despojos del siglo pasado, no un salteador de calorías retratado en los álbumes de las grandes corporaciones.
Por fin, el guardia de PI le indicó que prosiguiera su camino. Lalji asintió educadamente con la cabeza y bajó las escaleras hasta el nivel inferior de la ribera, donde estaba amarrada su lancha. Pesadas barcazas con las bodegas repletas de cereales surcaban el río con parsimonia, lastradas por el exceso de carga.
Si bien el tráfico fluvial era denso, no tenía ni punto de comparación con los niveles que llegaba a alcanzar en época de cosecha, cuando el Mississippi se atestaba de calorías transportadas corriente abajo, procedentes de cientos de ciudades como ésta. Las barcazas congestionaban las arterias del sistema de canales desde los nacimientos del Missouri, el Illinois, el Ohio y sus miles de afluentes. Algunas de esas calorías no pasaban de San Luis, donde se convertían en pasto de los megodontes y se transformaban en julios, pero el resto, la inmensa mayoría, llegaba hasta Nueva Orleans, donde el preciado grano pasaría a engrosar los albaranes de los grandes veleros y dirigibles de las fábricas de calorías. Desde allí cruzarían el mundo por aire y por mar, a tiempo para la siguiente temporada de siembra, para que el mundo pudiera seguir teniendo algo que llevarse a la boca.
Lalji contempló las barcazas que se deslizaban despacio, bamboleándose, abotargadas de tesoros, levantó su muelle percutor y saltó a bordo de la lancha.
Creo estaba tumbado en la cubierta tal y como lo había dejado Lalji, ungido y reluciente al sol su cuerpo musculoso, un Áryuna rubio a la espera de la gloria de la batalla. Las trenzas enmarcaban su cabeza como un halo; los trozos de hueso que remataban sus puntas se esparcían sobre el suelo cálido como las tabas de un adivino. Sus párpados no temblaron siquiera ante la llegada de Lalji, que se interpuso entre el sol y Creo, eclipsando la sesión de bronceado. Lentamente el joven abrió los ojos azules.
—Arriba. —Lalji soltó el muelle encima de los abultados abdominales de Creo.
Éste dejó escapar un soplido y rodeó el mazacote con los brazos. Se sentó con agilidad y lo dejó en la cubierta.
—¿Y los demás muelles? ¿Tensados?
Lalji asintió con la cabeza. Creo cogió el muelle y bajó la estrecha escalera de la embarcación que conducía a la sala de máquinas. Cuando regresó, después de instalar el muelle en los engranajes del sistema de propulsión de la lancha, dijo:
—Tus muelles son una mierda, hasta el último de ellos. No sé por qué no trajiste unos más grandes. Tenemos que rebobinarlos, ¿qué?, ¿cada veinte horas? Podrías haber llegado hasta aquí del tirón con un par de los grandes.
Lalji frunció el ceño y ladeó la cabeza en dirección al guardia que continuaba observándolos desde lo alto de la ribera. Bajó la voz.
—¿Y qué dirían las autoridades del Medio Oeste cuando remontáramos la corriente? Sus agentes de PI nos abordarían para preguntarnos qué hacemos yendo tan lejos, y después querrían saber qué nos proponemos con unos muelles tan grandes. ¿De dónde habéis sacado tantos julios?, dirían, y tendríamos que explicarles qué nos ha traído tan lejos. —Sacudió la cabeza—. No, no. Es mejor así. Embarcaciones pequeñas, distancias cortas, ¿y quién se preocupa por Lalji y su estúpido grumete rubio? Nadie. No, es mejor así.
—Siempre fuiste un sucio tacaño.
Lalji miró a Creo de soslayo.
—Tienes suerte de no haberme conocido hace cuarenta años. Estarías remontando este río a golpe de remo, en vez de holgazanear al sol mientras los muelles percutores hacen todo el trabajo. Entonces sí que veríamos en acción todos tus musculitos.
—Si tuviera suerte de veras, habría nacido durante la Expansión y todavía usaríamos gasolina.
Lalji se disponía a replicar cuando una lancha de PI pasó junto a ellos como una exhalación, perforando una honda estela en el agua. Creo se abalanzó sobre su alijo de armas de resortes. Lalji saltó detrás de él y cerró de golpe la tapa del baúl.
—¡No nos buscan a nosotros!
Creo miró fijamente a Lalji, sin comprender por unos momentos, antes de relajarse. Se alejó de las armas almacenadas. La lancha de PI, con la mitad de su espacio de carga dedicado a los gigantescos muelles percutores de precisión y los julios almacenados que brotaban a chorro de sus moléculas, prosiguió su rumbo río arriba. La estela encrespada que dejaba a su paso zarandeó la pequeña embarcación de Lalji, que se aferró a la barandilla mientras la lancha de PI se reducía al tamaño de una mota y se perdía de vista entre las filas de barcazas fondeadas.
Creo arrugó el entrecejo.
—Podría haberme enfrentado a ellos.
Lalji respiró hondo.
—Podrías haber conseguido que nos mataran. —Miró de reojo a lo alto del terraplén para ver si el agente de PI se había percatado de su ataque de pánico, pero ni siquiera andaba por los alrededores. Para sus adentros, Lalji dio gracias a Ganesha.
—No me gusta que anden por todas partes —se lamentó Creo—. Parecen hormigas. En la última compuerta había catorce. Ahí arriba, otro. Ahora estas barcas.
—Estamos en el corazón del territorio de las calorías. Era de esperar.
—¿Ganarás mucho dinero con este viaje?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque antes nunca te arriesgabas de esta forma. —Creo estiró un brazo para abarcar la aldea, los cultivos, la franja de aguas fangosas que los envolvía y las enormes barcazas que la abarrotaban—. Nadie viene tan lejos río arriba.
—Ganaré el dinero suficiente para pagarte. Eso es lo único que debería preocuparte. Y ahora, ve a recoger los demás muelles. Cuando piensas demasiado, se te derrite el cerebro.
Creo meneó la cabeza, dubitativo, pero salió al embarcadero de un salto y subió los escalones en dirección al taller cinético. Lalji se giró para contemplar el río. Respiró hondo.
La lancha de PI había sido un aviso. Creo tenía demasiadas ganas de pelea. Solo la suerte había impedido que terminaran convertidos en carne picada por las armas de resortes de los agentes. Sacudió la cabeza, cansado, preguntándose si alguna vez había sido igual de temerario y confiado que Creo. Lo dudaba. Ni siquiera de pequeño. Tal vez Shriram estuviera en lo cierto. Aunque Creo fuese de fiar, eso no lo volvía menos peligroso.
Un tren de barcazas cargado de trigo de TotalNutrient pasó por su lado. Las alegres gavillas de su logotipo sonreían sobre el turbio caudal del río, prometiendo «Un mañana saludable» además de ácido fólico, vitamina B y proteínas de cerdo. Otra lancha de PI remontó el río a gran velocidad, zigzagueando entre la aglomeración de barcazas. La dotación de agentes lo estudió fríamente sobre la marcha. Lalji sintió cómo se le ponía la piel de gallina. ¿Valía la pena? Si se paraba a reflexionar, su instinto de hombre de negocios —inculcado en su casta a lo largo de milenios de tradición— le decía que no. Pero así y todo, no podía olvidarse de Gita. Cuando hacía el balance de cuentas anual en Diwali, ¿dónde encajaba todo cuanto le debía? ¿Cómo saldaba uno una deuda que pesaba más que todas las ganancias que pudiera obtener en todas sus reencarnaciones juntas?
La embarcación de TotalNutrient pasó de largo, cargada de promesas pero sin ninguna respuesta.
—Querías saber si había algo por lo que mereciera la pena ir río arriba.
Lalji y Shriram se encontraban en la sala de bobinado de Ganesha Kinetic viendo cómo una tonelada extraviada de SuperFlavor se consumía y transformaba en julios. La pareja de megodontes de Shriram cargaba sobre los tambores de bobinado con paso firme y pesado, convirtiendo las calorías recién digeridas en energía cinética y tensando los muelles de almacenamiento principales de la tienda.
