EL CAZADOR DE TAMARISCOS

Un tamarisco de gran tamaño puede absorber hasta 275 m3 de agua fluvial anuales. Por 2,88 dólares al día, más una recompensa extra de agua, Lolo se pasa el invierno arrancando tamariscos de raíz.

Hace diez años, se ganaba bien la vida con ello. Por aquel entonces, los tamariscos se agolpaban en todas las riberas de la cuenca del río Colorado, junto con los álamos, los árboles del paraíso y los olmos. Hace diez años, las ciudades como Grand Junction y Moab pensaban que todavía podían extraer vida de un río.

Lolo se yergue al filo de un cañón, con Maggie la camella por toda compañía. Contempla fijamente el abismo. Lo espera una hora de complicado descenso hasta llegar al fondo. Deja a Maggie amarrada a un junípero y comienza a bajar, patinando con las botas por una quebrada. Unas pocas briznas de brotes de hierba fosforecen verdes a su alrededor, perforando los bancos de nieve tachonados de juníperos. A finales de invierno, tan solo un reguero de agua serpentea por el lecho del cañón; el hielo comienza a retirarse de las márgenes del río. Más arriba, las montañas todavía conservan sus raídos mantos de nieve. Lolo resbala con el barro y aterriza en un canal de esquistos, deslizándose y lanzando rocas en todas direcciones. Las garrafas de veneno para tamariscos gorgotean y chapotean a su espalda. La pala y el sacarrocas se enganchan en los juníperos salteados mientras avanza a trompicones. Va a ser un descenso interminable. Por otra parte, precisamente eso es lo que hace que esta zona resulte perfecta. La bajada es muy larga, y las riberas se encuentran prácticamente ocultas.

Es una forma de ganarse la vida como otra cualquiera; mientras los demás languidecían y se marchitaban, él ha perdurado: un cazador de tamariscos, una pulga de agua, una mala hierba obstinada. Todos los demás han sido barridos del terreno como semillas de diente de león, libres de volar hacia el este o al sur; o al norte, en su mayoría, donde algunas de las cuencas todavía pueden considerarse profundas y, aunque los exuberantes helechos y los peces habituados a las corrientes más frías ya se hayan extinguido, por lo menos la gente sigue teniendo agua para beber.

Cuando Lolo llega por fin al pie del cañón, su aliento forma nubes de vaho en las sombras heladas.

Saca una cámara digital y empieza a fotografiar las pruebas que necesita. La Oficina de Reclamaciones se ha vuelto inflexible en lo concerniente a las pruebas. Exigen imágenes del tamarisco responsable tomadas desde distintos ángulos, quieren que se lo fotografíe antes y después, que se documente todo el proceso, se le ponga un sello de geoposición y se remita directamente desde la cámara. Quieren que todo se haga in situ. Y después todavía se acercan a veces al lugar de los hechos para calibrar su cepo antes de otorgarle la recompensa de agua.

Pero ni todas las precauciones del mundo pueden protegerlos de las personas como Lolo, que ha descubierto el secreto de la vida eterna como cazador de tamariscos. A espaldas del Departamento de Interior y su subsidiaria, BuRec, hace tiempo que se dedica a plantar nuevas parcelas de tamariscos, reintroduciendo vigorosas y frondosas arboledas en zonas previamente despejadas. Ha transportado y plantado cepellones sanos a lo largo del sistema fluvial, en corredores estratégicamente ocultos e inaccesibles, a fin de guardarse las espaldas frente a los enjambres de cazadores de tamariscos que hacen batidas por estos mismos afluentes. Lolo es astuto. Las reservas como ésta, de cuatrocientos metros de largo y poblada de tamariscos cargados de salitre, constituyen su póliza de seguros.

Una vez finalizadas las labores de documentación, desata las correas de una sierra plegable, junto con el sacarrocas y la pala, y deposita las garrafas de veneno en la estéril orilla salina. Empieza a cortar, penetrando en las raíces del tamarisco, deteniéndose cada treinta segundos para impregnar las incisiones de Garlon 4 y anular así la capacidad de regeneración del árbol. Pero algunos de los tamariscos más prometedores, los más robustos, los arranca de raíz y los reserva para usarlos más tarde.

2,88 dólares al día, más una recompensa extra de agua.

