La chica aflautada estaba acurrucada en la oscuridad, aferrando el último regalo de Stephen en sus manitas pálidas. Madame Belari estaría buscándola. Los criados estarían registrando el castillo como perros ferales, mirando debajo de las camas, en los armarios, detrás de los botelleros, con todos sus sentidos hambrientos de una vaharada suya. Belari no conocía los escondites de la chica aflautada. Siempre eran los criados los que la encontraban. Belari se limitaba a deambular por los pasillos y a dejar que la servidumbre realizara la búsqueda. Los criados creían que conocían todos sus escondites.
La chica aflautada cambió de posición. Lo incómodo de su postura era un martirio para su frágil esqueleto. Se estiró hasta donde se lo permitía el reducido espacio y se plegó sobre sí misma, compactándose, imaginándose que era un conejo, como los de las jaulas de la cocina de Belari: pequeños y suaves, de ojos cálidos y húmedos, podían sentarse y esperar durante horas. La chica aflautada se armó de paciencia e hizo oídos sordos a las doloridas protestas de su cuerpo contorsionado.
Pronto tendría que dejarse ver, de lo contrario madame Belari se impacientaría y ordenaría llamar a Burson, el encargado de seguridad. A continuación Burson traería sus chacales y estos reanudarían la cacería, rastreando todas las habitaciones, esparciendo aditivos feromonales por el suelo y siguiendo sus huellas de neón hasta su escondite. Tendría que irse antes de que llegara Burson. Madame Belari la castigaba cuando el personal malgastaba el tiempo limpiando feromonas.
La chica aflautada volvió a cambiar de postura. Empezaban a dolerle las piernas. Se preguntó si podrían romperse a causa de la tensión. A veces le sorprendían las cosas que eran capaces de romperla. Un golpecito contra una mesa y terminaba hecha añicos de nuevo, con Belari furiosa con ella por el descuido con que trataba su inversión.
La chica aflautada suspiró. Lo cierto es que ya iba siendo hora de salir de su escondite, pero aun así atesoraba el silencio, los momentos a solas. Su hermana Nia nunca lo había entendido. Stephen, en cambio… él sí. Cuando la chica aflautada le habló de su escondite, pensó que la perdonaba por simpatía. Ahora sabía que el motivo era otro. Stephen guardaba secretos más importantes que la estúpida chica aflautada. Guardaba secretos más importantes de lo que nadie sospechaba siquiera. La chica aflautada hizo girar en sus manos el diminuto bote de cristal que le había dado Stephen, acariciando los tersos contornos, consciente de las gotas ambarinas que contenía. Lo echaba de menos.
Fuera de su escondite resonó el eco de unos pasos. Algo metálico rechinó con estridencia contra la piedra. La chica aflautada miró por una de las rendijas de su improvisada fortaleza. A sus pies, la despensa del castillo era un baturrillo de comestibles. Mirriam estaba buscándola de nuevo, mirando detrás de las cajas refrigeradas de champán para la fiesta que iba a celebrar Belari esa noche. Siseaban y expulsaban remolinos de niebla mientras Mirriam se afanaba por empujarlas a un lado y asomarse a los oscuros confines del otro lado. La chica aflautada conocía a Mirriam desde que ambas eran niñas en la ciudad. Ahora eran tan distintas como la vida y la muerte.
Mirriam había crecido, abultados los senos, anchas las caderas, complacido y risueño el semblante sonrosado ante su buena suerte. Cuando llegaron a Belari, la chica aflautada y Mirriam medían lo mismo. Ahora Mirriam era una mujer adulta, más de medio metro más alta que la chica aflautada, con curvas de sobra para satisfacer a cualquier hombre. Y era leal. Era la fiel criada de Belari. Sonriente, encantada de servir. Todas eran así cuando llegaron al castillo, procedentes de la ciudad: Mirriam, la chica aflautada y su hermana Nia. Después Belari decidió convertirlas en chicas aflautadas. Mirriam podría crecer, pero las chicas aflautadas serían estrellas.
Mirriam espió un montón de quesos y jamones apilados sin orden ni concierto en un rincón. Caminó a su alrededor con paso furtivo mientras la chica aflautada la observaba y sonreía ante los recelos de la rolliza mujer. Mirriam levantó una gran rueda de queso danés y se asomó al hueco que había dejado atrás.
—¿Lidia? ¿Estás ahí?
La chica aflautada sacudió la cabeza. No, pensó. Pero ibas bien encaminada. Habría estado ahí, hace un año. Podría haber movido los quesos, con esfuerzo. El champán habría sido demasiado, no obstante. Jamás hubiera podido esconderme detrás del champán.
Mirriam se incorporó. El esfuerzo de mover las aparatosas viandas que abastecían a la casa de Belari había impuesto una película de sudor a su rostro, que parecía una manzana reluciente y lustrosa. Se enjugó la frente con una manga.
—Lidia, madame Belari está empezando a enfadarse. Estás siendo una mocosa egoísta. Nia te espera en la sala de prácticas.
Lidia asintió en silencio. Sí, Nia estaría en la sala de prácticas. Era la hermana buena. Lidia, la mala. A la que tenían que buscar. Lidia era el motivo por el que ambas chicas aflautadas recibían sus castigos. Belari había renunciado a disciplinar a Lidia de forma directa. Se conformaba con castigar a las dos hermanas y dejar que el sentimiento de culpa fomentara la obediencia. A veces funcionaba. Pero ahora no. No sin Stephen. Ahora Lidia necesitaba tranquilidad. Un lugar donde nadie la observara. Intimidad. El escondite secreto que le había enseñado a Stephen y que este había examinado con ojos muy sorprendidos y tristes. Stephen tenía los ojos castaños. Cuando la miraba, Lidia pensaba que sus ojos eran casi tan tiernos como los de los conejos de Belari. Sus ojos eran un lugar seguro. Podías caer en aquellos acogedores ojos marrones sin temor a romperte ningún hueso.
Mirriam se sentó pesadamente encima de un saco de patatas y miró a su alrededor con el ceño fruncido, actuando para su público en potencia.
—Estás siendo una mocosa egoísta. Es egoísta y perverso obligarnos a buscarte de esta manera.
La chica aflautada asintió con la cabeza. Sí, soy una egoísta, pensó. Soy una mocosa egoísta, y tú eres una mujer, y sin embargo tenemos la misma edad, y soy más lista que tú. Eres astuta, pero no sabes que los mejores escondrijos son los que están donde nadie mira. Me buscas debajo, detrás y entremedias, pero no miras arriba. Estoy encima de ti y te estoy vigilando, igual que Stephen nos vigilaba a todos.
Mirriam torció el gesto y se levantó.
—Da igual. Ya te encontrará Burson. —Se sacudió el polvo de las faldas—. ¿Me oyes? Burson dará contigo. —Salió de la despensa.
Lidia esperó a que Mirriam se alejara. La mortificaba que Mirriam tuviera razón. Burson la encontraría. La encontraba siempre, si Lidia se demoraba en exceso. Los momentos de calma robados solo podían durar unos pocos minutos. Hasta que Belari perdía la paciencia y llamaba a los chacales. Así perdía todos sus escondrijos.
Lidia hizo girar el frasquito de cristal marrón en sus dedos delicados una última vez. Un regalo de despedida, comprendió, ahora que se había ido, ahora que ya no la consolaría cuando los abusos de Belari se volvieran insoportables. Contuvo las lágrimas. No había tiempo para llorar. Burson estaría buscándola.
Introdujo el bote en un resquicio seguro, afianzándolo entre la piedra y la madera toscamente labrada del estante que era su refugio, y movió un tarro de lentejas envasadas al vacío hasta practicar una abertura. Salió contoneándose de detrás de la muralla de legumbres que se alineaban en las baldas más altas de la despensa.
Había tardado semanas en retirar los envases de atrás para hacerse un hueco, pero los tarros constituían un buen escondite. Un lugar en el que a todos se les olvidaba mirar. Tenía una fortaleza de botes repletos de inocentes legumbres aplastadas, y detrás de esa barrera, si era paciente y soportaba la tensión, podía pasarse horas agazapada. Emprendió el descenso.
Cuidado, con cuidado, pensó. No querrás romperte ningún hueso. Hay que tener cuidado con los huesos. Colgada de las estanterías, dejó el grueso bote de lentejas rojas de nuevo en su sitio, con delicadeza, y se deslizó por las últimas baldas hasta el suelo de la despensa.
