Lo primero que vi el jueves por la mañana al entrar en la cocina fue el culo en pompa de Maggie. Hay maneras peores de despertar, la verdad. Tiene buen tipo, se conserva en forma, así que la vista de su bonito trasero apretado contra un camisón de malla negro generalmente es una forma positiva de empezar la jornada.
Solo que tenía la cabeza metida en el horno. Y toda la cocina olía a gas. Y empuñaba un mechero con una llama azul de veinte centímetros de alto que ondeaba por el interior del horno como si los Tickle Monkey se hubiesen reagrupado y estuvieran celebrando un concierto allí dentro.
—¡Por el amor de Dios, Maggie! ¿Qué diablos estás haciendo?
Crucé la cocina de un salto, agarré un puñado de camisón y tiré con todas mis fuerzas. Se golpeó la cabeza al salir del horno. Las sartenes cascabelearon en los fogones, y Maggie soltó el encendedor, que resbaló por el linóleo hasta terminar en una esquina.
—¡Auuu! —Se agarró la cabeza—. ¡Aaauuu!
Giró sobre los talones y me abofeteó.
—¿A qué coño ha venido eso? —Sus uñas me rasgaron la mejilla y se abalanzaron sobre mis ojos. La aparté de un empujón. Chocó contra la pared y se dio la vuelta, lista para volver a la carga—. ¿Qué mosca te ha picado? —chilló—. ¿Te cabrea que no se te levantara anoche? ¿Ahora prefieres molerme a palos? —Agarró la sartén de hierro forjado del fogón, esparciendo beicon NiftyFreeze por todos los quemadores—. ¿Quieres probar otra vez, troglodita? ¿Eh? ¿Quieres? —Esgrimió la sartén con gesto amenazador y dio un paso en mi dirección—. ¡Pues venga!
Retrocedí de un brinco, frotándome el cuello allí donde me había arañado.
—¡Estás loca! ¿Evito que saltes en pedazos y me lo pagas intentando partirme la crisma?
—¡Te estaba preparando el puñetero desayuno! —Se pasó los dedos por la enmarañada cabellera morena y me los enseñó manchados de sangre—. ¡Me has abierto la puñetera cabeza!
—Lo que he hecho ha sido salvarte el estúpido trasero. —Me giré y empecé a abrir las ventanas para dejar que escapara el gas. Dos de las ventanas consistían en simples cortinas de cartón, fáciles de desmontar, pero una de las otras se había atascado y no cedía de ninguna manera.
—¡Hijo de perra!
Me giré justo a tiempo de esquivar la sartén. Se la quité de las manos y la aparté de un empujón, con firmeza, antes de seguir abriendo las ventanas. Volvió a la carga, procurando colocarse delante de mí. Sus uñas me recorrían toda la cara, arañando y raspando. Le propiné otro empellón y enarbolé la sartén cuando hizo ademán de querer abalanzarse sobre mí otra vez.
—¿Quieres que use esto?
Retrocedió, con la mirada fija en la sartén. Empezó a rodearme.
—¿Eso es todo lo que piensas decirme? ¿«Te he salvado el estúpido trasero»? —Tenía el rostro congestionado de rabia—. ¿Qué tal «Gracias por intentar arreglar la cocina, Maggie», o «Gracias por preocuparte de que desayune en condiciones antes de ir al trabajo, Maggie»? —Carraspeó acumulando flemas y escupió; el salivazo pasó de largo y golpeó la pared; me hizo un corte de mangas—. Prepárate el puñetero desayuno tú solo. A ver si se me ocurre ayudarte otra vez.
Me la quedé mirando fijamente.
—Eres más tonta que un hatajo de trogloditas, ¿lo sabías? —Agité la sartén en dirección a la cocina—. ¿Comprobar una fuga de gas con un mechero? ¿Hay algún cerebro ahí dentro? ¿Hola? ¿Hola?
—¡No me hables así! Tú eres el troglodita… —Se atragantó a media frase y se sentó, de improviso, como si acabara de caérsele un bloque de cemento en la cabeza. Se desplomó encima del linóleo amarillo. Completamente aturdida—. Oh. —Me miró con los ojos abiertos como platos—. Lo siento, Trav. Ni siquiera pensé en eso. —Fijó la mirada en el encendedor que yacía abandonado en una esquina—. Ay, mierda. Uau. —Apoyó la cabeza en las manos—. Ay… Uau.
Le dio un ataque de hipo, primero, y después empezó a llorar. Cuando volvió a mirarme, tenía los grandes ojos castaños anegados en lágrimas.
—Lo siento. Lo siento, lo siento muchísimo. —Las lágrimas empezaron a rodar, derramándose por sus mejillas—. No tenía ni idea. No lo pensé. No…
Seguía estando dispuesto a luchar, pero al verla sentada en el suelo, tan desconsolada, perdida y arrepentida, se me quitaron las ganas.
—Olvídalo. —Dejé la sartén encima de la cocina y continué abriendo las ventanas. La brisa que comenzó a circular por la estancia disipó el tufo del gas. Cuando el interior se hubo aireado lo suficiente, tiré de la cocina para apartarla de la pared. Había tiras de beicon encima de todos los quemadores, flácidas y descongeladas ahora que habían salido del envoltorio de celofán de NiftyFreeze, lonchas de cerdo esparcidas por todas partes, veteadas y relucientes de grasa. Lo que Maggie entendía por un desayuno casero. A mi abuelo le habría encantado. Adoraba los desayunos contundentes. Pero no los productos de NiftyFreeze. Detestaba esos envoltorios con toda su alma.
Maggie me vio con la mirada fija en el beicon.
—¿Puedes arreglar la cocina?
—Ahora mismo no. Tengo que ponerme a trabajar.
Se enjugó los ojos con la palma de la mano.
—Qué desperdicio de beicon —dijo—. Lo siento.
—No pasa nada.
—Tuve que visitar seis tiendas distintas para encontrarlo. Era el último paquete, y no sabían cuándo iban a recibir más.
No tenía nada que responder a eso. Encontré la espita del gas y la cerré. Aspiré por la nariz. Husmeé alrededor de los fogones y el resto de la cocina.
El olor a gas había desaparecido casi por completo.
Por primera vez, me di cuenta de que me temblaban las manos. Se me cayó un paquete de café cuando probé a sacarlo del armario. Golpeó la encimera como un globo lleno de agua. Coloqué las palmas de las manos en la superficie plana y me apoyé en ellas, con fuerza, intentando detener los estremecimientos. Comenzaron a temblarme los codos. Uno no está a punto de saltar por los aires todas las mañanas.
Tenía su gracia, no obstante, si te parabas a pensar en ello. La mitad de las veces, el gas ni siquiera funcionaba. Y para un día que lo hacía, a Maggie se le ocurría jugar a las chapuzas. Procuré reprimir una risita.
Maggie aún estaba en medio del suelo, sorbiendo por la nariz.
—Lo siento de veras —repitió.
—Está bien. Olvídalo. —Retiré las manos de la encimera. Habían dejado de aletear. Algo es algo. Rasgué el envase de café y engullí el líquido frío. Tras todo lo ocurrido esa mañana, la cafeína resultaba reconfortante.
—No, lo siento de veras. Podría habernos matado a los dos.
Pensé en replicar algo mordaz, pero no tenía sentido. Sería innecesariamente cruel.
—Bueno, pero no lo hiciste. Así que todo está en orden. —Cogí una silla, me senté y miré por las ventanas abiertas. Sobre la ciudad, el esmog amarillo del amanecer daba paso al gris azulado del esmog matinal. Allí abajo, la gente empezaba la jornada. El ruido se filtraba hasta nosotros: niños que gritaban camino del colegio, traqueteantes carretillas de reparto, los esfuerzos del motor de un camión, chirriante y tambaleante, cuyo tubo de escape expulsaba negras nubes de gas que se colaban por la ventana junto con el calor estival. Tanteé en busca del inhalador, aspiré una bocanada y me obligué a sonreír en dirección a Maggie—. Es como aquella vez que te empeñaste en limpiar el enchufe con un tenedor. Tienes que acordarte de no buscar fugas de gas con un mechero. No es buena idea.
Palabras inadecuadas, supongo. O quizá lo inadecuado fuera el tono con que las pronuncié.
Se reanudaron los llantos: no solo el sorber de mocos y las lágrimas, sino el berrinche con programa completo, las mejillas surcadas de regueros, la nariz hecha un grifo y ella que no paraba de decir «lo siento, lo siento, lo siento» una y otra vez, como una remezcla de Ya Lu pero sin el martilleo subsónico que haría placentera su escucha.
Me quedé un rato mirando la pared fijamente, intentando esperar a que se le pasara, pensando en ir a buscar los auriculares y escuchar un poco de Ya Lu de verdad, pero no quería agotar la batería porque encontrar de las buenas llevaba su tiempo, y además no me parecía correcto largarme y dejar a Maggie berreando. De modo que me quedé allí sentado mientras ella seguía llorando, hasta que al final me armé de valor, me senté en el suelo a su lado y la abracé hasta que la venció el cansancio.
Por fin dejó de llorar y empezó a restregarse los ojos.
—Lo siento. Me acordaré para la próxima.
Debió de fijarse en mi expresión, porque insistió:
—En serio. Lo recordaré. —Usó la hombrera del camisón para limpiarse la nariz goteante—. Debo de tener una pinta espantosa.
Tenía la cara hinchada, los ojos enrojecidos y el labio superior cubierto de mocos.
—Tienes buen aspecto —le dije—. Fenomenal. Estás fenomenal.
—Embustero. —Sonrió mientras sacudía la cabeza—. No quería derrumbarme de esa manera. Y la sartén… —Meneó la cabeza otra vez—. Debe de ser el síndrome premenstrual.
—¿Te has tomado el Gynoloft?
—No quiero que se me alteren las hormonas. Ya sabes, por si acaso… —Volvió a sacudir la cabeza—. No dejo de pensar que esta vez podría ser la definitiva, pero… —Se encogió de hombros—. Da igual. Estoy hecha un desastre. —Se recostó contra mí y permaneció un ratito en silencio. Podía sentir su respiración—. No pierdo la esperanza —dijo al cabo.
Le acaricié el pelo.
—Si tiene que pasar, pasará. Tan solo debemos mantener el optimismo.
—Claro. Está en manos de Dios. No pierdo la esperanza, eso es todo.
—Miku y Gabe tardaron tres años. Nosotros llevamos intentándolo desde hace, ¿qué, seis meses?
—Dentro de dos hará un año. —Hizo una pausa antes de añadir—. Lizzi y Pearl solo tuvieron abortos.
—Nos falta mucho antes de tener que empezar a preocuparnos por los abortos. —Me desenredé de ella y fui a buscar otro envase de café de la alacena. Esta vez me tomé mi tiempo para agitarlo. Se calentó solo, lo rasgué y probé un sorbo. No estaba tan rico como la mezcla que le traía a Maggie del mercado para que preparara el café en la cocina, pero le daba mil vueltas a volar en pedazos.
Maggie se arregló un poco, se levantó del suelo y empezó a atarearse yendo de un lado a otro. Aun con la cara hinchada, el camisón de malla le quedaba bien: un montón de piel, un montón de sombras interesantes.
