19.50

Toni salió del cuarto de baño desnuda y cruzó la habitación de hotel para coger el teléfono.

—Dios, qué guapa eres —le dijo Stanley desde la cama.

Toni sonrió a su marido. Llevaba puesto un albornoz azul demasiado pequeño para él que dejaba entrever sus largas y musculosas piernas.

—Tú tampoco estás nada mal —replicó ella, sosteniendo el auricular. Era su madre—. Feliz Navidad —dijo.

—Tu antiguo novio está en la tele —informó la señora Gallo.

—¿Qué hace, cantar villancicos con el coro de la policía?

—Carl Osborne le está haciendo una entrevista, y Frank está explicando cómo atrapó a aquellos terroristas el año pasado por estas fechas.

—¿Que él los atrapó? —Por un momento, Toni se sintió indignada, pero luego pensó «¿qué más da?»—. Bueno, necesita venderse, anda detrás de un ascenso. ¿Cómo está mi hermana?

—Preparando la comida de Navidad.

Toni consultó su reloj de muñeca. Allí, en el Caribe, faltaban unos minutos para las ocho de la noche. En Inglaterra eran casi las tres de la tarde, pero en casa de Bella siempre se comía a deshora.

—¿Qué te ha regalado por Navidad?

—Iremos a comprar algo en las rebajas de enero, que sale más a cuenta.

—¿Te ha gustado mi regalo? —Toni había ofrecido a su madre una rebeca de cachemira de color salmón.

—Es precioso. Gracias, cariño.

—¿Cómo está Osborne?

Se refería al cachorro de pastor inglés. La señora Gallo lo había adoptado, y desde entonces había crecido hasta convertirse en un perrazo cuyo lanudo pelo blanquinegro le cubría los ojos.

—Se porta muy bien, y desde ayer no ha tenido ningún desliz.

—¿Y los niños?

—Correteando por la casa, destrozando sus regalos. Tengo que dejarte, querida, la reina está en la tele.

—Hasta luego, madre. Gracias por llamar.

En cuanto colgó el teléfono, Stanley dijo:

—Supongo que no hay tiempo para… ya sabes, antes de cenar.

Toni fingió escandalizarse.

—¡Pero si acabamos de… ya sabes!

—¡De eso hace horas! Pero si estás cansada… comprendo que una mujer de tu edad…

—¿De mi edad? —Toni se subió a la cama de un salto y se sentó a horcajadas sobre él—. Con que de mi edad, ¿eh? —Cogió una almohada y lo azotó con ella.

Stanley reía sin parar, suplicando clemencia. Toni apartó la almohada y lo besó.

Había supuesto que Stanley era un buen amante, pero jamás habría imaginado que fuera tan apasionado. Nunca olvidaría sus primeras vacaciones juntos. En una suite del Ritz de París, él le había vendado los ojos y le había atado las manos a la cabecera de la cama. Mientras ella yacía allí, desnuda e indefensa, él le había rozado los labios con una pluma, luego con una cucharilla de plata, y después con una fresa. Toni nunca hasta entonces se había concentrado con tanta intensidad en percibir las sensaciones de su cuerpo. Stanley le había acariciado los senos con un pañuelo de seda, un chai de cachemira y unos guantes de piel. Ella se había sentido como si estuviera flotando en el mar, suavemente mecida por oleadas de placer. Él le había besado las corvas de las rodillas, la cara interna de los muslos, la delicada piel interior de los brazos, la garganta. Lo había hecho todo muy despacio, demorándose en cada caricia hasta que ella se había sentido a punto de estallar de deseo. Le había rozado los pezones con cubitos de hielo y la había untado por dentro con aceite tibio. Había seguido así hasta que ella le había suplicado que la penetrara, y entonces la había hecho esperar un poquito más. Después, Toni le había dicho:

—No lo sabía, pero llevaba toda la vida deseando que un hombre me hiciera algo así.

—Lo sé —había replicado él.

Y ahora se sentía juguetón.

—Venga, uno rapidito —sugirió—. Te dejaré ponerte encima.

—Bueeno, vaale —había dicho ella, fingiendo un suspiro de resignación—. Hay que ver lo que tiene que hacer una chica hoy día solo para…

Alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Stanley.