Con los pies descalzos ya en las losas heladas, Lidia estudió su escondite. Sí, todavía tenía buen aspecto. El último regalo de Stephen estaría a salvo allí arriba. Nadie parecía capaz de caber en esos pocos palmos de espacio, ni siquiera una delicada chica aflautada. Nadie sospecharía que podía plegarse perfectamente en un sitio así. Era liviana como un ratón, y a veces cabía en los lugares más sorprendentes. Eso podía agradecérselo a Belari. Giró sobre los talones y salió corriendo de la despensa, decidida a dejar que los criados la encontraran lejos del último escondite que le quedaba.
Cuando Lidia llegó al comedor, albergaba la esperanza de alcanzar las salas de prácticas sin ser descubierta. Puede que no recibiera ningún castigo. Belari era caritativa con aquellos a los que amaba, pero implacable con quienes la decepcionaban. Aunque Lidia era demasiado delicada como para recibir ningún golpe, existían otros correctivos. Lidia se acordó de Stephen. Una pequeña parte de ella se alegraba de que estuviera lejos de las torturas de Belari.
Lidia avanzó de puntillas por el borde del comedor, escudada por los helechos y las orquídeas en flor. Entre la exuberancia de hojas y flores se vislumbraba la larga mesa de ébano, bruñida como un espejo a diario por los criados y perpetuamente preparada con relucientes cubiertos de plata. Estudió la estancia en busca de observadores. Estaba desierta.
La intensa y cálida fragancia de las plantas le recordó el verano, pese a la estación invernal que azotaba las montañas que rodeaban el castillo. Cuando Nia y ella eran más jóvenes, antes de sus respectivas operaciones, acostumbraban a correr por esas montañas, entre los pinos. Lidia se deslizó entre las orquídeas: una de Singapur; otra de Chennai; otra, listada como un tigre, diseñada por Belari. Acarició la delicada flor atigrada, admirando su colorido chillón.
Somos bellas prisioneras, pensó. Igual que tú.
Los helechos se estremecieron. Un hombre arrolló el follaje, abalanzándose sobre ella como un lobo. Sus manos le atenazaron los hombros. Sus dedos se clavaron en la piel pálida, y a Lidia se le cortó la respiración cuando sus nervios pinzados la dejaron paralizada. Se desplomó sobre las losas de pizarra, como una mariposa con las alas plegadas, mientras Burson la inmovilizaba con todo su peso.
Sollozó contra el suelo de piedra, con el corazón martilleando en su pecho ante lo inesperado de la emboscada de Burson. Gimió, temblando bajo su peso, aplastada su cara contra la lisa pizarra gris del castillo. En la piedra junto a ella, una orquídea rosa y blanca yacía decapitada por el asalto de Burson.
Muy despacio, tras asegurarse de su docilidad, Burson le permitió moverse. El inmenso peso se redujo, quitándose de encima de ella como un tanque que acabara de apisonar los restos de una covacha. Lidia se obligó a sentarse. Por último, se levantó, un hada pálida y temblorosa empequeñecida por el monstruo sobrecogedor que era el encargado de seguridad de Belari.
El montañoso cuerpo de Burson era una mole escarpada de músculos y cicatrices, todo riscos de fuerza y furiosas trincheras fruncidas de combate. Mirriam contaba el rumor de que había sido gladiador en su día, pero era una romántica y Lidia sospechaba que sus cicatrices provenían de los adiestradores, al igual que sus propios castigos provenían de Belari.
Burson le retenía la muñeca, atenazándola en una presa rocosa. A pesar de su fuerza inconmensurable, el gesto no estaba exento de delicadeza. Tras una desastrosa fractura inicial, había aprendido qué cantidad de estrés podía soportar el cuerpo de Lidia antes de romperse.
Lidia forcejó, poniendo a prueba la presa sobre su muñeca, y se resignó a su captura. Burson se arrodilló para situarse a la misma altura que ella. La estudió con unos ojos ribeteados de rojo. Sus iris mejorados, inyectados de aumentos, escanearon el pulso infrarrojo de su piel.
El rostro mutilado de Burson perdió gradualmente el verdor del camuflaje, abandonando los colores de la piedra y el follaje ahora que estaba en terreno descubierto. Allí donde su mano tocaba la de ella, no obstante, su piel palidecía, como si estuviera espolvoreada de harina, hasta igualar la blancura de Lidia.
—¿Dónde te habías metido? —retumbó su voz.
—En ninguna parte.
Los ojos rojos de Burson se entrecerraron, y sus cejas se fruncieron sobre dos hondos pozos inquisitivos. Husmeó el atuendo de Lidia en busca de pistas. Acercó la nariz a su cara, su cabello, le olisqueó las manos.
—Las cocinas —murmuró.
Lidia dio un respingo. Sus ojos rojos la estudiaron minuciosamente en busca de más detalles, atentos a las reacciones involuntarias de su piel, el rubor del descubrimiento que no podía ocultar a su mirada inquisitiva. Burson sonrió. Cazaba con el entusiasmo salvaje y feroz de sus genes de sabueso. Costaba distinguir dónde confluían el chacal, el perro y el humano que componían su persona. Sus placeres eran la caza, la captura y el descuartizamiento.
Burson se enderezó sonriendo. Sacó un brazalete de acero de una bolsita.
—Tengo algo para ti, Lidia. —Colocó la joya en la muñeca de Lidia. Se enroscó en su bracito como una serpiente, hasta cerrarse con un tintineo—. Se acabaron los escondites.
Una descarga recorrió el brazo de Lidia, que gritó, estremeciéndose mientras la electricidad penetraba en su cuerpo. Burson la sostuvo en pie cuando se cortó la corriente. Dijo:
—Estoy harto de correr detrás de las propiedades de Belari.
Sonrió, con los labios apretados, y la empujó hacia la sala de prácticas. Lidia se dejó conducir.
Belari estaba en la sala de demostraciones cuando Burson llevó a Lidia ante ella. A su alrededor, los criados se afanaban en colocar las mesas, preparar el escenario circular e instalar el alumbrado. Cubrían las paredes unas cortinas de muselina clara veteada de descargas eléctricas, una ondeante funda de aire electrizado que crepitaba y soltaba chispas cada vez que pasaba cerca alguno de los sirvientes.
Belari parecía ajena al rocambolesco mundo que se materializaba a su alrededor mientras impartía instrucciones a su coordinadora de atracciones. Llevaba el equipo de protección corporal de color negro abierto en el cuello, en deferencia al calor producido por la actividad humana. Lanzó una mirada de soslayo a Burson y Lidia antes de volver a prestar toda su atención a la criada, que continuaba garabateando febrilmente en una libreta digital.
—Quiero que todo salga a la perfección esta noche, Tania. Quiero verlo todo en su sitio. Que no falte nada. A la perfección.
—Sí, madame.
Belari sonrió. Su rostro estaba esculpido matemáticamente para resultar bello, estructurado por sesiones de grupo y tradiciones cosméticas que se remontaban a varias generaciones en el pasado. Los cócteles de terapias preventivas, los inhibidores cancerígenos que purgaban las células y la Revitia conservaban la apariencia externa de Belari a los veintiocho, del mismo modo que los tratamientos con la sustancia conservaban a Lidia congelada en los albores de la adolescencia.
—También quiero que alguien se ocupe de Vernon.
—¿Necesitará compañía?
Belari sacudió la cabeza.
—No. Se conformará con acosarme a mí, estoy segura. —Se estremeció—. Qué hombre más asqueroso.
Tania soltó una risita. La mirada glacial de Belari la silenció. Belari examinó la sala de demostraciones.
—Lo quiero todo aquí dentro. La comida, el champán, todo. Quiero que estén apelotonados para que se toquen unos a otros cuando actúen las chicas. Quiero que estén hacinados. Que sea algo muy íntimo.
Tania asintió con la cabeza y apuntó rápidamente algo más en su libreta. Dio unos golpecitos en la pantalla, con autoridad, para enviar las órdenes pertinentes a la servidumbre. Los mensajes resonaron de inmediato en los auriculares de los criados, que se apresuraron a reaccionar a las exigencias de su ama.