Entre balidos de protesta, con paso bamboleante, Maggie tarda una semana en desandar el camino de regreso a la granja de Lolo. Siguen el río, ascendiendo ocasionalmente las dunas yermas que lo dominan o adentrándose en el páramo desértico a fin de soslayar las cadavéricas ciudades fantasma que tachonan la ribera. Los helicópteros de los guardas sobrevuelan el río incesantemente, zumbando como enjambres de avispas furiosas, a la caza de bombeadores de agua furtivos y gatos monteses que abatir por diversión. Surcan el firmamento veloces, dejando una estela de aire vapuleado a su paso, entrevistos apenas los relucientes emblemas de la Guardia Nacional. Lolo aún recuerda cuando los guardas intercambiaban disparos con los habitantes de las orillas, cuando en las quebradas reverberaban las detonaciones de las trazadoras y el cascabeleo de las ametralladoras. Rememora el glorioso siseo y la parábola de aquel misil Stinger que surcó una vez el desierto de rocas rojas, centellando, para envolver en una bola de fuego al helicóptero que flotaba suspendido en el cielo azul.

Pero de eso hace mucho. Ahora, las patrullas de guardas peinan el río sin oposición.

Lolo corona otra duna y contempla el familiar paisaje de una urbe eviscerada, con las calzadas sinuosas y los callejones sin salida que la subdividen silenciosamente tendidos al sol. Al filo mismo de la ciudad fantasma se extiende un campo de golf abandonado, rodeado de pequeños ranchos de cuatrocientas hectáreas y suntuosas mansiones de 460 m2 asediadas por un ejército de árboles raquíticos y colinas de polvo, jalonado de sarmentosas plantas rodadoras. Los antiguos búnkeres de arena se confunden con el entorno.

Cuando California empezó a privatizar el río, nadie le dio demasiada importancia. Un par de ciudades pequeñas se vieron obligadas a mendigar agua. Unos cuantos recién llegados que no habían tenido la precaución de consolidar sus derechos de explotación dejaron de abrevar los caballos, y eso fue todo. Al cabo de unos pocos años, la gente empezó a tomar duchas más cortas. Poco después, las duchas adquirieron un carácter semanal. Al final, la gente comenzó a recurrir a los barreños. A esas alturas, todo el mundo había dejado de bromear acerca del «calor» que hacía. Daba igual el «calor» que hiciera. En realidad el problema no estribaba en la escasez de agua ni en el exceso de calor, sino en los 5.500 m3 que supuestamente bajaban por el río hasta California. El agua estaba allí; no podían tocarla, eso era todo.

Se esperaba de ellos que se quedaran allí plantados, como pasmarotes, viéndola pasar de largo.

—¿Lolo?

La voz lo pilla desprevenido. Maggie se sobresalta, gime y se abalanza sobre el filo de la duna antes de que Lolo pueda tirar de las riendas. Mientras las grandes pezuñas almohadilladas del animal levantan una nube de polvo, Lolo intenta empuñar la escopeta que cuelga a un costado de la camella. Obliga a Maggie a girarse, con el arma medio desenfundada, sosteniéndose a duras penas sobre la silla y maldiciendo.

Un rostro familiar, camuflado entre la maraña de juníperos.

—¡Maldición! —Lolo deja que la escopeta caiga de nuevo en su funda—. Dios, Travis. Me has dado un susto de muerte.

Travis sonríe. Emerge de entre los jirones de corteza plateada de los juníperos montado en una mula, sujetándose el sombrero de fieltro gris con una mano y empuñando las riendas con la otra.

—¿Sorprendido?

—¡Podría haberte pegado un tiro!

—No seas tan asustadizo. Aquí no hay nadie más que pulgas de agua como nosotros.

—Lo mismo pensaba yo la última vez que fui de compras ahí. Había adquirido para Annie un juego entero de vajilla nueva, y todos los platos terminaron hechos añicos cuando me tropecé con un ultraligero aparcado en pleno centro de la calle principal.

—¿Traganfetas?

—Ni puñetera idea. No me paré a preguntar.

—Mierda. Seguro que se sorprendieron tanto como tú.

—No me mataron de milagro.

—A la vista está.

Lolo sacude la cabeza y masculla otra maldición, esta vez sin enfado. A pesar de la emboscada, se alegra de haberse encontrado con Travis. La vida en los páramos es muy solitaria, y Lolo lleva fuera el tiempo suficiente como para empezar a acusar los silencios de Maggie. Como dicta el ritual, intercambian las cantimploras para beber un trago de agua y acampan juntos. Cuentan historias sobre BuRec, evitan hablar de los lugares donde han estado arrancando tamariscos y disfrutan de la vista de la ciudad desierta a sus pies, con sus calles serpentinas, sus casas deshabitadas y su resplandeciente río intacto.

