Craig estaba encantado de volver a ver a Sophie. Había caído rendido a sus pies en la fiesta de cumpleaños de su madre. Era guapa, de ojos y pelo oscuro, y pese a ser delgada y menuda tenía una silueta suavemente redondeada. Pero no era su físico lo que lo volvía loco, sino su actitud. Se comportaba como si nada le importara, y eso lo tenía fascinado. Nada parecía impresionarla: ni el Ferrari del abuelo, ni las habilidades futbolísticas de Craig —jugaba en la selección subdieciséis de Escocia— ni el hecho de que su madre fuera consejera real.[3] Sophie vestía como le daba la gana, hacía caso omiso de los letreros que prohibían fumar y si alguien la aburría se largaba sin más, dejando a su interlocutor con la palabra en la boca. En la fiesta la había oído discutiendo con su padre sobre el piercing que quería hacerse en el ombligo. Él se lo había prohibido terminantemente, y ahora allí estaba, luciendo una argolla en el vientre.
Pero el trato con Sophie no era fácil. Mientras la llevaba a dar una vuelta por Steepfall, Craig descubrió que nunca estaba contenta con nada. Al parecer, el silencio era lo más parecido a un elogio que sabía articular. Solo abandonaba su mutismo para proferir alguna breve descalificación: «qué asco», o «vaya tontería», o «qué grima». Pero de momento no lo había dejado con la palabra en la boca, así que Craig sabía que no la estaba aburriendo.
La llevó a ver el granero. Databa del siglo XVIII y era la construcción más antigua de la propiedad. El abuelo había hecho instalar calefacción, electricidad y agua corriente en su interior, pero se conservaban las vigas originales. La planta baja era una sala de juego en la que había una mesa de billar, un futbolín y un gran televisor.
—Este lugar está bien para pasar el rato —comentó Craig.
—Guay —asintió Sophie, en la que era su mayor muestra de entusiasmo hasta el momento. Señaló una tarima elevada—. ¿Qué es eso?
—Un escenario.
—¿Para qué queréis un escenario?
—Mi tía Miranda y mi madre solían hacer obras de teatro cuando eran jóvenes. Una vez montaron Antonio y Cleopatra con un reparto de cuatro en este granero.
—Raritas, ellas.
Craig señaló dos camas plegables.
—Tom y yo vamos a dormir aquí —dijo—. Ven arriba, te enseñaré tu dormitorio.
Una escalera conducía al antiguo pajar. No había pared, solo una barandilla para impedir caídas accidentales. Arriba había dos camas individuales primorosamente hechas. El único mobiliario de la estancia era un perchero de pared y un espejo de pie. La maleta de Caroline estaba en el suelo, abierta.
—No hay mucha intimidad —observó Sophie.
Craig ya se había dado cuenta, y se las prometía felices con aquella disposición de las habitaciones. Inevitablemente, su hermana mayor y su primo pequeño estarían rondando por allí, pero pese a todo disfrutaba de la vaga aunque excitante sensación de que podía pasar cualquier cosa.
—Mira. —Craig desplegó un viejo biombo—. Si te da corte, puedes abrirlo para cambiarte.
Un destello de ira iluminó los ojos de Sophie.
—No me da corte —replicó, como si la mera sugerencia resultara insultante.
A Craig aquella reacción le pareció extrañamente excitante.
—Lo decía por si acaso —se disculpó, sentándose en una de las camas—. Son bastante cómodas. Más que nuestras camas plegables.
Sophie se encogió de hombros.
En la fantasía de Craig, aquel era el momento en que ella se sentaba en la cama junto a él. En una versión de esa misma fantasía, lo empujaba hacia atrás violentamente, fingiendo buscar pelea, y empezaban forcejeando pero acababan besándose. En otra versión, ella le cogía la mano y le decía lo mucho que su amistad significaba para ella, y luego lo besaba. Pero en la vida real Sophie no parecía estar para jueguecitos, ni mucho menos para avances románticos. Se dio la vuelta y contempló la estancia despojada con gesto de desagrado, y entonces Craig supo que no estaba pensando precisamente en darle un beso.
—Navidad, Navidad, puta Navidad… —canturreó Sophie.
—El baño está abajo, detrás del escenario. No hay bañera, pero la ducha funciona bien.
—Qué lujo. —Sophie se levantó de la cama y bajó la escalera, todavía cantando su versión obscena del tradicional villancico.
«Bueno —pensó Craig—, solo llevamos aquí un par de horas. Me quedan cinco días enteros para ganármela.»
La siguió hasta el piso de abajo. Había una última cosa que quizá pudiera gustarle.
—Quiero enseñarte algo —dijo, encaminándose a la puerta.