Priti y Bidi. Las colosales criaturas guardaban escaso parecido con los elefantes en los que se inspiraba su mapa de ADN. Los piratas genéticos se habían encargado de diseñar una combinación perfecta de musculatura y sed de un solo propósito: devorar calorías y realizar esfuerzos físicos demoledores sin rechistar. El hedor que desprendían era abrumador. Sus trompas dibujaban surcos en el suelo.
Los animales estaban haciéndose mayores, pensó Lalji, y pisando los talones de esa reflexión llegó otra: también él se estaba haciendo mayor. Todas las mañanas encontraba una cana nueva en su bigote. La arrancaba de inmediato, naturalmente, pero no dejaban de aparecer más. Y ahora además le dolían las articulaciones al despertarse. También la cabeza de Shriram resplandecía como la teca pulida. En algún momento se había quedado calvo. Y había engordado. Lalji se preguntó cuándo se habían convertido en dos ancianos.
Shriram repitió lo que acababa de decir, y Lalji salió de su ensimismamiento.
—No, no me interesa nada de lo que haya río arriba. Son los dominios de las empresas calóricas. Me resigno a que cuando esparzas mis cenizas sea en el Mississippi y no en las sagradas aguas del Ganges, pero no tengo tanta prisa por reencarnarme como para arriesgarme a ver mi cadáver flotando río abajo desde Iowa.
Shriram se retorció las manos, nervioso, y miró furtivamente a su alrededor. Aunque el gemido incesante de las bobinas ahogaba cualquier otro sonido, bajó la voz para decir:
—Por favor, amigo, hay gente… que quiere… matar a este hombre.
—¿Y eso debería importarme?
Shriram agitó las manos, conciliador.
—Sabe fabricar calorías. AgriGen lo busca desesperadamente. Igual que PurCal. Les ha dado la espalda a todos. Su intelecto es valioso. Necesita a alguien de confianza para viajar río abajo. Alguien que no sienta simpatía por los agentes de PI.
—¿Tendría que ayudarle porque es enemigo de AgriGen? ¿Algún antiguo socio de la camarilla de Des Moines? ¿Algún ex fabricante de calorías con las manos manchadas de sangre que crees que te ayudará a ganar dinero?
Shriram sacudió la cabeza.
—Hablas como si este hombre fuera un demonio.
—Estamos hablando de piratas genéticos, ¿no? ¿Qué escrúpulos se pueden esperar de él?
—Genetista, no pirata genético. Los genetistas nos dieron los megodontes. —Hizo un gesto en dirección a Priti y Bidi—. Mi sustento.
Lalji se volvió hacia Shriram.
—¿Ahora te refugias en la retórica? ¿Tú, que te morías de hambre en Chennai cuando llegó el gorgojo pirata nipón? ¿Cuando la tierra se convirtió en alcohol? ¿Antes de que U-Tex, HiGro y los demás hicieran su oportuna aparición? ¿Tú, que estabas en los muelles cuando llegaron las semillas y viste cómo los representantes de las empresas se quedaban sentados detrás de sus vallas y de sus guardias, esperando a quienes tuvieran dinero para comprarlas? ¿Cómo quieres que me relacione con alguien así? Antes escupiría a la cara de este fabricante de calorías. Por mí, los demonios de PurCal pueden hacer con él lo que les apetezca.
La ciudad era tal y como Shriram la había descrito. Los álamos y los sauces jalonaban los márgenes del río, y por encima de ellos, los vestigios de un puente señoreaban aún sobre las aguas en un difuminado entramado de vigas rotas y pilares decrépitos. Lalji y Creo contemplaron fijamente la construcción oxidada, una telaraña de acero, cables y cemento condenada a hundirse lentamente en el río.
—¿Cuánto calculas que vale todo ese acero? —preguntó Creo.
Lalji se llenó los carrillos con un puñado de pipas de girasol PestResis y empezó a triturarlas con los dientes. Escupió las cáscaras al río de una en una.
—Poco. Extraerlo y fundirlo costaría demasiado dinero. —Sacudió la cabeza y escupió otra cáscara—. Emplear acero para construir algo así es un despilfarro. Los durámenes de Fast-Gen o WeatherAll salen más rentables.
»Aunque no para cubrir esa distancia. Ahora sería impensable. A menos que fuera en Des Moines, tal vez. He oído que allí todavía queman carbón.
»Y tienen farolas eléctricas que se pasan toda la noche encendidas, y ordenadores tan grandes como una casa. —Lalji hizo un ademán despectivo y terminó de amarrar la lancha—. ¿Quién necesita un puente así ahora? Qué derroche. Un ferry y un mulí harían el mismo servicio. —Bajó a la orilla de un salto y empezó a trepar por los desvencijados escalones que surgían del agua. Creo lo siguió.
En lo alto del escarpado ascenso los aguardaba un suburbio en ruinas. Construido para servir a las ciudades de la otra orilla del río cuando viajar para ir al trabajo era algo común y el combustible barato, ahora languidecía en un avanzado estado de decrepitud. Una ciudad basura levantada con materiales basura, tan insustancial como el agua, abandonada voluntariamente cuando el transporte motorizado se volvió demasiado caro.
—¿Qué diablos es este sitio? —musitó Creo.
Lalji sonrió con cinismo. Ladeó la cabeza en dirección a las praderas del otro lado del río, donde los tallos de SoyPRO e HiGro ondeaban hasta perderse de vista en el horizonte.
—La mismísima cuna de la civilización, ¿sí? AgriGen, Midwest Growers Group, PurCal, todos ellos tienen cultivos aquí.
—¿Sí? ¿Y eso te alegra?
Lalji se giró y estudió un tren de barcazas que descendía pesadamente por el río a sus pies, empequeñecida su inmensidad por la altura.
—Si consiguiéramos transformar todas sus calorías en julios sin rastro, seríamos ricos.
—Sigue soñando. —Creo respiró hondo y se desperezó. El crujido que emitió su espalda le hizo torcer el gesto—. Me anquiloso cuando paso tanto tiempo en tu barca. Debería haberme quedado en Nueva Orleans.
Lalji enarcó las cejas.
—¿No te alegras de realizar esta visita turística? —Apuntó con el dedo a la orilla de enfrente—. Ahí, en alguna parte, quizá en esas mismas hectáreas, AgriGen creó SoyPRO. Y todo el mundo pensó que eran unos genios. —Frunció el ceño—. Luego llegó el gorgojo, y de pronto nos quedamos sin comida.
Creo hizo una mueca.
—No me van las teorías conspiratorias.
—Ni siquiera habías nacido cuando ocurrió. —Lalji giró sobre los talones y se dispuso a conducir a Creo hasta el ruinoso suburbio—. Pero yo lo recuerdo. Jamás se había producido un accidente de semejantes características.
—Monocultivos. Eran vulnerables.
—¡El basmati no era ningún monocultivo! —Lalji agitó una mano en dirección a los campos verdes—. La SoyPRO es un monocultivo. El PurCal es un monocultivo. Los piratas genéticos fabrican monocultivos.
—Lo que tú digas, Lalji.
Lalji miró a Creo de reojo intentando decidir si el joven seguía dispuesto a discutir con él, pero Creo estaba contemplando atentamente los cascotes que sembraban la calzada, y Lalji renunció a seguir con la conversación. Empezó a contar calles, siguiendo las indicaciones que había memorizado de antemano.
Todas las avenidas eran ridículamente amplias e idénticas, lo bastante anchas como para contener una manada de megodontes. Por allí podrían circular veinte rickshaws en paralelo, y sin embargo la ciudad no había sido más que un simple suburbio de segunda. La escala del estilo de vida de la antigüedad dejaba a Lalji sin palabras.
Un grupo de niños los observaba desde el zaguán de una casa derruida. Alguien se había llevado la mitad de las vigas, y la otra mitad constituía una colección de astillas que sobresalían de los cimientos como los huesos de un cadáver a medio devorar.
Los chiquillos salieron corriendo en cuanto Creo les enseñó la pistola de resortes. Los siguió con la mirada, ceñudo.
—¿Qué diablos vamos a recoger aquí? ¿Te han dado algún soplo sobre otra antigualla?
Lalji encogió los hombros.
