Hacía frío en Londres. No había nevado, pero un viento gélido barría los edificios antiguos y las sinuosas calles. Los transeúntes caminaban con los hombros encogidos y se ceñían las bufandas alrededor del cuello mientras buscaban apresuradamente la calidez de los pubs y restaurantes, de los hoteles y salas de cine.
Toni Gallo iba en el asiento trasero de un Audi gris junto a Odette Cressy, una rubia de cuarenta y pocos años que lucía un traje chaqueta oscuro y una camisa rojo escarlata. En la parte delantera del vehículo iban dos agentes de policía; uno conducía mientras el otro seguía la señal de un receptor de radio inalámbrico y le indicaba adonde debía dirigirse.
La policía llevaba treinta y tres horas siguiendo la pista del frasco de perfume. El helicóptero había aterrizado en el suroeste de Londres, tal como se esperaba. El piloto se había subido a un coche y había cruzado el puente de Battersea hasta la casa que poseía Adam Hallan a orillas del río. A lo largo de toda la noche, el transmisor de radio había permanecido fijo, enviando la señal regularmente desde algún punto de la elegante mansión dieciochesca. Odette no quería detener a Hallan todavía, pues deseaba atrapar en sus redes no solo al magnate, sino también al máximo número de terroristas que pudiera.
Toni había pasado la mayor parte del tiempo durmiendo. Se había acostado poco antes del mediodía del día de Navidad, creyendo que no lograría conciliar el sueño. No dejaba de pensar en el helicóptero que sobrevolaba Gran Bretaña en aquellos precisos instantes, y le preocupaba que el diminuto transmisor de radio pudiera fallar. Sin embargo, pese a todos sus temores, a los pocos segundos había caído en un profundo sueño.
Por la noche había ido hasta Steepfall para encontrarse con Stanley. Se habían dado la mano y habían estado hablando durante una hora en su estudio. Luego, ella había cogido un avión con destino a Londres y había dormido de un tirón hasta el día siguiente en el piso de Odette, en Camden Town.
Además de seguir la señal de radio, la policía londinense había mantenido bajo estrecha vigilancia a Adam Hallan, a su piloto y al copiloto. Por la mañana, Toni y Odette se habían unido al equipo que vigilaba la casa de Hallan.
Toni había alcanzado su principal objetivo —las muestras del virus mortal volvían a estar a salvo en el Kremlin—, pero también deseaba atrapar a los responsables de la pesadilla que acababa de vivir. Quería justicia.
Hallan había dado una fiesta a mediodía que había congregado en su casa a unas cincuenta personas de las más variopintas procedencias y edades, todas ellas ataviadas con ropa informal de aspecto caro. Uno de los invitados se había marchado con el frasco de perfume. Toni, Odette y el equipo de rastreo habían seguido la señal de radio hasta Bayswater y se habían pasado toda la tarde montando guardia frente a una residencia de estudiantes.
A las siete de la tarde, el radiotransmisor acusó un nuevo movimiento.
Una joven salió de la residencia. A la luz de las farolas de la calle, Toni alcanzó a ver que tenía una preciosa cabellera oscura, abundante y reluciente, y que llevaba un bolso al hombro. La joven se levantó el cuello del abrigo y echó a caminar por la acera. Un agente de policía vestido de paisano se apeó de un Rover marrón y la siguió.
—Creo que ya los tenemos —apuntó Toni—.Va a propagar el virus.
—Quiero verlo —repuso Odette—. De cara al juicio, necesito que haya testigos del intento de homicidio.
Toni y Odette perdieron de vista a la joven, que se metió en una boca de metro. La señal de radio se debilitó de modo alarmante cuando bajó al subsuelo, permaneció estática durante un rato y luego volvió a señalar movimiento, seguramente porque la sospechosa se había subido al metro. Siguieron la débil señal, temiendo que se desvaneciera y que la joven se las arreglara para despistar al agente vestido de paisano que la seguía. Pero volvió a la superficie en la parada de Piccadilly Circus, y el agente seguía tras ella. Perdieron contacto visual por unos segundos, cuando la joven dobló por una calle de sentido único, pero poco después el agente de policía llamó a Odette desde el móvil para informarla de que la mujer había entrado en un teatro.
—Ahí es donde va a soltarlo —predijo Toni.
Los coches de la policía secreta se detuvieron frente al teatro. Odette y Toni entraron en el edificio seguidas por dos hombres que viajaban en el segundo coche. El espectáculo en cartel, una historia de fantasmas convertida en musical, gozaba de gran popularidad entre los estadounidenses que visitaban Londres. La chica de la melena exuberante se había puesto en la cola de recogida de entradas.