Salieron a un gran patio cuadrado en torno al cual se alzaban cuatro edificios: la casa principal, el chalet de invitados, el granero del que acababan de salir y el garaje de tres plazas. Craig guió a Sophie alrededor de la casa hasta la puerta principal, Citando la cocina, donde quizá les dieran cosas que hacer. Cuando entraron en la casa, Craig se percató de que había copos de nieve atrapados en el reluciente pelo negro de Sophie. Se la quedó mirando fijamente.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Tienes nieve en el pelo —contestó—. Se ve precioso.
Sophie sacudió la cabeza con brusquedad, y los copos desaparecieron.
—Eres más raro que un perro verde —le espetó.
«Vale —pensó él—. No te gustan los piropos.»
La condujo hasta el piso de arriba. En la parte más antigua de la casa había tres pequeños dormitorios y un cuarto de baño decorado a la antigua. La suite del abuelo estaba en la parte nueva. Craig llamó a la puerta, por si acaso había alguien dentro. No hubo respuesta, así que entró.
Cruzó la habitación rápidamente, dejando atrás la gran cama de matrimonio y el vestidor que había más allá de esta. Abrió una de las puertas del armario y corrió una hilera de trajes masculinos —a rayas, de tweed, a cuadros—, en su mayoría de color gris o azul. Se arrodilló, estiró el brazo en el interior del armario y presionó la pared del fondo. Una portezuela de unos sesenta centímetros cuadrados se abrió hacia dentro, basculando sobre una bisagra, y Craig se metió por la apertura.
Sophie lo siguió.
Craig alargó el brazo a través del agujero para cerrar la puerta del armario y la portezuela secreta. Tanteando en la oscuridad encontró un interruptor y encendió la luz, una única bombilla desnuda que colgaba de una viga del techo.
Estaban en un desván. Había un gran sofá destartalado cuyo relleno asomaba por los agujeros de la tapicería. Junto a este, una pila de álbumes fotográficos enmohecidos descansaban sobre los tablones del suelo, junto a varias cajas de cartón y arcenes que, según había descubierto Craig en visitas anteriores, contenían los boletines de notas de su madre, novelas de Enid Blyton con inscripciones del tipo «Este libro pertenece a Miranda Oxenford, de nueve años y medio» garabateadas en letra infantil y una colección de horribles ceniceros, cuencos y jarrones que solo podían ser regalos indeseados o compras impulsivas. Sophie pasó los dedos por las cuerdas de una guitarra polvorienta. Estaba desafinada.
—Aquí arriba puedes fumar todo lo que quieras —dijo Craig. Unos pocos paquetes vacíos de marcas de tabaco ya olvidadas, como Woodbines, Players o Senior Service, lo hacían suponer que entre aquellas paredes había empezado la adicción de su madre. También había envoltorios de tabletas de chocolate que había que achacar quizá a la rolliza tía Miranda, y sin duda había sido su tío Kit quien había reunido aquella nutrida colección de revistas pornográficas con títulos como Men Only, Panty Play o Barely Legal.
Craig esperaba que Sophie no se fijara en las revistas, pero fue lo primero que llamó su atención.
—¡Guau, mira esto! ¡Revistas porno! —exclamó, más animada de lo que había estado en toda la mañana. Se sentó en el sofá y empezó a hojear la revista.
Craig apartó la mirada. Había hojeado aquellas revistas una a una, aunque nunca lo reconocería. El porno era cosa de chicos, y algo muy íntimo. Pero Sophie estaba hojeando Hustler delante de sus narices, escrutando las páginas como si fueran a examinarla sobre el tema.
Para distraerla, Craig dijo:
—Antes, cuando esto era una granja, esta parte de la casa era una lechería. El abuelo la transformó en la cocina, pero el tejado era demasiado alto, así que mandó construir un altillo para usarlo como espacio de despensa.
Sophie ni siquiera levantó los ojos de la revista.
—¡Todas estas tías están afeitadas! —observó, para mayor bochorno de Craig—. Qué asco.
—Desde aquí se puede ver la cocina —insistió él—. Fíjate, donde la salida de humos sube hasta el tejado. —Se tumbó en el suelo y miró por el hueco que había entre los tablones y un grueso tubo metálico. Desde allí se veía toda la cocina: la puerta del fondo que daba al vestíbulo, la larga mesa de pino macizo, los aparadores a ambos lados de esta, las puertas laterales que daban al comedor y al cuartito de la lavadora. Junto a este, la placa de cocina flanqueada por dos puertas, una que daba a una gran despensa y la otra al recibidor de las botas y la entrada lateral. La mayor parte de la familia estaba reunida en torno a la mesa. La hermana de Craig, Caroline, estaba dando de comer a sus hámsters, Miranda se servía más vino, Ned leía el Guardian y Lori se disponía a asar un salmón entero en una larga besuguera.
—A este paso la tía Miranda va a coger una buena curda —observó Craig.
Este comentario captó el interés de Sophie. Soltó la revista y se tumbó junto a Craig.
