09.00

Kit salió de la casa a toda prisa. Había dejado el motor del Mercedes en marcha, y la nieve que cubría el capó empezaba a derretirse por efecto del calor. El parabrisas y las ventanillas laterales estaban más o menos despejados en los sitios donde él los había barrido apresuradamente con las manos. Se sentó al volante y se metió el frasco de perfume en el bolsillo de la chaqueta. Nigel se subió precipitadamente al asiento del acompañante, gimiendo de dolor a causa de la herida en el hombro.

Kit metió la primera y pisó el acelerador, pero nada ocurrió. La máquina quitanieves se había detenido un metro más allá, y delante del parachoques se amontonaba una pila de nieve de más de medio metro de altura. Kit pisó el acelerador más a fondo y el motor rugió, acusando el esfuerzo.

—¡Vamos, vamos! —exclamó Kit—. ¡Esto es un puto Mercedes, debería poder apartar un poco de nieve, que para eso tiene un motor de no sé cuántos caballos!

Aceleró un poco más, pero no quería que las ruedas perdieran tracción y empezaran a resbalar. El coche avanzó unos cuantos centímetros, y la nieve apilada pareció resquebrajarse y ceder. Kit miró hacia atrás. Su padre y Toni estaban de pie frente a la casa, observándolo. No se acercarían, supuso Kit, porque sabían que Nigel llevaba las pistolas encima.

De pronto, la nieve se desmoronó y el coche avanzó bruscamente.

Kit sintió una euforia sin límites mientras avanzaba cada vez más deprisa por la carretera despejada. Steepfall le había parecido una cárcel de la que nunca lograría escapar, pero al fin lo había conseguido. Pasó por delante del garaje… y vio a Daisy.

Frenó instintivamente.

—¿Qué coño ha pasado? —se preguntó Nigel.

Daisy caminaba hacia ellos, apoyándose en Craig por un lado y en Sophie, la malhumorada hija de Ned, por el otro. Arrastraba las piernas como si fueran muñones inertes y su cabeza parecía un despojo sanguinolento. Un poco más allá estaba el Ferrari de Stanley, con sus sensuales curvas abolladas y deformadas, su reluciente pintura azul rayada. ¿Qué demonios habría pasado?

—¡Para y recógela! —ordenó Nigel.

Kit recordó cómo Daisy lo había humillado y casi lo había ahogado en la piscina de su padre el día anterior.

—Que le den —replicó. Él iba al volante, y no pensaba retrasar su fuga por ella. Pisó el acelerador.

El largo capó verde del Mercedes se levantó como un caballo encabritado y arrancó de sopetón. Craig solo tuvo un segundo para reaccionar. Cogió la capucha del anorak de Sophie con la mano derecha y tiró de ella hacia el borde de la carretera, retrocediendo al mismo tiempo que ella. Como iba entre ambos, Daisy también se vio arrastrada hacia atrás. Cayeron los tres en la mullida nieve que se apilaba al borde de la carretera. Daisy gritó de rabia y dolor.

El coche pasó de largo a toda velocidad, esquivándolos por poco. Craig reconoció a su tío Kit al volante y se quedó de una pieza. Casi lo había matado. ¿Lo había hecho queriendo, o confiaba en que Craig tendría tiempo para apartarse?

—¡Hijo de puta! —gritó Daisy, y apuntó con la pistola al coche.

Kit aceleró, dejando atrás el Ferrari, y enfiló la sinuosa carretera que bordeaba el acantilado. Craig comprobó con terror que Daisy se disponía a dispararle. Tenía el pulso firme, pese al dolor atroz que debía de sentir. Apretó el gatillo, y Craig vio cómo una de las ventanillas traseras saltaba hecha añicos.

Daisy siguió la trayectoria del coche con el brazo y disparó repetidamente, mientras el eyector del arma escupía los cartuchos vacíos. Una hilera de balas se clavó en un costado del coche, y luego se oyó un estruendo distinto. Uno de los neumáticos de delante se había reventado, y una tira de caucho salió volando por los aires.