—Olga. Toni iba a prestarme un collar.

Toni sabía que Stanley estaba a punto de decirle a su hija que se fuera, pero lo detuvo poniendo una mano sobre sus labios.

—Espera un segundo, Olga —dijo en voz alta.

Se apartó de Stanley. Olga y Miranda se estaban tomando muy bien lo de tener una madrastra de su propia edad, pero Toni no quería abusar de su suerte. No le parecía buena idea recordarles que su padre tenía una vida sexual de lo más activa.

Stanley se levantó de la cama y se fue al cuarto de baño. Toni se puso una bata de seda verde y fue a abrir la puerta. Olga entró a grandes zancadas en la habitación, arreglada para cenar. Lucía un vestido de algodón negro con un pronunciado escote.

—¿Me prestas tu collar de azabache?

—Claro. Espera, que lo busco.

Desde el cuarto de baño se oía el agua de la ducha.

Olga bajó la voz, algo insólito en ella.

—Quería preguntarte algo… ¿sabes si papá ha visto a Kit?

—Sí. Fue a visitarlo a la cárcel el día antes de venirnos aquí.

—¿Cómo está?

—Incómodo, frustrado y aburrido, como era de esperar, pero no le han dado ninguna paliza, ni lo han violado, y tampoco se pincha. —Toni encontró el collar y lo puso alrededor del cuello de Olga—. Te sienta mejor que a mí. Está claro que el negro no es mi color. ¿Por qué no le preguntas directamente a tu padre sobre Kit?

—Se le ve tan feliz… no quería aguarle la fiesta. No te importa, ¿verdad?

—Para nada. —Al contrario, Toni se sentía halagada por el hecho de que Olga recurriera a ella como lo habría hecho con su madre, para comprobar si Stanley estaba bien sin tener que importunarlo con el tipo de preguntas que los hombres detestaban—. ¿Sabías que Elton y Hamish están en la misma cárcel que él? —comentó Toni.

—¡No! ¡Qué horror!

—No te creas. Kit está enseñando a leer a Elton.

—¿No sabe leer?

—Apenas. Sabe reconocer unas pocas palabras: autopista, Londres, centro, aeropuerto. Kit ha empezado con «Mi mamá me mima».

—Dios santo, la de vueltas que da la vida. ¿Te has enterado de lo de Daisy?

—No, ¿qué ha pasado?

—Mató a otra reclusa de la cárcel donde cumplía condena, y la juzgaron por homicidio en primer grado. Le tocó defenderla una compañera mía, una chica joven, pero le cayó la perpetua, añadida a la pena que ya estaba cumpliendo. No saldrá de la cárcel hasta que cumpla los setenta. Ojalá siguiera existiendo la pena de muerte.

Toni comprendía el odio de Olga. Hugo nunca se había recuperado del todo de la brutal paliza que Daisy le había propinado. Había perdido la visión en un ojo, y lo que era peor aún, su carácter vivaracho. Ahora se le veía más tranquilo, menos calavera, pero también menos divertido, y aquella sonrisa suya de chico malo ya no era más que un recuerdo.

—La lástima es que su padre siga suelto —repuso Toni. Harry Mac había sido acusado de complicidad en el robo, pero la declaración de Kit no había sido suficiente para condenarlo y el jurado lo había declarado inocente, así que había vuelto tranquilamente a las andadas.

—También he sabido algo de él últimamente. Tiene cáncer. Empezó por los pulmones, pero se le ha extendido a todo el cuerpo. Le han dado tres meses de vida.

—Vaya, vaya —comentó Toni—. Al final va a resultar que existe la justicia.

Miranda sacó del armario una muda limpia para Ned: pantalón de lino negro y camisa a cuadros. No es que él lo esperara de ella, pero si no lo hacía, Ned era muy capaz de bajar a cenar en pantalón corto y camiseta. No era un inútil, pero sí muy despistado. Miranda había aprendido a aceptarlo.

Y ese no era el único rasgo de su carácter que había aprendido a aceptar. Ahora comprendía que Ned nunca entraría al trapo a la primera de cambio, ni siquiera para defenderla, pero en cambio podía estar segura de que nunca le fallaría en los momentos realmente difíciles. El modo en que había encajado uno tras otro los golpes de Daisy para proteger a Tom se lo había demostrado más allá de toda duda.

