En la despensa hacía frío.
El pavo de Navidad, demasiado grande para caber en la nevera, descansaba en su fuente de hornear sobre una repisa de mármol, relleno y condimentado por Olga, listo para asar. Miranda se preguntó con amargura si viviría lo bastante para saborearlo.
Estaba junto a su padre, su hermana y Hugo, todos ellos atados como el pavo y hacinados en el escaso metro cuadrado de la despensa, rodeados de comida: las verduras dispuestas en los estantes, una hilera de frascos con pasta, cajas de cereales para el desayuno, latas de atún, tomates en conserva y judías en salsa de tomate.
Hugo se había llevado la peor parte. Por momentos parecía volver en sí, pero no tardaba en perder de nuevo el conocimiento. Estaba apoyado contra la pared y Olga se había pegado a su cuerpo desnudo para intentar transmitirle calor. Stanley parecía haber sido arrollado por un camión, pero permanecía de pie y estaba atento a cuanto ocurría a su alrededor.
Miranda se sentía impotente y abatida. Le descorazonaba ver a su padre, un hombre tan noble, golpeado y atado de pies y manos. Ni siquiera el sinvergüenza de Hugo merecía lo que le habían hecho. A juzgar por su aspecto, era bastante probable que sufriera daños irreversibles. Y Olga era una mujer admirable; no había más que ver cómo se desvivía por el marido que la había traicionado.
Los demás tenían paños de cocina metidos en la boca, pero Daisy no se había molestado en amordazar a Miranda; de nada servía que se pusiera a gritar ahora que la policía se había marchado. Fue entonces cuando se dio cuenta, con un atisbo de esperanza, de que quizá pudiera liberar a los demás de sus mordazas.
—Papá, inclínate hacia abajo —pidió.
Obediente, Stanley flexionó la cintura y se dobló hacia delante, acercando su rostro al de Miranda. El extremo del paño colgaba de su boca. Miranda ladeó la cabeza como si quisiera besarlo en los labios y logró atrapar un extremo del paño entre los dientes. Tiró hacia atrás, extrayendo parte del paño, pero entonces se le escapó.
Miranda soltó un gemido de exasperación. Su padre volvió a inclinarse, animándola a intentarlo de nuevo. Repitieron la maniobra, y esta vez el paño salió entero y cayó al suelo.
—Gracias —dio Stanley—. Dios, qué desagradable.
Miranda repitió la operación con Olga, que dijo:
—Esta cosa me daba arcadas, pero tenía miedo de ahogarme si vomitaba.
Olga retiró la mordaza a Hugo por el mismo procedimiento.
—Tienes que intentar mantenerte despierto, Hugo —le dijo—.Venga, no cierres los ojos.
—¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó Stanley.
—Toni Gallo se ha presentado con una máquina quitanieves y un par de policías —explicó—. Kit ha salido a recibirla como si nada hubiera pasado y la policía se ha marchado, pero Toni ha insistido en quedarse.
—Esa mujer es increíble.
—Yo estaba escondida en el desván de tu habitación y he conseguido avisar a Toni.
—¡Bien hecho!
—La bestia de Daisy me ha empujado escaleras abajo, pero Toni ha logrado escapar. No sé dónde estará ahora mismo.
—Llamará a la policía.
Miranda movió la cabeza en señal de negación.
—Se ha dejado el móvil en el bolsillo de la cazadora, y ahora lo tiene Kit.
—Ya se le ocurrirá algo. Es una mujer de recursos. De todos modos, es nuestra única esperanza. Nadie más sigue libre, excepto los niños… y Ned, claro está.
—Me temo que Ned no nos será de mucha ayuda —apuntó Miranda, apesadumbrada—. En una situación como esta, lo último que necesitamos es un experto en Shakespeare. Miranda se acordó de lo pusilánime que se había mostrado el día anterior cuando su exmujer, Jennifer, la había echado de su casa. No era de esperar que un hombre como él decidiera plantar cara a tres matones consumados.
Se asomó a la ventana de la despensa. Había empezado a amanecer y ya no nevaba, así que podía distinguir el chalet de invitados en el que Ned estaría durmiendo y el granero donde se alojaban los chicos. El corazón le dio un vuelco en el pecho cuando vio a Elton cruzando el patio.
—Dios mío —murmuró—.Va al chalet.
Stanley miró por la ventana.
—Tratan de reunimos a todos —dedujo—. Nos dejarán atados antes de marcharse. No podemos dejar que se escapen con ese virus… pero ¿cómo podemos detenerlos?
Elton entró en el chalet de invitados.
—Espero que Ned esté bien.
De pronto, Miranda se alegró de que Ned no fuera un gallito. Elton era implacable, despiadado y tenía un arma. La única esperanza de Ned era dejarse apresar sin oponer resistencia.
—Podría ser peor —observó Stanley—. Ese chico no es trigo limpio, pero por lo menos tampoco es un psicópata, a diferencia de Daisy.
—Está como una cabra, y eso la hace cometer errores —apuntó Miranda—. Hace unos minutos, en el vestíbulo, se ha liado a puñetazos conmigo cuando debería haber ido tras Toni. Por eso ha logrado escapar.