Me pilló mirándola.
—¿A qué viene esa sonrisa?
Me encogí de hombros.
—Te queda bien ese camisón.
—Lo compré en la venta de patrimonio de la vecina de abajo. Está casi sin estrenar.
Sonreí con lascivia.
—Me gusta.
Maggie se echó a reír.
—¿Ahora? Anoche no podías, anteanoche tampoco, ¿y te apetece hacerlo ahora?
Me encogí de hombros.
—Ya vas a llegar tarde. —Se giró y empezó a revolver los armarios—. ¿Quieres llevarte una barrita de muesli? Encontré un puñado de ellas cuando salí a comprar el beicon. Supongo que la fábrica ya está en marcha otra vez. —Me lanzó una sin darme tiempo a responder. La atrapé al vuelo, rasgué el brillante envoltorio de plástico y leí los ingredientes mientras comía. Higos y frutos secos, más un puñado de nutrientes como el dextro-forma-salbutamol. No llegaba a la altura de los componentes de los congelados de NiftyFreeze, pero qué diablos, todo alimenta, ¿verdad?
Maggie se giró y estudió la cocina, varada allí donde yo la había soltado. Con el aire caliente que entraba por las ventanas, el beicon estaba volviéndose cada vez más flácido y grasiento. Pensé en llevármelo abajo y freírlo en la acera. Por lo menos, podría echárselo a los trogloditas. Maggie estaba pellizcándose el labio. Esperaba que dijera algo acerca de la cocina o del beicon desperdiciado, pero en vez de eso anunció:
—Esta noche salimos de copas con Nora. Quiere ir al Wicky.
—¿La de los granos de pus?
—No tiene gracia.
Engullí el resto de la barrita de muesli.
—Para mí sí. Os lo advertí. El agua no es segura.
Hizo un mohín.
—Bueno, sabihondo, pues a mí no me pasó nada. Echamos un vistazo y no estaba amarilla, ni viscosa ni nada…
—Así que os lanzasteis de cabeza para nadar un rato. Y ahora tiene el cuerpo cubierto de espinillas. Qué misterioso. —Apuré el segundo envase de café, lo tiré al triturador de residuos junto con el envoltorio de la barrita y abrí el grifo para empujarlo todo con un chorro de agua. Dentro de media hora estarían dando vueltas y disolviéndose en la barriga de la bomba número dos—. No puedes pensar que algo está limpio por el mero hecho de que lo parezca. Tuviste suerte. —Me sequé las manos y me acerqué a ella. Deslicé los dedos por sus caderas—. Pues sí. Suerte. Ninguna reacción todavía.
Me apartó las manos de un cachete.
—¿Qué pasa, ahora eres médico?
—Especializado en cremas para la piel…
—No seas desagradable. Le pedí a Nora que se reuniera con nosotros a las ocho. ¿Podemos ir al Wicky?
Me encogí de hombros.
—Lo dudo. Es muy exclusivo.
—Pero Max te debe… —Se interrumpió al ver la lujuria con que volvía a observarla—. Ah. Vale.
—¿Qué has dicho?
Sacudió la cabeza y sonrió.
—Debería alegrarme después de lo de las dos últimas noches.
—Exacto. —Me agaché para besarla.
Cuando se apartó por fin, me miró con sus grandes ojos castaños y todos los males de esa mañana se evaporaron.
—Llegarás tarde —dijo.
Pero su cuerpo se apretaba contra el mío, y mis manos no volvieron a recibir ningún cachete.
El verano en Nueva York es una de mis épocas menos preferidas del año. El calor se instala entre los edificios, congestionándolo todo, y el aire sencillamente… se detiene. Puedes olerlo todo. Los plásticos que se funden con el cemento caliente, las hogueras de basura, la orina rancia que borbotea en el aire cuando alguien vierte agua en la alcantarilla; el hedor de todas esas personas hacinadas. Como si todos los rascacielos fueran alcohólicos sudorosos después de una juerga, en pie a duras penas, extenuados, rezumando por los poros la evidencia de todo por lo que han pasado. Mi asma se vuelve loco. Hay días en los que necesito tres chutes de inhalador tan solo para llegar al trabajo.
Prácticamente lo único bueno que tiene el verano es que ya no es primavera, por lo que al menos no tienes que aguantar el incesante goteo de nieve derretida mezclada con cemento en el cogote.
Tomo un atajo a través del parque tan solo para darles a los pulmones una tregua de tanta pestilencia y miasma, pero la mejora es imperceptible. Aun con el calor matinal acumulándose todavía, los árboles se ven polvorientos y cansados, cabizbajas todas sus hojas, y el césped presenta grandes parches marrones allí donde el verdor empieza a sucumbir al estío, como calvas en el pelaje de un chucho viejo.
Los trogloditas campaban a sus anchas, tendidos en la hierba, revolcándose en el polvo y al sol, disfrutando de otro día de verano sin nada que hacer. El tiempo los atraía al exterior. Me detuve para verlos retozar, peludos y cachondos, sin la menor preocupación.
Hace tiempo, alguien inició una recogida de firmas para librarse de ellos, o al menos para que los esterilizaran, pero el alcalde salió a la palestra y declaró que también ellos tenían derechos. Después de todo, eran los hijos de alguien, aunque nadie estuviera dispuesto a admitirlo. Llegó a conseguir incluso que la policía se comidiera a la hora de controlarlos, lo que puso como locos a los tabloides. Todos coincidían en que tenía un hijo troglodita, fruto de una relación extramatrimonial, oculto en Connecticut. Pero al cabo de los años, la gente se acostumbró a su presencia. Y todos los tabloides quebraron, así que el alcalde dejó de preocuparse por lo que dijeran acerca de sus deslices.
Ahora, los trogloditas forman parte integral del paisaje, una horda de tipos simiescos con la nariz achatada que se pasean por ahí con sus brillantes ojos amarillos, sus grandes lenguas sonrosadas y demasiado poco pelaje como para sobrevivir en la espesura. Cuando llega el invierno, o bien se congelan a montones o bien emigran hacia pastos más cálidos. Pero todos los veranos aparecen más de ellos.
Cuando Maggie y yo empezamos a intentar tener un bebé, sufría pesadillas pensando que Maggie pudiera dar a luz a un troglodita. Lo abrazaba, sonriente, justo después del parto, sudorosa e hinchada, preguntando: «¿A que es precioso? ¿A que es precioso?», dicho lo cual me entregaba el mamoncete. Pero lo más aterrador no era que se tratase de un troglodita, sino devanarse los sesos pensando en cómo iba a explicarles a todos en el trabajo que nos lo pensábamos quedar. Porque quería a ese bichito con la nariz achatada. Supongo que en eso consiste ser padre, en el fondo.
Aquella pesadilla me dejó trastocado durante un mes entero. Maggie empezó a suministrarme estimulantes a causa de ellas.
Se me acercó un troglodita contoneándose. El bicho —o la bicha, o como se quiera llamar a esas rarezas hermafroditas armadas con tetas y tranca— me puso morritos. Sonreí, sacudí la cabeza y decidí que era varón porque tenía el lomo cubierto de pelo, además de porque lucía una auténtica tranca, en vez de los lapiceros que lucen algunos. El troglodita encajó deportivamente mi negativa. Esbozó una sonrisa y se encogió de hombros. Es lo bueno que tienen: aunque tengan menos cerebro que un hámster, son bastante pacíficos. Y más simpáticos que la mayoría de la gente con la que trabajo, a decir verdad. Mil veces más agradables que algunas de las personas que se encuentra uno en el metro.
El troglodita prosiguió su camino, toqueteándose y gruñendo, y yo continué cruzando el parque. Una vez al otro lado, recorrí un par de manzanas hasta la calle Freedom y bajé por las escaleras que conducían a la subestación de control.
Chee estaba esperándome cuando abrí las puertas de acceso.
—¡Álvarez! Tío, llegas tarde.
Chee es un tipo delgaducho, canijo y nervioso al que le gusta ponerse tirantes, con el pelo rojo repeinado hacia atrás para disimular la calva incipiente. Lo envuelve una sempiterna nube de olor acre debido a la fórmula de esteroides que utiliza contra la alopecia, la cual consigue que el cabello le crezca sano durante una temporada, hasta que Chee empieza a rascarse compulsivamente, se le cae todo y debe comenzar desde el principio con los esteroides. Mientras tanto, apesta más que el Hudson. Además, no sé en qué consiste ese gel, pero hace que su cabeza reluzca como una bola de bolos recién pulida. Antes le pedíamos que dejara de echarse ese potingue, pero se volvía rabioso y amenazaba con pegarte un bocado como insistieras demasiado.
—Llegas tarde —repitió. Estaba rascándose la cabeza como un mono epiléptico intentando despiojarse.
—Ya. ¿Y? —Saqué la chaqueta de faena de la taquilla y me la puse. Los fluorescentes arrojaban una luz tenue y parpadeaban sin cesar, pero el climatizador estaba encendido, de modo que la temperatura en el interior era soportable, para variar.
—Se ha estropeado la bomba número seis.
—¿Cómo que se ha estropeado?
Chee se encogió de hombros.
—No lo sé. Se ha parado.
—¿Hace algún ruido? ¿Se ha detenido por completo? ¿Va más despacio? ¿Está inundándose? Venga, dame una pista.
Chee se me quedó mirando fijamente, inexpresivo. Llegó incluso a dejar de rascarse la cabeza por un segundo.
—¿Has probado a consultar los índices de resolución de conflictos? —pregunté.
Chee se encogió de hombros.
—No se me ocurrió.
—¿Cuántas veces te he dicho que eso es lo primero que hay que hacer? ¿Cuánto tiempo lleva fuera de servicio?
—¿Desde medianoche? —Arrugó toda la cara, contemplativo—. No, desde las diez.
—¿Has trasladado los controles de desagüe?
Se pegó un manotazo en la frente.
—Se me olvidó.
Empecé a correr.
—¿El Upper West Side entero lleva desde ANOCHE sin procesar los residuos? ¿Por qué no me llamaste?
Chee trotaba detrás de mí, esquivando mis talones mientras recorríamos apresuradamente el laberinto de la planta en dirección a las salas de control.
—Estabas de permiso.
—¿Y te quedaste así, tan tranquilo?
Es difícil encogerse de hombros mientras se corre a toda velocidad, pero Chee lo consiguió.
—Estos chismes se estropean constantemente. Me imaginé que no sería tan grave. Ya sabes, como cuando lo de aquella bombilla en el túnel número tres, o lo de aquella fuga en los retretes. Y la fuente de agua potable, que volvió a fastidiarse. Uno lo va dejando. Pensé que sería mejor dejarte dormir.
No me molesté en intentar explicarle la diferencia.
—Si vuelve a ocurrir, recuerda, si las bombas, cualquiera de ellas, se apagan, tú me avisas. Da igual dónde esté, no voy a enfadarme. Pero llámame. Como dejemos que se paren las bombas, quién sabe cuántas personas podrían enfermar. Hay algo pernicioso en esas aguas, por eso debemos permanecer siempre atentos, de lo contrario se filtraría a las cloacas, de allí al aire y la gente se pondría mala. ¿Entendido?