Miranda estaba lista. Se había puesto una camisa de algodón rosa sin mangas y una falda plisada. El conjunto la hacía un poco ancha de caderas, pero en realidad era un poco ancha de caderas, y Ned le aseguraba que le gustaba así.

Pasó al cuarto de baño. Ned estaba sentado en la bañera, leyendo una biografía de Moliere en francés. Le quitó el libro de las manos.

—El asesino es el mayordomo.

—Vaya, me has fastidiado el final —bromeó él, al tiempo que se levantaba.

Miranda le tendió una toalla.

—Voy a ver si los chicos están listos.

Antes de salir de la habitación, cogió un pequeño paquete de la mesilla de noche y lo guardó en su bolso de fiesta.

Las habitaciones del hotel eran cabañas individuales que se alzaban frente a la playa. Una cálida brisa acarició los brazos desnudos de Miranda mientras se dirigía a la cabaña que su hijo Tom compartía con Craig.

Este último se estaba poniendo gel en el pelo mientras Tom se ataba los zapatos.

—¿Cómo estáis, chicos? —preguntó Miranda.

Era una pregunta ociosa. Se les veía bronceados y felices después de haber pasado el día practicando windsurf y esquí acuático.

Tom estaba dejando de ser un niño. Había crecido seis centímetros a lo largo de los últimos seis meses, y ya no se lo contaba todo a su madre. En cierto modo, eso la entristecía. Durante doce años, lo había sido todo para él, y sabía que su hijo seguiría dependiendo de ella algunos años más, pero la inevitable separación había empezado.

Miranda dejó a los chicos y se fue a la siguiente cabaña, donde dormían Sophie y Caroline. Esta ya se había ido, por lo que encontró a Sophie a solas. Estaba de pie frente al armario, en ropa interior, tratando de elegir modelito. No le hizo ninguna gracia descubrir que llevaba puesto un sensual conjunto de tanga y sostén negro de copa muy baja, que le dejaba los pezones al aire.

—¿Ha visto tu madre ese disfraz? —preguntó.

—Mi madre me deja ponerme lo que quiera —replicó Sophie con aire suficiente.

Miranda se sentó en una silla.

—Ven un momento, quiero hablar contigo.

Sophie se acercó a regañadientes y se sentó en la cama. Cruzó las piernas y miró hacia otro lado.

—Preferiría mil veces que fuera tu madre la que te dijera esto, pero puesto que no está aquí, tendré que hacerlo yo.

—¿Decirme el qué?

—Creo que eres demasiado joven para tener relaciones sexuales. Solo tienes quince años, y Craig solo tiene dieciséis.

—Tiene casi diecisiete.

—Aun así, lo que estáis haciendo es incluso ilegal.

—No en este país.

Miranda había olvidado que no estaban en el Reino Unido.

—Bueno, vale, pero de todas formas sois demasiado jóvenes.

Sophie hizo una mueca de hastío y puso los ojos en blanco.

—Por el amor de Dios.

—Sabía que no me ibas a dar las gracias, pero tenía que decírtelo —insistió Miranda.

—Bueno, pues ya lo has dicho —replicó Sophie con brusquedad.

—Sin embargo, también sé que no te puedo obligar a hacer lo que yo te diga.

Sophie parecía sorprendida. No esperaba oír ningún tipo de concesión.

Miranda sacó del bolso el paquetito que había guardado antes.

—Así que, si pese a todo te empeñas en desobedecerme, quiero que uses esto —añadió, tendiéndole una caja de preservativos.

Sophie la cogió sin pronunciar palabra. Su rostro era el vivo retrato de la perplejidad.

Miranda se levantó.

—No quiero que te quedes embarazada estando bajo mi responsabilidad.

Se dirigió a la puerta.

—Gracias —oyó decir a Sophie mientras salía.

El abuelo había reservado un salón en el restaurante del hotel para los diez miembros de la familia Oxenford. Un camarero rodeó la mesa sirviendo champán. Solo faltaba Sophie. La esperaron un rato, pero luego el abuelo se levantó, y todos guardaron silencio.

—Hay filete de ternera para cenar —anunció—. Había encargado un pavo, pero al parecer se ha dado a la fuga.