Solo cuando el sol se ha puesto y la urraca que van a cenar ha terminado de asarse, se anima Lolo a plantear la pregunta que lleva rondándole la cabeza desde que el rostro de Travis, tostado por el sol, asomó entre la maleza. Va en contra de la etiqueta, pero no puede evitarlo. Mientras se hurga los dientes para desencajar unos trocitos de carne de urraca dice:

—¿No estabas trabajando río abajo?

Travis mira a Lolo de reojo, y en su expresión recelosa, dubitativa, Lolo ve que Travis ha tropezado con una zona desierta. No es tan listo como Lolo. No ha estado sembrando. No tiene seguro. No ha planificado qué hacer con toda la competencia, no se ha parado a pensar en las reglas que dictan la caza de tamariscos a estas alturas del partido, y ahora está atravesando un bache. Lolo siente una punzada de lástima. Travis le cae bien. Una parte de él quiere desvelarle su secreto, pero reprime el impulso. Hay demasiadas cosas en juego. Los crímenes de agua se han convertido ya en algo serio, tanto que Lolo ni siquiera se lo ha contado a Annie, su esposa, por miedo a lo que pudiera decirle. Como la mayoría de los delitos vergonzosos, robar agua es un asunto privado, y a la escala a la que opera Lolo, trabajos forzados en la Pajita es la pena más clemente que podría esperar.

Enervado por esta invasión de su intimidad, Travis replica:

—Llegué aquí con un par de vacas, pero las he perdido. Se las habrá zampado algún bicho.

—Has recorrido mucho trecho para apacentar a las vacas.

—Ya, bueno, allí de donde vengo la artemisa está muerta. Doña Sequía se está ensañando con mis tierras. —Se pellizca el labio, contemplativo—. Ojalá pudiera encontrar esas vacas.

—Seguro que se han ido río abajo.

Travis exhala un suspiro.

—Entonces se las habrán cepillado los guardas.

—Las abatirían desde un helicóptero y hala, a las brasas.

—Californianos.

Los dos escupen ante esa palabra. El sol continúa poniéndose. Las sombras se ciernen sobre las silenciosas estructuras de la ciudad. Los tejados rojos relucen, un racimo de rubíes engarzados en la gargantilla azul del río.

—¿Crees que habrá alguna mata que arrancar por ahí abajo? —pregunta Travis.

—Puedes acercarte a echar un vistazo, pero yo diría que las arranqué todas el año pasado. Además, ya había pasado otro por allí antes que yo, así que me extrañaría que hubiera crecido gran cosa.

—Mierda. En fin, lo mejor será que me vaya de compras. A ver si así por lo menos saco algo en claro de este viaje.

—Nadie te lo va a impedir, puedes estar seguro.

Como si se propusiera contradecir las palabras de Lolo, el golpeteo sordo de las aspas de un helicóptero rompe el silencio nocturno. La mota negra, como una mosca en movimiento, apenas si destaca sobre el fondo oscuro del firmamento. No tarda en perderse de vista, y el canto de los grillos eclipsa los últimos restos de su paso.

Travis se ríe.

—¿Recuerdas cuando los guardas decían que iban a mantener a raya a los saqueadores? Los vi en la tele, con sus helicópteros y sus todoterrenos, asegurando que iban a protegerlo todo hasta que la situación mejorara. —Suelta otra carcajada—. ¿Te acuerdas de cómo recorrían las calles de un lado para otro?

—Sí que me acuerdo.

—A veces me pregunto si no deberíamos habernos resistido un poco más.

—Annie estaba en la ciudad del lago Havasu cuando los enfrentamientos llegaron allí. Ya viste lo que ocurrió. —Lolo se estremece—. En cualquier caso, una vez tu planta de tratamiento de aguas residuales salta por los aires, no queda mucho por lo que luchar. Si abres el grifo y no sale nada, lo mejor es emigrar.

—Ya, bueno, a veces creo que tienes que pelear de todas formas. Siquiera por orgullo. —Travis hace un gesto en dirección a la ciudad que se extiende a sus pies, una sombra de movimiento—. Todavía recuerdo cuando esos terrenos se vendían como rosquillas y todos perdían el culo por construir tan pronto como llegaban los barcos cargados de troncos. Centros comerciales, aparcamientos y subdivisiones allí donde encontraban un palmo de suelo llano.

—Por aquel entonces no conocíamos a Doña Sequía.