El coche siguió avanzando en línea recta por unos instantes. Luego volcó bruscamente y el capó se empotró contra la nieve apilada al borde de la carretera, levantando una fina lluvia blanca. La cola del vehículo derrapó y fue a estrellarse contra el muro bajo que bordeaba el acantilado. Craig reconoció el chirrido metálico del acero abollado.

El coche patinó de lado. Daisy seguía disparando, y el parabrisas estalló en mil pedazos. El coche empezó a volcar lentamente, primero inclinándose hacia un costado, como si le faltara impulso, y desplomándose luego sobre el techo. Resbaló unos cuantos metros panza arriba y luego se detuvo.

Daisy bajó la mano que empuñaba el arma y cayó hacia atrás con los ojos cerrados.

Craig la siguió con la mirada. La pistola cayó de su mano. Sophie rompió a llorar.

Craig alargó el brazo por encima del cuerpo de Daisy, sin apartar los ojos de los suyos, aterrado ante la posibilidad de que los abriera en cualquiera momento. Sus dedos se cerraron en torno a la cálida empuñadura del arma y la recogió.

La sostuvo con la mano derecha e introdujo el dedo en el guardamonte. Apuntó directamente al entrecejo de Daisy. Lo único que le importaba en aquel momento era que aquel ser monstruoso nunca más volviera a amenazarlo, ni a Sophie, ni a nadie de su familia. Lentamente, apretó el gatillo. Se oyó un clic. El cargador estaba vacío.

Kit estaba tendido sobre el techo del coche. Le dolía todo el cuerpo y en especial el cuello, como si se lo hubiera torcido, pero podía mover todas las extremidades. Se las arregló para incorporarse, Nigel yacía a su lado, inconsciente, acaso muerto.

Intentó salir del coche. Asió el tirador y empujó la puerta hacia fuera, pero no se abría. Se había quedado atascada. La emprendió a puñetazos con la puerta, pero fue en vano. Pulsó el botón elevalunas, pero eso tampoco dio resultado. Se le pasó por la cabeza que podía quedarse allí atrapado hasta que fueran los bomberos a rescatarlo, y por un momento sucumbió al pánico. Luego vio que el parabrisas estaba agrietado. Lo golpeó con la mano y sacó sin dificultad un gran trozo de cristal roto. Salió gateando por el hueco del parabrisas, sin fijarse en los cristales rotos, y una esquirla se le clavó en la palma de la mano. Gritó de dolor y se llevó la mano a la boca para succionar la herida, pero no podía detenerse. Se deslizó por debajo del capó y se incorporó con dificultad. El viento marino que soplaba tierra adentro azotaba su rostro sin piedad. Miró a su alrededor.

Stanley y Toni Gallo corrían en su dirección.

Toni se detuvo junto a Daisy, que estaba inconsciente. Craig y Sophie parecían asustados pero ilesos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Toni.

—No paraba de dispararnos —explicó Craig—. La he atropellado.

Toni siguió la mirada de Craig y vio el Ferrari de Stanley, abollado por ambos extremos y con todas las ventanillas hechas trizas.

—¡Cielo santo! —exclamó Stanley.

Toni le tomó el pulso a Daisy. Su corazón seguía latiendo, aunque débilmente.

—Sigue viva… pero apenas.

—Tengo su pistola. Está descargada.

Toni decidió que los chicos estaban bien. Volvió los ojos hacia el Mercedes que se acababa de estrellar. Kit salió de su interior y Toni echó a correr hacia él. Stanley la seguía de cerca.

Kit huía por la carretera en dirección al bosque, pero estaba maltrecho y aturdido a causa del accidente y caminaba de forma errática. «Nunca lo conseguirá», pensó Toni. A los pocos pasos, Kit se tambaleó y cayó al suelo.