Abrí las puertas de la sala de control de un empujón y me detuve en seco.
El suelo estaba cubierto de papel higiénico, rollos enteros, desliados y esparcidos por toda la estancia. Como si alguna momia se hubiera puesto a hacer striptease y la cosa se hubiese salido de madre. Debía de haber como cien rollos desmadejados por todo el suelo.
—¿Qué diablos es esto?
—¿Esto? —Chee miró en rededor, rascándose la cabeza.
—El papel, Chee.
—Ah. Ya. Anoche celebramos una pelea de papel higiénico. No sé por qué, pero el caso es que nos trajeron el triple. En el trastero no cabía todo. Quiero decir, hace dos meses que no tenemos con qué limpiarnos el culo, y de golpe y porrazo nos vemos con un montonazo de…
—¿Os dedicasteis a tiraros rollos de papel higiénico con la bomba número seis estropeada?
Por fin debió de notar algo raro en el tono de mi voz. Hizo una mueca.
—Oye, no me mires así. Lo recogeré. No te preocupes. Jolín. Eres peor que Mercati. Además, no fue culpa mía. Me disponía a recargar los dispensadores cuando aparecieron Suze y Zoo con ganas de bronca. —Se encogió de hombros—. Fue por hacer algo, nada más. Y de todas formas, empezó Suze.
Volví a fulminarlo con la mirada y me abrí paso a puntapiés por la maraña de papel higiénico hasta las consolas de control.
—Eh —dijo Chee a mi espalda—, ¿cómo quieres que los rebobine si no paras de pegarles patadas?
Comencé a pulsar interruptores en la consola, ejecutando diagnósticos. Intenté abrir la base de datos de resolución de conflictos, pero solo obtuve un error de conexión. Menuda sorpresa. Miré en las estanterías en busca de las copias físicas de los manuales de operación y mantenimiento, pero no aparecían por ninguna parte. Miré a Chee.
—¿Sabes dónde están los manuales?
—¿Los qué?
Señalé los estantes vacíos.
—Ah. Están en el aseo.
Lo miré. Me miró. No tuve valor para seguir indagando. Volví a concentrarme en las consolas.
—Ve a buscarlos, tengo que averiguar qué significan estos indicadores. —Había un panel entero lleno de ellos, parpadeando, todos de la bomba número seis.
Chee salió de la estancia arrastrando los pies y dejando una estela de papel higiénico a su paso. Sobre mi cabeza, oí cómo se abría la puerta de la sala de observación: Suze, que bajaba por las escaleras. Más problemas. Se adentró en la maraña de papel higiénico y se me acercó por detrás hasta quedarse pegada a mi espalda. Noté su aliento en la nuca.
—La bomba lleva casi doce horas inactiva —dijo—. Podría abrirte un expediente. —Me clavó un dedo en la espalda con fuerza—. Podría abrirte un expediente, colega. —Otra vez, con más fuerza. Bam.
Pensé en devolverle la caricia, pero no estaba dispuesto a proporcionarle otro motivo para congelarme el sueldo. Además, es más grande que yo. Y tan musculosa como un orangután. Y casi igual de peluda. En vez de eso le dije:
—Habría estado bien que alguien me hubiera llamado.
—¿Te vas a poner respondón conmigo? —Me propinó otro empujón y se inclinó para rodearme el hombro y plantarse delante de mi cara, mirándome con sus ojillos miopes—. Doce horas de inactividad —repitió—. Eso es motivo para un expediente. Lo pone en el manual. Puedo hacerlo.
—No fastidies. ¿Te lo has leído? ¿Tú solita?
—No eres el único que sabe leer, Álvarez. —Giró sobre los talones y regresó a su despacho, subiendo las escaleras hecha una furia.
Chee reapareció cargado con los manuales de mantenimiento.
—No sé cómo te las apañas —resopló mientras me los entregaba—. Estos mamotretos son ininteligibles.
—Tengo un don.
Cogí los volúmenes de plastirén y eché una mirada al despacho de Suze. Estaba allí plantada, vigilándome a través de la ventana de observación, con toda la pinta de estar conteniéndose para no volver a bajar y partirme la crisma. Una cabeza de chorlito a la que le sonrió la suerte cuando se jubiló el anterior jefe.
Como no tiene ni idea de lo que supone su cargo, se dedica principalmente a lanzarnos miraditas furibundas, a redactar memorandos que nunca se acuerda de enviar y a acosar a su secretaria. El derecho al empleo es estupendo para las personas como yo, pero entiendo por qué a veces uno querría despedir a alguien; la única manera de que Suze dejara su puesto sería si se cayera rodando por las escaleras de la sala de observación y se partiera el cuello.
Arrugó aún más el entrecejo, intentando obligarme a apartar la mirada. Le concedí esa victoria. Me abriría el expediente o no, según le placiera. Pero aunque lo hiciera, cabía la posibilidad de que se distrajese y se le olvidara cursarlo. Fuera como fuese, no podía despedirme. Estábamos condenados a convivir, como un par de gatos encerrados en el mismo saco.
Empecé a pasar las páginas de plástico de los manuales, consultando los índices una y otra vez mientras contrastaba todos los indicadores. Volví a fijarme en la consola. Había un montón de ellos. Tal vez más de los que hubiera visto en mi vida.
Chee se acuclilló junto a mí, observando. Empezó a rascarse la cabeza otra vez. Sospecho que para él es algo reconfortante. Pero te provoca escalofríos hasta que te acostumbras. Evoca imágenes de piojos.
—Qué rápido vas —dijo—. ¿Cómo es que no fuiste a la universidad?
—¿Me tomas el pelo?
—Tío, que no. Eres la persona más lista que conozco. Podrías haber ido a la universidad sin problemas, seguro.
Lo miré de reojo, esforzándome por dilucidar si intentaba cachondearse de mí. Me devolvió la mirada, completamente sincero, como un perro aguardando su recompensa. Volví a concentrarme en el manual.
—Falta de ambición, supongo.
Lo cierto era que nunca había conseguido terminar el instituto. Me fui de P.S. 105 sin mirar atrás. Ni adelante, ya puestos. Recuerdo estar en álgebra para principiantes viendo cómo se movían los labios del profesor, sin entender ni una sola palabra de lo que decía. Hacía los deberes y sacaba ceros pelados en todos ellos, incluso después de repetirlos. Los demás chavales no se quejaban, sin embargo. Se partían de risa cada vez que le pedía que explicara la diferencia entre plantear y resolver una incógnita. No hace falta ser Einstein para saber cuándo estás fuera de tu elemento.
Empecé a inspeccionar los diagramas de resolución de conflictos. Atascos indicados, ninguno. Véase el Diagnóstico mecánico, volumen 3. Agarré el siguiente montón de páginas anilladas y comencé a mirarlas por encima.
—En cualquier caso, te falla el marco de referencia. Tampoco es que aquí nos hayamos juntado ningún puñado de premios Nobel. —Miré de reojo en dirección al despacho de Suze—. Las personas inteligentes no trabajan en vertederos como éste. —Suze volvía a observarme con el ceño fruncido. Le dediqué el saludo universal—. ¿Lo ves?
Chee se encogió de hombros.
—No sé qué decirte. Probé a leer ese manual como veinte veces estando en el váter y sigo sin entender ni papa. De no ser por ti, media ciudad estaría nadando en mierda ahora mismo.
Se encendió otro piloto intermitente en la consola: ámbar, ámbar, rojo… Se quedó en rojo.
—Dentro de un par de minutos estaremos nadando en algo mucho peor. Créeme, compañero, hay muchas cosas peores que la mierda. Mercati me enseñó una lista una vez, antes de jubilarse. Todas las cosas que circulan por aquí para que las bombas las depuren: bifenilos policlorados, bisfenol-A, estrógenos, ftalatos, policlorobifenilos, heptaclor…
—Tengo una pegatina de Superlimpio con todo eso. —Se levantó la camiseta y me enseñó la que se había pegado en la piel, justo debajo de la caja torácica. Un smiley amarillo adhesivo, parecido a los que solía regalarme mi abuelo cuando se sentía generoso. En la frente del smiley se podía leer: SUPERLIMPIO.
—¿Te las compras?
—Pues claro. Siete por siete pavos. Las pillo todas las semanas. Ahora puedo beber el agua directamente. Podría beberla incluso del Hudson. —Empezó a rascarse la cabeza otra vez.
Me quedé viendo cómo se rascaba durante un segundo, recordando cómo Nora la de los granos había intentado venderle unas cuantas a Maggie antes de irse a nadar.
—Bueno, pues me alegra que te den tan buen resultado. —Me giré y empecé a teclear secuencias de reinicio para las bombas—. Ahora, a ver si conseguimos que arranque esta capulla e impedimos que todos los vecinos que no compran pegatinas tengan una pandilla de trogloditas. Prepárate para reiniciar a mi señal.
Chee fue a despejar las líneas de datos y apoyó las manos en las palancas de reinicio.
—No entiendo qué diferencia hay. El otro día estaba cruzando el parque y ¿sabes lo que vi? Una mamá troglodita con cinco bebés trogloditas. ¿Qué más da que la buena gente no tenga trogloditas si los que hay en el parque se dedican a parir camadas enteras?
Miré en dirección a Chee dispuesto a replicar algo, pero tampoco le faltaba razón. Las secuencias de reinicio se completaron y los indicadores de la bomba número seis se pusieron a punto.
—Tres… dos… uno… carga completada —dije—. Vamos. Vamos. Vamos.
Chee empujó las palancas, las consolas se tiñeron de verde y en algún lugar bajo nuestros pies, a gran profundidad, las bombas comenzaron a filtrar residuos de nuevo.
Trepábamos por la epidermis del Centro Kusovic, ascendiendo hacia el cielo, camino del Wicky. Maggie, Nora, Wu y yo, remontando un tramo de escaleras tras otro, gateando por encima de montones de escombros, apartando a patadas envoltorios de preservativos y esparciendo paquetes de Effy como hojas de otoño.
El palpitar de los xilofones sintetizados y los timbales japoneses del Wicky nos incitaba a continuar escalando. Los trogloditas y la gente con ganas de fiesta pero sin medios ni contactos como los míos nos observaban celosos mientras ascendíamos. Nos miraban y cuchicheaban a nuestro paso, conscientes todos ellos de que Max me debía montones de favores, y de que si podía permitirme el lujo de acudir directamente a la cabeza de la fila era porque los aseos funcionaban como un reloj gracias a mí.
El club se encontraba en la cumbre misma del Kusovic, un puñado de antiguas oficinas bursátiles. Max había derribado los cubículos de cristal y las viejas pantallas digitales gigantes que antes marcaban los índices de la Bolsa de Nueva York, consiguiendo así abrir realmente el espacio. Por desgracia, el club ya no resultaba tan acogedor en invierno porque una noche nos dejamos llevar por el entusiasmo y empujamos las ventanas al vacío. Pero aunque la brisa soplara con ganas durante la mitad del año, ver cómo aquellos ventanales se precipitaban al vacío había supuesto un punto de inflexión para el club. Un par de años más tarde, la gente todavía hablaba de ello, y yo aún conservaba el recuerdo de la lentitud con que se habían salido de los marcos antes de caer planeando y dando tumbos. Al chocar contra el suelo, se desperdigaron por las calles como gigantescos cubos de agua.