—¿No nos pueden ver? —preguntó en voz baja.
Craig la contemplaba mientras ella miraba por el hueco. Se había recogido el pelo detrás de las orejas, y la piel de su mejilla parecía irresistiblemente suave.
—Prueba a echar un vistazo la próxima vez que bajes a la cocina —sugirió él—. Verás que hay una lámpara colgando del techo justo por debajo de este hueco que te impide verlo por más que sepas que existe.
—Entonces ¿nadie sabe que estamos aquí?
—Bueno, todo el mundo sabe que hay un desván. Y hay que tener cuidado con Nellie. En cuanto te muevas, mirará hacia arriba atenta a cualquier ruido. Ella sí sabe que estamos aquí, y cualquiera que se fije en sus reacciones puede deducirlo.
—Aun así, este sitio está genial. Mira a mi padre. Finge leer el diario, pero no para de lanzarle miraditas a Miranda. Qué asco. —Sophie rodó en el suelo hasta quedarse de costado, se incorporó a medias apoyándose en un codo y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de sus vaqueros—. ¿Quieres uno?
Craig negó con la cabeza.
—Si te tomas el fútbol en serio, el tabaco no puedes ni olerlo.
—¿Cómo puedes tomarte el fútbol en serio? ¡No es más que un juego!
—Los deportes son más divertidos cuando se te dan bien.
—En eso tienes razón. —Sophie soltó una bocanada de humo. Craig observaba sus labios—. Seguramente por eso no me gusta el deporte. Soy muy patosa.
Craig se dio cuenta de que había vencido algún tipo de barrera. Por fin Sophie hablaba con él, y lo que decía sonaba bastante cabal.
—¿Qué se te da bien? —preguntó.
—Poca cosa.
Craig vaciló un momento, y luego soltó:
—Una vez, en una fiesta una chica me dijo que besaba bien.
Contuvo la respiración. Tenía que romper el hielo con ella de alguna manera, pero ¿no se estaría precipitando?
—¿De verdad? —Sophie parecía interesada en el tema, pero desde un punto de vista puramente teórico—. ¿Cómo lo haces?
—Podría enseñártelo.
Una expresión de pánico cruzó su rostro.
—¡Ni hablar! —exclamó al tiempo que levantaba la mano en un gesto defensivo, aunque él no había movido un dedo.
Craig se dio cuenta de que había sido demasiado impetuoso. Le entraron ganas de abofetearse.
—No temas —dijo, sonriendo para disimular su decepción—. No haré nada que no quieras, te lo prometo.
—Es que, verás, estoy saliendo con alguien.
—Ah, entiendo.
—Sí, pero no se lo digas a nadie.
—¿Cómo es él?
—¿Mi novio? Va a la universidad. —Sophie apartó la mirada Y se frotó los ojos, irritados por el humo del cigarrillo.
—¿A la de Glasgow?
—Sí. Tiene diecinueve años. Yo le he dicho que tengo diecisiete.
Craig no sabía si creerle.
—¿Y qué estudia?
—¿Qué más da? Algo aburrido. Derecho, creo.
Craig volvió a mirar por el hueco del suelo. Lori estaba espolvoreando un cuenco de patatas humeantes con perejil picado. De pronto, sintió hambre.
—La comida está lista —anunció—. Te enseñaré la otra salida.
Se dirigió al fondo del desván y abrió una gran puerta. Una estrecha cornisa sobresalía de la fachada; cinco metros más abajo quedaba el patio. Por encima de la puerta, en la parte exterior del edificio, había una polea, la misma que se había utilizado para subir hasta allí el sofá y los arcones.
—No pienso saltar desde aquí arriba.
—No hace falta. —Craig barrió la nieve de la cornisa con las manos y avanzó por ella hasta el extremo. Desde allí al cobertizo adosado del recibidor de las botas había una distancia de medio metro—. ¿Ves qué fácil?
Sophie lo siguió a regañadientes. Cuando llegó al final de la cornisa, Craig le tendió la mano y ella la aceptó sin dudarlo, agarrándose con todas sus fuerzas.
La ayudó a bajar hasta el cobertizo y luego subió de nuevo por la cornisa para cerrar la gran puerta antes de volver con Sophie. Descendieron con cautela por el tejado resbaladizo. Craig se deslizó boca abajo, se colgó del borde del cobertizo y luego salvó de un salto la corta distancia que lo separaba del suelo.
Sophie siguió sus pasos. Cuando tenía las dos piernas colgando del tejado, Craig levantó los brazos, la cogió por la cintura y la bajó a pulso. Apenas pesaba.
—Gracias —dijo ella. Tenía una expresión triunfal, como si acabara de superar una dura prueba.
«Tampoco hay para tanto —pensó Craig mientras entraban en la casa—.A lo mejor no es tan segura como aparenta.»