—Cuarenta y cinco mil personas. Y ni uno solo de nosotros se olió nada. Lo mejor de todo es que yo era agente inmobiliario. —Travis se ríe, un sonido burlón que se apaga enseguida. Suena demasiado a autocompasión para el gusto de Lolo. Restaurado el silencio, vuelven a contemplar los restos de la ciudad.

Al cabo, Travis dice:

—Me parece que me voy a ir al norte.

Lolo lo mira de soslayo, sorprendido. De nuevo le sobreviene el impulso de contarle su secreto a Travis, pero se contiene.

—¿Y qué vas a hacer allí?

—Recoger fruta, a lo mejor. Tal vez otra cosa. En cualquier caso, allí arriba hay agua.

Lolo señala el río.

—Ahí también.

—Pero no para nosotros. —Travis hace una pausa—. Tengo que confesarte una cosa, Lolo. He estado en la Pajita.

Por un instante, lo incongruente de sus palabras desconcierta a Lolo. La declaración es demasiado estrambótica. Sin embargo, la expresión de Travis es seria.

—¿En la Pajita? ¿En serio? ¿Tan lejos?

—Tan lejos, sí señor. —Travis se encoge de hombros, a la defensiva—. De todas formas, no encontré ningún tamarisco. Y tampoco tardé tanto en llegar, la verdad. Está mucho más cerca que antes. Una semana hasta las vías, me subí en marcha a un tren que transportaba carbón y me llevó justo hasta la interestatal, y a partir de allí seguí a dedo.

—¿Cómo está aquello?

—Desierto. Un camionero me contó que California y el Departamento de Interior habían trazado un montón de planes para decidir qué ciudades iban a apagar y cuándo. —Lanzó una miradita elocuente a Lolo—. Eso fue después de lo del lago Havasu. Llegaron a la conclusión de que tenían que hacerlo despacio. Se inventaron algún tipo de fórmula: cuántas ciudades, cuántas personas podían evaporar a la vez sin provocar demasiados disturbios. Se inspiraron en los chinos, de cuando se dedicaban a cerrar las viejas fábricas comunistas. En cualquier caso, tiene toda la pinta de que ya han terminado. Allí no hay nada, aparte de los camiones que circulan por la autopista, los trenes de carbón y un par de áreas de descanso para los camioneros.

—¿Y viste la Pajita?

—Sí, ya lo creo. Cerca de la frontera. Qué grande es la hijaputa. Tanto que no te puedes encaramar en lo alto, ahí tirada en el desierto como una puñetera serpiente plateada. Llega hasta California. —Escupe por acto reflejo—. Están rociándola de cemento para evitar que el agua se filtre en el suelo, y le han echado por encima algún tipo de cubierta de fibra de carbono para frenar la evaporación. El río sencillamente desaparece en su interior. Debajo no hay nada más que un cañón vacío. Más seco que la mojama. Y aquello está infestado de helicópteros y todoterrenos, es un puñetero avispero. Me ordenaron que no me acercara a menos de ochocientos metros con la excusa de los ecologistas chiflados que intentan volarla por los aires. Y tampoco te creas que lo hicieron de buenos modos.

—¿Qué esperabas?

—No sé. Acabé deprimido, eso sí: nos explotan aquí, nos apaciguan con una miserable recompensa de agua y luego, al año siguiente, toda esa agua va a parar a esa vieja y gorda tubería. Seguro que en estos momentos hay algún californiano que está llenando la piscina con el agua que recaudamos el año pasado.

El canto de los grillos palpita en la oscuridad. A lo lejos, una manada de coyotes empieza a gañir. Los dos guardan silencio durante unos instantes. Al cabo, Lolo da una palmadita en el hombro a su amigo.

—Qué diablos, Travis, seguro que es lo mejor. Además, plantar un río en medio del desierto es una estupidez.

La granja de Lolo consiste en una hectárea de tierra semialcalina, convenientemente próxima a la orilla del río. Annie, que está en el campo cuando él corona las colinas bajas que señorean sobre su parcela, saluda con la mano antes de seguir cavando, plantando en previsión del agua que Lolo pueda obtener como recompensa.

Lolo se detiene para ver trabajar a Annie. El viento caliente arrecia, llevando consigo los olores de la artemisa y la arcilla. Un diablo de polvo se arremolina alrededor de Annie, arrancándole el pañuelo de la cabeza. Lolo sonríe mientras ella lo recoge; Annie lo descubre observándola todavía y le hace señas para que deje de haraganear.