—Venga ya, si de todas formas tendré que cargar con ello dentro de unos minutos. ¿A qué viene tanto secreto?
Lalji miró a Creo de soslayo.
—No hará falta que cargues con nada. Se trata de una persona. Hemos venido a recoger a alguien.
Creo profirió un gritito de incredulidad al que Lalji no se molestó en responder.
Al cabo, llegaron a un cruce. Un viejo semáforo yacía destrozado atravesado en el centro. A su alrededor, el pavimento se veía resquebrajado por culpa de las hierbas que habían germinado. Los dientes de león asomaban sus cabezas doradas. Al otro lado del cruce se agazapaba un edificio alto de ladrillo, las ruinas de un complejo municipal que aún se mantenía en pie gracias a que los materiales empleados en su construcción eran mejores que los de los hogares a los que servía.
Un cheshire cruzó centelleando la carretera salpicada de maleza. Creo intentó abatirlo de un tiro. Falló.
Lalji estudió el edificio de ladrillo.
—Ya hemos llegado.
Creo gruñó y disparó contra la silueta titilante de otro cheshire.
Lalji se acercó a inspeccionar el semáforo machacado, ociosamente curioso por ver si había tal vez algo de valor. Estaba oxidado. Describió un círculo caminando despacio, escudriñando los alrededores en busca de cualquier cosa que mereciera la pena transportar río abajo. Algunas de las ruinas de la antigua Expansión aún contenían artefactos valiosos. Había encontrado el cartel de Conoco en uno de esos lugares, en un suburbio que pronto habría de ser engullido por la SoyPRO, perfectamente intacto, sin haber sido montado nunca al aire libre en apariencia, ajeno a las represalias de las hordas furiosas de la Contracción energética. Se lo había vendido a una ejecutiva de AgriGen por más de un cargamento de HiGro de contrabando completo.
La mujer de AgriGen se había reído al ver el letrero. Lo había colgado en la pared de su despacho, rodeado de artefactos de la Expansión más modestos: tazas de plástico, monitores de ordenador, fotos de automóviles a gran velocidad, juguetes infantiles de vivos colores. Colgó el letrero en la pared, retrocedió un paso y murmuró que en su día había sido una empresa poderosa… a nivel mundial, incluso.
Mundial.
Había pronunciado esta palabra con un anhelo casi sexual mientras observaba fijamente los polímeros rojizos del cartel.
Mundial.
Por un momento, Lalji se había sentido fascinado por su visión: una empresa que extraía energía de los rincones más recónditos del planeta y la vendía a grandes distancias meras semanas después de la extracción; una empresa con clientes e inversores en todos los continentes, con ejecutivos que cruzaban las franjas horarias con la misma tranquilidad con que Lalji cruzaba el callejón para visitar a Shriram.
La mujer de AgriGen había colgado el letrero en la pared como si se tratara de la cabeza de un megodonte, un trofeo, y en aquel momento, junto a aquella representante del proveedor de energía más poderoso del mundo, Lalji se vio asaltado por la tristeza al pensar en la magnitud de la lección de humildad que había tenido que aprender la humanidad por las malas.
Lalji ahuyentó el recuerdo y trazó un nuevo círculo en la intersección, buscando algún indicio de su pasajero. Cada vez eran más los cheshires que centelleaban entre las ruinas; sus difuminadas siluetas titilantes volaban de las zonas iluminadas por el sol a las sombras. Creo amartilló la pistola de resortes y disparó un abanico de cuchillas circulares. Uno de los destellos cayó fulminado, convertido en una masa viscosa de pelaje anaranjado y sangre.
Creo volvió a amartillar el arma.
—¿Dónde se ha metido ese tipo?
—Vendrá. Si no lo hace hoy, llegará mañana o pasado. —Lalji subió los escalones del edificio municipal y se deslizó entre las puertas destrozadas. En el interior solo había polvo, penumbra y excrementos de ave. Encontró unas escaleras y subió hasta alcanzar una ventana rota con vistas a la calle. Una racha de viento sacudió el marco y le tiró del bigote. Una pareja de cuervos dibujaban círculos en el cielo azul. Abajo, Creo seguía amartillando la pistola de resortes y disparando contra los parpadeantes cheshires. Cada vez que daba en el blanco atronaba un coro de maullidos furiosos. Conforme aumentaba el número de animales que huían despavoridos se multiplicaban los parches sanguinolentos que salpicaban el pavimento cubierto de maleza.
A lo lejos, la periferia del suburbio comenzaba ya a ceder terreno a la agricultura. Tenía los días contados. Pronto las casas sucumbirían a los arados y un manto perfecto de SoyPRO las cubriría. La historia del suburbio, por insignificante y efímera que hubiese sido, desaparecería para siempre, roturada al paso del desarrollo energético. Desde un punto de vista económico no se perdía gran cosa, pero aun así, una parte de Lalji sufría al imaginarse todo aquel tiempo borrado. Dedicaba demasiadas horas a intentar recordar la India de su niñez como para alegrarse de semejante desaparición. Volvió a bajar por las escaleras cubiertas de polvo para reunirse con Creo, que preguntó:
—¿Has visto a alguien?
Lalji negó con la cabeza. Creo gruñó y disparó contra otro cheshire, fallando por poco. Era buen tirador, pero aquellas criaturas prácticamente invisibles constituían un blanco difícil. Creo amartilló la pistola de resortes y disparó otra vez.
—Es increíble, qué cantidad de cheshires.
—No hay nadie que los extermine.
—Debería recoger las pieles y llevarlas a Nueva Orleans.
—No a bordo de mi lancha.
Muchos de los destellos habían emprendido la huida, tras comprender por fin que su adversario tenía buena puntería. Creo amartilló la pistola otra vez y apuntó a un remolino de luz que parpadeaba calle abajo.
Lalji lo observaba con complacencia.
—No le darás en la vida.
—Observa. —Creo apuntó con cuidado.
Una sombra se cernió sobre ellos.
—No dispares.
La pistola de resortes de Creo trazó un violento arco en dirección a la voz.
Lalji agitó una mano.
—¡Creo! ¡Es él!
El recién llegado era un anciano huesudo, calvo salvo por una grasienta guirnalda de cabellos grises y castaños, con el mentón prominente cubierto por una poblada barba entrecana. Se cubría con unos trapos de arpillera tan raídos como mugrientos, y en sus ojos hundidos anidaba un brillo perspicaz que desenterró en Lalji el recuerdo de un sadhu que había visto hacía tiempo, cubierto de cenizas y poco más: el pelo enmarañado, el desinterés por su atuendo, la mirada ausente de quienes han alcanzado la sabiduría. Lalji ahuyentó sus ensoñaciones. Este hombre no era ningún santo, sino una simple persona de carne y hueso, y pirata genético, para colmo de males.
Creo volvió a apuntar la pistola de resortes contra el cheshire, a lo lejos.
—En el sur me dan un billete azul por cada uno que mato.
—Aquí no hay billetes azules —repuso el anciano.
—Ya, pero son una plaga.
—Ellos no tienen la culpa de que los hiciéramos demasiado perfectos. —El hombre esbozó una sonrisa dubitativa, como si estuviera probando una expresión facial nueva—. Por favor. —Se acuclilló delante de Creo—. No dispares.
Lalji apoyó una mano en el arma de Creo.
—Deja en paz a los cheshires.
Creo frunció el ceño, pero dejó que el mecanismo de la pistola se destensara con un suspiro de energía liberada.
El fabricante de calorías dijo:
—Me llamo Charles Bowman. —Los miró con expectación, como si esperara que lo reconocieran—. Estoy listo. Ya puedo irme.
Gita estaba muerta, de eso Lalji estaba seguro.
A veces fingía que no era así. Pretendía que podía haber rehecho su vida después de que él desapareciera.
Pero ella estaba muerta, y él estaba seguro de ello.
