13.00

Toni se sentía abrumada por la escena que acababa de presenciar en la cocina: adultos y niños, sirvientes y mascotas, bebiendo vino y preparando la comida, discutiendo y haciendo bromas. Había sido como llegar a una fiesta estupenda en la que no conocía a nadie. Quería unirse a ellos, pero se sentía excluida. Aquella era la vida de Stanley, pensó. Él y su mujer habían construido aquella familia, aquel hogar, aquella calidez. Toni lo admiraba por eso, y envidiaba a sus hijos. Seguramente no tenían ni idea de lo privilegiados que eran. Toni los había observado durante varios minutos, desconcertada y fascinada a la vez. Con razón estaba tan unido a su familia.

Constatarlo la entusiasmaba y la deprimía a un tiempo. Si se lo permitía, podía alimentar la fantasía de llegar a formar parte de aquella familia, de verse convertida en la mujer de Stanley, de quererlo a él y a sus hijos, de compartir el calor de aquella unión. Pero alejó ese sueño de su mente. Era imposible, y no debía torturarse. La misma fuerza de aquellos lazos familiares la mantenía excluida.

Cuando por fin se percataron de su presencia, las dos hijas, Olga y Miranda, la habían observado sin disimulo y la habían sometido a un cuidadoso examen: minucioso, descarado, hostil. Lori, la cocinera, la había mirado de un modo similar, aunque más discretamente.

Toni no podía sino comprender su reacción. Durante treinta años Marta había reinado en aquella cocina. Se habrían sentido desleales hacia ella si no se hubieran mostrado hostiles. Cualquier mujer por la que Stanley se sintiera atraído era una amenaza en potencia. Podía dividir a la familia; podía cambiar la actitud de su padre, desplazar sus afectos; podía darle hijos, hermanastros y hermanastras a los que la historia de la familia original apenas importaría, que no estarían unidos a ellos por los inquebrantables lazos de una infancia compartida. También podía quitarles parte de la herencia, y eso en el mejor de los casos. ¿Se habría percatado Stanley de aquella tensión latente? Mientras lo seguía hacia el estudio, sintió de nuevo la exasperante frustración de no saber qué estaría pensando.

El estudio era una habitación de aire masculino en la que había un escritorio de estilo Victoriano con cajoneras a ambos lados, una librería repleta de voluminosos tratados de microbiología y un sofá de cuero desgastado frente a la chimenea encendida. El perro los siguió y se estiró delante del fuego. Parecía una alfombra negra y rizada. Sobre la repisa de la chimenea descansaba la fotografía enmarcada de una adolescente de pelo oscuro con zapatillas de tenis, la misma chica que aparecía vestida de novia en la foto del despacho de Stanley. Sus breves pantalones cortos descubrían unas piernas largas y atléticas. El recargado maquillaje de los ojos y la diadema permitían deducir que la foto se había hecho en los años sesenta.

—¿Marta también era de ciencias? —preguntó Toni.

—No. Se licenció en filología inglesa. Cuando yo la conocí, daba clases de italiano en un instituto de Cambridge.

La respuesta sorprendió a Toni. Había dado por sentado que Marta compartía la pasión de Stanley por su trabajo. «Así que no hace falta tener un doctorado en biología para casarse con él», pensó.

—Qué guapa era.

—Deslumbrante —precisó Stanley—. Preciosa, alta, sexy, extranjera, un demonio con faldas, una rompecorazones en toda regla—. Yo caí fulminado nada más verla. Cinco minutos después de conocerla, ya estaba enamorado.

—¿Y ella de ti?

—Eso tardó un poco más. Vivía rodeada de admiradores. Los hombres hacían cola ante su puerta. Nunca llegué a entender por qué acabó eligiéndome a mí. Ella solía decir que no había nada más sexy que un buen ratón de biblioteca.

«Yo sí lo entiendo», pensó Toni. A Marta le había seducido lo mismo que a ella: la fortaleza de Stanley. Uno sabía enseguida que era la clase de hombre que hacía lo que decía y que era lo que aparentaba ser, un hombre en el que se podía confiar. Y eso por no hablar de sus otros encantos: era cercano, inteligente y hasta tenía buen gusto en el vestir.