Lolo sonríe para sus adentros y azuza a Maggie colina abajo, pero no se entretiene viendo trabajar a Annie. Le está agradecido. Agradecido porque cada vez que vuelve de cazar tamariscos ella todavía está allí. Es firme. Más que las personas como Travis, que tiran la toalla cuando la situación se calienta. Más firme que nadie que Lolo conozca, a decir verdad. Y si a veces sufre pesadillas, si no soporta las ciudades ni las multitudes, si se despierta de madrugada llamando a familiares a los que jamás volverá a ver, en fin, tanto más motivo para sembrar tamariscos y asegurarse de que nadie los expulse de su parcela como hicieron con ella.

Lolo consigue que Maggie hinque la rodilla para permitirle desmontar y la conduce a un abrevadero, medio lleno de légamo y zapateros. Agarra un balde y encamina sus pasos hacia el río mientras Maggie gruñe y protesta a su espalda. Antes la parcela contenía un pozo y agua potable, pero, como todos los demás, perdieron sus derechos de bombeo y BuRec llenó el pozo de cemento rápido en cuanto el acuífero descendió por debajo de la reserva mínima permitida. Ahora Annie y él sustraen calderos del río o, cuando el Departamento de Interior no mira, brincan encima de una bomba de pie y vierten el agua en una cisterna subterránea oculta que Lolo construyó cuando entraron en vigor las Directrices de Conservación de Recursos y Uso Admisible.

Annie se refiere a ellas como «DiCRUA», y parece que esté haciendo gárgaras cuando lo dice, pero aun con su pozo ciego pueden considerarse afortunados. No les ha pasado como a Spanish Oaks, Antelope Valley o River Reaches: poblaciones caras con unas restricciones de agua lamentables que quedaron reducidas a polvo, con dinero o sin él, cuando Las Vegas y Los Ángeles interpusieron sus exigencias. Tampoco tuvieron que contribuir al rescate de Phoenix Metro cuando el Proyecto de Arizona Central fue cancelado y vio cómo sus acueductos quedaban hechos añicos cuando Arizona se negó a dejar de extraer agua del lago Havasu.

Mientras vierte agua fresca en el abrevadero de Maggie, paseando la mirada por su polvorienta parcela con Annie en los sembrados, Lolo se recuerda la suerte que ha tenido. La tormenta no se los ha llevado. Annie y él tienen las raíces bien plantadas en el suelo. Quizá los californianos los llamen pulgas de agua, pero que se jodan. Si no fuera por personas como él y Annie, se secarían y el viento los arrastraría como a todos los demás. Y si Lolo se dedica a trasplantar algún que otro tamarisco de acá para allá, pues bueno, les está bien empleado a esos californianos, habida cuenta de lo que han hecho ellos con todos los demás.

Tras terminar de arreglar a Maggie, Lolo entra en la casa y se sirve un trago de su purificadora particular. Las sombras de la casa de adobe mantienen el agua fresca. Se sienta y conecta la cámara de BuRec al panel solar que han instalado en el tejado. El indicador de carga parpadea, anaranjado. Lolo va a buscar un poco más de agua. Está acostumbrado a la sed, pero por algún motivo hoy no consigue saciarse. Hoy Doña Sequía le ha echado las manos al cuello.

Annie entra enjugándose la frente con un brazo bronceado.

—No bebas demasiado —dice—. No he podido bombear nada. Hay un grupo de guardas merodeando por los alrededores.

—¿Qué diablos hacen esos aquí? Todavía no hemos abierto las compuertas.

—Dijeron que te estaban buscando.

A Lolo está a punto de caérsele la taza.

Lo saben.

Saben lo de su repoblación de tamariscos. Saben que ha estado guardando y trasplantando raíces. Que se dedica a pasear grandes manojos de tamariscos perfectamente sanos por todo el río. Hace una semana envió las imágenes del tamarisco del cañón, la mayor de sus plantaciones hasta la fecha, digna de una recompensa de más de mil metros cúbicos de agua. Y ahora los guardas llaman a su puerta.

Lolo se esfuerza por evitar que le tiemble la mano mientras suelta la taza.

—¿Dijeron qué querían? —Le sorprende que no se le trunque la voz.

—Hablar contigo, eso es todo. —Annie hace una pausa—. Llegaron en uno de esos todoterrenos equipados con ametralladoras.

Lolo cierra los ojos. Se obliga a respirar hondo.

—Siempre portan armas. Seguro que no es nada.