Era uno de los secretos que lo avergonzaba. Una de las lacras de su vida que se adhería a él como la mierda de perro a sus zapatos y lo rebajaba a sus propios ojos: como aquella vez que lanzó una piedra contra un niño y le pegó en la cabeza sin que mediara ninguna provocación, solo para ver si podía salirse con la suya; o cuando escarbó en la tierra para desenterrar unas semillas y se las comió todas una por una, demasiado hambriento para compartirlas. Y luego estaba Gita. Siempre Gita. La había abandonado y se había ido para estar más cerca de las calorías. Gita, de pie en el embarcadero, diciéndole adiós con la mano mientras él zarpaba, cuando era ella la que había pagado el billete.
Recordaba haberla perseguido cuando era pequeño, siguiendo el frufrú de su salwar kameez mientras ella corría delante de él, negro el cabello y negros los ojos, y los dientes blancos, radiantes. Se preguntó si habría sido tan hermosa como la recordaba. Si su negra trenza aceitada realmente habría brillado como la recordaba cuando se sentaba con él a oscuras y le contaba historias sobre Áryuna, Krishna, Ram y Hánuman. Había perdido tantas cosas. A veces se preguntaba si recordaba siquiera correctamente su rostro, o si lo habría reemplazado quizá por el póster ajado de alguna chica de Bollywood, alguno de los tesoros que Shriram guardaba en la caja fuerte del taller de tensado, celosamente resguardado de los estragos de la luz y el aire.
Durante mucho tiempo pensó que volvería a buscarla. Que podría darle de comer. Que enviaría dinero y alimento a una patria agostada que ya solo existía en su cabeza, en sus sueños, en las alucinaciones semilúcidas de los desiertos, saris rojos y negros, mujeres hechas de polvo, manos negras y trenzas plateadas, y su hambre, el hambre ocupaba tantos de sus recuerdos…
Había fantaseado con cruzar el mar resplandeciente con Gita escondida en la bodega, con acercarla a los contables que calculaban las cuotas de consumo de calorías para el mundo entero. Acercarla a las calorías, como había dicho ella una vez, hacía tanto tiempo. Acercarla a las personas que comparaban la estabilidad de los precios con los márgenes de error y gestionaban los mercados energéticos a la defensiva frente al riesgo de una inundación de comestibles. Acercarla a aquellos pequeños dioses con más poder que Kali para destruir el mundo.
Pero ahora Gita estaba muerta, ya fuera de hambre o de enfermedad, y él estaba seguro de ello.
¿No era ese el motivo de que Shriram hubiera acudido a él? Shriram, quien conocía su historia mejor que nadie. Shriram, quien lo había encontrado a su llegada a Nueva Orleans y enseguida había reconocido en él a un compatriota: no otro indio más establecido en América desde hacía tiempo, sino alguien que aún hablaba los dialectos de las aldeas del desierto y recordaba su país tal y como era antes del gorgojo pirata, la abolladura y la roya. Shriram, quien había compartido con él un sitio en el suelo cuando trabajaban en los talleres de bobinado a cambio de calorías y nada más, y se mostraban agradecidos por ello, como si ellos mismos no fueran más que simples engendros piratas.
No era de extrañar que Shriram hubiera sabido qué decir para enviarlo río arriba. Shriram sabía cuánto deseaba reconciliar lo irreconciliable.
Siguieron a Bowman por calles desiertas y pasajes demolidos, serpenteando entre los patéticos restos de madera carcomida, cimientos arenosos y barrotes demasiado oxidados como para merecer un rescate, demasiado obstinados para desintegrarse. Al cabo, el anciano los deslizó entre las moles descarnadas de un par de automóviles herrumbrosos. Al otro lado, Lalji y Creo se quedaron sin respiración.
Sobre sus cabezas se mecían girasoles. Grandes hojas de calabaza se ceñían a sus rodillas. Tallos de maíz secos se mecían al viento. Bowman reparó en su sorpresa y sonrió, vacilante y dubitativo al principio, con placer indisimulado después. Se rió y les indicó que avanzaran, caminando con dificultad entre las flores, las malas hierbas y las hortalizas, enganchándose los jirones de arpillera en los tallos secos de repollos echados a perder y los zarcillos de melón. Creo y Lalji se abrían paso entre la espesura sorteando berenjenas moradas, tomates rojos y ramilletes de guindillas naranjas. Las abejas zumbaban pesadamente entre los girasoles, con las alforjas cargadas de polen.
Lalji se detuvo en medio de la espesura y llamó a Bowman.
—Estas plantas, ¿no están modificadas?
Bowman hizo una pausa y desanduvo sus pasos apisonando la flora, limpiándose el rostro cubierto de sudor y briznas de vegetación, sonriente.
—Bueno, «modificadas»… depende de lo que entienda cada uno por eso, pero no, no son propiedad de ninguna empresa calórica. Algunas de ellas se podrían calificar incluso de naturales. —Volvió a sonreír—. O algo parecido.
—¿Cómo sobreviven?
—¡Ah, eso! —Bowman se agachó y arrancó un tomate—. ¿Gorgojos piratas nipones, abolladura.111.b, quizá cibiscosis bacteriana o algo por el estilo? —Mordió el tomate y dejó que el jugo resbalara por su hirsuta barbilla entrecana—. No hay otra plantación natural en cientos de kilómetros a la redonda. Esto es un islote en medio de un mar de HiGro y SoyPRO. Constituye una barrera fabulosa. —Contempló el huerto pensativo y le pegó otro bocado al tomate—. Ahora que habéis venido, claro está, solo sobrevivirán unas pocas de estas plantas. —Indicó con la cabeza a Lalji y a Creo—. Portaréis alguna infección y muchas de estas rarezas solo pueden subsistir en completo aislamiento. —Cogió otro tomate y se lo ofreció a Lalji—. Prueba.
Lalji estudió la brillante piel colorada. Mordió el tomate y saboreó su acidez y dulzura. Sonriendo, se lo pasó a Creo, que probó un bocado y compuso una mueca de asco.
—Me quedo con la SoyPRO. —Se lo devolvió a Lalji, que dio cuenta de él con avidez.
Bowman sonrió ante el apetito de Lalji.
—Creo que eres lo bastante mayor como para recordar a qué sabían antes los alimentos. Puedes comer cuanto quieras antes de que nos vayamos. Se echará a perder de todas maneras. —Dio media vuelta y se adentró en la espesura del huerto, abriéndose paso entre los tallos de maíz secos con autoritarios barridos de los brazos.
Al otro lado del huerto había una casa en ruinas, sesgada como si la hubiera arrollado un megodonte, resquebrajadas y combadas sus paredes. El techo derruido se inclinaba de forma antinatural, y a un lado se apreciaba un estanque de aguas profundas y heladas, infestado de hespéridos. El agua de lluvia caía en la charca desde el tejado mediante un sistema de canalización improvisado.
Bowman rodeó la orilla del estanque y se perdió de vista tras bajar una serie de desvencijados escalones que conducían al sótano. Cuando Lalji y Creo se reunieron con él, ya había tensado una linterna cuya débil bombilla salpicaba el sótano de luz mientras el muelle se desenroscaba. Volvió a accionar la linterna mientras rastreaba los alrededores, encendió una cerilla y la acercó a la mecha de una lámpara, impregnada de aceite vegetal.
Lalji paseó la mirada por el sótano, húmedo y espartano. En el agrietado suelo de cemento había un par de palés y un ordenador empotrado en una esquina, resplandecientes la carcasa de caoba y la diminuta pantalla, desgastada por el uso su manivela. Una cocina desordenada se apoyaba en una pared cubierta de estantes repletos de botes de semillas, mientras que del techo, a salvo de los roedores, colgaban bolsas llenas de verduras.
Bowman señaló un saco tirado en el suelo.
—Ése es mi equipaje.
—¿Qué hay del ordenador? —preguntó Lalji.
Bowman se quedó mirando la máquina, ceñudo.
—No. No me hace falta.
—Pero es valioso.
—Lo que necesito está en mi cabeza. Todo lo que hay dentro de esa máquina ha salido de mí. Mi grasa transformada en conocimientos. Mis calorías convertidas en análisis de datos a fuerza de pedalear. —Frunció el ceño—. A veces miro ese ordenador y solo me veo a mí mismo, consumido. Antes estaba gordo. —Sacudió la cabeza con énfasis—. No voy a echarlo de menos.
Lalji se disponía a protestar cuando Creo dio un respingo y desenfundó la pistola de resortes.