—Quiero que corra el prurito —dijo Belari—. Con el champán. Eso les abrirá el apetito.
—Se desatará una orgía como lo haga.
Belari se carcajeó.
—Me parece bien. Quiero que recuerden esta noche. Quiero que recuerden a nuestras chicas aflautadas. Especialmente Vernon. —Su risa se aquietó, remplazada por una sonrisa desprovista de humor, resquebrajadiza a causa de la emoción contenida—. Se pondrá furioso cuando descubra su existencia. Pero las deseará de todos modos. Y pujará como todos los demás.
Lidia contempló las facciones de Belari. Se preguntó si la mujer sabría con qué claridad proyectaba sus sentimientos hacia el ejecutivo de Pendant Entertainment. Lidia lo había visto una vez, desde detrás de una cortina. Stephen y ella habían visto cómo Vernon Weir tocaba a Belari, y cómo esta reaccionaba con timidez antes de entregarse a sus caricias, recurriendo a las reservas de sus dotes escénicas para representar el papel de mujer seducida.
Vernon Weir había hecho famosa a Belari. Había corrido con los gastos de su cuerpo esculpido y la había convertido en una estrella, del mismo modo que Belari ahora invertía en Lidia y en su hermana. Pero el amo Weir exigía un precio a cambio de su ayuda, como el diablo faustiano que era. Stephen y Lidia habían visto cómo Weir obtenía su placer de Belari, y Stephen le había susurrado que, cuando Weir se marchara, Belari llamaría a Stephen y repetiría la escena, pero con Stephen en el papel de víctima, y él fingiría, como hacía ella ahora, que se entregaba gustoso.
Las cavilaciones de Lidia se interrumpieron. Belari se había girado hacia ella. El feo verdugón que le había producido el ataque de Stephen aún resultaba visible en su garganta, a pesar de los tejecélulas que devoraba como si de golosinas se tratara. Lidia pensó que tener una cicatriz fuera de lugar debía de mortificarla. Era muy celosa de su imagen. Belari pareció reparar en el centro de las miradas de Lidia. Frunció los labios y se cerró el cuello de la armadura, disimulando así el daño. Sus ojos verdes se entrecerraron.
—Te estábamos buscando.
Lidia agachó la cabeza.
—Lo siento, ama.
Con un dedo, Belari acarició la línea del mentón de la chica aflautada, levantándole el rostro inclinado hasta que sus ojos se encontraron.
—Debería castigarte por hacerme perder el tiempo.
—Sí, ama. Lo siento. —La chica aflautada bajó la mirada. Belari no se atrevería a golpearla. Arreglarla le saldría demasiado caro. Se preguntó si Belari usaría electricidad, o aislamiento, o cualquier otro tipo de humillación ingeniosa.
En vez de eso, Belari señaló el brazalete de acero.
—¿Qué es eso?
Burson no se acobardó ante la pregunta. No tenía miedo. Era el único criado que podía preciarse de ello. Siquiera por eso, Lidia lo admiraba.
—Para rastrearla. Y conmocionarla. —Sonrió, complacido—. No causa la menor destrucción física.
Belari sacudió la cabeza.
—Esta noche la necesito sin joyas. Quítaselo.
—Se esconderá.
—No. Quiere ser una estrella. A partir de ahora se portará bien, ¿a que sí, Lidia?
Lidia asintió con la cabeza.
Burson se encogió de hombros y le quitó el brazalete, impertérrito. Acercó el inmenso rostro surcado de cicatrices al oído de la muchacha.
—La próxima vez no te escondas en las cocinas. Te encontraré. —Se irguió con una sonrisa de satisfacción. Lidia entornó los párpados mientras miraba a Burson y se dijo que el hecho de que este todavía desconociera su escondite constituía una victoria. Sin embargo, al fijarse mejor en la sonrisa de Burson, se preguntó si no lo habría descubierto ya, si no estaría jugando con ella igual que un gato con un ratón malherido.
—Gracias, Burson —dijo Belari. Tras observar en silencio a la enorme criatura que, pese a su apariencia humana, se movía con la velocidad feral de las bestias, añadió—: ¿Has reforzado la seguridad?
Burson asintió con la cabeza.
—Tu feudo está a salvo. Estamos investigando los historiales del resto del personal en busca de cualquier posible irregularidad.
—¿Habéis encontrado algo?
Burson negó con la cabeza.
—Tus siervos te aman.
El timbre de Belari se tornó afilado.
—Lo mismo pensábamos de Stephen. Y ahora no me quito el equipo de protección corporal ni en mi propio feudo. No puedo permitirme el lujo de dar la impresión de estar perdiendo popularidad. El orgullo que todos compartimos se resentiría.
—He sido meticuloso.
—Si mi prestigio se hunde, Vernon me cargará de implantes de TouchSense. No pienso tolerarlo.
—Entendido. No habrá más fallos.
Belari frunció el ceño en dirección al monstruo que se cernía sobre ella.
—Bien. Bueno, pues adelante. —Indicó a Lidia que se reuniera con ella—. Tu hermana estaba esperándote. —Tomó a la chica aflautada de la mano y la sacó de la sala de demostraciones.
Lidia miró atrás por encima del hombro. Burson se había marchado ya. Mientras los criados se atareaban en adornar las mesas con orquídeas cortadas, Burson había desaparecido camuflándose con las paredes, tal vez, o corriendo para reanudar las labores de seguridad.
Belari tiró de la mano de Lidia.
—Nos has hecho remover cielo y tierra. Empezaba a pensar que tendríamos que regarlo todo con feromonas de nuevo.
—Lo siento.
—No tiene importancia. Por esta vez. —Belari le dedicó una sonrisa—. ¿Estás nerviosa por lo de esta noche?
Lidia sacudió la cabeza.
—No.
—¿No?
Lidia se encogió de hombros.
—¿Comprará nuestro repertorio el amo Weir?
—Si paga lo suficiente.
—¿Lo pagará?
Belari sonrió.
—Creo que sí, lo hará. Eres única. Como yo. A Vernon le gusta coleccionar bellezas exóticas.
—¿Cómo es?
La sonrisa de Belari se tambaleó. Levantó la cabeza, concentrándose en su recorrido a través del castillo.
—Cuando era pequeña, muy joven, mucho más joven que tú, mucho antes de hacerme famosa, frecuentaba un parque infantil. Había un hombre que siempre iba a verme jugar en los columpios. Quería ser mi amigo. No me caía bien, pero estar cerca de él me nublaba el sentido. Todo lo que decía me parecía perfectamente cabal. Olía a rayos, pero no lograba separarme de él. —Belari sacudió la cabeza—. La madre de alguien terminó ahuyentándolo de allí. —Miró a Lidia—. Usaba una colonia química, ¿lo entiendes?
—¿De contrabando?
—Sí. De Asia. Ilegal aquí. Vernon es así. Te pone el vello de punta, pero te atrae hacia él.
—Te toca.
La mirada de Belari adquirió un poso de tristeza.
—Le gusta la experiencia de vieja arpía que contiene este cuerpo lozano. Pero no se le puede acusar de discriminar. Toca a todo el mundo. —Sonrió ligeramente—. Aunque puede que a ti no. Eres demasiado valiosa para eso.
—Demasiado delicada.
—No pongas esa cara de amargada. Eres única. Vamos a convertirte en una estrella. —Belari miró con avidez a su protegida—. Tu reputación crecerá, y serás una estrella.
Desde su ventana, Lidia vio cómo empezaban a llegar los invitados de Belari. Los aerocoches llegaban furtivamente, con escoltas de seguridad, deslizándose a baja altura sobre las copas de los pinos, con las luces de vuelo verdes y rojas parpadeando en la oscuridad.
Nia se situó detrás de Lidia.
—Ya están aquí.
—Sí.
Un grueso manto de nieve recubría los árboles, como nata pesada. Los intermitentes barridos azules de los focos de búsqueda iluminaban la nieve y las oscuras siluetas del bosque; las patrullas de esquiadores de Burson esperaban divisar las delatoras exhalaciones rojas de los intrusos agazapados entre las sombras de los pinos. Sus luces se deslizaron por la antigua mole del telesilla que ascendía desde la ciudad. Estaba oxidado, silencioso salvo cuando el viento bamboleaba los asientos y mecía los cables. Las sillas vacías se columpiaban aletargadas en el vacío helado, víctimas a su vez de la influencia de Belari. Belari detestaba la competencia. Ahora ella era la única benefactora de la ciudad que rutilaba en las profundidades del valle a lo lejos.