—Me acordé del lago Havasu. Cuando nos expulsaron. Cuando cerraron la planta de tratamiento de aguas residuales y todo el mundo intentó prender fuego a la sede de la Oficina de Ordenación del Territorio.

—Seguro que no es nada.

De repente se alegra de no haberle contado nunca acerca de sus trapicheos con los tamariscos. No pueden aplicarle el mismo castigo que a él. ¿Cuántos metros cúbicos podrían inculparle? Probablemente cientos de miles. Pedirán su cabeza, sin duda. Lo asignarán a las cuadrillas de la Pajita y le obligarán a trabajar de por vida, pasará el resto de sus días pagando su deuda de agua. Ha trasplantado cientos, quizá miles de tamariscos, barajándolos como un tahúr sus cartas en la mesa de póquer, llevándolos de una orilla a otra, matándolos una y otra vez, enviando siempre sus «pruebas» sin ningún remordimiento.

—Seguro que no es nada —repite.

—Lo mismo dijeron en Havasu.

Lolo agita un brazo en dirección a las tierras recién removidas. El sol cae con fuerza, brillante y abrasador, sobre la pequeña parcela.

—Nadie se tomaría tantas molestias por nosotros. —Esboza una sonrisa forzada—. Lo más probable es que se trate de algo relacionado con esos ecologistas chiflados que querían volar la Pajita. Algunos de ellos huyeron en esta dirección, por lo visto. Será eso, seguro.

Annie sacude la cabeza, poco convencida.

—No sé. Podrían haberme interrogado a mí en vez de a ti.

—Ya, pero es que yo cubro mucho terreno. Veo muchas cosas. Me apuesto lo que sea a que es por eso que quieren hablar conmigo. Están buscando a esos ecotarados, nada más.

—Sí, puede que tengas razón. Probablemente se trate de eso. —Annie asiente despacio con la cabeza, obligándose a creer—. Esos ecologistas están locos de atar. No hay suficiente agua para la gente, y quieren darle el río a un puñado de peces y pájaros.

Lolo asiente enfáticamente y sonríe de oreja a oreja.

—Ya. Qué estupidez. —Pero de repente los ecotarados le inspiran una especie de afecto fraternal. Después de todo, los californianos también andan tras su pista.

Lolo no pega ojo en toda la noche. Su instinto le grita que huya, pero no tiene valor para decírselo a Annie, ni para abandonarla. Por la mañana, sale a cazar tamariscos, y también en eso fracasa. No corta ni una sola mata en todo el día. Contempla la posibilidad de descerrajarse un tiro con la escopeta, pero se acobarda cuando se mete el arma en la boca. Más vale vivo y proscrito que muerto. Al final, con la mirada fija en los cañones gemelos, sabe que tiene que contárselo a Annie, tiene que confesarle que hace años que se dedica a robar agua y que debe huir al norte. Quizá lo acompañe. Quizá atienda a razones. Escaparán juntos. Les quedará eso, al menos. Una cosa es segura: no permitirá que esos malnacidos lo encierren de por vida en un campo de trabajos forzados.

Pero los guardas están esperando a Lolo cuando este regresa. Conversan agazapados a la sombra de su todoterreno. Cuando Lolo corona la colina, uno de ellos da un golpecito en el hombro a su compañero y señala con el dedo. Los dos se incorporan. Annie vuelve a estar en el sembrado, removiendo la tierra, ajena a lo que está a punto de suceder. Lolo tira de las riendas y estudia a los guardas, que se apoyan en el todoterreno y le devuelven la mirada.

De improviso, Lolo ve el futuro que le espera. Se despliega en su mente igual que una película, tan claro como el cielo azul sobre su cabeza. Acerca una mano a la escopeta, colgada en el costado de Maggie que los guardas no pueden ver. Conduce a Maggie en diagonal con respecto a ellos y deja que la camella baje la colina.

Los guardas se acercan a él con tranquilidad. Tienen su todoterreno con la ametralladora del calibre 50 y sus M-16 colgados al hombro. El uniforme antibalas los cubre de la cabeza a los pies, y parecen sudorosos y acalorados. Lolo se acerca lentamente. Tendrá que acertarles a los dos en la cara. Un reguero de sudor se desliza entre sus omóplatos. Siente la mano resbaladiza sobre la culata de la escopeta.

Los guardas se lo toman con calma. Todavía no han empuñado los rifles y dejan que Lolo siga acercándose. Uno de ellos esboza una amplia sonrisa. Debe de tener unos cuarenta años, y lo intenso de su bronceado sugiere que lleva mucho tiempo en el cargo. El otro levanta una mano y dice:

—Hola, Lolo.