Todos rieron al unísono.

Stanley prosiguió, ahora en un tono más serio.

—El año pasado no llegamos a celebrar la Navidad como Dios manda, así que he pensado que la de este año debía ser especial.

—Gracias por invitarnos, papá —apuntó Miranda.

—Estos últimos doce meses han sido los peores de mi vida, pero también los mejores —continuó—. Ninguno de nosotros volverá a ser el mismo después de lo que ocurrió en Steepfall hace ahora un año.

Craig miró a su padre. Hugo, desde luego, no volvería a ser el mismo. Uno de sus ojos permanecía semicerrado todo el tiempo, y en su rostro había una expresión apática y vagamente amistosa. A menudo parecía ajeno a cuanto ocurría a su alrededor.

El abuelo siguió hablando:

—De no haber sido por Toni, solo Dios sabe cómo podía haber acabado todo aquello.

Craig miró a Toni. Estaba guapísima, con un vestido de seda marrón que realzaba su melena pelirroja. El abuelo estaba loco por ella. «Debe de sentir casi lo mismo que siento yo por Sophie», pensó.

—Luego tuvimos que revivir toda la pesadilla dos veces —recordó el abuelo—. Primero con la policía. Por cierto, Olga, ¿qué forma es esa de tomarle declaración a la gente? Te hacen preguntas, anotan las respuestas y luego las convierten en algo que no tiene nada que ver con lo que tú has dicho, que está plagado de errores y que ni siquiera suena a lo que diría un ser humano, y a eso lo llaman tu declaración.

—A los abogados de la acusación les gusta decir las cosas a su manera —contestó Olga.

—¿«Me hallaba circulando por la vía pública en dirección oeste» y todo eso?

—Exacto.

El abuelo se encogió de hombros.

—Bueno, luego tuvimos que volver a pasar por el mismo calvario durante el juicio, y para colmo hubo quien tuvo la desfachatez de sugerir que nosotros merecíamos ser castigados por haber herido a unos tipos que se habían colado en nuestra casa, nos habían atacado y nos habían atado de pies y manos. Y para postre tuvimos que leer las mismas insinuaciones absurdas en los diarios.

Craig nunca lo olvidaría. El abogado de Daisy había insinuado que él había intentado matarla porque la había atropellado mientras ella le disparaba. Era ridículo, pero por unos momentos, en la sala de juicio, aquella versión de los hechos había sonado casi plausible.

El abuelo prosiguió:

—Toda aquella pesadilla me recordó que la vida es corta, y me hizo darme cuenta de que tenía que compartir con todos vosotros lo que sentía por Toni y dejar de perder el tiempo. No hace falta que os diga lo felices que somos. Y luego mi nuevo fármaco recibió luz verde para la experimentación con seres humanos, gracias a lo cual el futuro de la empresa quedó asegurado y yo pude comprarme otro Ferrari… y pagarle a Craig el carnet de conducir.

Todos rieron, y Craig se sonrojó. No le había hablado a nadie de la primera abolladura que había hecho en el coche del abuelo. Solo Sophie lo sabía. Seguía sintiéndose avergonzado y culpable por ello. Se dijo a sí mismo que a lo mejor lo confesaba cuando llegara a viejo, «a los treinta o así».

—Pero basta ya de hablar del pasado —concluyó el abuelo—. Propongo un brindis: Feliz Navidad a todos.

—Feliz Navidad —repitieron los presentes al unísono.

Sophie llegó mientras servían los entrantes. Estaba deslumbrante. Se había recogido el pelo en la nuca y llevaba unos delicados pendientes largos. Parecía tener por lo menos veinte años. Craig se quedó sin aliento al pensar que aquella era su chica.

Mientras pasaba por detrás de su silla, Sophie se inclinó y le susurró al oído:

—Miranda me ha dado condones.

Craig se sobresaltó de tal modo que derramó el champán.

—¿Qué?

—Ya lo has oído —repuso ella, tomando asiento.

Craig le sonrió, aunque había llevado sus propias provisiones. «Caray con la tía Miranda, quién lo hubiera dicho…»

—¿A qué viene esa sonrisa, Craig? —preguntó Stanley.

—Nada, abuelo —contestó—. Me siento feliz, eso es todo.