20.30

Stanley dejó caer la bomba durante la cena.

Miranda se sentía relajada y feliz. El ossobuco estaba delicioso, y su padre había abierto dos botellas de Brunello di Montepulciano para acompañarlo. Kit parecía inquieto y subía corriendo al piso de arriba cada vez que sonaba su móvil, pero todos los demás estaban muy tranquilos. Los cuatro chicos comieron deprisa y se retiraron al granero para ver una película en DVD titulada Scream II, dejando a los seis adultos en torno a la mesa del comedor: Miranda y Ned, Olga y Hugo, Stanley a la cabecera de la mesa y Kit en el extremo opuesto. Lori sirvió café mientras Luke llenaba el lavavajillas en la cocina.

Fue entonces cuando Stanley dijo:

—¿Qué os parecería si volviera a salir con alguien?

Se hizo un silencio total alrededor de la mesa. Hasta Lori reaccionó: dejó de servir café y se lo quedó mirando fijamente, como si no saliera de su asombro.

Miranda ya se barruntaba algo, pero no por eso le resultó menos desconcertante oírle hablar de semejante tema sin tapujos de ninguna clase.

—Supongo que te refieres a Toni Gallo.

—No —negó Stanley con mal disimulado sobresalto.

—No, qué va… —insinuó Olga.

Miranda tampoco se lo creía, pero no dijo nada.

La verdad es que no me refería a nadie en particular. Solo quería saber vuestra opinión —prosiguió—. Hace un año y medio que se murió mamma Marta, que en paz descanse. Durante casi cuatro décadas fue la única mujer de mi vida. Pero tengo sesenta años y es probable que me queden otros veinte o treinta de vida. No estoy seguro de querer pasarlos solo.

Lori lo fulminó con la mirada, dolida. No estaba solo, tuvo ganas de decirle. Los tenía a Luke y a ella.

—¿Y para qué nos consultas? No necesitas nuestro permiso para acostarte con tu secretaria o con quien te venga en gana —replicó Olga, malhumorada.

—No os estoy pidiendo permiso. Quería saber cómo os sentiríais en el caso de que ocurriera. Y, por cierto, tampoco es mi secretaria. Dorothy está felizmente casada.

Miranda tomó la palabra, aunque solo fuera para impedir que Olga dijera una barbaridad.

—Creo que no sería fácil para nosotros, papá, verte con otra mujer en esta casa. Pero queremos que seas feliz, y llegado el caso estoy segura de que haríamos todo lo posible para que esa persona se sintiera bienvenida.

Stanley la miró con gesto irónico.

—Ya veo que la idea no te chifla, pero gracias por intentar ser positiva.

—No esperes tanto de mí —intervino Olga—. Por el amor de Dios, ¿qué esperabas que te dijéramos? ¿Estás pensando en casarte con esa mujer? ¿Tener más hijos con ella?

—No estoy pensando en casarme con nadie —replicó Stanley, irritado. Olga se negaba a ver las cosas tal como él las planteaba, y eso lo sacaba de quicio. Marta solía hacer exactamente lo mismo cuando quería buscarle las cosquillas—. Pero tampoco lo descarto —añadió.

—Pues me parece fatal —explotó Olga—. Cuando yo era pequeña apenas te veía. Siempre estabas en el laboratorio. La mamma y yo nos quedábamos en casa con Mandy, que por entonces no era más que un bebé, desde las siete y media de la mañana hasta las nueve de la noche. Éramos una familia monoparental, y todo lo hicimos por el bien de tu carrera, para que pudieras inventar antibióticos de corto espectro, un fármaco para la úlcera y unas pastillas para el colesterol, y de paso hacerte rico y famoso. Bien, pues quiero una recompensa a mi sacrificio.

—Has tenido una educación privilegiada —repuso Stanley.

—No es suficiente. Quiero que mis hijos hereden el dinero que has ganado, y no que se vean obligados compartirlo con un hatajo de mocosos, hijos de una fulana cualquiera que lo único que sabe hacer en la vida es aprovecharse de un viudo solitario.

A Miranda se le escapó un grito de indignación.

Abochornado, Hugo dijo:

—Olga, cariño, no te andes con rodeos. Di lo que estás pensando.

La expresión de Stanley se endureció.

—No tengo intención de salir con una «fulana cualquiera» —replicó.

Olga comprendió que había ido demasiado lejos.

—Vale, retiro esa última parte.

Para ella, aquello equivalía a una disculpa.

—Tampoco sería tan distinto —opinó Kit con aire displicente—. La mamma era alta, atlética, pragmática e italiana. Toni Gallo es alta, atlética, pragmática y descendiente de españoles. Me pregunto si sabrá cocinar.

—No seas idiota —le espetó Olga—. La diferencia es que la tal Toni no ha formado parte de esta familia durante los últimos cuarenta años, así que no es de los nuestros, sino una intrusa.

Kit torció el gesto.

—No vuelvas a llamarme idiota, Olga. No soy yo el que no ve lo que pasa delante de sus narices.

Miranda contuvo la respiración. ¿De qué estaba hablando?

Olga se hizo la misma pregunta.

—¿Qué es lo que pasa delante de mis narices?

Miranda lanzó una mirada furtiva a Ned, temerosa de que más tarde le preguntara a qué se refería Kit. Tenía una intuición especial para aquella clase de indirectas.

Kit se mordió la lengua.

—Deja ya de interrogarme, me estás poniendo de los nervios.

—¿No te preocupa tu futuro económico? —le preguntó Olga— Tu herencia está tan amenazada como la mía. ¿Qué pasa, que te sobra el dinero?