En cualquier caso, el aliciente de la intemperie funcionaba realmente bien en verano, cuando se sucedían los apagones que no dejaban de cepillarse el aire acondicionado.
Me sirvieron un chupito de Effy en cuanto traspusimos el umbral; el club era un hervidero de carne primigenia, un aquelarre tribal de primates saltarines empapados de sudor vestidos con trajes de negocios medio desgarrados, todos nosotros desquiciados y enfebrecidos, con el rostro tan pálido e hinchado como los peces que se revuelcan en el fondo del océano.
Maggie me sonreía mientras bailábamos, completamente olvidada ya la riña a cuenta del horno. De lo cual me alegraba, porque después de nuestra pelea por culpa de su intento de ensartar un enchufe con el tenedor se pasó una semana entera comportándose como si yo tuviera la culpa de algo, incluso después de haber asegurado que me perdonaba. Pero ahora, inmersos en el danzar palpitante del Wicky, volvía a ser su caballero de radiante armadura, y me alegraba de estar con ella, aunque eso conllevara tener que cargar con Nora.
Durante todo el ascenso por las escaleras, me había esforzado por no fijarme en la piel cuajada de espinillas de Nora ni burlarme de su cara abotargada, pero ella sabía lo que yo estaba pensando porque no dejaba de fulminarme con la mirada cada vez que le advertía que diera un rodeo allí donde los escalones amenazaban con desmoronarse. Lo cual no quitaba para que fuera una zopenca. Tenía tantas luces como una linterna sin pilas. A mí jamás se me ocurría beber ni bañarme en el agua de los alrededores. Es inevitable cuando uno se pasa el día trabajando con residuos. Se aprenden demasiadas cosas sobre todo lo que entra y sale del sistema. La gente como Nora se cuelga una medallita de Kali-María entre las tetas o se planta una pegatina con el smiley de Superlimpio en el culo y se encomienda a la suerte. Yo bebo agua embotellada y solo me ducho con alcachofas con filtro. Y aun así todavía hay ocasiones en las que paso miedo. Pero no ando por ahí rezumando pus.
Los timbales retumbaban tras mis cuencas oculares. En la otra punta del club, Nora estaba bailando con Wu, y ahora que el Effy que me había tomado empezaba a surtir efecto, podía ver sus cualidades positivas: danzaba con garbo y desenfreno… tenía el pelo largo y moreno… sus granos eran tan grandes como pechos.
Tenían un aspecto suculento.
Me coloqué a su lado e intenté disculparme por no haber sabido apreciarla antes, pero entre el ruido y las babas con que estaba regándole la piel, creo que fracasé a la hora de comunicarme eficazmente. Se alejó corriendo antes de que pudiera pedirle perdón y terminé dando botes yo solo en medio de la matriz retumbante del Wicky mientras la multitud fluía y se arremolinaba a mi alrededor y los efectos del Effy se intensificaban en corrientes oceánicas que se propagaban desde mis ojos hasta mi pelvis y vuelta a empezar, transportándome cada vez más y más arriba…
Una chica con medias raídas hasta la rodilla y hábito de monja maullaba en el cuarto de baño cuando Maggie nos encontró, nos separó y me sacó a la pista mientras la gente se apartaba a nuestro paso sin dejar de intentar utilizar los meaderos de acero inoxidable, pero en ese momento Max me agarró por banda y ya no supe si habíamos estado haciéndolo en la barra y a eso se reducía el problema o si todo se limitaba a que había intentado orinar donde no era. Max no paraba de quejarse porque su ginebra tenía burbujas y decía que se iba a montar una BUENA como todos estos flipados del Effy no obtuvieran el licor que querían, tras lo cual me mandó de un empujón debajo de la barra donde había unas mangueras que salían de unos barriles de gin-tonic y era como flotar en la tripa de un calamar con el reflujo de los timbales atronando sobre mi cabeza.
Quería dormir allí abajo, buscar tal vez las braguitas rojas de la monja, solo que Max se empeñaba en visitarme continuamente con más Effy mientras decía que teníamos que encontrar el problema, las burbujas, el problema de las burbujas, tómate esto te despejará la cabeza, averigua de dónde salen las burbujas, cómo se meten en la ginebra. ¡No no no! ¡La tónica la tónica la tónica! La tónica no tiene burbujas. Busca la tónica. Impide que se monte una BUENA, arréglalo antes de que aparezcan las camionetas con el gas incapacitador y nos cierren el negocio y me cago en todo pero qué haces esnifando ahí abajo.
Nadando bajo la barra… Nadando largo y tendido… los ojos como platos… un pez prehistórico rodeado de gigantescas huevas musgosas entreveradas de sarmientos, enterradas bajo la bruma de la ciénaga, abajo con las bayetas y las cucharas perdidas y el légamo pegajoso del azucarillo, y estas inmensas huevas plateadas inertes depositadas bajo las raíces, criando musgo y hongos pero nada más, de estas capullas no salía ninguna tónica lechosa, estaban secas, las habían dejado secas demasiados dinosaurios muertos de sed y cómo no ahí estaba el problema. No quedaba tónica. Ni rastro. Ni una sola gota.
¡Más huevas! ¡Más huevas! ¡Necesitamos más huevas! Más huevas grandes plateadas dispensadoras de tónica tienen que llegar retumbando en carretillas y a lomos de camareros con pajarita y chaqueta blanca. Más huevas tienen que encajar las incisiones de las largas mangueras verdes sarmentosas y succionadoras para que nosotros podamos aspirar la tónica de sus yemas y Max pueda seguir preparando gin-tonics y yo seré un héroe hip hip hurra un héroe una puñetera superestrella porque sé un montón de huevas plateadas y cómo insertar las mangueras adecuadas y no es ese el motivo de que Maggie ande siempre cabreada conmigo porque mi manguera nunca está lista para insertarse en sus huevas, o a lo mejor es que no tiene huevas en las que insertar nada y no me fastidies pero ni locos vamos a ir al médico para que nos diga que ni tiene huevas ni piezas de repuesto, de esas no va a aparecer ninguna en carretilla y no es por eso mismo que ahora está ahí en medio de la multitud con su corsé negro retozando con un tipo que le lame los pies mientras me hace un corte de mangas.
Y no es por eso que se va a montar una BUENA ahora mismo en cuanto le parta la cabeza a ese troglodita con este pedazo de mostrador que voy a conseguir que me preste Max… solo que estoy a demasiada profundidad como para pegarme con ningún lamebotas. Y en el suelo no dejan de acumularse humeantes montoncitos de Effy que todos nos dedicamos a chupetear porque soy un puñetero héroe un héroe un héroe, el arreglador que todo lo arregla, y todo el mundo me hace reverencias y choca esos cinco y me pasa más Effy porque se va a montar una BUENA y nadie va a incapacitarnos con ningún gas ni bajaremos por las escaleras vomitando y arrastrándonos hasta la calle.
Entonces Max me devuelve a la pista de baile de un empujón con más chupitos de Effy para Maggie, una vieja bandeja repleta de absolución, y qué fácil es perdonar cuando todos caminamos por el techo del rascacielos más alto y antiguo del firmamento.
Timbales azules y monjas oculares. Granos y citas para cenar. Escaleras abajo, hasta la calle.
Para cuando salimos dando tumbos del Wicky por fin comenzaba a desenredarme del abrazo del Effy, pero Maggie seguía volando, manoseándome de arriba abajo, tocándome, contándome todo lo que pensaba hacerme en cuanto llegáramos a casa. Nora y Wu en principio tendrían que estar con nosotros, pero de alguna manera habíamos conseguido separarnos. A Maggie no le interesaba esperar, de modo que nos dirigimos al centro, zigzagueando entre las antiguas torres de la ciudad, esquivando los anuncios odoríferos de Diabolo y Possession de las aceras, soslayando puestos de pescadito mutante frito con brochetas de calamares de after-hours.
La noche había refrescado por fin, nos encontrábamos en ese punto glorioso que media entre el final del bochorno de la medianoche y el comienzo del amanecer asfixiante. La humedad nos cubría con su manto, tan seductor después del club. Sin lluvia ni heladas, apenas si debía preocuparme por los goterones de cemento.
Maggie me acariciaba el brazo sin cesar mientras caminábamos, arrimándose ocasionalmente para darme un beso en la mejilla o mordisquearme el lóbulo de la oreja.
—Max dice que eres asombroso. Has salvado el día.
Me encogí de hombros.
—No ha sido nada.
Todo lo ocurrido bajo la barra era un recuerdo nebuloso, emborronado por la cantidad de Effy que me había metido. Todavía me cosquilleaba la piel a causa del exceso. Lo que sentía más que nada era una calidez luminiscente en la entrepierna y el tembleque de las calles oscuras que no terminaban de definirse, con sus largas hileras de velas en las ventanas de las torres, pero la mano de Maggie resultaba agradable, ella estaba muy guapa, y yo tenía mis propios planes para cuando regresáramos al apartamento, así que sabía que iba a bajar poco a poco y con suavidad, como si cayera en un cálido colchón de plumas lleno de lenguas y helio.
—Cualquiera podría haber deducido que los barriles de tónica se habían quedado vacíos, si no hubiéramos estado todos tan dichosamente colocados. —Me detuve ante una fila de máquinas expendedoras. Tres de ellas estaban agotadas y otra forzada de par en par, pero en la última todavía quedaban un par de bebidas. Metí el dinero y elegí una botella de Blue Vitality para ella, y un Sweatshine para mí. Me llevé una agradable sorpresa cuando la máquina escupió las botellas.
—¡Uau! —El semblante de Maggie se iluminó.
Sonreí y saqué su botella.
—Parece que es nuestra noche de suerte: primero lo del bar, y ahora esto.
—La suerte no tuvo nada que ver con lo del bar. A mí nunca se me habría ocurrido. —Se bebió el Blue Vitality de dos largos tragos y soltó una risita—. Y lo hiciste cuando tenías los ojos como un pez. Te pusiste a hacer el pino encima del mostrador.
No me acordaba de eso. Recordaba algo acerca del azucarillo y un sujetador de encaje rojo, pero nada de haber hecho el pino.
—No me explico cómo consigue llevar Max el negocio si ni siquiera es capaz de acordarse de llamar a los proveedores.
Maggie se restregó contra mí.
—El Wicky está mucho mejor que la mayoría de los clubs. Además, para eso te tiene a ti. Un héroe de carne y hueso. —Se rió otra vez—. Me alegra que no tuviéramos que escabullirnos de otro alboroto. Lo detesto.
En un callejón había unos trogloditas haciéndolo. Cuerpos arracimados, hermafroditas, encaramándose unos sobre otros y sacudiéndose, boquiabiertos, sonrientes y jadeantes. Los miré de reojo y seguí mi camino, pero Maggie me agarró del brazo y tiró de mí hacia atrás.
Los trogloditas estaban poniéndole auténtico empeño, tres de ellos amontonados, relucientes sus pieles cubiertas por una pátina de saliva y sudor. Nos devolvieron la mirada con sus ojos amarillos y ni pizca de vergüenza. Se limitaron a sonreír y enfrascarse en una pesada cadencia de gruñidos.