Toni quería preguntarle «Pero ¿cómo te sientes ahora? ¿Sigues casado con su recuerdo?», pero Stanley era su jefe. No tenía derecho a preguntarle por sus sentimientos más íntimos. Y allí estaba Marta, sobre la repisa de la chimenea, blandiendo la raqueta de tenis como si fuera un garrote.

Mientras se sentaba en el sofá junto a Stanley, Toni trató de dejar las emociones a un lado y concentrarse en la crisis que tenían entre manos.

¿Has llamado a la embajada estadounidense? —le preguntó.

Sí. De momento he logrado tranquilizar a Mahoney, pero estará viendo las noticias como nosotros.

Muchas cosas dependían de lo que iba a suceder en los próximos minutos, pensó Toni. La empresa se salvaría o se iría al garete, y en función de lo que pasara Stanley podía acabar en bancarrota, ella podía quedarse sin trabajo y el mundo podía perder las aportaciones de un gran científico. «Que no cunda el pánico —se dijo a sí misma—. Sé práctica.» Sacó un bloc de notas de su cartera. Cynthia Creighton estaría grabando el telediario desde la oficina, así que podría volver a verlo más tarde, pero no quería perder la oportunidad de apuntar cualquier reflexión que se le ocurriera en aquel momento.

Las noticias locales se transmitían justo antes del telediario nacional.

La muerte de Michael Ross seguía acaparando los titulares, pero el seguimiento de la noticia no corría a cargo de Carl Osborne, sino de un locutor de la casa. Era una buena señal, pensó Toni esperanzada. Se habían acabado las risibles imprecisiones científicas de Carl. El presentador llamó al virus por su nombre, Madoba-2, y tuvo el detalle de señalar que el juez principal del distrito abriría una investigación para estudiar las circunstancias que habían rodeado la muerte de Michael.

—De momento, la cosa pinta bien —murmuró Stanley.

—Me da la impresión de que algún jefe de informativos vio el lamentable reportaje de Carl Osborne esta mañana mientras desayunaba y decidió asegurarse de que a partir de ahora se hacía una cobertura más seria de la noticia —observó Toni.

En la pantalla aparecieron las puertas del Kremlin.

—Los defensores de los derechos de los animales han aprovechado esta tragedia para organizar una manifestación delante de Oxenford Medical —dijo el locutor.

Toni se sintió gratamente sorprendida. Aquella afirmación era más favorable a sus intereses de lo que habría esperado, pues daba a entender que los manifestantes eran unos cínicos que manipulaban a los medios de comunicación.

Tras una breve toma de la manifestación, el reportaje ofrecía un plano del vestíbulo principal. Toni se oyó a sí misma, con un acento escocés más fuerte de lo que habría esperado, describiendo el sistema de seguridad del laboratorio. Aquello no era demasiado eficaz, pensó. No era más que una cabeza parlante disertando sobre alarmas y guardias de seguridad. Habría sido mejor dejar que filmaran la cámara de acceso al NBS4, con su sistema de reconocimiento de huellas digitales y aquellas pesadas puertas de cierre hermético que recordaban las escotillas de un submarino. Las imágenes siempre resultaban más elocuentes que las palabras.

Entonces se vio a Carl Osborne preguntando: —¿Exactamente qué clase de peligro suponía ese animal para los ciudadanos escoceses?

Toni se inclinó hacia delante. Había llegado la hora de la verdad.

A continuación se vio el diálogo entre Carl y Stanley, en el que el primero se dedicaba a plantear desenlaces catastróficos y Stanley a asegurar su escasísima probabilidad. Aquello les perjudicaba, pensó Toni. Los espectadores retendrían la idea de que la fauna local podía haberse infectado, por más que Stanley negara rotundamente esa posibilidad.

—Pero Michael podía haber contagiado a otras personas —sugirió Osborne.

A lo que Stanley repuso en tono grave: —Así es, a través de los estornudos.

Por desgracia, cortaron el diálogo justo en ese punto.

—Maldita sea —masculló Stanley.

—Todavía no se ha acabado —observó Toni. La cosa podía ir a mejor… o a peor.