—Hay alguien más aquí dentro.
Lalji la vio antes de que Creo terminara de hablar: una niña agazapada en un rincón, mimetizada con las sombras, una criatura escuálida y pecosa de lacias guedejas castañas que los observaba con los ojos abiertos de par en par. Creo bajó el arma con un suspiro.
Bowman la llamó con la mano.
—Sal, Tazi. Éstas son las personas de las que te hablé.
Lalji se preguntó cuánto tiempo llevaba la pequeña sentada en la oscuridad del sótano, esperando. Por su aspecto se diría que había empezado a fundirse con su entorno: el pelo mustio, los ojos oscuros devorados prácticamente por las pupilas. Se volvió hacia Bowman.
—Creía que eras tú solo.
La sonrisa de satisfacción de Bowman se evaporó.
—¿Os iréis sin nosotros ahora?
Lalji observó a la muchacha. ¿Sería su amante? ¿Su hija? ¿Una fierecilla adoptada? Era imposible saberlo. La niña deslizó una mano en la del anciano. Bowman le dio unas palmaditas para tranquilizarla. Lalji meneó la cabeza.
—Ella sobra. Accedí a llevarte a ti. Lo he preparado todo para transportarte a ti solo, a salvo de abordajes e inspecciones. De ella —dijo señalando a la muchacha— no sabía nada. Es arriesgado viajar con alguien como tú, ¿y ahora quieres complicar más las cosas con esta chiquilla? No. —Sacudió vigorosamente la cabeza—. Imposible.
—¿Qué diferencia hay? —preguntó Bowman—. No te cuesta nada. La corriente nos transportará a todos. Tengo comida suficiente para los dos. —Se acercó a la despensa y empezó a sacar tarros de alubias, lentejas, maíz y arroz—. Mira, fíjate.
—Tenemos provisiones de sobra —repuso Lalji.
Bowman arrugó la nariz.
—SoyPRO, seguro.
—La SoyPRO no tiene nada de malo —dijo Creo.
El anciano sonrió y sostuvo en alto un bote de judías verdes sumergidas en salmuera.
—No. Desde luego que no. Pero en la variedad está el gusto. —Los tarros tintinearon cuando empezó a meterlos con cuidado en el petate. Sonrió al oír el bufido de indignación de Creo. Ya más conciliador, añadió—: Aunque solo sea por conservar la línea. —Echó más tarros de semillas al saco.
Lalji cortó el aire con la mano.
—La comida no es el problema, sino esta niña. ¡Es un peligro!
Bowman sacudió la cabeza.
—En absoluto. No la busca nadie. Podría viajar al descubierto, incluso.
—No. Tienes que abandonarla. No pienso llevarla.
El anciano observó a la muchacha, dubitativo. La niña le devolvió la mirada y le soltó la mano.
—No tengo miedo. Puedo quedarme a vivir aquí. Como antes —dijo la chiquilla.
Bowman arrugó el entrecejo. Tras unos instantes de reflexión, sacudió la cabeza.
—No. —Se encaró con Lalji—. Si ella no puede ir, yo tampoco. Me alimentó mientras yo trabajaba. En mi investigación invertí calorías que deberían haber sido suyas. Le debo demasiado. No la abandonaré a los lobos que asolan la zona. —Apoyó las manos en los hombros de la pequeña y la colocó ante sí, entre Lalji y él.
—¿Qué más da? —se exasperó Creo—. Llévatela. Tenemos sitio de sobra.
Lalji meneó la cabeza. Bowman y él se sostenían fijamente la mirada de un lado a otro del sótano.
—¿Y si nos da el ordenador? —sugirió Creo—. Podríamos aceptarlo como forma de pago.
Lalji volvió a sacudir la cabeza, obstinado.
—No. Me da igual el dinero. Llevarla con nosotros es demasiado arriesgado.
Bowman se carcajeó.
—¿Por qué has venido hasta aquí si te da tanto miedo? ¿La mitad de las empresas calóricas quieren verme muerto y me hablas de riesgos?
Creo frunció el ceño.
—¿A qué se refiere?
La sorpresa enarcó las cejas de Bowman.
—¿No le has hablado de mí a tu socio?
La mirada de Creo saltó de Lalji a Bowman, y otra vez a Lalji.
—¿Lalji?
Éste respiró hondo sin apartar la mirada de Bowman.
—Dicen que puede acabar con los monopolios calóricos. Que puede piratear la SoyPRO.
Por un momento Creo se lo quedó mirando con los ojos como platos.
—¡Eso es imposible!
Bowman se encogió de hombros.
—Para ti, quizá. Pero ¿para alguien con los conocimientos necesarios? ¿Dispuesto a consagrar toda una vida a las hélices de ADN? Más que posible. Cuando uno está dispuesto a consumir las calorías que requiere un proyecto así, a dilapidar energía en estadísticas y análisis de genomas, a pedalear frente al ordenador durante millones y millones de ciclos… Más que posible. —Envolvió con los brazos a la chiquilla huesuda y la atrajo hacia él. Sonrió a Lalji—. Bueno. ¿Vamos a llegar a un acuerdo?
Creo sacudió la cabeza, perplejo.
—Pensaba que tenías un plan lucrativo, Lalji, pero ahora… —Meneó otra vez la cabeza—. No lo entiendo. ¿Cómo diablos vamos a ganar dinero con esto?
Lalji fulminó a Creo con la mirada. Bowman sonreía aún, esperando pacientemente. Lalji reprimió el impulso de agarrar la lámpara y estampársela en la cara a aquel hombre tan confiado, tan seguro de sí mismo, tan leal…
Giró sobre los talones de improviso y se encaminó a las escaleras.
—Coge el ordenador, Creo. Como la niña nos dé problemas, los tiramos al río a los dos y nos quedamos con la información.
Lalji recordaba a su padre apartando el thali, fingiéndose ahíto cuando el dal apenas si había bastado para ensuciar el plato de acero. Recordaba a su madre echándole un bocado extra en la escudilla. Recordaba a Gita, atenta, callada, antes de que todos ellos desdoblaran las piernas y bajaran de la cama familiar, atareándose en la choza, ignorándolo ostentosamente mientras él daba cuenta de la porción extra. Recordaba el roti seco como la ceniza en la boca, y recordaba haberse obligado a engullirlo a pesar de todo.
Recordaba la siembra. De cuclillas junto su padre, arropados por el calor del desierto y rodeados por completo de polvo amarillo, enterrando semillas reservadas con esmero, semillas que habían guardado cuando podrían habérselas comido, acumulándolas cuando podrían haber servido para engordar a Gita, volviéndola así más atractiva a los ojos de un posible pretendiente. Recordaba las palabras de su padre: «Estas pepitas generarán cientos de semillas más y todos podremos comer hasta hartarnos».
«¿Cuántas semillas van a salir?», había preguntado Lalji.
Y su padre se había echado a reír y había puesto los brazos en cruz. Qué alto y majestuoso parecía con sus grandes dientes blancos y sus pendientes, rojos y dorados; cómo le brillaban los ojos cuando exclamó: «¡Cientos! ¡Miles si rezas lo suficiente!». De modo que Lalji había rezado a Ganesha y a Lakshmi, a Krishna y a Rani Sati, a Ram y a Visnú, a todos los dioses que conocía, sumándose así a la multitud de aldeanos que hacían lo mismo, mientras vertía el agua extraída del pozo sobre las semillas diminutas y montaba guardia en la oscuridad para que nadie desenterrara los granos al amparo de la noche, para que no terminaran en las tierras de otro agricultor.
Se pasaba las noches en vela mientras las estrellas glaciales giraban en lo alto, con la mirada fija en las hileras de semillas, esperando, regando, rezando, contando los días, hasta que su padre sacudió la cabeza y dijo que todo era en vano. Ni siquiera entonces había perdido la esperanza, no dio nada por perdido hasta el día en que salió al sembrado y desenterró las semillas una por una para encontrárselas ya descompuestas, marchitas como cadáveres diminutos. Tan muertas en la palma de su mano extendida como el día en que ayudó a su padre a sembrarlas.