—¿Por qué se ha liado Daisy a puñetazos contigo?
—Porque la encerré en el desván.
—¿Que la encerraste en el desván?
—Sabía que venía a por mí, así que esperé en la habitación, dejé que entrara en el desván y entonces cerré la puerta del armario y la atranqué como pude. Por eso estaba tan cabreada.
—Eres muy valiente —susurró Stanley con la voz embargada.
—Qué va —replicó Miranda. La idea le parecía absurda—. Lo que pasa es que tenía tanto miedo que habría hecho cualquier cosa con tal de escapar.
—Pues yo creo que eres muy valiente —insistió Stanley. Tenía los ojos arrasados en lágrimas, y apartó la mirada.
Ned salió del chalet. Elton iba justo detrás de él, con la pistola pegada a su nuca, y sujetaba a Tom con la mano libre.
Miranda reprimió un grito. Creía que su hijo estaba en el granero. Supuso que se había despertado pronto y había salido en su busca. Llevaba puesto el pijama de Spiderman. Miranda intentó contener las lágrimas.
Se dirigían los tres hacia la casa cuando de pronto se oyó un grito y se detuvieron bruscamente. Instantes después, Daisy apareció en el campo visual de los prisioneros, arrastrando a Sophie por el pelo. Esta avanzaba doblada en dos, tropezando en la nieve y gritando de dolor.
Daisy le dijo algo a Elton que Miranda no alcanzó a oír. Entonces fue Tom quien le espetó a voz en grito:
—¡Suéltala! ¡Le estás haciendo daño! —Su voz infantil sonaba más aguda de lo habitual a causa del miedo y la rabia.
Miranda recordó que su hijo estaba prendado de Sophie.
—Cállate, Tommy —murmuró temerosa, aunque no pudiera oírla—. No pasa nada porque le tiren del pelo.
Elton soltó una carcajada. Daisy esbozó una sonrisa y tiró con más fuerza del pelo de Sophie.
Ver cómo se burlaban de él fue seguramente lo que le hizo perder los estribos. Furibundo, Tom se zafó de la mano de Elton y embistió a Daisy con todas sus fuerzas.
—¡No! —gritó Miranda.
Sorprendida, Daisy cayó de espaldas, soltó Sophie y se quedó sentada en la nieve. Tom se abalanzó sobre ella y la golpeó repetidamente con sus pequeños puños.
—¡Para, para! —gritaba Miranda inútilmente.
Daisy apartó a Tom de un empujón y se incorporó. El niño se levantó al instante, pero Daisy lo golpeó en la cabeza con su puño enguantado y lo volvió a tumbar. Entonces lo levantó del suelo, furiosa, y lo sostuvo con la mano derecha mientras con la izquierda lo golpeaba en la cara y el cuerpo.
Miranda gritaba de desesperación.
Fue entonces cuando Ned intervino.
Haciendo caso omiso del arma con la que Elton le apuntaba, se interpuso entre Daisy y Tom. Dijo algo que Miranda no alcanzó a oír y apresó el brazo de Daisy con la mano.
Miranda no daba crédito a sus ojos. ¡El cobarde de Ned le plantaba cara a los matones!
Sin soltar a Tom, Daisy le asestó un puñetazo en el estómago.
Ned se inclinó hacia delante con el rostro deformado por el dolor, pero cuando Daisy hizo ademán de volver a golpear a Tom, se incorporó y una vez más se interpuso entre ambos. Cambiando de idea en el último momento, Daisy lo golpeó a él, asestándole un puñetazo en la boca. Ned gritó de dolor y se llevó las manos al rostro, pero no se apartó.
Miranda le estaba profundamente agradecida por haber apartado a Daisy de Tom, pero ahora se preguntaba cuánto tiempo iba a aguantar aquel suplicio.
Ned seguía resistiendo, impasible. Cuando apartó las manos del rostro, un hilo de sangre manó de su boca. Daisy le asestó otro puñetazo.
Miranda no salía de su asombro. Ned era como un muro. Allí estaba, encajando los golpes uno tras otro sin ceder. Y no lo hacía por su propia hija, sino por Tom. Miranda se avergonzó de haber pensado que era un cobarde.
Entonces fue la hija de Ned, Sophie, la que pasó a la acción. Desde que Daisy la había soltado no se había movido, sino que se limitaba a contemplar la escena con gesto atónito. Pero de pronto se dio media vuelta y se alejó del grupo a toda prisa.
Elton intentó cogerla, pero perdió el equilibrio y Sophie logró escabullirse. Echó a correr por la profunda capa de nieve con zancadas dignas de una bailarina.
Elton se incorporó apresuradamente, pero Sophie se había esfumado.
Cogió a Tom y le gritó a Daisy:
—¡Que se escapa la chica! —Daisy no parecía demasiado interesada en ir tras ella—. ¡Yo me quedo con estos dos! ¡Vete de una vez!
Tras lanzar una mirada asesina a Ned y Tom, se dio la vuelta y se fue en busca de Sophie.