Toni deseó que mostraran la apresurada intervención con la que había intentado contrarrestar la imagen de autocomplacencia de la empresa asegurando que Oxenford Medical no estaba intentando minimizar los riesgos. Pero en lugar de eso pusieron una toma de Susan Mackintosh hablando por teléfono, con una voz en off que explicaba que la empresa estaba llamando a todos sus empleados para averiguar si habían estado en contacto con Michael Ross. Aquello estaba mejor, pensó Toni con alivio. El peligro se había planteado sin rodeos, pero al menos se veía que la empresa se esforzaba por hacer cuanto estaba a su alcance para remediar la situación. La última toma de la rueda de prensa era un primer plano de Stanley en el que afirmaba en tono grave y rotundo:

—Algún día derrotaremos a la gripe, el sida e incluso el cáncer y lo harán científicos como nosotros, que trabajarán en laboratorios como este.

—Eso ha estado bien —dijo Toni.

—¿Crees que bastará para contrarrestar el diálogo con Osborne sobre la posibilidad de que la fauna local se viera infectada?

—Creo que sí. Suenas muy tranquilizador.

Entonces se vio a los empleados del comedor repartiendo bebidas humeantes entre los manifestantes congregados en la nieve.

—¡Genial, lo han sacado! —exclamó Toni.

—Yo no había visto esto —dijo Stanley—. ¿De quién ha sido la idea?

—Mía.

Carl Osborne plantó su micrófono ante las narices de una empleada del comedor y dijo:

—Estas personas se están manifestando contra su empresa. ¿Por qué les ofrecen café?

—Porque aquí hace un frío que pela —le espetó la mujer.

Toni y Stanley soltaron una carcajada, encantados con el desparpajo de la empleada y el espaldarazo que suponía para la empresa.

Entonces volvió a aparecer el locutor en pantalla y dijo:

—Esta mañana el primer ministro escocés ha hecho pública una declaración oficial. Leemos sus palabras: «Hoy he hablado con representantes de Oxenford Medical, la policía de Inverburn y las autoridades sanitarias locales, y me complace comunicar que se está haciendo todo lo posible para garantizar que la población no se vea expuesta a nuevos peligros de este tipo». Y ahora, otros titulares.

—Dios mío, creo que nos hemos salvado —suspiró Toni.

—Eso de repartir bebidas calientes ha sido una idea genial. ¿Cuándo se te ha ocurrido?

—En el último momento. Veamos qué dice el telediario nacional.

En el boletín informativo del Reino Unido, un terremoto que había tenido lugar en Rusia relegó a un segundo plano la noticia de la muerte de Michael Ross. Se emitieron algunas de las imágenes que ya se habían visto en las noticias locales, pero sin la intervención de Carl Osborne, que solo era conocido en Escocia. En un momento dado, apareció Stanley diciendo: «El virus no es muy contagioso entre especies. Creemos que, para que Michael se infectara, el conejo tuvo que haberle mordido». Luego le llegó el turno al ministro británico de Medio Ambiente, que en sus declaraciones empleó un tono comedido. El seguimiento de la noticia en los informativos nacionales estaba siendo tan mesurado y poco alarmista como en la televisión escocesa. Toni experimentó una enorme sensación de alivio.

—Bueno es saber que no todos los periodistas son como Carl Osborne —dijo Stanley.

—Me ha pedido que salga a cenar con él. —No bien lo dijo, Toni se preguntó por qué lo había hecho.

Stanley parecía sorprendido.

—¡Ha la faceta peggio del culo! —masculló—. Pero qué morro tiene.

Toni soltó una carcajada. En realidad, lo que Stanley había dicho era que Carl tenía la cara más fea que el culo. Seguramente era una de las expresiones que Marta empleaba con frecuencia.

—Es un hombre atractivo —apuntó ella.

—No lo dirás en serio, ¿verdad?

—Es guapo, eso es innegable. —Toni se dio cuenta de que estaba intentando darle celos. «No juegues con fuego», se dijo.

—¿Y qué le has dicho? —preguntó él.

—Que no, por supuesto.

—Es lo mejor que podías hacer. —Stanley parecía algo azorado, y añadió—: No es que sea asunto mío, pero ese tipo no es digno de ti.

Dicho esto, volvió a centrar su atención en el televisor y cambió a una cadena de las que emitían noticias las veinticuatro horas.