Lo que hizo a continuación fue acuclillarse entre las sombras y comerse aquellas frías semillas inermes, sabiendo que debería compartirlas y sin embargo incapaz de dominar el hambre y llevarlas a casa. Las devoró a solas, medio podridas y recubiertas de costras de tierra: así descubrió por primera vez a qué sabía realmente el PurCal.
La primera luz del amanecer encontró a Lalji bañándose en el río más sagrado de su tierra adoptiva. Se sumergió en el turbio caudal del Mississippi y dejó que este lo liberara del lastre del sueño y lo purificara ante sus dioses. Regresó a bordo empapado, con la tela de la ropa interior chorreando, resplandeciente la piel bronceada, y se secó con una toalla en cubierta mientras contemplaba el sol naciente que proyectaba dardos dorados sobre la ondulada superficie del río.
Terminó de secarse y se puso ropa limpia antes de dirigirse al altar. Encendió incienso frente a las deidades, colocó U-Tex y SoyPRO ante los diminutos ídolos tallados de Krishna y su laúd, la benévola Lakshmi y Ganesha, con su cabeza de elefante. Se postró de rodillas delante de las imágenes y rezó.
La corriente fluvial los arrastraba hacia el sur, un camino sinuoso enmarcado en soleados días otoñales durante los cuales las hojas cambiaban de color, anticipando el frío. El cielo despejado se abovedaba sobre sus cabezas y se reflejaba en el río, pintando de un azul radiante el turbio trazado del Mississippi. Seguían esa senda celeste sin esfuerzo, recorriendo el gigantesco sistema arterial del río jalonado de arroyos y afluentes, mientras crecía el número de los trenes de barcazas y la gravedad se encargaba de transportarlos a todos corriente abajo.
Lalji se alegraba de que el trayecto estuviera transcurriendo sin contratiempos. Ya habían dejado atrás la primera compuerta, y después de ver cómo los perros ignoraban el escondite de Bowman bajo la cubierta, Lalji empezaba a albergar esperanzas de que el viaje fuera tan fácil como le había asegurado Shriram. A pesar de todo, cada día rezaba con más ahínco para que las veloces embarcaciones de las patrullas de PI que se cruzaban en su camino pasaran de largo y depositaba cantidades de SoyPRO extra ante el ídolo de Ganesha, esperando fervientemente que la deidad continuara apartando los obstáculos de su camino.
Su ritual matutino había concluido ya cuando los demás ocupantes de la embarcación comenzaron a revolverse. Creo bajó y deambuló de un lado a otro de la angosta cocina. Lo siguió Bowman, lamentándose de la calidad de la SoyPRO, ofreciendo ingredientes naturales que Creo rechazó con suspicacia. En la cubierta, Tazi estaba sentada en la borda del barco con un sedal hundido en el agua, esperando capturar alguno de los enormes y aletargados LiveSalmon que ocasionalmente golpeaban la quilla bajo la cálida y turbia corriente del río.
Lalji izó el ancla y ocupó su puesto al timón. Desbloqueó los muelles percutores y la embarcación se adentró en aguas más profundas. Los julios almacenados emanaban de sus muelles de precisión en un flujo constante conforme se liberaban las moléculas, una detrás de otra, fiables desde el primer resorte hasta el último. Colocó la lancha entre los bamboleantes trenes de barcazas y volvió a bloquear los muelles, dejando la embarcación a la deriva.
Cuando Bowman y Creo subieron a cubierta, este estaba preguntando:
—… ¿sabes cultivar SoyPRO?
Bowman se rió y se sentó al lado de Tazi.
—¿De qué serviría eso? Los agentes de PI buscarían los sembrados, pedirían las licencias y, si no obtuvieran ninguna, los incendiarían, arrasarían y reducirían a cenizas.
—Entonces ¿para qué vales?
Bowman sonrió y respondió con otra pregunta.
—SoyPRO… ¿cuál es su característica más preciada?
—Tiene muchas calorías.
Las carcajadas de Bowman retumbaron de una orilla a la otra. Alborotó el cabello de Tazi, y los dos cruzaron una mirada de complicidad.
—Has visto demasiados anuncios de AgriGen. «Energía para el mundo», ya, ya. Ah, AgriGen y sus secuaces deben de quereros un montón. Sois tan maleables, tan… dóciles. —Volvió a reírse y sacudió la cabeza—. No. Cualquiera puede diseñar plantas ricas en calorías. ¿Qué más?
Herido en su orgullo, Creo dijo:
—Es resistente al gorgojo.
Bowman adoptó una expresión maliciosa.
—Caliente, caliente. Es difícil diseñar una planta capaz de combatir el gorgojo, la abolladura, las bacterias del suelo que devoran sus raíces… hoy en día hay tantas plagas, son tantas las bestias que asolan nuestros cultivos… Pero venga, ¿qué es lo que nos gusta de la SoyPRO por encima de todo? ¿Qué hace que AgriGen «proporcione energía al mundo»? —Apuntó con el dedo a un tren de barcazas cubiertas con logotipos de SuperFlavor—. ¿Qué hace que SuperFlavor sea perfecto desde el punto de vista empresarial? —Se giró hacia Lalji—. Tú lo sabes, ¿verdad, indio? ¿No es ese el motivo de que hayas venido hasta aquí?
Lalji se lo quedó mirando fijamente. Cuando habló, lo hizo con voz ronca.
—Es estéril.
Bowman sostuvo la mirada de Lalji por unos instantes. Su sonrisa se tambaleó. Agachó la cabeza.
—Sí. Precisamente, eso es. Se trata de un callejón sin salida genético. Un carril de un solo sentido. Lo que hacemos ahora es pagar por un privilegio que antes la naturaleza nos proporcionaba gustosa, a cambio de un poco de trabajo físico. —Miró a Lalji—. Lo siento. Tendría que haberme dado cuenta. Habrás sufrido más que la mayoría las exigencias de optimización de nuestros contables.
Lalji meneó la cabeza.
—No te disculpes. —Hizo un ademán en dirección a Creo—. Cuéntale el resto. Dile lo que eres capaz de hacer. Lo que me han asegurado que eres capaz de hacer.
—Hay cosas de las que quizá sería mejor no hablar.
—Cuéntaselo —insistió Lalji—. Yo también quiero escucharlo otra vez.
Bowman se encogió de hombros.
—Si tú confías en él, yo también debería, ¿verdad? —Se volvió hacia Creo—. ¿Te acuerdas de los cheshires?
Creo emitió un ruido de repugnancia.
—Son una plaga.
—Ah, es verdad. Un billete azul por cada uno de ellos muerto. Lo había olvidado. Pero ¿qué hace que nuestros cheshires sean una plaga?
—Se teletransportan. Matan pájaros.
—¿Y? —lo azuzó Bowman.
Creo se encogió de hombros.
Bowman sacudió la cabeza.
—Y pensar que por personas como tú malgasté mi vida investigando y mis calorías en ciclos de ordenador.
»Dices que los cheshires son una plaga, y es cierto, lo son. Un puñado de ricachones obsesionados con Lewis Carroll y de repente están por todas partes, reproduciéndose con gatos naturales, cazando aves, maullando a altas horas de la madrugada, pero lo más importante es que su progenie, en un asombroso noventa y dos por ciento de los casos, se compone de cheshires purasangre. Creamos una nueva especie en un abrir y cerrar de ojos de la escala evolutiva, y las poblaciones de aves canoras se extinguen casi igual de rápido. Un depredador perfeccionado, pero sobre todo, un depredador que se reproduce.
»En el caso de la SoyPRO o el U-Tex, aunque las empresas calóricas patenten sus plantas y empleen policías de propiedad intelectual y perros especializados para rastrear sus productos, el número de hectáreas que pueden inspeccionar los agentes de PI es limitado. Lo fundamental es que las semillas son estériles, una caja fuerte cerrada. Algunas personas puedan robar de aquí y de allá, como hacéis Lalji y tú, pero al final no sois nada más que un gasto insignificante en una hoja de balance repleta de beneficios porque nadie es capaz de cultivar esas plantas salvo sus respectivas empresas calóricas.