—Deberías vestirte —dijo Nia.
Lidia se giró para estudiar a su gemela. Unos ojos negros como la brea la observaban tras unos párpados feéricos. Tenía la piel pálida, despojada de pigmentación, y su delgadez acentuaba la delicadeza de su estructura ósea. Al menos podía decir que eso era real, ambas podían decirlo: los huesos eran de ellas. Era lo que había atraído a Belari en primer lugar, cuando solo contaban once años de edad. Lo bastante maduras como para que Belari se las arrebatara a sus padres.
La mirada de Lidia regresó al paisaje. Encajonadas en la angosta fisura del valle montañoso resplandecían las luces ambarinas de la ciudad.
—¿La echas de menos?
Nia se acercó un poco más.
—¿Que si echo de menos el qué?
Lidia inclinó la cabeza en dirección a la gema rutilante.
—La ciudad.
Sus padres eran sopladores de vidrio, practicantes de las antiguas artes abandonadas con la llegada de la eficiente manufacturación, que insuflaban vida con su aliento en objetos delicados mientras la arena se licuaba bajo su supervisión. Se habían trasladado al feudo de Belari en busca de mecenazgo, como todos los artesanos de la ciudad: los alfareros, los herreros, los pintores. A veces los nobles de Belari se fijaban en un artista y la influencia de este aumentaba. Niels Kinkaid había amasado su fortuna gracias a gozar del favor de Belari, trabajando el hierro según sus instrucciones, equipando su fortaleza con enormes rejas forjadas a mano y sus jardines con discretas sorpresas esculturales: zorros y niños que espiaban entre los altramuces y los acónitos en verano, y entre los grandes pliegues de nieve en invierno. Ahora su fama era tal que le permitía dirigir su propio repertorio.
Los padres de Lidia habían acudido en busca de mecenazgo, pero la calculadora mirada de Belari no se había fijado en sus manualidades. Seleccionó, en cambio, el accidente biológico de sus hijas gemelas: delicadas y rubias, con ojos azules como el aciano que observaban el mundo sin pestañear mientras absorbían las maravillas montañosas del feudo. Su negocio florecía ahora merced al donativo de las pequeñas.
Nia zarandeó a Lidia con suavidad, serio su semblante espectral.
—Date prisa y vístete. No debes llegar tarde.
Lidia dio la espalda a los ojos negros de su hermana. Quedaba muy poco de sus rasgos originales. Belari las vio crecer en el castillo durante dos años antes de que llegaran las pastillas. Los tratamientos con Revitia a los trece congelaron sus rasgos en la matriz de la juventud. Después vinieron los ojos, obtenidos de otra pareja de gemelas en algún lejano país extranjero. Lidia a veces se preguntaba si habría ahora en la India dos niñas de piel atezada que contemplaban el mundo con intensos ojos azules, o si recorrerían las calles de barro de su aldea guiadas tan solo por el sonido de los ecos en las paredes de estiércol de vaca y el roce de sus bastones en la tierra ante ellas.
Lidia estudió la noche que se extendía más allá de las ventanas con sus ojos negros robados. Los aerocoches continuaban descargando invitados en las zonas de aterrizaje antes de extender sus alas de seda y dejar que los vientos de la montaña los transportara lejos de allí.
Hubo más tratamientos: los fármacos antipigmentación les disolvieron el color de la piel, dejándolas pálidas como máscaras de kabuki, sombras etéreas de su antiguo yo bronceado por el sol de las montañas, y después comenzaron las operaciones. Recordó cómo despertaba tras cada cirugía sucesiva, tullida, incapaz de moverse durante semanas a pesar de las cánulas repletas de tejecélulas y fluidos nutrientes que el médico inyectaba en su cimbreño armazón. El mismo médico que le sostenía la mano después de las operaciones, le enjugaba el sudor de la frente pálida y susurraba: «Pobrecita. Pobre, pobrecita». Después aparecía Belari, sonreía al ver los progresos y declaraba que Lidia y Nia pronto serían estrellas.
Las ráfagas de viento arrancaban la nieve de los pinos y la propulsaban arremolinándose en grandes nubes como tornados que envolvían a la aristocracia recién llegada. Los invitados se apresuraban a escapar de la nevasca mientras las luces de búsqueda azules de las patrullas de esquiadores de Burson taladraban los bosques. Con un suspiro, Lidia se apartó de la ventana para vestirse, obedeciendo así finalmente a las esperanzas de su nerviosa hermana.
Stephen y Lidia salieron juntos de picnic aprovechando que Belari se había ausentado del feudo. Abandonaron el gigantesco constructo gris del castillo de Belari y cruzaron con cuidado los prados montañosos, con Stephen siempre ayudándola, guiando sus frágiles pasos por los campos de margaritas, aguileñas y altramuces hasta que se asomaron a los escarpados riscos de granito con la ciudad a sus pies. A su alrededor, las cumbres esculpidas por los glaciares ceñían el valle como gigantes acuclillados en consejo, adornados sus rostros por la nieve incluso en verano, como barbas de sabios. Almorzaron al filo del precipicio, y Stephen le contó historias del mundo tal y como era antes de los feudos, antes de que la Revitia volviera inmortales a las estrellas.
Le explicó que el país había sido democrático. Que hubo un tiempo en que el pueblo votaba para elegir a sus señores. Que gozaban de libertad para viajar de un feudo a otro como mejor les placiera. Todo el mundo, decía, no solo las estrellas. Lidia sabía que en las costas había lugares donde ocurría esto. Había oído hablar de ellos. Pero le costaba creerlo. Era hija de un feudo.
—Es verdad —dijo Stephen—. En las costas, el pueblo elige a su líder. Únicamente aquí, en las montañas, es de otra forma. —Le sonrió. Sus cálidos ojos castaños se arrugaron levemente en señal de buen humor, indicando que ya se había dado cuenta del escepticismo que se reflejaba en las facciones de la muchacha.
Lidia se rió.
—Pero ¿quién pagaría por todo? Sin Belari, ¿quién subvencionaría la reparación de las carreteras y construiría las escuelas? —Cogió un aster e hizo girar la flor entre los dedos, admirando los corimbos púrpura que se difuminaban alrededor de su eje amarillo.
—La gente.
Lidia se volvió a reír.
—Nadie podría permitirse algo así. Apenas les alcanza para comer. Además, ¿cómo sabrían lo que tienen que hacer? Sin Belari, nadie sería capaz de decir qué cosas necesitan reparaciones, o mejoras. —Tiró la flor lejos de sí, con la intención de lanzarla al vacío. En vez de eso, el viento la atrapó y la dejó junto a ella.
Stephen recogió la flor y la arrojó con facilidad por el borde del risco.
—Es cierto. No hace falta que sean ricos, solo deben trabajar juntos. ¿Te crees que Belari lo sabe todo? Tiene consejeros a su servicio. Cualquiera podría hacerlo tan bien como ella.
Lidia sacudió la cabeza.
—¿Incluso alguien como Mirriam? ¿Gobernaría ella un feudo? Es un disparate. Nadie la respetaría.
Stephen frunció el ceño.
—Es verdad —insistió, obstinado, y puesto que a Lidia le gustaba y no quería que se molestara, convino que podría ser cierto; pero en el fondo pensaba que Stephen era un soñador. Eso lo volvía adorable, aunque no entendiera cómo funcionaba realmente el mundo—. ¿Te gusta Belari? —preguntó Stephen de improviso.
—¿A qué te refieres?
—¿Te gusta?
Lidia le dedicó una mirada de perplejidad. Stephen la estudiaba intensamente con sus ojos castaños. Lidia se encogió de hombros.
—Es buena señora. Nadie pasa hambre ni penalidades. No como en el feudo del amo Weir.
Stephen compuso una mueca de repugnancia.
—El feudo de Weir no tiene igual. Es un bárbaro. Ordenó empalar a uno de sus criados. —Hizo una pausa—. Pero así y todo, fíjate en lo que te ha hecho Belari.
Lidia frunció el ceño.
—¿Qué me ha hecho?
—No eres natural. Mira tus ojos, tu piel y… —dijo mientras apartaba la mirada y bajaba la voz— tus huesos. Mira lo que ha hecho con tus huesos.