Durante un par de minutos estuvieron viendo imágenes de las víctimas del terremoto en Rusia y de los equipos de rescate. Toni se sentía un poco tonta por haber contado a Stanley lo de Osborne, pero le había gustado su reacción.

A continuación vino la noticia de la muerte de Michael Ross, y una vez más el reportaje se atenía estrictamente a los hechos. Stanley apagó el televisor.

—Bueno, en la tele no nos han crucificado.

—Y mañana es día de Navidad, así que no habrá diarios —observó Toni—. El jueves la noticia ya será vieja. Creo que podemos dormir tranquilos, a menos que surja algún imprevisto.

—Desde luego. Si perdiéramos otro conejo, volveríamos a estar en el ojo del huracán en menos que canta un gallo.

—No habrá más problemas de seguridad en el laboratorio —afirmó Toni con rotundidad—. Me aseguraré de que así sea.

Stanley asintió.

—Debo decir que has llevado todo esto de un modo extraordinario. Te estoy muy agradecido.

Toni no cabía en sí de felicidad.

—Hemos dicho la verdad y nos han creído —repuso.

Se sonrieron el uno al otro. Era un momento íntimo y feliz. Entonces sonó el teléfono. Stanley alargó el brazo por encima del escritorio para cogerlo.

—Oxenford al habla —dijo—. Sí, pásamelo aquí, por favor. Estoy deseando hablar con él. —Buscó la mirada de Toni y articuló el nombre de su interlocutor sin pronunciarlo—: Mahoney.

Toni se levantó, nerviosa. Stanley y ella estaban convencidos de que habían controlado bien la situación, pero ¿opinaría lo mismo el gobierno estadounidense? Escrutó el rostro de Stanley, que en ese momento rompió a hablar:

—Hola de nuevo, Laurence. ¿Has visto las noticias? Me alegro de que lo veas así… Hemos evitado el tipo de reacción histérica que temías… Ya conoces a la subdirectora de Oxenford Medical, Antonia Gallo. Ella se ha encargado de la prensa… un gran trabajo, yo también lo creo… Totalmente de acuerdo, a partir de ahora tendremos que extremar las medidas de precaución. Sí, sí. Gracias por llamar. Adiós.

Stanley colgó y se volvió hacia Toni con una sonrisa de oreja a oreja.

—Nos hemos salvado.

Eufórico, rodeó a Toni con los brazos y la estrechó con fuerza.

Toni hundió la cara en su hombro. El tweed de su chaleco era sorprendentemente suave al tacto. Inspiró su tibio y discreto olor corporal, y se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no estaba tan cerca de un hombre. Le devolvió el abrazo, notando la presión que sus senos ejercían sobre el pecho de Stanley.

Se hubiera quedado así para siempre, pero al cabo de unos segundos él se apartó suavemente. Parecía avergonzado, y le estrechó la mano como si así pretendiera recuperar la formalidad perdida.

—El mérito es todo tuyo —afirmó.

El breve momento de contacto físico la había excitado. «Por Dios —pensó—, estoy toda mojada.» ¿Cómo podía pasar tan deprisa?

—¿Te gustaría ver la casa? —preguntó Stanley.

—Me encantaría.

Toni se sentía halagada. Los hombres no solían ofrecerse para enseñar su casa a los invitados. Era otra muestra de intimidad.

Las dos habitaciones que ya había visto, la cocina y el estudio, se encontraban en la parte trasera de la casa y daban a un patio en torno al cual se alzaban varias construcciones anexas. Stanley guió a Toni hasta la parte delantera de la vivienda y le enseñó el comedor con vistas al mar. Aquella zona parecía una ampliación reciente de la antigua casona. En un rincón había una vitrina con grandes copas plateadas.

—Los trofeos de tenis de Marta —informó Stanley con orgullo—. Tenía un revés que era pura dinamita.

—¿Se dedicaba profesionalmente al tenis?

—Llegó a clasificarse para Wimbledon, pero nunca compitió a nivel profesional porque se quedó embarazada de Olga.

Al otro lado del vestíbulo, también con vistas al mar, quedaba el salón. Allí, debajo del árbol de Navidad, los regalos apilados se desparramaban por el suelo. En aquella habitación había otra imagen de Marta, un retrato de cuerpo entero en el que rondaba los cuarenta, con una silueta algo más rechoncha y el contorno del rostro ligeramente desdibujado. Era una estancia acogedora y agradable, pero no había nadie en ella, y Toni supuso que el verdadero corazón de la casa era la cocina.