»Ahora bien, ¿qué pasaría si introdujéramos una característica diferente en la SoyPRO, furtivos, como quien se encarama encima de la mujer de su mejor amigo? —Abarcó con un ademán los verdes cultivos que lamían las márgenes del río—. ¿Y si alguien esparciera polen adulterante sobre estas joyas de la corona que nos rodean? Antes de que las empresas calóricas recogieran y exportaran las semillas resultantes a todos los rincones del planeta con sus imponentes flotas de veleros, antes de que los comerciantes con licencia entregaran la cosecha patentada a sus clientes. ¿Qué clase de semillas estarían dándoles?
Bowman empezó a enumerar características con los dedos.
—Resistentes al gorgojo y a la abolladura, sí. Alto contenido en calorías, sí, por supuesto. ¿Genéticamente individuales y por tanto imposibles de patentar? —Una sonrisa aleteó en sus labios—. Quizá. Pero sobre todo, fecundas. Increíblemente fértiles. Maduras, rebosantes de potencial reproductor. —Se inclinó hacia delante—. Imagínatelo. Semillas distribuidas a los lugares más recónditos del mundo por los mismos malnacidos que siempre las han tenido en un puño, semillas ansiosas por multiplicarse, por engendrar su propia progenie cargada con los mismos pólenes que contaminaron las joyas de la corona en primer lugar. —Dio una palmada—. ¡Ah, la infección sería espectacular! ¡Y cómo se propagaría!
Creo se lo quedó mirando fijamente. Su expresión se debatía entre el horror y la fascinación.
—¿Tú puedes hacer algo así?
Bowman se rió y dio otra palmada.
—Me convertiré en el próximo Johnny Appleseed.
Lalji se despertó de golpe. A su alrededor, la oscuridad reinaba casi por completo en el río. Un puñado de balizas de cuerda brillaban en las barcazas de cereales, alimentadas por el roce de la corriente contra sus pesadas moles. El agua chapaleaba contra los costados de la lancha y la ribera contra la que habían atracado. Junto a él, en la cubierta, los demás yacían arrebujados en sus mantas.
¿Por qué se había despertado? A lo lejos, una pareja de gallos domésticos se desafiaban en la penumbra. Un perro ladraba, espoleado por cualesquiera que sean los olores o los sonidos ocultos que hacen que los perros se sobresalten y defiendan su territorio. Lalji cerró los ojos y escuchó la suave ondulación del río, los sonidos de la aldea lejana. Si se esforzaba, podía imaginarse que estaba tumbado al filo del amanecer en otra aldea, más lejana aún, desaparecida tiempo atrás.
¿Por qué estaba despierto? Abrió los ojos de nuevo y se sentó. Guiñó los ojos para escudriñar la oscuridad. Una sombra apareció en la negrura del río, un sutil movimiento borroso.
Lalji zarandeó a Bowman para despertarlo, tapándole la boca con una mano.
—¡Escóndete! —susurró.
Unos haces de luz pasaron por encima de ellos. Bowman abrió unos ojos como platos, se desembarazó de las mantas y gateó en dirección a la bodega. Lalji mezcló las mantas de Bowman con las suyas, intentando disimular el número de durmientes conforme las luces crecían en número e intensidad, barriendo la cubierta, examinándolos como a insectos en una vitrina.
La lancha de PI renunció al sigilo, desbloqueó los muelles y aceleró. Embistió la lancha, inmovilizándola contra la orilla mientras los agentes la abordaban. Tres de ellos, con dos perros.
—¡Que todo el mundo mantenga la calma! ¡Las manos a la vista!
El resplandor cegador de las linternas no dejaba de barrer la cubierta. Creo y Tazi retiraron las mantas y se pusieron de pie, sorprendidos. Los perros gruñeron y se rebelaron contra las correas. Creo se apartó de ellos con las manos en alto, intimidado.
Uno de los agentes de PI los apuntó con la linterna.
—¿Quién gobierna este barco?
Lalji respiró hondo.
—Yo. Ésta es mi lancha. —El haz de luz se clavó en sus ojos. Entornó los párpados frente al resplandor—. ¿Hemos hecho algo malo?
El líder no contestó. Los demás agentes de PI se desplegaron en abanico, barriendo la embarcación con sus luces, tomando nota de los presentes en la cubierta. Lalji se fijó en que, a excepción hecha del líder, los demás eran simples muchachos, justificados apenas por su edad los bigotes y las barbas que lucían. Simples muchachos barbilampiños equipados con armas de resortes y enfundados en armaduras que imprimían un aire arrogante a sus movimientos.
Dos de ellos se dirigieron a las escaleras con los perros mientras un cuarto saltaba a bordo desde el bote de PI ya amarrado. Las linternas desaparecieron en las entrañas de la lancha, proyectando sombras ominosas desde el hueco de la escalera. De alguna manera Creo se las había apañado para terminar con la espalda apoyada en el baúl que contenía las armas de la lancha. Como por casualidad, deslizó una mano hasta dejarla junto a los cierres. Lalji se acercó al capitán con la esperanza de mitigar la impulsividad de Creo.
El capitán lo apuntó con su linterna.
—¿Qué hacen aquí?
Lalji se detuvo y extendió las manos en señal de impotencia.
—Nada.
—¿Nada?
Lalji se preguntó si Bowman habría conseguido esconderse.
—Me refiero a que solo hemos atracado aquí para pasar la noche.
—¿Por qué no han amarrado en Willow Bend?
—No conozco esta parte del río. Anochecía. No quería que nos arrollara ninguna barcaza. —Se retorció las manos—. Comercio con antigüedades. Habíamos ido a mirar a los suburbios del norte. No es ileg… —Lo interrumpió un grito procedente de abajo. Lalji cerró los ojos, apesadumbrado. El Mississippi sería su cementerio. Jamás encontraría el camino hasta el Ganges.
Los agentes de PI reaparecieron arrastrando a Bowman.
—¡Mira lo que hemos encontrado! ¡Quería esconderse debajo de las tablas del suelo!
Bowman intentó sacudírselos de encima.
—No sé de qué estáis hablando…
—¡Silencio! —Uno de los jóvenes estrelló su porra en el estómago de Bowman. El anciano se dobló por la mitad. Tazi se abalanzó sobre ellos, pero el capitán la acorraló y la inmovilizó mientras iluminaba los rasgos de Bowman. Se quedó sin aliento.
—Esposadlo. Nos lo llevamos. ¡Cubridlos! —Un círculo de pistolas de resortes se levantó alrededor de los detenidos. Ceñudo, el capitán miró a Lalji—. Anticuario. Casi me lo creo. —Dirigiéndose a sus hombres añadió—: Es un pirata genético. De los viejos. Mirad a ver si hay algo más a bordo. Discos, ordenadores, papeles, lo que sea.
Uno de los agentes informó:
—Abajo hay un ordenador de pedales.
—Traedlo aquí.
El ordenador llegó a la cubierta instantes después. El capitán paseó la mirada sobre sus cautivos.
—Esposadlos a todos. —Uno de los chicos de PI obligó a Lalji a ponerse de rodillas y empezó a cachearlo mientras uno de los perros observaba la escena sin dejar de gruñir.
Bowman estaba diciendo:
—Lo siento mucho. Quizá se trate de un error. Quizá…
De repente, el capitán profirió un alarido. Las linternas de los agentes de PI apuntaron en dirección al sonido. Tazi estaba aferrada con los dientes a la mano del capitán, que la zarandeaba como si de un perro se tratara mientras intentaba desenfundar la pistola de resortes con la mano libre. Por un momento todos se quedaron mirando la refriega entre la muchacha y el hombre, mucho más corpulento. A alguien —a Lalji le pareció que uno de los agentes de PI— se le escapó la risa. A continuación, Tazi voló por los aires, el capitán empuñó la pistola y silbaron las cuchillas. Las linternas golpearon la cubierta y rodaron por ella, proyectando mareantes rayos de luz.
Más discos hendieron la oscuridad. Uno de los haces de luz perdidos mostró al capitán desplomándose, estrellándose contra el ordenador de Bowman, con la armadura tachonada de cuchillas. El ordenador y él se deslizaron de espaldas. De nuevo la oscuridad. Un chapuzón. Los perros aullaron, liberados, atacando o heridos. Lalji se tiró al suelo y se quedó tumbado de bruces en la cubierta mientras el metal silbaba sobre su cabeza.