—¿Qué tienen de malo mis huesos?
—¡Que casi no puedes ni caminar! —exclamó de pronto Stephen—. ¡Deberías ser capaz de hacerlo!
Lidia miró a su alrededor, nerviosa. Stephen estaba siendo crítico. Alguien podría estar escuchando. Se encontraban a solas, en apariencia, pero siempre había alguien en los alrededores: agentes de seguridad en las laderas, alguien que estuviera estirando las piernas. Burson podría andar cerca, mimetizado con el paisaje, un hombre de piedra oculto entre las rocas. A Stephen le costaba aceptar a Burson.
—Puedo caminar —susurró con ferocidad.
—¿Cuántas veces te has roto una pierna, o un brazo, o una costilla?
—Hace un año que no me rompo nada. —Se enorgullecía de ello. Había aprendido a tener cuidado.
Stephen soltó una carcajada de incredulidad.
—¿Sabes cuántos huesos me he roto yo en mi vida? —No esperó a escuchar la respuesta—. Ninguno. Ni un solo hueso. Nunca. ¿Recuerdas cómo era salir a pasear sin temor a tropezar con algo o a chocar con alguien? Eres de cristal.
Lidia meneó la cabeza y apartó la mirada.
—Me convertiré en una estrella. Belari va a lanzarnos a los mercados.
—Pero no puedes caminar —dijo Stephen. A Lidia la sacaba de quicio la compasión que anidaba en sus ojos.
—Sí que puedo. Y no se hable más.
—Pero…
—¡No! —Lidia sacudió la cabeza—. ¿Quién eres tú para saber lo que puedo hacer? ¡Mira lo que hace Belari contigo, y sigues siendo leal! Puede que a mí me hayan hecho alguna operación, pero por lo menos no soy un juguete.
Fue la única vez que Stephen se enfureció. Por un momento, la rabia que le deformaba los rasgos hizo pensar a Lidia que se disponía a agredirla y romperle todos los huesos. Una parte de su ser esperaba que lo hiciera, que diera rienda suelta a la espantosa frustración que se interponía entre ellos, dos criados acusándose mutuamente de ser unos esclavos.
En vez de eso, Stephen se dominó y dio por terminada la discusión. Se disculpó, la tomó de la mano y contemplaron la puesta de sol en silencio, pero ya era demasiado tarde y su momento de calma había quedado arruinado. La mente de Lidia había regresado a la época anterior a las operaciones, cuando corría sin preocupación, y aunque jamás lo admitiría delante de Stephen, era como si este le hubiera arrancado una costra y revelado la herida, dolorosa y amarga, que latía debajo.
La sala de demostraciones retumbaba de expectación, repleta de personas colocadas de prurito y ebrias de champán. La muselina de las paredes relampagueaba mientras los invitados de Belari, cubiertos de sedas brillantes y destellos de oro, recorrían la estancia en coloridas nubes de celebración, arracimándose para conversar antes de volver a separarse, riendo, y reanudar las rondas de cortesía.
Lidia se deslizaba discretamente entre los invitados; su piel pálida y su camisón diáfano ponían una nota de simplicidad en la maraña de colores chillones y riquezas. Algunos de los huéspedes observaban con curiosidad a esa chica tan extraña que merodeaba por sus placeres. No tardaban en olvidarse de ella. Solo era otra de las criaturas de Belari, de aspecto intrigante, quizá, pero intrascendente. Su atención regresaba siempre a las más importantes pautas de cotilleos y asociaciones que se arremolinaban a su alrededor. Lidia sonrió. Pronto, pensó, me reconoceréis. Apoyó la espalda en una pared, junto a una mesa cubierta de montañas de emparedados, delicias de carne y bandejas de fresas rollizas.
Lidia paseó la mirada por la multitud. Allí estaba su hermana, en la otra punta de la sala, vestida con un camisón igualmente diáfano. Belari, rodeada de figuras mediáticas y señores feudales, llevaba puesto un vestido verde que hacía juego con sus ojos; aun sin la armadura de la que tanto le costaba separarse de un tiempo a esta parte, sonreía con aparente despreocupación.
Vernon Weir se colocó detrás de Belari, acariciándole el hombro. Lidia vio cómo Belari se estremecía y se crispaba al contacto con Weir. Se preguntó cómo era posible que él no se diera cuenta. Quizá fuese una de esas personas que disfrutaba con la repulsión que infligía. Belari le sonrió, controladas de nuevo sus emociones.
Lidia cogió una bandejita de fiambres de la mesa. La carne, rociada con concentrado de frambuesa, estaba dulce. A Belari le gustaban las cosas dulces, como las fresas que estaba compartiendo ahora con el ejecutivo de Pendant Entertainment al final de la mesa. La adicción a los dulces era otro de los efectos secundarios del prurito.
Belari reparó en Lidia y condujo a Vernon Weir hacia ella.
—¿Te gusta la carne? —preguntó con una sonrisita.
Lidia asintió con la cabeza y terminó cuidadosamente.
La sonrisa de Belari se ensanchó.
—No me extraña. Tienes buen gusto para los ingredientes. —El prurito le sonrosaba las mejillas. Lidia se alegró de que estuvieran en público. Cuando Belari consumía demasiado prurito, sus apetitos la poseían y su conducta se volvía errática. En una ocasión, Belari había aplastado un puñado de fresas contra su piel, tiñendo su palidez con el rubor de los jugos, y a continuación, enardecida por la cara erotizante de la sobredosis, había obligado a Lidia a pegar la lengua a la piel empapada de zumo de Nia y viceversa mientras las observaba, complacida con la perversa actuación.
Belari seleccionó una fresa y se la ofreció a Lidia.
—Ten. Prueba una, pero no te manches. Quiero que estés perfecta. —Sus ojos relucían de emoción. Lidia desterró aquel recuerdo de su memoria y aceptó la fruta.
Vernon estudió a Lidia.
—¿Es tuya?
Belari esbozó una sonrisa cargada de afecto.
—Una de mis chicas aflautadas.
Vernon se arrodilló y observó a Lidia con más atención.
—Qué ojos más extraordinarios tienes.
Lidia agachó tímidamente la cabeza.
—Encargué que se los remplazaran —dijo Belari.
—¿Remplazar? —Vernon la miró de reojo—. ¿No alterar?
Belari sonrió.
—Ambos sabemos que nada tan hermoso podría ser artificial. —Estiró un brazo para acariciar el cabello rubio de Lidia, sonriendo de satisfacción ante su creación—. Cuando llegó aquí, tenía los ojos azules más bonitos que he visto. Del color de las flores que se encuentran aquí en las montañas en verano. —Sacudió la cabeza—. Hubo que remplazarlos. Tenía unos ojos preciosos, pero no eran lo que buscaba.
Vernon se irguió de nuevo.
—Es espectacular. Pero no tan bella como tú.
Belari le dedicó una sonrisa cargada de cinismo.
—¿Por eso quieres cargarme de TouchSense?
Vernon se encogió de hombros.
—Es un mercado nuevo, Belari. Con tu capacidad de respuesta, podrías ser una estrella.
—Ya lo soy.
Vernon sonrió.
—Pero la Revitia es cara.
—Siempre terminamos volviendo sobre lo mismo, ¿verdad, Vernon?
La mirada de Vernon se endureció.
—No quiero enemistarme contigo, Belari. Te has portado de maravilla con nosotros. Hasta el último céntimo invertido en tu reconstrucción ha valido la pena. No he visto nunca una actriz mejor. Pero estamos hablando de Pendant, al fin y al cabo. Podrías haber comprado tu repertorio hace mucho si no estuvieras tan apegada a la inmortalidad. —Observó con frialdad a Belari—. Si quieres ser inmortal, aceptarás los implantes de TouchSense. Ya estamos cosechando una acogida espectacular en el mercado. Es el futuro del ocio.
—Soy una actriz, no una marioneta. No me hace gracia que se metan en mi piel.
Vernon se encogió de hombros.
—Todos pagamos un precio por nuestra fama. Debemos seguir a los mercados allí adonde vayan. Ninguno de nosotros es realmente libre. —Lanzó una mirada cargada de intención a Belari—. Y menos si aspiramos a vivir para siempre.
Belari esbozó una sonrisa taimada.