La distribución era sencilla: el comedor y la sala de estar en la parte delantera, la cocina y el estudio en la parte de atrás.

—Arriba no hay mucho que ver —le advirtió Stanley, pero subió de todos modos, y Toni lo siguió.

¿Le estaban enseñando su futura casa?, se preguntó a sí misma. Era una fantasía absurda, y la alejó de su mente con brusquedad. Stanley solo intentaba ser amable.

Pero la había abrazado.

En la parte más antigua de la casa, por encima del estudio y el salón, había tres pequeños dormitorios y un cuarto de baño. Las habitaciones seguían conservando el recuerdo de los niños que habían crecido en ellas. En una pared colgaba un póster de los Clash, más allá descansaba un viejo bate de criquet con la empuñadura desgastada, y alineados sobre un anaquel languidecían los volúmenes completos de Las crónicas de Narnia.

En la parte nueva de la casa quedaba el dormitorio principal, una suite con vestidor y cuarto de baño propios. La gran cama de matrimonio estaba hecha y las habitaciones en general eran un primor de orden y limpieza. Toni se sintió emocionada y a la vez incómoda por entrar en la habitación de Stanley. Sobre la mesilla de noche había otra foto de la omnipresente Marta, esta vez en color, en la que tendría cincuenta y pocos años, el pelo de un gris mortecino y el rostro descarnado, sin duda a causa del cáncer que había acabado con su vida. No era una foto favorecedora, ni mucho menos. Toni pensó lo mucho que Stanley debía quererla aún para seguir atesorando incluso los recuerdos más amargos.

No sabía qué esperar a continuación. ¿Intentaría él algún tipo de acercamiento, con su mujer observándolos desde la mesilla de noche y sus hijos en el piso de abajo? Algo le decía que ese no era su estilo. Quizá se le hubiera pasado por la cabeza, pero nunca abordaría a una mujer de un modo tan brusco. Seguramente creía que primero estaba obligado a cortejarla a la antigua usanza. «A la porra la cena y el cine —pensó Toni—. Tú solo cógeme, por lo que más quieras.» Pero él seguía en silencio, y después de enseñarle el baño de mármol la llevó de vuelta al piso inferior.

Aquella visita guiada era un privilegio, sin duda alguna, y debería haberla acercado a Stanley, pero en realidad la hacía sentirse excluida, como si espiara desde la calle a una familia sentada alrededor de la mesa, absorta en sus cosas y ajena a todo lo demás. De pronto, se sintió abatida.

Ya en el vestíbulo, el gran caniche se acercó a Stanley y restregó el hocico contra su mano.

—Nellie quiere ir a dar una vuelta —dijo él, y miró hacia fuera por la pequeña ventana que había junto a la puerta—. Ha dejado de nevar. ¿Te apetece salir a tomar un poco el aire?

—Claro.

Toni se puso su chaqueta y Stanley cogió un viejo anorak azul. En cuanto cruzaron el umbral se encontraron en un mundo pintado de blanco. El Porsche Boxster de Toni estaba aparcado junto al Ferrari F50 de Stanley y a otros dos coches, todos ellos cubiertos por una blanca capa de nieve, como pasteles glaseados. La perra se dirigió al acantilado en la que a todas luces era su ruta habitual. Stanley y su invitada la siguieron. Toni se dio cuenta de que el animal, con su pelaje negro rizado, guardaba un innegable parecido con la malograda Marta.

Sus pies levantaban la nieve polvorienta, descubriendo la resistente maleza, que crecía debajo. Cruzaron una larga extensión de césped. Unos pocos árboles raquíticos se alzaban a los lados, doblegados por el infatigable azote del viento. Se cruzaron con dos jóvenes que volvían del acantilado, el chico de la sonrisa pícara y la chica enfurruñada con un piercing en el ombligo. Toni recordó sus nombres: Craig y Sophie. Cuando Stanley los había presentado a todos, en la cocina, había memorizado cada detalle con avidez. Era evidente que Craig se empleaba a fondo para seducir a Sophie, pero la chica caminaba junto a él con los brazos cruzados, la mirada fija en el suelo. Toni envidió la sencillez de las elecciones a las que se enfrentaban. Eran jóvenes y sin compromiso, estaban en el umbral de la edad adulta, sin nada que hacer aparte de lanzarse a la aventura de vivir. Sintió ganas de decirle a Sophie que no se hiciera de rogar. «Aprovecha el amor mientras puedes —pensó—. No siempre vendrá a ti sin que lo busques.»