—¡Lalji! —Era la voz de Creo. Una pistola resbaló por las tablas. Lalji se arrastró en dirección al sonido.
Una de las linternas había dejado de rodar. El capitán estaba sentándose, con la barbilla surcada de negros regueros de sangre mientras apuntaba la pistola contra Tazi. Bowman se abalanzó sobre el haz de luz, protegiendo a la niña con su cuerpo. Se ovilló cuando las cuchillas se incrustaron en su carne.
Los dedos de Lalji rozaron la pistola de resortes. Tanteó a ciegas. Encontró la culata. Accionó el percutor, apuntó en dirección al sonido de unos pasos y oprimió el disparador. La sombra de uno de los agentes de PI, uno de los muchachos, se cernió sobre él, desangrándose. Estaba muerto cuando golpeó la cubierta.
Se hizo el silencio.
Lalji aguardó. Nadie se movía. Se obligó a seguir esperando, a respirar acompasadamente, esforzando la vista frente a las sombras que las linternas no lograban disipar. ¿Era el único superviviente?
Una por una, las tres linternas restantes se agotaron. La oscuridad lo envolvió todo. El bote de PI chocaba delicadamente contra la lancha. El olor a pescado y hierba impregnaba la brisa que agitaba los sauces de la orilla. Los grillos cantaban.
Lalji se puso de pie. Nadie más se movía. Despacio, cojeando, cruzó la cubierta. Se había torcido el tobillo, no sabía cómo. Tanteó en busca de una de las linternas, la encontró gracias a su tenue brillo metálico y la tensó. Barrió la cubierta con un rayo de luz tembloroso.
Creo. El grandullón rubio estaba muerto, con una cuchilla clavada en la garganta. La sangre manaba a borbotones de la arteria desgarrada. No muy lejos, Bowman yacía triturado por los discos. Su sangre lo bañaba todo. El ordenador había desaparecido. Se había caído por la borda. Lalji se acuclilló junto a los cadáveres y suspiró. Apartó las trenzas ensangrentadas del rostro de Creo. Había sido rápido. Tan rápido como siempre se lo había imaginado. Tres agentes de PI acorazados, con sus perros. Exhaló otro suspiro.
Alguien sollozaba en alguna parte. Lalji apuntó la linterna hacia el origen del sonido, temiéndose lo que iba a encontrar, pero solo era la pequeña, aparentemente ilesa, gateando hacia el cadáver de Bowman. Levantó la cabeza y miró fijamente al fulgor de la lámpara de Lalji, no le hizo caso y se encorvó sobre Bowman. Tras una serie de hipidos, logró dominarse. Lalji bloqueó el muelle de la linterna y dejó que la oscuridad los arropara.
Volvió a concentrarse en los sonidos de la noche mientras rezaba a Ganesha para que no hubiera más patrullas en el río. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra. La sombra de la apenada muchacha arrodillada entre los cuerpos inermes se corporeizó en medio de la negrura. Lalji sacudió la cabeza. Cuántos muertos por una idea. Que alguien como Bowman pudiera contener tanto potencial y ahora no sirviera de nada. Aguzó el oído por si acaso alguien más había sido alertado, pero no detectó nada que así lo indicara. Una patrulla solitaria, al parecer, no parte de una acción coordinada. Mala suerte. Eso era todo. Un golpe de mala suerte que terminaba con una racha afortunada. Los dioses eran caprichosos.
Renqueó hasta las amarras de la lancha y empezó a deshacer los nudos. Tazi se reunió con él por iniciativa propia, sus manitas se pelearon con los cabos. Lalji se dirigió al timón y desbloqueó los muelles percutores. La embarcación se encabritó ante la inyección de energía, y se adentraron en las tinieblas del río. Lalji dejó que los muelles funcionaran durante una hora, derrochando julios pero ansioso por alejarse del escenario de la matanza. Escudriñó las márgenes en busca de una ensenada y echó el ancla. La oscuridad era casi absoluta.
Tras asegurar la lancha, ató los lastres a los tobillos de los agentes de PI. Hizo lo mismo con los perros y empezó a empujar los cadáveres por la borda. El agua los engulló con avidez. Se sentía impuro por deshacerse de ellos sin la menor ceremonia, pero no tenía ninguna intención de tomarse el tiempo necesario para enterrarlos. Con suerte, los cuerpos rodarían bajo el agua, picoteados por los peces hasta desintegrarse.
Una vez eliminados los agentes de PI, hizo una pausa para contemplar a Creo. Tan prodigiosamente rápido. Lo arrojó por la borda, deseando haber podido encender una pira en su honor.
Lalji comenzó a fregar la cubierta, diluyendo los restos de sangre. La luna apareció en el firmamento y los bañó con su luz plateada. La niña estaba sentada junto al cadáver de su anciano acompañante. Al final, Lalji no pudo seguir esquivándola con la fregona. Se arrodilló a su lado.
—¿Entiendes que debe ir a parar al río?
La muchacha no respondió. Lalji lo tomó como un sí.
—Si hay algo suyo que quieras conservar, deberías cogerlo ahora. —La niña negó con la cabeza. Vacilante, Lalji le apoyó una mano en el hombro—. Entregarse a las aguas no es ninguna desgracia. Al contrario, que lo entierren a uno en un río como este es un honor.
Aguardó. Al cabo, la pequeña asintió con la cabeza. Lalji se levantó y arrastró el cadáver hasta el filo de la lancha. Lo cargó de lastres y descolgó las piernas por la borda. El anciano se le escurrió de las manos. La muchacha, en silencio, se quedó contemplando fijamente el lugar donde las aguas se habían tragado a Bowman.
Lalji terminó de fregar. Por la mañana debería darle otra pasada a las tablas y lijarlas para borrar las manchas, pero por ahora tendría que conformarse. Empezó a levar anclas. Instantes después la muchacha volvía a estar a su lado, ayudando. Lalji se instaló al timón. Qué desperdicio, pensó. Qué desperdicio más grande.
Lentamente, la corriente condujo la lancha a las corrientes más profundas del río. La niña fue a arrodillarse junto a él.
—¿Nos perseguirán?
Lalji se encogió de hombros.
—¿Con suerte? No. Buscarán algo más importante que nosotros para explicar la desaparición de tantos agentes. Ahora que estamos solos los dos, les pareceremos unos pececillos inofensivos. Con suerte.
Tazi asintió con la cabeza mientras parecía digerir la información.
—Me salvó, ¿sabes? Ahora debería estar muerta.
—Lo vi.
—¿Plantarás sus semillas?
—Sin él para diseñarlas, no habrá nada que sembrar.
Tazi frunció el ceño.
—Pero si tenemos un montón. —Se incorporó y bajó a la bodega. Cuando regresó, cargaba con el saco de provisiones de Bowman. Empezó a sacar tarros de arroz y maíz, brotes de soja y granos de trigo.
—Eso es comida, nada más —protestó Lalji.
Tazi rechazó la idea con un ademán obstinado.
—Son sus herramientas de Johnny Appleseed. Se suponía que no debía decirte nada. No se fiaba de que nos llevaras a nuestro destino. Al menos a mí. Pero tú también podrías plantarlas, ¿verdad?
Lalji frunció el ceño y cogió un tarro de maíz. Las pepitas se apretujaban a cientos, todas ellas sin patentar, cada una de ellas una infección genética en potencia. Cerró los ojos y se imaginó una pradera: hilera tras hilera de tallos verdes meciéndose al viento, y su padre riendo, con los brazos en cruz y gritando: «¡Cientos! ¡Miles si rezas lo suficiente!».
Lalji apretó el bote contra su pecho, y muy despacio en sus labios se dibujó una sonrisa.
La lancha proseguía su rumbo río abajo como una humilde tabla a la deriva a merced de la corriente del Mississippi. A su alrededor se cernían las moles sombrías de los trenes de barcazas, todas ellas con el sur como destino, atravesando el fértil interior hacia las compuertas de Nueva Orleans; todas ellas avanzando inexorablemente hacia el ancho mundo.