—Es increíble lo mucho que lo hacen —susurró Maggie. Se aferró a mi brazo, apretándose contra mí—. Son como perros.
—Y más o menos igual de listos.
Cambiaron de postura, con uno de ellos agazapándose como si las palabras de Maggie le hubieran inspirado una idea. Los demás se agolparon encima de él… o de ella. La mano de Maggie se deslizó hasta la bragueta de mi pantalón, me bajó la cremallera y tanteó dentro.
—Son tan… Ay, Dios. —Me atrajo hacia ella y empezó a pelearse con mi cinturón, haciéndolo prácticamente pedazos.
—¿Qué diablos? —Intenté apartarla de un empujón, pero se abalanzó sobre mí, sus manos escarbaban dentro de mis pantalones, magreándome, poniéndomela dura. El Effy continuaba surtiendo efecto, eso seguro.
—Vamos a hacerlo nosotros también. Aquí mismo. Te deseo.
—¿Te has vuelto loca?
—A ellos les da igual. Venga. A lo mejor esta vez cuaja. Préñame. —Mientras me acariciaba sus ojos se abrieron mucho ante lo inesperado de mi tamaño—. Nunca te habías puesto así antes. —Siguió acariciándome—. Ay, Dios. Por favor. —Se aplastó contra mí, con la mirada fija en los trogloditas—. Así. Igual que ellos. —Se quitó la blusa de seda resplandeciente, exponiendo su corsé negro y la palidez de sus pechos.
Su piel y sus curvas me dejaron hipnotizado. Aquel cuerpo tan hermoso con el que llevaba provocándome toda la noche. De pronto dejaron de importarme los trogloditas y las pocas personas que pudiera haber en la calle. Los dos forcejeamos con mi cinturón. Los pantalones se me cayeron a los tobillos. Nos estrellamos contra la pared del callejón, presionando contra el cemento añejo y mirándonos a los ojos, hasta que me atrajo hacia sí y sentí sus labios en mi oreja, mordiéndome, jadeando y susurrando mientras nos restregábamos el uno contra el otro.
Los trogloditas continuaron sonriendo y vigilándonos con sus grandes ojos amarillos mientras todos compartíamos el callejón, observándonos mutuamente.
Chee volvió a llamar a las cinco de la madrugada; su voz resonó directamente dentro de mi cabeza a través del auricular. La emoción y el Effy habían conspirado para que se me olvidara apagarlo. La bomba número seis había vuelto a estropearse.
—Dijiste que te avisara —gimoteó.
Resoplé y me arrastré fuera de la cama.
—Vale. Vale. Tienes razón. No te preocupes. Has hecho bien. Enseguida estoy ahí.
Maggie rodó de costado.
—¿Adónde vas?
Me puse los pantalones y le di un beso rápido.
—A salvar el mundo.
—Te hacen trabajar demasiado. Creo que no deberías ir.
—¿Y dejar que Chee se las apañe solo? No me fastidies. Estaríamos hasta el cuello de légamo para la hora de cenar.
—Mi héroe. —Esbozó una sonrisa adormilada—. A ver si me puedes encontrar unos donuts a la vuelta. Me siento embarazada.
Parecía tan contenta, cálida y acogedora que a punto estuve de encaramarme otra vez en la cama con ella, pero resistí el impulso y me limité a darle otro beso.
—Cuenta con ello.
En el exterior, la luz comenzaba a insinuarse en el firmamento, un lento amarillear de la niebla industrial. Lo temprano de la hora propiciaba que en las calles reinara un silencio casi absoluto. Costaba no sentirse resentido por estar despierto con esta resaca tan intempestiva, pero seguía siendo preferible a tener que vérselas con el parón del procesamiento de residuos sin que Chee me avisara. Me dirigí al centro y le compré una rosquilla a un tipo de facciones afeminadas que no sabía cómo darme el cambio.
La rosquilla venía envuelta en una especie de película plástica que se disolvió cuando me la metí en la boca. No estaba mal, pero me fastidiaba que el tipo de la tienda se hubiera hecho un lío con el cambio y me hubiese obligado a rebuscar en su monedero y contar yo mismo la vuelta.
Es como si me pasara la vida sacándole las castañas del fuego a la gente. Hasta a los estúpidos vendedores de rosquillas. Maggie dice que soy igual de impulsivo que Chee. Ella se habría limitado a quedarse allí plantada, esperando a que el tipo terminara aclarándose, aunque le llevara el día entero. Pero a mí me cuesta horrores ver cómo un cabeza de troglodita riega la acera de dólares. A veces lo más práctico es mover el culo y hacer las cosas uno mismo.
Chee estaba esperándome cuando llegué, prácticamente rebotando contra el techo. Las bombas desactivadas ya ascendían a cinco.
—Empezó con una sola cuando te llamé, pero ahora son cinco. No dejan de pararse.
Me dirigí a la sala de control. La base de datos de resolución de conflictos todavía estaba caída, de modo que volví a recurrir a los manuales físicos. Era muy raro que las bombas se empeñaran en desconectarse de esa manera. La sala de control, por lo general llena de vida con el runrún de las máquinas, estaba muy silenciosa con la mitad de ellas apagadas. Por toda la ciudad, las líneas de alcantarillado se congestionaban ante nuestra incapacidad para reconducir los residuos a las instalaciones de procesamiento y verter las aguas tratadas en el río.
Pensé en Nora y en los sarpullidos que le habían salido después de bañarse en ese cenagal. Era para ponerse nervioso. Parece que el agua está limpia, pero te irrita la piel. Y estamos en la desembocadura del río. No se trata únicamente de nuestra mierda, sino de la de toda la gente que vive corriente arriba. Nuestras plantas de tratamiento bombean el agua del subsuelo o la canalizan y procesan a partir de los lagos del interior del estado. Al menos en teoría. Lo cierto es que yo no me lo trago; he visto la cantidad de agua que movemos aquí y es imposible que toda ella provenga de los lagos. En realidad tenemos unos veinte millones de personas chupando agua que ni sabemos de dónde viene ni qué es lo que contiene. Lo dicho, yo bebo agua embotellada aunque tenga que ir a comprarla a la otra punta de la ciudad. O soda. O… o incluso tónica, si hace falta.
Cerré los ojos en un intento por ensamblar todas las piezas de la noche anterior. Todos aquellos barriles de tónica vacíos debajo del mostrador. Travis Álvarez salva el mundo mientras va a la Luna y vuelve montado en un cohete de Effy, y dos rondas de sexo para rematar la faena.
Que no se diga.
Chee y yo reactivamos las PressureDynes una por una. Conseguimos encenderlas todas menos la bomba número seis. Era tozuda. La recargamos. Arrancamos. Recargamos. Nada.
Suze bajó para hacernos de carabina, arrastrando detrás de ella a Zoo, su secretaria. Suze estaba completamente enajenada. Llevaba media blusa por fuera, y sus ojos de pez agrandados por el Effy se veían tan rojos como los pilotos de la consola. Pero esos ojos de pez se entornaron al reparar en todas las luces intermitentes.
—¿Cómo es que se han apagado todas estas bombas? Tu trabajo consiste en mantenerlas en funcionamiento.
Me limité a quedarme mirándola fijamente. Flipada a las seis de la mañana, retozando con su secretaria mientras intentaba dárselas de cómitre con el resto de nosotros. Eso se llama tener dotes de mando. De repente se me ocurrió que tal vez me vendría bien cambiar de empleo. O empezar a lamer grandes pilas de Effy antes de acudir al trabajo. Lo que fuera con tal de volver más llevadera la presencia de Suze.
—Si quieres que lo arregle, tendrás que esfumarte para que me pueda concentrar.
Suze me miró como si estuviera chupando un limón.
—Más te vale arreglarlo. —Me clavó un dedo rechoncho en el pecho—. De lo contrario, nombraré superior tuyo a Chee. —Miró a Zoo de soslayo—. Ahora te toca a ti el diván. En marcha. —Dicho lo cual, se fueron a paso ligero.
Chee se quedó viendo cómo se alejaban. Empezó a rascarse la cabeza.
—Nunca dan un palo al agua —dijo.
Otro piloto se tiñó de ámbar en la consola. Hojeé el manual en busca del posible motivo.
—¿Y quién lo da? ¿En un curro como éste, donde no despiden a nadie?
—Ya, pero debería haber alguna forma de librarse de ella, por lo menos. El otro día se trajo todos los muebles de casa al despacho. Ya nunca sale de ahí. Dice que le gusta el aire acondicionado.
—No te quejes. Tú eres el que andabas cubriéndolo todo con papel higiénico ayer.
Puso cara de perplejidad.
—¿Y qué?
—Da igual. No te preocupes por Suze. Estamos en la base de la pirámide, Chee. Ve acostumbrándote. Probemos a reiniciar de nuevo.
No dio resultado.
Volví a consultar el manual. Lo más probable era que hubiese cien mil retretes inundados de légamo a estas alturas. Qué raro que se bloqueasen todas las bombas de ese modo: una, dos, tres, cuatro. Cerré los ojos, contemplativo. Había algo relacionado con mi juerga de Effy que no dejaba de remorderme la conciencia. Flashbacks de Effy, sin lugar a dudas. Pero no paraban de producirse: grandes huevas primitivas, grandes huevas primitivas y plateadas, todas ellas secas por culpa de los dinosaurios ovívoros. Uau. Menuda juerga más rara. Monjas y huevas de acero inoxidable. Los urinarios y Maggie… pestañeé. Todo encajó en su lugar. Las piezas del rompecabezas se ensamblaron. Convergencia cósmica por medio del Effy: huevas plateadas vacías. Max olvidándose de reponer el almacén.
Miré a Chee, a los manuales, de nuevo a Chee.
—¿Cuánto hace que operamos con estas bombas?
—¿A qué te refieres?
—¿Cuándo las instalaron?
Chee fijó la vista en el techo mientras se rascaba la cabeza, pensativo.
—Que me aspen si lo sé. Antes de que yo me incorporara, eso seguro.
—Lo mismo digo. Llevo aquí nueve años. ¿Tenemos algún ordenador que nos lo sepa decir? ¿Algún recibo? ¿Algo? —Consulté la primera página del libreto que tenía en las manos—. PressureDyne: motor de bombeo multiplataforma de alto rendimiento, con autodepuración. Modelo 13-44474-888. —Fruncí el ceño—. Este manual se imprimió en 2020.
Chee soltó un silbidito y se agachó para acariciar las hojas plastificadas.
—Eso es viejo de narices.
—Hecha para durar, ¿eh? Así se hacían antes las cosas.
—¿Más de cien años? —Se encogió de hombros—. Una vez tuve un coche por el estilo. Lo más recio que había. El motor apenas si tenía nada de óxido. Y conservaba los dos faros. Pero era una puñetera antigualla. —Se quitó algo del cuero cabelludo y lo examinó durante un segundo antes de tirarlo al suelo—. Ya nadie tira de coche. No sé ni cuándo fue la última vez que vi un taxi circulando por ahí.