—¿Qué planes tienes para la Navidad? —preguntó Stanley.

—Pues… no podrían ser más distintos de los tuyos. Me voy a un balneario con unos cuantos amigos, solo parejas solteras y sin hijos, a pasar la Navidad como personas adultas. Nada de pavo, ni crackers, ni calcetines colgados, ni Santa Claus. Buena vida y charlas entre amigos, eso es todo.

—Suena fantástico. Creía que normalmente venía tu madre a pasar la Navidad contigo.

—Así ha sido estos últimos años, pero esta vez mi hermana Bella ha dicho que se la quedaba, lo que me sorprende.

—¿Y eso?

Toni torció el gesto.

—Bella tiene tres hijos, y cree que eso la exime de cualquier otra responsabilidad familiar. No creo que sea justo, pero quiero a mi hermana y lo acepto.

—¿Y tú, has pensado en tener hijos algún día?

Toni contuvo la respiración. Era una pregunta muy íntima. Se preguntó qué respuesta preferiría oír él. No podía saberlo, así que se limitó a decir la verdad.

—Puede. Es algo con lo que mi hermana siempre soñó. El deseo de tener hijos ha regido su vida. Yo no soy como ella. Envidio tu familia, es evidente que te quieren y respetan, y que les gusta estar contigo, pero no estoy segura de querer sacrificar todo lo demás para ser madre.

—No creo que haya que sacrificarlo todo —observó Stanley.

«Tú no lo hiciste —pensó Toni—, pero ¿qué me dices de Marta y su carrera de tenista?» Esto fue lo que pensó, pero de sus labios salió algo muy distinto:

—¿Y tú? Podrías empezar una nueva familia.

—No —repuso él—. Mis hijos nunca me lo perdonarían.

Toni se sintió un poco decepcionada. No esperaba que lo tuviera tan claro.

Llegaron al acantilado. Hacia la izquierda, el promontorio se deslizaba en pendiente hasta una playa, ahora alfombrada de nieve. Hacia la derecha, la costa describía un corte vertical hasta el mar. Allí, una sólida valla de madera de poco más de un metro de altura bordeaba el acantilado. Era lo bastante alta para impedir el paso de los niños sin estropear el paisaje. Se asomaron a la valla y contemplaron las olas que rompían treinta metros más abajo. El fuerte oleaje subía y bajaba como el pecho de un gigante dormido.

—Qué rincón tan maravilloso —dijo Toni.

—Hace cuatro horas pensé que iba a perderlo.

—¿Te refieres a tu casa?

Stanley asintió.

—He tenido que usarla como aval para el crédito bancario. Si la cosa se viene abajo, el banco se queda con la casa.

—Pero tus hijos…

—Les daría el disgusto de su vida. Y ahora, desde que Marta ya no está, son lo único que realmente me importa.

—¿Lo único? —preguntó Toni.

Stanley se encogió de hombros.

—En el fondo, sí.

Toni escrutó su rostro. Había en él una expresión seria, pero nada sentimental. ¿Por qué le contaba aquello? Dio por sentado que se trataba de una indirecta. No era verdad que sus hijos fueran lo único que le importaba; el trabajo ocupaba un lugar destacado en su vida. Pero quería que ella comprendiera lo fundamental que era para él preservar la unidad familiar. Tras haberlos visto juntos en la cocina, Toni no podía sino comprenderlo. Pero ¿por qué había elegido aquel momento para decírselo? Quizá temía haberle transmitido una impresión equivocada.

Toni necesitaba salir de dudas. En las últimas horas habían pasado muchas cosas, pero todo resultaba ambiguo. Stanley la había tocado, abrazado, le había enseñado su casa y le había preguntado si quería tener hijos. ¿Todo aquello significaba algo o no? Tenía que saberlo.