—Tal vez. —Asintió con la cabeza en dirección a Lidia—. Date prisa. Ya casi es la hora. —Se volvió hacia Vernon—. Me gustaría que vieras una cosa.
Stephen le dio el frasquito la víspera de su muerte. Lidia preguntó de qué se trataba, unas cuantas gotas ambarinas en un bote no más grande que su meñique. Sonrió con alegría al recibir el regalo, pero Stephen se mantuvo serio.
—Es la libertad —dijo.
Lidia meneó la cabeza, sin entender a qué se refería.
—Si la decisión es tuya, controlarás tu vida. No tienes por qué ser la mascota de Belari.
—No soy su mascota.
Stephen sacudió la cabeza.
—Si alguna vez buscas una escapatoria —explicó a la vez que levantaba el frasquito—, está aquí. —Le dio el bote diminuto y le cerró los dedos pálidos a su alrededor. Estaba soplado a mano. Por un momento, Lidia se preguntó si habría salido del taller de sus padres—. Aquí somos insignificantes. Solo las personas como Belari ostentan el control. En otros lugares, en otras partes del mundo, es distinto. Las personas modestas también cuentan. Pero aquí —dijo sonriendo con melancolía— lo único que tenemos son nuestras vidas.
La comprensión cayó sobre ella como un mazazo. Intentó apartarse de él, pero Stephen la retuvo con firmeza.
—No estoy diciendo que lo quieras ahora, pero algún día quizá lo hagas. Quizá decidas que ya no quieres seguir cooperando con Belari. Da igual con cuántos regalos te cubra. —Le apretó la mano con delicadeza—. Es rápido. Casi indoloro. —Sus ojos castaños la observaban con la misma calidez y ternura de siempre.
Era un regalo con amor, por desencaminado que estuviera, y como sabía que le haría feliz, Lidia asintió con la cabeza y accedió a quedarse con el frasquito y guardarlo en su escondrijo, por si acaso. No podía saber que Stephen ya había elegido cómo iba a morir, que se disponía a atentar contra Belari con un cuchillo, casi con éxito.
Nadie se dio cuenta cuando las chicas aflautadas ocuparon sus puestos en la plataforma central. Eran simples rarezas, ángeles pálidos, entrelazados. Lidia pegó los labios a la garganta de su hermana, sintiendo su pulso acelerado bajo la piel blanca, blanquísima. Palpitaba contra su lengua mientras buscaba la diminuta perforación en el cuerpo de su hermana. Sintió el roce húmedo de la lengua de Nia en su cuello, acurrucándose contra su piel como un ratoncito en busca de calor.
Lidia se preparó, aguardando la atención de los espectadores, paciente y concentrada en la actuación. Sintió la respiración de Nia, cómo se expandían sus pulmones en la frágil jaula de su pecho. Lidia tomó aire a su vez. Comenzaron a tocar, primero las notas de Lidia, brotando de las llaves desobstruidas de su carne, y después sonaron también las notas de Nia. El sonido abierto, los hechizantes momentos de respiración, escapaban a presión de sus cuerpos.
La melancólica melodía se apagó. Lidia movió la cabeza y aspiró, imitando a Nia mientras apretaba los labios contra la piel de su hermana. Esta vez, Lidia le besó la mano. La boca de Nia buscó la delicada oquedad de su clavícula. De sus cuerpos emanó una música luctuosa, tan hueca como ellas. Nia insufló aire en su hermana, y la exhalación de sus pulmones regresó al exterior tras cruzar los huesos de Lidia, teñida de emoción, como si el soplo cálido de su hermana cobrara vida dentro de su cuerpo.
Alrededor de las muchachas, los invitados enmudecieron. El silencio se propagó como las ondas de un plácido estanque en el que acabara de caer una piedra, extendiéndose desde su epicentro para lamer los confines más lejanos de la estancia. Todas las miradas se posaron en la pálida pareja del escenario. Lidia podía sentir sus ojos hambrientos, anhelantes, las miradas casi físicas que pesaban sobre ella. Deslizó las manos bajo el camisón de su hermana, sujetándola con fuerza. Las manos de Lidia se posaron en sus caderas, obstruyendo las llaves de su cuerpo estriado. Ante este nuevo abrazo, un suspiro de avidez brotó de la multitud, el susurro de sus apetitos hecho música.
Las manos de Lidia encontraron las llaves de su hermana, su lengua volvió a posarse en la garganta de Nia. Sus dedos recorrieron las protuberancias del espinazo de Nia, descubriendo el clarinete de su interior, acariciando las llaves. Introdujo el cálido aliento de su ser en su hermana mientras sentía cómo Nia expiraba dentro de ella. El sonido de Nia era oscuro y melancólico; los tonos de Lidia, más alegres, más agudos, resonaban en contrapunto, desarrollando lentamente una historia de contactos prohibidos.
Continuaron abrazándose. La música de sus cuerpos se intensificó, las notas se entrelazaban seductoras a medida que sus manos acariciaban el cuerpo de la otra, produciendo una compleja pleamar de sonidos. De improviso, Nia tiró del camisón de Lidia y los dedos de esta arrancaron la prenda de su hermana. Se irguieron expuestas, pálidas criaturas feéricas de música. A su alrededor, los invitados contuvieron el aliento cuando las notas brotaron más diáfanas ahora, sin estar amortiguadas por la mordaza de la tela. Los injertos musicales de las muchachas resplandecían: perforaciones de cobalto en sus espinazos, brillantes registros y llaves de bronce y marfil que recorrían sus armazones estriados y contenían un centenar de instrumentos posibles en la estructura de sus cuerpos.
La boca de Nia se deslizó por el brazo de Lidia. Las notas brotaron resplandecientes como gemas de agua. De los poros de Nia fluían lamentos de deseo y pecado. Sus abrazos se tornaron más frenéticos, una coreografía de pasión. Los espectadores se agolparon ante la tarima, incitados por el espectáculo de juventud desnuda y música entrelazada.
A su alrededor, Lidia percibía vagamente las miradas atentas y las mejillas enardecidas. El prurito y la actuación estaban surtiendo efecto en los invitados. Podía sentir cómo subía la temperatura en la sala. Nia y ella se hundieron lentamente en el suelo, sus abrazos se volvieron más eróticos e intrincados, la tensión sexual de su conflicto musical aumentaba con cada nuevo contoneo. Los años de adiestramiento confluían en este momento, en este telar de carne en armonía construido con esmero.
Lo que hacemos es pornografía, pensó Lidia. Pornografía para que Belari se enriquezca. Detectó un atisbo del reluciente placer de su benefactora, con Vernon Weir sin habla a su lado. Sí, pensó, míranos, amo Weir, fíjate en el espectáculo pornográfico que podemos representar; había llegado el turno de tocar a su hermana, y su lengua y sus manos acariciaron las llaves de Nia.
Era una danza de seducción y aquiescencia. Conocían otros bailes, solos y duetos, algunos castos, otros obscenos, pero para su debut Belari había elegido éste. La energía de su música se incrementó, violenta, climática, hasta que por fin Nia y ella cayeron rendidas al suelo, agotadas, empapadas de sudor, gemelas desnudas entrelazadas en lascivia musical. La música de sus cuerpos enmudeció.
A su alrededor, no se movía nadie. Lidia saboreó la sal de la piel de su hermana mientras mantenían la pose. La atenuación de las luces indicó que el espectáculo había llegado a su fin.
Los aplausos estallaron a su alrededor. Las luces se intensificaron. Nia se incorporó. Una sonrisa de satisfacción aleteaba en sus labios cuando ayudó a Lidia a ponerse de pie. ¿Lo ves?, parecían decir los ojos de Nia. Nos convertiremos en estrellas. Lidia se descubrió sonriendo con su hermana. Pese a la pérdida de Stephen, pese a los abusos de Belari, sonreía. La adoración del público la cubría como una balsámica oleada de placer.
Saludaron a Belari con una reverencia, tal y como habían ensayado, rindiendo pleitesía ante todo a su benefactora, la diosa madre que las había creado. Belari respondió al gesto con una sonrisa, pese a estar calculado, y se unió a las ovaciones de los invitados. Los aplausos del público volvieron a arreciar ante el despliegue de buenas maneras de las muchachas. Nia y Lidia se inclinaron de nuevo en las esquinas de la tarima, recogieron los camisones y abandonaron el escenario, guiadas por la amenazadora presencia de Burson hasta su mecenas.