Lo observé, intentando decidir si me apetecía iniciar una conversación acerca de tirar pizcos de la cabeza al suelo, pero decidí dejarlo correr. Hojeé el manual un poco más hasta encontrar la parte que me interesaba: «Módulos de informe individuales: acceso remoto, características de conectividad y recolección de datos».
Siguiendo las instrucciones del manual, abrí un nuevo conjunto de ventanas de diagnóstico que sorteaban los informes generalizados de las PressureDynes para los responsables de las estaciones de bombeo y conectaban directamente con el log de datos desnudo de las bombas. Lo que obtuve fue: «No se ha encontrado la fuente de datos principal».
Menuda sorpresa.
El resto del mensaje de error me aconsejaba que comprobara los conectores de extensión de módulos de informes remotos, fueran lo que fuesen. Cerré el manual y me lo guardé bajo el brazo.
—En marcha. Me parece que ya sé lo que pasa. —Conduje a Chee fuera de la sala de control y bajamos a las entrañas del sistema de túneles de la planta. El ascensor estaba averiado, así que tuvimos que usar las escaleras de acceso.
La oscuridad se intensificaba conforme descendíamos. Todo estaba cubierto de polvo y arenilla. Las ratas se escabullían a nuestro paso. Los esporádicos diodos LED mantenían el hueco de la escalera visible, pero a duras penas. Lo único que se entreveía a la luz ambarina era polvo, sombras y ratas huidizas. Al final, incluso los LED desaparecieron. Chee encontró una linterna de emergencia en una cavidad en la pared, revestida de pelusa gris pero cargada todavía. Mi asma amenazaba con dispararse, oprimiéndome el pecho a causa de toda la porquería que flotaba en el aire. Aspiré una bocanada del inhalador y seguimos bajando. Por fin, llegamos al fondo.
La luz de la linterna de Chee ondulaba y desaparecía en la oscuridad cavernosa. El metal de las PressureDynes relucía tenuemente. Chee estornudó. El movimiento imprimió un balanceo a la linterna. Las sombras se volvieron locas hasta que usó la otra mano para detenerla.
—Aquí abajo no se ve una mierda —masculló.
—Silencio. Estoy pensando.
—Nunca había venido hasta aquí.
—Yo bajé una vez. Cuando me incorporé. Cuando aún vivía Mercati.
—No me extraña que te comportes como él. ¿Te entrenó?
—Claro. —Miré en rededor en busca de las luces de emergencia.
Mercati me había enseñado los interruptores cuando me trajo aquí abajo, hacía casi una década, para hablarme de las bombas. Por aquel entonces ya estaba mayor, pero aún le regía la cabeza, y el tipo me caía bien. Tenía la costumbre de fijarse en las cosas. Se concentraba. No como la mayoría de las personas, que apenas si son capaces de decirte hola antes de ponerse a mirar el reloj, o planear la próxima fiesta, o quejarse de sus erupciones cutáneas.
Solía decirme que mis profesores no tenían ni puta idea de álgebra y que debería haberme quedado en la escuela. Pese a saber que solo estaba comparándome con Suze, me parecía que era un detalle muy considerado por su parte.
Nadie conocía los sistemas de las bombas tan bien como él, de modo que incluso después de que enfermara y yo heredara su puesto, seguía visitándolo a hurtadillas en el hospital para hacerle preguntas. Fue mi arma secreta hasta que el cáncer le reventó las tripas por fin.
Encontré el sistema de iluminación de emergencia y pulsé los interruptores. Las luces fluorescentes parpadearon y cobraron vida con un zumbido. No se encendieron todas las lámparas, pero eran suficientes.
Chee contuvo la respiración.
—Son enormes.
Un templo de ingeniería. Sobre nuestras cabezas, las tuberías se arqueaban en la penumbra cavernosa, resplandecientes a la exigua luz de los fluorescentes, una red interconectada de sombras y hierro que convergía en complejas rosetas alrededor de la mole escalonada de las bombas.
Señoreaban sobre nosotros reluciendo apagadamente con sus tres pisos de altura, dinosaurios de acero. Las recubría un manto de polvo. Las manchas de herrumbre salpicaban sus superficies en enrevesadas superposiciones que les conferían el aspecto de estar envueltas en alfombras orientales. Unas tuercas pentagonales tan grandes como mi mano tachonaban su blindaje y suturaban las inmensas tuberías segmentadas que cruzaban la oscuridad y se adentraban en los negros túneles que irradiaban en todas direcciones, en pos de todos los vecindarios de la ciudad. Gemas de humedad rutilaban y se desprendían de las arcaicas articulaciones. Las bombas retumbaban sin cesar. Perfectamente diseñadas. Olvidadas por todos los habitantes de la urbe que se extendía sobre ellas. Bestias que laboraban sin rechistar, leales pese a la incuria.
Salvo por una de ellas, que ahora había enmudecido.
Reprimí el impulso de arrodillarme e implorar perdón por haberlas abandonado, por haber traicionado a estas máquinas leales que llevaban más de un siglo en activo.
Me acerqué al panel de control de la bomba número seis y acaricié el vasto vientre del dinosaurio allí donde se cernía sobre mí. El panel de control estaba cubierto de polvo, pero refulgió cuando le pasé la mano por encima. Las señales en ámbar y los caracteres verde lima que brillaban autoritativamente me indicaban qué andaba mal, me informaban y me avisaban, sin quejarse en ningún momento por no haber estado escuchando.
Los datos en bruto habían dejado de llegar a la sala de control en algún momento, y en lugar de eso aguardaban en la oscuridad a que alguien bajara y se fijara en ellos. Los mismos datos en bruto que contenían las respuestas a todas mis preguntas. En lo alto de la lista: Modelo 13-44474-888, requiere mantenimiento programado. 946.080.000 ciclos completados.
Repasé el diagnóstico de la bomba:
Junta tórica de la válvula Parte# 12-33939, sustitución programada.
Pistón Partes# 232-2, 222-5, 222-6, 222-4-1, sustitución programada.
Reserva de presas de desplazamiento, Parte# 37-37-375-77, defectuosa, sustitúyase.
Cojinete disparador de liberación de emergencia, Parte# 810-9, defectuoso, sustitúyase.
Juego de válvulas, Parte# 437834-13, defectuoso, sustitúyase.
Regulador motriz principal, Parte# 39-23-9834959-5, defectuoso, sustitúyase.
Prioridades de mantenimiento:
Sensores de compresión, Parte# 49-4, Parte# 7777-302, Parte# 403-74698
Tren principal, Parte# 010303-0
Válvula de la correa de la camilla, Parte# 9-0-2…
La lista continuaba. Entré en el historial de mantenimiento. La lista se expandió, abarcando todo el ejercicio de Mercati y más todavía, docenas de alarmas de mantenimiento y solicitudes de reparaciones programadas, todas ellas parpadeando aquí en la oscuridad, e ignoradas. Veinticinco años de desatención.
—¡Hey! —exclamó Chee—. ¡Fíjate en esto! ¡Alguien se ha dejado unas revistas aquí abajo!
Lo miré de reojo. Había encontrado una pila de basura que alguien había barrido debajo de una de las bombas. Se había puesto a cuatro patas para escarbar allí abajo, desenterrando, entre otras cosas, unas revistas que más parecían antiguos envoltorios de comida. Empecé a decirle que dejara de enredar con eso, pero lo dejé correr. Por lo menos no estaba rompiendo nada. Me froté los ojos y volví a concentrarme en el diagnóstico de la bomba.
Había más de una docena de errores expuestos que pertenecían a los seis años que yo llevaba en el cargo, a pesar de lo cual las PressureDynes se habían limitado a seguir adelante, bregando mientras se caían a cachos, y ahora, de golpe y porrazo, esta había decidido tirar la toalla por completo, reventadas todas sus costuras, porfiando lealmente hasta no poder más, abrumada al fin por el cúmulo de tareas pendientes. Fui a comprobar los informes de las otras nueve bombas.
Hasta el último de ellos era una colección de muestras de dejadez: volcados de advertencias, informes de datos repletos de errores corregidos, alarmas.
Regresé junto a la bomba número seis y repasé otra vez sus historiales. Los constructores de las máquinas las habían hecho para durar, pero basta con que se acumulen las puñaladas suficientes para acabar hasta con el dinosaurio más enorme y antiguo, y este estaba muerto y bien muerto.
—Habrá que llamar a los de PressureDyne —dije—. Este chisme necesita más ayuda de la que nosotros le podemos proporcionar.
Chee levantó la mirada de una de las revistas que había encontrado, con un flamante coche amarillo en la portada.
—¿Todavía existen?
—Más les vale. —Agarré el manual y busqué el número de atención al cliente.
El formato ni siquiera era como el de nuestros números. No contenía ni una puñetera letra del alfabeto.
Los de PressureDyne no solo ya no existían, sino que habían quebrado hacía más de cuarenta años, víctimas de la excesiva perfección en el diseño de sus productos. Habían aniquilado su propio mercado. La única luz al final del túnel era el hecho de que su tecnología se había vuelto de dominio público y la red funcionaba, para variar, de modo que pude descargar los planos de las PressureDynes. La información se contaba por toneladas, solo que no conocía a nadie capaz de descifrarla. Y yo menos que nadie.
Me recliné en la silla del despacho, contemplando fijamente toda aquella información que no me servía de nada. Era como observar unos jeroglíficos egipcios. Había algo en medio de todo ello, pero no se me ocurría ni siquiera por dónde empezar a buscar. Había desviado el caudal de la bomba número seis a las otras bombas, y estas parecían estar soportando el exceso de carga, pero me ponía nervioso pensar en todos aquellos avisos de alerta parpadeando allí abajo, en la oscuridad: Sello extensor de mercurio, Parte# 5974-30, defectuoso, sustitúyase… o lo que narices significara aquello. Descargué todo lo relacionado con las PressureDyne en el pinganillo de mi teléfono, sin saber muy bien a quién pensaba enseñárselo, pero condenadamente seguro de que aquí no había nadie capaz de ayudarme.
—¿Qué vas a hacer con eso?
Di un respingo y miré a mi alrededor. Suze se me había acercado a hurtadillas.
Me encogí de hombros.
—Ni idea. Mirar a ver si encuentro a alguien que me pueda ayudar, supongo.
—Eso es propiedad de la empresa. No puedes sacar esos esquemas de aquí. Bórralo todo.
—Te has vuelto loca. Esto es de dominio público. —Me levanté y volví a colocarme el auricular en la oreja. Intentó arrebatármelo, pero la esquivé y me abalancé sobre las puertas.
Me persiguió, hecha una furiosa montaña de músculos.
—¡Podría despedirte por esto y lo sabes!
—No si antes presento mi dimisión. —Tiré de la puerta de la sala de control y salí pitando de allí.
—¡Hey! ¡Vuelve aquí! ¡Soy tu jefa! —Su voz me siguió por los pasillos, cada vez más débil—. Aquí mando yo, maldita sea. ¡Puedo despedirte! ¡Está en el manual! ¡Lo he encontrado! ¡No eres el único que sabe leer! ¡Lo he encontrado! ¡Puedo despedirte! ¡Lo haré! —Como una niña pequeña teniendo un berrinche. Seguía desgañitándose cuando las puertas de la sala de control se cerraron por fin, silenciándola.