Kit soltó una carcajada amarga.

—Sí, eso es.

—¿No crees que te estás comportando como una mercenaria? —le preguntó Miranda a su hermana.

—Hombre, papá nos ha pedido nuestra opinión.

—Pensé que quizá os molestara ver a vuestra madre desplazada por otra persona —terció Stanley—. Nunca se me ocurrió que vuestra principal preocupación fuera mi testamento.

Miranda se sentía dolida por su padre, pero más aún le inquietaba Kit y lo que este pudiera decir. De niño, nunca se le había dado bien guardar secretos. Olga y ella se veían obligadas a ocultárselo todo. Si le hacían alguna confidencia, no tardaba ni cinco minutos en chivarse a la mamma. Y ahora conocía su secreto más oscuro. Ya no era un niño, pero a decir verdad tampoco había dejado de serlo, y eso era lo que lo hacía tan peligroso. El corazón se le disparó. Se le ocurrió que, si participaba en la conversación, tal vez pudiera encauzarla. Se volvió hacia Olga.

—Lo importante es que la familia se mantenga unida. Decida papá lo que decida, no debemos dejar que eso nos separe.

—No me vengas con moralinas sobre la familia —replicó Olga, irritada—. Eso díselo a tu hermanito.

—¿Quieres dejarme en paz de una puta vez? —repuso Kit.

—Lo pasado, pasado está —intervino Stanley.

Olga insistió:

—Pero si alguien ha estado a punto de destruir a la familia es Kit.

—Que te den por el culo —le espetó este.

—Basta ya —atajó Stanley con firmeza—. Podemos discutir acaloradamente sobre cualquier tema sin tener que recurrir a los insultos y el lenguaje soez.

—Venga ya, papá —replicó Olga. Estaba furiosa. Le habían llamado mercenaria y necesitaba vengarse—. ¿Qué podría amenazar más la unidad familiar que descubrir que uno de nosotros le roba a otro?

Kit se sonrojó de vergüenza y rabia.

—Te lo diré.

Miranda sabía qué iba a decir. Aterrada, alargó una mano abierta en la dirección de su hermano.

—Kit, tranquilízate, por favor —le suplicó en tono desesperado.

Pero él no la escuchaba.

—Te diré qué es más peligroso para la unidad familiar.

—¿Quieres callarte de una vez? —le gritó Miranda.

Stanley se dio cuenta de que había algo que él ignoraba en medio de todo aquello, y frunció el ceño, desconcertado.

—¿De qué estáis hablando?

—Hablo de alguien…

—¡No! —gritó Miranda, levantándose.

—… alguien que se acuesta…

Miranda cogió un vaso de agua y lo arrojó a la cara de Kit. Este enmudeció.

Se limpió el rostro con la servilleta. En medio del silencio y las miradas perplejas de todos los presentes, concluyó:

—… que se acuesta con el marido de su propia hermana.

Olga no salía de su asombro.

—Eso no tiene ningún sentido. Nunca me he acostado con Jasper, ni con Ned.

Miranda hundió la cabeza entre las manos.

—No me refiero a ti —repuso Kit.

Olga se volvió hacia Miranda, y esta apartó la mirada.

Lori, que todavía seguía allí con la cafetera en la mano, dio un grito ahogado al comprender lo ocurrido. Parecía consternada.

—¡Dios santo! Nunca lo habría imaginado —dijo Stanley.

Miranda miró a Ned. Estaba horrorizado.

—¿Es verdad? —preguntó.

Miranda no contestó.

Olga se volvió hacia Hugo.

—¿Mi hermana y tú?

Hugo ensayó su sonrisa de chico malo. Olga levantó el brazo y le propinó un bofetón que sonó más bien como un puñetazo.

—¡Ay! —gritó él, y cayó de espaldas.

—Hijo de la gran puta, maldito… —No encontraba palabras— maldito cabronazo. Cerdo. Gusano de mierda. Escoria humana. —Entonces se volvió hacia Miranda—. ¡Y tú!

Miranda no podía sostener su mirada. Clavó los ojos en la mesa, en la pequeña taza de café que descansaba frente a ella. Era una taza de porcelana blanca con una lista azul, de la vajilla preferida de la mamma.

—¿Cómo has podido? —le espetó Olga—. ¿Cómo has podido?

Miranda intentaría explicárselo, algún día. Pero dijera lo que dijese, en aquel momento sonaría como una excusa, así que se limitó a negar con la cabeza.

Olga se levantó y abandonó la sala.

Hugo parecía terriblemente avergonzado.

—Será mejor que… —Y salió tras ella.

Fue entonces cuando Stanley se percató de que Lori seguía allí, y de que lo había oído todo. Demasiado tarde, sugirió:

—Lori, será mejor que vayas a echarle una mano a Luke.

El ama de llaves lo miró sobresaltada, como si acabara de despertar de un sueño.

—Sí, profesor Oxenford.

Stanley miró a Kit.

—¿Qué necesidad tenías de ser tan cruel? —La voz le temblaba de ira.

—No, si ahora va a resultar que la culpa es mía —replicó Kit enfurruñado—. No fui yo quien se acostó con Hugo.

Tiró la servilleta sobre la mesa y se fue.

Ned no sabía dónde meterse.

—Eh… perdonad —dijo, y salió de la habitación.

Miranda se quedó a solas con su padre. Stanley se levantó, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro.

—Ya se les pasará, antes o después —dijo—. No será fácil, pero las aguas volverán a su cauce.

Miranda se volvió hacia él y apretó el rostro contra el suave tweed de su chaleco.

—Lo siento mucho, papá —dijo, y rompió a llorar.