El aplauso se prolongó mientras cruzaban la distancia que las separaba de Belari. Por fin, a un gesto de Belari, las ovaciones dieron paso a un respetuoso silencio. Belari sonrió a los espectadores congregados, rodeó los hombros cimbreños de las muchachas con los brazos y anunció:
—Damas y caballeros, nuestras chicas aflautadas. —Todos prorrumpieron en aplausos una vez más, una última explosión de adulación antes de que los huéspedes comenzaran a hablar entre ellos, abanicándose, sofocados por el rubor que les habían inspirado las muchachas.
Belari atrajo hacia sí a las chicas aflautadas y les susurró al oído:
—Lo habéis hecho bien. —Las abrazó con cuidado.
La mirada de Vernon Weir rodó por los cuerpos expuestos de Lidia y Nia.
—Te has superado, Belari —dijo.
Belari respondió al cumplido inclinando ligeramente la cabeza. Su presa sobre el hombro de Lidia se tornó posesiva. La voz de Belari no traicionó su tensión. La mantuvo afable, cómodamente satisfecha con su postura, pero sus dedos se clavaban en la piel de Lidia.
—Son las mejores.
—Qué trabajo tan extraordinario.
—Es caro cuando se rompen un hueso. Son tremendamente frágiles. —Belari sonrió afectuosamente a las muchachas—. Apenas si recuerdan cómo es caminar sin preocupación.
—Las cosas más bellas siempre son frágiles. —Vernon acarició la mejilla de Lidia. La muchacha se obligó a no dar un respingo—. Crearlas tuvo que ser complicado.
Belari asintió con la cabeza.
—Son muy intrincadas. —Deslizó un dedo por las perforaciones del brazo de Nia—. Cada nota se ve afectada, no solo por la colocación de los dedos sobre las llaves, sino también por la presión que ejercen la una sobre la otra, o el suelo; si el brazo está doblado o estirado. Paralizamos sus niveles de hormonas para que dejaran de crecer y empezamos a diseñar sus instrumentos. Tocar y bailar les exige una destreza tremenda.
—¿Cuándo comenzaste a adiestrarlas?
—Hace cinco años. Siete, contando las operaciones que iniciaron todo el proceso.
Vernon sacudió la cabeza.
—Y no habíamos oído hablar de ellas.
—Las habríais arruinado. Yo voy a convertirlas en estrellas.
—Nosotros te convertimos a ti en una estrella.
—Y también me destruiréis, si flaqueo.
—Entonces ¿piensas lanzarlas a los mercados?
Belari le sonrió.
—Por supuesto. Me quedaré con una participación mayoritaria, pero venderé el resto.
—Te harás rica.
Belari sonrió.
—Mejor aún, seré independiente.
Vernon hizo un exagerado mohín de desilusión.
—Supongo que esto significa que nos podemos ir olvidando de los implantes de TouchSense.
—Supongo que sí.
La tensión entre ambos era palpable. Vernon, calculador, buscando algún resquicio mientras Belari se enfrentaba a él sin aflojar la presa sobre sus posesiones. Vernon entornó los párpados.
Como si pudiera leerle el pensamiento, Belari dijo:
—Las he asegurado.
Vernon sacudió la cabeza, apenado.
—Belari, esto me supone un perjuicio. —Suspiró—. Supongo que debería felicitarte. Con tantos súbditos leales, con tantas riquezas, has llegado mucho más lejos de lo que hubiera creído posible cuando nos conocimos.
—Mis súbditos son leales porque los trato bien. Servirme les hace felices.
—¿Estaría de acuerdo tu Stephen? —Vernon hizo un ademán en dirección a los fiambres que ocupaban el centro de la mesa de refrigerios, bañados en zumo de frambuesa y acompañados con brillantes hojas verdes de menta.
Belari esbozó una sonrisa.
—Sí, ya lo creo, incluso él. ¿Sabes que cuando Michael y Renee se disponían a cocinarlo, me miró y dijo: «Gracias»? —Se encogió de hombros—. Intentó matarme, pero aun así lo poseía el incontenible impulso de complacerme. Al final, me confesó que estaba arrepentido, y que los mejores años de su vida habían sido aquellos a mi servicio. —Se enjugó una lágrima inexistente—. No entiendo cómo podía quererme tanto y desear verme muerta a pesar de todo. —Apartó la mirada de Vernon para observar al resto de invitados—. Sin embargo, por eso se me ocurrió que debería servirlo en vez de limitarme a empalarlo como advertencia. Nos amábamos, aunque fuera un traidor.
Vernon encogió los hombros en un ademán comprensivo.
—Muchas personas desconfían de la estructura feudal. Cuando intentas explicarles que resulta mucho más segura que cualquier otra de las anteriores, continúan protestando, y a veces —dijo mirando significativamente de soslayo a Belari— ni siquiera se conforman con eso.
Belari se encogió de hombros.
—Bueno, mis vasallos no protestan. O no lo hacían, al menos, antes de Stephen. Me quieren.
Vernon sonrió.
—Igual que todos nosotros. En cualquier caso, servirlo helado de esta manera… —Levantó una bandeja de la mesa—. Tu gusto es impecable.
Las facciones de Lidia fueron petrificándose a medida que seguía la conversación. Observó el despliegue de fiambres, cortados en lonchas muy finas, y después a Vernon mientras este se llevaba el tenedor a la boca. Se le revolvió el estómago. Únicamente su adiestramiento le permitió permanecer inmutable. Vernon y Belari continuaron hablando, pero Lidia solo podía pensar en que había consumido a su amigo, el único que siempre había sido amable con ella.
Un reguero de rabia se deslizó por su interior, inundando de rebelión su cuerpo poroso. Deseaba abalanzarse sobre su engreída benefactora, pero su furia era impotente. Era demasiado débil para dañar a Belari. Sus huesos eran demasiado frágiles, demasiado delicado su físico. Belari era fuerte en todos los aspectos, al contrario que ella. Mientras Lidia temblaba de frustración, la voz de Stephen susurraba reconfortantes consejos dentro de su cabeza. Podía derrotar a Belari. La idea hizo que su piel pálida se sonrojara de placer.
Como si presintiera algo extraño, Belari bajó la mirada hacia ella.
—Lidia, vete y vuelve cuando te hayas vestido. Quiero que tu hermana y tú conozcáis a alguien antes de presentaros en público.
Lidia se dirigió a hurtadillas a su escondite. El frasquito debía de seguir allí, si Burson no lo había encontrado. Se le aceleró el pulso al contemplar esa posibilidad: que el bote no estuviera en su sitio, que el monstruo hubiera destruido el regalo de despedida de Stephen. Se deslizó por los túneles de servicio, tenuemente iluminados, hasta la cocina, estremeciéndose de ansiedad a cada paso.
La cocina era un hervidero de actividad repleto de criados que se afanaban por preparar nuevas bandejas para los huéspedes. El estómago de Lidia dio un vuelco. Se preguntó si habría más bandejas repletas de restos de Stephen. Los fogones llameaban y los hornos rugían mientras Lidia avanzaba en medio de la confusión, una espectral criatura abandonada que se pegaba a las paredes. Nadie le prestó atención. Estaban demasiado ocupados esforzándose por Belari, cumpliendo su voluntad sin pensar, sin remordimientos de conciencia: esclavos, en el verdadero sentido de la palabra. La obediencia era lo único que le importaba a Belari.
Lidia esbozó una sonrisa torva para sus adentros. Si la obediencia era lo que Belari más valoraba, estaría encantada de presentarle la mayor de las traiciones. Se desplomaría en el suelo rodeada de los invitados de su ama, destruyendo así el momento de perfección de Belari, avergonzándola y aniquilando sus sueños de independencia.
Reinaba el silencio en la despensa cuando Lidia traspuso furtivamente la arcada. Todos estaban ocupados sirviendo, corriendo como perros para alimentar a la prole de Belari. Lidia se adentró en el laberinto de estanterías, entre los barriles de aceite y los sacos de cebollas, dejando atrás los grandes congeladores en cuyas ronroneantes entrañas de acero se acumulaban costillares de ternera completos. Llegó a las estanterías del fondo de la despensa, altas y amplias, y ascendió entre los botes de melocotones, tomates y aceitunas hasta alcanzar las legumbres. Apartó un tarro de lentejas envasadas al vacío y tanteó el interior del hueco.