Una vez fuera, al sol, terminé deambulando por el parque, observando a los trogloditas y preguntándome qué había hecho para cabrear a Dios y que este me asignara a una chiflada como Suze. Pensé en llamar a Maggie para que saliera a buscarme, pero no me apetecía hablarle del trabajo; la mitad de las veces, cuando intentaba explicarle algún problema, se le ocurrían las peores maneras de arreglarlo, o no opinaba que las cosas de las que le hablaba fueran para tanto. Si la llamaba en mitad de la jornada seguro que se preguntaba por qué había salido tan pronto, y qué estaba pasando, y se enfadaría cuando no aceptara sus consejos sobre cómo lidiar con Suze.
No dejaba de cruzarme con trogloditas que estaban dale que te pego, sonriendo. Me hacían señas para que me acercara a jugar con ellos. Me limité a devolverles el saludo. Uno de ellos debía de ser hembra, porque estaba visiblemente preñada, retozando con un par de amigos, y volví a alegrarme de que Maggie no estuviera conmigo. Bastante obsesión tenía ya con los embarazos sin necesidad de ver cómo se apareaban los trogloditas.
No me hubiera importado echar a Suze a los trogloditas, sin embargo. Tenía las mismas luces que ellos. Jesús, estaba rodeado de memos. Necesitaba otro empleo. Algún lugar que atrajera a mejores talentos que el tratamiento de aguas residuales. Me pregunté cuán en serio hablaría Suze cuando amenazó con despedirme. Si realmente en los manuales habría algo sobre los métodos de empleo y cese laboral que a todos se nos había pasado por alto. Después me pregunté cuán en serio hablaba yo cuando dije lo de presentar mi dimisión. Odiaba a Suze, eso seguro. Pero ¿cómo se conseguía un trabajo mejor cuando no habías terminado el instituto, por no hablar de la universidad?
Me detuve en seco. Se me encendió la bombilla de pronto: la universidad. Columbia. Allí podrían ayudarme. Allí habría algún cerebrito capaz de descifrar toda la información de PressureDyne. Un departamento de ingeniería, o algo. Incluso dependían de la bomba número seis. Todos los argumentos estaban a mi favor.
Me dirigí al centro en el metro, con una jauría de trabajadores cabreados que no dejaban de observarse, ceñudos, y de comportarse como si estuvieras usurpando su territorio como se te ocurriera sentarte a su lado. Terminé colgado de una correa, observando a dos vejestorios que no paraban de fulminarse con la mirada de una punta del vagón a otra, hasta que la máquina se estropeó en la Ochenta y seis y todos tuvimos que conformarnos con continuar a pie.
Por todas partes se veían grupos de trogloditas que holgazaneaban en las aceras. Unos cuantos de los más listos pedían limosna, pero la mayoría se limitaban a fornicar. De no ser porque empezaban a asaltarme los celos, me habría cabreado el tener que abrirme paso a empujones entre tanta orgía. No dejaba de preguntarme qué demonios hacía yo aquí fuera, padeciendo el calor asfixiante del verano y la niebla industrial, pegándole chupadas al inhalador, mientras Suze, Chee y Zoo se dedicaban a disfrutar del aire acondicionado sin pegar ni un palo al agua.
¿Qué me pasaba? ¿Por qué era yo el que siempre intentaba arreglar las cosas? Mercati había sido igual, siempre echándose tareas a la espalda, trabajando sin parar hasta que el cáncer lo devoró de dentro afuera. Al final estaba tan ocupado que creo que incluso debió de alegrarse, lo que fuera con tal de tomarse un respiro.
Maggie siempre decía que me explotaban, y mientras arrastraba el culo por Broadway, comencé a pensar que tenía razón. Por otra parte, si lo dejaba todo en manos de Chee y Suze, estaría nadando río Broadway arriba inmerso en un torrente de heces y residuos químicos en vez de caminar sencillamente por la calle. Maggie habría dicho que eso era problema de otro, pero solo pensaba así porque cuando tiraba de la cadena, esta aún funcionaba. Al final del día, parecía que algunas personas se veían obligadas a pelear con la mierda, mientras otras se las componían para andar siempre de fiesta.
Media hora más tarde, cubierto de sudor y mugre, aferrado a la botella medio vacía de Sweatshine rehidratante que le había robado a un troglodita despistado, traspuse las puertas de Columbia y entré en el patio principal, donde de inmediato empezaron mis problemas.
Aunque seguía los carteles que apuntaban al edificio de ingeniería, estos no dejaban de hacerme dar vueltas. Hubiera pedido indicaciones —no soy uno de esos a los que se les atraganta—, pero resulta puñeteramente embarazoso ser incapaz de seguir una simple fila de carteles, de modo que lo aplacé.
Además, ¿a quién iba a preguntar? El patio estaba repleto de críos, todos ellos despatarrados, prácticamente desnudos y con toda la pinta de estar sentando las bases de su propia colonia de trogloditas, pero no me apetecía entablar conversación con ellos. No soy ningún mojigato, pero en alguna parte hay que trazar el límite.
Acabé deambulando sin rumbo, perdido, yendo de un edificio a otro, tropezándome con un amasijo de enormes y antiguas estructuras de estilo romano y Ben Franklin: profusión de columnas, ladrillos y céspedes parcheados —todo tenía el aspecto de ir a desencadenar una lluvia de gotas de cemento de un momento a otro—, intentando determinar por qué era incapaz de interpretar correctamente los letreros.
Lo que me fastidia de los académicos es que siempre se comportan como si fueran más listos que uno. Los niños de papá, diletantes salidos de la escuela privada, son los peores. Empecé a pedir indicaciones a los de aspecto más brillante, intentando que me pusieran sobre la pista del departamento de ingeniería, o el edificio de ingeniería, o lo que diablos fuera, y todos se limitaban a mirarme de arriba abajo mientras balbucían como simios, cuando no se reían colocados de Effy y seguían su camino. Un par de ellos me dieron un abrazo y un «ni idea», pero eso fue lo máximo que obtuve.
Renuncié a conseguir indicaciones y me limité a deambular sin rumbo. No sé durante cuánto tiempo estuve dando vueltas. Encontré un edificio enorme frente a uno de los patios, una mole cuadrada con más columnas que el Partenón. Había unos cuantos chiquillos tumbados en los escalones, tomando el sol, pero era una de las zonas más tranquilas del campus que me había echado a la cara.
El primer juego de puertas que probé estaba trabado con cadenas, igual que el segundo, pero a la tercera di con una cadena que se había quedado sin cerrar, dos vueltas de eslabones con un viejo candado que colgaba abierto al extremo. Los chavales de la escalinata no me hacían el menor caso, así que tiré de las puertas para abrirlas de par en par.
Dentro, todo era polvo y silencio. Del techo colgaban grandes candelabros antiguos cuya chisporroteante luz anaranjada se filtraba por la mugre incrustada en las ventanas. La iluminación daba la impresión de pertenecer a un día que tocaba a su fin, con el sol comenzando a ponerse, a pesar de que tan solo era un poco después del mediodía. Un pesado manto de polvo lo cubría todo: los suelos, las mesas de lectura, las sillas y los ordenadores, todo lucía una gruesa pátina gris.
—¿Hola?
No obtuve respuesta. Los ecos de mi voz se desvanecieron como si el edificio hubiera devorado el sonido. Empecé a caminar sin rumbo fijo, eligiendo puertas al azar: salas de lectura, salas de estudio, más ordenadores muertos, pero sobre todo libros. Pasillos y más pasillos llenos de estanterías repletas de ellos. Una sala tras otra abarrotada de libros, todos ellos cubiertos por gruesas capas de polvo.
Una biblioteca. Una puñetera biblioteca enterita en medio de la universidad, y ni una sola alma a la vista. Había huellas en el suelo y un surtido de paquetes de Effy, envoltorios de preservativos y botellas de licor allí por donde la gente había pasado en algún momento, pero incluso la basura exhibía su propia película de polvo.
En algunas estancias, todos los libros habían sido arrancados de las estanterías como si hubiera pasado un tornado por allí. En una, alguien los había usado para encender una hoguera. Yacían en un montón enorme, completamente calcinados, una pila de cenizas, páginas y lomos, un amasijo de fósiles negros que se desmenuzaron cuando me acuclillé y los toqué. Me apresuré a incorporarme, limpiándome las manos en los pantalones. Era como acariciar los huesos de alguien.
Seguí deambulando, pasando los dedos por las estanterías y viendo cómo el polvo se desprendía en cascadas en miniatura de lluvia de cemento. Cogí un libro al azar. Otra nube de polvo estalló en mi cara. Tosí. Sentí una opresión en el pecho y aspiré una bocanada del inhalador. En la penumbra, apenas si logré distinguir el título: América tras la Liberación. Una retrospectiva contemporánea. El lomo emitió un crujido cuando lo abrí.
—¿Qué haces aquí?
Retrocedí de un salto y se me cayó el libro. A mi alrededor se elevaron penachos de humo. Al fondo del pasillo había una arpía encorvada y apergaminada. Avanzó renqueando. Su voz restalló como un látigo cuando repitió:
—¿Qué haces aquí?
—Me he perdido. Intentaba encontrar el departamento de ingeniería.
La anciana ofrecía un aspecto deplorable: tenía la cara arrugada y cubierta de verrugas. La piel colgaba de sus huesos en flácidos jirones. Aparentaba mil años de edad, pero no como si fuera un receptáculo de sabiduría, sino más bien una ruina decrépita infestada de polillas. Sostenía algo plano y plateado en la mano. Una pistola.
Retrocedí otro paso.
Levantó el arma.
—Por ahí no. Por donde has venido. —Hizo un ademán con la pistola—. Largo.
Titubeé.
Sonrió ligeramente, revelando los tocones de los dientes que le faltaban.
—No te dispararé a menos que me des un motivo. —Volvió a agitar la pistola—. Venga. No deberías estar aquí. —Me sacó de la biblioteca y me condujo hasta las puertas principales con autoridad y sin miramientos. Tiró de ellas para abrirlas y esgrimió la pistola en mi dirección—. Vamos. En marcha.
—Espere. Por favor. ¿No podría decirme al menos dónde está el departamento de ingeniería?
—Lo clausuraron hace años. Lárgate ya.
—¡Pero tiene que haber alguno!
—Ya no. Venga. Fuera de aquí. —Empuñó la pistola con más firmeza—. Fuera.
Me demoré en la puerta.
—Debe de conocer a alguien que sepa ayudarme. —Hablaba atropelladamente, procurando decir todo cuanto tenía que decir antes de que se le ocurriera utilizar el arma—. Trabajo en las bombas de procesamiento de aguas residuales de la ciudad. Están estropeándose, y no sé cómo arreglarlas. Necesito hablar con alguien que posea conocimientos de ingeniería.
La anciana, que no había dejado de sacudir la cabeza, empezó a agitar la pistola. Insistí.
—¡Por favor! Tiene que ayudarme. Todos se niegan a hablar conmigo, y terminarán nadando en un río de mierda como no encuentre ayuda. ¡La bomba número seis abastece a la universidad y no sé arreglarla!