Mientras esperaba, sacó del bolso un frasco de perfume. Con un ademán rápido y de lo más natural, se roció la cabeza y los hombros. Nadie a su alrededor se fijó en el gesto. A lo sumo, supondrían que quería oler bien para el hombre con el que había quedado. Un pelo tan hermoso tenía que oler bien. Curiosamente, el perfume era inodoro, aunque nadie pareció caer en ese detalle.
—Eso ha estado bien —dijo Odette—. Pero dejaremos que lo haga de nuevo.
El frasco contenía agua del grifo, pero aun así Toni se estremeció. Si no hubiera podido dar el cambiazo a tiempo, aquel frasco estaría repleto de Madoba-2, y el mero hecho de inspirar habría acabado con su vida.
La mujer recogió su entrada y accedió al interior del teatro. Odette se dirigió al acomodador y le enseñó sus credenciales. Acto seguido, los agentes de policía siguieron a la mujer, que entró en el bar y volvió a rociarse con el spray. Luego repitió el ademán en el lavabo de señoras. Por último, se acomodó en el patio de butacas y volvió a esparcir el contenido del frasco a su alrededor. Su plan, supuso Toni, era hacer uso del vaporizador varias veces más durante el entreacto, y luego en los pasillos atestados de espectadores que abandonaban el teatro al término de la función. Hacia el final de la velada, casi todas las personas presentes en el edificio habrían respirado la esencia letal.
Mientras observaba la escena desde el fondo del auditorio, Toni distinguió varios acentos a su alrededor: había una mujer del sur de Estados Unidos que había comprado un precioso pañuelo de cachemira, alguien de Boston explicaba dónde había aparcado el coche, un neoyorquino comentaba indignado que había pagado cinco «dólares» por una taza de café. Si el frasco de perfume hubiera contenido realmente el virus, tal como estaba planeado, todas aquellas personas habrían quedado infectadas por el Madoba-2. Habrían vuelto a su país, abrazado a los suyos, saludado a los vecinos y regresado al trabajo, y les habrían hablado a todos de sus vacaciones en Europa como si nada.
Diez o doce días después, habrían caído enfermas. «Cogí un catarro en Londres y todavía no me lo he quitado de encima», habrían dicho. Al estornudar, habrían infectado a sus allegados, amigos y compañeros. Los síntomas habrían ido a más, y sus médicos les habrían diagnosticado gripe. Solo cuando empezaran a morir, se darían cuenta de que se trataba de algo mucho más grave que una simple gripe. A medida que el virus mortal se fuera extendiendo rápidamente de barrio en barrio y de ciudad en ciudad, los médicos empezarían a comprender a qué se enfrentaban, pero para entonces ya sería demasiado tarde.
Nada de todo eso iba a pasar, pero Toni sentía un escalofrío cada vez que pensaba en lo cerca que había estado de ocurrir.
Un hombre ataviado con esmoquin las abordó, visiblemente nervioso.
—Soy el gerente del teatro —dijo—. ¿Qué ocurre?
—Estamos a punto de efectuar una detención —le informó Odette—. Quizá sea buena idea no levantar el telón hasta entonces. Solo será un minuto.
—Espero que no haya ningún altercado.
—Yo también, se lo aseguro. —El público ya se había acomodado en sus butacas—. De acuerdo —dijo Odette, volviéndose hacia los dos agentes de policía—: ya hemos visto suficiente. Id a por ella, pero sed discretos.
Los dos hombres que habían viajado en el segundo coche bajaron por los pasillos laterales del teatro y se detuvieron cada uno en un extremo de la fila que ocupaba la mujer de hermosa melena. Esta miró a uno de los agentes, luego al otro.
—Haga el favor de acompañarme, señorita —le dijo el agente que estaba más cerca.
El silencio se adueñó del patio de butacas mientras el público observaba la escena, preguntándose si aquello formaría parte del espectáculo.
La mujer permaneció sentada, pero sacó el frasco de perfume y volvió a rociarse. El agente, un hombre joven que lucía una americana corta, se abrió paso como pudo entre los espectadores hasta llegar a su butaca.
—Por favor, acompáñeme ahora mismo —repitió. La joven se levantó, alzó el frasco y roció de nuevo el aire a su alrededor—. No se moleste —le indicó el agente—. Solo es agua.
Luego la cogió del brazo, la condujo hasta el pasillo y la escoltó hasta el fondo de la sala.
Toni no podía apartar los ojos de la detenida. Era joven y hermosa, y sin embargo había estado dispuesta a suicidarse. Toni se preguntó por qué.
Odette cogió el frasco de perfume y lo dejó caer en el interior de una bolsa de plástico transparente.
—Diablerie… —dijo—. Es una palabra francesa, ¿sabes qué significa?
La mujer movió la cabeza en señal de negación.
—Obra del demonio. —Odette se volvió hacia el agente de policía—. Espósala y llévatela de aquí.