Al parecer, también él se había percatado de que por allí no podría escapar. Se levantó con dificultad, cambió el rumbo de sus pasos y se dirigió al acantilado.

Al pasar por delante del Mercedes, Toni echó un vistazo a su interior y reconoció a Nigel, convertido en un amasijo de carne torturada, con los ojos abiertos y la mirada inexpresiva de la muerte. «Y van tres», pensó Toni. Uno de los ladrones estaba atado, la otra inconsciente y el tercero muerto. Solo quedaba Kit.

Kit resbaló en la calzada helada, se tambaleó, recuperó el equilibrio y se dio la vuelta. Sacó el frasco de perfume del bolsillo y lo empuñó como si fuera un arma.

—Quietos, u os mato a todos —amenazó.

Toni y Stanley frenaron en seco.

El rostro de Kit era la viva imagen del dolor y la ira. Toni reconoció a un hombre que había perdido el alma. Sería capaz de cualquier cosa: matar a su familia, matarse a sí mismo, acabar con el mundo entero.

—Aquí fuera no funciona, Kit —observó Stanley.

Toni se preguntó si sería verdad. Kit debió de pensar lo mismo:

—¿Por qué no?

—Fíjate en el viento que hace —explicó Stanley—. Las gotas se dispersarán antes de que puedan hacer daño a nadie.

—Que os den por el culo a todos —dijo Kit, y tiró la botella al aire. Luego se dio media vuelta, saltó por encima del muro y echó a correr hasta el borde del acantilado, que quedaba a escasos metros de distancia.

Stanley se fue tras él.

Toni cogió el frasco de perfume antes de que cayera al suelo. Stanley se lanzó en plancha con los brazos estirados hacia delante. Casi logró coger a Kit por los hombros, pero sus manos resbalaron. Cayó al suelo, pero se las arregló para apresar una pierna de su hijo y la agarró con fuerza. Kit cayó al suelo con la cabeza y los hombros colgando del borde del acantilado. Stanley se tiró encima de él, sujetándolo con su propio peso.

Toni se asomó al precipicio. Treinta metros más abajo, las olas reventaban contra las escarpadas rocas.

Kit forcejeaba, pero su padre lo sujetó con firmeza hasta que dejó de resistirse.

Stanley se levantó lentamente y ayudó a Kit a incorporarse. Este tenía los ojos cerrados y temblaba, conmocionado, como si acabara de tener un síncope.

—Se acabó —dijo Stanley, abrazando a su hijo—. Ya pasó todo.

Permanecieron así, inmóviles junto al borde del acantilado, los cabellos azotados por el viento, hasta que Kit dejó de temblar. Luego, con suma delicadeza, Stanley le hizo dar media vuelta y lo guió de vuelta a la casa.

La familia estaba reunida en el salón, silenciosa y atónita, sin acabar de creer que la pesadilla había terminado. Stanley había cogido el móvil de Kit para llamar a una ambulancia mientras Nellie se empeñaba en lamerle las manos. Hugo estaba tendido en el sofá, cubierto con varias mantas, y Olga le limpiaba las heridas. Miranda hacía lo mismo con Tom y Ned. Kit se había tumbado boca arriba en el suelo, los ojos cerrados. Craig y Sophie hablaban en voz baja en un rincón. Caroline había encontrado todos sus ratones y estaba sentada con la jaula sobre las rodillas. La madre de Toni estaba a su lado, con el cachorro en el regazo. El árbol de Navidad titilaba en un rincón. Toni llamó a Odette.

—¿Cuánto has dicho que tardarían esos helicópteros en llegar hasta aquí?

—Una hora —contestó—. Eso sería si salieran ahora mismo, pero en cuanto ha dejado de nevar les he dado orden de despegar hacia ahí. Están en Inverburn, a la espera de instrucciones. ¿Por qué lo preguntas?