Hizo una pausa. Ladeó la cabeza en una dirección, primero, y después en la otra.
—Continúa.
Le resumí sucintamente los problemas que asolaban a las PressureDynes. Cuando terminé, meneó la cabeza y se dio la vuelta.
—Pierdes el tiempo. Hace más de veinte años que no contamos con ningún departamento de ingeniería. —Se acercó a una mesa de lectura y barrió un par de veces el polvo con la mano. Sacó una silla e hizo otro tanto. Se sentó, dejó la pistola encima de la mesa y me indicó que la acompañara.
Sacudí tímidamente el polvo de mi asiento. Se rió al ver que no dejaba de observar la pistola. La recogió y se la guardó en uno de los bolsillos de su suéter apolillado.
—No temas. Ya no te voy a disparar. Solo la tengo por si los chicos se ponen belicosos. No les da a menudo por ahí, ya no, pero nunca se sabe… —Dejó la frase inacabada flotando en el aire mientras su mirada vagaba hacia el patio.
—¿Cómo es posible que el departamento de ingeniería no exista?
Sus ojos volvieron a posarse en mí.
—Por el mismo motivo que cerré la biblioteca. —Se rió—. No podemos permitir que los estudiantes campen por aquí a sus anchas, ¿no te parece? —Me observó durante largo rato, pensativa—. Me sorprende que lograras entrar. Debo de estar haciéndome vieja para olvidarme de echar el candado de esa manera.
—¿Siempre cierra con llave? ¿No se supone que los bibliotecarios están para…?
—Yo no soy ninguna bibliotecaria —me interrumpió—. No ha vuelto a haber otro desde la muerte de Herman Hsu. —Se rió de nuevo—. No soy más que una viuda de la universidad. Mi difunto esposo enseñaba química orgánica.
—Pero ¿es usted la que pone los candados en las puertas?
—No quedaba nadie más para hacerlo. Vi cómo se lo pasaban los estudiantes aquí y me di cuenta de que alguien debía hacer algo antes de que redujeran todo este sitio a puñeteras cenizas. —Tamborileó con los sarmentosos dedos encima de la mesa, levantando nubecitas de polvo mientras me observaba. Al cabo, añadió—: Si te diera las llaves de la biblioteca, ¿encontrarías las cosas que necesitas saber? ¿Acerca de esas bombas? ¿Aprender su funcionamiento? ¿Arreglarlas, tal vez?
—Lo dudo. Por eso acudí aquí. —Me saqué el pinganillo de la oreja—. Tengo todos los planos aquí mismo. Lo único que necesito es que alguien les eche un vistazo por mí.
—Aquí no hay nadie que pueda ayudarte. —Sonrió sin despegar los labios—. Soy licenciada en psicología social, no en ingeniería. Y la verdad, no queda nadie más. A menos que los cuentes a ellos. —Indicó con un ademán a los estudiantes que fornicaban en el patio, al otro lado de la ventana—. ¿Crees que alguno de ellos sabría entender tus planos?
A través de las sucias puertas de cristal podía ver a los muchachos que estaban en los escalones de la biblioteca, completamente desnudos. Estaban dale que te pego, sonriendo de oreja a oreja y pasándoselo en grande. Una de las chicas se fijó en mí al otro lado del cristal y me hizo señas para que me uniera a ella. Sacudí la cabeza, se encogió de hombros y siguió retozando.
La anciana me estudiaba como un buitre.
—¿Ves lo que quiero decir?
La muchacha encontró su cadencia. Sonrió al verme observándola y volvió a indicarme por señas que saliera a jugar. Solo le faltaban unos grandes ojos amarillos para ser la troglodita perfecta.
Cerré los ojos y volví a abrirlos. No había cambiado nada. La chica todavía estaba allí, con todos sus amiguitos. Revolcándose y divirtiéndose de lo lindo.
—Los mejores y los más brillantes —musitó la anciana.
En medio del patio había más estudiantes desnudándose, indiferentes al hecho de estar haciéndolo a plena luz del día, sin importarles quién estuviera observándolos ni lo que pudiera pensar nadie. Un par de cientos de chavales, y ni uno solo de ellos llevaba encima un libro, ni un cuaderno, ni un boli, ni papeles, ni un ordenador.
La anciana se echó a reír.
—No pongas esa cara de sorpresa. No me digas que alguien de tu calibre no se había percatado. —Hizo una pausa, expectante, antes de observarme con renovada incredulidad—. ¿Los trogloditas? ¿La lluvia de cemento? ¿Los trastornos reproductivos? ¿Nunca te has preguntado qué significa todo eso? —Sacudió la cabeza—. Eres más estúpido de lo que pensaba.
—Pero… —carraspeé—. Cómo podría… Quiero decir… —Perdí el hilo de lo que quería decir.
—La especialidad de mi marido era la química. —Entornó los ojos en dirección a los muchachos que retozaban en la escalinata y se revolcaban por la hierba, sacudió la cabeza y se encogió de hombros—. Hay multitud de libros acerca del tema. Durante algún tiempo se publicaron artículos incluso en las revistas. «Por qué dar el pecho no puede darse por hecho» y chorradas por el estilo. —Agitó una mano, impacientándose—. Rohit y yo nunca le dimos mayor importancia hasta que sus alumnos empezaron a parecer más estúpidos cada año que pasaba. —Soltó una risita—. Cuando los puso a prueba, descubrió que no andaba desencaminado.
—No es posible que todos estemos convirtiéndonos en trogloditas. —Le enseñé mi botella de Sweatshine—. ¿Cómo podría comprar este refresco, o el auricular de mi oreja, o beicon, o lo que fuera? Alguien debe de estar produciendo todas estas cosas.
—¿Has encontrado beicon? ¿Dónde? —Se inclinó hacia delante, interesada.
—Mi mujer. El último paquete.
Volvió a echarse hacia atrás con un suspiro.
—No tiene importancia. De todas formas, tampoco podría masticarlo. —Estudió mi botella de Sweatshine—. ¿Quién sabe? Quizá tengas razón. Quizá no sea tan grave. El caso es que esta es la conversación más larga que he mantenido desde la muerte de Rohit. La mayoría de la gente parece sencillamente incapaz de prestar atención a las cosas como antes. —Me observó de reojo—. Quizá esa botella de Sweatshine tan solo signifique que en alguna parte hay una fábrica tan buena como lo eran antes tus bombas de procesamiento de aguas residuales. Y mientras no se estropee nada demasiado complejo, todos podremos seguir bebiendo refrescos.
—No es tan grave.
—Puede que no. —Se encogió de hombros—. A mí ya me da igual. No tardaré en estirar la pata. Después de eso, será problema vuestro.
Era de noche cuando salí de la universidad. Tenía una bolsa llena de libros, y nadie que supiera que me los había llevado. A la anciana le traía sin cuidado que los diera de baja o no, se limitó a indicarme por señas que cogiera todos los que quisiera, me entregó las llaves y me pidió que cerrara al marcharme.
Todos los libros estaban repletos de ecuaciones y diagramas. Los había hojeado uno por uno, leyéndolos de pasada antes de cerrar uno y empezar el siguiente. Lo que decían era prácticamente un galimatías. Era como intentar leer antes de aprender el abecé. Mercati tenía razón. Debería haberme quedado en la escuela. Probablemente no me hubiera ido peor que a los chicos de Columbia.
En la calle, la mitad de los edificios estaban a oscuras. Algún tipo de apagón que se extendía por todo Broadway. El lado de la calle que aún tenía electricidad se mostraba luminoso y alegre. En el otro había velas reluciendo en las ventanas de los apartamentos, luces espectrales cuyo oscilar embellecía el ambiente.
Los ecos de la lluvia de cemento resonaron con estrépito a un par de manzanas de distancia. No pude reprimir un escalofrío. Todo se había vuelto siniestro. Era como si la anciana estuviera inclinada sobre mi hombro, señalando con el dedo los desperfectos que lo infestaban todo. Las máquinas expendedoras vacías. Los coches que llevaban años sin moverse. Las grietas en la acera. Las cunetas llenas de orines.
¿Cuál debería ser el aspecto de la normalidad?
Me obligué a fijarme en las cosas positivas. La gente seguía paseando por la calle, dirigiéndose a sus clubes de baile, saliendo a cenar, viajando a las afueras o al centro para visitar a sus padres. Había jóvenes montados en patinete y trogloditas salidos en los callejones. Un par de máquinas expendedoras estaban repletas de rosquillas envueltas en celofán, junto con una gran hilera de botellas de Sweatshine que resplandecían verdes bajo sus luces, aún bien aprovisionadas y listas para cumplir su función. Muchas cosas seguían funcionando todavía. Wicky aún era un gran club, aunque Max necesitara ayuda para acordarse de llamar a los proveedores. Y Miku y Gabe acababan de ser padres, aunque conseguirlo les hubiera llevado tres años. No podía permitirme pensar que ese bebé terminaría igual que los universitarios del patio. No todo estaba estropeado sin remedio.
Como para corroborarlo, el metro llegó hasta mi parada sin incidencias, para variar. En algún lugar de la línea debía de haber un par de tipos como yo, personas que todavía eran capaces de leer un plano, de acordarse de ir al trabajo y de no arrojar los rollos de papel higiénico por las salas de control. Me pregunté quiénes serían. Después me pregunté si alguna vez se pararían a pensar en lo difícil que era arreglar cualquier cosa.
Maggie ya estaba acostada cuando llegué a casa. Se despertó un poquito cuando le di un beso. Se apartó el cabello de la cara.
—Te he dejado un burrito precalentado. La cocina todavía está estropeada.
—Perdona. Se me había olvidado. Ahora mismo lo miro.
—No pasa nada. —Me dio la espalda y se arrebujó en las sábanas hasta el cuello. Por un momento pensé que la habría vencido el sueño, pero entonces dijo—: ¿Trav?
—¿Sí?
—Me ha venido la regla.
Me senté a su lado y empecé a masajearle la espalda.
—¿Cómo lo llevas?
—Bueno. A lo mejor la próxima vez. —Empezaba a quedarse dormida de nuevo—. Hay que ser optimistas, ¿verdad?
—Ni más ni menos, cariño. —Continué frotándole la espalda—. Ni más ni menos.
Cuando se durmió, regresé a la cocina. Encontré el burrito precalentado, lo sacudí y rasgué el envoltorio, sosteniéndolo con las puntas de los dedos para no quemarme. Probé un bocado y determiné que los burritos seguían funcionando a las mil maravillas. Dejé todos los libros encima de la mesa de la cocina y me los quedé mirando fijamente, intentando decidir por dónde empezar.
A través de las ventanas abiertas de la cocina, procedente del parque, oí otro estallido de lluvia de cemento. Miré en dirección a la oscuridad cuajada de velas. No muy lejos, en el subsuelo, nueve bombas bregaban contra viento y marea; sus indicadores parpadeaban cargados de errores, sus historiales de mantenimiento acumulaban solicitudes de reparaciones, y todas ellas debían esforzarse un poco más ahora que la bomba número seis se había parado. Pero resistían. Quienes las construyeron habían hecho un buen trabajo. Con suerte, aún seguirían funcionando por mucho tiempo.
Elegí un libro al azar y empecé a leer.