La sorpresa de Lolo es tal que aparta la mano de la escopeta.

—¿Hale? —Ahora reconoce al guarda. Crecieron juntos. Solían jugar al fútbol hace un millón de años, cuando los campos todavía estaban cubiertos de verdor y los aspersores lanzaban el agua al aire en todas direcciones. Hale. Hale Perkins. Lolo frunce el ceño. No puede disparar contra Hale.

—Todavía por estos lares, ¿eh? —dice Hale.

—¿Qué diablos haces tú con ese uniforme? ¿Es que ahora estás con los californianos?

Hale hace una mueca y señala los emblemas de su uniforme: Guardia Nacional de Utah.

Lolo arruga el entrecejo. Guardia Nacional de Utah. Guardia Nacional de Colorado. Guardia Nacional de Arizona. Son todos iguales. Es difícil encontrar un solo miembro de la «Guardia Nacional» que no sea un mercenario procedente de otro estado. La mayoría de los guardas locales dimitieron hace tiempo, asqueados de expulsar a familiares y amigos de sus propiedades, hartos de intercambiar disparos con personas que solo querían conservar sus hogares. De modo que aunque todavía haya una Guardia Nacional de Colorado, o de Arizona, o de Utah, dentro de esos uniformes con sus caros equipos de visión nocturna y de los flamantes helicópteros que sobrevuelan las hoces del río solo hay California pura y dura.

Y luego quedan unos pocos como Hale.

Lolo recuerda a Hale como un tipo legal. Recuerda haber robado un barril de cerveza de detrás del Club Elks una noche con él. Lolo lo mira de arriba abajo.

—¿Qué te parece el Programa de Asistencia Suplementaria? —Observa de reojo al otro guarda—. ¿Te va bien con eso? ¿Te echan una mano los californianos?

Hale le implora comprensión con la mirada.

—Venga ya, Lolo. Yo no soy como tú. Tengo una familia que mantener. Si cumplo otro año de servicio, dejarán que Shannon y los niños se instalen en las afueras de California.

—¿Y te pondrán también una piscina en el patio?

—Sabes que no es así. Allí también hay escasez de agua.

A Lolo le encantaría seguir provocándolo, pero tiene la cabeza en otro sitio. Una parte de él se pregunta si Hale no será sencillamente listo. Al principio, cuando California empezó a ganar sus demandas legales de agua y a dejar ciudades desabastecidas, los desplazados se limitaron a seguir el agua… hasta la misma California. Los burócratas tardaron un tiempo en percatarse de lo que sucedía, pero al final alguien con el lapicero más afilado que los demás sumó dos y dos y se dio cuenta de que atraer a la gente junto con el agua no remediaba los problemas de carestía. De modo que se erigieron las vallas de inmigración.

Pero las personas como Hale todavía tienen acceso.

—Bueno, ¿qué queréis? —Para sus adentros, Lolo se pregunta por qué no lo han apeado todavía de Maggie para llevárselo a rastras, pero está dispuesto a seguirles la corriente hasta el final.

El otro guarda sonríe.

—A lo mejor solo hemos venido hasta aquí para ver cómo viven las pulgas de agua.

Lolo lo observa. A este sí que podría pegarle un tiro. Deja que su mano acaricie la escopeta de nuevo.

—BuRec controla mi compuerta. No tenéis ningún motivo para estar aquí.

—Hay marcas en ella —dice el californiano—. De las grandes.

Lolo sonríe sin despegar los labios. Sabe a qué marcas se refiere el guarda. Las hizo con cinco palancas distintas cuando intentó desmantelar todo el mecanismo de la compuerta en un ataque de obsesión. Al final renunció a forzar los cerrojos y se limitó a aporrear el chisme, abollando el acero de la puerta, aplastándolo, mientras sus plantas se marchitaban al otro lado. Después de aquello, se resignó a acarrear cubos de agua hasta los cultivos y lo dejó correr. Pero las muescas y los rasguños todavía siguen estando allí, recordándole su período de locura.

—Todavía funciona, ¿verdad?

Hale levanta una mano en dirección a su compañero, conciliador.

—Sí, todavía funciona. No hemos venido por eso.

—Entonces ¿qué queréis? No habréis sacado la ametralladora de paseo hasta aquí tan solo para hablar de las abolladuras de mi compuerta.

Hale exhala un suspiro, conteniéndose, procurando mostrarse razonable.