Por un momento, mientras su mano recorría el angosto escondrijo, pensó que el frasquito había desaparecido, pero entonces sus dedos se cerraron sobre la diminuta ampolla de vidrio soplado.
Bajó con cuidado de no romperse ningún hueso, riéndose de sí misma mientras lo hacía, pensando que ahora poco importaba, y se apresuró a desandar el camino por la cocina, entre los obedientes criados atareados, antes de descender de nuevo a los túneles de servicio, decidida a autodestruirse.
Mientras corría por los túneles en penumbra, sonrió, alegrándose de no tener que volver a merodear por lóbregos pasadizos lejos de la vista de la aristocracia. La libertad estaba en sus manos. Por primera vez en años era dueña de su destino.
Burson surgió de las sombras en ese momento, con la piel negra recuperando su tinte habitual mientras se materializaba. La atrapó y la inmovilizó sin miramientos. El cuerpo de Lidia se estremeció con la brutalidad del asalto. Sus jadeos se unieron al crujido de sus articulaciones. Burson le apresó las muñecas con un solo puño descomunal. Utilizó la otra mano para levantarle la barbilla y someter sus ojos negros al interrogatorio de sus orbes ribeteados de rojo.
—¿Adónde vas?
Su tamaño podía hacer que lo tomaras por estúpido, pensó Lidia. Su voz retumbante y pausada. Su penetrante mirada animal. Pero era más observador que Belari. Lidia tembló y se maldijo por imprudente. Burson la estudió con las ventanas de la nariz dilatadas por el aroma del miedo. Sus ojos repararon en el rubor que cubría la piel de la muchacha.
—¿Adónde vas? —repitió, con un dejo de advertencia en la voz.
—Me disponía a regresar a la fiesta —susurró Lidia.
—¿Dónde te habías metido?
Lidia intentó encogerse de hombros.
—En ninguna parte. Estaba cambiándome.
—Nia ha vuelto ya. Llegas tarde. Belari estaba preocupada por ti.
Lidia optó por guardar silencio. No había nada que pudiera decir para aplacar las sospechas de Burson. La aterraba la posibilidad de que le forzara los dedos crispados y descubriera el frasquito de cristal. Los criados aseguraban que era imposible engañar a Burson. Lo averiguaba todo.
Burson la observó en silencio, esperando a que se delatara ella sola. Al cabo, dijo:
—Has ido a tu escondrijo. —La olisqueó—. Pero no en la cocina. La despensa. —Su sonrisa dejó al descubierto unos recios dientes afilados—. Arriba.
Lidia contuvo el aliento. Burson era incapaz de olvidarse de un problema hasta que no lo había resuelto. Lo llevaba en los genes. Recorrió su piel con los ojos.
—Estás nerviosa. —Aspiró—. Sudando. Asustada.
Lidia sacudió con terquedad la cabeza. El diminuto frasquito que sujetaba en la mano estaba resbaladizo, temía que se le cayera, o que cualquier movimiento en falso pudiera llamar la atención sobre él. La tremenda fuerza de Burson la atrajo hasta que quedaron nariz con nariz. Su puño le apretó las muñecas hasta que Lidia pensó que iba a astillárselas. La miró a los ojos.
—Muy asustada.
—No. —Lidia volvió a sacudir la cabeza.
Burson se carcajeó, un sonido cargado de desprecio y conmiseración.
—Debe de ser aterrador saber que te puedes romper en cualquier momento. —Su presa de piedra se aflojó. La sangre regresó en tropel a las muñecas de la muchacha—. Quédate con tu escondrijo. Tu secreto está a salvo conmigo.
Por un momento, Lidia no estuvo segura de entender a qué se refería. Se quedó plantada ante el gigantesco encargado de seguridad, paralizada todavía, hasta que Burson agitó la mano con irritación y regresó a las sombras, con su piel oscureciéndose mientras desaparecía.
—Largo.
Lidia se alejó trastabillando; sus piernas temblorosas amenazaban con dejar de sostenerla. Se obligó a seguir caminando, imaginándose los ojos de Burson clavados como hierros al rojo en su pálida espalda. Se preguntó si continuaría observándola o si habría perdido ya el interés por la inofensiva y cimbreña chica aflautada, el animal de Belari, la egoísta sabandija que se escondía en los armarios y obligaba a la servidumbre a remover cielo y tierra para encontrarla.
Sacudió la cabeza, asombrada. Burson no había visto nada. Burson, a pesar de todos sus aumentos, estaba ciego, tan acostumbrado a inspirar terror que ya no era capaz de distinguir el miedo de la culpa.
Un nuevo grupo de admiradores se arremolinaba en torno a Belari, personas que sabían que pronto sería independiente. Una vez las chicas aflautadas salieran al mercado, Belari sería casi tan poderosa como Vernon Weir, valiosa no solo por sus propias dotes artísticas, sino también por su establo de talentos. Lidia se dispuso a reunirse con ella, con el frasquito de liberación oculto en el puño.
Nia se encontraba junto a Belari, hablando con Claire Paranovis, de SK Net. Asentía educadamente ante todo lo que la mujer le contaba, actuando tal y como Belari les había enseñado: siempre corteses, nunca ariscas, siempre encantadas de conversar, sin nada que ocultar y con historias que contar. Así había que comportarse con los medios de comunicación. Mientras los mantuvieras saciados, jamás mirarían más adentro. Nia parecía sentirse cómoda en su papel.
Por un momento, Lidia sintió una punzada de pesar por lo que se disponía a hacer; después llegó junto a Belari, que sonrió y la presentó a las personas que la rodeaban con fanática afectuosidad. Mgumi Story. Kim Song Lee. Maria Blyst. Takashi Gandhi. Nombres y más nombres, la fraternidad global de las élites mediáticas.
Lidia sonrió e hizo una reverencia mientras Belari desviaba las manos extendidas que pretendían felicitarla, protegiendo su delicada inversión. Lidia se comportaba tal y como dictaba su adiestramiento, pero en su mano el frasquito reposaba cubierto de sudor, una gema diminuta de poder y destino. Stephen tenía razón. Los pequeños solo controlaban su propia extinción, a veces ni siquiera eso. Lidia vio cómo los invitados degustaban las lonchas de Stephen, ensalzando su dulzura. A veces, ni siquiera eso.
Dio la espalda a la multitud de admiradores y cogió una fresa de las pirámides de frutas de la mesa de los refrigerios. Tras mojarla en nata y rebozarla en azúcar, paladeó la mezcla de sabores. Seleccionó otra fresa, roja y tierna entre sus dedos como patas de araña, un dulce medio para una merecida aunque amarga liberación.
Con el pulgar, desprendió el diminuto corcho del bote y salpicó la suculenta fresa de rocío ambarino. Se preguntó si le dolería, o si sería rápido. Daba igual, pronto sería libre. Gritaría, caería al suelo y los invitados darían un paso atrás, consternados por la pérdida de Belari. Ésta sufriría una humillación y, lo más importante, perdería el valor de las gemelas aflautadas. Volvería a ser presa de las lascivas manos de Vernon Weir.
Lidia contempló la fresa envenenada. Dulce, pensó. La muerte debería ser dulce. Vio cómo Belari la observaba, sonriendo afectuosamente, alegrándose sin duda de encontrar a otra persona tan adicta a los dulces como ella. Lidia sonrió para sus adentros, complacida por el hecho de que Belari fuera a ser testigo del momento de su rebelión. Se llevó la fresa a los labios.
De improviso, un arrebato de inspiración le susurró algo al oído.
Al filo de la muerte, Lidia se interrumpió, se giró y le ofreció la fresa a su benefactora.
Le rindió la fresa en actitud de pleitesía, con la humildad propia de una criatura poseída por completo. Inclinó la cabeza mientras sostenía la fresa en la palma de su mano pálida, recurriendo a todo su talento, representando el papel de la sierva leal desesperada por agradar. Contuvo el aliento, ajena al mundo que la rodeaba. Todos los invitados y las conversaciones habían desaparecido. Todo era silencio.
Ante ella solo quedaban Belari, la fresa y un instante congelado repleto de deliciosas posibilidades.