—Te refieres a que nunca harías nada que pusiera en peligro eso que he visto en la cocina, la unidad de tu familia.

—Exacto. Mis hijos sacan toda su fuerza de ahí, aunque no se den cuenta.

Toni se volvió hacia él y lo miró a los ojos.

—Y eso es tan importante para ti que nunca empezarías otra familia.

—Sí.

«Más claro, agua», pensó Toni. Stanley se sentía atraído por ella, pero no pensaba ir más allá. El abrazo en el estudio había sido una espontánea expresión de regocijo; la visita guiada a la casa, un momento de intimidad en que lo había pillado con la guardia bajada. Pero ahora se estaba echando atrás. La razón había prevalecido. Toni notó que las lágrimas humedecían sus ojos. Horrorizada ante la idea de revelar sus emociones, se dio la vuelta diciendo:

—Este viento…

La salvó el joven Tom, que venía corriendo por la nieve y anunciando a voz en grito:

—¡Abuelo, abuelo! ¡Ha llegado el tío Kit!

Volvieron a la casa con el niño en medio de un embarazoso silencio.

La huella fresca de unos neumáticos sobre la nieve conducía hasta un Peugeot negro de dos puertas. No era ninguna maravilla de coche, pero tenía un diseño muy atractivo. «Perfecto para Kit», pensó Toni con amargura. No quería encontrarse con él. No le habría hecho ninguna ilusión en la mejor de las circunstancias, pero en aquel momento se sentía demasiado vulnerable para hacer frente a un encuentro desagradable. Sin embargo, su cartera estaba en la casa, así que se vio obligada a seguir a Stanley hasta el interior de la vivienda.

Kit estaba en la cocina, donde el resto de la familia le daba la bienvenida. «El regreso del hijo pródigo», pensó Toni. Miranda lo abrazaba, Olga lo besaba, Luke y Lori sonreían de oreja a oreja y Nellie ladraba para llamar su atención. Toni se detuvo junto a la puerta de la cocina y vio cómo Stanley saludaba a su hijo. Kit parecía receloso, mientras que su padre parecía contento y apenado a la vez, como cuando hablaba de Marta. Kit alargó la mano hacia él, pero Stanley lo abrazó.

—Me alegro mucho de que hayas venido, hijo —dijo Stanley—. Pero que mucho.

—Voy a sacar la maleta del coche. Me quedo en el chalet, ¿verdad?

—No, te quedas arriba —contestó Miranda, visiblemente nerviosa.

—Pero…

Olga lo interrumpió.

—No montes una escena. Papá lo ha decidido, y es su casa.

Toni advirtió en los ojos de Kit un destello de ira que este se apresuró a reprimir.

—Como queráis —cedió.

Kit intentaba aparentar que no pasaba nada, pero aquella primera reacción instintiva decía todo lo contrario; Toni se preguntó qué secreto anhelo lo obligaba a querer dormir lejos de la casa principal aquella noche.

Subió discretamente al estudio de Stanley. El recuerdo del abrazo acudió con fuerza a su memoria. Aquello era lo más cerca que estaría nunca de hacer el amor con él, pensó. Se secó los ojos con la manga.

Su bloc de notas y la cartera descansaban sobre el escritorio Victoriano, donde los había dejado. Metió el bloc en la cartera, se lo colgó al hombro y volvió al vestíbulo.

Al pasar por delante de la cocina, vio que Stanley le decía algo a la cocinera. Se despidió con un ademán. Stanley interrumpió la conversación y se acercó a ella.

—Gracias por todo, Toni.

—Feliz Navidad.

—Lo mismo digo.

Toni salió de la casa.

Kit estaba fuera, abriendo el maletero del coche. Toni echó un vistazo a su interior y vio un par de cajas grises, sin duda material informático de algún tipo. Sabía que Kit era analista de sistemas, pero ¿por qué necesitaba todos aquellos cacharros para pasar la Navidad en casa de su padre?

Toni deseó poder pasar por delante de él sin saludarlo, pero mientras abría la puerta del coche Kit levantó los ojos y sus miradas se cruzaron.

—Feliz Navidad, Kit —dijo educadamente.

Él sacó una pequeña maleta del maletero y lo cerró de golpe.

—Anda y que te den, zorra —replicó, y se encaminó a la casa.