—¿Te importa bajar de esa condenada camella para que podamos hablar?

Lolo estudia a los dos guardas, calculando sus posibilidades en el suelo.

—Mierda. —Escupe—. Sí, vale. Me habéis pillado. —Azuza a Maggie para que se arrodille y se apea de su joroba—. Annie no sabe nada de esto. No la involucréis. La idea fue solo mía.

Hale arruga el entrecejo, desconcertado.

—¿A qué te refieres?

—¿No vais a detenerme?

El californiano que acompaña a Hale suelta una carcajada.

—¿Por qué? ¿Porque te llevas un par de calderos del río? ¿Porque probablemente tengas una cisterna ilegal por aquí en alguna parte? —Vuelve a reírse—. Todas las pulgas sois iguales. ¿Te crees que no estamos al corriente de todas esas chorradas?

Hale frunce el ceño en dirección al californiano antes de girarse de nuevo hacia Lolo.

—No, no hemos venido para arrestarte. ¿Te has enterado de lo de la Pajita?

—Sí. —Lolo responde despacio, pero para sus adentros, sonríe.

De repente se ha quitado un peso enorme de encima. No lo saben. No tienen ni remota idea. El plan era bueno cuando lo puso en marcha, y continúa siéndolo. Lolo se obliga a apartar el júbilo de su expresión y procura concentrarse en las palabras de Hale, pero no puede, está dando botes y balbuciendo como un mono. No saben…

—Espera. —Lolo levanta una mano—. ¿Qué acabas de decir?

—California va a abolir las recompensas de agua —repite Hale—. La Pajita cuenta ya con suficientes secciones completas como para no seguir necesitando el programa. Han conseguido canalizar medio río. El Departamento de Interior ha aceptado concentrar todo su presupuesto en los controles de filtración y evaporación. Ahí es donde se consolidan los grandes beneficios. Van a cerrar el programa de gratificaciones con agua. —Hace una pausa—. Lo siento, Lolo.

Lolo frunce el ceño.

—Pero un tamarisco sigue siendo un tamarisco. ¿Por qué deberían quedarse con el agua esas condenadas plantas? Si talo un tamarisco, aunque California no quiera el agua, yo todavía podría quedarme con ella. A mucha gente le vendría bien esa agua.

Hale adopta una expresión compungida.

—Nosotros no hacemos las leyes, nos limitamos a procurar que se cumplan. Me han encargado informarte de que tu compuerta no se abrirá el año que viene. Si sigues cazando tamariscos, no servirá de nada. —Pasea la mirada por la parcela y se encoge de hombros—. En cualquier caso, dentro de un par de años está previsto que tiendan tuberías por toda esta franja. Después de eso ya no quedará ningún tamarisco.

—Y entonces ¿qué esperan que haga?

—California y BuRec se ofrecen a comprar los terrenos. —Hale extrae un talonario de su chaleco antibalas y lo abre con un giro de muñeca—. Para amortiguar el golpe, por así decirlo. —La brisa caliente agita las hojas de la libreta. Hale las sujeta con el pulgar y saca una estilográfica de otro bolsillo. Anota algo en el talonario y arranca una hoja perforada—. No es mal trato.

Lolo coge el cheque. Se queda mirándolo fijamente.

—¿Quinientos dólares?

Hale se encoge de hombros, apenado.

—Es lo que están dispuestos a ofrecer. Eso solo son los códigos en papel. Hay que confirmarlo online. Usa el teléfono con cámara de BuRec y te ingresarán la suma en el banco que elijas. O también pueden guardar el dinero en fideicomiso hasta que llegues a una ciudad y decidas retirarlo. Puedes hacerlo en cualquier sucursal de la Oficina de Ordenación del Territorio. Pero tendrás que dar el visto bueno antes del 15 de abril. BuRec enviará a alguien para sellar la compuerta antes de que termine esta estación.

—¿Quinientos dólares?

—Tendrás de sobra para llegar al norte. Y es más de lo que te ofrecerán el año que viene.

—Pero estos son mis terrenos.

—Hasta que no se vaya Doña Sequía, no. Lo siento, Lolo.

—La sequía podría terminar en cualquier momento. ¿Por qué no nos conceden un par de años más? Podría terminar en cualquier momento. —Pero Lolo ni siquiera lo cree mientras lo dice. Hace diez años, quizá. Pero no ahora. Doña Sequía ha venido para quedarse. Aferra el talón y sus códigos contra el pecho.

A cien metros de distancia, el río continúa fluyendo hacia California.