—He detenido a la banda y he recuperado el virus, pero…

—¿Qué, tú sola? —Odette no salía de su asombro.

—Olvídate de eso. Ahora lo importante es coger al cliente, la persona que está intentando comprar el virus y usarlo para matar a un montón de gente. Tenemos que dar con él.

—Ojalá pudiéramos.

—Creo que podemos, si nos damos prisa. ¿Podrías enviarme un helicóptero?

—¿Dónde estás?

—En casa de Stanley Oxenford, Steepfall. Está justo sobre el acantilado que sobresale de la costa exactamente veinticuatro kilómetros al norte de Inverburn. Hay cuatro edificios que forman un cuadrado, y el piloto verá dos coches estrellados en el jardín.

—Veo que no te has aburrido.

—Necesito que el helicóptero me traiga un micrófono y un radiotransmisor inalámbricos. Tiene que ser lo bastante pequeño para caber en el tapón de una botella.

—¿Cuánto tiempo de autonomía tiene que tener el transmisor?

—Cuarenta y ocho horas.

—Vale, no hay problema. Supongo que tendrán alguno en la jefatura de Inverburn.

—Una cosa más. Necesito un frasco de perfume, de la marca Diablerie.

—Eso no creo que lo tengan en jefatura. Habrá que atracar alguna perfumería del centro.

—No tenemos mucho tiempo… espera. —Olga trataba de decirle algo. Toni la miró y preguntó:

—Perdona, ¿qué dices?

—Yo puedo darte un frasco de Diablerie idéntico al que había sobre la mesa. Es la colonia que uso normalmente.

—Gracias. —Toni se volvió hacia el auricular—. Olvídate del perfume, ya lo he solucionado. ¿En cuánto tiempo puedes hacerme llegar ese helicóptero?

—Diez minutos.

Toni consultó su reloj.

—Puede que sea demasiado tarde.

—¿Dónde tiene que ir el helicóptero después de recogerte a ti?

—Ahora te vuelvo a llamar y te lo digo —contestó Toni, y colgó el teléfono.

Se arrodilló en el suelo junto a Kit. Estaba pálido. Tenía los ojos cerrados pero no dormía, pues respiraba con normalidad y se estremecía cada cierto tiempo.

—Kit —empezó. No hubo respuesta—. Kit, tengo que hacerte una pregunta. Es muy importante.

Kit abrió los ojos.

—Ibais a encontraros con el cliente a las diez, ¿verdad?

Un silencio tenso se adueñó de la habitación. Todos los presentes se volvieron hacia ellos.

Kit miró a Toni pero no dijo una sola palabra.

—Necesito saber dónde habíais quedado con el cliente.

El interpelado apartó la mirada.

—Kit, por favor.

Sus labios se entreabrieron. Toni se acercó más a su rostro.

—No —susurró Kit.

—Piénsalo bien —le urgió ella—. Esto podría ser tu salvación.

—Y una mierda.

—Te lo digo en serio. El daño causado ha sido mínimo, aunque la intención fuera otra. Hemos recuperado el virus.

Los ojos de Kit recorrieron la habitación de un extremo al otro, deteniéndose en cada miembro de la familia.

Leyendo sus pensamientos, Toni dijo:

—Les has hecho mucho daño, pero no parecen dispuestos a abandonarte todavía. Están todos aquí, a tu lado.

Kit cerró los ojos.

Toni se acercó más a él.

—Podrías empezar a redimirte ahora mismo.

Stanley abrió la boca para decir algo, pero Miranda lo detuvo alzando la mano, y fue ella quien tomó la palabra.

—Kit, por favor… —empezó—. Haz algo bueno, después de todo este daño. Hazlo por ti, para que sepas que no eres tan malo como crees. Dile a Toni lo que necesita saber.

Kit cerró los ojos con fuerza y las lágrimas rodaron por su rostro. Finalmente, dijo:

—Academia de aviación de Inverburn.

—Gracias —susurró Toni.